TERCERA PARTE

PROBLEMAS ÉTICOS DE NUESTRO TIEMPO

11. MANIPULACIÓN DE LA VERDAD

Algunos animales se molestaron al saber que los cerdos, no solamente comían en la cocina y usaban la sala como lugar de recreo, sino que también dormían en las camas. Boxer lo pasó por alto, como de costumbre, repitiendo «¡Napoleón siempre tiene razón!», pero Clover, que creyó recordar una disposición concreta contra las camas, fue hasta el extremo del granero e intentó descifrar los siete mandamientos, que estaban allí escritos. Al ver que solo podía leer las letras una por una, trajo a Muriel.

—Muriel —le dijo—, léeme el cuarto mandamiento. ¿No dice algo respecto a no dormir nunca en una cama?

Con un poco de dificultad, Muriel lo deletreó.

—Dice: «Ningún animal dormirá en una cama con sábanas».

Lo curioso era que Clover no recordaba que el cuarto Mandamiento mencionara las sábanas; pero como figuraba en la pared, debía de haber sido así.

(George ORWELL, Rebelión en la granja, Destino)

En el capítulo 3, al estudiar la estrecha relación entre la ética y la verdad, hemos explicado las dificultades del conocimiento humano a la hora de alcanzar la verdad. Dificultades exteriores e interiores al sujeto que conoce: de una parte, el carácter escurridizo y oscuro de la propia realidad; de otra, la torpeza de nuestro entendimiento, lastrado subjetivamente por intereses personales, prejuicios e ignorancias.

Si entonces veíamos las deformaciones involuntarias de la verdad, en este tema estudiaremos su deformación voluntaria: la manipulación. ¿Por qué se manipula la verdad? La respuesta es un sencillo razonamiento. Estos son sus pasos:

El ser humano solo puede vivir en sociedad. Pero la sociedad no existiría si los hombres no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad. Conclusión: un lenguaje manipulado, al ser recibido con confianza y buena fe, conduce a las personas no según la verdad, sino según las intenciones del manipulador. Toda manipulación es, por tanto, una mentira al servicio del afán de dominio sobre los demás.

Conceptos implicados

El ser humano busca naturalmente la verdad, tanto en la acción como en la palabra: es la actitud que denominamos veracidad, sinceridad o franqueza, contraria a la mentira, a la simulación e hipocresía. La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar, y es el atentado más directo contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error al que tiene el derecho de conocerla. Es una injusticia importante, pues destruye uno de los vínculos esenciales del hombre: todo hombre debe a los demás la manifestación de la verdad.

La gravedad de la mentira depende de la verdad deformada, de la intención del que miente, de los daños acarreados. Por abusar de la buena fe, la mentira es una injusticia, una violencia hecha a los demás. Atenta contra su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y decisión libre, socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales.

Una afirmación contraria a la verdad posee mayor gravedad cuando se hace públicamente. Si es ante un tribunal se llama falso testimonio, y si se hace bajo juramento constituye perjurio. Se puede conseguir con ello condenar a un inocente o absolver a un culpable, y siempre se compromete gravemente el ejercicio de la justicia.

El respeto a la reputación de las personas obliga a evitar el juicio temerario, la maledicencia y la calumnia, que destruyen el honor y el buen nombre. El honor, reconocimiento social de la dignidad humana, es un derecho natural de la persona.

El derecho a conocer la verdad no es incondicional: está sujeto al bien común, a la seguridad individual y al respeto a la privacidad. Por esas razones se debe estimar si conviene revelar la verdad a quien la pide, pues nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla. Un ejemplo concreto es el deber de guardar el secreto profesional.

La deformación de los tópicos

Normalmente, la realidad es compleja, difícil de racionalizar en esquemas simples, pero los medios de comunicación y las campañas publicitarias necesitan simplificarla para hacerla comprensible al gran público: así triunfan esas caricaturas de la realidad llamadas tópicos.

Los tópicos son ideas simples ampliamente difundidas. Son tópicos el trabajo eficiente de los japoneses, la perfección técnica de los alemanes, el buen fútbol brasileño, el humor inglés, la gracia andaluza, y otros muchos. El éxito de los tópicos consiste en expresar sencillamente una idea sencilla. Sin embargo, las ideas sencillas también pueden ser falsas: para muchos norteamericanos, los españoles somos toreros o guitarristas, los toros andan sueltos por las calles, y todas las españolas bailan flamenco.

Cuando se transmiten altos contenidos culturales o éticos, la simplificación a costa de la verdad suele acarrear peligrosas consecuencias. Así, por ejemplo, el marxismo hizo creer que todo obrero era buena persona por el hecho de ser obrero, y que todo empresario era odioso por la misma razón (era la simplificación de la lucha de clases). También simplifica quien equipara el consumo de drogas blandas con el mero hábito de fumar; o el que identifica política y corrupción, deporte de elite y dopping, etc.

Como se ve, muchos tópicos se encuentran en los cimientos de la cultura media ambiental, y suponen un alimento intelectual de fácil digestión. Pero en la medida en que expresan errores o medias verdades, su nivel de aceptación es equivalente a su nivel de manipulación. Los tópicos han existido siempre, pero actualmente se diría que su proliferación parece producida por una implacable multinacional. Solo tres ejemplos: «El caso Galileo», el mito del progreso y la Edad Media.

El mito del progreso. Decía Miguel Delibes, en su discurso de ingreso a la Real Academia, que nuestra sociedad pretendidamente progresista es, en el fondo, de una mezquindad irrisoria. En primer lugar, por el escandaloso contraste entre una parte de la humanidad que vive en el delirio del despilfarro mientras otra parte mayor se muere de hambre. Afirmaba Delibes que los carriles del progreso se montan sobre la idea de provecho, y que el dinero se antepone a todo. Así, «al teocentrismo medieval y al antropocentrismo renacentista ha sucedido un objeto-centrismo que, al eliminar todo sentido de elevación en el hombre, le ha hecho caer en la abyección y la egolatría». El discurso alcanza quizá un tono patético en la conclusión: si el progreso debe generar las secuelas inhumanas que observamos en nuestras sociedades más adelantadas, «yo gritaría ahora mismo, con el protagonista de una conocida canción americana: ¡Que paren la Tierra, quiero apearme!».

Galileo. Todo el mundo sabe que, en la Edad Media, la Inquisición condenó a Galileo a morir en la hoguera por sostener que la Tierra era redonda. Sin embargo, Galileo no fue jamás condenado a morir, y menos en la hoguera, y mucho menos por una redondez conocida desde los griegos y demostrada por Magallanes y Elcano. Además, Galileo fue contemporáneo de Descartes, es decir: la Edad Media había terminado 200 años antes.

La oscura Edad Media. En la Edad Media no dejó de salir el sol, pero se dice que era oscura en otros sentidos: por lo poco que sabemos, por lo poco que nos dejó, por lo brutal del sistema feudal, por su incultura… Sin embargo, la historia medieval es incomparablemente más conocida que la historia antigua, aunque a esta nadie la llame oscura. Además, solo por una completa y sospechosa ceguera se puede calificar de inculta a la época que inventa la Universidad. ¿No reconocemos como joyas únicas las catedrales góticas? ¿Puede ser producida su belleza por hombres rudos? ¿Se pueden levantar, sin conocimientos de matemática y geometría, bóvedas de piedra por encima de los 30 y 40 metros, destinadas a durar cientos de años?

Por otra parte, aunque feudal rime con brutal y bestial, el feudalismo no tiene nada que envidiar a la esclavitud persa, egipcia, griega o romana. Además, los récords de crueldad que se atribuyen a la Edad Media empezaron a ser pulverizados a partir de la Revolución Francesa. Es el marxismo el que ha sido calificado como la más grande empresa carcelaria de la humanidad, y Paul Johnson ha escrito en «The Times» que, «desde 1900, y a instancias del Estado, se ha acabado con más vidas humanas que en toda la historia de la humanidad».

La manipulación

Manipular es presentar lo falso como verdadero, lo negativo como positivo, lo degradante como beneficioso. En cualquier sociedad se da una general apetencia hacia dos objetos: el poder económico y el poder político. Ambas formas de poder, cuando se absolutizan, utilizan la manipulación para convertir a las personas en súbditos o en consumidores, en posibles votantes o compradores.

El «pan y circo» de los romanos es quizá el primer ensayo de manipulación de masas con éxito. Entonces y ahora, las campañas que ofrecen el anzuelo de la diversión y del placer tienen a su favor un plano inclinado cada vez más difícil de remontar por el que empieza a deslizarse en él. Entonces y ahora, el hombre es convertido en pobre hombre, porque las ramas del deseo le impiden ver el bosque lleno de posibilidades diferentes.

La manipulación de la sexualidad, que está en la base de un comercio pornográfico enormemente rentable, es uno de los ejemplos más claros. Por medio de revistas, diarios, libros, radio, cine, televisión y teatro, se impone la idea de que el placer sexual —conseguido por cualquier medio y a cualquier edad— es necesario, lo único realmente humano, el auténtico fin del hombre.

Algunos políticos no son ajenos a esta manipulación. Se preocupan de suministrar a la sociedad la dosis de «carne» suficiente para mantener despierta la sensibilidad animal de los ciudadanos. Así, alimentados artificialmente los instintos, la persona concentra su atención en ese punto, como el animal en su comida o en su apareamiento. Para el político obsesionado por el afán de poder, animalizar la sociedad tiene una ventaja clara: un rebaño es mucho más fácil de manejar que un conjunto de hombres libres. Lenin prometió a los dictadores comunistas que, si lograban este tipo de corrupción, la sociedad caería en sus manos como fruta madura.

Existe una forma de manipulación propia de nuestro siglo: se trata, decía Miguel Delibes en el discurso arriba citado, de «un juguete para adultos que influye en la manera de pensar. Quizá el juguete moderno con más éxito y que suministra el único alimento intelectual de un elevadísimo porcentaje de seres humanos». El escritor continúa explicando que «la difusión de consignas, la eliminación de la crítica, la exposición triunfalista de logros parciales o insignificantes y la misma publicidad subliminal van moldeando el cerebro de millones de televidentes que, persuadidos de la bondad del sistema, o simplemente fatigados, pero, en todo caso, incapacitados para pensar por su cuenta, terminan por hacer dejación de sus deberes cívicos, encomendando al Estado-Padre hasta las pequeñas responsabilidades comunitarias».

Los hombres que trabajan para este medio de comunicación son con frecuencia los primeros en lamentar su poder degradante. Vittorio Gassman declaraba a la prensa que «la televisión trata de agradar a millones de personas, y por eso no puede evitar ser una gigantesca estupidez. Las jóvenes generaciones no leen, no estudian, no se instruyen, creen aprenderlo todo en la pantalla. La televisión parece que ha sustituido a la realidad. Es una gran mentira, un espejismo peligroso, una auténtica macchina di merda».

Una estudiante de Periodismo, con humor e ironía, retrataba a un joven ejecutivo en estos términos: «David desconectó el televisor, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo al pensar que el aparato pasaría la noche apagado. Sin embargo, estaba contento. Había decidido comprarse aquellos pantalones que había visto en el anuncio de las seis y veinte; el jabón que anunciaban en el intermedio de la película era estupendo, y las gafas de Larry Hagman le habían recordado lo mucho que molestaba el sol al salir a la calle. Se compraría unas. A la mañana siguiente, mientras desayunase con la misma leche descremada que Jane Fonda, y con los bizcochos que estaban en todas las vallas publicitarias, camino de la oficina, David se felicitaría a sí mismo por su buen criterio para elegir siempre lo mejor, sin dejarse engañar».

La televisión, obligada normalmente a comprimir muchas noticias en poco tiempo, se apoya en la imagen para «explicar» lo que solo se puede explicar con palabras. Cae así en un tipo de manipulación muchas veces involuntaria, perfectamente descrita por Bill Moyers: «Entré en la oficina del noticiario vespertino, donde todos eran amigos míos y buenos profesionales. Me introduje en la “pecera”, la cabina rodeada de cristales desde donde se controlan esos noticiarios de la CBS. Todos veían en el monitor el reportaje vía satélite de un corresponsal en el Medio Oriente. Aquello era extraordinariamente fílmico, con gran fuerza visual. Un productor dijo: eso no es una noticia. Otro opinó: pero parece que lo es. El productor ejecutivo concluyó: entonces sí es noticia. Esto es lo peligroso: como se cuenta con muy poco tiempo, la imagen, lo visual, sustituye al planteamiento complicado que requeriría una explicación verbal».

La forma más clara de manipulación es la mentira. En 1983, Fidel Castro dirigía estas palabras a un grupo de periodistas franceses y norteamericanos: «Nosotros no tenemos ningún problema de derechos humanos: aquí no hay desaparecidos, aquí no hay torturados, aquí no hay asesinados».

Las mentiras más suaves son los eufemismos: invidente por ciego, desempleo por paro, tercera edad por vejez, económicamente débiles en lugar de pobres, internos en lugar de presos, aborto convertido en interrupción del embarazo, dictaduras bautizadas como democracias populares, y un larguísimo etcétera. Además, hay palabras como verdad, paz, libertad, justicia…, que no tienen un sentido fijo. Dice Larra que «hay quien las entiende de un modo, hay quien las entiende de otro; hay, por fin, quien no las entiende de ninguno. Con ellas no hay discurso que no se pueda sostener, no hay cosa que no se pueda probar, no hay pueblo a quien no se pueda convencer».

Desde la televisión: En el verano de 1996, Mónica Ridruejo, recién nombrada directora general de RTVE, declaraba a la prensa: «Quiero una radiotelevisión de calidad, cuidada, que informe, que interese, que entretenga. Y eso se puede hacer con objetividad, con buen gusto y con nobleza. No vamos a dar carnaza ni grosería por ganar un punto más de audiencia. Luego, hay unos respetos: desde una televisión pública no se debe herir la sensibilidad de nadie. En cuanto a los chicos y jóvenes, creo que hay que ofrecerles personajes y argumentos divertidos, emocionantes, pero ejemplares. No se les pueden enviar mensajes de hedonismo, de violencia, de gamberrismo…».

Shakespeare: En torno a un asesinato

BRUTO.— Si hubiese alguno en esta asamblea que profesara entrañable amistad a César, a él le digo que el afecto de Bruto por César no era menor que el suyo. Y si entonces ese amigo preguntase por qué Bruto se alzó contra César, esta es mi contestación: «No porque amaba a César menos, sino porque amaba a Roma más». ¿Preferiríais que César viviera y morir todos esclavos, a que esté muerto César y todos vivir libres?

Porque César me apreciaba, le lloro; porque fue afortunado, le celebro; como valiente, le honro, pero por ambicioso le maté. Lágrimas hay para su afecto, júbilo para su fortuna, honra para su valor, muerte para su ambición.

¿Quién hay aquí tan abyecto que quiera ser esclavo? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan estúpido que no quiera ser romano? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan vil que no ame a su patria? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! Aguardo una respuesta.

TODOS.— ¡Nadie, Bruto, nadie!

BRUTO.— ¡Entonces, a nadie he ofendido! ¡No he hecho con César sino lo que haríais con Bruto! Los motivos de su muerte están escritos en el Capitolio. No le quitamos la gloria que merecía, ni exageramos las culpas por las que ha sufrido la muerte.

ANTONIO.— ¡Amigos romanos, compatriotas, prestadme atención! ¡Vengo a inhumar a César, no a ensalzarle!, ¡el mal que hacen los hombres perdura sobre su memoria!, ¡frecuentemente el bien queda sepultado con sus huesos! ¡Sea así con César!

El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Si lo fue, era la suya una falta grave, y gravemente la ha pagado. Con la venia de Bruto y los demás, pues Bruto es un hombre honrado, como son todos ellos, hombres todos honrados, vengo a hablar en el funeral de César. Era mi amigo, siempre leal y sincero; pero Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Infinitos cautivos trajo a Roma, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Parecía esto ambición en César? Siempre que los pobres dejaban oír su voz lastimera, César lloraba. ¡La ambición debería ser de una sustancia más dura! No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Todos visteis que en las Lupercales le ofrecí tres veces la corona real, y tres veces la rechazó. ¿Era esto ambición? Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso, y ciertamente Bruto es un hombre honrado.

¡No hablo para desaprobar lo que Bruto ha dicho! ¡Pero estoy aquí para decir lo que sé! Todos le amasteis alguna vez, y no sin causa. ¿Qué razón, entonces, os detiene ahora para no llevarle luto? ¡Oh, raciocinio! Has ido a buscar asilo en los irracionales, pues los hombres han perdido la razón… ¡Perdonadme un momento! ¡Mi corazón está ahí, en ese féretro, con César, y he de detenerme hasta que torne a mí!

Si tenéis lágrimas, disponeos ahora a verterlas. ¡Todos conocéis este manto! Recuerdo cuando César lo estrenó. Era una tarde de verano, en su tienda, el día que venció a los nervos. ¡Mirad: por aquí penetró el puñal de Casio! ¡Ved qué brecha abrió el envidioso Casca! ¡Por esta otra le hirió su muy amado Bruto! ¡Y al retirar su maldecido acero, la sangre de César parece haberse lanzado en pos de él, como para asegurarse de si era o no Bruto el que tan inhumanamente abría la puerta!

¡Porque Bruto, como sabéis, era el ángel de César! ¡Juzgad, oh dioses, con qué ternura le amaba César! ¡Ese fue el golpe más cruel de todos, pues cuando el noble César vio que él también le hería, la ingratitud, más potente que los brazo de los traidores, le anonadó completamente! ¡Entonces estalló su poderoso corazón, y, cubriéndose el rostro con el manto, el gran César cayó a los pies de la estatua de Pompeyo, que se llenó de sangre!

Los que han consumado esta acción son hombres dignos. ¿Qué secretos agravios tenían para hacerlo? Lo ignoro. Ellos son sensatos y honorables, y no dudo que os darán razones. ¡Yo no vengo, amigos, a levantar vuestras pasiones! Yo no soy orador como Bruto; todos sabéis lo que soy: un hombre franco y sencillo que amaba a su amigo; y esto también lo saben los que me han permitido hablar ahora en público. No tengo ni talento, ni elocuencia, ni mérito, ni estilo, ni ademanes, ni el poder de la oratoria que enardece la sangre de los hombres. Hablo llanamente y no os digo sino lo que todos conocéis. Os muestro las heridas del bondadoso César, pobres, pobres bocas mudas, y les pido que ellas hablen por mí. ¡Pues si yo fuera Bruto, y Bruto Antonio, ese Antonio exasperaría vuestras almas y pondría una lengua en cada herida de César capaz de conmover y levantar en motín las piedras de Roma!

TODOS.— ¡Nos amotinaremos!

CIUDADANO 1.— ¡Prendamos fuego a la casa de Bruto!

CIUDADANO 3.— ¡En marcha, pues!… ¡Venid! ¡Busquemos a los conspiradores!