12. TOLERANCIA Y PLURALISMO
Las profecías sobre la tolerancia son antiguas, pero nunca se cumplen. Forman parte de todo sueño utópico, desde Confucio a Charles Chaplin, y también forman parte de todo desengaño. Con realismo, Naciones Unidas proclamó 1995 Año Internacional de la Tolerancia, después de medio siglo de Auschwitz e Hirosima, porque se había roto el consenso del «nunca más». ¿«Nunca más» campos de concentración en Alemania cuando otros se han llenado en Bosnia? ¿«Nunca más» genocidios cuando el mundo sabe y tolera que mujeres, ancianos y niños hayan sido de nuevo vejados, torturados, violados o deportados en vagones de ganado?
Tolerancia política
El mundo sueña con la tolerancia desde que es mundo, quizá porque se trata de una conquista importante que brilla por su ausencia. Todos los grandes sabios han cantado sus excelencias y han señalado que se trata de una virtud fácil de aplaudir, difícil de practicar, y muy difícil de explicar. Aparece como una noción escurridiza que, ya de entrada, presenta dos significados bien distintos: permitir el mal y respetar la diversidad. Su significado clásico es «permitir el mal sin aprobarlo».
Debe permitir el mal quien, pudiendo reprimirlo, considera que va a ser peor el remedio que la enfermedad. Hay situaciones en las que parece aconsejable «hacer la vista gorda». Esas situaciones constituyen la justificación y el ámbito de la tolerancia entendida como permisión del mal. Hacer la vista gorda es un giro insuperable, porque expresa algo tan complejo como disimular sin disimular, darse y no darse por enterado. Esa es precisamente la primera acepción de tolerancia, prerrogativa del que tiene la sartén por el mango, que libremente modera el ejercicio del poder.
Los clásicos llamaron clemencia a la tolerancia política. Séneca escribió el tratado De clementia para influir sobre un Nerón que empezaba a mostrar su cara intolerante. El filósofo estoico profundiza en la naturaleza del poder y presenta un verdadero programa de gobierno: el príncipe, como alma que informa y vivifica el cuerpo del Estado, debe gobernar con una justicia atemperada por la clemencia.
Dificultades de interpretación
Decidir cuándo y cómo permitir el mal sin aprobarlo es un arte difícil, que exige conocer a fondo la situación, valorar lo que está en juego, sopesar los pros y los contras, anticipar las consecuencias, pedir consejo y tomar una decisión. Está en juego el propio prestigio de la autoridad, la posible interpretación de la tolerancia como debilidad o indiferencia, la creación de precedentes peligrosos. Por ello, el ejercicio de la tolerancia se ha considerado siempre como una manifestación muy difícil de prudencia en el arte de gobernar. Marco Aurelio reconoce que recibió de su antecesor, el emperador Antonino Pío, la experiencia para distinguir cuándo hay necesidad de apretar y cuándo de aflojar.
¿Cuándo se debe tolerar algo? Ya conocemos la respuesta genérica: se debe permitir un mal cuando se piense que impedirlo provocará un mal mayor o impedirá un bien superior. La tolerancia se aplica así a la luz de la jerarquía de bienes. Ya en la Edad Media se sabía que «es propio del sabio legislador permitir las transgresiones menores para evitar las mayores». Pero la aplicación de este criterio no es nada fácil. Hay dos evidencias claras: que hay que ejercer la tolerancia, y que no todo puede tolerarse. Compaginar ambas evidencias es un arduo problema. ¿Deben tolerarse la producción y el tráfico de drogas, la producción y el tráfico de armas, la producción y el tráfico de productos radiactivos? ¿Es intolerante el Gobierno alemán cuando prohíbe actos públicos de grupos neonazis? ¿Y el Gobierno francés cuando clausura dos periódicos musulmanes ligados al terrorismo argelino?
Todos los análisis realizados con ocasión del Año Internacional de la Tolerancia aprecian la dificultad de precisar su núcleo esencial: los límites entre lo tolerable y lo intolerable. John Locke, en su Carta sobre la Tolerancia, asegura que «El magistrado no debe tolerar ningún dogma adverso y contrario a la sociedad humana o a las buenas costumbres necesarias para conservar la sociedad civil». Un límite tan expreso como impreciso, pero quizá el único posible. Hoy lo traducimos por el respeto riguroso a los derechos humanos.
Ante una realidad con tantas lecturas y conflictos como individuos, no queda más remedio que confiar a la ley el trazado de la frontera entre lo tolerable y lo intolerable. Y aceptar la interpretación del juez. En todo lo que la ley permite, hay que ser tolerante. En lo que la ley no permite, el juez y el gobernante pueden ejercer la tolerancia con prudencia.
Respeto a la diversidad
La segunda acepción de tolerancia es «respeto a la diversidad». Se trata de una actitud de consideración hacia la diferencia; de una disposición a admitir en los demás una manera de ser y de obrar distinta de la propia; de la aceptación del pluralismo. Ya no es permitir un mal, sino aceptar puntos de vista diferentes y legítimos, ceder en un conflicto de intereses justos. Y como los conflictos y las violencias están a la orden del día, la tolerancia es un valor que necesaria y urgentemente hay que promover.
Ese respeto a la diferencia tiene un matiz pasivo y otro activo. La tolerancia pasiva equivaldría al «vive y deja vivir», y también a cierta indiferencia. En cambio, la tolerancia activa viene a significar solidaridad, una actitud positiva que se llamó desde antiguo benevolencia. Los hombres, dijo Séneca, deben estimarse como hermanos y conciudadanos, pues «el hombre es cosa sagrada para el hombre». Su propia naturaleza pide el respeto mutuo, porque «ella nos ha constituido parientes al engendrarnos de los mismos elementos y para un mismo fin». La benevolencia nos prohíbe ser altaneros y ásperos, nos enseña que un hombre no debe servirse abusivamente de otro hombre, y nos invita a ser afables y serviciales en palabras, hechos y sentimientos (Epístolas a Lucilio).
En sus Pensamientos, el emperador Marco Aurelio nos confía que «hemos nacido para una tarea común, como los pies, como las manos, como los párpados, como las hileras de dientes superiores e inferiores. De modo que obrar unos contra otros va contra la naturaleza». Igual que nuestros cuerpos están formados por miembros diferentes, la sociedad está integrada por muchas personas diferentes, pero todas llamadas a una misma colaboración. Por eso, «a los hombres con los que te ha tocado vivir, estímalos, pero de verdad». Esta comprensión hacia todos debe llevarnos a pasar por alto lo molesto y desagradable, no con desprecio sino con intención positiva: «Si puedes, corrígele con tu enseñanza; si no, recuerda que para ello se te ha dado la benevolencia. También los dioses son benevolentes con los incorregibles». Con resonancias socráticas, Marco Aurelio también dirá que «se ultraja a sí mismo el hombre que se irrita con otro, el que vuelve las espaldas o es hostil a alguien».
Unas palabras de Charles Chaplin: En la estela de los grandes clásicos, el discurso final de Charles Chaplin en El Gran Dictador es un canto a la tolerancia: Me gustaría ayudar a todo el mundo si fuese posible: a los judíos y a los gentiles, a los negros y a los blancos. La vida puede ser libre y bella, pero necesitamos humanidad antes que máquinas, bondad y dulzura antes que inteligencia. No tenemos ganas de odiarnos y despreciarnos: en este mundo hay sitio para todos. Luchemos por abolir las barreras entre las naciones, por terminar con la rapacidad, el odio y la intolerancia. Las nubes se disipan, el sol asoma, surgimos de las tinieblas a la luz, penetramos en un mundo nuevo, un mundo mejor, en el que los hombres vencerán su rapacidad, su odio y su brutalidad.
Tolerancia y pluralismo
Vista una oveja —decía Gracián—, están vistas todas, y visto un león, vistos todos; en cambio, visto un hombre, solo está visto uno, y mal conocido. Se explica esta diferencia por la libertad: si la condición humana es libre, ya no hay una conducta humana, sino tantas como hombres, y todas igualmente justificadas por el derecho a la libertad. En este derecho se basa precisamente el pluralismo: la convivencia de conductas diferentes.
El pluralismo supone el reconocimiento práctico de las diferencias, pero solo es posible cuando las diferencias se apoyan sobre valores comunes. Eso significa que el pluralismo debe afectar a las formas, no al fondo. Porque el fondo en el que se apoya la libertad debe ser un fondo común, que hace las veces de fondo de garantías: las exigencias fundamentales de la naturaleza humana. El pluralismo puede admitir diferentes formas de manifestar respeto a las mujeres, a la justicia, a la virtud y a la razón. Lo que no puede es aprobar la conducta de Don Juan Tenorio:
Por dondequiera que fui
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé
y a las mujeres vendí.
El pluralismo no debe confundirse con el relativismo. Más bien, son contrarios. Cien diseñadores de moda pueden diseñar cien modelos diferentes, pero en los cien vestidos ha de estar presente el respeto a lo que es un cuerpo humano: ninguno de ellos puede asfixiar, inmovilizar o aplastar. Con este ejemplo resulta manifiesto que el pluralismo no se funda en el relativismo sino en la libertad, y en el hecho de que un problema —en este caso, la necesidad de vestirse— puede tener muchas soluciones válidas.
El relativismo es peligroso porque abre la puerta al «todo vale», por donde siempre puede entrar lo injusto y lo injustificable. El relativismo —concepción subjetivista de la verdad y del bien— hace imposible la ética, porque si la ética fuera subjetiva, el violador, el traficante de droga y el asesino podrían estar actuando éticamente. Si la ética fuera subjetiva, todas las acciones podrían ser buenas acciones, y también podrían ser buenas y malas a la vez.
En cambio, la ética puede prosperar en una sociedad pluralista porque las diferentes conductas respetan la base común de los derechos humanos: a un recién nacido se le puede alimentar y vestir de muchas formas, pero la obligación de alimentarlo y vestirlo es intocable. Madres de diferentes épocas y culturas confirman esa pluralidad en las formas y esa unanimidad en la solicitud por sus criaturas.
El pluralismo no está reñido con la objetividad moral. De lo contrario, si la moralidad no pudiera objetivarse, nada sería condenable en los medios de comunicación y en los tribunales. Con otras palabras: si los juicios morales solo fueran opiniones subjetivas, todas las leyes que condenan lo inmoral podrían estar equivocadas, y obligarían de forma arbitraria y abusiva.
La tolerancia y el pluralismo solo son posibles cuando todos admiten que hay criterios morales imprescindibles, no negociables. No son dogmas ni imposiciones sino criterios inteligentes, necesarios como el respirar. Los encontramos en ese fondo común, demasiado común, de todas las legislaciones y códigos penales: no robar, no matar, no mentir, no abusar del trabajador, no abusar de la mujer… Y son principios que, además de estar recogidos en las leyes, deben informar la educación de las jóvenes generaciones. Cuando hay grupos juveniles fascinados por cierta violencia irracional, parece criminal educar en el relativismo, porque eso significa que la vida no tiene importancia. Uno puede elegir libremente, pero de acuerdo con un criterio razonable. El marco relativista facilita la elección ciega. Y en ese contexto educativo, antes de empezar a vivir ya han sido envenenados muchos jóvenes.
Pluralismo y consenso
En una sociedad pluralista, las divergencias hacen necesario un esfuerzo común de reflexión racional: por el diálogo al consenso y a la convivencia pacífica. Siempre el diálogo es mejor que el monólogo. La sabiduría popular sabe que hablando se entiende la gente, y que cuatro ojos ven más que dos. Pero Antonio Machado escribió que, de diez cabezas, nueve embisten y una piensa. Su poética exageración esconde una advertencia: que la conducta ética puede determinarse por mayoría siempre y cuando esa mayoría esté integrada por gente que no embiste, por personas razonables que miran la realidad con respeto y sin prejuicios.
Las éticas del diálogo afirman que lo justo solo puede ser decidido cuando se adopta el consenso como procedimiento. Sin ser una solución perfecta, el consenso es quizá la mejor de las formas de llevar la ética a la sociedad, la menos mala. Pero es preciso aclarar que la ética no nace automáticamente del consenso, pues hay consensos que matan. MacIntyre, en su Historia de la ética, propone este sencillo problema: si en una sociedad de doce personas hay diez sádicos, ¿prescribe el consenso que los dos no sádicos deben ser torturados? Y, para demostrar que no está planteando un imposible, hace otra pregunta: ¿qué validez tiene el consenso de una sociedad donde hay acuerdo general respecto al asesinato en masa de los judíos? Él mismo se responde que el consenso solo es legítimo cuando todos aceptan normas básicas de conducta moral.
Aceptar normas básicas de conducta moral quiere decir, entre otras cosas, que el debate no es el último fundamento de la ética, pues un fundamento discutible dejaría de ser fundamento. Por eso dice Aristóteles que quien discute si se puede matar a la propia madre no merece argumentos sino azotes. La ética solo se puede fundamentar sólidamente sobre principios no discutibles. Así lo han entendido clásicos y modernos: desde Sócrates hasta Brentano, Scheler, Von Hildebrandt, Hartmann, Moore.
Sin embargo, el reconocimiento de valores morales absolutos se encuentra hoy bajo sospecha. La objeción más frecuente aduce que la moralidad es siempre subjetiva. Pero esta objeción olvida el reconocimiento universal, por evidencia objetiva, de los valores recogidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 1948.
Así pues, aceptar principios incondicionales por encima de cualquier debate y consenso no es consecuencia de una postura acrítica y subjetiva. Es, por el contrario, consecuencia de una reflexión imparcial sobre nuestras intuiciones morales elementales. La responsabilidad materna, dice Spaemann, no se funda en una predisposición sentimental, ni en un principio teórico, sino en una percepción: dado que el niño necesita de la madre, la madre se debe a él, sin otros razonamientos ni necesidad de consensos.
El consenso no garantiza la ética porque no crea la realidad: el cáncer no es malo por consenso, y el alimento tampoco es bueno por consenso. Así pues, lo importante no es el consenso, sino que el consenso respete la realidad. Con otras palabras: una postura no se convierte en buena por ser mayoritaria. En Macbeth hay un curioso diálogo entre Lady Macduff y su pequeño hijo. El niño pregunta quién debe ahorcar a los traidores, y la madre contesta que los hombres de bien. Con la ingenuidad de sus pocos años, el niño comenta: «Entonces los traidores serían imbéciles si se dejaran ahorcar, porque ellos son mayoría y pueden ahorcar a los hombres de bien». Tal conclusión puede ser correcta, pues es posible una mayoría de traidores. Lo que no sería posible es que, por el hecho de ser mayoría, los traidores se convirtieran en leales.
¿Pueden equivocarse las mayorías?
Cuando la policía peruana atrapó al creador del grupo terrorista Sendero Luminoso, Vargas-Llosa se apresuró a declarar su oposición a la pena de muerte. Y, cuando el periodista le recordó que la mayoría de los peruanos aprobaban esa condena, el escritor respondió tajante: «La mayoría está equivocada. La minoría lúcida debe dar una batalla explicándole que la pena de muerte es una aberración».
Y José Antonio Marina, al final de su Ética para náufragos, explica que los hombres han estado mayoritariamente de acuerdo en colosales disparates. Y así, conocemos consensos tan absolutos como injustos, que han durado milenios: el antiguo consenso sobre la esclavitud, sobre la movilidad del Sol y la inmovilidad de la Tierra, sobre la carencia de derechos del niño y de la mujer. Por eso, el simple acuerdo no garantiza la validez de lo acordado. El problema no es nuevo. Hace siglos que Francisco de Vitoria lo planteó al hablar de los sacrificios humanos en México: «No es obstáculo el que todos los indios consientan en esto, y que no quieran en esto ser defendidos por los españoles. Pues no son en esto dueños de sí mismos ni tienen derecho a entregarse a sí mismos y a sus hijos a la muerte». Y concluye Marina: «Los consensos puramente fácticos no bastan para legitimar nada».