VI
COMUNEROS Y ANTICOMUNEROS
El análisis sociológico de las Comunidades confirma su localización geográfica. Las ciudades del interior son las que suministran tropas a los comuneros. Los mandos, los jefes, vienen perfectamente señalados en el Perdón general de 1522; podemos considerar justamente a los 293 exceptuados como representativos de la revolución. En esta lista encontramos a muchos burgueses manufactureros, artesanos, tenderos, obreros, frailes y letrados, a fin de cuentas todos o casi todos pertenecen a las clases medias, a la pequeña o media burguesía. La alta burguesía es anticomunera. No es numéricamente importante en Castilla, con la única excepción de Burgos, pero precisamente, como se ha visto, Burgos se aparta tempranamente de la Junta.
En la documentación conservada figuran los nombres de aquellos hombres que, en el mes de octubre de 1520, intervinieron activa y eficazmente para que la ciudad de Burgos volviera a la obediencia y se sometiera al poder real: Francisco de Mazuelos, Pedro de Cartagena, Jerónimo de Castro…, todos mercaderes, importantes tratantes en lanas; detrás de ellos se adivina la influencia del Consulado de Burgos, de la alta burguesía exportadora. Los comuneros no se engañan: reniegan de los marranos de Burgos y la Junta ordena a sus tropas ejercer represalias contra los mercaderes de Burgos, embargando sus bienes. Contra los comuneros se alza también y sobre todo la aristocracia de Castilla. No debe engañarnos la presencia en las filas comuneras de unos pocos grandes señores e hidalgos; conviene tener en cuenta el hecho, desde luego mucho más importante, de que toda la aristocracia, en conjunto, se pronunció contra la Comunidad.
COMUNEROS Y CABALLEROS
En las Epístolas familiares de Guevara, el futuro obispo de Mondoñedo fingía apenarse ante la suerte de Acuña, que frecuentaba a gentes tan poco recomendables:
Muy gran compasión me tomó cuando este otro día os vi rodeado de comuneros de Salamanca, de villanos de Sayago, de forajidos de Ávila, de homicianos de León, de bandoleros de Zamora, de perayles de Segovia, de boneteros de Toledo, de freneros de Valladolid y de celemineros de Medina, a los cuales todos tenéis obligación de contentar y no licencia de mandar[34].
¡Un prelado de la Santa Iglesia al frente de simples truhanes que en realidad eran quienes le mandaban a él! ¿Y qué decir del pobre Padilla, mezclado con la escoria del populacho? Veamos de nuevo la opinión de Guevara:
[…] cuando hogaño me fuistes a hablar en Medina del Campo y fui con vos a ver el frenero y a Villoria, el pellejero, y a Bobadilla, el tundidor, y a Peñuelas, el peraile, y a Hontoria, el cerrajero, y a Méndez, el librero, y a Lares, el alférez, cabezas e inventores que fueron de los comuneros de Valladolid, Burgos, León, Zamora, Salamanca, Avila y Medina, yo, señor, me espanté y me escandalicé[35].
Hay motivos para poner en duda que Guevara coincidiera con Acuña y Padilla en Villabrájima o en alguna otra parte. Conservemos la imagen de estos jefes comuneros rodeados de un populacho arrogante y despótico.
Avancemos varios siglos y recojamos las conclusiones de uno de los más grandes espíritus de nuestro tiempo, historiador de enorme talento y preocupado por no dejarse engañar por las apariencias erróneas. ¿Qué había en realidad tras el movimiento comunero? No ciertamente aspiraciones democráticas, sino una vuelta por la fuerza al feudalismo,
[…] una algarada feudal: Según el tópico corriente, los comuneros eran, en gran parte, gente del pueblo que defendía sus libertades contra el rey tiránico; pero eran, en realidad, una masa inerte conducida por nobles e hidalgos apegados a una tradición feudal que les daba un evidente poder contra el monarca, al mismo tiempo que sobre el pueblo esclavizado. La rebelión de las Comunidades representa el último intento de la Castilla feudal, medieval, para mantener sus privilegios, frente al poder real absoluto, unificador del país. Los comuneros fueron vencidos y, con ellos, el feudalismo de Castilla. Los nobles e hidalgos que capitanearon la comunidad se apoyaron, pues, en la multitud para resucitar una pasión de mando[36].
¿Quién está en lo cierto, Guevara o Marañón? ¿Qué era la comunidad, una insurrección popular o una fronda aristocrática? Y ¿quién dominaba el juego, el humilde tundidor o el orgulloso hidalgo?
El movimiento comunero aparece específicamente como un fenómeno urbano. En todas partes movilizó a la masa, mejor o peor organizada, mejor o peor encuadrada. Así fue como se produjeron los hechos en Toledo: «¡Comunidad! ¡Comunidad! ¡Libertad! ¡Libertad! Esto decían los cardadores y un borjahilador de seda». En estas manifestaciones, que degeneraban a veces en una revuelta abierta, dominaba el elemento popular, que imponía la ley de su número, atemorizaba a las elites, al patriciado, obligado a negociar y en ocasiones a huir. Y los testigos —a menudo las víctimas— evocan, después del tumulto, la humillación de los ricos y poderosos, la dictadura de los miserables y de los desarraigados,
[…] forasteros y hombres pobres del arrabal que andaban a hurtar y robar: gentes bárbaras, así oficiales como otras, con codicia sobrada, pensando ser parte en el reino, lo alborotaban. Los que regían y gobernaban, sin autoridad ninguna; las personas bajas sin saber y sin prudencia, hechos gobernadores de los pueblos; los buenos, muy mal tratados; los señores y Grandes desacatados [Carta de Granada a Sevilla y Córdoba, s.f.][37].
El patriciado urbano, acostumbrado a imponer sin trabas sus deseos, podía comprender que el pueblo se rebelara, que se diera al pillaje, que asesinara, a condición de que volviera de inmediato a sumisión respecto de las autoridades constituidas; pero el populacho organizado, discutiendo los problemas del país en asambleas tumultuosas en las que la voz de un zapatero contaba tanto como la de un caballero, eso era lo que les resultaba inadmisible e impulsaba a tantos nobles a abandonar las ciudades sublevadas.
Así se explica el cariz que tomaron los acontecimientos en las ciudades ganadas por el movimiento. Los notables debían apoyar las posiciones más radicales o mantenerse al margen, so pena de aparecer como traidores a la revolución. Muchos se negaban a aceptar tales compromisos o la complicidad silenciosa que se les exigía; no se avenían a renunciar a su prestigio, a su autoridad y a colaborar con elementos sociales inquietos, simples desgraciados a veces que nada tenían que perder, lo que les impulsaba a mostrarse aún más radicales. Por eso muchas veces la adhesión a la comunidad se presenta como una elección a favor o en contra de los caballeros; es decir, a favor o en contra de la oligarquía urbana, que desde hacía más de siglo y medio gobernaba las ciudades de Castilla sin demostrar excesiva preocupación por la masa de sus administrados. En las ciudades que acataban la autoridad de la Comunidad los regidores pasaban a un segundo plano. Por regla general, no se los expulsaba, pero eran obligados a rendir cuentas y a compartir el poder con los diputados, elegidos por el pueblo, así como a informar en las asambleas generales, en las que todo el mundo tenía derecho a expresarse y a emitir su voto. La mayor parte de los caballeros se negaron a aceptar situación tan humillante y prefirieron salir de su ciudad a la espera de tiempos mejores.
Ésta es una de las acepciones de la palabra comunidad: los comunes, por oposición a la elite de los privilegiados, y dado que esta Comunidad se afirmaba generalmente contra el patriciado por medio de la reivindicación, pasamos así a un segundo sentido de la palabra: Comunidades como revuelta popular, como insurrección. Las masas urbanas rechazaron a las elites tradicionales, pero raras veces se dieron dirigentes procedentes de los sectores sociales más humildes. Estos jefes pertenecían en su mayoría a las capas medias de la población. Fue precisamente a causa de no haber podido contar con un auténtico dirigente de superior categoría social por lo que las masas sublevadas de Burgos fueron finalmente subyugadas por la oligarquía tradicional a pesar de su fuerza y dinamismo.
LA NOBLEZA ENTRE LAS COMUNIDADES Y EL PODER REAL
Así, los caballeros, entre los cuales se reclutaba el patriciado urbano, se encontraron enfrentados la mayor parte de las veces a los comuneros, por temperamento y porque eran las primeras víctimas de la revolución, ya que el poder escapaba de sus manos en las ciudades. Los caballeros no representaban más que una fracción de la aristocracia. ¿Cuál fue la reacción de los restantes nobles, de los grandes señores, los propietarios de grandes dominios? Desde los primeros compases de la revolución esta alta nobleza adoptó una actitud ambigua que confunde a los historiadores, quienes se han planteado fundamentalmente dos cuestiones a este respecto:
1. ¿Puede considerarse que una parte de la alta nobleza estuvo en el origen de esta sublevación?
2. Si ella no la provocó, ¿asumió acaso su dirección, al menos en el primer estadio?
El primer interrogante no es ni mucho menos nuevo. Según una opinión transmitida por el humanista Maldonado, ya en el siglo XVI, los Grandes serían responsables de la propaganda antifiscal que tan gran conmoción suscitó en toda Castilla y que en gran medida preparó el clima favorable para las revueltas de junio. En varias ocasiones vemos al cardenal Adriano reflexionando si acaso no sería la nobleza un impulso para que las ciudades se declararan en rebeldía: «Muchas causas tenemos de sospechas que esta tanta rebelión viene y toma principio de los Grandes» (carta de 30 de junio de 1520). Incluso después de la victoria de Villalar, el cardenal seguía encontrando sospechosa la conducta de los Grandes, que se mostraban solícitos en proteger a algunos comuneros. ¿No estarían tratando quizá de proteger a antiguos cómplices? Según estos informes y otros similares, la Corte atribuía la responsabilidad de las sublevaciones de junio al marqués de Villena, al de Los Vélez y al duque del Infantado, cuya actitud parecía poco clara. De hecho, nunca se ha podido aportar prueba alguna que demuestre que estos aristócratas u otros hubieran fomentado la rebelión; ésta no era más que el desenlace final de una larga oposición, comenzada mucho tiempo antes de la marcha del rey y en la que los señores no tuvieron ninguna participación. Cierto que algunos Grandes se sentían satisfechos de ver al poder real en situación difícil, pero esto no significa que ellos hubieran provocado la sublevación en forma deliberada.
Es cierto que entre junio y septiembre, a veces incluso durante más tiempo, los Grandes acumularon en sus manos el poder en algunas ciudades: el condestable en Burgos, el duque del Infantado en Guadalajara, el conde de Alba de Liste en Zamora y el infante de Granada en Valladolid. El caso del marqués de Los Vélez en Murcia es más complejo. Pero todas estas ciudades no estaban sometidas entonces a la autoridad de la Junta; al contrario, los comuneros no pudieron alcanzar la victoria en ninguna de ellas debido a la intervención de los Grandes.
No confundamos revuelta y revolución. Una revuelta no desemboca necesariamente en una revolución; en otras ocasiones la revolución puede desencadenarse sin una agitación previa, como sucedió en Salamanca. Otras veces incluso una simple revuelta ofreció a los Grandes la oportunidad de inter-venir so pretexto de mantener el orden, conservando el poder a cambio de una serie de concesiones meramente formales. La revolución de las Comunidades se expresó basándose en la sustitución del regimiento tradicional por una organización más representativa —la Comunidad— y en su manifestación externa por la adhesión al programa y a la autoridad de la Junta. Y en agosto sólo estaban en ella los representantes de cuatro ciudades: Toledo, Segovia, Toro y Salamanca.
No creemos, pues, admisible calificar de comuneros al condestable o al conde de Alba de Liste por el simple hecho de que ocuparon una situación preeminente como detentadores de la autoridad en ciudades en las que se produjeron levantamientos contra el poder real, más aún si consideramos que esa autoridad la ejercían de forma más o menos subrepticia contra la Junta, órgano central de la revolución. Tampoco decimos, sin embargo, que estos Grandes fueran desde el primer momento hostiles a la Comunidad. La situación es mucho más compleja. La actuación de estos nobles parece estar guiada por dos preocupaciones esenciales:
—Mantener el orden e impedir que los extremistas siguieran dominando la situación. Particularmente ilustrativo resulta el caso del duque del Infantado, en Guadalajara, el cual mandó a la horca a los revolucionarios más exaltados.
—Establecer o consolidar su autoridad en una serie de ciudades que desde hacía mucho tiempo intentaban subyugar o en las que su dominio era ya efectivo.
Los Grandes, ni inspiradores ni dirigentes, mantuvieron, por tanto, una actitud expectante durante la primera fase de una sublevación que no iba dirigida contra ellos, sino contra el poder real y sus representantes. Esto queda reflejado en las palabras del cronista Santa Cruz, que reproducimos a continuación, y en las que el término «caballeros» hace referencia a los grandes señores:
Ningún caballero les contradecía en público, antes muchos les favorecían en secreto, porque como no les habían tocado en sus tierras, no mostraban pena del levantamiento de las Comunidades[38].
¿Qué motivos podrían haber impulsado a estos señores a intervenir en favor de la monarquía? Nada le debían; antes bien, acumulaban contra ella un profundo rencor desde hacía dos años. El nuevo soberano había decepcionado sus esperanzas. La nobleza hubiera deseado recibir gratificaciones, ser consultada por el soberano en las decisiones importantes; en cambio, había sido marginada, no se le había concedido nada de lo que reclamaba. El rey sólo escuchaba a los flamencos; en 1520 recogía lo que Chièvres y sus cómplices habían sembrado. La última vejación que habían tenido que sufrir los nobles fue la decisión del soberano, cuando se embarcó en La Coruña, de confiar el poder durante su ausencia a un miembro del clero, y por si esto fuera poco, además, extranjero.
¿Puede resultar extraño, así, que en tales circunstancias estos nobles se negaran a tomar partido por el poder real? Muchos de ellos sentían gran satisfacción al contemplar la situación comprometida en que las ciudades habían colocado a la monarquía. Esperaban que llegara el momento oportuno para intervenir, porque, en definitiva, ellos eran los árbitros de la situación. Si ellos se declaraban en contra de la Junta, inmediatamente variaría la relación de fuerzas, favorable hasta entonces a los rebeldes. Tal era el punto de vista que el cardenal Adriano expresaba en agosto: «El consejo de todos es que debemos requerir los Grandes porque nos asistan contra los pueblos revueltos».
A la luz de estas consideraciones cobra sentido la designación del condestable y del almirante para compartir el poder con el cardenal. Lo que el soberano deseaba era que la alta nobleza se decidiera a prestarle su apoyo contra los rebeldes. Por sí sola esta decisión no fue suficiente para conseguir la solidaridad de la aristocracia. Más decisivos fueron, en este sentido, los acontecimientos que se desarrollaron en Castilla desde los primeros días de septiembre.
El movimiento antiseñorial
En tanto las Comunidades se limitaron a contestar el poder real, los Grandes no intervinieron en el conflicto, salvo en casos concretos y limitados. Pero ¿sería posible constreñir la revolución al plano político, como parecía desearlo la Junta? Al amparo del gran movimiento de protesta contra todo tipo de abusos que se desencadenó en junio de 1520, la ocasión parecía propicia para exigir una reparación de los agravios sufridos con anterioridad. El hecho decisivo en este sentido lo constituyó la sublevación de Dueñas contra su señor, el conde de Buendía, el 1 de septiembre de 1520.
Dueñas había sido una ciudad libre hasta 1440, fecha en que el monarca Juan II la cedió a la familia de los Acuña, a pesar de la oposición de la población. En 1475 los Reyes Católicos autorizaron la formación de un mayorazgo, y entonces Dueñas quedó integrada en el feudo de los Acuña, convertidos en condes de Buendía. Sus habitantes no habían perdido, sin embargo, la esperanza de reconquistar legalmente su libertad y así en 1504 presentaron sus quejas en la Chancillería de Valladolid y solicitaron su reintegración al dominio real. Proceso interminable realmente, como muchos otros de la misma clase. También aquí la crisis de 1520 incitó a los interesados a tomarse la justicia por su mano. El 1 de septiembre de 1520, en plena noche, un grupo de hombres fuertemente armados penetró en la mansión de los condes. El efecto de sorpresa fue total. Tras una corta resistencia el conde y la condesa fueron hechos prisioneros y bajo amenazas se vieron obligados a firmar la orden de capitulación del castillo. A continuación fueron expulsados de la ciudad. Pero Niño, al servicio del conde, y su hijo Rodrigo parece que desempeñaron un papel de suma importancia en estos acontecimientos.
Hay que situar la revuelta de Dueñas en el contexto de un profundo movimiento de hostilidad contra el régimen señorial, que no debe ser confundido en ningún modo con el movimiento comunero propiamente dicho. Entre ambos no existe relación alguna de causa efecto; en los primeros momentos las Comunidades no atacaron el régimen señorial. Sin embargo, sí puede hablarse de concomitancia: la revuelta antiseñorial se desencadenó al amparo de la crisis producida por las Comunidades. En principio, la Junta trató de mantenerse al margen en el conflicto surgido entre los señores y sus vasallos, pero los acontecimientos iban a obligarla a tomar partido y, desde entonces, el movimiento comunero cambió de sentido. En efecto, todo indica que los comuneros no fueron responsables en ningún modo de los acontecimientos de Dueñas. Y, además, los sublevados no hicieron otra cosa, cuando se vieron dueños de la ciudad, que escribir al cardenal para que aceptara el hecho ya consumado de la reintegración de Dueñas en el patrimonio real. En cuanto al conde de Buendía, su reacción fue totalmente distinta, ya que acudió a quejarse ante la Junta. Mucho más tarde el conde pretendió atribuir a los comuneros la sublevación de Dueñas, afirmando entonces que todo había sido minuciosamente preparado, y que en agosto ya habían entrado en contacto con los comuneros de Toledo, afirmación que los acusados negaron con rotundidad.
Ante estos acontecimientos ocurridos en septiembre, la Junta se sentía algo indecisa respecto de la conducta a seguir. Por una parte, no le interesaba oponerse a la nobleza, pero por otra no le resultaba nada fácil prestar su ayuda a los señores para reducir a sus vasallos. Esta indecisión es muy significativa y demuestra que la Junta no deseó una sublevación de estas características, que había de colocarla indefectiblemente en una posición difícil. En efecto, los nobles comenzaban a inquietarse; consideraban que los acontecimientos de Dueñas constituían una prueba con respecto a las verdaderas intenciones de los comuneros. El 26 de septiembre el conde de Oropesa instó a la Junta a intervenir, insistiendo sobre la trascendencia de la decisión que iba a tomar:
Yo creo que, cuando ésta llegare, segund va tarde, por çierta ocasión que se ofreció, ya vuestras mercedes avrán proueydo lo de Dueñas, pues el caso y las çircunstancias dél es de tanta grauedad, y ansí se deue creer que estará proueydo, pues es propio a la intençión de vosotros y de vuestro ayuntamiento proveer los semejantes agravios como los señores Conde y Condesa de Buendía an padesfido y padesçen, que de tan santa Junta no deue ni puede salir sino tal provisión qual convenga a servicio de Dios y bien vniuersal del reyno, ques el fin con que Dios os ha juntado. Pido por merced a vuestras mercedes seays en que la villa de Dueñas se reduga a la obediencia de sus señores y proueays quel atrevimiento que tuuieron se castigue on tanto rigor como el caso requiere por satisfaçión de los que en sangre cabemos en esto y por el enxemplo que a de resultar dello en el reyno[39].
La Junta se sintió desde luego enormemente turbada. Intentó por todos los medios dar seguridades a los nobles, y entre otras cosas tomó bajo su protección a los partidarios del conde de Alba de Liste en Zamora, cuando se vieron amenazados por la comunidad local. Escribió asimismo a algunos Grandes; por ejemplo, al duque de Alburquerque, el 3 de octubre, para informarle sobre los fines que perseguía el movimiento: poner fin a los abusos y servir al interés general: «Servir a la reina y rey, nuestros señores, y para bien y pacificación de estos sus reinos […]»; deshacer las tiranías pasadas y no consentir que las leyes de estos reinos sean quebrantadas. ¿Qué podría ser más tranquilizador que esto para los señores? En esta carta la Junta hizo referencia a los acontecimientos de Dueñas: se trataba de algo que no debía tener mayores consecuencias; la Junta aseguró que se encargaría de que el orden fuera restablecido en la villa: «Con grandísima diligencia entendemos en la pacificación de todo». Este incidente no debía ser causa para que los señores no se unieran al esfuerzo común:
Suplicamos a Vuestra Señoría y a otros señores que nos hagan merced de venir a estas Cortes porque como somos todos pequeños no querríamos juntarnos sino con quien tuviésemos gran seguridad[40].
La última frase es importante. La Junta, que se abrogaba la representación de todo el reino, deseaba la colaboración de los Grandes, pero a condición de poder conservar su independencia, de no caer bajo el dominio de éstos. Se aprecia claramente el deseo de la Junta de no provocar la enemistad de los señores, de hacerles participar en su juego, pero sin confiarles la dirección del movimiento. Sin embargo, los Grandes y los señores están a la defensiva.
Los acontecimientos de Dueñas se repitieron en seguida por toda Castilla. He aquí lo que opinaba el embajador de Portugal:
Ha sido muy mala materia para todos los Grandes y créese que, si en esto no se provee tan recio como conviene, que ellos se verán en tanto trabajo y más de lo que ellos por ventura piensan, porque Medina de Rioseco ha muy pocos días que estuvo en punto de hacer otro tanto, y aun ahora, según dicen, no está muy fuera de ello; y asimismo Villalpando, que es un lugar, el más principal que el condestable tiene, está también alborotado y no muy fuera de hacer lo que ha hecho Dueñas. De Nájera ha venido nueva que es alzada por el rey. Paréceme que esta pestilencia es general y en la verdad todos los Grandes están con mucho recelo que sus vasallos se desvergüencen, porque todos los lugares de los señores, unos con otros, se cartean y no falta quien los atice a poner en estos pensamientos[41].
La amenaza se cernía en primer lugar sobre el condestable de Castilla. Sus dominios se extendían por la región de Burgos, sin un límite preciso. En septiembre de 1520 volvieron a producirse incidentes provocados por los que rechazaban las posiciones establecidas. Haro se sublevó contra el condestable. Por su parte, el conde de Benavente, amenazado también por el cariz de los acontecimientos, impidió que la sedición invadiera sus dominios. Enterado de que su ciudad de Castromocho contemplaba propósitos de rebeldía, acudió de inmediato y se entregó a una despiadada demostración de fuerza, destruyendo casas, azotando a los agitadores y llegando en su crueldad a cortar la lengua a seis de ellos. Pero fue inútil, pues, asimismo, a los pocos días Portillo comenzó a agitarse dentro de sus tierras. Más al norte el duque de Nájera se vio también en dificultades: sus vasallos ocuparon la villa de Nájera y dos castillos y ahorcaron a uno de sus hombres de confianza. Asimismo, él se mostró dispuesto a actuar sin contemplaciones. Dio una hora de plazo a los rebeldes para deponer su actitud, y no eran amenazas vanas, ya que había hecho llamar a la artillería y además contaba con la ayuda del condestable, del conde de Miranda y del conde de Aguilar. La rebelión pudo ser superada; ocho o nueve de los agitadores fueron ahorcados, pero el condestable impidió que se arrasara la villa como represalia por haberse sublevado.
En un primer momento todas las manifestaciones antiseñoriales tuvieron como marco Castilla la Vieja, pero posteriormente aparecieron también focos insurreccionales al sur del Guadarrama. El conde de Chinchón vio sus propiedades amenazadas. Los rebeldes recibieron todo su apoyo de los comuneros de Segovia, que no perdonaban a los condes de Chinchón el desmembramiento parcial de la comunidad de ciudad y tierra, realizado por los Reyes Católicos para constituir su feudo. El 13 de septiembre el conde se vio obligado a pedir refuerzos para hacer frente a los sublevados. Un cronista nos ha dejado el relato de los sucesos de Ciempozuelos, pequeña aldea de unos 600 vecinos: «Querían ser de la corona real». El verano de 1520 terminó, pues, en medio de un fuerte movimiento de hostilidad contra el régimen señorial. Los cronistas han dejado testimonio de él, pero en general atribuyen a los comuneros una responsabilidad directa en estas sublevaciones, lo que no está en absoluto demostrado. La Junta se vio sorprendida e incluso molesta por la violencia de esta reacción antiseñorial. Y si le resultaba difícil oponerse a esta corriente popular espontánea, al mismo tiempo temía enajenarse la enemistad de los señores en bloque si apoyaba abiertamente la revuelta de los señoríos. No hay duda de que hubiera deseado poder evitar estas tensiones. Pero los hechos eran muy distintos. En muchas regiones los señoríos aprovecharon la coyuntura de crisis para manifestar claramente su voluntad de ser integrados —o reintegrados— en el patrimonio real. La hora de las ambigüedades había pasado y la Junta y las diferentes capas de la nobleza debían tomar partido. En especial, para los nobles había llegado el momento de la elección.
En efecto, el levantamiento antiseñorial obligó a los Grandes a interesarse más intensamente por la marcha de los acontecimientos. El movimiento comunero había impulsado —sin proponérselo— las iras antiseñoriales. Algunos nobles comenzaron a sentirse inquietos, pero todavía confiaban en que la Junta se negara a apoyar a los rebeldes; hemos visto, por ejemplo, que esto era lo que esperaban los condes de Buendía y de Oropesa. Otros instaron al rey a satisfacer las reivindicaciones de los comuneros. Tal era la actitud del duque de Béjar: «Dicen que los más que están en la Junta son personas honradas y hechuras de la casa real de Vuestra Alteza y deseosas del servicio de Vuestra Majestad [27 de septiembre de 1520]».
Algunos, los más directamente amenazados, pensaban en la necesidad de defenderse, ya que eran atacados, y en aliarse con el poder real contra el enemigo común.
Fue precisamente en el momento en que los señores estaban sumidos en la mayor inquietud cuando llegó a Castilla Lope Hurtado, portador de dos documentos importantes: el decreto que asociaba al gobierno al condestable y al almirante y un mensaje personal del rey invitando a los nobles a tomar partido de un modo definitivo contra los rebeldes. Las circunstancias no podían ser más favorables. Sólo un mes antes Lope Hurtado se hubiera encontrado con una negativa cortés. Pero a finales de septiembre halló unos interlocutores dispuestos a escucharle. El condestable aceptó sin dudar un momento la misión que le confiaba el rey. En su decisión influyó quizá su deseo de ayudar al rey; pero, sobre todo, el de defender la integridad de sus dominios. Esto era perfectamente conocido en la Corte; pero ¿qué importaban las motivaciones si se conseguía su colaboración?
Otros Grandes comenzaron a reclutar tropas y fueron entonces los miembros de la Junta quienes se inquietaron ante estos preparativos militares. Es cierto que los nobles pensaban en la defensa de sus feudos, pero ¿no se sentirían tentados, una vez restablecida su autoridad, a dirigir estas armas contra los comuneros? Así, la Junta conminó a los Grandes a poner fin a la concentración de tropas y prohibió taxativamente atender las órdenes de movilización que pudieran proclamar. La Junta afirmaba que su autoridad era suficiente para mantener el orden y además la experiencia había demostrado en muchas ocasiones que la nobleza no intervenía en los asuntos públicos con otro objetivo que el de engrandecer sus dominios en detrimento de la corona y del interés general. Las posiciones se endurecieron. Anghiera dio testimonio de esta radicalización. La Junta acusó a la alta nobleza de usurpadora de los bienes del Estado, de querer actuar como lobos en medio de un rebaño. Los señores, pues, decidieron armarse porque desconfiaban de la Junta, mientras ésta acogió con inquietud estos preparativos militares y pasó a su vez al ataque en los términos más duros. Este cambio de actitud se dejó sentir especialmente en relación con Dueñas, respecto de la cual la Junta había mantenido una actitud indecisa. En octubre el panorama varió por completo. Dueñas se volvió decididamente hacia la Junta en demanda de ayuda y protección, denunciando en forma metafórica la alianza de los nobles con el rey en contra del pueblo llano. Esta vez la Junta se colocó sin reservas junto a los rebeldes, prohibiendo a todos los pueblos afectados que entregaran los impuestos a los condes de Buendía.
LA JUNTA CONTRA LOS GRANDES
Sin haberlo pretendido verdaderamente, la Junta se vio comprometida en noviembre en una lucha contra un núcleo de grandes señores y esto la obligó a precisar con más exactitud sus objetivos. Éstos se reducían, fundamentalmente, a imponer la supremacía política de un organismo representativo, no ya sólo contra el rey, sino contra los Grandes, con sus ambiciones y deseos de poder. El manifiesto del 14 de noviembre dirigido a las Merindades de Castilla la Vieja define con exactitud el sentido de la lucha: defensa del Estado respecto a los malos ministros y los Grandes, culpables ambos de servir a una serie de intereses particulares en detrimento de los verdaderos intereses de la comunidad: «No consentir que ningún Grande, so esta color [ser gobernador], se apodere del reino por los grandes males y daños que de aquí resultarían». Las nuevas perspectivas que se abrían en el conflicto tranquilizaban e inquietaban a un tiempo al cardenal Adriano. Dado que la Junta dirigía sus ataques ahora contra los Grandes más que contra el poder real, quizá sería el momento adecuado para concluir un acuerdo con ella. De lo contrario, podría suceder que los Grandes llegaran a un entendimiento con los comuneros, aunando sus esfuerzos contra la monarquía: «Amenazan de dar sobre las villas y lugares de estos Grandes y caballeros y si Vuestra Majestad se detuviese mucho, se concertarían con ellos para excusar la destrucción de sus estados y todos serían unos [28 de noviembre de 1520]».
Hasta el momento de la victoria de Villalar el cardenal Adriano no dejaría de sentir la inquietud de una potencial alianza entre los Grandes y la Junta, movidos aquéllos por sus deseos de garantizar la integridad de sus dominios. Por eso aprobó todos los intentos por llegar a una solución pacífica del conflicto, aunque sin engañarse nunca respecto a los verdaderos sentimientos del almirante y los restantes señores. El rey, consciente del peligro, garantizó a la alta nobleza, indecisa a tomar partido por las posibles represalias de los rebeldes, la reparación de todos los gastos y quebrantos sufridos en sus propiedades, promesa que seguía siendo válida en caso de que se produjera un acuerdo entre la corona y los comuneros. Esta actitud sirvió para afirmar los lazos entre los nobles y el rey. Contribuyeron con el dinero necesario y aportaron soldados y armas para formar un ejército que finalmente se puso en marcha el 5 de diciembre, después de haber retrasado el momento durante el mayor tiempo posible. Cuando los Grandes entraron en Tordesillas, no se decidieron a sacar todas las consecuencias de su éxito y liquidar la rebelión. Eso hubiera significado otorgar al rey una victoria demasiado completa y exponerse al mismo tiempo a las represalias de los comuneros, que desde el 5 de diciembre organizaron una violenta campaña contra los nobles, acusando a los que habían ocupado Tordesillas, organizando la expedición de Acuña en Tierra de Campos y sobre todo denunciando el papel nefasto que la nobleza había desempeñado siempre en el pasado. A este respecto constituye un documento de primera importancia la carta que envió la Comunidad de Valladolid al cardenal Adriano el 30 de enero de 1521. Los virreyes habían conminado a Valladolid a defender los intereses del rey, pues, en caso contrario, quedaría expuesta a todos los rigores de la guerra. He aquí cuál fue la respuesta de la Comunidad:
1. Respecto al primer punto, ¿qué era defender los intereses del rey, qué era exactamente estar al servicio del rey?
Claro consta que la fidelidad y lealtad que al rey se debe consiste en obediencia de la personal real y pagándole lo que se le debe de lo temporal y poniendo las vidas cuando menester fuere[42].
Ninguna ciudad había perseguido nunca otros fines, y lo había demostrado constantemente en el pasado. No podía decirse lo mismo de los Grandes.
¿Quién prendió al rey don Juan [II] sino los Grandes? ¿Quién lo soltó e hizo reinar sino las Comunidades? […] Véase la historia qué claro lo dice. Sucedió al rey don Juan el rey don Enrique, su hijo, al cual los Grandes depusieron de rey, alzando otro rey en Ávila, y las Comunidades y especialmente la nuestra de Valladolid le volvieron su cetro y silla real, echando a los traidores de ella. Bien saben vuestras señorías que al rey de Portugal los Grandes le metieron en Castilla porque los reyes de gloriosa memoria don Hernando y doña Isabel […] no reinasen; las Comunidades lo vencieron y echaron de Castilla e hicieron pacíficamente reinar sus naturales reyes; y no hallarán vuestras señorías que jamás en España haya habido desobediencia sino por parte de los caballeros, ni obediencia y lealtad sino por parte de las Comunidades, en especial de la nuestra […].
Y si vuestras señorías quisieren ver lo que toca a esta hacienda, verán claro que los pueblos son los que al rey enriquecen y los grandes los que le empobrecen todo el reino. Vasallos, alcabalas, y otras infinitas rentas que eran del rey y los pueblos las pagan, ¿quién las tiró a sus majestades sino los Grandes? Vean vuestras señorías cuán pocos pueblos quedan al rey, que de aquí a Santiago, que son cien leguas, no tiene el rey sino tres lugares, y los Grandes poniéndolo en necesidades y no sirviéndolo sino por sus propios intereses, le tomaron la mayor parte de sus reinos, donde viene que sus majestades, no teniendo lo temporal, que es lo que se les debe, son compelidos a echar e imponer nuevos tributos y vejaciones en los reinos por los gobernadores […], lo cual los reinos y pueblos contradicen, no para tirar rentas a sus majestades sino para acrecentárselas y reducirlas a su mandado que les conviene. Verán vuestras señorías al presente por experiencia que los Grandes que ahora ajuntan gente en este disimulado servicio le contarán tanta suma de dineros que casi no basta a pagarlo con el resto de su reino, y verán que los pueblos, sirviendo lealmente, procurando acrecentamiento de su estado y corona real, se contentarán con que sus majestades conocerán que no quisieron sus propios intereses sino sólo el servicio común de su reino y rey. Pues vean vuestras señorías cuál de estas partes se deba llamar leal, y quién quiere procurar con verdad lo que a su rey conviene. Vean que el reino que quiere que el rey sea rico ningún grande ni pequeño se le hubiese de levantar; lo que es de César se dé a César, como dice el Redentor, y no a los Grandes, como decimos, que desean sus propios intereses y que quieren acrecentar sus estados con disminución del real[43].
2. Sobre el segundo punto Valladolid aceptaba el desafío: que los Grandes pasaran al ataque. Desde luego, sería de su parte una guerra injusta y acabarían siendo vencidos:
Sabemos que de parte de vuestras señorías la guerra será injusta y de la nuestra será justa, pues por la libertad de nuestro rey y patria[44].
Ningún otro documento podría ilustrar mejor que este texto la evolución del movimiento comunero desde junio de 1520. La revolución adquirió entonces un marcado carácter social que le daba su verdadero significado: las Comunidades luchaban contra el poder real y contra la nobleza para tratar de imponer su supremacía política. La mayor parte de la nobleza se alineó entonces junto al poder real, pero el enfrentamiento con la Junta presenta matices regionales interesantes.
1. En torno a Burgos y Palencia era una lucha sin cuartel: castillos destruidos, pillaje sistemático de los dominios de los señores. Estos ataques contra el régimen señorial eran muy populares y Acuña era recibido en todas partes cual libertador, como lo reconocen sus mismos enemigos.
2. En la zona de Valladolid y Medina de Rioseco el enfrentamiento entre los señores y los comuneros fue menos violento. Ambos ejércitos permanecían vigilantes, pero el almirante trataba de evitar por todos los medios un enfrentamiento que hubiera supuesto la destrucción de su feudo.
Ésta es la verdad con respecto a su voluntad de conciliación hasta la toma de Torrelobatón e incluso después.
3. En la región de Toledo el marqués de Villena, los duques del Infantado y de Béjar e incluso otros grandes señores no eran menos hostiles a los comuneros, pero llegaron a un acuerdo tácito con los rebeldes, acuerdo que Acuña respetaría en sus líneas principales. Se trataba de una neutralidad armada: los comuneros no trataban de sublevar los señoríos, y los Grandes, por su parte, no hacían nada contra los rebeldes.
En resumen, podemos sacar las siguientes conclusiones:
1. En contra de lo que pretende Marañón, es indudable que a partir del otoño de 1520 la revuelta de las Comunidades se presenta como un enfrentamiento entre la alta nobleza y las ciudades. El almirante de Castilla supo definir exactamente la situación: «En este reino, hubo dos partes; la una fue de comunidad, la otra de Grandes y caballeros». Esta situación no fue impuesta voluntariamente por los comuneros; les vino dada por la sublevación espontánea de las poblaciones sometidas al régimen señorial. La Junta encontró entonces la oportunidad de precisar el sentido de la lucha.
2. Los Grandes se decidieron a entrar en lucha con los comuneros no para defender al poder real, sino para salvar sus dominios. Nadie se engañaba sobre este punto, especialmente el cardenal Adriano:
[…] los Grandes han servido a Vuestra Majestad en esta jornada [Villalar] no solamente por vuestro servicio mas aun por temor que tenían a las Comunidades, porque tenían propósito de tomarles sus tierras y reducirlas a la corona [23 de mayo de 1521] [45].
3. La rebelión fue aplastada por los Grandes y por nadie más. Tordesillas y Villalar constituyen dos victorias de la alta nobleza, que no dejará de recordárselo al rey. El cardenal Adriano se creyó en la obligación de advertir al rey. Los Grandes estaban dispuestos a hacerle pagar cara la victoria:
Cuanto a lo del acrecentamiento de sus casas, en alguna manera disminuye la gracia de sus merecimientos de ellos que lo suyo guardaban a costa de Vuestra Magestad […]. Mucho querría que Vuestra Magestad de verdad supiese cuántas espueladas han sydo menester en estas revueltas y cuántas faltas y tardanzas ha hauido algunas vezes, cuando con poco gasto se pudieran remediar las cosas, y de qué manera se houo de dar certificación a algunos de la justicia de la guerra […] y cómo sola la vergüenza les hizo poner en peligro sus personas [14 de agosto de 1521] [46].
Y en cuanto a la lealtad de la alta nobleza, lo que en verdad la había impulsado a actuar era su egoísmo de casta. ¿Hacía falta una prueba? En mayo de 1521 las tropas francesas invadieron Navarra, en octubre ocuparon Fuenterrabía, y todo esto no fue sino motivo de satisfacción para los Grandes; ahora esta nueva catástrofe nacional iba a constituir para ellos una nueva ocasión de enriquecerse:
Parece que a estos Grandes no pesa del triunfo de estos franceses, aunque puede ser que sea a fin que con esto puedan mostrar sus esfuerzos echando fuera a los dichos franceses, u otramente que recreciendo las necesidades de Vuestra Majestad se puedan ellos acrecentar las mercedes que esperan de Vuestra Majestad [24 de octubre de 1521].
… … … … … … … … … …
Aparejamos otra vez exército mas muy a passo, para que de muchos se diga públicamente que a algunos de los sátrapas les place las necesidades de Vuestra Magestad y para que con esto vendan sus servicios caros, como en tiempos pasados se ha acostumbrado en Castilla. Plega a Dios que estos mesmos sátrapas no pongan secretamente el fuego que públicamente dessean que paresca querer ellos amatar[47].
Manuel Azaña resume de forma magistral la actitud de la alta nobleza castellana en 1520-1521: «Al brazo militar, o sea a los Grandes y caballeros, les importaba que el César venciese, que no venciese demasiado y que no venciese en seguida». Fue indiscutiblemente esta reflexión la que impulsó la actitud de los nobles castellanos durante la crisis de las Comunidades.
LOS COMUNEROS
Ya conocemos a los enemigos de la Comunidad: los nobles. Pero ¿quiénes eran los comuneros? El análisis cuidadoso del Perdón general de 1522 permite aportar los primeros elementos para una respuesta: 293 personas quedaron exceptuadas del Perdón, a las cuales podemos calificar como las más representativas de la rebelión. En efecto, Carlos V revisó personalmente con gran atención las listas de proscripción elaboradas por los virreyes antes de su regreso, añadiendo diversos nombres que habían sido olvidados deliberadamente. El Perdón refleja pues claramente la fisonomía de la revuelta de las Comunidades; en él figuran los iniciadores, algunos de sus más ardientes propagandistas, los jefes militares y también los representantes en la Junta, los funcionarios por ella designados y los principales responsables locales.
Nobles y caballeros
Entre los exceptuados, que se aproximaban en mayor o menor grado a la nobleza, se distinguen tres grandes categorías:
1. Los señores de vasallos. En este rango hay que situar a don Pedro Girón, al conde de Salvatierra, a Ramiro Núñez de Guzmán, don Pedro Maldonado, doña María Pacheco, hija del segundo conde de Tendilla…
2. Los caballeros. Es decir, los miembros de las órdenes militares y los continuos, segundones que servían en principio en la guardia real: el comendador Luis de Quintanilla, don Juan de Mendoza, hijo natural del cardenal Mendoza…
3. El patriciado urbano. Regidores asimilados desde hace tiempo a los caballeros: don Pedro Maldonado, Juan Bravo, don Pero Laso de la Vega, Juan de Padilla…
En suma, 63 exceptuados (una quinta parte del total) se hallan más o menos ligados a la aristocracia, si bien la mitad de ellos pertenecía a la oligarquía urbana. Es necesario hacer unas puntualizaciones respecto de estos aristócratas:
—La mayor parte de ellos desempeñaron un protagonismo político poco destacado en el movimiento comunero. Forman fundamentalmente los cuadros de las milicias urbanas y del ejército rebelde. Son ante todo militares al servicio de la revolución.
—Muchos de estos hombres se unieron a la Comunidad por razones que guardan escasa relación con la política. Forman lo que se ha denominado el grupo de los resentidos, relativamente numerosos, como sucede en todas las revoluciones, pero cuya importancia no debe exagerarse. Guevara ha contribuido no poco a falsear la perspectiva. Según él, todo quedaría reducido a una cuestión de intereses individuales. Así Acuña soñaba con llegar a ser arzobispo de Toledo; Padilla aspiraba a la suprema dignidad de la orden de Santiago, etc. Sin lugar a dudas existieron resentidos entre los comuneros, y en especial en las filas de la nobleza. No hace falta que nos refiramos de nuevo a los motivos que guiaron la actitud de don Pedro Girón y del conde de Salvatierra: desde luego, no fueron sus convicciones políticas las que determinaron su adhesión a la Comunidad. Pero, dejando aparte estos casos personales, podemos señalar un grupo importante de resentidos: los antiguos colaboradores del cardenal Cisneros, en 1516-1517, excluidos más tarde por Chièvres de la administración.
—Por último, los aristócratas que se unieron a la Comunidad en la mayoría de los casos no le fueron fieles hasta el final. Girón se retiró después de la toma de Tordesillas; don Pedro Laso de la Vega traicionó a sus amigos en febrero de 1521, etc. Los virreyes defenderán más tarde a muchos de estos comuneros de ocasión: su escaso entusiasmo era la mejor prueba de la falta de firmeza de sus convicciones. Queda por citar el núcleo de los puros, de quienes se identificaron hasta el fin con la revolución y que, en no pocos casos, pagaron con su vida esta fidelidad. Fueron desde luego muy pocos: Padilla y su mujer, Juan Bravo, don Pedro Mal-donado y su primo Francisco. Se puede poner en duda la identidad aristocrática de los tres citados en último lugar. Juan Bravo, gracias a su matrimonio con una Coronel, se había incorporado al círculo de los grandes negociantes de Segovia; los Maldonado pertenecían a una familia de universitarios de Salamanca; sin duda, don Pedro era también sobrino del conde de Benavente, que trató de salvarle la vida, aunque no consiguió más que un aplazamiento; sería decapitado en Simancas al regreso de Carlos V. Esto ha llevado a Giménez Fernández a escribir, no sin razón: «Degollado […] por haberse sentido más nieto de letrado que sobrino de Grande».
En definitiva, la contribución de la aristocracia castellana a la revolución de las Comunidades resulta mucho menos importante de lo que se ha creído hasta ahora. Entre los caballeros fueron muy pocos los auténticos comuneros: como jefes militares carecían de influencia en la Junta; como procuradores, cambiaron varias veces de bando antes de que finalizara la guerra civil; y como simples simpatizantes eran objeto de continuas sospechas. Por lo demás, la presencia de estos aristócratas entre los exceptuados no modificaba en absoluto el fenómeno que se nos ha aparecido con perfecta claridad: el alineamiento en masa de la nobleza contra la Comunidad.
Las clases medias
Situamos en este apartado a cuantos no pertenecen a las órdenes privilegiadas, que no son hidalgos ni eclesiásticos y que obtienen su medio de vida de la práctica regular de una determinada profesión:
—Labradores. Un número relativamente elevado de exceptuados obtenía la mayor parte de sus ingresos de las tierras que hacían explotar a otros o que trabajaban ellos mismos directamente. En el Perdón eran unos 8o exceptuados.
—Artesanos e industriales constituían un grupo numeroso y dispar. Los oficios textiles merecen una mención especial: sastres, pasamaneros, hilanderos, tejedores, tundidores, tintoreros… Hay que considerar como industriales más que como obreros textiles a los dos hermanos Esquina, de Segovia, que tenían bastidores y un taller de tinte. Otros segovianos que figuran en el Perdón formaban parte del sector más dinámico de la ciudad: Luis de Cuéllar, que era copropietario de un lavadero, pero cuya principal actividad era el comercio de exportación; Antonio Suárez, uno de los grandes compradores de lana de la región de Segovia; importaba y revendía el pastel de Toulouse, artículo imprescindible para la industria textil; el boticario Antonio de Aguilar, durante los años 1520-1525, ya por propia cuenta o asociado con otros, se dedicó a la venta de lana y de pastel a los artesanos. Hay otros documentos que confirman que éstos no eran casos aislados y que los medios de negocio segovianos adoptaron en conjunto una actitud favorable a la Comunidad por la cual sufrieron fuertes presiones pecuniarias a la hora de la represión. Artesanos, comerciantes y burgueses sumaban en total unas 60 personas, la quinta parte de los exceptuados.
—Las profesiones liberales ostentaban la mayor representación en el Perdón. Había entre ellos tres boticarios, un cronista oficial (Gonzalo de Ayora), veinte notarios, magistrados, un brillante abogado de Valladolid, el licenciado Bernaldino de los Ríos, considerado como uno de los mejores juristas de España, algunos universitarios como el doctor Alonso de Zúñiga, catedrático de Salamanca, y finalmente la cohorte de cuantos habían pasado por las facultades de Derecho, algunos simples bachilleres, otros ya con el título de licenciado. En total, hay que calcular en más de 60 el número de los que quedaron exceptuados del Perdón, grupo importante no sólo cuantitativa, sino cualitativamente, ya que proporcionó a la revolución, junto con el estamento eclesiástico, sus cuadros políticos e ideológicos.
En definitiva, las dos terceras partes de los exceptuados pertenecían a las clases medias urbanas: ciudadanos que explotaban tierras, artesanos, comerciantes y letrados.
Los comuneros, en conjunto, no eran muy ricos: 54 poseían bienes de un valor inferior a los 100.000 maravedíes; 36 disponían de una renta anual de menos de 56.520. Y no hay que olvidar a los más pobres, que no aparecen en las listas de bienes confiscados porque no poseían absolutamente nada; los agentes del fisco se limitaban a anotar al lado de sus nombres estas palabras bien elocuentes: «No tenía ni tiene bienes algunos». Probablemente la tercera parte de los exceptuados, quizá más, se encontraba en este caso. Las grandes fortunas constituían la excepción. El más rico de los exceptuados, don Pedro Maldonado, cuyos ingresos se acercaban a los 3 millones de maravedíes, se hallaba muy por debajo del menos opulento de los Grandes, el duque de Arcos, cuyos ingresos ascendían a unos diez millones anuales.
Artesanos, comerciantes y letrados constituyen pues un número elevado de los exceptuados del Perdón. Maravall concluye de este hecho que la burguesía urbana desempeñó un papel primordial en el movimiento comunero. La expresión, sin embargo, parece un tanto ambigua, por cuanto en el siglo XVI la auténtica burguesía no aparece más que en las ciudades con una actividad comercial o industrial importante. Ya sabemos que en Burgos la burguesía se situó en contra de la Comunidad. En Segovia los comerciantes e industriales adoptaron indudablemente una actitud opuesta a la de sus colegas de Burgos, como lo prueban los exceptuados en el Perdón general. Esta burguesía mercantil e industrial de Segovia abrazó la causa de las Comunidades y ejerció responsabilidades políticas en el movimiento insurreccional. Es cierto que tras la derrota trató de minimizar la importancia de su papel. Según ellos, todos estos negociantes habrían actuado movidos por el temor; amenazados de muerte y con diversas represalias, no habrían tenido otro remedio que aceptar los cargos que se les imponía. No debemos conceder excesiva importancia a estas justificaciones. Es indudable que sobre ellos debieron pesar ciertas amenazas, pero lo mismo sucedía en las demás ciudades, a pesar de lo cual los mercaderes burgaleses, por ejemplo, tomaron una postura abiertamente hostil a la Comunidad.
Los burgueses de Burgos y Segovia adoptaron una posición política opuesta. Los primeros combatieron la revolución; los segundos la impulsaron y ocuparon en ella puestos de responsabilidad. Estas divergencias políticas expresan con exactitud la oposición de intereses económicos que separaban, al menos desde hacía quince años, a los comerciantes de las regiones periféricas de los del interior, a los exportadores de los productores, al Consulado de Burgos y a los hombres de negocios de Cuenca y Segovia. Y tras considerar la actitud de la nobleza, también hostil a las Comunidades, creemos poder formular una hipótesis: los grandes propietarios y los grandes ganaderos se aliaron, junto con los exportadores, a la corona que podía garantizar sus privilegios; por su parte, los sectores sociales que se sentían heridos en sus intereses por aquéllos, agrupados geográficamente en el centro de la península, fueron los que apoyaron la revolución. Para verificar esta hipótesis sería necesario poder contar para Salamanca, Toledo, Madrid, Ávila, Zamora, entre otras ciudades, con una información tan completa como la de que disponemos en el caso de Burgos y Segovia. ¿Cuál fue la actitud que adoptaron en aquellas ciudades los comerciantes e industriales? Todo parece indicar que fue la misma que en Segovia. En muchos aspectos Segovia resulta una ciudad representativa de las dificultades con que topaba el desarrollo de la actividad económica en el centro de Castilla. Con esto no pretendemos decir que las contradicciones económicas entre el centro y la periferia puedan explicar por sí solas la revolución de las Comunidades, pero es indudable que estas contradicciones desempeñaron un papel muy importante —quizá determinante— en los acontecimientos políticos de los años 1520-1521.
El clero
La presencia de 21 miembros del clero completa la fisonomía de las Comunidades que obtenemos del Perdón de 1522. En primer lugar, aparecía Acuña, el fogoso obispo de Zamora, a quien el nuncio del Papa comparó, sin fundamento, con Lutero. Además de Acuña el clero secular se hallaba representado en el Perdón por unos doce priores, maestrescuelas, canónigos, etc. Las órdenes religiosas también aportaron un pequeño contingente a la rebelión. Entre ellos encontramos a franciscanos como fray Juan de Bilbao, uno de los redactores de la carta de los frailes de Salamanca en febrero de 1520 y, por tanto, uno de los teóricos e iniciadores del movimiento, y 4 dominicos (entre ellos fray Alonso de Medina, hombre muy docto según Las Casas, y teórico asimismo de la revolución, fray Alonso de Bustillo, catedrático de Teología en Valladolid…).
Si el clero secular, a excepción de algunas individualidades y de los curas de las zonas rurales, adoptó una actitud reservada con respecto a la Comunidad, los frailes participaron de forma activa en la revolución, especialmente los franciscanos y dominicos. Las relaciones entre los franciscanos y los comuneros fueron siempre muy cordiales. La orden proporcionó a los comuneros un concurso muy eficaz. Tras los franciscanos fueron los dominicos quienes mostraron el mayor celo en defender y propagar las ideas revolucionarias. Tampoco en este caso faltaron las advertencias de los superiores, que produjeron resultados variables. El cardenal Adriano llegó a escribir: «Orden es agraviada de los crímenes y males que han hecho los frailes de ella y en castigarles será edificado todo el mundo [3 de noviembre de 1521]».
No obstante la publicación por el Papa de un breve en el que se condenaba con la pena de excomunión a los eclesiásticos comuneros, los miembros del clero, y especialmente los religiosos, con los franciscanos y dominicos en primer término, prestaron a la rebelión un apoyo muy eficaz. Como propagandistas del movimiento no se recataron en denunciar a los flamencos y sus cómplices, difundieron e hicieron acatar las consignas de la Junta, inflamaron a los tibios y trasladaron la antorcha de la revolución a todas las provincias, hasta el punto de provocar la exasperación de los representantes del poder real, incapaces de reaccionar ante una campaña tan insidiosa como eficaz. Había que conseguir su muerte, dijo el almirante, en un momento de ira. Y es que los frailes no fueron tan sólo propagandistas; todo nos induce a pensar que desempeñaron un papel importante en los pródromos de la crisis. Sus sermones subversivos de 1518 y 1519 prepararon los espíritus para los grandes acontecimientos revolucionarios que se producirían poco después. En las semanas que precedieron a la reunión de las Cortes de 1520 fue en los conventos donde acabó de perfilarse el programa político de la Comunidad y fueron los frailes los que le dieron difusión por todas las ciudades, fomentando la resistencia al poder central y favoreciendo la subversión. Los letrados y los frailes tuvieron una parte de suma importancia en el desencadenamiento de la revuelta. Supieron explotar el descontento real que iba ganando poco a poco a todas las capas sociales, analizaron la crisis que sufría la sociedad castellana y proporcionaron a los líderes de la rebelión las armas ideológicas y políticas que necesitaban.
En la revolución de las Comunidades ellos fueron los pensadores, los intelectuales, aportando las justificaciones ideológicas indispensables, desarrollando y propagando los puntos reivindicativos, fustigando a los enemigos y a los indecisos y estimulando a los exaltados.
Muchos de estos frailes constituirían pocos años más tarde el núcleo de los adversarios de Erasmo. Este hecho indujo a Marañón a calificar al movimiento comunero como xenófobo y retrógrado. Su argumentación nos parece poco convincente. En su enfrentamiento con Erasmo los frailes no trataban de defender sino unos moldes de pensamiento y de comportamiento rutinarios en el campo espiritual; contra Carlos V sustentaban una serie de teorías políticas sobre las relaciones entre el soberano y sus súbditos que presentan aspectos muy modernos, si bien seguían anclados en el pensamiento más tradicional. Se apoyaban en la tradición escolástica, pero el contexto político de 1520 otorga a esta tradición un aspecto innovador. La participación de los letrados, universitarios y frailes proporcionó a la revolución de las Comunidades una firme base intelectual e ideológica, lo que explica el atractivo que ejerció sobre muchos espíritus en 1520-1521 e incluso mucho tiempo después.
CONVERSOS Y COMUNEROS
¿Fueron los conversos los que movieron la revuelta de las Comunidades de Castilla? ¿Desempeñaron por lo menos un papel relevante en aquel episodio? El problema se planteó ya a raíz de la revuelta. En el siglo XVI se venía diciendo que los conversos habían sido la causa del movimiento, pero desde hace unos años las teorías de Américo Castro y sus discípulos han dado mayor relieve al tema. Antes de contestar a aquellos interrogantes es preciso examinar los hechos, ver lo que se puede sacar de los textos y de los documentos.
No cabe duda de que en los mismos días de la revolución comunera varios observadores contemporáneos achacaron la responsabilidad de lo que pasaba entonces en Castilla a los conversos. El 7 de enero de 1521, el almirante de Castilla, uno de los tres virreyes, escribía al emperador: «La verdad es que todo el mal ha venido de conversos». El almirante repite la acusación unos meses más tarde al contar el modo en que Acuña se había apoderado del arzobispado de Toledo: «El obispo de Zamora tomó posesión del arzobispado con la autoridad de los judíos y villanos del Zocodover».
Otro virrey, el condestable de Castilla, escribía también el 24 de mayo de 1521, es decir, un mes después de la derrota de los comuneros en Villalar: «La raíz de la revuelta de estos reinos han causado conversos». El obispo de Burgos, Fonseca, y los inquisidores de Sevilla opinaban lo mismo en febrero y abril de 1521: para ellos, los conversos habían tenido un papel importantísimo en los acontecimientos de 1520-1521. De hecho, el 25 de febrero de 1521, el obispo de Burgos se mostraba convencido de que los conversos formaban el núcleo de los revolucionarios irreductibles:
Todos los pueblos, digo la parte de los offiçiales y cristianos viejos y labradores, ya conocen el engaño y maldad en que los an puesto, que los conversos, como de casta dura de çeruiz, tan duros están como el primero día sy ossasen, y déstos los más declarados en cada lugar son los tornadizos. Ansí que Vuestra Sacra Cesárea Majestad no tiene otros deseruidores sino los enemigos de Dios y los que lo fueron de vuestros avuelos[48].
He aquí unas cuantas opiniones contemporáneas de los hechos y que debemos a personas autorizadas, sea por los cargos que desempeñaron entonces, sea por su calidad de observadores privilegiados. No se trata de simples rumores, sino de juicios que parecen fundados y que llaman la atención por la personalidad de sus autores. Otras alusiones podríamos encontrar en los textos de la época. Estas opiniones contemporáneas se fundan en hechos fáciles de observar y de comprobar documentalmente.
Entre los principales comuneros figuran personas de indudable origen converso. El caudillo de Segovia, Juan Bravo, estaba casado con la hija de Iñigo López Coronel, destacado converso y uno de los más influyentes comuneros de Segovia; la familia Zapata era conversa y varios de sus miembros participaron de un modo muy activo en la revolución comunera de Toledo; lo mismo se puede decir de Saravia y de Pedro Tovar en Valladolid. Examinando la lista de los comuneros exceptuados del Perdón general de 1522 notamos muchos apellidos de conversos o que huelen a converso. Sabemos también que conversos ricos ofrecieron dinero a los comuneros, concretamente a Juan de Padilla, para que pudieran seguir luchando contra el poder real. En fin, ciudades como Valladolid, Segovia, Madrid, Toledo, donde existían importantes comunidades de conversos, fueron desde el principio hasta el final reductos de la rebelión comunera. Todos estos hechos son indudables y permiten comprender las opiniones de los contemporáneos que vieron en la revuelta comunera una especie de complot de los conversos contra la sociedad y el poder real. En 1547 el cardenal Silíceo se hacía eco de aquellas opiniones cuando, para justificar el estatuto de limpieza de sangre que quería establecer en la catedral de Toledo, escribía que las Comunidades de Castilla habían sido provocadas por los conversos.
De ahí las conclusiones que varios historiadores han sacado de los hechos. Francisco Márquez Villanueva, buen conocedor de los problemas religiosos de la España del siglo XVI, escribe:
En cuanto a haber sido las Comunidades una revuelta esencialmente conversa era cosa muy sabida en la época y que los estudios de última hora muestran cada vez con mayor claridad[49].
Hace unos años, Juan Ignacio Gutiérrez Nieto escribió un artículo, «Los conversos y el movimiento comunero», en el que concluye también que la revuelta no puede explicarse correctamente si se pasa por alto el papel relevante, y muchas veces determinante, de los conversos en los acontecimientos de 1520-1521.
Éste es precisamente el problema. Yo no niego los hechos; niego la conclusión que se pretende sacar de ellos, es decir, la idea de que la rebelión comunera fue esencialmente una manifestación de la general inquietud de los conversos por aquellos años. Veamos por qué.
Los contemporáneos endilgaron a los conversos la responsabilidad de la revuelta, es cierto, pero primero hay que observar que no todos los contemporáneos pensaron y escribieron lo mismo. Hubo quien dijo que los dominicos y los franciscanos tuvieron la culpa de todo lo que pasó, y no sin motivo, puesto que sabemos que los frailes sirvieron muchas veces de portavoces, de propagandistas de la rebelión. El cardenal Adriano atribuía mucha responsabilidad a los nobles, a ciertos Grandes que, según él, desencadenaron la revolución y luego lograron ocultar su participación. En varias crónicas de la época se alude así al papel que desempeñaron los nobles en los primeros meses de la rebelión. Es decir, que la opinión según la cual los conversos fueron los instigadores del movimiento comunero no es unánime ni mucho menos; no hay que olvidar que, a raíz de los acontecimientos, otras opiniones existieron para acusar a los frailes o a los nobles. Todo esto no prueba absolutamente nada; no basta con repetir una afirmación para que se convierta en una realidad histórica. La frase del cardenal Silíceo tampoco prueba nada: en 1547 Silíceo se propone demostrar que los conversos constituyen un peligro social y por eso hay que excluirlos de los oficios y beneficios. Es lógico en estas condiciones que aluda al movimiento comunero que había dejado recuerdos funestos en Castilla. En esta diversidad de pareceres sobre los orígenes de la rebelión comunera hay que ver sobre todo una prueba de lo difícil que resulta encontrar una explicación única y sencilla para un problema tan complejo.
Ahora bien, los historiadores que atribuyen una gran influencia a los conversos en el movimiento comunero se apoyan también en hechos, pero pasa con los hechos lo mismo que con las opiniones: cada uno va a su tema, destaca los que pueden servirle para su interpretación y no tiene en cuenta otros que podrían invalidarla.
Ya he dicho que muchos comuneros y de los más importantes fueron conversos. Pero también veo que muchos conversos lucharon en el bando real contra los comuneros o hicieron propaganda activa contra los enemigos del rey: Francisco López de Villalobos, Alonso Gutiérrez de Madrid, los hermanos Vozmediano y otros muchos, de gran influencia económica o social, no dudaron en alistarse en las filas del bando real y contribuyeron poderosamente a derrotar a los comuneros. Valladolid, Segovia, Toledo, Madrid fueron ciertamente ciudades comuneras y los conversos abundaban en ellas. Pero ¿y Burgos?, ¿y Sevilla? Estas dos ciudades se mantuvieron leales al poder real y, sin embargo, contaban con numerosos conversos. Todos sabemos que los mercaderes de Burgos eran muchas veces conversos; es un hecho que nadie pone en tela de juicio. Pues bien, los mercaderes de Burgos estuvieron siempre, desde el principio, contra el movimiento comunero; durante los primeros meses de la revolución, la presión popular los obligó a disimular, pero, tan pronto como pudieron sacudirse el yugo de los artesanos y del pueblo llano, se pronunciaron contra la Junta de los comuneros y acogieron a uno de los virreyes, el condestable de Castilla. De modo que toda conclusión requiere mucha prudencia. Hubo conversos, y muchos, en las filas comuneras, lo cual es lógico, puesto que el movimiento comunero fue un movimiento, no exclusivamente, pero sí principalmente urbano y sabemos que los conversos eran más numerosos en las ciudades que en el campo. Por otra parte, encontramos también conversos, e importantes, en el bando real. Hasta aquí no se puede concluir que los conversos desempeñaran un papel determinante en la rebelión.
Pero es legítimo mirar las cosas con un criterio más amplio. La participación de los conversos en el movimiento comunero no se puede medir únicamente desde un punto de vista meramente estadístico. Hay que dar mayor alcance al problema. ¿Qué podía representar la Comunidad para el grupo social de los conversos? ¿Tenían interés los conversos como tales, como grupo social, en que triunfara la revolución? En este caso sí se podría pensar que hubieran desempeñado un papel importante como grupo, pese a ciertas discrepancias individuales.
Como grupo social los conversos estaban interesados en una supresión del Tribunal de la Inquisición o, por lo menos, en una reforma de los procedimientos del Santo Oficio. En años anteriores ya habían intentado reformas de este tipo y es lógico que pensaran en aprovechar la coyuntura política de los años 1520 para reanudar la lucha contra una institución que representaba una amenaza constante y directa contra ellos, para sus bienes, su honor, su existencia misma. De modo que el problema se reduce al siguiente: el triunfo de la Comunidad, ¿hubiera significado la ruina de la Inquisición? La respuesta no es tan clara como se ha dicho. En los años 1520-1521 se rumoreaba que los comuneros iban a suprimir la Inquisición. «Dicen que no habrá Inquisición», escribe el almirante el 15 de abril de 1521. Se trataba de rumores infundados. He manejado mucha documentación sobre los comuneros y nunca he podido encontrar textos o hechos que apoyaran estos rumores; al contrario.
En las instrucciones que remitió la Comunidad de Valladolid a los representantes de la Junta figura un artículo sobre confiscaciones de bienes. La Comunidad de Valladolid exige que esta pena desaparezca del derecho castellano pero admite dos excepciones: cuando se trata de un crimen de lesa majestad y cuando se trata de un crimen de herejía. Esta restricción no es precisamente favorable a los conversos. Las mismas instrucciones de Valladolid llevaban tres artículos sobre la Inquisición que luego desaparecieron. No sabemos lo que decían estos artículos; podemos hacer sólo hipótesis, pero no veo ningún motivo para pensar que se trataba de reformar la Inquisición, ya que en un artículo anterior se pedía la confiscación de los bienes de los herejes. Las instrucciones de la Comunidad de Burgos, redactadas cuando esta ciudad estaba todavía representada en la Junta, dicen textualmente: «Que no se dé carta de habilidad para haber oficio a hijo de hombre quemado ni reconciliado». Es decir que estas instrucciones exigen algo semejante a los estatutos de limpieza de sangre: la exclusión de ciertos conversos de los oficios y beneficios. Los demás textos oficiales de la Junta de los comuneros no contienen ninguna alusión a la Inquisición: no se puede saber con seguridad cuál era la posición oficial de la Junta, ya que ésta no creyó oportuno o conveniente tratar este tema.
Pero si no sabemos lo que pensaban los jefes comuneros de la Inquisición, conocemos su actuación en varias ocasiones. Concretamente procuraron no incurrir en la acusación de impedir el funcionamiento del Santo Oficio. En este aspecto es interesante estudiar lo que pasó en la Santa Junta el 12 de febrero de 1521. Por los cuadernos de la Junta nos enteramos de que aquel día hubo una discusión sobre ciertos fondos de la Inquisición que los comuneros de Zamora habían tomado en un convento. Varios procuradores opinan que la Junta debe utilizar estos fondos para pagar a la gente de guerra, ya que los comuneros se hallan frente a una situación financiera difícil. Pero la mayoría de la Junta protesta: en este caso, dicen los procuradores, no se trata de una mera cuestión de dinero; si la Junta embarga estos fondos, va a impedir el funcionamiento del Tribunal de la Inquisición, lo cual es impensable. El incidente es significativo. La Junta no tiene tantos escrúpulos en embargar los fondos de la bula de la Cruzada, de los conventos, de las iglesias; piensa que se halla en una situación de emergencia y hay que aprovechar todo el dinero que se encuentre, incluso si es dinero de la Iglesia. Pero tratándose de fondos de la Inquisición, los procuradores sienten escrúpulos: no quieren impedir la buena marcha del Tribunal. Francamente, parece difícil compaginar esta actitud con una posición política de hostilidad a la Inquisición. No pretendo demostrar que los comuneros fueran partidarios de la Inquisición, digo simplemente que el problema es mucho más complejo de lo que se cree. Pienso que el movimiento comunero era más bien de signo progresista y que su triunfo hubiera significado tal vez una mejora en los procedimientos inquisitoriales. Quizá. No creo que se pueda llegar a una conclusión definitiva. Los textos y los hechos no permiten tal conclusión. Pero en el fondo no creo que los comuneros estuvieran dispuestos a acabar completamente con la Inquisición. No lo creo por un motivo en el que no se repara lo suficiente: en el movimiento comunero la influencia de los frailes dominicos y franciscanos fue siempre considerable. Los frailes no sólo fueron activos propagandistas de la revolución, con sus sermones y sus pláticas, sino que además fueron los teóricos de la revolución, los que redactaban los programas y las instrucciones. Ya sabemos que los frailes no pueden generalmente considerarse como favorables a los conversos; al contrario, puesto que los inquisidores se reclutaban con frecuencia entre dominicos y franciscanos.
En resumidas cuentas, me parece difícil mantener la tesis de que los conversos fueron la causa del movimiento comunero o que desempeñaran un papel determinante en la rebelión. Este movimiento fue, ante todo, un movimiento político y hay que estudiarlo como tal. Tuvo causas profundas en la situación de Castilla a principios del siglo XVI; en esta situación los problemas religiosos tuvieron su importancia, pero no fueron los únicos ni los más preocupantes. La revolución trató de cambiar el régimen político de Castilla y la división del reino. La guerra civil, entre comuneros y anticomuneros, descansaba sobre todo en motivos políticos. Los conversos, como tales, no tenían por qué intervenir: unos tuvieron simpatías hacia los comuneros, no porque fueran conversos, sino porque compartían ideas políticas; otros fueron anticomuneros, y lo que les movió fue también una idea política. Américo Castro ha tenido el gran mérito de llamar la atención sobre la situación y el drama de los conversos; muchos aspectos de la historia de España no se explican bien si no se tiene en cuenta esta situación. Muchos aspectos, no todos: no siempre conviene enfocar el problema únicamente desde el punto de vista religioso. En el caso de las Comunidades las ideas de Américo Castro no parecen conformarse con lo que leemos en los textos y documentos, y eso porque en aquella época no creo que los conversos formaran un grupo homogéneo: les unía su solidaridad de víctimas virtuales de la Inquisición, pero sus ideas políticas no eran ni podían ser las mismas. J. A. Maravall llega a las mismas conclusiones, y sus palabras, a mi modo de ver, expresan perfectamente lo que yo mismo pienso:
No cabe ninguna caracterización del movimiento de las Comunidades, entendida como revuelta de conversos o contra ellos. Se trata de algo mucho más hondo y general. Por esta misma razón, es natural que hubiera conversos entre los rebeldes. Los hay en todas las manifestaciones de la vida española, porque probablemente el factor judío no falta en ninguno de los aspectos de la cultura europea. Que psicológicamente algunos judíos y conversos pudieran sentirse inclinados a la rebelión como reacción contra violencias sufridas es cosa que podemos tener por segura. Pero esto no define el movimiento ni lo distingue de otros[50].