IV

TOLEDO

La mayor parte de los historiadores consideran que la batalla de Villalar puso fin a la rebelión de las Comunidades, y califican a la resistencia de Toledo como una simple peripecia, un combate por defender el honor. No es cierto. En Villalar desapareció la organización política de la revolución, la Santa Junta, que no volvería a reconstituirse más. Asimismo, en Villalar perdió también el movimiento comunero uno de sus núcleos, el más importante, el más poblado, el más sólido: las tierras de Palencia, Valladolid y Segovia. La derrota y la ejecución de los tres capitanes del ejército comunero provocaron un movimiento de pánico al norte del Guadarrama y las ciudades fueron rindiéndose una tras otra. En el sur todo fue distinto. Allí se encontraba, en torno a Toledo, el segundo núcleo del movimiento, la cuna de la revolución. Fue de Toledo de donde salió, en 1519, la campaña contra la política imperial; fue Toledo la que, en 1520, convocó la Santa Junta, y fueron los soldados de Toledo los que liberaron Tordesillas, aislaron al poder real e impusieron la voluntad de la Junta en Valladolid. Cuando marcharon de allí, en octubre de 1520, tras el nombramiento de Girón, la revolución estaba sólidamente asentada en toda Castilla la Vieja. Volvieron a ella en enero de 1521, tras la derrota de Tordesillas, y su presencia sirvió para dar nuevo empuje al movimiento. Toledo, pues, dio la señal de partida de la revolución, la impuso y supo salvarla cuando parecía que estaba a punto de sucumbir.

Tras la derrota de Villalar la situación era mucho más grave que nunca, pero no desesperada. En las riberas del Tajo los rebeldes disponían de un ejército intacto y de un general discutido pero dinámico, Acuña, que gozaba de una popularidad considerable entre la población. Añadamos a estos datos las repercusiones de un acontecimiento exterior: la invasión de Navarra por las tropas francesas iba a obligar a los virreyes a dirigir sus fuerzas hacia el norte, justo después de haber conseguido la victoria sobre los enemigos internos. Afirmémoslo una vez más: nada se decidió en Villalar; Toledo seguía manteniendo la antorcha de la revolución y podía tener esperanzas de trasladarla de nuevo, como había hecho ya en el mes de enero, al norte del Guadarrama.

La llegada del obispo Acuña a tierras de Toledo se debió a circunstancias fortuitas. El cardenal de Croy, nombrado por Carlos V arzobispo de Toledo y sucesor de Cisneros, murió en enero de 1521. Los comuneros de Toledo propusieron como sucesor a don Francisco de Mendoza, hermano de doña María Pacheco. Pero en Valladolid se ventilaban otros proyectos. La Junta decidió enviar a Toledo a don Antonio de Acuña, no se sabe si para contrarrestar a doña María Pacheco o para tomar posesión de la sede vacante. Lo cierto es que Acuña se puso en marcha a mediados de febrero, al frente de una tropa numerosa. Desde Buitrago escribió a los canónigos de Toledo para anunciarles su llegada. En Torrelaguna dio a entender que venía a instalarse en la sede de Toledo. El 11 de marzo la Junta precisó por fin la misión encomendada a Acuña: le encargó tomar posesión del arzobispado.

Por su parte, el obispo de Zamora, nada más llegar a tierras toledanas, puso mucho cuidado en no hacer nada que pudiera acarrearle las iras de la aristocracia local. El hombre que en otro tiempo había sembrado el terror en los señoríos de Tierra de Campos se mostró extraordinariamente prudente una vez hubo entrado en el reino de Toledo. Dos poderosos señores tenían allí sus feudos: el duque del Infantado y el marqués de Villena. El primero había tomado la iniciativa de entrar en contacto con Acuña, con la intención de asegurarse contra cualquier riesgo de subversión en sus dominios; a cambio se había mostrado dispuesto a prestar su apoyo a Acuña para permitirle ejercer sin obstáculos su función de administrador del arzobispado. Acuña le había asegurado que no intentaría nada contra sus tierras, pero se había negado, por prudencia, a concluir un acuerdo formal con el duque. Lo cierto es que el duque del Infantado esperó el último momento, la derrota de Villalar, para intervenir directamente —en Alcalá de Henares, por ejemplo— y restablecer la autoridad real. En lo que respecta al marqués de Villena las relaciones habrían sido más tensas, pero un factor favorecía a Acuña; el marqués se sentía herido por el hecho de que Carlos V no le prestaba la menor atención y no atendía a ninguna de sus sugerencias. Tampoco el marqués hizo nada por impedir la marcha triunfal de Acuña sobre Toledo, manteniendo en todo momento una actitud de altiva reserva.

Conseguida así la neutralidad de los miembros más poderosos e influyentes de la aristocracia local, Acuña iba de éxito en éxito. Antes incluso de que apareciese, en todas partes, ciudades y aldeas aclamaban a la Comunidad y cuando se presentaba le recibían con los brazos abiertos. Los acontecimientos de Alcalá de Henares pueden servir de ejemplo. El 7 de marzo Acuña llegaba a las puertas de la ciudad. Allí fue recibido por el vicario y por los notables y funcionarios municipales. Acuña hizo su entrada en medio de una multitud entusiasta. La noche siguiente, la ciudad entera se vio sacudida por una gran alegría. Las gentes paseaban por las calles gritando: «¡Comunidad! ¡Comunidad! ¡Acuña! ¡Acuña!», según unos, y según otros: «¡Viva el arzobispo de Toledo, capitán de la Comunidad!». Dos nombres destacan de entre los partidarios del obispo de Zamora en la Universidad de Alcalá: Florián de Ocampo y Hernán Núñez. El primero se hallaba en todos los alborotos. Por su parte, Hernán Núñez, «el comendador griego» —se le conocía con este nombre porque era comendador de la orden de Santiago y catedrático de griego en la Universidad de Alcalá—, hacía gala de un celo menos agresivo. En ocasiones no se privaba de proclamar a voz en grito su fe revolucionaria, afirmando que se convertiría al islam en caso de victoria de los Grandes y si veía que todavía había gente que ganaba más de cien mil maravedíes por año. Pero normalmente su actividad era más cauta. Afirmando ser amigo íntimo de Acuña, mencionaba a sus interlocutores todos los beneficios que podrían obtener si se decidían a alinearse decididamente en el bando comunero y distribuía en nombre del obispo de Zamora títulos de rentas y prebendas. Insinuaba tentadoras proposiciones al oído de los indecisos, recomendándoles que mantuvieran buenas relaciones con Acuña, que hablaran bien de él, ya que Acuña no tardaría en convertirse en arzobispo de Toledo a pesar de Carlos V; si fuera necesario ocuparía el arzobispado por la fuerza.

Los amigos de Acuña no retrocedían ante nada para conseguir la adhesión de las multitudes. Oficialmente, Acuña había llegado con la misión encomendada por la Junta de administrar el arzobispado de Toledo, pero sus partidarios trataban por todos los medios de incrementar sus poderes. Según ellos, la elección de Acuña para el arzobispado no era más que una simple formalidad y el interesado estaba dispuesto, en un momento dado, a acelerar las cosas. Así, todo el mundo fue acostumbrándose a esta idea y Acuña, sin haber presentado formalmente su candidatura, se acercaba poco a poco a Toledo como si efectivamente fuera a tomar posesión de la mitra, siendo recibido y aclamado en todas partes como el futuro arzobispo. Acuña tardó más de un mes para llegar de Valladolid a Toledo; tenía que preparar el terreno. En Toledo no sabía qué recibimiento le esperaba, ya que en esta ciudad doña María Pacheco había propuesto como candidato al arzobispado a su propio hermano. Las brillantes recepciones de Torrelaguna, Talamanca y Alcalá eran otros tantos golpes asestados a los partidarios de doña María, ya que hacía que reluciera aún más la popularidad de Acuña, en quien las multitudes hábilmente manejadas saludaban ya al arzobispo. Estas aclamaciones equivalían a la vox populi que designaba a Acuña. Éste se aproximaba sin prisa pero sin pausa hacia la capital. Parecía difícil que, llegado el día, el recibimiento de Toledo pudiera desmentir el entusiasmo de las ciudades y aldeas de todo el arzobispado. Sin embargo, el obispo de Zamora tenía que franquear todavía otro obstáculo: el ejército del prior de San Juan que se había interpuesto en su camino.

Don Antonio de Zúñiga, prior de la orden de San Juan, había sido nombrado por los virreyes, en enero de 1521, jefe de las fuerzas realistas en el reino de Toledo. Esta decisión, tomada en un momento en que la situación al sur del Guadarrama, sin ser de una calma total, no presentaba ningún motivo de inquietud, parecía responder, por parte de los virreyes, al deseo de no dejar la iniciativa a los comuneros en esta región y a hacer pesar sobre su retaguardia una amenaza permanente. La llegada del obispo Acuña dio al traste con estos propósitos. Al ejército del sur se le encomendó la tarea de detener la marcha de Acuña y para ello se reforzaron considerablemente los efectivos puestos a disposición del prior.

A mediados de marzo, el prior contaba ya con 4000 infantes y 400 lanzas, y en Tordesillas y Burgos se disponían a enviarle nuevas sumas de dinero para permitirle incrementar su potencial militar.

Informado de la presencia del prior en Corral de Almaguer, acudió allí de inmediato Acuña, pero su enemigo se había replegado hacia Tembleque. Acuña le desafió pero el prior no respondió. Así quedó establecida una tregua, que aprovechó el prior para lanzar un ataque de improviso. El choque tuvo lugar cerca de Lillo, en El Romeral. El obispo de Zamora, sorprendido por la violencia de ataques, se defendió con energía, recibió dos heridas y devolvió golpe por golpe al enemigo. Veamos a continuación lo que escribió el prior al conde de Miranda el 30 de marzo:

Después que despaché a Iñigo de Ayala, mi primo, por las postas, que fue Viernes Santo [29 de marzo], para Vuestra Merced […], la mesma tarde que partió, fui avisado como el obispo de Zamora ha huido de Yepes […]. Vnos dicen que va a Castilla; otros dicen que va a predicar su seta a Alcalá y a Madrid; otros dicen que se va a Francia y esto es lo que tengo por más cierto […]. Dios ha puesto la mano en todo esto, porque en verdad, segund el grand crédito que este obispo tenía y la mucha gente que en este reyno de Toledo le acudía y la grand soberbia con que entró en este reyno, no estaba en poder de honbres resistillo sy no lo oviera hecho Dios como tengo dicho […]. El obispo va el más amenguado y corrido honbre y abatido que jamás se vio […]. Hanme certificado de quien le ha tratado y hablado que después que le desbaraté está fuera de sy y no está en su iuizio natural[27].

Finalmente, los combatientes se retiraron. No se sabe con exactitud el vencedor de la batalla. Los primeros informes llegados a Tordesillas daban la impresión de que el prior había aplastado a Acuña; se hablaba de 600 o 700 víctimas e incluso mil en las filas comuneras. En realidad, las pérdidas fueron menores. Acuña, deseoso de conservar su prestigio de soldado imbatible, hizo todo lo posible por minimizarlas, pretendiendo incluso haber infligido una derrota al enemigo, propaganda psicológica que se halla documentada en Alcalá, donde Florián de Ocampo hacía callar, incluso a punta de cuchillo, a quienes en la universidad proclamaban la derrota de Acuña. Otros propagandistas iban todavía más lejos, afirmando que Acuña se había salvado gracias a un auténtico milagro y que por tanto el verdadero vencedor no era el prior sino el obispo de Zamora. Al instante se imprimieron panfletos para propagar las buenas noticias entre las gentes del campo. Una vez más vemos en torno a Acuña a un equipo de propagandistas hábiles, capaces de transformar en victoria una derrota. Quizá no todo el mundo dio crédito a esta versión de los hechos, pero era suficiente la duda para atenuar el mal efecto que hubiera podido producir la batalla del Romeral entre la población del arzobispado. Y así, el obispo de Zamora pudo reemprender su marcha con una nueva energía.

Mientras todo el mundo lo creía huyendo, en efecto, Acuña hacía una entrada teatral en Toledo. Todos los testimonios que pueden recogerse sobre este episodio coinciden. Lo realmente sorprendente es el extraordinario sentido de la puesta en escena que demuestran los partidarios del obispo. El día de Viernes Santo, 29 de marzo, Acuña entró discretamente en la ciudad acompañado tan sólo de algunos fieles bien armados. Una vez en el Zocodover, se quitó la capa, descubrió su rostro y gritó: «¡Soy el obispo de Zamora! ¡Vivan el rey y la Comunidad! ¡Mueran los traidores!». La multitud se reunió al instante. Más de 2000 personas lo rodearon y comenzaron a aclamarlo como el remediador de los pobres y lo llevaron hasta la catedral donde se estaba celebrando el oficio de Tinieblas. Acuña se apeó del caballo, se concentró durante un instante, pero la catedral estaba llena ya por la multitud de sus partidarios. Desde todas partes comenzaron a conducirle hacia el trono del arzobispo, donde finalmente se aposentó en medio del entusiasmo general.

A continuación exponemos la versión del prior de San Juan, cuando fue informado de los hechos, escrito inmediatamente posterior al reproducido en la página 118:

Estando escribiendo ésta, me avisaron que ciertos comuneros de Toledo fueron tras el obispo y le metieron solo en Toledo, el qual no se dexó conocer de nadie hasta que llegó a Zocodover y allí, de que supieron que hera el obispo de Zamora, tomáronle muchos comuneros y lleváronlo a la iglesia mayor y asentáronlo en la sylla arzobispal y házenle capitán general[28].

Entrada teatral y puesta en escena, ciertamente. Pero también había otras razones que impulsaban a Acuña a actuar de este modo. En su declaración en el proceso de 1524 Acuña afirmó haber hecho su entrada en Toledo con la oposición de doña María Pacheco, y esta afirmación tiene gran parte de verdad. Para doña María, Acuña era un rival. Temía que el obispo fuera capaz de subyugar por completo a una ciudad en la que hasta aquel momento la mujer de Padilla gozaba de una autoridad incontestada, y además lo consideraba un competidor peligroso para el arzobispado, pues hasta el último momento doña María no renunció a imponer la candidatura de su hermano, don Francisco de Mendoza. Dados estos presupuestos, Acuña estaba jugando una carta muy importante arriesgándose a entrar en Toledo. Podía haber procedido como en otras ciudades, anunciando previamente su llegada para conseguir un recibimiento triunfal, pero esto hubiera exigido un entendimiento previo con doña María Pacheco, una negociación que quizá le hubiera atado las manos en el asunto del arzobispado. En lugar de eso, la manifestación del día de Viernes Santo, espontánea en apariencia, había hecho de él el dueño de la situación. No debía nada a doña María Pacheco y el pueblo de Toledo se había pronunciado llevándolo literalmente hasta el trono de los arzobispos. Era de nuevo la vox populi la que había hablado. La suerte estaba definitivamente echada: Acuña sería candidato al arzobispado pese a la oposición de doña María. Decididamente los colaboradores del obispo de Zamora no tenían rival a la hora de manejar a las masas. De hecho, el mismo día de Viernes Santo dio cuenta a la ciudad de Alcalá de Henares y, con seguridad, también a otras, del triunfal recibimiento en Toledo:

Parescióme de hazer saber a vuestras mercedes como a señores a quien yo tanto devo lo que oy ha subcedido y es que yo fui llamado por la honrada comunidad de la yllustre cibdad de Toledo para que juntos diésemos orden en todo aquello que tocase a la república y asy, cumpliendo su mandamiento, vine a esta cibdad donde por todos los vecinos della fui muy bien rescebido y con mucha voluntad y favor me llevaron a la iglesia catedral de la dicha cibdad y me hizieron asentar en la sylla arçobispal donde se hizo a consentimiento de todos el aucto de posesión del arçobispado por ante notario público y otros, y de allí fuimos al cabildo de la iglesia, donde se hiço el aucto en forma y como digo con gran voluntad de todo el pueblo. Y luego acordamos juntos dar orden como se haga la más gente que se pueda, asy de pie como de cauallo, asy en esta cibdad y en todas las villas e lugares amigas de la república, para cobrar los lugares que están tiranizados por los contrarios enemigos de nuestros propósitos. Creo que todo procede de Dios, al qual plega encaminar en todo como sea seruido y como nuestro santo propósito vaya adelante como cosa tan santa[29].

Acuña se erigió en rival de doña María, pero tuvo la habilidad de no dar publicidad a este enfrentamiento. Aparentemente ambas figuras luchaban juntas por el triunfo de la Comunidad. Las discusiones entre ellos las mantenían en privado. En una carta del condestable, escrita inmediatamente después de la entrada de Acuña en Toledo, podemos leer una frase que indica cómo Acuña trató de reconciliarse con doña María Pacheco: Acuña se reservaría el arzobispado de Toledo y apoyaría la candidatura de Juan de Padilla para el cargo de maestre de la orden de Santiago.

El obispo de Zamora permaneció en Toledo más de un mes. Durante este período aportó nuevo vigor al movimiento comunero en el interior de la ciudad y al mismo tiempo combatió con energía a las fuerzas del prior de San Juan en el área próxima a la capital, hasta el momento en que, tras la derrota de Villalar, su autoridad fue puesta en tela de juicio. Apenas llegado a Toledo, el obispo de Zamora comunicó a toda la población su propio dinamismo y su voluntad de lucha. En ningún momento habló de la posibilidad de llegar a un acuerdo con el prior de San Juan. Bien al contrario, Acuña sometió a la población de Toledo a un esfuerzo de guerra sin precedentes. Movilizó a todos los hombres entre los 15 y los 60 años e impuso contribuciones extraordinarias para financiar sus operaciones. Acuña salió de Toledo el 12 de abril al frente de 1500 hombres. Inmediatamente se instaló en Yepes, donde ya se hallaban acantonados los soldados de Gonzalo Gaitán, otro comunero de gran prestigio en aquella zona. Desde allí comenzó a operar en las áreas rurales circundantes. Atacó y destruyó Villaseca y el feudo de don Juan de Ribera. Asimismo, libró duros combates con las fuerzas del prior de San Juan en las orillas del Tajo, en Illescas y en la Sisla. Sus enemigos desplegaban contra él la misma violencia.

El 26 de abril llegaron a Toledo al atardecer las primeras referencias de la batalla de Villalar. Al día siguiente comenzó a circular el rumor de que Padilla, Bravo y Maldonado habían sido ejecutados. Los jefes comuneros se esforzaron por ocultar estas malas noticias e incluso llegaron a afirmar que la batalla había sido ganada por la Junta. Pero muy pronto empezaron a llegar a la ciudad los supervivientes de la batalla y entre ellos un criado de Padilla que confirmó lo que ya todo el mundo sabía: él personalmente había oído la sentencia contra Padilla y había sido testigo de su ejecución. En vano algunos partidarios de Acuña comenzaron a hablar de matarlo para hacerlo callar. La certidumbre era ya insoslayable. El obispo de Zamora se dirigió entonces a casa de doña María Pacheco. Al anochecer Acuña se personó en la catedral y ordenó que repicaran las campanas para anunciar oficialmente la muerte del invencible Padilla. Las campanas sonaron al mismo tiempo en todas las demás iglesias de Toledo. Toda la ciudad se declaró en duelo. Una multitud considerable —las dos terceras partes de la población, según un cálculo sin duda exagerado— comenzó a desfilar por las calles y ante la casa de Juan de Padilla. Hombres, mujeres y niños de todas las clases sociales lloraban como si la desgracia les hubiera afectado personalmente. Nunca príncipe alguno —se decía en Toledo— ha sido llorado de este modo en esta ciudad. Los canónigos, prisioneros a la sazón por orden de Acuña, rezaron también por el alma del héroe desaparecido.

Esta impresionante manifestación fue la última que reunió a la población en un impulso unánime. En efecto, el día 1 de junio un grupo de comuneros trató de destruir la casa de don Pero Laso de la Vega, a quien se acusaba de haber otorgado su aquiescencia y de haber asistido a la muerte de Padilla. Acuña se opuso a este acto, se personó en la casa y dejó en ella una protección de veinte ballesteros; mandó publicar un edicto amenazando de muerte a todo aquel que participara en la destrucción de una casa cuyo propietario no hubiera sido debidamente juzgado. Era la primera vez que Acuña se oponía al pueblo. Este enfrentamiento no habría de ser el último. La noticia de la derrota de Villalar había producido el desconcierto en Toledo y las decisiones de Acuña comenzaron a ser discutidas. Así pues, éste y otros incidentes semejantes señalan el fin de la influencia de Acuña en Toledo. Tras haber entrado clandestinamente en la ciudad contra la voluntad de los dirigentes comuneros locales, había podido imponerse gracias a su enorme popularidad entre la población. Para poder hacerle frente hubiera sido necesario contar con una personalidad tan brillante como la suya, y doña María Pacheco había instado varias veces a su marido para que regresara urgentemente a la ciudad. En definitiva, Acuña había podido dominar la situación en Toledo durante un mes. La derrota de Villalar y las ceremonias y celebraciones en honor de Padilla hicieron cambiar la situación, al permitir a sus adversarios reaparecer en público. Algunos empezaron a pensar ya en solicitar la mediación del marqués de Villena para ahorrar a la ciudad más sufrimientos inútiles. Acuña había perdido la partida. No pensaba más que en la huida. Salió de Toledo de una forma bastante misteriosa y tres semanas después fue reconocido y arrestado en un pueblo de Navarra.

La derrota de Villalar y la ejecución de los jefes militares de la Junta causaron la confusión y el desconcierto en las ciudades rebeldes, que una tras otra acabaron rindiéndose. En los primeros días del mes de mayo toda Castilla la Vieja se hallaba pacificada, pero al sur del Guadarrama existían todavía dos núcleos rebeldes: Madrid y Toledo. No parecía posible que su resistencia pudiera durar mucho tiempo; los virreyes, al frente de una fuerza importante, se dirigían hacia el sur. Pasando Valladolid, el 1 de mayo llegaron a Medina del Campo y algunos días más tarde entraron en Segovia. Aquellos que hasta el momento se habían mantenido vacilantes tomaron postura por los vencedores. El duque del Infantado restableció el orden en Alcalá de Henares en tan sólo unas horas; el jefe comunero de Madrid, el bachiller Castillo, también se rindió y el 7 de mayo comunicó a los virreyes que estaba dispuesto a entregar la ciudad. Todo hace pensar que Toledo no habría tardado en seguir el ejemplo de Madrid de no haber surgido un acontecimiento imprevisto que obligó a los virreyes a interrumpir su marcha hacia el sur. En efecto, la invasión de Navarra por un ejército francés obligó al grueso de las fuerzas imperiales a retroceder apresuradamente hacia el norte. Se pensaba que el cansancio de la lucha y las tropas del prior de San Juan serían suficientes para reducir a los toledanos. Las nuevas circunstancias permitieron a doña María Pacheco volver a organizar una ciudad totalmente desmoralizada y prolongar durante más de nueve meses la vida del movimiento comunero en Toledo.

La invasión francesa en Navarra cogió a los virreyes desprevenidos, a pesar de que se les había advertido varias veces al respecto. El 10 de mayo de 1521 un fuerte ejército francés formado por 12.000 infantes, 800 caballeros y 29 piezas de artillería se lanzó al asalto de Navarra. La baja Navarra se levantó inmediatamente en apoyo del pretendiente Enrique de Albret cuya causa defendían teóricamente los franceses; San Juan de Pie de Puerto capituló el 15 de mayo. El ejército invasor atravesó los Pirineos por Roncesvalles. La facción de los Agramonteses, partidarios de los Albret, se unió a las fuerzas francesas. La población de Pamplona envió el 19 de mayo una delegación al señor de Esparre, jefe del ejército francés, y el mismo día los procuradores de Pamplona prestaron juramento de fidelidad a Enrique de Albret. La guarnición española de Pamplona capituló al cabo de unos días de resistencia. El 29 de mayo, Tudela juró también fidelidad a Enrique de Albret; los franceses se apoderaron además de Estella.

En menos de tres semanas todo el reino de Navarra había sido conquistado, pero el señor de Esparre cometió una serie de equivocaciones de tipo político y militar que hicieron variar sustancialmente la situación. En primer lugar, la ausencia del joven rey de Navarra, Enrique de Albret, produjo el descontento entre la población. El general francés se negó a permitirle ir a Pamplona y se comportó como en un país conquistado. La población comenzó a sospechar que el rey de Francia quería conservar Navarra para sí. Esparre sometió a duro trato a los navarros que se habían comprometido al servicio de Castilla. Con esta actitud hizo que disminuyeran las adhesiones hacia su política y que creciera la hostilidad contra él. Por otra parte, licenció a los infantes, atravesó el Ebro e invadió la misma Castilla, y llegó a sitiar Logroño. Pero por primera vez desde el 10 de mayo se encontró con una seria resistencia.

Los virreyes, en efecto, reaccionaron sin tardanza enviando refuerzos, aportados con frecuencia por las ciudades que en otro tiempo habían combatido al poder real. Parece indudable que este ardor patriótico no fue siempre tan espontáneo como muchos han pretendido; de hecho, las ciudades intentaban que se olvidara el pasado y difícilmente podían oponerse a la leva de tropas. Algunos jefes comuneros aprovecharon también esta ocasión para redimirse y se enrolaron en la guerra de Navarra. Tal fue el caso, por ejemplo, de don Pedro Girón. Los franceses se encontraron con un ejército dispuesto a luchar contra ellos. El 11 de junio Esparre levantó el sitio de Logroño y se batió en retirada perseguido por las tropas castellanas. Se negó a pedir ayuda a los contingentes acantonados en Bearn a las órdenes de Enrique de Albret, pese a que iba a librar batalla contra un ejército tres veces superior en número, el 30 de junio en Noaín. El ejército francés, sin poder disponer de la suficiente artillería, fue derrotado por completo. Sus pérdidas fueron de más de 6000 muertos y el mismo Esparre fue hecho prisionero. Navarra fue así reconquistada con la misma facilidad con la que había sido perdida.

La invasión francesa obligó a los virreyes a prestar toda su atención y a concentrar sus fuerzas en el norte de la península. Esto permitió un respiro a los rebeldes toledanos, que vieron cómo se alejaba un peligro que les acechaba desde la derrota de Villalar. Los acontecimientos de Navarra les impulsaron a mantenerse firmes y a mostrarse particularmente exigentes en sus relaciones con los representantes del poder real. Por iniciativa de doña María Pacheco se habían iniciado contactos con los franceses durante el verano de 1521. La viuda de Padilla desempeñó un papel fundamental en los meses que siguieron a la derrota de Villalar. La llegada del obispo Acuña a Toledo la había relegado a un segundo plano, pero en mayo de 1521 volvió a tomar en sus manos la dirección del movimiento comunero con una autoridad acrecentada, casi dictatorial. Doña María se instaló en el alcázar y para insuflar nuevo coraje a la población hizo desfilar por las calles de la ciudad a sus partidarios al grito de: «¡Padilla! ¡Padilla!». Ella designó a las autoridades municipales e implantó nuevos impuestos y contribuciones obligatorias. Sus hombres de confianza recorrían todas las parroquias para mantener el ardor militar entre la población y, cuando la asamblea general de la Comunidad daba señales de debilidad, inmediatamente los fieles de doña María acudían para asegurarse la mayoría. Ella dirigía; ella sola llevó las negociaciones con el prior de San Juan, y fue ella quien decidió la firma del acuerdo cuando la resistencia se hizo totalmente imposible. Hasta el desastre del 3 de febrero de 1522 doña María Pacheco fue la auténtica dueña de la ciudad; en ella se encarna la llama vacilante del movimiento comunero.

Su tarea no fue nada fácil. En mayo la población estaba desmoralizada. La derrota, la ejecución de Padilla, la deserción de Madrid habían provocado una tremenda angustia en la ciudad. La Comunidad parecía acabada; sólo pensaba ya en evitar lo peor, una represión sangrienta por parte de las tropas del prior que se hallaban acampadas a sólo unas leguas de distancia. Los comuneros y el propio Acuña, que se encontraba todavía en la ciudad, pidieron la mediación del marqués de Villena. Esta situación cogió a los virreyes desprevenidos. Las restantes ciudades habían negociado su rendición directamente, o bien por medio de personalidades locales. La intervención del marqués de Villena tenía un alcance muy distinto, y gracias a ella Toledo podía esperar condiciones más favorables. El marqués se dirigió a Toledo, donde entró en contacto con los dirigentes de la Comunidad; el obispo Acuña desapareció por aquellas mismas fechas.

Pero estas buenas disposiciones no duraron mucho tiempo. La invasión de Navarra obligó a los virreyes a dirigir su ejército hacia el norte, circunstancia que llevó a los comuneros a endurecer su posición, pensando que con las fuerzas de que todavía disponía Toledo podía hacer frente a los ataques del prior de San Juan. Los virreyes, mientras tanto, no acababan de ponerse de acuerdo. ¿Era necesario y conveniente obtener a cualquier precio la rendición de Toledo, para poder concentrar todos los esfuerzos en la lucha contra las tropas francesas o, por el contrario, debía quedar una pequeña tropa en las inmediaciones de Toledo para imponer respeto a la población? El marqués de Villena, desorientado, decidió abandonar la partida, no sin antes manifestar cierto desprecio por quienes lo habían embarcado en el asunto. No obstante, es cierto que algunos lo acusaron de haber impedido con su intervención inesperada la rendición de Toledo. Los virreyes, a la sazón en Logroño, ordenaron al prior de San Juan que prosiguiera las negociaciones, pero poco después anularon la orden. De cualquier modo, el momento oportuno para conseguir la sumisión de Toledo había pasado ya. A partir del 15 de junio se produjo la reacción de doña María Pacheco, que hasta entonces se había mostrado dispuesta a capitular. Se instaló en el alcázar y volvió a tomar el control de la situación; ya no se pensaba en la rendición.

A finales de julio se produjo una ruptura entre los comuneros de Toledo; algunos, considerando que toda resistencia era inútil, abandonaron a doña María Pacheco. Calificados de sospechosos, tuvieron que ocultarse en los conventos, a la espera de la caída de la orgullosa mujer. Toledo se replegó entonces sobre sí misma, aunque sin romper totalmente sus lazos con el exterior. El largo asedio acabó desmoralizando por completo a la población de Toledo, pero doña María Pacheco seguía mostrándose inflexible. La ciudad se preparó para afrontar una larga resistencia. Todos los conventos, tanto de hombres como de mujeres, recibieron la visita de varios inspectores que se hicieron con el oro y la plata que encontraron; las religiosas eran registradas minuciosamente y obligadas a entregar todas sus alhajas y su dinero.

Don Esteban Gabriel Merino, arzobispo de Bari, se instaló por aquellas fechas en el monasterio de la Sisla y en nombre del prior entabló contacto con los rebeldes. Doña María transmitió proposiciones para que fueran sometidas a los virreyes; el prior y el arzobispo estaban dispuestos a llegar a un acuerdo a todo trance. El tiempo apremiaba; todos los días se producían deserciones y la llegada del invierno hacía temer nuevas complicaciones; muy pronto sería imposible vadear el Tajo, debido a la crecida del caudal del río, lo que obligaría a mantener dos ejércitos en vez de uno, uno a cada lado del río, con el consiguiente aumento de los gastos. Los virreyes, siempre preocupados por la situación en el norte del país, se resignaron a negociar, incluso en condiciones desfavorables. Por tanto, no es extraño que las negociaciones avanzaran con rapidez, ya que en menos de diez días se llegó a un acuerdo relativamente favorable a los rebeldes, que fue firmado el 25 de octubre por el prior, de un lado, y por los representantes de Toledo, por el otro. A corto plazo el mérito mayor del acuerdo era su utilidad para poner fin al conflicto en el área del Tajo. Cuando la situación en el norte fue menos comprometida, los virreyes encontraron puntos inaceptables en este texto y trataron de anularlo. La noticia del compromiso alcanzado con las fuerzas realistas fue bien acogida en Toledo, donde la población manifestó abiertamente su alegría. El 31 de octubre hizo su entrada en la ciudad el arzobispo de Bari, y designó a los funcionarios municipales que deberían encargarse de la administración de la ciudad hasta que se nombrara un corregidor. Por su parte, los comuneros evacuaron el alcázar.

Todo parecía desarrollarse conforme a lo acordado y sin segundas intenciones. Pero a lo largo del mes de noviembre la situación comenzó a deteriorarse debido a que los virreyes, que nunca habían demostrado gran entusiasmo por la situación de compromiso que se había alcanzado —y que habían aceptado ante la imposibilidad de aplastar la rebelión por la fuerza de las armas—, comenzaron a mostrar su disgusto en cuanto la presión de las tropas francesas se hizo menos agobiante en el norte de la península. Los representantes del poder real buscaron la oportunidad que les permitiera denunciar el acuerdo.

Así se llegó a la revuelta del 3 de febrero de 1522. El doctor Zumel, corregidor nombrado por los virreyes, no hacía sino provocar a los antiguos comuneros. Él había recibido instrucciones precisas en el sentido de restablecer por completo la autoridad real en la ciudad. Doña María Pacheco, por su parte, no estaba dispuesta a entregar sus armas hasta que Carlos V hubiera ratificado personalmente el acuerdo de octubre. En la tarde del domingo 2 de febrero Gutiérrez López de Padilla fue a visitar en su nombre al arzobispo de Bari para solicitar su mediación, y éste intentó persuadirlo de que lo más sensato era someterse a las exigencias de Zumel. Parecía imposible ya evitar un enfrentamiento armado; todas las calles adyacentes a la morada del arzobispo estaban ocupadas por soldados.

A la mañana siguiente éste intentó una última gestión pidiendo a sus interlocutores de la víspera que se reunieran con él con urgencia. Pero éstos contestaron que ya no tenía sentido seguir parlamentando. Zumel exigía ahora la cabeza de doña María, último símbolo visible de la revolución. Los comuneros comprendían perfectamente que todo estaba perdido, pero se negaron a entregar a la viuda de Padilla; el último combate sería el combate del honor.

A continuación exponemos el testimonio de doña María arengando a la multitud concentrada delante de su ventana:

Mirad, hermanos, este perdón no es verdadero; mirad no os engañen, que quieren pregonar las alcabalas e sobre esto avernos de morir todos, e que se auía de dar parte a las perrochias.

Dezía doña María a la gente que allí estaua que el perdón que el arçobispo dezía que le viesen con los capítulos del perdón del prior e sy no hera que lo comunicasen con sus perrochias[30].

El enfrentamiento se produjo al mediodía, cuando las autoridades ordenaron apresar a un agitador. Los comuneros ocuparon la calle con la manifiesta intención de oponerse a la ejecución. Se dirigieron a la cárcel produciéndose un enfrentamiento con los soldados que pretendían cerrarles el camino.

La lucha se prolongó durante más de tres horas hasta que doña María de Mendoza, condesa de Monteagudo y hermana de doña María Pacheco, solicitó una tregua, concedida de inmediato, tregua que significó la derrota de los comuneros. Doña María Pacheco consiguió escapar después del tumulto. Salió de la ciudad, disfrazada, y se refugió en Portugal.

El enfrentamiento del 3 de febrero y la huida de doña María sellan el fin del movimiento comunero en Castilla. La resistencia comunera cedió definitivamente en todas partes.

Los canónigos de Toledo hicieron grabar una inscripción en el claustro de la catedral conmemorando el retorno de la paz a la ciudad. El doctor Zumel, encargado de llevar adelante la represión, tenía ahora plena libertad de acción. Su primera decisión fue demoler la casa de Padilla, donde mandó erigir una columna con una placa que recordaba las desgracias causadas en el reino por la instigación de Padilla y sus cómplices.

Durante dos meses Zumel persiguió despiadadamente a los comuneros que quedaban en la ciudad. En abril su labor había terminado. Toledo había vuelto al orden.