III
DE TORDESILLAS A VILLALAR
Después de la toma de Tordesillas las tropas realistas podían haber puesto fin a la rebelión. Para ello les hubiera bastado con explotar su victoria y haber marchado sobre Valladolid. Pero sus jefes se contentaron con reforzar las guarniciones y proteger sus feudos. No procuraron destruir al enemigo como deseaba el cardenal Adriano, y ello por dos motivos:
1. Los nobles temían represalias contra sus feudos, una rebelión antiseñorial, si iban demasiado lejos en sus ataques. Les bastaba intimidar al enemigo mostrándole que tenían fuerzas suficientes para combatir.
2. El poder real era el que quería una victoria rápida y total y aplastar de una vez y para siempre la rebelión comunera. Pero los nobles no defendían las prerrogativas de la corona; defendían sus privilegios propios. Dejando pasar el tiempo, esperaban arrancarle a Carlos V concesiones, privilegios, mercedes, preocupación que denuncia la correspondencia del cardenal Adriano, quien en ningún momento se hace ilusiones sobre la actitud de los nobles.
La toma de Tordesillas afectó duramente a la Junta, ya que trece procuradores quedaron prisioneros de las tropas realistas. Los demás se dieron a la fuga. Poco a poco fueron reagrupándose en Valladolid, que iba a convertirse en la tercera capital del movimiento comunero. En Ávila se habían reunido los pioneros, los iniciadores; en Tordesillas creyó la Junta llegar a su fin; en Valladolid libró un combate de retaguardia. Cuando la Junta volvió a reanudar sus trabajos, el 15 de diciembre, sólo diez ciudades estaban representadas en ella: Toledo, León, Murcia, Salamanca, Toro, Segovia, Cuenca, Ávila, Zamora y Valladolid. Los procuradores de Madrid ocuparon su sitio unos días más tarde, pero los de Soria y Guadalajara no regresaron. De las catorce ciudades que habían enviado sus representantes a Tordesillas en septiembre sólo once permanecían fieles al movimiento.
La situación no era mejor en el plano militar. El ejército había perdido sus jefes; Girón había dimitido; Acuña, malhumorado, se había retirado a Toro. Las tropas comenzaron a dispersarse y miles de hombres permanecían acantonados en Villalpando mientras los demás se concentraban en los alrededores de Valladolid. Las deserciones eran numerosas. A comienzos del mes de enero los efectivos comuneros se habían reducido a la mitad: la Junta no tenía bajo sus órdenes más que 400 lanzas y unos 3000 infantes. La Junta dio la voz de alarma, instando a las ciudades rebeldes a que intensificaran sus esfuerzos. En Toledo, Salamanca y Valladolid se formaron nuevos contingentes. Empezaron a llegar refuerzos a Valladolid. De Toledo salieron 1500 hombres a los que se uniría un contingente de Madrid. Al frente de esta tropa marchaban Juan Zapata y Padilla. El retorno del más prestigioso de los jefes comuneros tenía un gran valor simbólico. Con él se pensaba que iban a volver los grandes días de agosto y septiembre. Todos esperaban que la revolución cobraría un nuevo empuje. El 31 de diciembre Valladolid dispensó una acogida entusiasta a Padilla, aclamado como si se tratara del Mesías. La presencia de Padilla a orillas del Pisuerga fue suficiente para transformar la situación. Los vencidos levantaron sus ánimos, mientras los vencedores comenzaban a sentirse inquietos otra vez. Un mes después de Tordesillas, el aparato militar de los comuneros estaba totalmente reconstruido.
Todos los testimonios que pueden recogerse sobre el estado de ánimo de los comuneros en los primeros días del mes de enero coinciden: la toma de Tordesillas no había acabado con la insurrección. Bien al contrario, los rebeldes parecían mostrar más decisión que nunca, denunciando con indignación la conducta de los Grandes, e incluso algunos parecen decididos a invadir los feudos de la nobleza. Los comuneros estaban menos dispuestos que antes a hacer concesiones. Los sacrificios que se imponían por su causa no dejaban de crear inquietud, pero el cardenal Adriano, por ejemplo, no podía menos que admirar su abnegación, con cierta amargura: estos hombres que se habían rebelado contra los nuevos impuestos exigidos por el rey no dudaban en aceptar de buen grado todo tipo de sacrificios con la esperanza de verse más tarde, en caso de victoria, libres de cualquier servidumbre… Diversas medidas expresan esta nueva determinación de los rebeldes: se discutió la posibilidad de confiscar la casa del conde de Benavente en Valladolid, se prohibió a los mercaderes que acudieran a las ferias en las ciudades de señorío, se confiscaron los juros de un cierto número de Grandes, entre otros el almirante, el conde de Benavente y el conde de Castro. Simultáneamente se multiplicaron las escaramuzas en la región de Valladolid y tomaron el carácter de acciones de represalia contra los Grandes y sus aliados.
Los comuneros parecían dispuestos, pues, a la guerra total. Pero este ardor belicoso no era del agrado de todos en el bando comunero. Una fracción, en el seno de la Junta, comenzó a sentirse inquieta, y protestó por los excesos y los pillajes.
La determinación de la Santa Junta es que ningún lugar se saquee ni se robe ni se tomen bienes algunos. Pedimos por merced a vuestras mercedes e les requerimos e mandamos que ningún saco se haga ni se tomen ningunos bienes ni mantenimientos sy no fuere por prescio justo e porque desta Santa Junta no a avido comisión ni mandado para cosa que desta manera se hiziese, pedimos e mandamos a vuestras mercedes que todos los bienes que fueron tomados e saqueados al doctor Tello e Andrés de Ribera, su yerno, e a su muger e hijos les sean bueltos libremente syn que falte cosa alguna e no lo haziendo protestamos que no sea a culpa ni a cargo desta Santa Junta ni personas particulares e procuradores que en ella asysten[22].
Probablemente se trataba de una reacción de hombres de orden, deseosos de llevar una guerra limpia, pero también y ante todo era miedo a cortar de una vez por todas la posibilidad de compromiso con el enemigo, con los nobles. Algunos de los procuradores de la Junta frenaban la acción de los militares y de los militantes del movimiento. No hay que hacer demasiado caso de los escrúpulos morales que ponían como pretexto. Lo cierto es que una fracción de la Junta se resistía a romper de forma definitiva con sus enemigos.
Después de haber perdido Tordesillas, don Pero Laso de la Vega había decidido que el plan que se debería adoptar por las fuerzas comuneras debía consistir fundamentalmente en la concentración del mayor contingente en Valladolid, después de destruir los puentes de Simancas y Tordesillas para asegurar la defensa de la ciudad, convertida en capital del movimiento, y asimismo en apoderarse de la fortaleza de Torrelobatón, estableciendo allí un centro de acción para cortar las vías de comunicación del enemigo. Se trataba de un plan eminentemente defensivo cuya finalidad era mantener el potencial militar de la Junta al tiempo que se ejercía una presión sobre el enemigo, aunque sin pretender su total destrucción. Al parecer el propósito último de la Junta era buscar la posibilidad de negociación desde una posición de fuerza.
Enterado de estos proyectos, Padilla manifestó su disconformidad[23].
Visto lo que los señores capitanes Juan de Padilla y Juan Zapata dicen que traen mandato de sus cibdades para yr sobre tomar la villa de Tordesillas, que a todos [los procuradores] les paresce muy bien que se tome Tordesillas y será cosa prouechosa y necesaria al bien común destos reynos, pero que el quándo y cómo y de qué manera se debe hazer que lo remiten a los señores capitanes para que vean la horden, pues ellos son los que lo an de hazer.
Él estaba dispuesto a luchar; su intención era vengar la derrota de Tordesillas. La Junta no se atrevió a enfrentarse con él abiertamente. Los comuneros no se entendían ni se ponían de acuerdo sobre la conducta que se debía adoptar. En Valladolid todo el mundo deseaba que se siguiera una táctica prudente y que el ejército tratara de ocupar Simancas y Torrelobatón, en tanto que Padilla pretendía poner cerco a Burgos, es decir, volver a tomar la iniciativa, obligar al enemigo a combatir.
Podemos hablar pues de la existencia de dos facciones en el bando comunero. Por un lado, quienes deseaban enzarzarse de inmediato en la lucha, por cuanto según ellos nada podía esperarse de los nobles, y cuyo máximo exponente en el plano militar era Padilla. De otra parte, quienes pretendían ante todo ganar tiempo, los que temían el enfrentamiento armado y creían todavía en la posibilidad de un compromiso. Don Pero Laso de la Vega era su jefe de filas. Un mes más tarde Padilla y don Pero Laso se verían enfrentados por el puesto de capitán general. Y no era únicamente una cuestión personal lo que opondría a estos dos hombres, como se ha dicho muchas veces, sino una divergencia fundamental sobre los fines que debía perseguir el movimiento, algo mucho más profundo que la mera discrepancia respecto a la táctica que se tenía que seguir.
Lo cierto es que esta oposición había paralizado el movimiento. La Junta se hallaba dividida entre quienes postulaban imponer la revolución por la fuerza y los que rechazaban comprometerse demasiado abiertamente y preferían parlamentar con los partidarios del emperador. La Junta continuó apoyando las acciones armadas, pero al mismo tiempo tanteó discretamente el terreno para entablar negociaciones. Al final acabaría siendo derrotada en ambos frentes, tanto el militar como el político.
Los anticomuneros les facilitaron no poco las cosas. En ningún momento trataron las tropas realistas de explotar su victoria de Tordesillas. El grueso del ejército fue licenciado y los señores regresaron casi todos a sus casas. Las dificultades financieras explican esta desbandada. El ejército resultaba costoso de mantener y las arcas reales estaban vacías. Los comuneros requisaban todos los impuestos, rentas reales, alcabalas, servicio, cruzada… La única solución eran los préstamos. Como hicieran en el mes de octubre, los virreyes acudieron nuevamente a Portugal con la esperanza de encontrar la comprensión de su monarca. Pero el rey Manuel no parecía tan bien dispuesto. Su embajador en Castilla le envió informes bastante pesimistas sobre la situación y la actuación de los grandes señores. El soberano portugués se negó a conceder un segundo préstamo y limitó su apoyo a facilitar al ejército real la pólvora que necesitaba para la artillería.
Por ello los virreyes se vieron obligados a licenciar parte de sus tropas y a renunciar a los refuerzos que se les ofrecían. El duque del Infantado, por ejemplo, envió 8o lanzas y autorizó reclutar 20.000 soldados en sus feudos. «¿Para qué los queremos?», se lamentaba el almirante, «si no podemos pagarlos». Los nobles estaban dispuestos a proporcionar gente, pero a condición de que el tesoro real se encargara de la soldada y de todos los gastos. El cardenal Adriano sabía perfectamente que los señores no luchaban por fidelidad al rey, sino por defender sus feudos. Por tanto pretendían cobrar por sus servicios y, a ser posible, por adelantado. A finales de enero el conde de Benavente declaró estar dispuesto a volver a la lucha pero con una condición: exigía que se le indemnizara de todos los gastos sufridos a raíz de la batalla de Tordesillas y de los destrozos que los comuneros habían causado en sus tierras. El mismo almirante, después de la batalla de Tordesillas, solicitó del condestable que le enviara refuerzos, pero no para marchar sobre Valladolid y aplastar a los rebeldes sino para defender su ciudad de Medina de Rioseco.
Los Grandes entre sí estaban divididos y, sin embargo, se unían contra el cardenal Adriano, un civil que se atrevía a dar consejos a los militares, ese hombre ingenuo e inocente que hablaba del interés del país y del reino, cuando en torno suyo nadie se preocupaba más que de defender sus intereses particulares. El cardenal, preocupado por administrar de la mejor manera el tesoro real y deseoso de poner fin al conflicto lo más pronto posible, instó a los señores a explotar el éxito de Tordesillas y a perseguir al enemigo. Pero el almirante se negó en redondo a librar batalla en las proximidades de Valladolid, donde se hallaban las tierras más ricas de su feudo, especialmente su ciudad de Medina de Rioseco. No podía arriesgarse a que en la lucha los elementos de ambos bandos pudieran saquear sus fértiles tierras. Siempre llegamos al mismo punto: los señores no deseaban combatir porque temían la posibilidad de represalias contra sus feudos. He aquí la explicación de que el ejército realista se contentara con ocupar algunas posiciones estratégicas en lugar de intentar dar el golpe de gracia a la rebelión. Un mes después de la victoria de Tordesillas, el poder real se hallaba, pues, paralizado por las divisiones y ambiciones de sus representantes. No presentaba ni la cohesión ni la inteligencia política necesarias para luchar eficazmente contra el ejército de los rebeldes.
En su interés de velar antes que nada por sus tropas y sus dominios, los señores se habían contentado con mantener guarniciones en diversos puntos de Castilla, táctica ésta puramente defensiva que dejaba la iniciativa a los comuneros. Éstos, recuperados de la desmoralización provocada por el episodio de Tordesillas, reemprendieron las acciones militares a comienzos del mes de enero. Durante tres meses los rebeldes hostigaron las posiciones enemigas, sembraron el terror en la Tierra de Campos en una serie de operaciones bien dirigidas por Acuña, conocieron días de triunfo con la ocupación de Torrelobatón a cargo de Padilla y después no supieron sacar partido de su victoria, para, finalmente, hundirse en el campo de batalla de Villalar.
El nombre del obispo Acuña llena las páginas de la crónica del mes de enero. Para unos era símbolo de una furia asesina y devastadora que nada respetaba, ni los hombres ni las propiedades ni el carácter sagrado de los templos, y para otros estandarte de la emancipación social, de rebelión contra las servidumbres señoriales, de liberación en suma. Su dinamismo era verdaderamente impresionante y contagioso. El 23 de diciembre la Junta le encargó la misión de intentar despertar el fervor revolucionario en la región de Palencia. Su tarea consistía en desterrar a los sospechosos, percibir los impuestos en nombre de la Junta y organizar una administración local devota de la causa comunera. Acuña partió inmediatamente. En efecto, quedan testimonios de su presencia en Dueñas, donde inauguró su campaña de propaganda, y luego, el día de Navidad en Palencia, donde designó un nuevo corregidor. En la primera semana de enero se hallaba de vuelta en Valladolid. En poco más de una semana había sentado sólidas bases para la nueva estructura administrativa de Palencia y de la región, escrito a las behetrías de Campos y Carrión para intentar integrarlas en el movimiento, reclutando, además, tropas en nombre de la Junta y sobre todo había recaudado más de 4000 ducados en concepto de impuestos, pues gozaba de una habilidad diabólica para conseguir dinero. En resumen, en unos pocos días había enderezado la situación y exaltado los sentimientos revolucionarios en la región de Palencia de un modo hasta entonces desconocido. Acuña, tras descansar unos días en Valladolid, se puso de nuevo en camino para completar su obra. Hacia el 10 de enero se hallaba otra vez en Dueñas. Entonces empezó la gran ofensiva contra los señoríos de Tierra de Campos. Los dominios de los señores fueron sistemáticamente devastados y las víctimas denunciaban en términos vehementes el vandalismo y los actos de bandidaje cometidos durante esta campaña. El cardenal escribía:
Al paso del obispo se roba, se desfigura a las gentes, se cometen asesinatos, se roba en las iglesias, se martiriza a los clérigos y se cometen actos de herejía inusitados[24].
A mediados del mes de enero Acuña recibió la noticia de que el conde de Salvatierra, don Pedro de Ayala, adherido a la Junta desde hacía algunos meses, se dirigía hacia Medina de Pomar y Frías, al frente de un ejército de dos mil hombres. En su avance intentaba, al pasar, incitar a la rebelión a los habitantes de las Merindades. El feudo del condestable se hallaba, pues, directamente amenazado. La misma situación personal del condestable se hizo sumamente precaria a consecuencia de este golpe imprevisto. Desde el mes de noviembre, Burgos estaba esperando a que el rey confirmara las promesas, realizadas en su nombre por el condestable, como pago a que la ciudad desertara de las filas comuneras. Los ánimos, ante la tardanza, habían comenzado a excitarse y el condestable a duras penas podía controlar la situación. Fue necesario que parlamentara sin cesar con los cerrajeros y zapateros de la ciudad, que distribuyera numerosas gratificaciones y, como él mismo reconoce no sin cinismo, mentir sin cesar. Y, posiblemente, todo esto en vano ya que todos los expedientes iban agotándose y la sublevación podía producirse en cualquier momento. El cardenal Adriano y el Consejo Real compartían la preocupación del condestable, que no cesaba de reclamar el envío de refuerzos para poder controlar la ciudad, a la vista de que no llegaba la carta del emperador confirmando las famosas concesiones de noviembre. El obispo de Burgos, Fonseca, imperturbable partidario de la mano dura, era el único que aconsejaba a Carlos V no ceder un ápice. No podía hacerse concesiones a la rebelión.
Informados de la situación, Acuña y Salvatierra marcharon sobre Burgos, uno por el sur y otro por el norte. Su avance, pensaban ellos, serviría para dar coraje a los comuneros de la ciudad y precipitaría el esperado levantamiento. Conscientes del peligro, sus enemigos reaccionaron con rapidez. Desde Tordesillas don Francés de Beaumont se dirigió hacia el norte y ocupó el castillo de Ampudia, golpe de audacia que desorganizó todo el dispositivo de los comuneros en Tierra de Campos. Padilla partió apresuradamente de Valladolid, se unió a Acuña en Trigueros, y sus dos ejércitos unidos —unos 4000 hombres— se lanzaron sobre el enemigo, que había abandonado Ampudia para refugiarse en la Torre de Mormojón. Esta última cayó sin oponer resistencia. A continuación Padilla regresó hacia Ampudia, donde atacó el 16 de enero. Su población planteó una cierta oposición durante algunas horas y luego se avino a pagar un rescate de 2000 ducados para evitar el pillaje.
El contraataque de Padilla situó a Burgos en una situación crítica. Para ganar tiempo, el condestable entabló conversaciones con los elementos más renuentes de la población, proponiéndoles hacer algunas gestiones cerca de las ciudades rebeldes para conocer sus condiciones en un eventual cambio de bando. Maniobra dilatoria, muy mal acogida, pero que permitió ganar algunos días. El conde de Salvatierra, el obispo Acuña y Padilla continuaban avanzando hacia Burgos. En la ciudad los simpatizantes de los comuneros tomaron sus medidas y comunicaron a Padilla que se presentase ante las puertas el 23 de enero, fecha señalada para el levantamiento. Pero la sublevación esperada se produjo dos días antes. Los comuneros de Burgos salieron a la calle. Inmediatamente se vieron enfrentados con las fuerzas del condestable, muy superiores. Los comuneros no tuvieron más remedio que rendirse a cambio de algunas concesiones —el perdón, un mercado franco por semana— y tuvieron que abandonar el castillo, que aún estaba ocupado por representantes del municipio desde la revuelta de junio de 1520. Fue una victoria fácil porque las tropas del conde de Salvatierra, de Acuña y Padilla no osaron realizar ningún movimiento. En adelante Burgos ya no volvería a plantear problemas a los virreyes.
Afectados por el fracaso de la conspiración, Padilla y Acuña detuvieron su avance. Padilla regresó a Valladolid, mientras que Acuña reemprendió sus ataques contra las propiedades señoriales de la Tierra de Campos. Durante más de un mes, Acuña, investido con plenos poderes por la Junta, asumió una verdadera dictadura sobre la Tierra de Campos. Sus víctimas, como es natural, denunciaron sobre todo los crímenes y pillajes que recuerdan el doloroso reinado de Enrique IV, antes de que los Reyes Católicos impusieran el orden en toda Castilla. No obstante, es interesante puntualizar quiénes eran esas víctimas. Acuña sabía muy bien a quién atacaba: en Tierra de Campos pretendía barrer el régimen señorial mediante la destrucción u ocupación de las plazas fuertes que dominaban la campiña como otras tantas amenazas para las poblaciones circundantes. Dio así al movimiento comunero una de las características más notables de su segunda etapa: el rechazó de un orden social basado en el régimen señorial.
Sin embargo, para la Junta el escenario principal de las operaciones militares era siempre el triángulo formado por Valladolid, Medina de Rioseco y Tordesillas. Allí era donde se encontraba concentrado el grueso de las tropas enemigas, instaladas en una serie de plazas fuertes estratégicamente situadas desde donde dominaban la región y organizaban rápidas operaciones sobre los puntos de comunicación de las fuerzas comuneras a fin de impedirles recibir avituallamiento y refuerzos. Padilla deseaba obtener un rápido triunfo que sirviera para reforzar la moral de las tropas y la de todo el movimiento. Fue entonces cuando pensó en Torrelobatón, situado a mitad de camino entre Medina de Rioseco y Tordesillas. La ciudad y su castillo dominaban la región y podían constituir una excelente base de partida para ulteriores acciones militares. Además, Torrelobatón pertenecía al almirante de Castilla, y a Padilla no le desagradaba la idea de dar una lección a este viejo zorro, así como a los miembros de la Junta que se dejaban cautivar por sus bellas palabras. Veamos en qué términos se expresaba Padilla sobre el almirante:
Ya saue Vuestra Señoría como, prometiendo de no aceptarla [la gobernación], la aceptó, y la invención suya, que aunque tiene y ha tenido apariencias, más ha destruydo las cosas generales que lo de Ronquillo y Fonseca, porque aquellos consigo y con sus gentes públicamente destruían las cosas comunes, y éste ha tenido tal maña que no solamente en las ciudades ha puesto diuisiones y ha querido desiuntar lo que para el vien común estava junto, mas en los hombres procura de hacer que esté la mano derecha contra la izquierda. Y como buen maestro, por donde saue que estas cosas se ganaron y se engrandecieron, por allí trauaxa de perderlas y aniquilarlas. Saue que la vnión nos ensalzó y procura desunirnos, porque ha sauido la verdad y es que no hay otra manera de deshacernos; porque si otra huviese, él la buscaría, y si mis palabras son verdaderas o livianas, la experiencia de las cosas nos lo muestra más de lo que yo quería, y por esto me parece que éste es el mayor enemigo y que más daño haze. Fonseca y Ronquillo pelearon contra sí, consigo; éste ha peleado contra nosotros y nos ha de destruir[25].
El día 21 de febrero, a medianoche, el ejército se puso en marcha. Al alba estaba ante las puertas de Torrelobatón, donde se dio la alarma inmediatamente. Se envió un ultimátum a la guarnición, cuya respuesta fue la de disparar contra los mensajeros, e inmediatamente comenzó el asedio. La lucha fue dura, ya que la plaza se hallaba bien protegida: gruesas murallas, muy altas y bien conservadas, protegían por todas partes a la pequeña aldea. Dado que las dificultades iban a ser grandes, se autorizó a la tropa a saquear cuanto quisiera. Los combates se alargaron durante cuatro días, en los cuales no llegó refuerzo alguno a los defensores. Los escasos efectivos que partieron de Tordesillas con este fin hubieron de volverse atrás, ya que no contaban con infantería. El 25 de febrero los comuneros entraron en la pequeña ciudad que fue entregada al pillaje, del que sólo se salvaron las iglesias. El castillo resistía aún. Los asaltantes amenazaron con ahorcar a todos los habitantes si no se rendía y, finalmente, capituló tras haber firmado un acuerdo por el cual podían conservar la mitad de los bienes que se hallaron en el interior del castillo.
La toma de Torrelobatón despertó el entusiasmo entre los comuneros y provocó la inquietud y la discordia en las filas de la nobleza. El almirante, lógicamente, era el más afectado. Acusó formalmente a sus aliados de Tordesillas de no haber hecho nada para salvar la plaza, a pesar de sus llamadas de socorro. El cardenal Adriano, por su parte, condenó la actitud del responsable de la guarnición que prefirió salvar su vida y su fortuna, pero también de forma más general la negligencia del conde de Haro, máximo responsable del ejército realista, y las divisiones de la nobleza. El conde de Haro se defendió como pudo, apelando a la superioridad numérica de los comuneros que habían puesto en línea de combate a 6000 infantes, 600 lanzas y una potente artillería. Y sobre todo intentó cargar la responsabilidad sobre el almirante. Si él no se había apresurado a enviar refuerzos, fue porque el mismo almirante le comunicó en los primeros momentos del asedio que la situación no era tan grave como se podía haber pensado en un principio. Estas discusiones ilustran perfectamente la importancia de la batalla. Los rebeldes exultaban de gozo, mientras sus enemigos eran presa de la desesperación.
En esta singular guerra civil una especie de fatalidad parecía pesar sobre los combatientes de ambos bandos; nadie parecía saber o poder explotar la victoria. La victoria de Tordesillas resultó ser negativa para los señores; después de ella se produjeron divisiones entre ellos, licenciaron una parte de sus tropas y permitieron que el enemigo se rehiciera de su derrota, para ser sorprendidos finalmente en Torrelobatón. Algo parecido sucedió a los comuneros: vencedores en Torrelobatón, perdieron luego un tiempo precioso y cuando por fin intentaron reaccionar fue para caer en la trampa de Villalar. En efecto, el terrible ejército que Padilla había conducido hasta las murallas de Torrelobatón no tardó en apaciguar su ardor. Amparados en la tregua, muchos soldados abandonaron su puesto y otros, como los de Madrid, cansados de esperar su soldada, se retiraron a sus casas. Padilla, acuartelado en Torrelobatón, había decidido reforzar las defensas y la guarnición. Desde allí intentaba de vez en cuando alguna incursión en las tierras del almirante. Hubiera podido marchar sobre Medina de Rioseco. Esto era lo que temían los virreyes, pero Padilla parecía haber perdido el empuje que le animaba cuando había salido de Valladolid.
Los comuneros no supieron así aprovechar esta situación que seguía muy incierta por la dispersión de los escenarios donde tenían lugar las operaciones militares. Éstas se habían desarrollado preferentemente en tres puntos. En torno a Burgos se enfrentaban el condestable y el conde de Salvatierra. En el reino de Toledo el prior de San Juan hacía lo posible por resistir la presión del obispo de Zamora, que se había trasladado a aquella zona después de sus triunfos en Tierra de Campos. Finalmente, en la zona central de Castilla, los partidarios y los enemigos de la Comunidad se vigilaban estrechamente. Allí fue donde se ventiló la suerte de la rebelión. Los comuneros habían establecido allí su capital y sus principales bases de operaciones y se hallaban en una situación bastante sólida. El acto decisivo tuvo lugar cuando el condestable, abandonando su refugio de Burgos, se puso en ruta hacia Valladolid. Los tres escenarios de las operaciones se redujeron entonces a dos, y los ejércitos realistas del norte y del centro, concentrados sobre el mismo objetivo, no tuvieron ninguna dificultad para aplastar a los comuneros.
Fue la caída de Torrelobatón la que decidió al condestable a prestar atención a las urgentes llamadas de ayuda que le dirigían sus colegas de Tordesillas y acudir personalmente a llevarles refuerzos. A principios de abril se puso en camino con un ejército temible: 3000 infantes, 600 lanzas, 2 cañones, 2 culebrinas, 5 piezas ligeras de artillería. El día 12 ocupaba la ciudad de Becerril; el 21 estableció su campamento en Peñaflor donde se le unieron las tropas del almirante y de los señores de Tordesillas.
El avance del condestable, que no encontró ningún obstáculo importante, pareció sorprender a los comuneros. Reforzaron la guarnición de Torrelobatón, pero su ejército carecía de cohesión. Ante la llegada del condestable, Padilla consideró la posibilidad de retirarse a Toro, esperar allí refuerzos y reorganizar su tropa. Pero perdió tiempo antes de decidirse, dejando así al enemigo la oportunidad de finalizar la concentración de sus huestes. Cuando Padilla salió de Torrelobatón para dirigirse a Toro, el almirante y el condestable se lanzaron contra él y le alcanzaron cerca de Villalar. Padilla contaba con unos 6000 hombres, entre los cuales había 400 lanzas y 1000 escopeteros. La caballería realista (unas 500 o 600 lanzas) atacó de inmediato sin esperar la llegada de su infantería. No permitió a los comuneros que se desplegaran. Cansados por una marcha precipitada y sufriendo las molestias de la lluvia, los soldados de Padilla fueron presa fácil de la caballería enemiga. Los comuneros dejaron un millar de muertos; sus dirigentes quedaron prisioneros y los restos de su ejército fueron perseguidos por el conde de Haro hasta las inmediaciones de Toro.
Así acabó la rebelión de las Comunidades. Los nombres más ilustres de la nobleza castellana se hallaron presentes en aquella ocasión: el almirante, el condestable, el duque de Medinaceli, los condes de Haro, de Benavente, de Alba de Liste, de Castro, de Osorno, de Miranda, de Cifuentes, los marqueses de Astorga y Denia y una multitud de señores de menor rango. Villalar no cerraba definitivamente el ciclo revolucionario; Toledo iba a resistir todavía durante más de seis meses pero los núcleos vitales del movimiento estaban heridos de muerte. El 24 un tribunal reunido en el mismo lugar de la batalla de Villalar juzgó y condenó a la pena máxima a los capitanes principales del bando comunero: Padilla, Bravo y Francisco Maldonado. La sentencia fue ejecutada inmediatamente.
Sentencia contra Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado
En Villalar á veinte é cuatro dias del mes de abril de mil é quinientos é veinte é un años el señor alcalde Cornejo por ante mí Luis Madera escribano, recibió juramento en forma debida de derecho de Juan de Padilla, el cual fue preguntado si ha seido capitán de las comunidades, é si ha estado en Torre de Lobatón peleando con los Gobernadores de estos reinos contra el servicio de SS. MM.: dijo que es verdad que ha seido capitán de la gente de Toledo é que ha estado en Torre de Lobatón con las gentes de las comunidades, é que ha peleado contra el Condestable é Almirante de Castilla Gobernadores de estos reinos, é que fue á prender á los del Consejo é alcaldes de sus Majestades.
Lo mismo confesaron Juan Bravo é Francisco Maldonado haber seido capitanes de la gente de Segovia é Salamanca.
Este dicho día los señores alcaldes Cornejo, é Salmerón é Alcalá dijeron que declaraban é declararon á Juan de Padilla, é á Juan Bravo é á Francisco Maldonado por culpantes en haber seido traidores de la corona Real de estos reinos, y en pena de su maleficio dijeron que los condenaban é condenaron á pena de muerte natural é á confiscación de sus bienes é oficios para la cámara de sus Majestades como á traidores, é firmáronlo. Doctor Cornejo. El Licenciado Garci Fernandez. El Licenciado Salmerón.
E luego incontinente se ejecutó la dicha sentencia é fueron degollados los susodichos. E yo el dicho Luis Madera escribano de sus Majestades en la su corte é en todos los sus reinos é señoríos que fui presente á lo que dicho es, é de pedimento del Fiscal de sus Majestades lo susodicho fice escribir é fiz aquí este mio sino atal. En testimonio de verdad. Luis Madera[26].