Capítulo 9

La espada fantasma

Un par de horas más tarde, en casa de Laura, Martín no lograba conciliar el sueño. Con los ojos abiertos en la oscuridad, miraba los reflejos móviles de las aguas oceánicas en el techo de la habitación. Sentía una vaga sensación de mareo, como si la casa fuese un barco a merced de las olas. Cerca de él oía la respiración regular de Jacob, con quien compartía el cuarto. Deimos y Aedh se habían instalado en la buhardilla de la casa, y las chicas ocupaban la antigua habitación de los hijos de Laura, que ya no vivían en Medusa. La anciana había sido muy amable con ellos y había tratado de distraerles contándoles divertidas anécdotas acerca de la vida en Medusa y, sobre todo, de la fama de despistado que tenía Herbert; sin embargo, Martín apenas le había prestado atención. Su mente se hallaba lejos, en el hospital donde Selene se recuperaba del ataque sufrido en el Auditorio. Herbert les había llamado a través de la rueda neural de Alejandra para comunicarles que las constantes vitales de la muchacha se habían estabilizado y que los médicos pensaban que se hallaba fuera de peligro. Sin embargo, seguía inconsciente, y cuando Alejandra había preguntado si se hallaba en coma, Herbert no había sabido qué contestar.

Martín no dudaba de que Selene saldría adelante, pero, aún así, se sentía terriblemente inquieto y preocupado. Se preguntaba si la extraña reacción orgánica de su compañera tenía algo que ver con sus extraordinarias capacidades mentales y el modo en que las había utilizado para descifrar el mensaje extraterrestre. Todo parecía indicar que eso era, en realidad, lo que había sucedido. Pero, si era así, eso significaba que el máximo despliegue de sus capacidades tenía un coste que, en determinadas circunstancias, podía resultar enormemente elevado. ¿Cómo influiría ese descubrimiento en sus propias capacidades? Si comenzaba a tener miedo de utilizarlas, tal vez perdería el escaso control que había llegado a poseer sobre ellas, y eso le asustaba.

A la mañana siguiente se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Jacob ya no estaba en la habitación, y en la casa no se oía el menor ruido. Después de una ducha rápida, se vistió a toda prisa y recorrió el pasillo asomándose a cada una de sus puertas para comprobar si había alguien, pero no encontró a nadie hasta llegar a la cocina, donde Deimos, sentado en un taburete, removía indolentemente un enorme tazón de cacao.

—¿Se te han pegado las sábanas? —preguntó el joven con una sonrisa—. Has debido de dormir más de diez horas.

—¿Tan tarde es? Anoche no conseguía dormirme, pensando en lo de Selene, y todo eso. ¿Dónde están los demás?

—Laura se ha ido a trabajar, y Aedh ha insistido en acompañarla; quiere ver a Herbert y pedirle que le deje intentar establecer comunicación a través de la esfera lo antes posible. Está preocupado… Creo que Jacob, en el último momento, decidió acompañarlos, aunque no tengo ni idea de por qué. Nunca sé lo que piensa ese chaval.

—¿Y Alejandra?

—Ella y Casandra se han ido a ver a Selene. Al parecer, Alejandra recibió una autorización esta mañana a través de la rueda neural. Selene sigue inconsciente, pero los médicos han pensado que el hecho de oír voces amigas a su alrededor podría acelerar la recuperación. Aún así, no creen que salga del hospital antes de quince días.

—Qué raro que no las hayas acompañado —observó Martín con cierto sarcasmo—. Últimamente, no te separas de Casandra ni a sol ni a sombra.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Deimos con viveza—. Si casi no hablamos…

—Hablaréis poco, pero tú estás todo el rato pendiente de ella; ¿crees que no me he dado cuenta? Reconoce que te gusta…

Deimos seguía removiendo mecánicamente la leche chocolateada.

—Es algo más que eso —dijo sin mirar a Martín—. Algo mucho más complicado. Si te lo contase, pensarías que estoy loco.

—Prueba a ver.

—Yo conozco a Casandra —afirmó Deimos mirando a Martín con ojos brillantes—. No me preguntes cómo es posible, ni yo mismo lo sé. Sin embargo, estoy seguro. Tengo recuerdos muy claros de ella, allá en mi época. Recuerdo haberla besado y haber acariciado sus cabellos. También recuerdo haberla visto llorar…

—¿Y cuándo ocurrió todo eso? —preguntó Martín, muy sorprendido—. ¿Hace mucho?

—No lo sé —repuso Deimos con tristeza—. Todo está muy confuso… No recuerdo más que escenas sueltas. Supongo que es lógico.

—¿Lógico? —repitió Martín—. ¿Cómo va a ser lógico? La memoria no funciona así.

—Sí, cuando te han implantado un programa de borrado selectivo. No me mires así, Martín, sabes perfectamente de qué estoy hablando… Se trata de algo similar a lo que vosotros mismos tenéis en vuestras mentes y os negáis a activar. Aunque, si he de ser sincero, el nuestro, según nos han dicho, es mucho más perfecto, pues es capaz de actuar de un modo más específico, y, además, es reversible. En nuestro caso, se programó para borrar de nuestra memoria todo aquello que podría perjudicar la misión… Pero tal vez no sea tan perfecto como pensaban sus creadores. Al menos, conmigo no parece haber funcionado del todo bien; al fin y al cabo, el recuerdo de Casandra no se ha borrado…

—Pero Casandra nunca ha estado en el futuro —objetó Martín, pensativo—. ¿No será que la estás confundiendo con otra persona?

—No, estoy seguro de que es ella. Piénsalo, Martín. Dentro de algún tiempo, todos regresaréis a mi época. Puede que, antes de que yo partiera, vosotros ya hubieseis llegado, y que sean esos los recuerdos que han eliminado de mi memoria; aunque no del todo.

—¿O sea, que lo que para ti ya ha ocurrido, para nosotros sucederá en el futuro? ¿Y eso es posible? ¡Me da vueltas la cabeza, solo de pensarlo!

—Entonces, no lo pienses —aconsejó Deimos, sonriendo—. Y, por favor, no le cuentes nada a Casandra de lo que te acabo de decir. ¿Me lo prometes?

—Claro… Pero reconoce que yo tenía razón. Estás enamorado de ella.

Deimos se encogió de hombros sin dejar de sonreír.

—Por eso no entiendo por qué te has quedado aquí y no la has acompañado al hospital —continuó Martín.

—Ah, eso es fácil de contestar. Necesitaba hablar contigo. A solas.

—¿En serio? ¿Y eso por qué?

—Tengo que entregarte algo que te pertenece —anunció Deimos con cierta solemnidad—. No lo he hecho hasta ahora porque antes quería observarte y asegurarme de que estabas preparado… Pero no tiene sentido seguir dudando; ahora, mientras Selene se recupera, tendremos tiempo de practicar… Espera aquí, Martín. Vuelvo en seguida.

Deimos dejó el tazón de cacao sobre la mesa sin haberlo probado y se alejó por el pasillo en dirección a la buhardilla que había ocupado la noche anterior. Cuando regresó, traía en la mano una bellísima espada de aspecto muy antiguo.

—Esto es tuyo, Martín —afirmó, acariciando la empuñadura, que parecía de oro—. Antes perteneció a tu padre, y antes a tu abuelo. Nunca ha salido de tu familia. La forjó un antepasado tuyo, el más célebre forjador de espadas de la Segunda Era Tecnológica; el célebre Kirssar…

Martín se acercó a examinar la espada sin atreverse a tocarla.

—Nunca imaginé que en el futuro se empleasen armas de esta clase. ¡Si parece de la Edad Media!

—No te dejes engañar por las apariencias. La hoja de esta espada contiene varias estructuras nanotecnológicas que multiplican su resistencia y su poder destructor de tejidos mediante vibraciones ultrasónicas. Sin embargo, en lo esencial sigue siendo una espada, y se maneja de un modo no muy distinto a las espadas medievales… exceptuando algunos detalles muy importantes que ya conocerás a su debido tiempo.

—¿Y la gente lucha con esto, en tu época?

—¡Oh, no! Se trata de un arma ritual que únicamente se utiliza en las ceremonias de iniciación de los perfectos, la más alta jerarquía de nuestra religión. En realidad, casi nunca se emplea para matar… Sin embargo, no debes menospreciar su poder, Martín. Esta espada es muy especial. Existen muy pocas semejantes, incluso entre los perfectos.

Pero lo mejor será que te muestre cómo se utiliza. Va a sorprenderte mucho, pero te ruego que te fijes bien y que no hagas preguntas hasta que concluya mi demostración.

Sin soltar la espada, Deimos le hizo un gesto para que lo siguiera y guio la marcha en dirección a la buhardilla de Sara. Se trataba de un espacio muy amplio y casi enteramente desprovisto de muebles, exceptuando las dos camas que habían ocupado durante la noche Deimos y Aedh. Todas las paredes, salvo una, seguían la inclinación del tejado, y los numerosos tragaluces que se abrían en ellas bañaban la estancia en una luz dorada y polvorienta.

Deimos descolgó el espejo que adornaba la única pared vertical de la buhardilla y, en su lugar, colgó una especie de alfombra que Martín había visto enrollada, al entrar, sobre una de las camas.

—El Tapiz de las Batallas —anunció, alisando con delicadeza su superficie—. El más sofisticado sistema de entrenamiento virtual que haya producido nuestra civilización… En realidad, se cree que no existen más de media docena como este en todo el mundo. Fueron creados en la misma época que las espadas.

Martín se acercó al tapiz y trató de distinguir en su tornasolada trama de hilos de seda entretejidos algún dibujo comprensible, pero al principio no vio nada. El brillo de las hebras de seda cambiaba constantemente de lugar, de modo que todo el tapiz parecía un lago agitado por la brisa en cuya superficie se multiplicaban los reflejos del sol. Sin embargo, después de contemplarlo fijamente unos instantes, los hilos azules, verdes y plateados comenzaron a ordenarse ante su vista produciendo siluetas de pájaros, flores, animales y hombres. Cuanto más observaba aquellos dibujos, más importancia iban cobrando las figuras humanas, que poco a poco se iban extendiendo por todo el rectángulo del tejido hasta formar una compleja escena de combate. Aquí y allá, en medio de aquella confusión, se distinguía con mayor nitidez un brazo o un rostro, pero la impresión duraba un momento, pues en seguida quedaba sumergida en la cambiante muchedumbre armada del tapiz.

—Parece cosa de magia —murmuró Martín, maravillado.

—Hay quien piensa que lo es —repuso Deimos—. Lo cierto es que el secreto de su fabricación cayó en el olvido hace mucho tiempo, y, por más intentos que se han hecho para recuperarlo, nadie lo ha logrado. Únicamente sabemos que la trama de seda contiene sofisticados chips nanotecnológicos generadores de hologramas inteligentes, capaces de interactuar con cualquiera que se sitúe ante el tapiz y entablar con él un combate virtual.

—¿Quieres decir que ese trozo de tela «lucha»?

—Eso es; lucha a través de los hologramas que genera, siempre y cuando la mente del adversario esté lo suficientemente concentrada como para activarlos. Te haré una demostración, aunque para ello utilizaré mi propia espada, ya que con la tuya no puedo alcanzar la misma destreza.

—¿Por qué? —preguntó Martín, asombrado.

—Porque no conozco su nombre, y eso significa que no puedo llegar a dominarla del todo. Esta otra, en cambio, pertenece a mi familia desde hace varias generaciones, y tanto Aedh como yo nos hemos entrenado con ella desde niños.

Diciendo esto, Deimos se dirigió a un rincón en penumbra y cogió del suelo una espada muy parecida a la que acababa de dejar en manos de Martín.

—Todo esto es muy complicado —dijo el muchacho, sintiendo que la cabeza le daba vueltas—. Yo tampoco conozco el nombre de esta espada que me has dado, así que nunca podré llegar a dominarla.

—Cuando estés lo suficientemente entrenado, es posible que el nombre acuda a tu mente de un modo espontáneo. La propia espada, a través de su memoria inteligente, te lo facilitará… Pero eso solo ocurrirá si realmente llegas a merecerlo, y para eso tendrás que entrenarte mucho.

—¿Y no podíais utilizar un arma más sencilla? No sé, una pistola láser, o algo así…

Deimos, que se había situado frente al tapiz con la espada apuntando hacia arriba, se echó a reír.

—Bueno, pistolas láser no tenemos, aunque sí otras armas de largo alcance que disparan chorros de neutrones y diversos tipos de munición inteligente. Te aseguro que son mucho más eficaces que el láser… Sin embargo, esas armas carecen de nobleza —añadió, recuperando la seriedad—. Hasta un niño puede utilizarlas. No sirven para entrenar el espíritu. La espada, en cambio, aproxima al hombre a la perfección.

A Martín le pareció que Deimos exageraba un poco, pero, viendo que el joven volvía a mirar hacia el tapiz tratando de concentrarse, decidió no hacer ningún comentario.

Apenas un minuto después, la concentración de Deimos comenzó a producir sus efectos en la trama irisada del tapiz. Entre la maraña de figuras entrelazadas que lo cubrían empezó a destacarse la silueta de un hombre alto y robusto mientras el resto de los dibujos iban, poco a poco, difuminándose. La figura de aquel hombre se fue haciendo más nítida a cada segundo, y pronto pudieron distinguirse con total claridad sus rasgos enérgicos y su larga barba oscura. Vestía una curiosa armadura de escamas cobrizas y no llevaba escudo, aunque sí una larga espada muy parecida a la que Deimos sostenía en su mano.

—¡Comencemos! —exigió Deimos con voz perentoria.

El holograma del tapiz blandió tres veces la espada delante de su rostro y, adelantando una de sus piernas, se dispuso a entablar combate. En cuanto Deimos hizo amago de atacar, el individuo retrocedió, y Martín se quedó muy sorprendido al comprobar que el holograma parecía moverse en las tres dimensiones del espacio; verdaderamente, la simulación era perfecta.

Pero lo más asombroso aún estaba por llegar. Después de esquivar un par de embates del hombre del tapiz, Deimos adelantó la espada y se encontró con la de su adversario virtual, produciéndose un chasquido metálico y una nube de chispas en el momento en que ambas espadas chocaron. Martín estaba a punto de expresar en voz alta su admiración ante aquel detalle de realismo cuando sucedió algo tan sorprendente que le hizo olvidar lo que iba a decir. En el mismo momento en que Deimos esquivaba un golpe, la espada que sostenía en su mano derecha se volatilizó en el aire, materializándose un segundo más tarde en la mano izquierda. El guerrero del tapiz pareció momentáneamente despistado ante aquella argucia y solo por los pelos logró apartar el brazo en el momento en que Deimos le atacaba. Sin embargo, un instante después, su propia espada desapareció para volver a aparecer un instante después apuntando contra Deimos. Este parecía haber adivinado milagrosamente el lugar donde el arma de su adversario iba a hacer su aparición, porque esquivó el golpe con increíble celeridad mientras su espada volvía a desaparecer para materializarse al momento en otra posición. Esta vez, sin embargo, no cogió desprevenido al guerrero del tapiz, quien evitó el golpe sin la menor dificultad.

—¿Qué… qué significa esto? —balbuceó Martín, retrocediendo.

En aquel momento, la figura del tapiz comenzó a desdibujarse de nuevo, y Deimos, sudoroso, bajó su espada y se volvió para mirar a Martín.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó, enjugándose la frente.

—No entiendo —logró articular Martín—. ¿Qué hacías con la espada? Aparecía y desaparecía… ¡Nunca en mi vida había visto un combate tan raro!

—Las auténticas espadas forjadas por Kirssar tienen la capacidad de aparecer y desaparecer. La mía es una de ellas, y la tuya, otra…

—Pero ¡eso es imposible! La materia no puede volatilizarse así, sin más ni más… ¡Es completamente absurdo!

Deimos parecía estar divirtiéndose mucho con el asombro de Martín.

—¿Sabes cómo llaman algunos a las espadas de Kirssar, en nuestra época? Espadas fantasma. Supongo que no hará falta que te explique por qué…

—Lo que quiero que me expliques es si lo que acabo de ver es real o no. ¿Qué hace ese tapiz, manipular la mente? No consigo entenderlo.

—Te aseguro que lo que acabas de ver no es ninguna ilusión, al menos en lo que respecta a mi espada. Desaparece y aparece realmente, no en el pensamiento.

—¡Pero eso es físicamente imposible! —gritó Martín, exasperado.

—No, no lo es. La espada no se ha volatilizado, únicamente ha viajado unos segundos en el tiempo. La espada es una máquina del tiempo, Martín. Una máquina mucho más perfecta y precisa que la esfera diseñada por George Herbert.

Martín miró al joven con desconfianza.

—No te creo —afirmó—. Si tuvieseis máquinas del tiempo mejores que la de Herbert, no habríais utilizado su esfera para llegar hasta nosotros.

Deimos suspiró.

—Admito que tu argumento tiene lógica, pero te equivocas —dijo en tono cansado—. La tecnología que tu antepasado empleó para construir las espadas cayó en el olvido, ya te lo dije antes. Nadie ha sido capaz de volver a hacer lo que hizo Kirssar… Por eso sus espadas son tan valiosas. No solo por su capacidad de interactuar con su poseedor y aprender a anticiparse a su mente, sino, sobre todo, por su facultad de aparecer y desaparecer. Tú mismo lo dijiste hace un momento; incluso en nuestra época, parece cosa de magia…

—Entonces, ¿las espadas abren agujeros de gusano y viajan por ellos hasta el momento del futuro que les indique la mente que las maneja?

—No, no parece que sea ese su modo de actuar. Te dije que funcionan como máquinas del tiempo, pero la tecnología que emplean no tiene nada que ver con los agujeros de gusano. Parece, más bien, que lo que hacen es deformar el espacio-tiempo a su alrededor por unas décimas de segundo, aunque nadie ha sido capaz de comprender cómo lo logran exactamente. Es una lástima que Kirssar se llevase su secreto a la tumba… Pero creo que lo hizo a propósito. Sin duda pensaba que la tecnología que había descubierto podía resultar demasiado peligrosa, si caía en las manos equivocadas.

—Pero ¿cómo se combate con una espada como esa? —preguntó Martín, cada vez más perplejo—. Si uno no sabe cuándo puede desaparecer ni dónde va a aparecer un momento después, la lucha se convierte en una cuestión de pura suerte.

—¡Todo lo contrario! La espada se maneja a través de la rueda neural que tienes integrada en tu cerebro. Cuando has entrenado tu concentración mental lo suficiente, la espada obedece tus órdenes, desaparece cuando tú lo deseas y se vuelve a materializar en el momento y posición que tú le indicas. Claro que, para lograrlo, tu pensamiento debe ser muy poderoso… Y cuando alcanza el poder suficiente, puedes llegar a manejar con él no solo tu espada, sino también la de tu adversario. Para eso tienes que introducirte en su rueda neural y averiguar el nombre secreto de su espada. Si lo consigues, esta comienza a obedecerte a ti en lugar de a tu rival.

Martín permaneció en silencio, pensativo.

—Si es como dices —dijo al cabo de un rato—, tal vez yo pueda llegar a ser bueno en esa clase de combate. Tengo bastante facilidad para introducirme en la mente de los demás y averiguar lo que están pensando.

—Lo sé —repuso Deimos—; pero controlar la mente de un guerrero armado de una espada fantasma no es tan sencillo como introducirse en un cerebro corriente. Su pensamiento está entrenado para impedir la entrada del enemigo mientras intenta vencer la resistencia de tu propia rueda neural. No debes subestimarlo.

—Bueno, de todas formas, no creo que eso sea muy grave. Después de todo, tú mismo has dicho que hay muy pocas espadas de estas, y que solo se utilizan como armas rituales, así que no creo que la necesite.

—Nunca se sabe —dijo Deimos con gravedad—. De momento, te aconsejo que te entrenes con ella para perfeccionar el control de tu mente. Eso puede ayudarte a mejorar tus capacidades, lo cual puede venirte muy bien, dado que te niegas a activar el programa de borrado de memoria y alcanzar con ello el máximo de tu potencial.

Martín miró a Deimos con cierta indecisión.

—¿Y dices que esta espada perteneció a mi padre? —preguntó— ¿eso significa que mi padre es uno de vuestros sacerdotes, o algo así?

Deimos hizo una pausa para elegir las palabras con las que debía responder.

—Podría haber sido un sacerdote —dijo—; pero eligió otro camino. Tu padre pertenece al pueblo de los ictios, amantes del mar y de la Historia. Los ictios practican nuestra misma religión, pero no suelen ingresar en la jerarquía de los perfectos. Consideran que eso limitaría su libertad.

—¡Qué raro me resulta oírte hablar de ese padre desconocido! Para mí, mi padre sigue siendo Andrei Lem, un recluso aislado en su celda, en alguna prisión orbital a cientos de kilómetros de la Tierra.

—Lo comprendo, pero, cuando conozcas a tu verdadero padre, también te sentirás orgulloso de él. ¿Y sabes una cosa? Tal vez no tengas que esperar mucho para conocer su imagen. Está en el tapiz…

—¿De verdad? —dijo Martín, palideciendo—. Eso quiere decir que… ¿tendré que luchar con él?

—Tal vez. Depende de lo que tu mente escoja a la hora del entrenamiento. ¿Por qué no pruebas ahora mismo? Antes o después tienes que comenzar.

Tomando la espada de Martín, se la tendió al muchacho, indicándole cómo debía cogerla.

—Debes sostenerla de esta forma, a la vez con fuerza y delicadeza. Si te excedes en fuerza, tu brazo se agarrotará y se volverá lento, al igual que tu cerebro. Si te pasas en delicadeza, cualquier golpe violento te dejará desarmado. ¿Ves? Así. Mira de frente al tapiz y concéntrate. No olvides que el secreto está en la mente. Tienes que anticiparte al pensamiento del contrario, y debes impedirle que conozca tu propio pensamiento.

Martín se situó ante el tapiz con los pies separados y firmemente plantados en el suelo. Tal y como había visto hacer a Deimos, blandió la espada tres veces ante su rostro y esperó, sin apartar los ojos de los cambiantes reflejos de los hilos de seda. Poco a poco, de la multitud de rostros y cuerpos entretejidos en su diseño fue destacándose la figura de un anciano de larga trenza blanca y ojos maravillosamente claros y expresivos. Llevaba puesta una túnica de un rojo deslumbrante, y su espada lanzaba destellos metálicos.

—¡Kirssar! —exclamó Deimos bajando la voz—. Has tenido suerte, el primer maestro de la espada va a darte la primera lección para su manejo. Fíjate bien en él, es tu antepasado…

Tratando de no perder la concentración, Martín fijó sus ojos en el verde esmeralda de los de Kirssar, cuya mirada recordaba a la de un tigre. Cuando el anciano esgrimió su arma un par de veces ante él, imitó con exactitud sus movimientos. Le pareció que su antepasado holográfico esbozaba una sonrisa en el momento de lanzar el primer ataque. Su propia espada chocó con la de Kirssar emitiendo un vibrante silbido, y, al momento, se vio inmerso en un largo intercambio de golpes que puso a prueba toda su agilidad y la resistencia de su brazo.

—¿Vas bien, Martín? —dijo una voz lejana a su espalda—. Sigue así, ahora tienes que tener cuidado.

Martín siguió esquivando golpes sin mucha convicción. Se suponía que estaba enfrentándose a la mente de un poderoso guerrero, pero, en realidad, no podía dejar de pensar que el tapiz era un simple dispositivo generador de hologramas. ¿Cómo iba a dominar la espada de su adversario si su adversario no tenía mente? En este caso, no podía introducirse en su rueda neural.

Poco a poco, sin embargo, fue logrando concentrarse en el manejo del arma y aplicar algunos de sus conocimientos de artes marciales al insólito combate. De un modo inconsciente, su cuerpo empezó a poner en práctica cuanto había aprendido acerca del arte de la espada de Wudang en sus lecciones con la doctora Ling. La espada que ahora tenía entre sus manos era mucho más larga que las espadas chinas, pero se asemejaba a ellas en su ligereza, sorprendente para un arma de aquel tamaño. Además, su empuñadura se adaptaba al hueco de su mano con tal perfección, que brazo y arma parecían formar una unidad indestructible. Una vez superada la fase de tanteo, Martín comenzó a sentirse seguro y cómodo, e incluso logró olvidar la turbadora irrealidad de su adversario para centrarse de lleno en sus maniobras…

Hasta que, de repente, la espada de Kirssar comenzó a hacer cosas raras, como ya había ocurrido antes con la de Deimos. Tan pronto desaparecía como volvía a aparecer, y Martín era incapaz de adivinar dónde y cuándo iba a producirse cada uno de aquellos acontecimientos. Si Kirssar hubiese querido matarle, habría podido hacerlo en un centenar de ocasiones, aunque Martín dudaba de que la espada holográfica que manejaba pudiese ejercer un daño verdadero sobre un cuerpo real.

—Te estás desconcentrando, Martín —oyó decir a Deimos—. Fíjate, cada vez te sorprende en un sitio. Si fuese un guerrero de carne y hueso, ya estarías muerto.

—No escuches, Martín —dijo de pronto la figura de Kirssar sin mover los labios—. Solo mírame a mí. Estudia mis lances. Un guerrero siempre termina repitiendo sus gestos. Su imaginación no es infinita.

Martín observó las espesas cejas blancas de Kirssar fruncidas en una expresión de profunda severidad. Trató de seguir el consejo de su antepasado, y, después de un cuarto de hora de escapar por los pelos a las continuas trampas que este le tendía con su espada fantasma, de repente comenzó a entender.

Kirssar tenía razón. La imaginación de un guerrero nunca es infinita. Sus lances parecían siempre distintos, pero, cada cierto tiempo, había un gesto que se repetía, un ademán que dejaba traslucir una determinada intención. Cada ataque era una combinación especial de las posiciones del cuerpo, del brazo y de la espada, pero los elementos particulares que lo componían ya habían aparecido en otros ataques anteriores. Todo era cuestión de fijarse…

De pronto, cuando la espada que Kirssar blandía en su mano izquierda se desvaneció una vez más en el aire, Martín tuvo la certeza de que un momento después aparecería en la misma mano, pero unos centímetros a la izquierda. Y, justo mientras lo pensaba, vio brillar ante sus ojos, siguiendo la trayectoria exacta que él había previsto, los extraños signos grabados en la empuñadura de la espada de su adversario. Parecían arder en el vacío, moldeados en fuego líquido. Se deslizaban alineados en el aire como lo habrían hecho de encontrarse sobre un objeto de verdad. La visión duró apenas un segundo, pero, cuando la espada de Kirssar apareció súbitamente de nuevo, lo hizo en el mismo lugar en que los signos incandescentes se habían detenido. La espada había viajado en el tiempo y en el espacio, pero el pensamiento de su adversario no había sido lo bastante rápido como para impedir que Martín lo alcanzase. Martín se había anticipado al guerrero del tapiz, y le habría sorprendido con un lance mortal de haber tenido un mayor dominio de su propia espada.

Una voz lejana vino a quebrar en aquel momento su concentración. En el mismo instante, la figura de Kirssar se desdibujó hasta desaparecer en el complejo diseño del tapiz. La voz volvió a resonar en el cerebro de Martín, esta vez más cercana. Era Deimos, que intentaba avisarle de algo.

—¿Qué pasa? —preguntó Martín volviéndose.

Le sorprendió mucho descubrir que Deimos se encontraba tan solo a un par de metros del tapiz.

—¿No me has oído? —preguntó el joven en tono impaciente—. Las chicas han vuelto, debemos bajar. Deja ahí la espada, por el momento es mejor que nadie más conozca su existencia.

Todavía aturdido por lo que acababa de ocurrir, Martín siguió dócilmente a su compañero escaleras abajo. Sentía un desagradable hormigueo en las piernas, como si se le hubieran dormido. Sin embargo, recordaba haberlas movido con agilidad en su enfrentamiento con Kirssar.

Antes de entrar en la cocina, donde ya se oían las voces de Casandra y Alejandra, Martín detuvo a Deimos asiéndolo por el hombro.

—Hay una cosa que no me cuadra —murmuró, mirando a los ojos a su compañero—. ¿Por qué, si mi padre quería que me entregases la espada, no te dijo su nombre, para que me lo transmitieras a mí? Sabiendo el nombre, podría llegar a dominarla con mucha mayor rapidez… ¿Por qué no te lo dijo? ¿Es que no confiaba en ti?

—Esto no funciona así, Martín —repuso Deimos—. Nadie puede revelarle a otro el nombre de una espada. Es ella misma la que tiene que facilitarte su nombre, y lo hará cuando considere que estás preparado. Debes tener paciencia y, sobre todo, no desanimarte. Has empezado muy bien, y has logrado incluso anticiparte al tapiz en el primer entrenamiento. Eso no lo hace cualquiera…

—¿Qué hacéis ahí cuchicheando? —dijo Alejandra, que acababa de abrir la puerta de la cocina y se había quedado muy sorprendida al encontrar a los dos chicos detrás, hablando en voz baja—. Espero que no sea ninguna conspiración…

—¿Cómo está Selene? —preguntó Martín, enrojeciendo ligeramente.

—Ha recuperado la conciencia, pero está muy débil. Apenas puede hablar, y no recuerda nada de lo sucedido en el Auditorio. Los médicos dicen que tardará bastante en recuperarse.

Los tres entraron en la cocina, donde Casandra se estaba sirviendo un vaso de leche sintética de la nevera. Martín captó la mirada entre tímida y apasionada que Deimos clavó en la muchacha mientras esta rodeaba la mesa para ir a sentarse en el alféizar de la ventana. Se preguntó si era así como él miraba a Alejandra cuando creía que nadie le observaba.

«¿Por qué el amor será tan complicado? —se preguntó—. ¿Y, sobre todo, por qué nos empeñamos en esconder nuestros sentimientos, si en el fondo sabemos que no se pueden ocultar?».