Capítulo 8
La luz de Ishtar
Aquella noche, al entrar en el Auditorio, en seguida notaron que algo no funcionaba del todo bien. Los grupos de científicos que trabajaban en la amplísima sala se hallaban mucho más desorganizados que antes, y numerosas personas corrían de acá para allá con aspecto de no saber demasiado bien lo que se traían entre manos. Sobre el pequeño escenario que ocupaba la parte más baja del anfiteatro se había erigido una pantalla gigante donde se sucedían colores y formas incomprensibles a una velocidad vertiginosa.
—¿Qué ocurre aquí, Laura? —preguntó Herbert George dirigiéndose a la anciana elegante que ya antes había hablado con ellos.
La mujer, que parecía extremadamente cansada, se volvió hacia él con expresión perpleja.
—Eso es lo que a mí me gustaría saber, Herbert —contestó clavando sus ojos en los de su interlocutor—. ¿De dónde ha salido esa chica? Es un monstruo. Te lo digo de verdad, Herbert; no he visto nada igual en mi vida.
Martín y Alejandra se miraron alarmados.
—¿Por qué? ¿Qué ha hecho? —preguntó Herbert, muy inquieto—. ¿Ha descubierto algo más?
—¿Algo más? ¡Lo ha descubierto todo, Herbert! Su capacidad de procesamiento de datos es muy superior a la de todo el sistema informático del Auditorio. ¡Está terminando de descifrar el mensaje! Pero creo que debería parar, sinceramente —añadió la anciana mirando con preocupación hacia el ordenador, rodeado de curiosos, donde seguía trabajando la muchacha—. Algo me dice que las cosas no van bien.
Sin esperar a oír nada más, Herbert se lanzó en dirección a la mesa de Selene, seguido de cerca por Martín y el resto de los chicos. Cuando por fin, tras largas explicaciones y forcejeos, consiguieron abrirse paso entre la alborotada multitud de investigadores que observaba a corta distancia la forma de trabajar de la muchacha, la expresión de Selene los dejó, por un momento, mudos de espanto. A juzgar por el aspecto agotado y enfermo de su rostro, era como si hubieran transcurrido varias semanas desde el momento en que se separaron de ella, y como si en esas semanas la chica hubiese sufrido toda clase de desgracias y privaciones. Había un brillo febril en sus pupilas, y un rictus de fatiga y dolor contraía las comisuras de su boca. Sus dedos volaban sobre el panel de mandos del ordenador introduciendo datos a una velocidad pasmosa sin que ninguno de los especialistas en códigos que la rodeaban comprendiese ya muy bien, a esas alturas, lo que estaba haciendo. Era evidente, sin embargo, que Selene había encontrado la manera de traducir el mensaje ternario de procedencia extraterrestre en una compleja trama de píxeles de distintos colores que poco a poco iba tomando forma sobre la pantalla de su ordenador; una extraña imagen compuesta de millares de puntos que brillaban intensamente sobre el fondo oscuro de la pantalla sin revelar todavía su significado.
—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Herbert posando una mano sobre el hombro izquierdo de la chica.
Aquel contacto le produjo un violento sobresalto que le hizo pegar, literalmente, un salto sobre el asiento.
—Cada combinación de protones, neutrones y electrones representa un elemento —explicó con una voz tan ronca y lejana que resultaba casi irreconocible—. Los conjuntos de elementos, junto con algunas proposiciones lógicas acerca de las reacciones nucleares o químicas que tienen lugar entre ellos, representan diferentes tipos de cuerpos celestes: estrellas, planetas, asteroides… En función del tamaño, composición e intensidad de la energía emitida, aparecen cuarenta y siete tipos de cuerpos distintos. Lo que he hecho ha sido asignar a cada uno de esos cuarenta y siete tipos un tamaño y un color. Ahora, simplemente, voy leyendo el mensaje y, en función de la distancia entre los conjuntos de ondas que corresponden a cada tipo de cuerpo, voy colocando los puntos en una especie de diagrama. Es… fácil, aunque hay tanta información…
La chica no había dejado de teclear datos mientras hablaba, y el modo acelerado en que había pronunciado las últimas frases indicaba bien a las claras que no estaba dispuesta a apartar su mente de la tarea que se había impuesto hasta que esta estuviera concluida.
—Pareces enferma, Selene —dijo Casandra con suavidad, acariciando el pelo de su amiga—. ¿Por qué no lo dejas por hoy? Mañana lo terminarás. ¿Qué pueden importar unas horas más o menos?
Por un momento, Selene abandonó el panel de introducción de datos y se giró en el asiento para lanzar a su compañera una mirada tan colérica que parecía querer fulminarla.
—¿Por qué no me dejáis en paz? —dijo, casi gritando—. Tengo que terminarlo ahora, y tengo que averiguar a qué corresponde. ¿No lo entendéis? Tengo que averiguarlo, aunque sea lo último que haga…
Un violento temblor se apoderó de sus miembros, de modo que sus dedos golpearon involuntariamente algunos botones del panel. Aquel fallo sin importancia le hizo perder completamente el control; en lugar de borrar rápidamente los datos erróneos, Selene comenzó a dar manotazos sobre la pantalla como si un insecto molesto se hubiera posado en ella. Luego, comprendiendo al fin la inutilidad de su gesto, borró de un plumazo, no solo los datos equivocados, sino una buena parte del trabajo que la había ocupado durante las últimas dos horas. Sus compañeros la miraban atemorizados, y nadie se atrevía a decir nada. Cuando por fin comenzó a serenarse y sus dedos reanudaron con firmeza la introducción de datos en la máquina, Herbert se apartó unos pasos de la mesa, haciéndoles a los chicos un gesto para que lo siguieran. Dos profundas arrugas surcaban el centro de su frente, confiriéndole una apariencia sumamente grave y severa.
—¿La habíais visto alguna vez así? —preguntó mirando a Martín.
—No —repuso este negando con la cabeza—. Cuando manipulaba los ordenadores de Dédalo se la veía totalmente tranquila… ¿Cree que es grave?
—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó Herbert con impaciencia—. Esa chica acaba de hacer ella sola, en una tarde, el trabajo que cientos de personas habrían tardado varias semanas en realizar; ¿cómo quieres que sepa las consecuencias que puede tener eso para su cerebro? Pregúntaselo a tus amigos del futuro, aquí presentes. A lo mejor esto es corriente en su época…
—No lo es —aseguró Deimos mirando fijamente la pantalla gigante donde se reproducían los progresos que Selene iba haciendo sobre su pequeño monitor en la organización de su complejo diagrama de colores—. No conozco a ningún ser humano capaz de hacer lo que ella ha hecho esta tarde. Pero vosotros no sois seres humanos corrientes, ni siquiera para la época a la que pertenecéis —añadió volviéndose a mirar a los chicos—. Los implantes neurológicos de vuestro cerebro, acoplados a ciertas modificaciones genéticas, os confieren capacidades nunca vistas en nuestra especie. Supongo que eso lo explica todo…
—Pero ¿es que nos vamos a quedar aquí parados mientras ella se vuelve loca? —preguntó Jacob con impaciencia—. Hay que hacer algo, ¡y pronto! Voy a apagar ese ordenador aunque sea la última cosa que haga.
—Yo que tú no iría tan deprisa —dijo Aedh suavemente, reteniéndolo por un brazo cuando ya se disponía a abalanzarse sobre el ordenador de Selene—. No sabemos qué efectos podría tener eso sobre su cerebro… Creo que lo más sensato es dejar que continúe y no presionarla. Si actuamos de otro modo, no haremos más que empeorar las cosas.
Jacob se liberó de la mano de Aedh con un gesto de irritación, pero no siguió avanzando. Aunque los argumentos del joven no le convencían demasiado, le habían hecho dudar. Y él no quería cargar con la responsabilidad de hacer empeorar el estado de Selene, eso bajo ningún concepto.
Sin saber qué hacer, todos se sentaron en unos bancos vacíos del anfiteatro y observaron en silencio los cambios que Selene iba introduciendo en la figura multicolor reproducida sobre la pantalla gigante.
—No se parece a nada conocido —observó Martín, intrigado—. ¿Qué diablos se supone que quieren decirnos los extraterrestres con esa imagen? Parece una vieja pintura abstracta…
—¿Vosotros lo sabéis? —preguntó Casandra volviéndose hacia los dos gemelos—. Al fin y al cabo, en vuestra época, todo esto es historia.
—Pues, si lo es, no debe de tener demasiada importancia, porque nadie jamás nos lo ha explicado —repuso Aedh con cierto desprecio.
—¿Quieres decir que ese mensaje no va a tener la menor trascendencia para el futuro? —preguntó Herbert asombrado—. No puedo creerlo.
—Es lo que intentaba decir esta tarde, aunque nadie me hizo caso —repuso el joven con altivez—. A vosotros todo esto os parece un acontecimiento trascendental, pero en nuestra época nadie lo recuerda. Es cierto que alguna vez se alude a los intentos de la primera civilización tecnológica por establecer contacto con seres extraterrestres, pero todo el mundo sabe que fueron un fracaso. Los seres humanos estamos solos en el Universo. No hay seres inteligentes ahí fuera.
—¡Qué disparate! —dijo Jacob—. ¿Es que no estás viendo con tus propios ojos que eso es mentira? ¿Cómo puedes negar la evidencia?
—Jacob tiene razón, hermano —intervino Deimos—. El hecho de que la información no haya llegado hasta nosotros no significa que carezca de importancia. Piénsalo; entre su época y la nuestra han transcurrido mil años, y no precisamente tranquilos… ¡Han debido de perderse tantos datos!
—Las cosas importantes no han caído en el olvido —argumentó Aedh—. Si esto se ha olvidado, es que no era importante…
—En ese caso, ¿por qué estamos aquí? —preguntó Martín mirando fijamente al joven—. Si tus contemporáneos creen que no se les ha perdido nada importante en el pasado, ¿para qué nos han enviado? Resulta un poco absurdo, ¿no crees?
Aedh se revolvió incómodo en el asiento.
—Únicamente estaba expresando mi opinión personal sobre el asunto —se defendió—. Eso no significa que todos mis contemporáneos piensen como yo. Evidentemente, los que os enviaron tenían otra visión de las cosas.
Martín estaba a punto de exigir a los gemelos que aclarasen, de una vez por todas, si quienes les habían enviado eran los mismos que les habían mandado a ellos en su busca, pero, en ese momento, el tumulto desatado alrededor de Selene distrajo su atención.
—¡Mapas estelares! —gritaba la muchacha fuera de sí, apartando a base de manotazos a cuantos trataban de acercarse a calmarla—. ¿Cómo es posible que este trasto no tenga acceso a una buena base de datos astronómicos? Tendré que conectarme yo sola a la red, y estoy muy cansada.
Sobre la pantalla gigante que reproducía el monitor de Selene comenzaron a sucederse a toda velocidad imágenes de diferentes regiones del Universo. Al parecer, la chica había concluido su diagrama, y ahora trataba de compararlo con todas las regiones extrasolares cartografiadas por el hombre, buscando correspondencias.
—¿Cómo ha conseguido bajar esos mapas de la red? —preguntó Herbert, perplejo—. No tiene rueda neural.
—Tiene una rueda neural mucho más perfecta que la suya —dijo Aedh riendo—. Solo que no se ve, claro; está integrada en sus circuitos neuronales. Un sistema muy sofisticado, en principio incompatible con estas viejas tecnologías… Pero está claro que la chica ha encontrado el modo de salvar las distancias. Y no debe de resultar nada fácil.
Alejandra se apartó silenciosamente del grupo y se aproximó por detrás a Selene.
—¿Qué estás buscando ahora? —preguntó con suavidad.
—El lugar —dijo ella con voz temblorosa—. El último fragmento del mensaje reproducía, en términos de porcentajes de las distintas moléculas, la composición atmosférica de la Tierra, y nos daba la situación exacta de ese punto «terrestre» en relación con el resto del diagrama. Míralo, es este punto de aquí. El único plateado.
—¿Un planeta semejante a la Tierra? ¿Es eso lo que buscas?
—No, ¡no! —gritó Selene exasperada—. No tiene por qué ser algo tan obvio… Intentan señalarnos un lugar en un mapa de una región del Universo. ¿Qué mejor manera de llamar nuestra atención que colocar en ese lugar preciso una especie de reflejo de la Tierra? Tienes que dejarme, Alejandra —añadió alzando hacia su amiga unos ojos horriblemente enrojecidos.
Alejandra retrocedió tropezando con un investigador que estiraba el cuello para ver mejor lo que ocurría sobre la pantalla de Selene. Se había quedado horrorizada ante la mirada extraviada de su compañera.
—¿No podríamos convencerla para que lo deje? —le preguntó a Martín con voz insegura—. Esto va a terminar muy mal…
—Ya has oído a Aedh —respondió el chico cogiéndola de la mano—. Interrumpirla de un modo brusco podría resultar aún más peligroso que dejarla continuar.
Un tenso silencio había sustituido en el Auditorio a la confusión provocada por las últimas palabras de Selene. Todo el mundo seguía con el alma en un hilo la procesión de imágenes que se iban sucediendo sobre la pantalla gigante, esperando descubrir alguna similitud con el diagrama extraterrestre que Selene mantenía fijo en la esquina inferior derecha del monitor. Pero ninguno de los mapas parecía guardar la menor relación con aquel multicolor laberinto de puntos, y muchos comenzaban a sospechar que todo aquello no era más que el desvarío de una muchacha que, dejándose llevar por su inigualable habilidad con los códigos, había terminado perdiendo la razón.
Hasta que, de pronto, lo vieron. Allí estaba, sobre las dos pantallas, la pequeña y la grande, tan evidente que hasta el observador más torpe habría notado las similitudes. Un enjambre de puntos brillantes distribuidos de la misma forma, aunque el mapa estelar recién cargado desde la red no mostraba la variedad de colores que Selene había desplegado en su propio diagrama.
—¿Qué es? —preguntó Herbert, que se había puesto muy pálido.
—La región L. H. 527 de la galaxia Andrómeda —repuso Selene con voz extrañamente apagada—. Una zona recientemente cartografiada, según dice la explicación que acompaña al mapa. Pero no completamente, según parece. El «punto reflejo» de la Tierra que aparece en el diagrama no se encuentra en esta representación. ¿Lo ven? Debería estar aquí, en la región que el mapa denomina «Constelación de Ishtar». Pero no está…
—La tecnología actual no permite todavía detectar planetas individuales en la galaxia Andrómeda —apuntó una voz en la parte de arriba del anfiteatro—. Por eso el «punto reflejo» no aparece en el mapa.
—Pero los planetas siempre giran alrededor de una estrella, ¿no? —dijo Selene poniéndose en pie y dirigiéndose hacia el hombre que acababa de hablar—. No existen planetas aislados. Eso quiere decir que en ese punto debería aparecer una estrella, por lo menos.
—Y no aparece… —dijo Herbert lentamente—. Tal vez no se haya descubierto todavía. Andrómeda está muy lejos y resulta muy difícil estudiarla.
—Alguien tiene que ponerse a buscarla en seguida —le interrumpió Selene con voz estridente, como si no estuviera del todo en su juicio—. Es totalmente necesario, es urgente.
Había en su tono y en su manera de agitar las manos algo tan poco natural que varias personas se le acercaron con solicitud y le recomendaron amablemente que se sentara. Sin embargo, ella ni siquiera parecía oírlos.
—Prometeo dispone de un par de telescopios orbitales de última generación —dijo Herbert intentando mostrarse calmado—. Naturalmente, ambos están trabajando a pleno rendimiento en programas preestablecidos, pero, aún así, mañana mismo me pondré en contacto con los equipos que los dirigen para que intenten incluir en su calendario la observación de esa zona de Andrómeda. Ya veremos lo que encontramos…
—Pero ¿qué dice? —gritó Selene fuera de sí—. Tiene que ser ahora, ¡¡¡ahora!!! Despiértelos si están dormidos, hágales cambiar inmediatamente el programa de los telescopios. ¡No podemos esperar!
—Me temo que eso es imposible —repuso Herbert gravemente.
Selene intentó articular una frase de protesta, pero sus pálidos y resecos labios se movieron sin que ningún sonido llegase a brotar de su boca. Desesperada por su incapacidad para expresarse, corrió hacia Herbert y se aferró a su brazo convulsivamente. Todo su cuerpo temblaba de un modo espasmódico, y en sus ojos había surgido una expresión de terror que le hacía parecer un animal acorralado. Sus facciones se deformaron espantosamente en su esfuerzo infructuoso por emitir un grito, y a continuación sus rodillas se doblaron y cayó al suelo como una muñeca de trapo.
—¡Un médico, deprisa! —gritó Herbert mirando angustiado a su alrededor—. Por todos los diablos, debe de haber algún médico entre toda esta gente.
Un par de individuos se adelantaron entre las filas de científicos que contemplaban en silencio la escena. En medio de una gran tensión, ambos se arrodillaron junto a Selene para comprobar sus constantes vitales.
—Ha perdido la conciencia, y respira con dificultad —dijo el más joven mientras el otro comprobaba el pulso de la muchacha—. Hay que ingresarla en el hospital lo más pronto posible; de otro modo, podría correr peligro…
—Ya he avisado a la ambulancia —anunció la anciana a la que Herbert había llamado Laura—. Estará aquí en cinco minutos.
A Martín y Alejandra la espera se les hizo interminable. Como no sabían a través de qué puerta llegarían los servicios de urgencia, miraban alternativamente a todas las entradas del Auditorio, esperando verlos aparecer en cualquier momento. Selene seguía inconsciente, y, a juzgar por la creciente agitación de los médicos, su pulso y su respiración no hacían sino empeorar. Cuando por fin surgieron en una de las escaleras de acceso las figuras uniformadas de los enfermeros, todos los presentes intercambiaron miradas de alivio.
—¿Podemos acompañarla? —preguntó Jacob mientras Selene era trasladada por el equipo de enfermeros a un robot-camilla.
—Por el momento, no —repuso Herbert con tristeza—. Va a ser ingresada en una unidad de medicina intensiva, y allí no puede recibir visitas… Mañana la veréis, si es que mejora durante la noche. De momento, no podemos hacer otra cosa que esperar.
—¿Dónde está el hospital al que la llevan? —preguntó Casandra, que a duras penas había logrado, hasta ese momento, contener el llanto—. ¿Aquí abajo?
—Van a trasladarla al hospital principal, que se encuentra en la superficie —explicó Herbert—. Afortunadamente, Laura tuvo la precaución de solicitar un submarino rápido, de modo que estará arriba en menos de un cuarto de hora.
—Entonces, nosotros también vamos arriba —anunció Jacob con decisión—. Queremos estar lo más cerca posible de ella, por si acaso se despierta.
—Pero todo estaba preparado para que pasaseis la noche aquí abajo, en la Pagoda —objetó su anfitrión algo contrariado.
—Jacob tiene razón, no podemos quedarnos aquí mientras Selene esté en la superficie —dijo Martín—. Por favor, Herbert, ayúdenos. No debe de resultar tan difícil encontrar un sitio donde dormir en una de sus islas…
Herbert se encogió de hombros con resignación.
—Laura, ¿podrías alojar a estos chicos en tu casa hasta que les encontremos otro sitio? —preguntó dirigiéndose a la anciana que había llamado a la ambulancia—. Será solo por un día o dos…
Una agradable sonrisa iluminó el arrugado rostro de la mujer.
—Será un placer para mí —dijo mirando con curiosidad a los chicos—. Dadme un minuto para apagar los equipos, y estaré lista para subir. Herbert, ¿podemos utilizar el ascensor de urgencia? Tarda apenas media hora en llegar arriba, y nos dejará muy cerca de mi casa.
—Está bien, Laura —asintió el anciano—. Pero yo no os acompañaré. Voy a subir a la Pagoda para intentar establecer contacto con los equipos de los telescopios. A pesar del tono enloquecido en el que hablaba, la chica tenía razón: cuanto antes descubramos lo que hay en ese punto donde el mensaje extraterrestre sitúa el «reflejo terrestre», tanto mejor. No os preocupéis, chicos, Laura os cuidará muy bien. En Medusa es famosa no solo por sus habilidades matemáticas, sino por su precioso jardín y sus recetas secretas de tarta. Si tenéis suerte, incluso puede que probéis alguna. ¿Dónde están Deimos y Aedh? Ellos también deben ir con vosotros.
Herbert buscó con la mirada a los gemelos; los descubrió embebidos en la contemplación de la región de Andrómeda cuyo mapa aún permanecía fijo sobre la pantalla del ordenador que había utilizado Selene.
—¿Venís, muchachos? —les gritó.
Uno de los dos hermanos hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y le dijo algo al otro, que no parecía dispuesto a abandonar tan pronto la observación del mapa estelar. El que había asentido se acercó entonces al lugar donde estaban Herbert y los chicos; cuando estuvo lo suficientemente cerca, Martín pudo comprobar que se trataba de Deimos.
—Mi hermano viene ahora —dijo el joven.
Estaba mucho más pálido que de costumbre, y parecía inquieto por algo.
—¿Qué pasa, Deimos? —le preguntó Martín, intrigado.
Deimos no dejaba de mirar hacia su hermano, que seguía sin apartarse del ordenador.
—Hay algo muy desconcertante en todo esto, Martín —murmuró—. Aedh no quiere creerlo, y sin embargo…
—¿De qué se trata? —preguntó el muchacho.
Deimos lo miró de un modo especialmente enigmático antes de decidirse a responder.
—Uriel —dijo lentamente—. Ya nos habéis oído hablar de él. Para nosotros es un ente espiritual, una especie de ángel al que atribuimos un libro sagrado, el libro en el que se basa nuestra religión.
—¡Vaya! Ahora comprendo la sorpresa de Aedh al ver que, en nuestra época, Uriel no es más que una multinacional… Pero ¿qué tiene eso que ver con lo que acaba de pasar?
Deimos pareció dudar un momento antes de decir nada, pero finalmente se decidió a contestar.
—Tal vez no tenga nada que ver, o tal vez sí —musitó—. Nuestro libro sagrado comienza diciendo que Uriel les habló a los hombres a través de la «Luz de Ishtar»…