A la memoria de los «en-je»

(El desierto del mundo, segundo)

A la mémoire des en-je

(Le désert dit monde, deuxième)

con Muhel Jeury

"Pues, hay que reconocerlo, el yo del cual estamos tan orgullosos y tan celosos no es más que una balsa hecha de piezas y trozos, que flotan sobre la nada"

Gabriel VERALDI, A la mémotre d'un ange

Ella te llama:

—Philippe, ¿viene usted?

Titubeas un poco. Tus ojos descoloridos vagan sobre la fachada amarillenta de la casa familiar, sobre el frente de la charcutería, sobre esta caligrafía obsesiva, LA CITA DE LOS CAZADORES, sobre el colorido blanco y azul del garaje Tu casa, tu pueblo tu mundo. ¿Dejarías acaso todo esto, para no volver jamás? Dudas. Tu mano, esa larga mano con falanges erizadas de rastrojos pelirrojos, golpea suavemente la superficie brillante de la carrocería; detrás del volante, encajada en el asiento rojo, Marie-Françoise hace roncar el motor pisando nerviosamente el acelerador.

Detrás de ti está la casita de dos pisos donde tú has vivido todo este tiempo una cocina blanca con cortinas rojo y blanco, el aseo con su mampara de plástico, verde pálido, la escalera oscura y crujiente, tu habitacioncita con el tejado agujereado, que nunca has tenido tiempo de reparar. ¿Dejarías verdaderamente todo esto?

Pero tus labios se entreabren y tu lengua y los cartílagos de tu garganta se ponen en movimiento, y murmuran:

—Ya voy Ya voy

Abres la portezuela de este coche de extraño motor futurista, doblas en dos tu gran arquitectura, te hundes en el respaldo blando del asiento.

—Abróchese el cinturón, nunca se sabe.

No, nunca se sabe.

¡Clic! Cierras el cinturón alrededor de tu busto, y el coche empieza a rodar lentamente, se separa despacio del borde de la acera, toma poco a poco velocidad alcanzando el centro de la calzada desierta. Ya está. Te has marchado, os habéis marchado. Dirección... Signo de interrogación.

Una voz:

—Acna 3, ¿está preparado el estereocuarzo?

—Aquí Acna 3. Atención, hay contratiempos con estos dos programas. La proforma M es sólo demasiado consciente. ¡Pero la proforma F es del todo discordante!

¿Signo de interrogación? ¿Cuántos ha habido en tu existencia, en el transcurso de los catorce días pasados? Más de los, que tú pudieras contar. Y, en efecto, has terminado por no ver estos graciosos e irritantes pilarcitos delimitando tu horizonte: tu casa, el pueblo, el paisaje y su mundo de neblina, todo sostenido sobre la ola inmóvil del tiempo, un solo e inmenso signo de interrogación, el árbol que no deja ver el bosque desde lo alto de su perspectiva. ¿Recuerdas? Lo recuerdas todo... desde hace catorce días. Antes...

Antes, es eso que tú llamas el «tiempo de antes», con bonita simplicidad. Es lo que han sorbido de tu cerebro bocas ávidas y rapaces. Son estos treinta y cinco o cuarenta años de vida de los que tu cuerpo guarda vagamente la huella en la pesadez de su carne, en el curso sinuoso de las venas aparentes de los antebrazos y de las pantorrillas, en el fino arañazo de algunas arrugas en la frente y en las comisuras de la boca, en la palidez sin brillo de las pupilas azules donde minúsculas manchas oscuras se han incrustado como metralla. El misterio ha presidido tu despertar. ¿Recuerdas?

Recuerdas.

Era una mañana, en la habitación de arriba, bajo la abertura del tejado abuhardillado que, entre sus bordes donde apuntaban unas vigas rotas como raíces de dientes, dejaba pasar una luz fría; te habías despertado tendido en una cama desconocida, entre estas paredes recubiertas de un papel azul violeta con flores, vestido con un pijama a rayas. Unos vestidos —¿tus vestidos?— estaban bien plegados sobre una silla al lado de la cama: una camisa gris, un pantalón de tergal beige, un slip, unas alpargatas negras con suelas de cáñamo.

No reconocías nada. No sabías en dónde estabas. Hubieras podido preguntar en voz alta, para exorcizar al silencio, el clásico ¿dónde estoy? Pero fue otro clásico el que no tardó en invadir tu espíritu, en llenarlo, en hacerlo resonar como un tambor.

¿Quién soy?

Pues tu cabeza, te diste cuenta enseguida, estaba vacía de todo recuerdo personal. No sabías ni siquiera tu nombre, y en el momento de la exploración ulterior de la casa, cuando tu rostro se reflejó en el espejito colgado de la pared de la cocina, tú no reconociste esta larga cara caballuna con las orejas despegadas, coronada por un corto mechón de cabellos rubio-rojizo. Amnésico. La palabra, el concepto, se habían impuesto seguramente a tu espíritu. En un esfuerzo desesperado de lógica, habías acusado incluso a una de las vigas caída en el suelo de haberse desplomado sobre tu cráneo; habías pensado también en las secuelas de una borrachera, que un compañero ocasional pudo llevarte la noche anterior borracho perdido a su casa. Habías..

Y, en tu confusión, ¡en qué no habías pensado!

El primer cadáver que encontraste en la escalera, cuando descendías a tientas en la penumbra densa, había desviado brutalmente el curso de esta interrogación errática. Desde entonces tu exploración te había conducido al encuentro de los silenciosos habitantes de la casa, esos desconocidos a los que habías llamado por primera vez desde la puerta de tu habitación, cuando, vestido, te disponías a bajar hacia los pisos inferiores y cuando un ruido ínfimo (crujido de un mueble, estallido de una gota de agua en el precipicio del fregadero) te había impulsado a irritar con voz insegura: ¿Hay alguien?

Había alguien, varios alguien... pero todos en la imposibilidad absoluta de contestarte: ese hombre de mediana edad yacente en la escalera, esa joven pelirroja tumbada desnuda en el cuarto de baño en todo lo largo de la bañera, ese muchachito en una habitación de abajo, sosteniendo todavía en la mano un cochecito rojo, esos dos ancianos que la muerte había sorprendido en su gran cama de soledad, y cuyas cabezas asomaban fuera de las mantas. Centinelas horizontales de un paisaje de muerte, cadáveres apacibles y sin violencia de un cataclismo ensordecido, los yacentes hacían que te formularas otras preguntas, engendrando a la vez embriones de respuesta, atisbos de hipótesis.

Habías huido de la casa de los cadáveres., y otros cadáveres te habían saludado con sus brazos estirados; los que mordían el asfalto de la calle, como ese ciclista con los miembros entrelazados en los restos de su máquina; los que una hoz invisible había herido en los almacenes donde asomaste la nariz, el herrero de LA CITA DE LOS CAZADORES, la mujer gris del Chic de París, el grueso carnicero doblado sobre las baldosas, y los demás, todos los demás habitantes del pueblo enclaustrados en su silencio...

Entonces, allá, plantado en medio de la calle, con los brazos caídos, la frente levantada hacia ese cielo cubierto de nubes condensadas en copos, esa nube impresionista cuajada que parecía estar a ras de los tejados, te habías dejado llevar por la ola de las hipótesis. Guerra. Explosión atómica. Radiaciones. Arma química o bacteriológica. Catástrofe industrial.

Y tú, tú, el sin memoria; tú, el sin pasado, el sin nombre, tú, sorprendido en lo más profundo de tus fibras, te habrías quedado como único superviviente del pueblo de la región., del país, ¿por qué no?

¿Por qué no? ¿Pero por qué? ¡Por qué, Dios todopoderoso!

Hoy no has encontrado aún la respuesta a esta pregunta.

Sin embargo, un detalle: no eras exactamente el único superviviente. También había una superviviente.

—¿Qué historia es esta?

—¡De todas formas no es la primera vez que pasa! Ha sido suficiente una impureza de un picogramo en un riboelemento y de un error de un nanosegundo en el timing de los conceptores.

—¿Se trata, pues, únicamente de errores materiales?

—Seguro.

—¿Cree que se podrán salvar estos programas?

—Bueno, eso realmente no depende de nosotros. Veremos.

—¿Cuál es el coste presupuestario medio de cada programa?

—Espere, verifico... ¡Aproximadamente setecientas ruedas!

—Muy bien. Hagan el máximo esfuerzo para recuperarlas. ¡A ese precio! Y manténgannos al corriente. ¡Corto!

—¿Acna 6? El geoprogramador Chtonc. Me entero de que tienen problemas con Acna 3...

—Acna 6. Nada de importancia, señor geoprogramador. Se trata aparentemente de una programogénesis ordinaria que tontea un poco. Espero precisiones sobre este asunto. Le tendré al corriente, señor geoprogramador.

A través del parabrisas, la corta perspectiva de la calle se precipita sobre ti. Allá abajo, delante, el campanario chato de la iglesia se levanta por encima de las acacias de la plaza. A la derecha, a la izquierda, desfilan las tiendas, las superficies pintadas, las placas de madera azules y blancas, rojas y verde oscuro, donde queda agazapado el misterio. Adiós, garaje, adiós Chic de Paris, adiós Charcutería Restaurante, adiós oscura mercería llena de cajones simulados, adiós carnicería... Conducido con mano firme, el coche va a entrar ahora en la plaza principal. Te vuelves hacia el conductor, hacia esta mujer que ha invadido tu universo desde el segundo día, la superviviente con quien has tenido que convivir, esta criatura invasora, autoritaria, estrepitosa, a la que has odiado tan a menudo, aunque sabes bien que no podrías pasar ya sin ella.

La boca se te abre, quieres decir algo, pero tus labios no articulan; te contentas con tragar saliva, miras fijamente de nuevo la decoración que desfila en la pantalla del parabrisas en una rápida panorámica izquierda-derecha, mientras el vehículo tuerce para abordar directamente la plaza.

Un poco más lejos, pasado el ángulo en donde la terraza del Café de la Alcaldía adelanta sus mesas y sus sillas vacías, habrá que recorrer todavía cincuenta metros entre los lienzos de pared de una estrecha calle, y luego será un recorrido muy corto por el campo del que ya distingues el verdor ahogado. Seguidamente...

Pero no quieres pensar todavía en ese seguidamente. Tus pensamientos, por el contrario, te hacen retroceder catorce días atrás, a esa primera mañana cuando naciste sin memoria en el desierto del mundo.

—¿Geoprogramador Winchester? Acna 3. Confirmo los contratiempos que han perturbado vuestra programogénesis nombre de código Cazadores-Chic.

—Como programista delegado, es usted enteramente responsable de estos contratiempos.

—Reconocemos la responsabilidad del equipo, señora geoprogramadora. Las causas exactas de las perturbaciones serán investigadas.

—¿Mientras tanto, no le es posible darme el estereocuarzo Cazadores-Chic?

—Lo siento. Actualmente analizamos a M, que es estable y probablemente podrá ser salvado. Pero F está prácticamente fuera de control. M es demasiado consciente de sí y de su entorno, pero se queda en «non-je»...

Habías empezado, pues, la exploración titubeante de esa porción de universo a donde la amnesia te había arrojado, ese trozo de mundo donde te encontrabas, el único ser entre los muertos. Un fragmento de mundo, en realidad: menos que un pueblo, apenas una aldea, dos o tres decenas de casas delimitadas por dos calles principales, y esta absurda plaza Segundo Imperio en medio, con una iglesia demasiado grande, un ayuntamiento demasiado blanco con una fachada de columnas, y este gran café en cuya terraza te instalarías después varias veces. La jornada había transcurrido así, en idas y venidas erráticas que no tenían más objetivo que tomar con los extremos de tus piernas la medida de este dominio reservado. Y hasta la noche, cuando la turbulencia cuajada del cielo empezaba a cobrar el matiz del plomo, no tomaste contacto con la neblina.

La neblina descansaba al final de un campo que se extendía tras las granjas que bordeaban uno de los lados rectilíneos del pueblo. Dos o trescientos metros te separaban de ella, mientras con la punta de tu alpargata vacilabas en aventurarte en ese prado trivialmente verde donde algunos árboles en forma de bola añadían una tercera dimensión al plano horizontal que tropezaba sobre la pantalla blanca. Una pantalla... Eso era la neblina: una pantalla, una barrera, una pared de algodón sin profundidad, una pincelada trazada con una mano firme contra la profundidad del horizonte, tapando la vista tanto delante de ti como hacia la derecha o la izquierda. Un arco de círculo de neblina solidificada... ¿y por qué no un círculo cerrado, aislando el pueblo del exterior?

La idea te había asaltado mientras avanzabas hacia esta frontera deformada. ¿Aislado? ¿Pero por qué? ¿Qué había allí detrás?... La continuación de los campos, la continuación del mundo, un paisaje sin sorpresas que, en la «vida de antes» (suponiendo que hubieses vivido de verdad en este pueblo), hubieras podido nombrar seto tras seto, barrera tras barrera, campanario tras campanario, ¿tan familiar te había sido? O...

Una llanura de cenizas humeantes llena de cráteres y sembrada a voleo de cadáveres.

La imagen, que no habías evocado, te golpeó en pleno cuerpo como un puño de hielo. Te curvaste hacia adelante, estuviste a punto de caerte. Tenías el corazón al borde de los labios, parecía que el estómago te iba a salir por la boca en una insensata topología de vísceras desbordantes. Retrocediste algunos pasos, te apartaste de la maléfica lombriz de neblina, corriste hasta el borde del campo. Estas imágenes... Este paisaje de cataclismo... fue la neblina quien te envió este mensaje visual al fondo del cerebro. Lo sabías. Lo sabías. Y al mismo tiempo que te comunicaba estas imágenes, te había rechazado. Sabías ahora que ceñía perfectamente el pueblo y que te impediría franquear los estrechos límites. (¡Oh!... probarías otra vez, otras veces; pero estas pruebas no harían más que confirmar esta primera impresión.)

¿Pero por qué esta barrera? ¿Para mantenerte en el recinto? ¿O al contrario, para protegerte de la llanura de cenizas?

Solo, inmensamente solo en la noche que caía del cielo granizado, te estremeciste. No hacia fresco, no; la temperatura, por el contrario, era de una tibieza que no penetraba en la piel. Simplemente tenías... no exactamente miedo, no; una sensación difícilmente explicable, y que no había seguramente ninguna palabra para expresarla puesto que manaba de una situación por sí misma inexpresable: tenías un terror blanco, tenías una angustia sorda, tenías hielo en los miembros, tenías plomo en el esófago.

De prisa, habías vuelto a tu casa. «A tu casa», esta casa donde habías emergido de la nada aquella misma mañana, y por cuya escalera oscura trepaste a todo correr (pasando por encima del cadáver adormecido sobre los peldaños), antes de echarte sobre la cama de la pequeña habitación azul con el tejado roto y de hundirte de golpe en el sueño, de golpe, ¡zas!, como si alguien, o algo, en alguna parte, hubiera bajado para ti el interruptor de la conciencia. Al día siguiente, te esperaban más sorpresas.

La más fuerte: los cadáveres. El de la escalera, como el del cuarto de baño, como los de las habitaciones, como los de fuera, todos se habían vuelto esqueletos. Esqueletos limpios, mondos, comidos hasta el más mínimo residuo de carne por el diente paciente de una divinidad nocturna encarnada en roedor ubicuo. Habías pensado en ratas, en hormigas, pero la porosidad laminada de los huesos bajo tu palma (la bóveda a cielo abierto de esta caja torácica, el juego de huesecillos de esta mano) te confirmó que no tenías que contar con explicaciones naturales sobre lo extranatural. Y los esqueletos habían entrado en el decorado.

La segunda sorpresa consistía en la desaparición del aglomerado nuboso que la víspera había tapado el cielo; ahora un sol dorado lucía en la transparencia azulada y toda esta luz vertida daba al pueblo un aspecto increíblemente nuevo, el de un decorado de cine montado durante la noche para el rodaje de una comedia musical. La tercera sorpresa concernía a tu propio cuerpo y a las sensaciones que había vuelto a enviarte. La víspera, no habías tomado ni un poco de comida ni de bebida, ni siquiera habías tenido esa idea; esta mañana te habías despertado con una sensación precisa en la boca del estómago: tenías hambre. Habías calentado un poco de agua en la cocina y te bebiste una taza de café instantáneo (pero no había nada comestible en las alacenas de la cocina reluciente, aparte de dos cartones de leche en el frigorífico), después, fuiste a la panadería a coger tres croissanes, que comiste con satisfacción aunque te parecieron (por cierto, como el café) sin gusto. No obstante, estaban crujientes, parecían haber sido horneados esa misma noche... ¿por ese esqueleto incrustado detrás de la caja? te habías burlado, y ¿quién había tenido la bondad de disponer sobre las estanterías una cincuentena de barritas doradas y en su punto?...

A continuación, tu orina había dibujado el mapa atormentado de un continente extraño en la pared de la iglesia. ¡Estabas vivo! Y bajo ese cielo increíblemente azul (aunque el aire siguiera siendo de una tibieza sin consistencia), tu rostro alargado se contrajo en una sonrisa, que se reflejó en el escaparate de la librería-papelería.

Y, poco tiempo después, encontrabas a Marie-Françoise en la terraza del Café de la Alcaldía, la cuarta sorpresa de esta mañana de renacimiento.

—¿Winchester? Soy Chtonc.

—Muy honrada, señor geoprogramador.

—El honor es mío, señora geoprogramadora. Pero confieso que este asunto Cazadores-Chic me preocupa. Me parece que se han corrido riesgos innecesarios... Me gustaría conocer el destino de esta programogénesis...

—Nada extraordinario. Preparo una geoprogramación de régimen severo para un sector situado en el sudeste de Francia, que lleva el número 42871, compuesto por una cincuentena de pueblos del tipo Cazadores-Chic. Claro, se trata de una programación geohistórica. Fin del vigésimo... ¡La historia es así!

—¿Es una excusa?

—Fue aquí donde los atenienses...

Marie-Françoise vuelve hacia ti su rostro que en tu interior has designado desde hace mucho con la etiqueta: «simpáticamente feo»; unos rasgos sin gracia, una barbilla pesada, las gruesas gafas cuadradas, el flequillo tupido de cabellos morenos sembrados de hilos blancos. Ella sonríe: ¿Miedo? Apuntas en voz baja que va bien, va bien. Pero ahora el coche ha tomado velocidad, va a pasar las dos últimas granjas cuya silueta maciza, a cada lado de la carretera, cierra el pueblo. Un poco más lejos, la neblina. ¿Va bien? ¡Adelante pues! Sientes de antemano que tu estómago se contrae. Bruscamente, la tentativa te parece insensata. Quisieras detenerlo todo. Pero no te atreves. Agarradas al volante, las manos de Marie-Françoise están firmes, y firme también la presión de su pie sobre el acelerador.

Cuando la encontraste, en el segundo día en el pueblo, estaba ya así, segura, firme en su deseo de comprender lo irracional, de vencer lo fantástico.

Te había acogido con esta frase, que era ya todo ella: «¡Vaya, menos mal que hay otro!» Después, sentados los dos en la terraza del café, como dos turistas rodeados de esqueletos apacibles metidos en sus vestidos demasiado anchos, os habíais contado mutuamente vuestras experiencias. Su historia se parecía a la tuya: se había despertado esa misma mañana en una habitación del Hotel del Centro, sin equipaje, sin papeles, sin memoria. «Encontraremos, encontraremos...», había dicho subrayando sus palabras con la palma de la mano sobre la mesa. Hablaba mucho, agitaba mucho viento, y al instante te habías puesto a añorar la soledad. Y luego, te habías acostumbrado a esta presencia invasora, pero calurosa, te habías habituado a esta mujer mayor que tú que no agachaba jamás la cabeza, que no había dado jamás pruebas de desaliento.

Curiosa pareja («los últimos humanos sobre la Tierra»), curiosa robinsonada en tierra firme... Ella continuó viviendo en «su» hotel, tú en tu habitación azul con el techo roto, y no hubo jamás entre vosotros la más mínima llamada sexual, el menor impulso de ternura. Dabais en creer que la travesía de las sombras había matado también esto en vosotros. Pero de acuerdo, habíais emprendido día a día la exploración sistemática del pueblo, bogando alegremente de misterio en misterio, de pregunta en pregunta, de sorpresa en sorpresa.

—¿Geoprogramador Winchester? Aquí el secretario Masón. Desearía hablarle de la operación Cazadores-Chic...

—¿Masón?

—Soy secretario de tercera a las órdenes del señor programador general.

—Muy honrada, señor secretario. Sin embargo me extraña que este incidente haya puesto en alerta al secretario general.

—Estamos siempre alerta... ¿Cree que de resultas de un conjunto de circunstancias bastante improbable una programogénesis haya fallado? ¿Con dos programas humanos no viables? ¿Qué van a hacer con estos programas?

—¡Ni siquiera sé si me serán entregados! El estereocuarzo está bloqueado. Lo han de decidir los programistas. De todas maneras, un programa no utilizado debe ser destruido siempre. Usted lo sabe tan bien como yo.

—Sí. Normalmente, un programa no viable debe ser destruido. Pero al geoprogramador general no le gusta que se destruya los programas humanos...

Comprobación una: desde el tercer día, los esqueletos habían desaparecido con la ropa que llevaban, todo reducido a una pulpa tan desmenuzable que era suficiente un soplo para dispersarla.

Pregunta: ¿qué química incomprensible había podido provocar esta disolución?

Comprobación dos: las casas que os eran accesibles (habíais visto tres), estaban normalmente abastecidas de agua, electricidad y gas; así pues, por aislado que estuviera por el círculo de neblina, el pueblo estaba unido a alguna otra parte. Pero ninguna radio, ningún televisor funcionaba. Preguntas... a escoger.

Comprobación tres: si ciertas habitaciones, ciertas salas estaban abiertas (como la casa donde tú habías emergido a la conciencia, el hotel de Marie-Françoise y todas las tiendas) otros lugares estaban rigurosamente cerrados: las trastiendas, las granjas, por ejemplo, así como ciertas piezas de mobiliario, como los cajones murales de la mercería. Un día habías intentado, con un hacha cogida en el bazar, hundir la puerta de una granja: la madera había saltado a trozos... pero al otro lado del tablero no había nada, nada más que una superficie desnuda, blanca, tan fría al tacto que, de manera atenuada, había provocado en vosotros la misma repulsión física y psíquica que el mundo de neblina. Y ya no habíais intentado entrar en los sitios «prohibidos». Pregunta: ...¡al diablo!

Comprobación cuatro: en los escaparates de las tiendas de alimentación, en los estantes, los mostradores frigoríficos, sobre los expositores, las frutas, las verduras, el pan, los pasteles, la carne y la charcutería no se deterioraban. Las cerezas primaverales conservaban su firmeza y su bello esplendor rojo, las lechugas no se marchitaban, las piernas de cordero colgadas de los ganchos de acero permanecían tiernas, sangrientas, consumibles. Sólo que todos estos alimentos continuaban presentando al paladar una insipidez desesperante. ¿Había que creer que la acción química fabulosa que había reducido en cuarenta y ocho horas los cadáveres a polvo tuvo sobre la comida un efecto inverso? Esta era la cuestión.

Comprobación cinco: era la más extraña, la que os había hecho tocar con el dedo de la manera más palpable esta bolsa de irracionalidad en que estabais enquistados. La habíais llamado la enfermedad de lo impreso. Se os había aparecido en primer lugar sobre las etiquetas de las botellas, latas de conserva, paquetes que ibais a buscar al colmado. Estas etiquetas no presentaban inscripciones legibles, solamente un embadurnamiento informe de colores corridos. Las tapas de los libros de la librería presentaban la misma incoherencia ilusoria... ¿Los libros? No eran ni libros, sólo objetos ficticios que no tenían nada más que la apariencia, bloques de cartón soldados que sólo podían crear la ilusión de lejos.

Habíais pasado toda una tarde en la Casa de la Prensa, hojeando periódicos y revistas donde la tinta de imprenta había corrido, jeroglífica, no dejando en el papel más que una huella viscosa de una verdad difusa, disuelta en la censura de lo desconocido. Sobre las hojas desplegadas nadaba algunas veces una palabra que se podía reconocer, más raramente un fragmento de frase, islotes semánticos a la deriva sobre las aguas turbias: tiroteo entablado entre las fuerzas de/ADVERTENCIA SOLEMNE/ Ella se tira por la ventana y/POLUCIÓN/a cuchilladas/la tasa de inflación /TOQUE DE QUEDA/la huelga/tanques tienen/EL PERÍMETRO CONTAMINADO NO CESA/y este breve recuerdo de una visión del primer día: ¿ES LA GUERRA?

Estos pequeños trozos del pasado lavados de vuestra cabeza, estos restos del exterior del cual os separaba un muro, formaban el rompecabezas por reconstruir de un universo del cual buscabais vanamente la clave. ¿Por qué, en este pueblo donde todo estaba tan limpio, tan pulido, donde todo funcionaba, donde los alimentos estaban milagrosamente preservados de la corrupción, donde las superestructuras de una existencia tranquila habían sido montadas para vosotros, por qué estabais separados de toda fuente de información, tanto escrita como audiovisual?

Era otra pregunta.

Ella sola suscitaba una respuesta, una respuesta en forma de otras preguntas, preguntas que contenían todas las precedentes, incluidas las que vosotros no os habíais planteado jamás. ¿Quién había organizado este amplio escenario, del que erais actores manipulados? ¿Quién había creado la decoración?, ¿quién os había colocado allí después de haberos sorbido la memoria? ¿Y con qué objetivo este espectáculo?

A partir de ahí, la impresión de ser observados no os había dejado. Recorriendo las tranquilas calles bañadas de sol donde tiendas oscuras os ofrecían en abundancia todo un material para sobrevivir, pisando la corta perspectiva de los prados, tropezando contra la muralla de neblina, refugiados en las salas que os estaban abiertas y donde esperabais la llegada brusca de la noche con un cielo sin estrellas (una prueba más de que la totalidad de este micro-universo no era más que una falsificación medianamente resuelta), esperabais en todo momento descubrir en un rincón secreto la lente inquisitiva de una cámara espiando cada uno de vuestros movimientos, estabais preparados para ver abrirse un panel del decorado sobre bastidores frankensteinianos desde donde los organizadores surgirían de repente para deciros: Se terminó, se acabó el juego, la experiencia se ha desarrollado perfectamente, os vamos a explicar todo.

Pero no había en ningún sitio cámaras espías, y los bastidores guardaban su secreto. Un día Marie-Françoise había dado alaridos cara al cielo:

—¡Venga, valientes, que os veamos! ¿Me oís? Ya no hay necesidad de que os escondáis, sabemos que estáis aquí ¡salid para que riamos todos juntos!

Sus gritos no turbaron la serenidad azul del cielo ni el silencio compacto del pueblo, del cual la vida estaba ausente (pues en vano habíais buscado el rastro de la más pequeña hormiga deslizándose entre la grava del jardín público, de la más pequeña araña ocupada en tejer la geometría de una tela entre dos trozos de pared...), y tuvisteis que contentaros con vuestra mutua compañía, para reír un poco, nerviosamente.

Fue ella, seguro, quien había decidido la expedición, después de haber descubierto que uno de los coches abandonados a lo largo de las aceras (se hubiera tenido que decir: colocados donde se debía en el decorado para añadir un toque de realismo) funcionaba. Ella lo había puesto en marcha sin problema, y solamente después de haber levantado el capó os habíais dado cuenta de que su motor no era más que un solo bloque liso y brillante que contenía una energía misteriosa. No habíais hecho comentarios. Quizás este coche había sido dispuesto allí ex profeso para el uso que vosotros os disponíais a hacer de él: perforar el muro de neblina

—Comprende —te había dicho Marie-Françoise—, nos detiene porque nosotros estamos vivos. ¿Pero un coche lanzado a 60, 80 kilómetros por hora? Si no está demasiado espesa, podríamos pasar. ¿Qué arriesgamos?

¿Qué? La locura, la muerte, sin duda. ¿Pero no estabais ya locos, muertos? Habías aceptado y ya ves: habíais partido.

Tus recuerdos, en el momento fatídico en que el coche-ganaba velocidad para perforar la neblina, estaban hechos de eso. Más una cosa, los sueños que, noche tras noche, no habían tardado en asaltaros.

Eso, por nada del mundo hubieras querido evocarlo.

—¿Acna 3? El secretariado del programador general. Aquí, el secretario de tercer grado Masón. ¿Puede darme el estado de la situación referente a la programogénesis Cazadores-Chic? Gracias.

—Lo siento, señor secretario de tercer grado. La situación se ha agravado fuertemente en las últimas horas. Ya sabíamos que la proforma F era irrecuperable... —¿Por qué exactamente?

—Era un programa fallido desde cualquier punto de vista. Ninguna mujer soportaría sin daño para su salud mental que se lo endosaran. Pero, por mala suerte, F ha sido inmediatamente consciente de sí misma, con evolución del egotismo, «en-je», y personalización. Se inventó un nombre... Ha dado también uno a M. Pero felizmente él no se resentía. Para él esperábamos una evolución favorable. Razones técnicas nos impedían separarlos en el estereocuarzo. F ha contaminado a M. Lo ha empujado a personalizarse. Tememos que M alcance el nivel «en-je» dentro de algunos minutos...

—¿Pero él no lo ha alcanzado todavía? ¿Significa eso que el «je» no existe todavía para él y que su conciencia de si mismo se expresa naturalmente con la segunda persona? ¿Podría ser salvado como programa?

—En teoría. Pero sus cualidades son mediocres. Por otra parte, ha sido contaminado por F y va a alcanzar el «en-je» de un momento a otro. Deberá ser sacrificado también.

Cien metros, quizás.

La aguja del taquímetro se desliza de 60 hacia 65, de 65 hacia 70. Te hundes en la concavidad del asiento, aprietas los puños. ¿Qué hay tras la cortina de neblina? Una llanura de cenizas humeantes salpicada de... Pero no son estas imágenes recurrentes las que te hacen cerrar los ojos, que te doblan en dos entre los almohadones. Es la aprensión de lo que vas a soportar en tu cuerpo, que conoces por haberlo sentido ya, es esa torsión de la totalidad de tu ser, es ese frío glacial que va a roer tu vientre, esa colada de metal en fusión que va a llenar tus miembros, ese estallido de toda la personalidad que va a lanzarte —limaduras, granalla, escoria y carbonilla— a las fronteras de lo imposible.

El motor ronca. ¡Philippe!, chilla Marie-Françoise. Tienes ganas de gritarle a los oídos que no te llamas Philippe, como tampoco ella se llama Marie Françoise. Son nombres que ella os ha impuesto para que hagáis como si existierais, para que olvidéis que no tenéis pasado... Pero no has tenido tiempo de decir nada. La mano de hielo se abate sobre ti, sientes tus uñas clavarse en las palmas, sientes los dientes rechinar por el frotamiento del esmalte, sientes... Pero ya no sientes nada. Tu cuerpo ha sido proyectado en las ráfagas de la tempestad, en la lava de los volcanes en furia, en la ola de escarcha que se hunde. Estás cortado, laminado, reducido a pulpa, a polvo, a átomos, y luego...

Y luego, tan bruscamente como te había cogido, la mano gigante te suelta. Tu corazón se calma, el frío y el calor desaparecen, abres los ojos. El coche frena, te sientes empujado hacia adelante, mientras los neumáticos rechinan sobre el asfalto.

Abres los ojos.

El coche ha quedado inmovilizado oblicuamente en medio de la carretera. Y Marie-Françoise chilla:

—;Philippe! ¡Hemos pasado!

Salieron del coche, bebieron con sus ojos el paisaje alrededor de ellos.

Se habían equivocado tanto el uno como el otro.

No estaban entre bastidores del escenario, no había ni sabios ni soldados para acogerlos, ni proyectores ni micrófonos enfocándolos.

No estaban tampoco en los suburbios del apocalipsis; ni había ciudades devastadas ni tierra agrietada y humeante, ni llanura de cenizas bajo una lluvia de barro.

Estaban en una pequeña carretera comarcal, sencillamente, rodeada de campos verdes y dorados salpicados de árboles solitarios o en grupo. Encima de sus cabezas el cielo azul, sin rastro de nubes, y la mancha incandescente del sol.

El coche se había parado a unos cien metros de la barrera de neblina. Tanto al derecho como al revés, ésta presentaba siempre el mismo aspecto un poco irreal. Observando mejor, tuvieron la impresión que estaba englobada en una especie de estructura cristalina gigante, transparente y no menos irreal. No se veía nada del pueblo por encima de este cordón. Ni el campanario de la iglesia lo sobrepasaba. ¡Pero el pueblo parecía tan lejos, ahora!

—Bien... finalmente hemos pasado —dijo torpemente Philippe con voz débil.

Marie-Françoise se friccionó el brazo como si un poco de frío de la travesía hubiera quedado pegado a su piel.

—No puedo ni decirlo que me ha producido. Prefiero olvidarlo. Brrr...

Se arrodilló para coger una flor, volvió al coche, cogió un cigarrillo, lo encendió. A su vez, él dio algunos pasos por la carretera, en dirección de donde habían venido. Allá abajo, tan lejos y tan cerca, la neblina revolvía sus volutas inmóviles. Los límites de la barrera eran imprecisos, estaban deshilachados, ahogados en el centelleo azul del aire. Nada en esta superficie inmutable señalaba que había sido forzada.

—¿Estamos fuera de la zona contaminada? —preguntó Philippe con una voz apagada, como si hablara consigo mismo.

Marie-Françoise se encogió de hombros y no contestó.

Vengan...

La voz había sonado en sus oídos. Se miraron, luego miraron a su alrededor, largamente. Ella aplastó su cigarrillo con el tacón. Philippe rió, cohibido.

Vengan, Philippe y Marie-Françoise. Es hora, vengan...

La voz era a la vez suave, profunda y calurosa. Era también amistosa aunque, en cierta manera, fue una voz dominante, a cuyas órdenes no era fácil escapar. Resonaba ahora alrededor de ellos. Estaba en todas partes, en la hierba, sobre la carretera, en los árboles, en el cielo. Vengan, vengan... Era la voz de la naturaleza, la voz del tiempo, la voz del mundo. ¿O quizás no cuchicheaba más que en el fondo de su espíritu?

Se pusieron en movimiento, anduvieron por la carretera, abandonando el coche tras ellos. Un minuto más tarde, Philippe se volvió: el coche había desaparecido. Vengan, los esperamos...

Continuaron. Sus piernas los llevaban necesariamente en la buena dirección.

Insistente, cálida, grave, la voz les empujaba hacia adelante. Divisaron la casa cuya irisación difuminaba los contornos inmediatos. Era una casita de un solo piso, de paredes intensamente blancas, con tejado de pizarra gris oscuro. Una puerta de madera oscura se abría en la fachada, encuadrada por cuatro ventanas con persianas oscuras subidas, pero disimuladas por el interior por brillantes cortinas verdes.

Encima de la puerta, un número. Sólo un número: 1.

Aureolada de luz fluida, recortada contra el cielo muy azul, la casa parecía formar parte de un cuadro surrealista. Pero a la vez, tan acogedora. Cogidos de la mano, franquearon la barrera de luz que resbaló sobre su piel como una ligera corriente eléctrica. Philippe pulsó un botón de nácar, incrustado en una pequeña cúpula de cobre fijada contra el marco de la puerta. Un timbre cristalino resonó en el interior. Vinieron a abrirles.

—Entren, se lo ruego —dijo el hombre.

Se quitó del paso, tendió la mano tras él con un gesto de invitación. El hall era azul y blanco. Un haz suave emanaba de un globo suspendido al techo.

El hombre los condujo a una sala cuadrada, clara y acogedora: moqueta azul prusia que ahogaba el ruido de los pasos, paredes blancas, una mesa de cristal encaramada sobre cuatro patas labradas en metal dorado, cuatro sillas con respaldo redondeado, rellenas y forradas de terciopelo amarillo ocre. Una pequeña biblioteca llenaba dos terceras partes de la pared situada a la izquierda de la puerta... Dos ventanas se abrían en la pared de enfrente y alumbraban la estancia.

El hombre había pasado detrás de la mesa. Señaló con la mano dos sillas. «Siéntense, se lo ruego.» Era siempre la misma voz profunda y calurosa. Concordaba perfectamente con el físico del hombre: alto, joven, los hombros anchos, la cintura fina, los cabellos rubios ondulados, los ojos azules, el rostro abierto y afable. Pero no un atleta, un modelo o un play-boy. Simplemente un hombre de apariencia agradable, simpático y digno de confianza... Estaba vestido con simplicidad con un jersey blanco, chaqueta de loneta azul pálido, y pantalón beige.

Se sentaron. La puerta que se encontraba detrás del hombre se abrió y entró una mujer.

—Buenos días —dijo—. Os doy la bienvenida.

Llevaba un vestido azul intenso, con escote redondo y ensanchado de abajo, que le bajaba hasta media pantorrilla. Sus cabellos morenos, lustrosos, estaban peinados con flequillo sobre la frente y caían en bucle encima de sus hombros; tenía ojos castaños, alegres e inteligentes. Era una mujer corriente, pero bella y de cuerpo bien formado.

Se sentó al otro lado de la mesa, cruzó los dedos bajo la barbilla y miró fijamente a Marie-Françoise con una mirada un tanto divertida.

—Sabemos que tienen múltiples preguntas que formularnos —dijo ella.

—Estamos preparados para contestarles —dijo el hombre.

(Intercambio de miradas.)

—¿Quién... quién es usted? —preguntó Philippe con voz un poco temblorosa.

El hombre abrió los brazos como en un gesto de disculpa.

—Yo soy el geoprogramador general.

Philippe se acordó del número 1 encima de la puerta.

—Usted es el número uno de... de...

—Del planeta, sí. Y, en razón del plan de geoprogramación que rige el mundo, soy responsable de todo lo que pasa. Y todo lo que pasa de malo es por mi culpa.

—¡Entonces, es usted quien nos manipula! —exclamó Marie-Françoise en tono agresivo.

El hombre y la mujer rieron juntos, pero fue él, el geoprogramador general, quien respondió:

—Permítanme presentarles al geoprogramador Laura Winchester. A ella debéis vuestra existencia...

La joven morena sonrió, sus manos firmes revolotearon ante su pecho redondo que la tela tensa de su vestido dibujaba a la perfección.

—En vuestro caso, soy yo la responsable. Soy yo quien ha mandado al centro Acna 3 la programogénesis «Cazadores-Chic». Lo siento. El accidente...

—¿Quiénes somos? —preguntó secamente Marie-Françoise.

—Ustedes.. —empezó Laura Winchester. Pero no pudo continuar y el geoprogramador general tomó la palabra.

—Ustedes son programas. Han nacido de una programogénesis fallida, a consecuencia de errores materiales. Han crecido demasiado deprisa. Se han vuelto demasiado conscientes. Se han acercado demasiado al modelo humano y, al mismo tiempo, se han individualizado demasiado. En jerga de programista, han alcanzado el nivel de «en-je». Se han vuelto casi personas.

—¡Casi!

La palabra había brotado de la boca de Philippe. Y Marie-Françoise:

—Entonces, ¡no somos humanos!

El geoprogramador general esbozó un nuevo gesto de excusa.

—No son humanos. Son programas-tipo para humanos que van a residir en un sector en curso de geoprogramación, con el número 42871...

—Y el pueblo... su pueblo es una maqueta de este sector.

(Marie-Françoise:)

—¡No comprendo! ¿Los seres han de ser programados?

—Es una necesidad para que cada uno se quede en su sitio y no tenga la posibilidad de salir de él, para que reine el orden y la felicidad. Así vivimos en paz y estabilidad.

(Philippe:)

—¿Los habitantes del sector en cuestión deben parecerse a nosotros?

—Había previsto veinticinco programas para los veinticinco mil habitantes del sector 42871 —explicó Laura—. Hubiera habido mil humanos más o menos a imagen de cada uno de ustedes... Pero nada parecidos a lo que son ustedes ahora. Se han individualizado, han adquirido caracteres precisos y complejos que serían rechazados por cualquier soporte. Tienen una imagen mental y física de ustedes mismos, una edad aproximada, un nombre... No es del todo suficiente para ser personas humanas. Pero es demasiado para que podamos utilizarlos como programas generales...

(Marie-Françoise:)

—¡Entonces, nosotros... nosotros no tenemos cuerpo!

Los dos geoprogramadores alzaron los hombros. Era la evidencia misma.

—Ustedes son un registro en un estereocuarzo —precisó con cortesía el geoprogramador general.

(Philippe:)

—¿Y este decorado... la casa, esta estancia?

—Es una representación simplificada pero exacta de mi propia residencia —contestó el geoprogramador general.

—La carretera que hemos seguido...

—Se parece a la que conduce a mi casa. Pero no tiene mayor importancia.

(Marie-Françoise:)

—¿Qué es la neblina?

Con un signo de cabeza, el geoprogramador general cedió la palabra a Laura Winchester.

—La neblina es el factor principal de un gran número de programas. La geoprogramación significa para los humanos programación del cuadro de la vida en el espacio y en el tiempo. La neblina representa un límite infranqueable, en principio el del sector. Incorporada al programa, crea un bloqueo en la mente de los humanos programados. Así, los habitantes de un sector no pueden franquear los límites de éste. No salen de su ámbito; pero no saben por qué. Algo les impide irse: les parece natural, ni siquiera se preguntan porqué... No pueden situar muy bien su territorio en el espacio: los habitantes del sector 42871 sabrán solamente que viven en un pueblo de Francia. No tendrán una noción muy precisa de su época, pero los recuerdos imprecisos incluidos en el programa les permitirán pensar que son los descendientes de los sobrevivientes de una guerra mundial de finales del siglo XX. Su pueblo ha escapado misteriosamente de la destrucción. En el exterior, se extiende una zona contaminada o algo de este tipo. Esto no se ha demostrado realmente; pero no se hacen preguntas. De una manera general, no se hacen preguntas sobre su situación porque tal es el programa. El programa dice que las cosas son así porque deben ser así. Están persuadidos inconscientemente que tienen la explicación de todo (la del programa) pero no se la formulan y serían incapaces. Es así... y ustedes son el programa. O, por lo menos, deberían serlo, sin este accidente... Simplemente uno o dos errores materiales: una impureza en un riboelemento y una diferencia de alrededor de un nanosegundo dentro del timing de la operación. El resultado es que no son ya programas sino entidades creadas que tienen la impresión de ser humanos. Son algo nuevo. Es por lo que el señor geoprogramador general ha tenido interés en entrar en contacto con ustedes.

—Es menester precisar que este accidente no es el primero de este género. La regla es destruir inmediatamente los programas que se han desviado hacia el «en-je» y no son ya directamente utilizables. Pero esto no me satisfacía. Tenía la sensación de cometer a la vez un despilfarro y un crimen. He reflexionado en una utilización posible de los «en-je». He tenido una idea que les expondré y, en el momento del incidente de Acna 3, he podido intervenir con bastante rapidez para salvarles... eeh, la vida. ¿Me siguen?

(Philippe:)

—Hay todavía ciertas cosas que no comprendo. ¿Qué ha pasado en el pueblo? ¿Quiénes eran esos muertos? ¿Por qué esos cadáveres, esos esqueletos, han desaparecido así?

El geoprogramador general respondió con tono paciente:

—Los habitantes del sector 42871 deberán acordarse de los muertos de la guerra. Muy vagamente pero muy fuertemente, como si sus padres les hubieran descrito estas escenas durante su infancia.

»Era necesario que-vieran los cadáveres para aumentar el potencial de emoción que transmitirían a los sujetos programados... Entonces fue cuando intervino esta desincronización accidental. Su ritmo temporal no estaba ya en fase con el de su medio ambiente. Estaban casi parados en el tiempo. Los cadáveres han desaparecido para ustedes en tres días como hubieran debido hacerlo en tres años. Y, subjetivamente, deberían haber vivido varios años en el pueblo. No hubieran accedido jamás a la consciencia, pues un proceso de olvido estaba integrado en la programogénesis. El olvido no ha podido funcionar; ha sido entorpecido por la desincronización. Además, los programistas de Acna 3 hubieran debido impedirles acceder al «en-je». Pero han escapado a su control por este fenómeno que les colocaba, por así decirlo, fuera del tiempo...

—¿Y a causa de esto el pueblo nos parecía una copia imperfecta de la realidad, con elementos ficticios, otros inacabados... y el cielo sin estrellas?

—Sí, por una parte. Si hubieran... evolucionado a un ritmo normal, no hubieran sabido jamás lo que era la realidad. Y su medio ambiente tenía estas características de generalidad que han perdido. Era esquemático, abreviado, voluntariamente inacabado. Resultaba de la superposición de un gran número de imágenes casi iguales, pero no idénticas. De ahí el efecto desenfocado. Y este desenfoque les aparecía en general en forma de ficción o de imperfección. De todas maneras, no era ni posible ni necesario para la programogénesis crear el pueblo en sus mínimos detalles... En cuanto a las estrellas, marcan las estaciones de manera demasiado precisa. Son un elemento de datación molesto. En general, las suprimimos del cielo.

(Marie-Françoise:)

—Y la enfermedad de lo impreso, estos periódicos casi ilegibles y...

—Efecto de desenfoque, debido a la superposición, a la desincronización y a un embrollo voluntario. Un embrollo voluntario, pues los habitantes del sector 42871 no deberán conservar de la guerra más que fragmentos de recuerdos, hundidos en su memoria y en sus tres cuartas partes inconscientes.

(Philippe:)

—¿La guerra... esta guerra de finales del siglo XX, tuvo lugar?

—Tuvo lugar a finales del siglo XX y al principio del XXI una serie de convulsiones de las que la Tierra salió exangüe. Representó el fin de una época y de una civilización. No provocado por una causa única, sino por centenares de causas acumuladas, cuyo único responsable, no obstante, era el hombre, su imprevisión, su codicia, su ferocidad, su locura. Un final convulsivo cuyos espasmos tetánicos se han prolongado demasiado... Entre las causas de esta crisis, insisto sobre la imprevisión. Cuando los geoprogramadores volvieron a asumir el control del planeta, lo primero que quisieron combatir fue la imprevisión. La geoprogramación es el final de lo imprevisto. La herencia que hemos recibido no es fácil de dirigir; pero lo hemos logrado...

(Marie-Françoise:)

—¿Qué va a ser de nosotros ahora?

Hubo un largo intercambio de miradas entre los geoprogramadores. Fue Laura Winchester quien contestó.

—Les hemos ayudado a salir del pueblo, a atravesar la neblina para medir su autonomía, que nos ha parecido —es paradójico— mayor que la de los humanos normalmente programados. Sin embargo, no son más que «en-je» y no pueden tener un destino humano. Por otra parte, deberían ser destruidos. El señor geoprogramador general ha tomado una decisión contraria por las razones que les ha expuesto...

—Pienso haber encontrado un medio de utilizar los «en-je» en el marco de la geoprogramación —siguió el geoprogramador general—. He decidido crear un centro experimental de entrenamiento y de prueba para los técnicos de los programas y los jóvenes geoprogramadores. Un centro experimental sobre el terreno y a la escala... a la escala molecular, la de los programas inscritos en los estereocuarzos. Así, verán vivir sus criaturas y las conocerán mejor... Espero también que nacerán de esta experiencia métodos de programación más sofisticados. Ustedes, los «en-je», tendrán un papel importante que desarrollar, entre, los programadores y los programas...

—Seremos sus esclavos —dijo Philippe.

—Más bien unos robots —sopló Marie-Françoise.

—¿Tienen la impresión de ser robots? —preguntó el geoprogramador general.

—No, humanos, pero...

—Ustedes están más cerca de los humanos que de los robots.

—Pero nuestro cuerpo no es más que una imagen mental —dijo Philippe.

—Exacto.

—Y pueden manipularnos, transformarnos y destruirnos a su antojo.

—No es tan sencillo. Pero, naturalmente, para participar en la experiencia, deberán plegarse a ciertas reglas.

—¿Qué reglas? —preguntó Marie-Françoise.

—Es difícil precisar estas reglas ahora. Deberán mostrar espíritu de cooperación y obedecer las instrucciones que les serán dadas. Entre ustedes serán colocados seres humanos. Será necesario que les ayuden.

—¡Pero aún así no existiremos!

—¡Existen en la programación que es su única realidad. Continuarán existiendo en vez de ser destruidos.

—¡Prefiero ser destruido! —dijo Philippe.

—¡Yo no! —exclamó Marie-Françoise.

El geoprogramador general se dirigió a ella:

—¿Le gustaría vivir en el pueblo? ¿En seguida y para siempre?

—Sí —contestó Marie-Françoise.

—Quizás —dijo Philippe—, pero no quiero encontrar humanos.

—No pueden escoger. Está decidido y será así.

—¡Puedo... suicidarme!

—Esta eventualidad está excluida —dijo el geoprogramador general—. Se ha decidido conservarlos vi... en estado de actividad. No puede suicidarse.

—Lo intentaré de todas maneras —dijo Philippe con aire terco.

—Quiero volver al pueblo —dijo Marie-Françoise.

—Van a poder vivir allí...

Laura Winchester se levantó, dio la vuelta a la mesa, puso una mano sobre el hombro de Marie-Françoise, la otra sobre el de Philippe. Los dos «en-je» se estremecieron imperceptiblemente.

—Levántense, pues, y vayan sin temor. El pueblo les espera. Nosotros... vamos a cesar de proyectarnos en el programatrón, pues es muy cansador.

Se pusieron de pie los cuatro, atravesaron la estancia, dieron en el hall los cuatro o cinco pasos que los separaban de la puerta de entrada de la villa simulada.

—Los humanos se dan la mano cuando se separan —dijo Laura Winchester—. No son más que «en-je», pero...

La joven apretó la mano de Philippe y de Marie-Françoise, y el joven que era el geoprogramador general del planeta apretó la de Marie-Françoise y de Philippe. Seguidamente la puerta fue abierta, y Philippe y Marie-Françoise traspasaron el umbral. Salieron y anduvieron por la carretera, cuyo revestimiento parecía liso, duro, real, tan real... Cuando se volvieron para un último gesto de adiós, no había nadie a quien hubieran podido enviarlo. La carretera estaba desierta, el campo idealmente verde extendía alrededor de ellos sus prados relucientes, sus vergeles floridos, sus bosques frondosos. Pájaros indistintos tentaban en el cielo azulado.

Anduvieron con paso vivo por la carretera que se hundía en la neblina. Cuando se volvieron de nuevo para decir adiós al verde valle, ya no había valle verde y guardaron el adiós en sus manos. Un poco más tarde penetraban en el pueblo, por el mismo sitio donde habían salido. Debía de ser mediodía, la hora del almuerzo, y las campanas de la iglesia les saludaron con una salve estrepitosa.

—¿Es verdad que tú quieres mo... que ya no quieres existir? —preguntó Marie-Françoise.

—Estoy cansado —dijo Philippe—. Cansado... Es verdad que todo ha pasado demasiado deprisa. Estoy de acuerdo en vivir, pero quiero estar tranquilo. ¡Que nos dejen en paz!

—Tengamos cuidado: nos escuchan quizás... ¡Oh!, ¡y ya qué importa! Seamos dóciles y preparémonos para el día en que... ¡No, no puedo decirte más!

Philippe sacudió la cabeza.

—¿La sublevación de los «en-je»? ¡Bah, no creo en ello!

Philippe se levantó a las ocho de la mañana. Se quitó el pijama, se puso su camisa gris, su pantalón, se calzó los mocasines, bajó a la cocina a beber un café instantáneo acompañado de dos croissantes. Marie-Françoise no estaba ya, pues empezaba su trabajo antes que él. Su trabajo, ¡ja, ja! Interpretaba su papel de robot, esperando el día de la sublevación.

Él también estaba programado para trabajar dócil y regularmente. No; él era un programa de trabajo dócil y regular. Pero era un programa fallido. Entonces, ¿para qué fingir?

¿Por qué trabajar hoy, siendo quizás su último día de tranquilidad en el pueblo? Desde que habían vuelto (diez días, u once, o doce...) los geoprogramadores les dejaban en paz. Pero esto no podía durar...

Pasó al cuarto de baño a asearse un poco, lavarse los dientes, peinarse.

¿Para qué?

¿Para qué hacía eso? Salió reflexionando sobre la cuestión. Torció a la derecha en la calle de la República, y otra vez a la derecha en la callejuela donde se encontraba el bazar, alcanzó el huerto de la granja, donde trabajó tres horas abonando, escardando, y limpiando los rábanos, los puerros y los nabos. Reflexionaba siempre.

Si hago todo eso, concluyó, es porque no tengo posibilidad de escoger. Porque no puedo dejar de existir, ¡porque no puedo suicidarme!

Volvió, giró a la izquierda y llegó a la calle de la República. En el momento en que iba a entrar en la casa, oyó un ruido extraño, cenceño, vibrante, a la vez próximo y lejano. Un timbre.. Tardó un tiempo en situar su origen. Venía del café La cita de los cazadores, en el otro lado de la calle...

¡El teléfono! Corrió. El timbre sonaba todavía cuando entró en la sala. Le hizo temblar un instante. Tragó saliva. Buscó con los ojos el aparato, lo descubrió al final del mostrador. Descolgó con mano insegura, llevó el auricular a su oreja.

—¡Buenos días, Philippe! —dijo una voz joven, profunda y cálida.

—¿El geoprogramador general?

—El mismo.

Muy bien, pensó Philippe, la tranquilidad se ha terminado. Para siempre. Para siempre, siendo que...

—Escucho —dijo con cansancio.

—¿En qué estado de ánimo está? —preguntó el geoprogramador general.

—No comprendo —dijo Philippe.

El aparato le transmitió un largo suspiro.

—¿Se acuerda de mi proyecto, que le concernía mucho?

—Sí...

—Temo haber sido presuntuoso. Después del estudio de la situación por los programistas y los programologistas, parece que será necesario su entero consentimiento para el éxito de la operación. Nos ayudará si lo quiere. No le pido que decida enseguida. Tiene tiempo. Y estoy dispuesto a concederle el estatuto de «en-je» libre que acabo de imaginar para usted. Esto significa que tendrá la posibilidad de morir...

—¿Sí?

—¿Me ha comprendido bien? Desde ahora, usted puede suicidarse, ¡si lo desea todavía!

—¡Oooh!...

—Es lo que quería, ¿verdad? Pero quizás haya cambiado de idea.

—No lo sé —confesó Philippe.

—Tiene tiempo para pensarlo. Creemos que todo ha ido demasiado deprisa para ustedes. Hemos decidido darles unas vacaciones... Sí, les dejaremos completamente tranquilos durante una época subjetiva de unos cinco años. Durante esos años vivirán en el pueblo, con toda libertad. Después...

—¿Sí?

—Después, veremos.

—¿Debería quizás darle las gracias?

—Somos nosotros quienes deberíamos darle las gracias.; Sólo con su existencia abren una nueva vía a la geoprogramación!

—Vaya —dijo simplemente Philippe. Y colgó.

Ya no tenía ganas de morir. Se sentía muy humano. Y los cinco años de vacaciones prometidos le parecían una eternidad.

—¿Ha hablado de una vía nueva para la geoprogramación, señor geoprogramador general?

—Sí, Laura. Estos «en-je» me gustan mucho. ¿Qué les falta para que sean humanos?

—Un cuerpo, un pasado...

—Los hombres no necesitan pasado... Un cuerpo, sí. Pero no sería muy difícil darles uno bastante parecido al que se han inventado para que no se den cuenta de la sustitución. ¡Y sería casi fácil volver a crear el pueblo de Cazadores-Chic!

—Los cuerpos...

—Clones, modificados por manipulaciones genéticas.

—El pueblo...

—La construcción está en marcha. He asignado a este programa un presupuesto provisional de quinientas mil ruedas.

—¿Para qué?

—Lo que llamamos «geoprogramación» no es de hecho sino un simple «bricolage» de planificadores trabajadores. Si lográramos un día reconstruir totalmente el planeta y poblarlo de «en-je», sería —al fin— la geoprogramación.

—Es una... Es un...

—Un detalle más, Laura. Cuando el pueblo exista realmente y nuestro amigo Philippe tenga un cuerpo, será usted la primera en ir a visitarle.

Una mañana —la milésima o tresmilésima mañana— Philippe encontró que los croissanes de su desayuno tenían un sabor aceitoso completamente nuevo.

Se sentía raro aquella mañana. Hormigueos en las manos, en la cara, en el pie derecho, que le inquietaron un poco. Fue a examinarse en el espejo del cuarto de baño. Tuvo la impresión de haber rejuvenecido durante la noche. Era una ilusión, naturalmente.

Todo va bien, se dijo.

Cuando propuse a Michel Jeury el intentar escribir conmigo algunas páginas de escritura comunitaria, él me sugirió enseguida reemprender el tema de mi novela Le Désert du monde, para el que quería encontrar otra explicación final. Entusiasta como siempre, Michel quería incluso escribir la novela solo, ¡juzgando que yo había hecho mi parte en el libro! La colaboración así definida hubiera quedado como inacabada; hice, pues, a Michel la contrapropuesta siguiente: yo reduciría a un relato de quince páginas las dos primeras terceras partes de la novela y él lo concluiría a su conveniencia (ha tenido interés en redactar los misteriosos diálogos puestos en letra bastardilla). El resultado se debe, sin duda, más a una apuesta temática y al ejercicio arriesgado, que a la creación artística. Pero confieso que, mientras en el dominio de la c.f. son numerosos los autores que hinchan los relatos a la dimensión de una novela, he encontrado particularmente divertido hacer el trabajo inverso. ¿Un estreno?