¡No me despierten!
Ne me réveillez pas!
con Christine Renard
1
Tanteó el suelo con la punta del pie. No era realmente sólido, pero tampoco blando. En realidad, sus pies desnudos se hundían ligeramente, como si atravesasen la hierba impalpable algunos centímetros antes de verse parados por una superficie elástica que se encontrase por debajo del nivel visible de la pradera, de caucho, de arena mojada, de espuma vinílica. Hacía falta habituarse, resistir el vértigo, la sensación de que a cada paso íbamos a caer de cabeza; sin embargo, a la larga, la sensación no era totalmente desagradable. Más bien, casi embriagadora. Sentirse ligero, como liberado al menos de una parte de la propia gravedad.
El hombre anduvo un centenar de metros; el terreno —que no podía considerarse como un «terreno» propiamente dicho— le parecía a veces llano, a veces en bajada, a veces en subida. Pero lo que registraba su cuerpo estaba en desacuerdo con lo que veían sus ojos: el horizonte se encontraba increíblemente cercano, sus límites estaban borrosos, y el verde muy pálido de la hierba se confundía con el azul gris extremadamente luminoso de un «cielo» sin sol. Era más o menos como si se desplazase en un banco de niebla iluminado por un fuerte sol incapaz de dispersarlo, pero que aureolaba la envoltura neblinosa con una luminosidad tan viva que se volvía casi dolorosa para los ojos.
Siguió andando, alcanzó una zona de ruptura que se presentaba como una cinta imprecisa, de tres o cuatro metros de ancho, y cuyas extremidades se disolvían en el deslumbramiento; a pesar de la apariencia de movimiento que revestía la cinta, el hombre no comprendió más que al cabo de varios minutos que se trataba del curso de un río... o de lo que «aquí» pudiera pasar como tal. Remojó una mano en la onda fantasmagórica, pero su piel no notó sino una sensación vaga de frescura; y cuando la retiró no estaba ni siquiera mojada. Más curioso todavía, no se hundió más que a la altura de la pantorrilla cuando se aventuró a atravesar el riachuelo; y, por supuesto, sus piernas estaban secas cuando llegó a la otra orilla.
Un poco más tarde creyó ver una silueta humana perfilarse contra la incandescencia plateada del horizonte, como suscitada por la luz. Quiso llamarla, pero las palabras que se formaban en su garganta y lengua se diluían en el aire nada más salir de sus labios. Quiso correr hacia ella, pero se dio cuenta entonces que la impresión de ligereza era equivocada: sus pies tenían mucha dificultad en despegarse rápidamente de los fondos movedizos de la hierba cristalina, no adelantaba más deprisa que caminando normal. Dejó de hacer sus poco graciosos saltos de sapo; de todas formas la silueta se había desvanecido en la lechosa blancura.
Continuó la marcha mucho tiempo, preguntándose si no sería mejor no alejarse demasiado de su punto de partida; pero, como no tenía ningún punto de referencia para encontrarlo, llegó a la conclusión filosófica de que no tenía importancia. Aunque el paisaje no presentaba ninguna variación, en una ocasión rozó un árbol cuyo tronco tenía la consistencia del malvavisco y unas hojas parecidas a gotas luminosas proyectadas sobre una tapa de loza. Terminó por pararse, tendió su cuerpo desnudo sobre la hierba; siempre la impresión de encontrarse en equilibrio entre la materia y lo impalpable... siempre la impresión de navegar en pleno sueño y, sin embargo, de sentirse carnalmente completo, con el corazón golpeándole, los dientes que castañeteaban, la boca que salivaba, el aire que hinchaba su pecho. El aire... era puro, increíblemente puro. No es que contuviese algún perfume (al contrario, era perfectamente inodoro), pero poseía una calidad de transparencia que el hombre no había conocido nunca, ni siquiera en el transcurso de sus infrecuentes vacaciones en los parques naturales protegidos. En cuanto a la temperatura, le era imposible precisar si hacía calor o no; lo cual quería seguramente decir que rondaba los 37°.
Y además había otra cosa también, algo mucho menos apreciable aún que las incongruencias puramente físicas; una sensación de bienestar que te envolvía enteramente, que te penetraba, y que te traía... el apaciguamiento. Sí, el apaciguamiento. Aquí —sea donde fuere que se pueda situar este aquí— el mundo exterior no contaba para nada o casi nada, ni las preocupaciones, los problemas, el deber... Los labios bien modelados del hombre dibujaron una sonrisa irónica sobre su rostro alargado, cruzó las manos bajo la nuca, cerró los ojos y se dejó llevar por la ola estática del sueño.
Pero el sueño acabó por expulsarle. Una onda expansiva procedente de una explosión silenciosa le dobló repentinamente sobre sí mismo. Sus manos arañaron el aire. Hacía calor, la atmósfera era insípida y opresiva; él estaba sudoroso, un olor mezclado de ozono y de perfume químico —quizás de muguete— agredía su olfato. Abrió los ojos. Un instante antes, estaba tumbado en una pradera de sueños, en el seno de una burbuja de luz transparente; ahora se encontraba acurrucado en la tumbona de su sala de estar. Se levantó, pasó una mano nerviosa sobre su húmeda frente. Un momento antes, estaba desnudo en un deslumbramiento dorado; ahora, se encontraba enfundado en un mono vinílico ceñido en el cuello, en los puños y en los tobillos.
Se acercó al ventanal, contempló el panorama que se extendía detrás del cristal. Un instante antes se bañaba en la dulzura de un paisaje en miniatura, un universo de muñecas de color pastel; ahora tenía de nuevo el goce ambiguo de las perspectivas sin fin de Europa-I, con sus alineaciones de torres, de torres hasta el infinito, grises, grises, grises bajo el cielo plomizo de este invierno seco que no parecía acabar nunca; ahora vislumbraba de nuevo el mundo, su mundo, desde lo alto del piso ciento ocho de la torre A-M, en el barrio 129.
Retrocedió, cruzó la estancia, sorprendiendo al pasar por delante del gran espejo, colgado encima de la falsa chimenea, la mirada extraviada de sus ojos demasiado azules. Un momento antes estaba lleno de una felicidad que no había conocido nunca; ahora... ciertamente, este instante había pasado, eso es todo. Y él no debía tener en cuenta el hondo pesar que le oprimía el diafragma. Se arrodilló ante una especie de baúl que abrió con una llave plana sacada de uno de sus bolsillos; el baúl contenía un visófono sin cuadro de llamada; se contentó con pulsar una tecla roja, y esperó que la pantalla se iluminase.
2
Venise penetró en la lujosa estancia con paso rápido, nervioso. Le hubiese gustado, esta noche, encontrarse sola en su casa, pero Amar se le había adelantado, y ya estaba allí, esperándola, vigilando, aparentemente preparado para acribillarla a preguntas. Tuvo ganas de gritarle que la dejase tranquila. Sí, ella le contestaría. Se defendería. Pero no ahora, luego. Tenía necesidad de descanso, de una prórroga, de un momento de relax. ¿Por qué no? Todo el mundo tenía derecho a un poco de descanso de vez en cuando, incluso la única mujer del Consejo de Europa-I. Amar no decía nada, pero ella le veía al acecho, a punto de interrogarla sobre la sesión del Consejo de la tarde. En tensión, a la defensiva, le saludó brevemente y le soltó por encima del hombro que estaba agotada y que tenía necesidad de un baño. Amar asintió sin manifestar interés particular, pero a ella su indiferencia le pareció fingida, y cerró con alivio la puerta del cuarto de baño.
Pero no se sentía tranquila. Ni sumergida en el agua perfumada llegaba a relajarse. Amar estaba al otro lado de la puerta esperando alguna información para su diario de protesta. Ella se la daba con parsimonia, pero se la daba, de todas formas, temiendo su partida, temiendo más que nada su desprecio, y temiendo también su traición. A veces, tenía la impresión que los dos jugaban una lenta partida de ajedrez y, esta noche, se preguntaba qué pieza debería mover. La sesión de la tarde trató de la cronocibina. Aunque ahora ya se había demostrado que la droga era poco nociva, Amar, que anteriormente había luchado por el libre mercado de tóxicos, tomaría esta vez hecho y causa contra el proyecto del presidente Fassbender que preveía precisamente abrir la mano en este asunto y disminuir los precios. Pero, puesto que se trataba de un proyecto gubernamental, Amar imaginaría al momento fines ocultos. Imposible, sería imposible hacerle comprender que era deseable en el plano económico obrar así. ¿La creería si ella pudiera asegurarle que el mismo gran Lortain, después de largos estudios con su equipo de investigadores, se encontraba en situación de asegurar que la cronocibina estaba ahora estabilizada en una fórmula satisfactoria que no podría causar ningún daño a los que la utilizasen, sino que los dormiría profundamente durante varias horas consiguiendo que sus necesidades y su agresividad se vieran disminuidas notablemente?
—Un remedio ideal para la violencia y el paro, ¿comprendes Amar...?
—Sí, una población de mansos embrutecidos. Resulta práctico, ¿verdad, Venise?...
Indudablemente ésta sería su reacción. Y no habría forma de convencerle. Amar era más terco que una mula.
Pero tan guapo.
Y también tan inteligente.
Era capaz de llegar a una conclusión en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Y los revolucionarios, qué? Sería estupendo que tomasen un poco de esta porquería tuya, ¿eh? Sería magnífico que se volvieran dóciles como corderos...
Ella salió del agua, se enfundó en su albornoz, se cepilló lentamente los cabellos, obsesionada por el recuerdo de aquella sesión que no podía evocar sin imaginarse los comentarios amargos y despreciativos de Amar. Qué diría si conociera a Wim, el papel de Wim, agente secreto del gobierno, infiltrado en varios núcleos revolucionarios. Ella se sentó, presa de un mareo. Iban a destruir próximamente uno de estos grupos particularmente activo. Y todos sus miembros eran muy jóvenes... Pero era necesario pararlos. Era a la misma civilización a la que ponían en juego. El espejo ovalado le envió su reflejo: cara delgada, tensa, los ojos empequeñecidos y la frente surcada por dos arrugas verticales entre las cejas. Una frase le vino a la memoria, golpeándola como una bofetada: «Se tiene el aspecto que uno se merece». ¿Qué mereces, Venise? A los treinta y cinco años, eres la única mujer del Consejo de Europa-I, ¿no vale esto algunos compromisos?; y, además, ¿qué compromisos? ¿Por qué esta palabra peyorativa? Fassbender era un hombre con sentido común y tenía razón al no enredarse con escrúpulos sentimentales.
Ella apretó las mandíbulas, abrió la puerta del cuarto de baño y penetró en la estancia como si fuera un anfiteatro. Sentado sobre el brazo de un sillón, Amar escuchaba una cinta grabada, lo que parecía una canción de moda. El ritmo era obsesivo, crispaba los nervios y rompía los tímpanos, y ella lo detestaba ya cuando oyó las palabras:
Tú me crono, cronolizas,
Tú me cronolizas mucho,
Pero, te amo, te amo Lisa,
Pero, te amo demasiado.
Tú me crono, cronocibas,
Tú me...
Brutalmente, cortó.
—¿Cómo —preguntó Amar, con una voz dulce y peligrosa—; eso de crononosequé, ¿no te gusta?
Se sirvió una copa y se volvió frente a él.
La pelea había empezado.
3
Mailys se hunde más en los montones de cojines multicolores. Hacerse un nido. Imaginarse sola. Pero hay mucha gente en la pequeña estancia llena de humo y de olores de alcohol. La atmósfera es angustiada, vibrante. Se espera la cronocibina.
—¿Es tu primer viaje, Mailys? —cuchichea una voz a su lado.
—¡No quiero hablar de ello antes! —suelta exasperada.
—¡Déjala tranquila! Querrá prepararse para el viaje como si de una ceremonia de iniciación se tratara.
—Sobre todo no se lleven el equipaje —grita una aguda voz de mujer.
Es Robur quien contesta con un tono desencantado.
—¡Oh, sí! Dejadlo, lo encontraréis demasiado pronto.
Mailys cierra los ojos, preguntándose de golpe dolorosamente si Robur la contaba entre el equipaje que se encontraba demasiado pronto. Por el momento, Robur no se separaba de una rubia flaca y mustia, claramente mayor que él. ¿No fue con ella con quien había tenido sus primeras experiencias de toma de cronocibina? Algunos habituados al viaje nombraban el mundo en el cual se encontraban siempre transportados, «el cronoland», y aseguraban que se podían encontrar en él con quienes se habían marchado.
¿Era esto lo que buscaba Robur: encontrar esta rubia en los paisajes inmateriales del cronoland? ¿Quizás ya estaba harto de los cabellos negros y de los ojos oscuros de Mailys? Harto también de sus largos miembros y de su aspecto de gitana. Había buscado su oponente y sin duda ella, con sus faldas de zíngara y sus collares multicolores, formaba parte del equipaje que debía abandonar. Desde su sitio ella observaba a todo el mundo.
Ninguno, ninguna con quien ella tuviera ganas de marcharse, con quien tuviera ganas de descubrir el cronoland. No, se marcharía sola y sin equipaje, y sola es como exploraría el nuevo país. Intentó imaginárselo según las descripciones que le habían hecho, el suelo blando, la hierba suave y los colores luminosos.
—Despierta, Mailys —dijo una voz a su lado—, nos vamos pronto. Los billetes han llegado.
Una mano compasiva la saca de su refugio, la conduce hasta el centro del círculo donde, en el mismo suelo, está puesta una bandeja con un montón de minúsculas cápsulas autoadhesivas, llaves que pueden abrir las cerraduras de las puertas del otro mundo.
La conversación es animada, ya que los proveedores acaban de anunciar un hecho sin precedente: el precio de la cronocibina ha bajado de una forma fabulosa. Las cápsulas se han vuelto muy asequibles.
—Escribiré un artículo en Viento libre —suelta Amar—; yo lo, encuentro muy sospechoso.
—Seguramente —prosigue Laureline—; para mí es una trampa de la policía y estamos todos dentro.
Con tono categórico, Robur cortó por lo sano, asegurando que «la cuestión no es ésa». Es su frase favorita, y Mailys le corta entre irritada y agresiva, y le obliga a definirse: «¿cuál es la cuestión?, ¿eh? ¿cuál es si no es ésta?».
Cogido por sorpresa, Robur acaba por explicar lo que teme: si las cápsulas son ahora tan baratas, los que viajaban una vez al mes hasta ahora, por falta de medios económicos, se arriesgarán a pasar todo su tiempo de viaje.
—¿Y bien? ¿Por qué no? ¿Tanto te gusta lo de aquí?
—No. Sabes bien que no. Pero es que, justamente, este mundo, lo quiero cambiar. Entonces, si estoy todo el rato en cronoland
Mailys se encogió de hombros:
—Robur se cree importante porque es responsable sindical.
Alguien se echó a reír.
—Sabes, muchacho, la tierra continuaría girando.
—Claro —soltó Amar—. Y si yo pasara mi tiempo en cronoland, la tierra continuaría girando también. Y Viento Libre seguiría saliendo todas las semanas, y alguien escribiría en mi lugar las «crónicas fuera de serie». Todos sabemos que nadie es imprescindible, pero...
El resto se pierde en un rumor confuso y Mailys se siente presa de malestar pensando en los niños parapetados en su silencio que, día tras día, procura encontrar. Es verdad, nadie es imprescindible, y si ella dejara de ocuparse de estos pobres pequeños, otro u otra tomaría su puesto. Pero si todo el mundo quisiera ir a cronoland.
La conversación se generaliza.
—Nadie nos impide planificar nuestros viajes.
—Sí, pero si puedes pasar en cronoland toda una tarde por menos de lo que cuesta un helado...
—En fin, somos adultos, ¿no?
—Tiene razón. Somos adultos, gente razonable, ¿no?, y no tenemos tiempo que perder.
—¿Ah, no? ¿Y qué haces tú, con tu tiempo?
El otro se incorpora, con aspecto agresivo. No, no tiene tiempo que perder y juzga que su acción es válida. Está luchando para que las «lluvias publicitarias» sean prohibidas.
—Pensar que osamos aprovecharnos de un elemento natural para...
—Escucha, cálmate, estamos de acuerdo, pero tú harías mejor en unirte a un grupo revolucionario, parece que tengas vocación.
—Basta. Ya es suficiente. ¿Nos vamos o no nos vamos?
—¡Naturalmente, largarte es todo lo que te interesa!
—No tienes más que quedarte, si marcharte es contrario a tu ética. Nadie te obliga.
Amar, silencioso desde hace algún rato, toma la palabra de nuevo.
—Lo que me inquieta, es que el precio haya bajado. Estoy casi seguro que es una trampa, ¿pero, por qué?, ¿con qué fin?
Se detiene, ansioso, y vuelve a hablar, en voz más baja.
—En fin, ¿qué es lo que quieren, enviarnos a todos allá, para tener paz aquí?
—¡Oh, para lo que les molestamos! Sólo somos vagabundos.
—Si queréis mi opinión, harían mejor en perseguir los grupos de verdaderos revolucionarios, los que hacen verdaderamente algo. ¡Los peligrosos, vamos!
—Vamos, hombre —soltó Robur, siempre seguro de sí—, los verdaderos revolucionarios, quiero decir los que quieren tomar el poder por las armas, no perderán el tiempo en el cronoland:
—¿Estás tan seguro? —murmura Amar en voz tan baja que nadie le oye.
De todas formas, todo el mundo tiene ganas de marcharse. Se distribuyen las cápsulas y se hace un silencio tenso. Mailys, antes de fijar la minúscula cápsula autoadhesiva en el hueco de su brazo, se refugia en su nido de almohadones. ¡Que no se encuentre con nadie! Se quiere marchar sola, enclaustrada, entre paredes, como estos niños autistas con los que nadie puede comunicar. Que Robur se vaya con la rubia; ella se irá sola. Descubrirá sola el cronoland. Los cojines casi se han cerrado sobre ella como pétalos de una gran flor cuando fija la cápsula al hueco de su brazo.
Y, casi inmediatamente, siente el viento en sus cabellos. Abre los ojos sobre un paisaje luminoso dulcemente ondulado. Así que es esto, el cronoland. Perspectivas movedizas, colores inciertos, pero suaves y tiernos. Un lugar de dulzura, de ternura, un lugar de reposo también. Da algunos pasos. El suelo es también tierno, y se siente ligera como si el aire que parece tan puro la privara de peso. Estoy sola, piensa de repente; es, pues, mi dominio, mío. Se acerca a un árbol cuyas ramas más bajas cuelgan hasta el suelo. Su follaje es pálido y murmura bajo una brisa ligera. Tiende la mano hacia una fruta redonda de color ocre rosado. Pero sus dedos se hunden en una materia algodonosa casi sin consistencia. Decepcionada, se aleja, empieza a trepar a una suave colina. Algo brilla detrás. Para su asombro, no le faltan más que algunos pasos para llegar hasta la cumbre. Y aquí, en el otro valle, palacios translúcidos brillan dulcemente. Parecen lejanos, y, sin embargo, puede Ver todos los detalles de su arquitectura: los balcones esculpidos, los campanarios y las torres con calados de oro y plata, y las pesadas puertas con incrustaciones de piedras de color. Justamente, una de estas puertas se abre y aparece un joven, se queda inmóvil algunos instantes en el umbral, como deslumbrado por la luz. Es alto y delgado y ella observa sus cabellos oscuros y sobre todo sus ojos azul oscuro, ojos inquietos que viven la angustia y la duda. Ella no se extraña de poder distinguir tales detalles a pesar de la distancia, está ya acostumbrada. Y quizás el joven lo está también ya que, de repente, la ve y se miran como si estuvieran cerca el uno del otro. Bruscamente, se pone a correr hacia ella, que, presa de un irresistible impulso, empieza a descender la colina. Sin embargo la distancia parece crecer entre ellos. Cuanto más avanzan el uno hacia el otro, más parecen achicarse sus siluetas, fundirse en el horizonte luminoso. Mailys quiere gritar, pero su voz es débil, como ahogada por la espesa niebla. El joven no es más que un punto en el horizonte, cuando las colinas, los árboles, y los palacios se funden en la luz.
Brutalmente, el aire se vuelve espeso, cargado de olores malsanos. Apoya sus dedos sobre sus párpados y los aparta enseguida, ya que sus ojos están doloridos. Incluso antes de volver a abrirlos, ella se da cuenta.
La sala mal iluminada huele a alcohol y a humo enfriado. Por todas partes vuelven viajeros, la mirada obsesionada, los hombros un poco encorvados, el paso incierto. ¿Por qué se acerca Robur guiñando el ojo detrás de sus gafas oscuras, como si no la conociera? ¿Por qué le pone sobre el hombro una mano posesiva?
—¿Vienes? —dice con una voz mal controlada—. ¿Vienes? Regresamos.
Ella se desprende.
—¿Quiénes?
Tiene un aire de incomprensión total.
—Bueno, tú y yo. Vamos a mi casa. No te inquietes —añade con ese tono que ella detesta—. Me conozco. En algunos minutos estaré totalmente readaptado y podré conducir el tronicar.
Azorada, Mailys se pregunta qué es lo que quiere decir. Se acuerda vagamente que, hace algunos siglos, tenía la costumbre de vivir en casa de Robur, de ir a pasar allí días y noches. No obstante, ¿qué tenía para ofrecerle sino una habitación hostil y una mirada mezquina detrás de la pantalla de sus gafas?
Ella sacude la cabeza, se aleja, escuchando con aburrimiento sus recriminaciones mientras la sigue hasta el pasillo, hasta la puerta de entrada.
—Pero, bueno, ¿qué te pasa? ¿Es porque yo estaba al lado de esa rubia al salir? ¡Pero si es sólo una experiencia para comprobar si es posible encontrarse en cronoland con el compañero dé partida! Hay quien afirma que es posible. ¿Qué te pasa?; ¿te hubiera gustado que hubiera probado contigo?
Le mira, sorprendida. ¿Era esto lo que hubiera querido hace siglos? Ya tiene la mano sobre el pomo de la puerta.
Él la retiene, apretando duramente su brazo.
—O tal vez lo que hubieras querido es que te llevara en un viaje precedente. Estás resentida conmigo porque yo he ido antes que tú al cronoland. Pero sé que eres frágil. Quería tener esta experiencia antes de arrastrarte, sólo para ver si podrías soportar esto. Vamos, ven; no te hagas la niña.
Prueba de librarse de nuevo, y, rabiosamente, Robur afloja su apretón, abre la puerta para ella.
—A menos que hayas encontrado allí a alguien que...
No oye la continuación; ya desciende las escaleras, ya está en la calle, caminando con un paso alegre, cantando en voz baja: «He encontrado a alguien allá, a alguien allá, a alguien allá...».
4.
Todo se desarrolló con rapidez, con mucha rapidez, con demasiada rapidez para que los principales interesados pudieran tener tiempo de reaccionar y clara conciencia de lo que les pasaba.
El escenario: una vivienda en el piso 40 de una torre de mediana importancia en el barrio residencial de Europa-1; una zona de cerros donde aún se conservaban raras franjas de hierba enfermiza con algunas coníferas esqueléticas, y que formaba parte en otro tiempo de una región llamada Baviera.
Los personajes: nueve jóvenes (es decir, entre veinte y treinta y cinco años), siete hombres y dos mujeres, que se llamaban, respectivamente, Wolferd, Mora, Tancrid, Aldo, Verd, Jan, Ahrmid, Graziella y Walburgis. ¿Pero qué importaba eso? Estos nueve jóvenes estaban fichados por el S.S. de Europa, lo que significaba que cualquier grupo o individuo que poseyera un ordenador terminal ligado al P.—C. (Población-Control) de Europa-1 Centro (por ejemplo un comisario de barrio o un inspector itinerante), podía en algunos minutos tener información respecto a cada uno de ellos equivalente a un dossier de varios centenares de páginas. Pero esto los nueve conjurados ya lo sabían.
Lo que no sabían es que su escondite actual, esta vivienda rica de un barrio burgués, alquilada con un nombre falso por un simpatizante en principio fuera de toda sospecha, era ya una trampa desde hacía varias semanas: un micrófono ultrasensible (material japonés, el más fiable) había sido colocado en la funda del climatizador por manos discretas, y todas las ventanas estaban bajo la mira de anteojos potentes colocados en torres vecinas, ante los cuales se relevaban cada veinticuatro horas unos policías. Lo que no sabían es que los bullen esperaban para intervenir a que todos los miembros aún en libertad de la Célula Amílcar Cabral, fracción del E.L.E. (Ejército de Liberación Europeo), se reunieran en este lugar estratégico.
Y el momento había llegado. Wolferd, después de darle muchas vueltas, había decidido asestar un gran golpe: ejecutar, en el momento de la inauguración de su nuevo local, al jefe del grupo de prensa Trans-Europa, que se ensañaba muy particularmente contra los marginados del sistema.
Así, cada uno de los miembros de la célula había sido advertido por una llamada visofónica hecha desde un lugar público e interrumpida al instante, cada uno había llegado a la vivienda por un trayecto complicado. Las cortinas habían sido corridas ante las ventanas y la luz reducida al mínimo, para dar la impresión de un lugar inhabitado; el visófono había sido desconectado, la puerta tenía el cerrojo echado, dos chivatos electrónicos (material europeo, que no estaba mal tampoco) habían sido colocados sobre el rellano y en la caja del ascensor. Y un centinela armado con un fusil de asalto americano M 32 de repetición estaba de guardia detrás de la puerta, en el hall de la entrada. Por el momento, era Ahrmid quien ocupaba este puesto.
El asalto se inició en el preciso momento en que Wolferd alargaba hacia un plano detallado de Europa-1 Centrum una mano en la que sostenía un marcador magnético, y decía: «He aquí la calle por la cual...». Y el infierno se desencadenó. El techo estalló, una de las paredes de la sala de reunión voló en fragmentos, proyectando sobre los conjurados polvo de yeso y de fibrocemento, cascotes contundentes, partículas de metal; varios vidrios se astillaron bajo el impacto de botas proyectadas hacia adelante, las cortinas se hincharon con el viento de cuerpos en movimiento. Y, enseguida, la sala se pobló de siluetas negras. El enemigo, al que se esperaba por la puerta, había entrado por las ventanas tras haber descendido a lo largo de la pared exterior con la ayuda de cuerdas, bajando desde la vivienda de encima, ocupada desde hacía tiempo; entraba también por el techo destrozado y el apartamento de al lado, ocupado también por la policía. El enemigo era un comando de las S.E.A. (Secciones Especiales de Asalto) del S.S., esos terribles polis de negro enfundados en sus chalecos anti-bala, que parecían escarabajos, con la cara protegida por una máscara y dos grandes ojos redondos, el cráneo embutido en el casco redondo, rojo vivo, adornado con dos antenas flexibles... un atuendo estudiado especialmente teniendo en cuenta los arquetipos del terror...
Graziella, que estaba apoyada en la pared en el lugar preciso de la explosión de la carga, fue proyectada hacia adelante y rodó en medio de la sala derribando una mesa baja; Ahrmid, que surgía del hall, fusil en mano, fue detenido por un cuchillo que se hundió hasta el puño a la altura de su diafragma. Granadas paralizantes rodaron sobre el parquet, dejando escapar el eficaz humo azulado. Wolferd, que había hecho un gesto rápido hacia su pistola puesta sobre el velador, fue despedazado por una ráfaga que le cortó casi en dos justo por debajo de la cintura; el brazo izquierdo de Walburgis, que estaba sentada a su lado, se rompió por tres sitios bajo el impacto de las balas de fragmentación; fue proyectada contra Wolferd y su sangre arterial se mezcló a las vísceras esparcidas de su amante. Mora yacía inanimado sobre el suelo, sepultado bajo los escombros del techo. Tancrid quiso correr hacia la puerta; un escarabajo le cortó el paso, una navaja le atravesó la garganta, de una oreja a la otra. Verd pudo engañar a dos policías, se echó a través de la abertura estrellada de una ventana rota; ningún grito delató su larga caída. Aldo y Jan levantaron los brazos pero resbalaron casi enseguida en medio de los otros cuerpos, paralizados por el gas.
Cuatro o cinco segundos, y todo había acabado. Otros hombres entraban en la vivienda, esta vez por la puerta, que ya habían abierto los escarabajos. Los muertos, los heridos, los inconscientes fueron evacuados en un tiempo récord. Había cuatro muertos. Otros dos —poco importa quiénes— murieron durante su traslado al hospital. Y la suerte de los tres supervivientes —poco importa quiénes— no sería más envidiable. Ahora policías de paisano registraban el apartamento; los gases de dispersión rápida ya no eran activos, quedaba solamente en el aire un olor casi agradable de amoníaco y de almendras tostadas. Armados en pie de guerra, rígidos, los miembros de las S.E.A., siempre enmascarados, parecían estatuas de plástico brillante, los extras inmóviles de una película de ciencia ficción de tercera.
Un hombre de paisano, el último que entró en la vivienda, había ido hasta el balcón, sobre el cual se había apoyado, dejando errar una mirada azul y fría sobre el panorama de las torres que el anochecer cubría de cenizas. Se sobresaltó cuando un inspector gordo, rojo, calvo, sudoroso, con los dientes cariados, y el aliento cargado, se le acercó y se puso firme frente a él, con su vientre abultado estirando los faldones de su impermeable de vinilo.
—Hemos hecho una primera estimación, señor...
—¿Y bien? —soltó simplemente el hombre de paisano de conjunto ajustado.
—La pesca es buena... —sopló el poli gordo—. Material electrónico, cartas, algunas armas: fusiles, pistolas automáticas, pistolas-ametralladoras, americanas o de la Europa del Este. Y en la sala de al lado, una reproductora alpha.
—¿Alguna lista de nombres o direcciones, algún carnet, bandas magnéticas, códigos?
—No hemos encontrado nada de este tipo hasta el momento. ¡Ah!, olvidaba esto...
El inspector entregó a su superior una cajita plana rectangular. El tipo alto la abrió. En el interior había unas veinte dosis de cronocibina con envoltorio de plástico. El envoltorio ni siquiera estaba roto.
Wim agradeció con un movimiento de cabeza y volvió a cruzar a grandes zancadas el apartamento devastado. Ya no tenía nada que hacer allí.
5
El cuerpo tendido sobre la mesa reluciente de limpieza aséptica estaba totalmente desnudo. Una ventosa pectoral, una corona de caucho negra, una pulsera de metal brillante, conectaban el cuerpo a un gran armario metálico blanco mediante un conjunto de hilos en espiral forrados de negro.
El cuerpo era de un hombre joven, delgado, cuyas costillas sobresalían y cuyas crestas ilíacas se erguían a una y otra parte del abdomen cóncavo; podía tener veinticinco años.
El hombre bien vivo, que estaba de pie cerca del cuerpo y observaba con atención los cuadrantes que tapizaban el armario metálico, era, al contrario, más bien rechoncho y de más edad. Vestía un mono blanco con múltiples bolsillos, llevaba anacrónicas gafas redondas sin montura, una corta barba blanca, y sus cabellos, igualmente blancos, escasos en lo alto del cráneo, le caían por detrás de la nuca hasta los hombros. El hombre parecía lleno de un júbilo secreto que marcaba con un abanico de finas arrugas la esquina de sus ojos grises; tarareaba con la boca cerrada algunos compases de alguna canción de moda y, tras la espalda, sus manos se abrían y cerraban como si hubiera querido agarrar una misteriosa presencia revoloteando en el aire ambiente. Finalmente el hombre oprimió una tecla. Se abrió la puerta del fondo del laboratorio. Una joven en mono blanco apareció y se acercó al que le había llamado.
—¿Me necesita, profesor Lortain?
—Míreme esto —dijo el profesor poniendo familiarmente la mano sobre el hombro de su ayudante, al tiempo que le mostraba los tableros débilmente vibrantes del armario—. ¿Qué diría usted?
—¿Un coma profundo?
—¡Mucho más! Quiero decir: si consideramos la temperatura basal del cuerpo y la curva de enfriamiento, las pulsaciones cardíacas y todo el resto, diría que estará clínicamente muerto dentro de una hora. ¡Pero, mire! No morirá. ¿Es compatible esto con un diagnóstico de coma profundo?...
El profesor Lortain señalaba con un dedo triunfante la pantalla del encefaloscopio.
—Es fantástico... —murmuró la joven.
Sobre el rectángulo verdoso, unas líneas movedizas se estremecían como la cresta de las olas agitadas por una marea galopante y las olas se hinchaban, caían, estallaban, testigos de una actividad encefálica prodigiosa...
6
—¡Cómo! —estalló la mujer—, ¿ya no está en una habitación particular? ¿Pueden explicarme qué significa esto? No me van a decir... No está... no está...
Su voz se había quebrado en medio de la frase, su furor se había ido instantáneamente, asaltada por un miedo que ahora se hinchaba en su pecho, le subía a la garganta, ahogaba las palabras prestas a surgir.
—Cálmate, Irmin, cálmate... —le decía su marido envolviéndola torpemente con sus largos brazos.
—Escúcheme, señora —intervino calmadamente la enfermera que había acogido al matrimonio en el hall B-7 del hospital (6.000 m2. de superficie) de Europa-1 Centrum—. Les aseguro que su hijo no está muerto. Está simplemente inconsciente y... clínicamente en un estado que nosotros llamamos fase post-cronocibínica. Tenemos numerosos casos de enfermos que presentan los mismos síntomas, y... como no poseemos todavía un método de cuidados apropiados para esta enfermedad, nos es absolutamente imposible prolongar la estancia en habitación particular de los sujetos inconscientes.
La enfermera había hablado muy deprisa, como si recitara un discurso muchas veces repetido. Y así era, en efecto. Fue necesario que los lentos engranajes de la mente de Irmin Wasterfeld se pusieran en movimiento para desmenuzar la información, antes que ella empezara a farfullar, presa de las congojas de la duda, de la pena, del terror.
—Pero... ¿qué quiere decir? ¿No se ha podido despertar a Aragel? No entiendo... Es esta porquería que tomaba, ¿no es eso?
—Es un efecto secundario de la toma demasiado frecuente de cronocibina, sí, señora... Ya habrá oído usted hablar de este tipo de efectos en la holovisión, ¿no es cierto?
—Pues sí, Irmin, hemos oído las informaciones... He tratado de explicarte, ya sabes... —soltó el marido, más para la enfermera que para su esposa, cuya boca abierta, demasiado maquillada, formaba dos paréntesis escarlatas bajo su rostro lunar que la iluminación blanca del hall volvía pálido. Irmin Wasterfeld se libró del débil abrazo de Karel, fue a plantarse a algunos centímetros de la enfermera, rubia, plana, aseptizada, impasible, bello objeto sin alma moldeado en el mono verde pálido de las auxiliares de sanidad.
—Con informaciones o sin ellas, quiero ver a mi hijo, ¿comprende? ¡Quiero ver a mi hijo! —gritó.
La enfermera pestañeó, levantó una mano apaciguadora.
—Bien, señora, está en su derecho. Si quiere esperar algunos instantes, voy a hacer que la lleven a su lado... Pasaron algunos instantes en la agitación apagada pero incesante del gran hall. Otra enfermera vino a buscar al matrimonio Wasterfeld, tan plana y tan fría como la precedente, aunque ella tuviera la piel negra.
—Por aquí, señora, señor...
Los hizo penetrar, con otras veinte o treinta personas, en la cabina de un ascensor que se deslizó con suavidad hacia las profundidades del hospital. Sobre la pared, único índice de movimiento, una cifra verde se iluminaba en un cuadrado de cristal: 10... 15... 20 pisos por debajo del nivel 0. ¿Comunicaba el hospital directamente con el infierno? En ese caso sería un infierno glacial y silencioso, donde los tormentos serían administrados por pálidos funcionarios enguantados y enmascarados... La cabina se paró finalmente cuando aparecía la cifra 36 en el tablero.
—Por aquí, señora, señor...
Turistas apresurados de visita en las catacumbas de plástico, de acero brillante y de vidrio frío, el señor y la señora Wasterfeld se precipitaron tras otros ofuscados visitantes, en pos de la enfermera con voz de azafata de aviación. Cruzaron una sala, dos salas, tres...
—Dios mío... Dios mío... Dios mío... —no cesaba de titubear Irmin cuando pasaba a lo largo de las camillas alineadas, en donde yacían...
Pero los alineados debían de estar perfectamente ordenados, y la enfermera debía de conocer a la perfección la geografía humana de los subterráneos, pues Irmin y Karel fueron rápidamente abandonados cerca de una cama.
—Su hijo está aquí... —dijo la enfermera; y los plantó delante del lecho, arrastrando, «señora, señor», a los otros visitantes por el dédalo.
Un último ¡«Dios mío»! expiró en los labios de Irmin Wasterfeld. Se inclinó sobre la cama, pasó una mano temblorosa sobre la frente del yacente y la retiró con un pequeño gemido de ratón.
—Karel... él está... está helado. Está muerto. ¡Tócalo! ¡Tócalo!... Ella nos ha mentido... ¡Te digo que está muerto!
—Cálmate, Irmin... Te lo ruego, cálmate —cuchicheó el hombre alto con brazos como patas de araña. Pero cuando, a su vez, hubo osado rozar la mejilla de su hijo, su mano se puso a temblar, y tuvo que deslizarla en el bolsillo de su mono. Irmin había juntado sus puños contra su generoso pecho, se había puesto a llorar silenciosamente, y las lágrimas, que corrían como cuentas de cristal sobre sus mejillas demasiado maquilladas, trazaban surcos paralelos que le dejaban un rostro como de grabado. Acostado en su cama estrecha y blanca, inmóvil, con los ojos cerrados, Aragel les devolvía la evidencia de su escapada fuera del mundo; tenía dieciocho años, había heredado de su madre una capa de grasa superflua; ahora, no era más que un muñeco de plástico sobre un expositor.
—¡Doctor, doctor..., por favor! —exclamó Karel.
Había atrapado el brazo de un médico —reconocible por la gran cruz blanca que estampillaba la espalda de su mono de uniforme— que circulaba a grandes zancadas entre las camas alineadas. Pero una vez que el médico se detuvo, inquiriendo con la mirada a Wasterfeld, el hombre ya no supo qué decirle. El doctor se inclinó sobre la cama, levantando con una mano el rizo pelirrojo que acababa de caerle sobre los ojos. Leyó a media voz las indicaciones puestas sobre la ancha etiqueta que colgaba de la cabecera de la cama: «Aragel Wasterfeld... Nacido el... admitido en el hospital el 7 ࢤ 4... caído en fase crono el 9 ࢤ 4... Mmmm...».
—No entienden ustedes lo que le pasa a este joven, su hijo, supongo... ¿Es eso, no?
Los esposos Wasterfeld no pudieron más que mover la cabeza bajo el apostrofe lanzado por una voz más cansada que provocante.
—Pues bien, para hablarles francamente, no comprendemos tampoco gran cosa —confesó el joven médico echándose sobre la sien el mechón que le volvía obstinadamente al ojo—. A partir de una cierta dosis de cronocibina, quince, veinte, veinticinco comprimidos según los individuos y la frecuencia de las tomas, el sujeto cae en un letargo. Dos o tres pulsaciones por minuto, una temperatura corporal de 27 o 28 grados... cosas naturalmente incompatibles con la vida tal como se la suele definir. Y, sin embargo, el sujeto no muere. Ningún signo de necrosis, sino una moderación extrema de todas las funciones, una reducción del metabolismo. No es ni siquiera necesario alimentarlo con inyecciones intravenosas, por lo que la experiencia nos ha enseñado... Sólo el cerebro continúa su actividad. El sujeto sueña. No hace más que esto, lo que constituye una nueva contradicción.
—Pero entonces... ¿qué se puede hacer? —apuntó Karel.
—¿Qué se puede hacer? Nada. Esperar. La acción de la cronocibina sobre el organismo no ha podido ser claramente definida, ni siquiera analizada. Y, ciertamente, no hay medio de despertar a los dormidos. Entonces los dejamos dormir. Y si quieren mi parecer, están bien aquí, donde están.
El joven médico había pronunciado la última frase rápidamente y en tono muy bajo; no estaba seguro que los padres del dormido la hubieran oído; dio algunas excusas, el trabajo, el tiempo; les deseó mucho ánimo, y se fue a través de las hileras de camas. Karel e Irmin permanecieron aún algunos minutos, inmóviles y silenciosos, delante del cuerpo rígido; y, lentamente, la mujer gorda apoyándose en el brazo del hombre alto, volvieron a tomar la dirección de los ascensores, caminando a través de las camas, los centenares y centenares de camas alineadas bajo las lámparas de apaciguante luz verde pálido, estos centenares de camas en donde centenares de viajeros inmóviles continuaban su periplo de silencio y de frialdad.
7
Venise se limaba las uñas con furor esperando la visita del profesor Lortain. En la vivienda reinaba un desorden inhabitual: ropa, libros, periódicos, documentos puestos al azar sobre los muebles o en el suelo... Pero poco importaba. Las cifras daban vueltas en su cabeza, obsesivas. Más de tres millones de drogados ya en coma profundo. Tres millones, de ellos cuatrocientos cincuenta mil en Europa-1. Pero, contrariamente al plan de Fassbender, no eran parados o, más bien, estos últimos representaban sólo una pequeña minoría. No, se trataba más bien de gente perteneciente a la clase superior, estudiantes, y a la inteligencia en su conjunto. Se iban para un corto viaje, volvían a empezar y un día ya no volvían más. Lortain no quería decir nada. Y, para guardar las apariencias, Fassbender pronunciaba discurso tras discurso, repitiendo que el terrorismo había desaparecido prácticamente. Y, por cierto, era verdad. No había habido el más mínimo atentado reivindicado por un grupo terrorista desde hacía casi un mes, e incluso los atracos a mano armada, pillajes, robos no políticos, estaban en clara regresión. Las tomas repetidas de cronocibina disminuían la agresividad y desligaban a los ciudadanos de sus bienes materiales. A los utilizadores asiduos no les importaba el dinero, el bienestar social, las vacaciones, las primas, los tronicares y el retiro. Lo único que querían era que se les dejara tranquilos. Pero el resultado era catastrófico en el plano económico. Las empresas se declaraban en quiebra. El absentismo aumentaba cada día más. Incluso la investigación puntera se veía afectada. ¡He aquí el resultado del plan cronocibina de Fassbender: la disgregación lenta de la sociedad!
Era todo esto lo que se había tratado en el último consejo secreto de Europa. Venise tenía todavía en sus oídos el torbellino de las críticas que se habían abatido sobre su jefe. Minotti, el presidente de Europa-6, el hombre que subía en el seno de la Federación, había sido particularmente severo con Fassbender. ¡El viejo Fassbender! Ella le quería bien, a pesar de todo...
Por tercera vez, fue a la habitación para ver dormir a Wim; los rasgos inmóviles, el brazo izquierdo replegado sobre la cápsula de cronocibina. Se acordaba de las últimas palabras de Fassbender —sus últimas instrucciones— al final del consejo, varias horas antes. Fassbender había reunido en su despacho particular (al amparo de micrófonos y de cámaras espías) a las tres personas en las que tenía la máxima confianza: Wim, Lortain y ella, Venise.
—Lortain —había dicho Fassbender—, vea en qué situación me encuentro... Si yo caigo, cae usted también. Y será de muy alto, créame. La cronocibina es a pesar de todo invención suya. Tenemos que aclararlo. Quiero la opinión de un científico de confianza sobre lo que pasa «allá», y la única persona en la que tengo todavía confianza es usted. Ya sé que no ha utilizado nunca la cronocibina en usted mismo... Es necesario ahora que se decida. ¿No es así?
Lortain se había contentado con sonreír moviendo lentamente su blanca cabeza.
—Wim nos ha confirmado que desde su último viaje todos los miembros de los grupos revolucionarios... quiero decir, terroristas, los más peligrosos, presentes sobre el territorio de la Federación, están ahora en coma profundo. Quiero también saber lo que hacen allí, lo que preparan... Wim, Lortain, van a marcharse ustedes allá, juntos, enseguida. Y es aquí donde interviene usted, mi querida Venise. Wim y Lortain van a tomar la cápsula en su casa. Estaré más tranquilo. No ignora, Lortain, que sus laboratorios están vigilados por servicios que no están todos bajo mi autoridad. En casa de Venise, no arriesgan nada, por lo menos así lo creo. Váyanse ahora, pero no juntos. Se encontrarán en casa de Venise. Y... a su regreso, vengan inmediatamente a darme cuenta aquí mismo, sea cual sea la hora del día o de la noche. No dejo el Palacio, claro está...
El plan se había desarrollado perfectamente hasta el momento... aparte del retraso de Lortain. ¿Qué hacía? Venise no podía dejar de mirar el cuerpo inmóvil del agente secreto. ¿Dónde estaba? ¿Qué veía? Ella no había intentado nunca emprender el «viaje».
Ninguno de los miembros del gobierno lo había hecho. Se hablaba de maestría, de control de sí mismo, de integridad de las facultades. Nos debemos a nuestros conciudadanos, decía Fassbender: nos debemos a Europa entera.
La joven pensó vagamente en las descripciones de cronoland que hacían los que volvían. Hablaban de dulzura, de paisajes apacibles, del tiempo que transcurría allí sin altibajos, hablaban del retorno a las fuentes y decían que todo era sencillo. Venise miró duramente a Wim. Él estaba en misión de servicio; todas estas historias de calmosa felicidad no eran para él. Pero, ¿lograría ceñirse suficientemente a la realidad cuando este nirvana luminoso le rodeara por todas partes? ¿No acabaría por dejarse aprisionar en el interior de un capullo mullido? Los párpados cerrados escondían los ojos de un azul intenso, ojos inquietos llenos de angustia y de nostalgia. ¿Cambiaría de mirada ante los paisajes serenos de cronoland?
Aún estaba mirando al hombre sumergido en el sueño cuando el timbre de la puerta de entrada anunció la llegada de Lortain. Se adelantó a recibirle y le introdujo enseguida en la habitación donde dormía Wim.
—Llega con retraso, profesor... Wim se ha marchado sin esperarle —le dijo en tono de reproche.
—Ya lo sé... Pero tenía que poner en orden algunas cosas antes de mi partida —dijo el hombre, de largos cabellos blancos con un aire extraño de gravedad y de ironía—. Le voy a pedir algo, mi querida niña —continuó, poniéndole una mano paternal sobre su hombro— y es que conceda a mi viejo cuerpo la hospitalidad, sin hacer preguntas. ¿De acuerdo? Pero creo que los días que vienen van a ser duros. Si a usted también le dieran ganas de marcharse, no tarde mucho. Tome... le doy la posibilidad de un viaje sin regreso. Vamos, ¡cójala!
Lortain le puso en la mano algunas cápsulas que ella miró maquinalmente, no eran en nada diferentes a las cápsulas que había tenido ya ocasión de ver. Sus dedos se cerraron sobre los pequeños discos adhesivos.
—No comprendo —farfulló ella.
—Sí, sí entiende —dijo Lortain—. Ahora, déjeme. Adiós, Venise. Y hasta pronto, quizás...
El tono no admitía réplica y la joven, perpleja, dejó la habitación, cerrando la puerta a su espalda. Fue a poner una cinta de música clásica, no pudo soportarlo, la paró y programó un trozo de ruidosa música moderna, silbidos, rechinamientos, gorjeos, lo que se llamaba «música industrial». Y se sirvió una bebida alcohólica, la bebió sin placer, mirando frecuentemente el reloj, esperando no sabía qué. Un viaje sin regreso. Un viaje sin regreso. Estas palabras bailaban en su cabeza en medio de la cacofonía sonora y de los vapores del alcohol. ¿Qué había querido decir Lortain? Venise sabía muy bien que, para entrar en coma profundo, era necesario haber tomado varias dosis de cronocibina. ¿Entonces? Los comprimidos ofrecidos por Lortain estaban en el bolsillo de su mono. ¿Acaso...?
Oyó la llave girar en la cerradura y acercarse unos pasos. Pensó vagamente: es Amar, hubiera tenido que echar el cerrojo de seguridad... Pero ella no se movió. Se sintió abrumada, como anestesiada. Que entre, que sepa, ya que está aquí.
—¿Qué tienes? —dijo Amar—. Tienes un aspecto extraño...
—Ve a la habitación —dijo ella simplemente.
Él volvió emitiendo un largo silbido.
—Y bien, ¿qué significa eso? Es Lortain, ¿no es cierto? Pero ¿y el otro? ¿Un amigo tuyo? Guapo chico...
Se interrumpió, pues Venise lloraba. Nunca la había visto llorar. ¿Y ella? ¿Desde cuándo no se había visto ella llorar? Amar apagó la avalancha de música discordante, puso en las manos de su amiga otro vaso de alcohol. Ella dio algunos sorbos, se sintió mejor, y se puso a hablar. Toda esta historia hubiera tenido que quedar en secreto, naturalmente, pues Amar era un periodista contestatario, pero ya no podía guardar todo esto para ella, no podía más, simplemente no podía más,
—Temo que Lortain se haya administrado una dosis que le haya puesto de una sola vez en fase postcronocibínica... —concluyó Venise—. Me ha hablado de viaje sin regreso... Ya ves en qué berenjenal me he metido. O más bien en qué berenjenal me han metido. ¿Qué puedo hacer? ¿Visofonear a Fassbender? ¿Esperar que Wim vuelva?
—Deja tranquilo a tu Superman. En cuanto a Fassbender, si son ciertas mis informaciones, sus días en el poder están contados. Minotti conspira contra él, tanto en el seno del Consejo de la Federación, lo que ya sabes, como a través de los medios de comunicación. Intenta sublevar a los no-utilizadores contra Fassbender y... contra los que le rodean. Entonces para ti...
Amar se calló, se sentó sobre el brazo de un sillón y encendió pausadamente un hachigarrillo.
—¿Qué intentas decirme? —murmuró Venise.
—Lortain te ha dado una cápsula para un viaje sin retorno. ¿No es esto lo que has dicho? Creo que sería mejor para ti ir a buscarlo. Y di... sinceramente, ¿no has pensado nunca en ir a dar una vuelta por cronoland?
—Lo pensaba, pero con vergüenza. Ahora es quizás el momento, sí. Pero lo debo hacer rápido, si no el momento pasará y ya no tendré valor.
—Yo debo quedarme —dijo Amar inclinándose hacia ella—. Tengo aún cosas que hacer aquí. Pero te prometo reunirme pronto contigo.
Ella sacó una cápsula de su bolsillo, le sonrió y, con los ojos húmedos de lágrimas, se arremangó el mono.
8.
—Estoy contento de tenerles a todos a mi alrededor, camaradas —declaró Álvaro Gonsálvez—. No lamento haber venido de Argentina para intentar con ustedes este viaje. Y espero que no lamentarán haber partido conmigo. Hemos hecho lo que podíamos en la realidad. El M.I.R. ha luchado contra el poder, por todas partes en donde era posible, y hasta el límite de nuestras fuerzas.
Demasiados camaradas que nos son queridos han pagado esta lucha con su vida... ¿Quieres decir algo, Emilio?
Un hombre joven asintió, hundió su mirada ardiente en los ojos cansados del jefe del M.I.R.
—Tus palabras me parecen derrotistas, Álvaro. ¿Quieres hacerme creer que hemos luchado en vano? ¿Que debemos cruzarnos de brazos? No te acuso, Álvaro. Te tengo demasiado respeto. Pero quiero comprender... ¿Sabes? —añadió más bajo— nunca había venido al cronoland. Nunca había querido. Pensaba, como muchos de nuestros camaradas, que el combate debía tener lugar sobre la Tierra, en la realidad. Hoy, me he conformado con la resolución común. Pero, repito: ¿cuál es tu plan? ¿Qué podemos hacer, aquí?
El hombre viejo de la frente llena de arrugas sonrió.
—Voy a explicarte. Voy a intentar explicaros a todos. Otro, a quien espero, os explicará lo que yo no sepa deciros... Es verdad que nosotros, revolucionarios, hemos sido hostiles desde el principio a la cronocibina. Hemos visto, y con razón, un plan del gobierno de Europa para debilitarnos, para amordazarnos, al mismo tiempo que el uso del producto debía traer una solución a los problemas sociales provocados por el paro y la violencia. Sabemos ahora que esta intuición fue certera. Pero sabemos también que este plan ha sobrepasado con mucho lo que preveían Fassbender y sus esbirros...
El hombre alto y delgado cambió de posición sobre los cojines mullidos que soportaban su cuerpo seco y desnudo.
—Hay que razonar de forma dialéctica. En la realidad, la desorganización gana, pero la represión gana también. La situación se ha vuelto insostenible para nosotros, y todos lo sabéis. Hace algún tiempo que pienso que el cronoland puede ser para nosotros una tierra de retirada. Hasta hace poco, es verdad, era un mundo de sueño, inmaterial, completamente inestable. Pero, ¡mirad! Este salón suntuoso, este palacio que parece un edificio florentino del Renacimiento, son tan sólidos como las torres de hormigón de la realidad. Y nosotros estamos en plena posesión de nuestros medios físicos. Podemos tocarnos, hablarnos...
—Hay todavía elementos inestables —cortó una joven.
—Es verdad. Pero son cada vez más raros... De hecho, son sobre todo las distancias y el tiempo los que resultan a veces aberrantes. Por otra parte, ya no cabe ninguna duda: el cronoland se consolida. Y la duración subjetiva de los viajes crece sin cesar: incluso para un consumidor que está en su primera toma, es de cuatro a cinco horas por una pérdida de conciencia de una hora en la realidad. Y me había dicho que la conjunción de estos dos elementos representaba nuestra suerte: acosados, perseguidos en la realidad, podíamos refugiarnos aquí, reunirnos, hacer planes minuciosos que podríamos poner en ejecución al despertarnos... Pero era aún ver demasiado corto, era aún una solución a medias.
—¿Quieres decir que el cronoland puede ser para nosotros un terreno de retirada a largo plazo? —dijo un hombre de voz fuerte y con rostro grabado—. Tendríamos que saber antes a qué atenernos. ¿Va este mundo a seguir consolidándose? ¿Adquirirá una cierta permanencia? No debemos olvidar que llegamos aquí desnudos, y que aparte de nuestros cuerpos —si son realmente nuestros cuerpos— no podemos hacer pasar nada material, ni en uno ni en otro sentido. Hay también esta reciente epidemia del coma profundo en los consumidores abusivos... ¿Qué hay de esto realmente? Sabes lo que se dice, Álvaro: la gente sumergida en este coma, permanecerá para siempre en cronoland. Hay muchas preguntas para las cuales no poseemos respuesta...
—La respuesta voy a intentar dárosla —dijo una voz calmosa.
Todos se volvieron hacia el que acababa de hablar. Estupefactos, se quedaron silenciosos algunos instantes. Los revolucionarios reconocieron a Lortain, cuyo rostro de buen hombre y larga cabellera blanca había llegado a ser popular por la holovisión. Se había materializado silenciosamente al fondo de la sala, en un momento o en otro de la discusión, y nadie había notado su llegada.
Álvaro Gonsálvez le hizo un signo amistoso con la mano.
—Te esperaba, Marcus —dijo simplemente.
Y Lortain tomó la palabra, en un silencio tenso que nadie osó cortar.
—Sí, soy yo realmente, el inventor de la cronocibina, y fue para poner en práctica el plan social de Fassbender por lo que emprendí mis investigaciones. O, más bien, por lo que he podido finalmente dedicar todo el tiempo y todo el dinero necesarios, pues hace cuarenta años que esta idea me da vueltas por la cabeza: poder ganar un mundo sin polución, sin exceso de población, sin fascismo latente o abierto. Un mundo... que no sería de este mundo, pero que cada uno podría crear a su conveniencia.
»Los poderes del cerebro humano son fantásticos, saben ustedes... La desgracia es que nosotros no podamos utilizarlos espontáneamente. Pero lo que somos incapaces de promover con nuestras solas capacidades innatas, la quimio-biología puede darnos el poder. He estudiado los filósofos del siglo pasado: Dick, y su teoría de los universos interiores que cada uno lleva en sí; Jeury, que presintió hace cerca de cien años la existencia de la cronólisis, que postulaba que cada uno, en el momento preciso de su muerte, puede ganar otro universo donde viva subjetivamente para toda la eternidad; el gran Jung finalmente, y el inconsciente colectivo, generador de mitos... Sobre estas bases metafísicas, frágiles por cierto, emprendí mis investigaciones materiales, para llegar finalmente a la puesta a punto de la cronocibina que materializa, en alguna parte, esas famosas partículas psíquicas que duplican cada átomo de materia.
»E1 cronoland es el producto, materializado en el espacio-tiempo, de la imaginación creadora de los hombres activada por la cronocibina. O, empleando una terminología tomada de otro investigador del siglo XX, Thomas Bearden, es la creación de una entidad psíquica supraindividual que proviene del «linkaje», o de la fusión, de los psiquismos. ¡Qué esperan los que quieren huir de la realidad de hoy! Vivir en un país sosegado, dulce, un país de belleza donde el horizonte sea ilimitado, donde el aire sea puro, donde el agua cante, donde frutos maravillosos crezcan en innumerables árboles, donde palacios encantados se levanten sobre las colinas... Palacios que sean la suma de la escasa arquitectura humanamente habitable que subsiste sobre la Tierra, Venecia, Florencia, Nueva Orleáns, Nueva Barcelona... Este país ahora existe y vosotros viviréis en él...
—¿Quieres decir... para siempre? —interrogó una joven robusta con la mirada sombría.
—Para siempre es una palabra más exacta de lo que pudieras pensar, pues los cronocibianos, una vez su cuerpo astral es definitivamente separado de su envoltura terrestre, ganan la inmortalidad, o algo que se le parece bastante. No olviden que estamos aquí en un espacio-tiempo que escapa a todas las reglas a las que estaban habituados...
—¡Pero no queríamos esto! —dijo el hombre rudo de voz fuerte—. Somos revolucionarios. Queremos cambiar la sociedad en la realidad. No huir a un mundo irreal...
—¿Irreal? —dijo dulcemente Álvaro.
Se levantó, abrió una ventana alta de doble hoja. La luz dorada del cronoland entró a chorros en la extensa sala de confines vaporosos.
—¡Este mundo es real! —prosiguió con fuerza el jefe del M.I.R.—. Más real que la Tierra que hemos dejado, y donde, a pesar de algunas acciones de esplendor que satisfacían nuestro orgullo, éramos impotentes. Os he dicho ya que era necesario reflexionar dialécticamente. ¿No vale más la pena construir un mundo nuevo que el agotarse en combates estériles? Créanme, he reflexionado largo tiempo. Mis contactos con el profesor Lortain no datan de ayer. Ha sabido convencerme. Ha estado siempre con nosotros. ¿No es cierto, camarada, viejo amigo?
—¡Oh, no he sido nunca un revolucionario! —prosiguió Lortain con su sonrisa irónica—. He sido siempre incapaz de la mínima violencia física. Solamente me he aprovechado de los medios puestos a mi disposición por el Consejo de Europa para abrir las puertas de este mundo nuevo que yo presentía. ¿No creen ustedes que aquí hay mucho que hacer? ¿Y no es más emocionante el conquistar pacíficamente tierras que nuestro espíritu ha sabido modelar, que agotarse en transformar un mundo exangüe? Álvaro sabía que tendrían algunas dificultades en compartir este criterio, al menos no antes de largas tergiversaciones... Entonces, como prefería más verlos vivos aquí que muertos en la realidad, les ha forzado un poco la mano, con mi ayuda. Como lo presentía el camarada que ha hablado hace un rato, es verdad que, después de un cierto número de tomas, de viajes, veinte o treinta según la constitución de los individuos, los consumidores acaban por entrar en una fase de letargo profundo que llamamos post-cronocibínica. A partir de este momento, se corta definitivamente el vínculo entre la envoltura material y el cuerpo espectral. A partir de este instante, somos totalmente cronocibianos, y para siempre... Como para la mayoría de ustedes era el primer viaje, he provisto a Álvaro, que se las ha facilitado, de nuevas cápsulas de cronocibina concentrada, que permiten el paso definitivo al cronoland en una sola vez... Y yo mismo la he usado, naturalmente.
Una jovencita se levantó.
—Entonces estamos muertos ¿no es eso?
—Este término ya no tiene ningún sentido, hija mía. No deben ya pensar en esta envoltura perecedera que ha quedado en un mundo invivible. Están aquí, en cronoland, en un mundo que se construye, se condensa a medida que se puebla de hombres y de mujeres que llegan con sus sueños, con sus esperanzas... Es lo que debéis tener presente en el espíritu. Sobre la Tierra, por supuesto, vuestros cuerpos van a ser destruidos. Pero puedo aseguraros que no tendrá la mínima repercusión sobre vuestra existencia aquí.
—¿Destruidos? ¿Cómo es eso? —interrogó el hombre de rostro grabado.
—Explíqueselo, Wim, ¿quiere? —dijo Lortain volviéndose hacia un tipo alto de ojos color azul profundo, que permanecía sentado, silencioso, en el centro de la asamblea—. Algunos de ustedes conocen a Wim, ¿no es cierto? —añadió Lortain, sonriendo maliciosamente—. ¿Piensan tal vez que es uno de ustedes?... ¿Quiere desengañarlos, amigo mío...?
Wim humedeció sus labios. Esperaba este momento hacía tiempo, desde que Lortain había aparecido y había empezado el discurso. Pero no tenía ningún miedo, y habló con calma.
—Soy un agente secreto del P.B.S. Me he infiltrado entre ustedes, en la Tierra, y he hecho también varios viajes al cronoland. Soy el enviado especial del presidente Fassbender...
Hubo algunos murmullos de estupefacción, pero ningún grito de odio, y ningún gesto hacia el hombre alto de ojos azules. En la realidad, Wim hubiera sido linchado inmediatamente; aquí, su confesión era acogida con calma y serenidad. ¿No era esto la mejor prueba de que algo había cambiado profundamente?
—El presidente me ha encargado recoger datos sobre lo que preparaban aquí... Allá abajo, en la Tierra, los escondites en donde reposan sus cuerpos han sido todos descubiertos. El plan de Fassbender prevé destruir estos cuerpos en letargo, esperando deshacerse de ustedes... tanto en la Tierra como aquí.
Wim esbozó esa sonrisa sin alegría que parecía rasgar su largo y duro rostro delgado.
—Pero han oído ustedes lo que ha dicho el profesor Lortain. Esta medida será ineficaz. Yo, de todas formas, voy a volver allá. No tengo suficiente dosis de cronocibina para estar estabilizado aquí. Pero creo que volveré pronto. Me gustaría encontrar a alguien, aquí... Y además, la vida de un agente secreto, ¿saben?, cuando se ha conocido esto...
El agente del P.B.S. alargó el brazo hacia la ventana, hacia la luz dorada del exterior, hacia la hierba tierna, las suaves colinas, el horizonte increíblemente lejano bañado en la transparencia del aire. Y se levantó, abandonó la asamblea, cruzó la gran sala, pasó el umbral de la alta puerta de madera tallada, materialización del sueño colectivo de todos los que habían ganado el cronoland suspirando por los esplendores del Renacimiento italiano.
Nadie tuvo ni una palabra ni un gesto para retenerlo pero, poco a poco, todos los participantes de la reunión se levantaron a su vez, y caminaron hacia la salida. Necesitaban, sin duda, ir a tomar un baño de este aire luminoso y tibio, para que el conjunto de las ideas asombrosas que habían tenido que asimilar en tan poco tiempo penetrara en ellos. Pero ninguno de estos ariscos revolucionarios pensaba todavía en discutir. En el fondo de ellos mismos, eran ya cronocibianos.
Fuera vieron cómo la silueta de Wim, increíblemente lejana y, no obstante, increíblemente nítida, temblaba en el aire límpido, se enturbiaba y desaparecía.
—Volverá, lo ha dicho —pronunció Lortain—. Volverá y hará como nosotros, irá hacia la orilla...
—¿La orilla? —dijo alguien.
Lortain sonrió; sus ojos miopes, que ya no estaban protegidos por sus anacrónicas gafas, porque no le habían seguido en su viaje, centelleaban de picardía.
—Uno de los filósofos de tiempos pasados en el cual me he inspirado, Jeury, había inventado un nombre para designar el lugar en donde se encontraban los individuos entrados en cronólisis: la Pérdida de Ruaba. Se trataba de una orilla, delante de un mar verde. Un símbolo seguramente, ya que el mar es el lugar mítico del nacimiento. Aquí, cada uno de nosotros debe caminar hacia su orilla. Cada uno de nosotros debe ganar la Pérdida de Ruaba, por su propio camino, sus propios sueños...
Comenzó a caminar hacia el horizonte, y todos se pusieron a seguirle sin prisa, cogiendo una flor, una fruta, maravillándose del mundo, maravillándose de vivir, simplemente de vivir.
—¡Mirad! Los pájaros... Hay pájaros —dijo una joven señalando los ágiles acentos circunflejos que estriaban el cielo.
—¡Y también insectos!
Un hombre alto y calvo mostraba con la punta de su dedo un minúsculo coleóptero rojo con motas negras, que pronto voló.
—Pero ¿de dónde vienen?
—¡Poco importa! Vienen porque tenemos necesidad de ellos. Porque los creamos...
Era su mundo, y ya aceptaban sus leyes. El hombre de cabellos blancos les había enseñado el camino. Dios o profeta, mago de lo intemporal, creador del mundo y dador de eternidad. Les había prometido una orilla, la buscarían. Antaño, en la otra realidad, habrían discutido su poder. ¡Pero antaño estaba tan lejos! Y la otra realidad, estaba tan lejos también... Ya no eran terrestres, eran cronocibianos, y habían dejado todos sus equipajes detrás de ellos.
¡Plop! Una mujer rubia y delgada se materializó en medio de los caminantes. Sus rasgos estaban llenos de sorpresa, esbozó un gesto para esconder su desnudez, y luego su asombro se convirtió en una sonrisa.
—Bienvenida, Venise —saludó Lortain.
9
Los dos médicos acababan de dar fin a su tarea. Rapidez, eficacia; guardaban ahora las jeringuillas y los frascos, volvían a cerrar los maletines, saludaban con un movimiento de cabeza. Y ¡hop! ya habían desaparecido.
—Bien... bien... —gruñó el presidente Fassbender—. La continuación, la continuación. ¡Acabemos ya!
Dirigió su mirada viscosa hacia Wim. Pero el agente especial, de pie cerca de él, mantenía los ojos obstinadamente fijos en los ataúdes montados sobre rieles en los que yacían los veintisiete cuerpos; esos veintisiete cuerpos que, algunos segundos antes, habían recibido obsequiosamente una inyección de cianuro suficiente para matar a un elefante. El cuerpo de Wim oscilaba de adelante atrás, como si se hubiera encontrado en un barco sometido a un fuerte balanceo.
«Dios mío —pensó Fassbender—, caramba, no se irá a desmayar...»
Pero ya la última fase de la operación liquidadora monopolizaba toda su atención. Los ataúdes se deslizaban sobre sus raíles y penetraban en los hornos. Las pesadas puertas circulares se cerraron con un ruido apagado.
—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Fassbender pataleando.
El hombre de negro que, cerca de un tablero de mando, acababa de echarle de lejos una mirada interrogativa, se apresuró a obedecer: bajó una palanca. Detrás de las puertas blindadas, se desencadenó tal huracán de fuego que, visible tras las mirillas, lanzó en la sala de bajo techo largos reflejos sangrientos que jugaban sobre los rostros y dibujaban detrás de los talones de los observadores unas sombras verdes y fluctuantes. A pesar del grosor de las paredes del horno, el rugido devorador de las llamas pasaba al sótano como u galope lejano. Y el fuego se apagó.
—¿Desea cerciorarse, señor Presidente? —interrogó el incinerador después de haber pegado un instante su rostro contra la mirilla de una puerta.
—¡No,. no! —soltó nerviosamente el gran hombre—. Ha terminado, ¿no es cierto? Entonces, llegó su turno, Wim, muchacho. Vaya a ver... allí abajo, cómo está el asunto... Vamos, ¿qué espera? Coja sus trastos, sus cápsulas, ¡tenga valor!
El agente especial se volvió lentamente hacia ese ridículo hombrecillo que pataleaba y al que le sacaba la cabeza. La mirada fría e insondable de sus ojos muy azules se fijó un instante sobre Fassbender, dio la vuelta, cruzó la sala con grandes zancadas ligeras y se metió en un ascensor, antes que nadie hubiera podido reaccionar.
—¡Esto es el colmo!, ¿pero qué le pasa? —murmuró Fassbender.
Sólo él había oído las cuatro palabras despectivas que el agente especial le había lanzado en plena cara antes de volverle la espalda: «Váyase a la mierda». Pero no quería darle al incidente un carácter dramático; Wim era un caso particular, tenía métodos de trabajo extremadamente desconcertantes; pero era un hombre de confianza, sí, un hombre de confianza; no había que...
Y cuando Grottwold, el ministro del Interior, se inclinó discretamente hacia él para informarse de lo que no marchaba bien, el presidente Fassbender agitó la mano en signo de negativa. Todo marchaba bien, vamos, todo marchaba bien...
Mientras tanto, Wim había salido del palacio presidencial por la puerta discreta que daba a la pequeña arteria 4456 BD, y que podía maniobrar gracias a su grabación vocal. El agente no cogió su monoplaza WW, ni un fusotaxi, y tampoco intentó buscar la estación del metrobús. Anduvo, simplemente, caminó al pie de los acantilados ciclópeos de las torres de Centrum, sobre las anchas aceras casi desiertas en este mediodía, cruzó las avenidas a varios niveles, inmensas como cañones, se arriesgó varias veces a ser atropellado por los bólidos que circulaban chirriando, se hizo controlar por dos veces por una cúpula robomóvil de la policía urbana que neutralizó con las palabras-código, dejando los grandes aparatos paralizados en medio de la calzada, inofensivos y estúpidos. No sabía dónde iba, dejaba que sus piernas escogieran por él su camino, para llevarle hacia su destino. Las arterias de Centrum eran barridas por un viento penetrante cuya mordedura no sentía a través de su mono, y que acarreaba en grandes montones papeles y basuras mezclados, arrancados de los cubos de basura; la megalópolis transpiraba una tristeza sin límite, pero las torres que apuntaban hacia el cielo lejano descubrían algunas veces, en medio de la capa gris, un desgarrón azul pálido que podía prometer, quién sabe, una primavera tardía. Wim se encontró delante del hospital sin haber tenido conciencia de la dirección tomada; la fachada de diez mil ojos de cristal le atrajo; escaló la imponente cantidad de peldaños que conducía a las entradas principales. Una vez en el hall, sus piernas le condujeron hacia los ascensores, y se dejó deslizar, entre una multitud confusa y cuchicheante, hacia las entrañas de hormigón de la tumba urbana. No recobró plenamente conciencia de sí mismo más que en el centro de una amplia sala en donde se alineaban, como otras tantas figuras de cera expuestas a la curiosidad de los fieles de este templo de un nuevo tipo, los centenares, los millares de ciudadanos afectados por el letargo cronocibínico.
Empezó a deambular por los pasillos, pasando de una sala a otra, luego de un piso a otro, inspeccionando cada rostro que se presentaba con una monótona regularidad a su examen, antes de ser tragado por la perspectiva. ¿Esperaba que los yacentes se levantaran a su paso, y le señalaran con el dedo, que le acusaran? ¡Tonterías! Los yacentes se habían marchado, estaban lejos de aquí, lejos de toda esta mierda, habían ido a refugiarse en una región de verdes pastos donde los polis como él no podían alcanzarlos, donde los polis como él no tenían ya ni siquiera ganas de ser polis...
Fue poco después cuando paró bruscamente de vagabundear. Allí, ante él, acostado sobre una cama anónima, dormía alguien que conocía.
Adelantó la mano, sus dedos extendidos rozaron un rostro cuya inercia no había en nada apagado la dulzura y la belleza frágil. Los bucles castaños se deslizaban con suavidad sobre la almohada, los párpados cerrados sombreaban las mejillas con sus largas pestañas rizadas, la boca llena y rosada sonreía imperceptiblemente.
Wim ignoraba el nombre de esta princesa dormida, y ni siquiera pensó en consultar la etiqueta para saberlo; él no la había conocido nunca en esta vida, no había hecho más que cruzarse con ella, de lejos, en las praderas vaporosas del país del sueño. Haber recobrado su forma carnal aquí, en este instante, tenía algo de milagroso. Ciertas coincidencias, en todo caso, podían ser calificadas así. Decidió aceptar este milagro, pues era también una llamada del destino, de su destino.
Se sentó familiarmente al borde de la cama. Su largo rostro severo se iluminó con una sonrisa que respondía a la de la durmiente. Se subió el mono por encima del codo izquierdo, sacó de un bolsillo una caja, la abrió y la puso sobre el cubrecama, y aplicó sobre la piel tierna de su brazo, allí donde afloraban las venas, una, dos, tres, cinco, diez cápsulas de cronocibina.
Cuando se derrumbó sobre la cama, nadie vino a levantarle.
10
Fassbender se enderezó en toda su pequeña estatura. O, por lo menos, lo intentó. Pero, por más que hacía crujir su esqueleto y crispaba los dedos de sus pies en sus zapatos de gruesas suelas y tacones altos, se sentía miserablemente pequeño, con esa pequeñez interior que os encoge de golpe cuando el viento gira, cuando la suerte gira, cuando se siente el poder deslizarse de entre los dedos como agua clara.
Y, para él, el momento terrible había llegado. Bajo la mirada fija de sus ojos miopes, corregidos por unas lentillas homeostáticas, las cabezas se volvían con molestia, los semblantes se enfurruñaban, las manos subían hacia las caras para esconder bocas, frentes, ojos. No había ya nadie que le apoyara. Nadie. Incluso aquellos en quienes había puesto toda su confianza, le habían traicionado: Wim, el agente secreto; Lortain, el inventor de la cronocibina; Venise, su jefe de gabinete, su «jefa de exploradores», como decía algunas veces en los raros momentos en los que era todavía capaz de bromear... Todos le habían abandonado, todos se habían marchado, allá, hacia esos lugares de ensueño donde millones de europeos habían encontrado refugio y de donde ya no se volvía. Su plan maquiavélico había sobrepasado sus esperanzas, se había vuelto contra él. Y ahora, lo sabía, iba a pagar.
—Comprenda, pues, mi querido Fassbender, que es muy urgente dar marcha atrás, cambiar completamente de política. No podemos dejar que Europa se deslice más hacia el caos. Se imponen medidas serias. Y en primer lugar, la búsqueda y la destrucción completa, repito: completa, de toda la cronocibina que se encuentre en el territorio de la Federación. Eso significa, naturalmente, el cierre de nuestros laboratorios, la imposición de guardar secreto absoluto a todos los que han participado de cerca o de lejos en las investigaciones, los que están todavía conscientes, naturalmente, pero yo pediría la destrucción física de los investigadores en coma, el primero de ellos vuestro profesor Lortain, cuyo cuerpo ha sido encontrado en el domicilio particular de su jefe de gabinete, también ésta bajo los efectos de la cronocibina, lo cual no precisa comentario... Eso significa también la investigación sistemática en los ciudadanos, la ilegalización de la cronocibina, la penalización severa de los consumidores cogidos en flagrante delito...
Minotti se interrumpió para aclararse la garganta.
Minotti: ese hombre, alto, seco y moreno, con cabellos cortados al cero y con voz cortante, que Fassbender había detestado siempre, Minotti, el presidente de Europa-6. Minotti, el que iba a reemplazarle a la cabeza de la Federación.
Fassbender se volvió a sentar lentamente, dejó vagar su mirada por la gran sala oval, tan familiar, que acogiera desde varios decenios atrás las reuniones secretas del gran Consejo de Europa: las paredes tapizadas de verde oscuro, las hileras de luz difusa, la proyección holovisual de Europa, la gran mesa, ovalada y verde también... Fassbender sabía lo que iba a pasar... y eso fue lo que pasó.
—Pero quien dice cambio de política, sobre todo tan drástico, dice también cambio de cabeza. Mi querido Fassbender, no ignora que su responsabilidad es grande. Que usted haya creído obrar de la mejor forma para Europa, nadie lo duda. Que se ha equivocado gravemente, estoy seguro de que ni usted lo pone en duda. El error es humano, y nadie se lo tendrá humanamente en cuenta. Políticamente, por desgracia, es distinto. Así, pues, es más juicioso, creo, retirarlo de la presidencia de Europa... por razones de salud, naturalmente. Y, claro está, quedarían en mi mano los destinos de Europa-1, por lo menos hasta las próximas elecciones.
Nuevo carraspeo. Fassbender buscó la mirada de su «jefa de exploradores». ¡Pero qué estúpido era! ¿Lo había olvidado ya? Venise se había marchado. Allá, allá.
—Tengo, pues, el honor de presentarme como candidato ante este Consejo soberano, para asumir las responsabilidades de la nueva política cuyas grandes líneas acabo de trazar. Y, como es costumbre aquí, les pediré que voten esta proposición en conciencia, a mano alzada.
Un ligero murmullo puntuó estas palabras definitivas, luego la voz neutra de un secretario formuló en términos más administrativos la proposición de Minotti.
Es un momento histórico, pensó Fassbender. El pequeño Fassbender, el hombre con voz de terciopelo y cabeza de hierro, cae. Exit, Fassbender. Sabía que cuanto se decía aquí quedaba metódicamente registrado, que todo era filmado íntegramente. ¿Para la posteridad? No: nada de lo que pasaba en la sala ovalada se filtraba jamás al exterior. Entonces... Se sobresaltó.
—¡Europa-1! —repetía el secretario.
Fassbender reaccionó, salió algunos segundos del mundo algodonoso en que se había dejado deslizar. Con una sonrisa irónica trazada con tiza sobre su rostro cuadrado y rosado, levantó lentamente la mano... o era más bien su mano la que se levantaba sin que su espíritu tomase una parte preponderante en este gesto.
Un murmullo aprobador resaltó la belleza del voto.
—¡Europa-2!
—¡Europa-3!
Y así hasta el final, hasta la unanimidad de las diecisiete ciudades. Pero Fassbender ya no estaba allí, y los debates que siguieron le rozaron sin penetrarle. Más tarde, Minotti le tomó del brazo para acompañarlo hasta la puerta del ascensor blindado, hablándole de confianza, de descanso, de retiro bien merecido. Y luego, más tarde todavía, hundido en los almohadones de su tronicar blindado que atravesaba Europa-1 Centrum con el silbido apagado de sus toberas, estaba aún ausente de su cuerpo. Pero, en el bolsillo de su mono, su mano palpaba una y otra vez, miedosa, prudente, febril, amorosamente, una pequeña caja rectangular.
11
Se iban hacia la Pérdida de Ruaba. Solos, por parejas, en grupos. Cantaban, cogían flores, comían frutas y bayas. Por gusto más que por hambre. No tenían nunca sueño, no estaban nunca cansados. Así sería siempre.
No obstante, descansaban a menudo, porque el suelo estaba blando y la hierba era espesa. Algunos confeccionaban collares con guijarros, con trozos de corteza, con flores de piedras rosa que crecían por todas partes en el suelo del cronoland.
Mailys estaba fabricando vestidos con fibras de colores cuando lo vio. Se levantó de— un salto, con las largas fibras coloreadas en la mano, pero se quedó inmóvil, esperando. Lo había visto tantas veces. Tantas veces había intentado juntarse con él, tantas veces habían tendido el uno hacia el otro los brazos, para seguidamente perderse de nuevo, alejarse... una silueta en el horizonte, un punto, luego nada más. Recuerdo amargo de un encuentro donde, por fin, habían creído poder tocarse, hablarse, pero sus voces eran ahogadas por la atmósfera, y sus cuerpos eran inmateriales. Ahora todo había cambiado. Ella intentó romper una fibra, que se resistió, y sus dedos notaron un ligero dolor. Él avanzaba hacia ella con los brazos extendidos. Cuando estuvo muy cerca, ella dejó caer su manojo de fibras, se adelantó temblorosa de felicidad y sin atreverse a creerlo. Él sonreía ahora, y sus ojos azules, antes llenos de angustia, brillaban de esperanza. Ella sintió lágrimas de emoción, de felicidad, correr sobre sus mejillas, y las tocó con la punta de los dedos. Sí, eran lágrimas reales, lágrimas calientes y saladas. Sólo un paso hacia él y estuvieron el uno contra el otro, uno en los brazos del otro. Y sus labios eran calientes y reales.
—Te he buscado allí abajo —dijo ella—, te he buscado por todas partes.
Recuerdo de bares cargados de humo, de salas de baile llenas de polvo, de erotoriums con luces cambiantes y espectáculos lastimosos. Había dejado de trabajar, de ver a sus amigos, había dejado todo para esta búsqueda, tanto en el cronoland como en la otra realidad, búsqueda vana, durante tantos y tantos días, y ahora estaba aquí, delante de ella, y podían tocarse, abrazarse y estrecharse.
—Yo también te he buscado —dijo él—, te he buscado aquí. En la realidad no podía, no quería, porque era un poli.
—¿Ah, sí? —dijo ella—. No lo sabía. Pero ¿por qué no podías buscarme?
—No lo sé, ya no lo sé —dijo sorprendido—. Sólo me acuerdo que pensaba eso. Pensaba: no puedo buscarla, no puedo encontrarla aquí, porque soy un poli.
Ella sonrió bajo la luz del cronoland.
—Aquí no hay polis. Ni educadoras tampoco. Yo era educadora, educadora —repitió. Pero eso no significaba ya nada para ella. Intentó comprender, evocar las imágenes del pasado, pero ya no podía.
Él la tomó de la mano y echaron a andar.
—No pienses más. Este es nuestro mundo.
Otras siluetas punteaban el paisaje en medias tintas, y, en medio de ellas, se encontraba la del antiguo presidente Fassbender, posando sobre este paisaje que había contribuido a crear una mirada extrañada. En una perspectiva falseada que comprendía mal, percibió la cabellera blanca de Lortain, y quiso correr hacia él. Pero el otro había desaparecido ya. El cronoland tenía sus leyes. Fassbender pensó en su cuerpo prisionero en una habitación cerrada, prisionero de una cápsula de cronocibina, allí abajo en la realidad, en ese mundo que había sido el suyo.
Pero ¿cuál era la realidad? ¿Esa gran urbe polvorienta que cubría todo un continente, donde había creído detentar el poder? ¿O bien estas extensiones de hierba verde bajo el cielo de seda, estas llanuras blandas en donde se erguían unas arquitecturas de oro y de cristal?
Fassbender reconoció a Álvaro Gonsálvez, sentado en la hierba con otros miembros de esas células revolucionarias que había mandado acosar, cuyos cuerpos dormidos había hecho incinerar. Que me hagan lo que quieran, pensó. Me da igual.
Pero los revolucionarios no parecieron siquiera darse cuenta de su presencia. Vio también a Wim andando, dándose la mano con una joven de gran belleza. Quiso llamar al que había sido su agente secreto más eficaz, pero renunció. ¿Qué hubiera podido decirle? Su mano levantada cayó a lo largo del cuerpo.
—¿Viene? —exclamó una voz fresca detrás de él.
Se volvió sorprendido. Una chica muy joven estaba allí, rubia y dorada como una fruta de verano. Estaba desnuda como él, como todo el mundo aquí, pero ya se había acostumbrado, desde los primeros minutos que habían seguido a su «llegada». Esta joven rubia le recordó a Horiana, su única hija.
Le sonrió.
—Sí, sí... ¿A dónde quiere que vaya?
Hizo un gesto indefinido hacia el horizonte.
—Allá. Hacia la Pérdida de Ruaba.
Fassbender no había oído nunca hablar de la Pérdida de Ruaba. Pero no confesó su ignorancia y se puso a andar sobre la hierba tierna con sus pies desnudos, al lado de la criatura rubia. ¿Qué hubiera pensado, si le hubiera dicho bruscamente que él era quien a golpe de créditos, había contribuido a crear el cronoland?
—¿Sabe usted?, aquí cada uno puede crear el mundo que desea —dijo muy seriamente la joven.
Embargado por una gran emoción que le ascendía de lo más profundo, el ex hombre de estado le cogió espontáneamente la mano. Andaban, y el mundo se creaba a cada uno de sus pasos.
12.
Cuando la maciza silueta del policía vestido de verde oscuro cubrió la luz de la puerta, Freida Wormser no pudo retener un pequeño hipo de terror. El hombre la empujó hacia atrás con su mano enguantada y penetró en el apartamento minúsculo que pareció instantáneamente llenarse de presencias atareadas y ruidosas; aunque los federales no eran más que cuatro en total, sabían actuar de manera que parecieran un ejército.
—Utilización de cronocibina... —dijo el sargento, con un rictus en la boca, designando el cuerpo inmóvil de Aric, el marido de Freida, acostado sobre la cama de la única habitación—. Va a entregarme las cápsulas. En seguida. Si no...
—Pero... No tenemos más, lo juro —balbució la mujer—. Sólo mi marido las ha utilizado. Y cuando se ha... cuando se ha quedado así, lo he tirado todo.
—Vamos a verlo —dijo burlonamente el federal.
Durante cerca de una hora, el apartamento fue presa de los demonios verdes. Cuando hubieron terminado la tarea, sin haber podido descubrir ninguna cápsula del producto buscado, no quedaba ni un cajón que no hubiese sido vaciado, ni una caja por abrir, ni un mueble que no hubiera sido desarmado, ni un vestido sin rasgar. El cuerpo de Aric había rodado por el suelo, Freida lloraba con largos sollozos secos, con el cuerpo de su pequeña Mará pegado contra ella.
La madre y la hija habían sido golpeadas; los policías se retiraron sin una palabra, dejando la puerta del rellano abierta tras la devastación.
En las calles, los autocares verde oscuro se estacionaban en cada cruce, vomitando periódicamente sus contingentes de brutos buscadores. Un viento de locura pasaba sobre Centrum, sobre Europa-1, sobre el continente entero. Sobre las torres, el cielo había cerrado los colgantes de su capa gris sobre los ojales azules. La primavera esperada refluía, los tiempos de clemencia habían pasado.
13
El mar se extiende, ondulante, bajo el cielo que llamea en el horizonte con los últimos rayos del sol. Sobre la playa inmensa, hombres y mujeres, en pequeños grupos, cantan, bailan, hacen el amor, charlan, asan en las brasas peces pescados a mano en el agua clara o, simplemente, no hacen nada.
—Creo que el paso está definitivamente cerrado —dijo tristemente un hombre enjuto y moreno con la frente surcada por profundas arrugas—. Ya no llega nadie. Ya nadie llegará...
—Toda la cronocibina ha debido ser destruida, incluida la fórmula, como habíamos previsto —contestó otro hombre, pequeño, rechoncho, con largos cabellos de nieve—. Pero, y qué, tres o cuatro millones han pasado. Quizá más. Hay que vivir con lo que hay, y no lamentar lo que no ha sido.
—Seguro, Marcus, seguro —suspiró Álvaro Gonsálvez—. Pero los otros, todos los otros... Es duro tener que afrontar la inmortalidad sabiendo que se han dejado tantos hermanos detrás de nosotros.
—¡Están vivos! —exclamó con fuerza Lortain—. Lucharán. Mientras hay vida, hay esperanza. ¿No es un viejo refrán de allá? Una sola vía, por ancha que sea, no puede dejar paso a todo un planeta. Los terrestres sabrán abrirse otras vías, otros medios. Inventarán otras realidades, o cambiarán la realidad de la Tierra...
Lortain se calló, una ráfaga de viento llegada del mar hizo ondear sus cabellos.
Gonsálvez guarda silencio, sus dedos amasan maquinalmente una bola de arena húmeda.
Detrás de los dos hombres llamean palacios color naranja sobre la curva de las colinas. Gritos de pájaros perforan la calma tibia de la noche, las olas chapotean, avanzando, retirándose, avanzando, retirándose, bebidas por la arena y volviendo, incansables, empeñadas en dejar su huella en la eternidad.
La elaboración de esta novela en compañía de Christine se ha hecho a bordo de un coche conducido con mano firme por Claude-F. Cheinisse, cuando íbamos (era en septiembre de 1977) hacia Gante, donde iba a tener lugar una convención de c. f. Christine había tenido la idea de poner en escena unos jóvenes románticos que se drogaban por aburrimiento y pasaban a una realidad paralela. Ella imaginaba una historia de amor tortuosa entre héroes «bellos y apasionados». Era, de hecho, Christine Renard clavado. He puesto a Andrevon no menos clavado trazando el decorado político desesperanzado de una sociedad que empuja así a sus miembros a huir de ella, pero también a combatirla. La sombra de Philip K. Dick planeaba sobre nosotros. Seguidamente, escribí una concisa sinopsis que contaba una quincena de párrafos y, cogiendo a Christine por sorpresa, redacté algunos de estos párrafos (los más particularmente descriptivos o violentos), rogándole que escribiera el resto. Y así lo hizo. Luego no he tenido más que actuar con las tijeras y con la cola. De hecho, una colaboración sin problemas. Hum... ¡Para mí, claro!