Capítulo 8
El experimento
La rutina del programa experimental resultó más llevadera de lo que Martín había esperado. Lo único que tenía que hacer era presentarse en el laboratorio de Isaac en días alternos y pasar allí la mañana sometiéndose a diferentes tipos de análisis y pruebas diagnósticas. Pronto comprobó que la extracción de pequeñas muestras de sangre y de tejidos era solo una parte dentro de un amplio conjunto de experimentos para obtener toda clase de informaciones acerca de sus órganos internos. Entre esos experimentos, ocupaban un lugar de primer orden los relacionados con la investigación de sus patrones de actividad neuronal mientras realizaba diferentes tareas físicas e intelectuales. Aunque ni Isaac ni sus colaboradores se mostraban excesivamente comunicativos, era evidente que el funcionamiento de su cerebro les intrigaba más que ninguna otra de sus extrañas particularidades fisiológicas… Más de una vez, Martín percibió las miradas de perplejidad que intercambiaban los científicos al final de alguna de aquellas pruebas. La directora de aquella área de investigación era la doctora Ling, una neuróloga de la corporación Ki invitada expresamente por Hiden a participar en el estudio de los muchachos. A diferencia del resto de los investigadores, Ling se comportaba siempre del modo más amable. Martín la veía a menudo, ya que era ella la que le entrenaba en el manejo de la espada china tres veces por semana. Había resultado ser una profesora excelente, y, además, solía interesarse por sus problemas, con la intención, según decía, de llegar a conocerlo mejor y ayudarle a encontrar su estilo de lucha; tal vez por eso, siempre le preguntaba por Alejandra, o por las comunicaciones virtuales que recibía de su madre, y tenía por costumbre distraer su atención después de cada entrenamiento con divertidas anécdotas acerca de su infancia en la ciudad de Shangai, rodeada de una interminable colección de parientes excéntricos. Sin embargo, cuando Martín le preguntaba por los resultados de sus investigaciones en el laboratorio, Ling se mostraba siempre sumamente cauta. Todo lo que el muchacho lograba sacar en claro de sus respuestas era que los investigadores estaban perplejos, y que apenas comprendían los patrones de actividad cerebral de Martín. Por lo visto, eran muy diferentes, en muchos aspectos, de los obtenidos en las personas corrientes, pero nadie parecía capaz de interpretar el alcance de aquellas diferencias.
En el transcurso de los experimentos, Martín casi nunca coincidía con Casandra y Selene. Ambas habían sido sometidas ya anteriormente a casi todas las pruebas que le estaban realizando a él. Al parecer, habían llegado al Jardín del Edén casi al mismo tiempo, y seguían un programa común de ensayos clínicos. Solo de tarde en tarde coincidían los tres en el mismo laboratorio, y, en esas ocasiones, Martín pudo comprobar que las dos chicas se habían acostumbrado de tal manera a aquella rutina que ni siquiera mostraban el menor atisbo de curiosidad por lo que les estaban haciendo.
Mientras los tres muchachos participaban en el programa de investigación, Alejandra disponía de tiempo libre para hacer lo que le viniese en gana. Poco a poco, adquirió la costumbre de dedicar aquellas mañanas ociosas a admirar las maravillas del Jardín de Antigüedades, donde coincidía invariablemente con Leo, que parecía hechizado por la belleza de las obras de arte que allí se conservaban, especialmente por la de la majestuosa Koré griega que le habían sorprendido admirando la primera vez.
Aquella afición común al amplio recinto acristalado bastó para crear en seguida una intensa corriente de simpatía entre la muchacha y el androide. Este conocía la historia de cada una de las valiosas piezas expuestas, y poco a poco fue relatándoselas todas a Alejandra. Le fascinaban particularmente unos pequeños ángeles de marfil tallados en Francia durante el Renacimiento, así como un gran retablo de madera con la Virgen en Majestad escoltada por dos santas de rostro grave y melancólico, procedente de una iglesia veneciana. Alejandra pasó muchos ratos admirando aquellas espléndidas obras, pero sus preferencias estaban en otra parte: se había quedado prendada de una pequeña imagen votiva esculpida en jade que representaba a una esbelta diosa con una serpiente enrollada en los brazos. Nadie conocía a ciencia cierta su procedencia ni la cultura a la que pertenecía, y todo lo que Leo pudo decirle al respecto fue que Hiden la había comprado a un museo de la antigua Federación Rusa y que, después de someterla a una prueba de isótopos, se había demostrado que tenía más de tres mil años de antigüedad. El misterio de su origen contribuía a acrecentar la fascinación que Alejandra sentía por aquel objeto; y a menudo, después de escuchar las explicaciones de Leo y de dar una vuelta por toda la sala, se detenía largo rato a contemplar aquella enigmática figurilla de rostro apacible y ojos vacíos bajo las arqueadas cejas. Mientras, el androide se dirigía a su lugar preferido, frente a su amada Koré griega, y allí permanecía en silencio durante horas con una expresión tan conmovida en el semblante, que desde lejos daba la impresión de estar llorando.
—¿Por qué te gusta tanto? —se atrevió a preguntarle Alejandra en una ocasión.
—No me gusta; la amo —repuso Leo con aire ofendido—. No se trata de una cuestión de gustos, sino de una violenta afinidad hacia otro ser…, pero quizá seas demasiado joven para entender eso.
Alejandra recordó que el androide había sido fabricado hacía apenas tres años, lo que lo convertía en un niño comparado con ella; pero se abstuvo de hacer ningún comentario.
—Creo que sí te entiendo —se limitó a decir—. Pero ella… no está viva…
—¡Ni yo tampoco! —repuso Leo riendo—. Aceptando los parámetros humanos, ella y yo no nos diferenciamos mucho. Ambos somos el fruto del genio humano; seres artificiales, sin ninguna relación con la cadena evolutiva que relaciona entre sí a los seres vivos de este planeta, sin capacidad para reproducirnos…
—Pero hay una gran diferencia —observó Alejandra, algo confundida—. Tú tienes conciencia, y ella no…
—Yo no estaría tan seguro de eso —murmuró el androide, clavando una intensa mirada en los almendrados ojos de la estatua—. Su rostro refleja una maravillosa nobleza, una íntima y profunda alegría, una serenidad tan verdadera que solo puede provenir de un espíritu elevado y compasivo… ¿Y tú quieres convencerme de que eso… no es real? ¿Por qué no iba a serlo? Para mí, es más real que el rostro de cualquier persona viva…
—¡Sólo es una estatua, Leo! —le interrumpió Alejandra.
—Sí… —admitió el androide con gesto apesadumbrado—. Pero tal vez no sea así… siempre —añadió apretando los labios—. Yo sé lo que me digo.
Y, girándose con brusquedad, salió del pequeño museo, dejando a Alejandra sumida en los más inquietantes pensamientos.
—¿A qué se dedica Leo? —le preguntó a Selene ese mismo día durante la merienda.
—¿Qué quieres decir? —repuso esta—. Creía que lo veías casi todas las mañanas… Tú debes de saberlo mejor que nosotras.
Estaban merendando en un pequeño mirador que daba al puerto de la isla, y, como todavía no había oscurecido, aún podían distinguirse, ancladas en las aguas turquesas de la bahía, las pequeñas embarcaciones de recreo que Hiden había regalado recientemente a sus empleados.
—Me refiero a su trabajo —insistió Alejandra—. La Corporación Dédalo debe de utilizar a Leo para algo; de lo contrario, no se habrían tomado la molestia de fabricarlo…
—Bueno, te habrás fijado en que Leo ocupa en la isla un papel algo parecido al nuestro. Se le trata de maravilla, se le consiente que vague a sus anchas e incluso que critique a la Corporación… Yo creo que, para Hiden, Leo es, lo mismo que nosotros, un objeto de estudio. Se trata del primer androide digno de tal nombre que haya creado el ser humano… Están observándolo y analizando sus reacciones. Por eso lo dejan ir y venir con tanta tranquilidad.
—Sin embargo, no creáis que no aporta nada a la Corporación —añadió Casandra—. Hace unos meses no se separaba ni a sol ni a sombra de Hiden. Al parecer le estaba ayudando con unos complejos cálculos teóricos relacionados con no sé qué experimento. Se suponía que debía tratarse de algo secreto, pero ya conocéis a Leo: continuamente lanzaba alusiones al asunto, siempre mordaces, por supuesto. Se reía de Hiden diciéndole que nunca se convertiría en el salvador de la humanidad. «Las cuentas no salen, mi querido amigo», repetía una y otra vez. Y también aquello de… «fusión; qué bonita palabra. Capaz de obnubilar las mentes de los hombres».
—Sí —intervino Selene—, y en una ocasión Hiden se enfadó muchísimo porque Leo se burló de él diciéndole que por fin había logrado inventar la fuente de energía más cara del mundo, y que la humanidad le estaría eternamente agradecida… Tuvieron una trifulca enorme, y Hiden le amenazó incluso con desmontarlo. Desde entonces, no se les ha vuelto a ver juntos tan a menudo. Leo acompaña a Hiden en algunos de sus viajes, pero yo creo que ya no colabora con él en ningún programa de investigación; al menos por el momento. Me figuro que, teniendo en cuenta sus enormes capacidades, no tardarán en volver a echar mano de él. Desaprovecharlo sería un gran desperdicio…
Aquella conversación le dio mucho que pensar a Martín. Sin saber por qué, lo que las chicas habían contado acerca de Leo y de sus misteriosas alusiones a «la energía más cara del mundo» le había dejado inquieto. ¿A qué se refería el androide cuando provocaba a Hiden hablándole de la fusión? En todo caso, debía de tratarse de algún proyecto de Dédalo que no marchaba tan bien como a su director le habría gustado; tal vez una inversión fallida, o una investigación importante que finalmente no había conducido a ninguna parte… Lo único seguro era que las actividades de la Corporación no se restringían al campo biotecnológico, sino que se extendían a todos los ámbitos de la tecnología de vanguardia, incluido el energético. En el fondo, eso no era ninguna novedad; el propio Hiden lo había reconocido durante una de las conversaciones que habían mantenido en el avión… Sin embargo, no por conocido el poder de Dédalo resultaba menos inquietante; al contrario: cada vez que Martín se topaba con una nueva evidencia de aquel poder desmesurado, no lograba evitar sentir un escalofrío…
Pero ese asunto no era el único que preocupaba al muchacho en aquellos días. A pesar de sus esfuerzos por no darles importancia, seguía pensando constantemente en los fantasmas. Después de lo ocurrido la noche de la aparición, había evitado volver a hablar del tema con Alejandra, pero estaba seguro de que su amiga tampoco había olvidado lo ocurrido. Además, aunque lo hubiese intentado, habría resultado imposible… Los rumores seguían corriendo de boca en boca, y Clovis y Berenice hacían continuos comentarios al respecto. Pero eso no era todo… En un par de ocasiones, Martín había visto muy alterado a Isaac, con los ojos perdidos en el vacío y una indescriptible expresión de horror en la mirada. Sorprendentemente, el científico se había rehecho con bastante rapidez, y a las preguntas de sus compañeros acerca de si se encontraba mal había contestado en un tono cortante y desabrido… También Ling había aludido en una ocasión a las misteriosas apariciones. Había contado, riendo, que la primera noche que durmió en el edificio de los laboratorios había visto un enorme dragón chino enroscado alrededor de su cama, y que había sentido tal terror que había estado a punto de saltar por la ventana de su cuarto. Después, según decía, había reflexionado tranquilamente y había comprendido que todo aquello debía ser enfocado como un misterio más del fascinante universo del cerebro humano… Sin embargo, por si acaso, se había trasladado a vivir a una pequeña casa al otro lado de la pradera multicolor, y por nada del mundo, según decía, habría vuelto a pasar otra noche cerca de los laboratorios.
Martín y Alejandra mantenían en secreto su acuerdo de dormir en el mismo cuarto. Ambos tenían la sospecha de que Berenice no ignoraba lo que estaba ocurriendo, pues los robots no podían desconectarse por la noche y era probable que registrasen todo cuanto sucedía en ambas habitaciones. Sin embargo, nadie les llamó la atención, y Martín se acostumbró en seguida a dormir en el confortable diván del cuarto de Alejandra, que cada noche trasladaban hasta situarlo junto a la cama de la muchacha, para mayor seguridad.
Lo cierto era que, desde aquella aparición que había llenado de terror a Alejandra, no había vuelto a producirse ninguna otra. Un par de veces la muchacha se despertó bañada en sudor y afirmó haber visto a la misma mujer siniestra de la primera vez junto a la puerta del jardín, pero la imagen se había esfumado tan deprisa que ni siquiera le había dado tiempo a sentir pánico. En otra ocasión, Martín creyó ver una sombra que cruzaba rápidamente de un lado a otro de la estancia, pero, por más que registró el cuarto, no logró encontrar nada sospechoso, así que terminó convenciéndose de que todo había sido producto de su imaginación. De todas formas, ni Alejandra ni él estaban dispuestos a romper su pequeño arreglo. La chica estaba persuadida de que era la presencia de Martín la que mantenía a la horrible aparición alejada de su cuarto; y Martín, por su parte, aceptaba de buen grado aquella explicación que le permitía seguir pasando las noches tan cerca de Alejandra.
Después del fugaz beso, la noche de la aparición, ambos habían evitado cuidadosamente mencionar el asunto. Alguna que otra vez, cuando se encontraban muy cerca, Martín sentía la tentación de volver a intentarlo, pero no quería presionar a Alejandra ni aprovecharse de su situación de «ahuyentador de fantasmas» para forzar las cosas. A Alejandra le ocurría otro tanto: no deseaba que Martín pensase que utilizaba su miedo como excusa para mantenerlo a su lado y entablar con él una relación algo más que amistosa, así que se esforzó por todos los medios para que las cosas continuasen como antes. Sin embargo, las cosas ya nunca volverían a ser como antes. Aquel beso había alterado de un modo muy sutil todo cuanto existía entre ellos. Sin poder evitarlo, ambos se miraban desde entonces de un modo distinto, se hablaban con una desconocida suavidad, y se sentían muy raros cuando se quedaban a solas, a pesar de lo cual esperaban con ansiedad el momento de que eso ocurriera. Tal vez fuese aquella la causa de que Alejandra comprendiese desde el primer momento las palabras que había pronunciado Leo respecto al amor; probablemente, unas semanas antes le hubiesen resultado ininteligibles, pero ahora, sin embargo, entendía perfectamente su significado.
La complicidad entre los dos amigos había llegado a tal punto que, una noche, justo antes de acostarse, Martín se decidió a contarle a Alejandra su encuentro con el vagabundo y el curioso sueño que, desde entonces, se le venía repitiendo casi a diario.
El tema surgió mientras Alejandra hojeaba distraídamente el libro de La máquina del tiempo, que Martín había dejado olvidado sobre una mesa.
—Creí que ya lo habías terminado —comentó.
—Lo estoy volviendo a leer —explicó Martín—. No sé por qué, tenía la esperanza de encontrar en ese libro alguna pista sobre el origen de todas mis… rarezas. Pero la verdad es que no he encontrado nada… Así que he decidido intentarlo por segunda vez. Es posible que se me haya escapado algo…
—Qué idea tan extraña —observó Alejandra, intrigada—. ¿Por qué se te ha ocurrido que este libro, entre todos los que existen, podría contener las pistas que estás buscando?
Martín le contó, entonces, lo ocurrido con el vagabundo en la estación del monorraíl, y le narró en todos sus pormenores el sueño de la llave del tiempo, describiendo del modo más vivido los altos árboles del bosque, las ruinas de los templos, el fulgor de las estrellas y la seductora voz que le urgía a buscar la dichosa llave. Alejandra escuchó todo el relato con creciente asombro. Le sorprendía, sobre todo, la intensidad y la riqueza de detalles con que Martín describía aquel lugar en el que jamás había estado.
—Es curioso —dijo cuando el muchacho dio por terminada su narración—. Nadie diría que lo que acabas de contar lo has visto en un sueño. Los sueños no suelen ser tan vividos, tan… reales. ¿Y dices que se te repite casi todas las noches?
—Casi todas —confirmó Martín—. Pero lo más increíble de ese sueño es la sensación de seguridad y consuelo que me invade al entrar en ese bosque. Es imposible describirlo con palabras…
—Te parecerá absurdo lo que voy a decirte, pero, después de lo que me acabas de contar, tengo la impresión de que es ese sueño lo que te protege de los fantasmas. ¿Te das cuenta? Esas… cosas no hacen más que materializar los terrores nocturnos de la gente. Pero ¿con qué podrían asustarte a ti, protegido en ese bosque bajo el cielo estrellado?
—No sé —murmuró Martín—. Últimamente, ya no estoy seguro de nada… Pero lo que dices no me suena absurdo. Ese sueño es para mí como un refugio de todas las amenazas exteriores. Es tan extraño, tan… reconfortante…
—¿Por qué no se lo comentas a Casandra y a Selene? —le aconsejó la muchacha—. Ellas tampoco han visto apariciones… Ya sé que parece una bobada, pero a lo mejor también tienen sueños similares a los tuyos. Os parecéis en tantas cosas que no me extrañaría que coincidieseis en eso también…
—Tienes razón. Mañana, justamente, vamos a participar en una prueba conjunta en el laboratorio. En cuanto me quede a solas con ellas, se lo preguntaré. Si fuera cierto lo que dices, resultaría muy raro, ¿verdad? Muy raro e inquietante…
A la mañana siguiente, Martín se dirigió al laboratorio pensando únicamente en la pregunta que quería formularles a las dos chicas acerca del extraño sueño. ¿Sería cierto lo que decía Alejandra? Le asustaba un poco aquella posibilidad, pero estaba ansioso por salir de dudas. Apenas podía esperar el momento de encontrarse a solas con Casandra y Selene…
Sin embargo, las cosas no resultaron como él había previsto. En cuanto se presentó ante Isaac, este le condujo a un ala del edificio donde jamás había estado antes. La decoración de aquella parte no se asemejaba en nada a la de los laboratorios abovedados donde se realizaban habitualmente los experimentos; todo tenía una apariencia mucho más funcional, y las paredes forradas de blancos azulejos le recordaron a Martín el aspecto de un dispensario médico corriente.
La sala donde le introdujeron contenía en el centro una especie de camilla con ruedas. Una enfermera le indicó que se quitase toda la ropa y le preguntó si se encontraba en ayunas, tal y como se le había exigido el día anterior. Un instante después, acudió un individuo al que Martín no había visto jamás, y, después de una breve exploración, le inyectó algo en la espalda. No había ni rastro de Casandra y Selene…
Comprendió que acababan de anestesiarlo un instante antes de que se le cerraran los párpados. Cuando volvió a abrirlos, sintió la cabeza muy pesada y un intenso sabor amargo en la boca. Intentó hablar, pero la lengua no parecía querer obedecerle, y todo lo que consiguió emitir fueron unos sonidos ininteligibles pronunciados con voz gutural y pastosa. Al mirar a su alrededor, se apoderó de él una desagradable sensación de vértigo. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan mal.
Durante largo rato luchó con aquella sensación de mareo que le impedía fijar la vista en ninguna parte, pero al final, sin fuerzas, tuvo que rendirse y se dejó arrastrar sin ofrecer resistencia hacia un triste amodorramiento en el que permaneció durante horas. Luego oyó voces e hizo un segundo intento por vencer aquel estado de semiinconsciencia, pero antes de que pudiera lograrlo, sintió un agudo pinchazo en el brazo y volvió a quedarse dormido.
Cuando despertó, se encontraba acostado en su propia habitación.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Alejandra sonriendo, feliz de que por fin hubiese abierto los ojos.
El intenso amargor de la boca había desaparecido, pero aún le dolía terriblemente la cabeza.
—¿Qué me ha pasado? —murmuró con voz débil.
—No lo sé —repuso Alejandra en tono sombrío—. Te trajeron así de los laboratorios. Casandra y Selene están igual que tú… Parece que os han sometido a algún tipo de prueba especialmente… agresiva. Pero Isaac afirma que os repondréis en un par de días.
Martín trató de incorporarse apoyándose en el borde de la cama, pero un agudo dolor en el pecho le hizo desistir de su propósito. Al mirarse, descubrió que tenía aquella zona del tórax protegida con gasas.
—Me han operado… —musitó.
Sintió que una oleada de cólera le enrojecía el rostro, pero aún se encontraba demasiado débil para expresar su indignación con palabras. Agotado, dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada y pidió algo de beber.
—La enfermera ha dicho que no te dé nada, aunque lo pidas —se excusó tristemente Alejandra—. Ya ves que todavía tienes puesto el alimentador intravenoso, así que no necesitas comer ni beber nada…
—¿Dónde está Hiden? —preguntó el muchacho mirando a su amiga.
Esta le contempló con perplejidad.
—Pues… no tengo ni idea —dijo acercándose a él y limpiándole el sudor de la frente con un pañuelo empapado—. Ni siquiera sé si se encuentra en el Jardín. Últimamente, casi no viene. Siempre está de viaje.
—Está aquí —dijo Martín apretando los labios—. Estoy seguro… No nos habrían hecho esto sin su permiso. Vete a buscarlo, por favor. Dile que quiero verle. Dile que, si no se presenta, no volveré a colaborar en el programa experimental, y que no me importan las consecuencias.
—Está bien —accedió Alejandra tratando de sonreír—. Pero ¿no crees que sería mejor que esperases a estar un poco mejor? Todavía estás muy débil…
—No; tiene que ser ahora. Si no, se irá de nuevo, estoy seguro. Necesito hablar con él…
Alejandra le puso un dedo sobre los labios y, sin abandonar aquel gesto, se inclinó cuidadosamente sobre él y le dio un beso en la frente.
—Tranquilo —le susurró al oído—. Te prometo que te lo traeré. Pero, mientras tanto, trata de descansar…
Ya se había alejado un trecho de la cama cuando una súbita idea le hizo volver sobre sus pasos.
—¿Te das cuenta? —dijo con los ojos brillantes—. Hoy seré yo la que duerma en tu cuarto, y la que cuide de ti.
Y dando un pequeño salto, como si aquella idea la llenase de gozo, se lanzó corriendo hacia la puerta, cerrándola suavemente tras de sí al salir de la habitación.
Martín esbozó una leve sonrisa, pero un agudo pinchazo de dolor en la zona vendada bastó para ensombrecer nuevamente su rostro. Sus peores temores acababan de confirmarse: La Corporación Dédalo no les había ofrecido aquel paraíso a cambio de nada, sino que estaba dispuesta a utilizarlos como conejillos de Indias hasta las últimas consecuencias. Pero lo que más le indignaba era que le hubiesen engañado, que le hubiesen sometido a una complicada intervención quirúrgica, no ya sin solicitar su permiso, sino sin tomarse siquiera la molestia de informarle… No estaba dispuesto a que aquello se repitiese. Si le hubiesen explicado la finalidad de la intervención y le hubiesen convencido de su interés científico, se habría prestado gustoso a colaborar; pero no permitiría que volviesen a servirse de él mediante engaños. Sabía que Hiden le tenía en sus manos, pues en cualquier momento podía amenazarle con devolver a Alejandra al Centro de Internamiento (era evidente que la habían llevado allí para eso y que pretendían utilizarla para chantajearle). Sin embargo, era tal la rabia que sentía, que estaba decidido a no ceder. Él también comenzaba a ser consciente del valor que su colaboración debía de tener para Hiden, y no iba a dejarse impresionar por las amenazas de la todopoderosa Corporación.
Tal y como había previsto, Hiden no tardó en presentarse en su cuarto. Venía solo; probablemente había adivinado que la conversación no iba a resultar agradable, y prefería que se desarrollase sin testigos.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó con voz melosa desde la puerta—. Tu amiga me ha dicho que estás bastante bien, dadas las circunstancias, pero quería comprobarlo por mí mismo. Después de todo, eres mi invitado…
Martín sintió un profundo desagrado ante la fría perfección de aquel rostro artificial.
—Quiero saber qué es lo que me han hecho —dijo, temblando de ira—. Exijo que me lo explique detalladamente. Si no lo hace, no volveré a colaborar en sus experimentos.
—Deja ese tono, muchacho —le aconsejó Hiden secamente—. No te conviene utilizarlo. Creía que existía un acuerdo amistoso entre nosotros. ¿Es que no recuerdas los papeles que firmaste? ¿Crees que puedes romper tu contrato así, por un capricho, unilateralmente?
—Yo también le aconsejo que no me amenace —dijo Martín bajando la voz—. En estos momentos estoy tan furioso que soy muy capaz de tomar cualquier decisión, aunque me perjudique. Se lo advierto para que no siga por ese camino. Es posible que luego me arrepienta, pero a lo mejor el que se arrepiente es usted.
Hiden hizo un mohín de niño contrariado. Su máscara virtual parecía haber aumentado la gama de gestos a su disposición desde la última vez que Martín le había visto.
—Cálmate, muchacho —le recomendó—. La ira es muy mala consejera. Entiendo que estés enfadado, pero te aseguro que no hay motivo alguno para ello. Dada la capacidad de recuperación que tenéis los tres, esto, para vosotros, no deja de ser una pequeña intervención sin la menor consecuencia. Dentro de un par de días, ni siquiera te acordarás de ello…
—A menos que me lo vuelvan a hacer —le interrumpió Martín, desafiante—. ¿Cómo puedo saber que no voy a ser sometido a algo parecido todas las semanas?
Hiden emitió, entre dientes, una desagradable risilla.
—Por eso no te preocupes —dijo—. Te doy mi palabra de honor de que la intervención de hoy no volverá a repetirse. Ni esta, ni otra de similar importancia… Por el momento, no será necesario.
—¿Y cree que me voy a conformar con su palabra? —gritó Martín perdiendo los nervios—. ¿Por qué habría de hacerlo? A la gente como usted no le interesan las personas, sino el dinero, o el poder… o que sé yo. Su palabra no vale nada para mí.
El rostro de Hiden adquirió, de pronto, un aspecto exageradamente compungido.
—Eres un desagradecido, Martín —dijo con voz dolida—. Y espero que algún día tengas el coraje suficiente para reconocer que me has juzgado mal. Pero antes de que tomes una decisión precipitada, creo que hay algo que deberías saber. En mi último viaje, he estado en la Ciudad Roja de Ki visitando a mi amigo, el señor Yang, presidente y accionista principal de esa corporación. Ese viaje tenía un único objetivo; tal vez te interese conocerlo…
Martín lo miró con el ceño fruncido y no dijo nada. Sabía que el otro no necesitaba ninguna señal de aliento para proseguir.
—El objetivo era ayudarte a ti, muchacho —continuó Hiden, imperturbable—. Le he entregado los resultados de todas las pruebas que hemos realizado sobre tu cerebro para que intenten desarrollar una rueda neural adaptada a él. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?
Martín seguía manteniendo un obstinado silencio, aunque el intenso brillo de sus ojos revelaba que las últimas palabras de Hiden no le habían dejado indiferente.
—Significa tu salvación, muchacho —prosiguió Hiden en tono vibrante—. Significa que ya no tendrás que preocuparte por tu futuro, que podrás estudiar y obtener una beca para cualquier centro de investigación… Significa que podrás seguir disfrutando de los libros que más te gustan y de la música que más te conmueve. Y todo eso gracias a Dédalo. ¿No crees que, a cambio, podrías mostrarte un poco más comprensivo con nuestros métodos?
El muchacho no podía ocultar la emoción que le producían aquellas palabras.
—Una rueda neural… —murmuró.
—Lo único que te pido es que sigas con nosotros. No vamos a haceros ningún daño, créeme. Los primeros interesados en que conservéis vuestra salud somos los miembros de la Corporación Dédalo. Lo de hoy ha sido algo totalmente excepcional; Isaac insistió tanto en la necesidad de extraer algunas muestras de tejido de vuestros órganos internos que al final tuve que acceder. Tal vez habría sido mejor informaros de la intervención, lo admito. Pero pensamos que no valía la pena alarmaros… Te pido perdón en nombre de mi equipo, y te prometo una compensación por lo que ha pasado.
Martín miró a Hiden con indecisión.
—¿Cuándo cree que estará lista esa rueda neural? —preguntó en voz baja.
—No lo sé; es probable que tarde algo más de un año… Es alta tecnología, Martín. Y, aunque admito que resulta un poco vulgar por mi parte aludir a ello, te diré que a la Corporación le va a costar un ojo de la cara. No lo hago solo por ti, naturalmente. También están Casandra, y Selene…
—Y Jacob —observó Martín mirando con atención a su interlocutor.
—Y Jacob, por supuesto —dijo Hiden sonriendo—; es mucho lo que le debemos a ese muchacho…
—¿Cuándo terminará ese programa de aislamiento en el que participa? Estoy deseando conocerle…
—Pronto; muy pronto —afirmó Hiden, desviando la mirada—. Te caerá bien, estoy seguro… Aunque es un poco… ¿cómo diría yo? Tímido. Pero bueno, volviendo a nuestro asunto, ¿qué me dices? ¿Aceptas mis disculpas?
Lentamente, Martín hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—¡Magnífico! —exclamó alborozado el presidente de la Corporación—. Estaba seguro de que lo entenderías. No sabes cuánto me alegro de que nuestro trato siga en pie… Todo arreglado, ¿verdad?
Martín alargó el brazo para estrechar la mano que Hiden le tendía. Pero al tocar aquella piel rugosa y sentir bajo sus dedos las venas abultadas, toda su piel se erizó de espanto y repugnancia. No; no era solo una impresión desagradable provocada por el contraste entre el aspecto liso y satinado que ofrecía aquella mano a la vista y su verdadera aspereza. Se trataba de algo mucho más profundo. De un modo misterioso, Martín sintió que a través de aquel contacto podía acceder a la conciencia más íntima del hombre que estaba a su lado y percibir lo que estaba pensando en ese mismo instante. Y lo que estaba pensando era que estaba tratando con un estúpido, con un niño que se había dejado engañar con la vaga promesa de un juguete. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no soltar aquella mano de inmediato y gritarle a Hiden que no le creía, que nunca volvería a creerle. De pronto, había visto con claridad la inmensa negrura de aquel personaje, y su nuevo conocimiento resultaba tan estremecedor que se imponía la necesidad de obrar con cautela. Al menos, aventajaba en algo a su temible adversario: podía leer sus pensamientos, pero, si se controlaba lo suficiente, Hiden no tenía por qué conocer los suyos. Lo que acababa de hacer, enfrentándose directamente a aquel tipo, había sido una imprudencia. No debía volver a repetirse. En adelante ocultaría su desconfianza y actuaría con perfecto disimulo… Estaba seguro de que podía hacerlo.
Consiguió mantener en su rostro la sonrisa hasta que Hiden desapareció al otro lado de la puerta principal de la estancia. Poco después regresó Alejandra.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó—. Acabo de verle pasar, y parecía contento…
Martín le hizo una seña para que se inclinase hacia él.
—Ese tipo no es de fiar —murmuró al oído de su amiga—. Antes solo lo sospechaba, pero ahora estoy totalmente seguro. Debemos estar alerta; hay que averiguar lo que están haciendo con nosotros, pero sin levantar sospechas… Es posible que nos estén vigilando. ¿Me ayudarás?
Fingiendo que arreglaba los almohadones bajo la cabeza del convaleciente, Alejandra permaneció unos instantes más con su rostro pegado al de Martín.
—Averiguaremos lo que oculta —repuso en un susurro—. Te doy mi palabra.