Capítulo 1
Una máquina de fabricar sueños
Los relojes de la estación suburbana marcaban, en grandes cifras luminosas, las doce menos veinte de la noche. Faltaba apenas un cuarto de hora para que la red subterránea del monorraíl cerrase sus puertas hasta el día siguiente, pero en uno de los andenes todavía podía observarse cierta actividad. El último tren llegaba retrasado, y las escasas personas que esperaban su llegada no tenían, precisamente, cara de buen humor. Solo un chico delgado, de pelo oscuro y ojos castaños, levemente rasgados, permanecía sentado en su confortable banco de agua sin alterarse, observando con curiosidad a la gente que le rodeaba y tratando de imaginarse lo que cada uno estaba pensando en aquel momento, una ocupación que, en los últimos meses, se había convertido en su pasatiempo favorito.
La verdad es que ni él mismo tenía muy claro si sus deducciones, al observar a los demás, procedían de un razonamiento estrictamente lógico o eran, más bien, puras fantasías sin el más mínimo fundamento que brotaban espontáneamente de su imaginación. Más de una vez había comprobado el acierto de sus hipótesis, pero seguía sin comprender su mecanismo. Solo sabía que, al mirar a una persona, su mente se llenaba de imágenes y pensamientos que parecían proceder de ella, y suponía que aquel curioso fenómeno correspondía a lo que, en los libros, suele llamarse intuición. Él tenía su propia teoría acerca del asunto: si su cerebro captaba más información de lo normal sobre los pensamientos de los demás, era porque se encontraba más desocupado; él no tenía una rueda neural como la mayoría de las personas, y, por lo tanto, no podía conectarse a internet o ver un programa de televisión mientras esperaba la llegada del tren. Su única distracción, en esos momentos, tenía que buscarla en su propia mente y en los estímulos que le rodeaban. Lo que los demás ignoraban era que aquella ocupación resultaba, en realidad, más divertida que ver una película o escuchar pasivamente los anuncios publicitarios que llegaban a los dispositivos electrónicos implantados en sus cerebros. Habían olvidado la riqueza de su propia fantasía, y no podían vivir sin recibir continuamente información a través de sus diminutas prótesis neurales.
Por desgracia, aquella noche, en el andén, el juego no resultaba demasiado interesante. La media docena de hombres y mujeres que esperaban el monorraíl se encontraban demasiado concentrados en sus respectivas ocupaciones como para que sus pensamientos resultasen profundos u originales. Sentada junto a él, en el mismo banco, una trabajadora del Ayuntamiento que aún llevaba puesto el uniforme escuchaba música mientras resolvía con rapidez los sencillos pasatiempos que le iba transmitiendo su rueda neural. Un poco más allá, un cibervendedor de aspecto cansado se había puesto sus gafas negras para recibir, en directo, el último capítulo de un exitoso concurso televisivo. En otro banco, una pareja contemplaba con ojos inexpresivos el enorme monitor donde se ofrecían los últimos resultados del más popular de los juegos de rol; y el operario de una empresa de alimentación que siempre coincidía con él en la parada estaba, como cada noche, completamente fascinado con la revista de moda masculina que recitaba y comentaba para él uno de los robots publicitarios de la estación. Por un instante, el muchacho creyó percibir, tras la lluvia de imágenes de lujo y prosperidad que bombardeaba la mente del operario, un confuso mundo interior de fracasos y esperanzas; pero aquella sensación no tardó en diluirse bajo el aluvión de casacas, pantalones y camisas de volantes que el robot ofrecía monótonamente a su cliente. Defraudado, el chico abandonó su juego de adivinanzas con un suspiro y se dedicó a contemplar el grueso y plateado raíl sobre el que, de un momento a otro, esperaba ver deslizarse el último tren de la jornada.
Solo entonces reparó en un individuo cuya presencia en el andén no había advertido antes. Se trataba de una especie de mendigo, un hombre alto, de unos setenta y cinco años de edad, de aspecto sucio y desaliñado, con largos cabellos grises y barba del mismo color. Se hallaba de pie en un extremo del andén, semioculto tras una de las cabinas de sueño rápido, que a aquella hora permanecían cerradas. Parecía estar escondiéndose, o tal vez espiando a alguien… Cuando advirtió la mirada del muchacho, su rostro adquirió, de pronto, una expresión extraña, casi enloquecida. Con rapidez, abandonó su escondite y, a grandes zancadas, se dirigió hacia el banco de agua y se plantó frente al chico. La señora que ocupaba el otro lado del banco se levantó y se alejó inmediatamente, asustada. El extraño olía mal y tenía un aspecto de lo más amenazador.
—Martín Lem —dijo de pronto, mirando fijamente al muchacho desde su imponente estatura—. Martín Lem, ¿no te llamas así? Te habría reconocido entre un millón…
—¿Quién es usted? ¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó el muchacho, sobresaltado.
—He estado buscándote —dijo el vagabundo en tono cansado—. He estado buscándote durante mucho tiempo. He ido de un lado a otro, siguiendo tu pista…
—¿Qué pista?
—La pista de tu mente —repuso el vagabundo, dejándose caer sobre el banco al lado de Martín—. Pero no ha sido fácil. De un lado a otro, desde hace meses… He perdido la noción del tiempo; y del espacio… ¿En qué ciudad nos encontramos?
—Iberia Centro —repuso Martín, con sorpresa—. Es imposible que no lo sepa…
El individuo se lo quedó mirando pensativo, como si aquel nombre no le dijera nada. «Debe de ser un loco», pensó Martín. «Habrá oído mi nombre en el control de acceso y se ha quedado con él. ¿Cómo le habrán dejado pasar? No tiene pinta de venir del trabajo…».
De pronto, una sonrisa iluminó el rostro del desconocido. Parecía haber recordado algo…
—Ah, sí —dijo, asintiendo varias veces con la cabeza—. Ya sé a qué te refieres… Madrid, ¿no es eso?
El asombro de Martín crecía por momentos.
—Bueno, Madrid es el nombre que recibe el casco antiguo de la ciudad, sí —explicó, sintiéndose un poco ridículo—. Pero esto no es Madrid, precisamente. Estamos a unos doscientos kilómetros del centro…
El vagabundo se inclinó en el asiento y, apoyando los codos en sus muslos, enterró la cabeza durante largo rato entre sus manos. Eran unas manos grandes y hermosas, aunque llenas de cicatrices y de venas prominentes. Martín no podía apartar la vista de ellas.
—¿Por qué ha dicho antes que me buscaba? —preguntó—. ¿Qué es lo que quiere?
El hombre alzó el rostro y observó a Martín con atención. Sus ojos verdes estaban llenos de expresividad e inteligencia, pero la locura los había enturbiado. Sostener aquella mirada resultaba verdaderamente difícil…
De repente, el individuo apartó la vista de Martín y comenzó a rebuscar en los bolsillos de su mugrienta gabardina. Eran unos bolsillos inmensos, como los que habían estado de moda un par de décadas atrás. Para un vagabundo, en todo caso, resultaban muy prácticos; a juzgar por el ruido que hacían sus manos al explorarlos, debía de llevarlos repletos de objetos de lo más diverso. A Martín le habría gustado que los vaciase allí mismo, sobre el banco, para poder estudiar con detenimiento su contenido.
Por fin, el hombre pareció encontrar lo que buscaba.
—Quería darte esto —dijo, tendiéndole a Martín un paquete envuelto en un amasijo de trapos.
Martín cogió el envoltorio y extrajo, de entre las sucias telas, algo rectangular, pesado y áspero. Lo contempló un instante con repugnancia.
—¡Es un libro de papel! —exclamó, sin poderse contener—. ¿Por qué me lo da? No lo quiero. ¿Es que no sabe que están prohibidos?
—¿No te gusta leer? —preguntó el desconocido arqueando las cejas.
—¡Claro que me gusta! —repuso Martín con viveza—. Es lo que más me gusta del mundo… Pero yo leo en mi cuaderno electrónico; me descargo de la red los libros que me interesan en cada momento.
El hombre lo miró con expresión de regocijo.
—Claro, se me olvidaba —dijo bajando la voz—. A ti no han podido implantarte una rueda neural…
Martín enrojeció, entre avergonzado y perplejo. ¿Cómo sabía aquel individuo lo de la rueda? ¿Acaso lo llevaba escrito en la cara?
—Interferencias, ¿no es eso? —preguntó el individuo alegremente—. No te preocupes, es normal…
Normal, decía aquel hombre. Martín sintió que una oleada de calor le subía al rostro. Normal, que no hubiesen podido implantarle un dispositivo neural de emisión y recepción de datos, como al resto de la gente. Normal, normalísimo; verse condenado a seguir dependiendo de los ordenadores externos, de su cuaderno electrónico, por ejemplo, cuando todo el mundo había dejado de usarlos… ¿Se daba cuenta aquel individuo de la tragedia que aquello suponía para él? Hasta entonces no había tenido demasiados problemas, pero ¿qué ocurriría cuando desapareciesen todos los sistemas externos, cuando su cuaderno electrónico se estropease y no hubiese modo de adquirir otro en el mercado? Tendría que dejar de leer, de estar conectado al mundo… Se vería condenado a una existencia primitiva, casi infrahumana, y se convertiría en un extraño entre la gente… Como aquel tipo, pensó de repente. Un estremecimiento le recorrió la espalda. En eso era en lo que se convertiría, en un marginado, rechazado por la sociedad. El mendigo, de algún modo, había adivinado la afinidad que existía entre ambos, y por eso se había acercado a él.
—No puedo aceptar esto —murmuró, tendiéndole el viejo libro al vagabundo—. Es ilegal…
—No seas tonto —replicó el mendigo, impaciente—. Este libro se imprimió mucho antes de que la prohibición entrase en vigor, así que nadie puede acusarte de nada. ¿Es que no sabes que mucha gente de la clase alta todavía conserva bibliotecas enteras en papel? Y nadie se mete con ellos…
Martín lo miró con desconfianza. La información que un tipo semejante pudiera facilitarle acerca de la clase alta resultaba, como mínimo, dudosa. No parecía muy probable que conociese a ninguno de sus miembros personalmente…
—¿Por qué insiste en regalarme el libro? —preguntó.
—Ni siquiera te has fijado en el título —repuso el vagabundo en tono de reproche—. Léelo: La máquina del tiempo, por H. G. Wells. ¿Qué te parece? ¿No te pica la curiosidad?
—Estoy seguro de que es un libro muy interesante —dijo Martín, conciliador—. En cuanto llegue a casa, lo descargaré de la red. Pero no es necesario que usted se desprenda de esta… antigüedad. Quédese con él, seguro que le tiene cariño…
Algo, en el rostro del mendigo, pareció conmoverse intensamente. La bruma de sus ojos se volvió más espesa, y sus arrugas parecieron, de pronto, acentuarse de un modo extraño, como si una telaraña de sombras hubiese venido a hundirse en su piel.
—¿Es que no entiendes nada, chico? —rugió con voz de loco—. ¿No entiendes nada de nada, verdad? No sabes nada ni entiendes nada. La máquina del tiempo, ¿no me has oído? Es importante que tengas este libro, ¡es sumamente importante! Te he buscado durante meses para darte esto, he seguido tu mente… No puedes hacerte una idea de las penalidades que he sufrido.
Acobardado, Martín abrió su cartera y guardó el libro en su interior. Aquel pobre hombre le daba mucha lástima. Era evidente que había perdido el juicio.
Al comprobar que el muchacho aceptaba el regalo sin oponer más resistencia, el tipo comenzó a serenarse poco a poco.
—Algún día entenderás por qué es tan importante —murmuró con expresión de fatiga—. O tal vez no… Pero eso ya no es de mi incumbencia. Yo he hecho lo que tenía que hacer. Al menos, una parte. El resto se me ha olvidado… ¿Qué tal está tu padre? —preguntó bruscamente.
Martín sintió que todos sus músculos se ponían tensos, como siempre que alguien aludía a su padre en un lugar público. Miró a un lado y a otro con recelo, pero nadie parecía estar escuchándolos.
—Sigue preso —susurró—. Ni mi madre ni yo sabemos dónde está.
Al momento se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras. ¿Y si, después de todo, aquel individuo era un espía? ¿Y si todo aquello no era más que una trampa para tratar de sacarle información? Su madre le había advertido de que debía mantenerse siempre en guardia…
Pero entonces sus ojos se encontraron con los del mendigo y vio que en ellos había auténtica tristeza. «No es un espía», se dijo, aliviado. Tal vez se tratase de un antiguo compañero de su padre, de un camarada de la disidencia. Tal vez había logrado huir… Eso explicaría su aspecto desaliñado, y también, quizá, el hecho de que lo hubiera reconocido. Era posible, incluso, que acabase de salir de prisión y le estuviese buscando por encargo de su padre para darle aquel regalo absurdo, aquel viejo libro. A Martín se le hizo un nudo en la garganta. El extraño comportamiento del vagabundo resultaba, de pronto, perfectamente comprensible. Pero no debía hacer preguntas: por todas partes había micrófonos ocultos que grababan las conversaciones, supuestamente como medida de seguridad.
—Creo que empiezo a entender —dijo únicamente—. Y le agradezco mucho, muchísimo, que me haya traído este libro.
El mendigo lo miró con curiosidad. Luego, se echó hacia atrás en el banco y cerró los ojos, como vencido de pronto por el cansancio. Cuando volvió a abrirlos, a Martín le sorprendió su expresión perpleja y desvalida.
—No me gusta este lugar —murmuró con lentitud—. No me gusta nada; ni tampoco estos tiempos. Son horribles, los detesto… ¿en qué año estamos? —preguntó súbitamente.
—En 2121… Febrero, día 15… Lo pone ahí, en ese panel, ¿no lo ve? —preguntó Martín, asombrado.
—Sí, es verdad —repuso el mendigo—. Lo había olvidado. Unos tiempos horribles, horribles… Daría lo que fuera por volver a casa.
—¿Dónde está su casa? —preguntó Martín, interesado.
El mendigo hizo un vago gesto con las manos.
—Lejos —murmuró—. Muy lejos. El nombre del lugar no te diría nada. Si pudiera volver… Pero he olvidado demasiadas cosas, no lo conseguiré nunca. A no ser que tú, un día, puedas ayudarme…
En aquel momento se oyó el rumor del tren que irrumpía en la estación, saliendo de un túnel. Todos los que esperaban se acercaron al borde del andén, como si por el hecho de ser los primeros en subir a los vagones fuesen a llegar antes a su casa. Martín, después de un momento de vacilación, también se levantó de su banco. El vagabundo, en cambio, no se había movido…
—¿No viene usted? —preguntó el muchacho.
El mendigo, que había vuelto a cerrar los ojos, hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, yo me quedo aquí —murmuró con voz apenas audible—. Suerte, Martín. Me alegro de haberte encontrado.
—Pero ¡no puede quedarse aquí! —objetó Martín, alarmado—. Dentro de un momento, cuando los andenes queden vacíos, pasarán las máquinas de limpieza suburbana. Si no se va, le destrozarán…
—No te preocupes —repuso el anciano—. No me pasará nada.
Todos los pasajeros habían subido ya al tren, pero Martín no se decidía a abandonar allí a aquel hombre. Se quedó unos instantes parado ante él, mirándolo indeciso.
—Puede venir a mi casa, si quiere —dijo en voz baja—; mi madre no pondrá reparos, estoy seguro. Es muy comprensiva, lo entenderá…
Pero el hombre ni siquiera parecía haber oído la propuesta del muchacho.
—¿No has pensado nunca que los libros, en realidad, son máquinas de fabricar sueños? —preguntó de pronto, con un extraño brillo de esperanza en la mirada.
Se oyó el último aviso para subir al tren antes de que dieran la señal de salida. Martín corrió a la puerta más cercana y saltó al interior de uno de los vagones. El vagabundo le había seguido y lo contemplaba desde abajo, sonriendo. Antes de que las puertas se hubiesen cerrado del todo, tuvo tiempo de oír sus últimas palabras.
—Lee ese libro, Martín… Y que tus sueños sean felices…
Un instante después, el tren se puso en marcha y, dejando atrás los iluminados andenes, penetró en la larga oscuridad del túnel que debía conducirlo hasta la siguiente estación.
Es obvio —prosiguió el viajero del tiempo— que cualquier objeto real ha de extenderse en cuatro direcciones; debe tener longitud, altura, anchura y… duración. Existen, en realidad, cuatro dimensiones: las tres espaciales y una cuarta, el tiempo. Tendemos a establecer una diferencia artificial entre las tres primeras y la última, debido a que… nuestra conciencia se mueve deforma intermitente… a lo largo de esa cuarta dimensión, desde el principio al fin de nuestras vidas.
Martín alzó los ojos de la página que estaba leyendo y miró distraídamente a través de la ventanilla. Aquella noche había dormido mal y, por la mañana, se había despertado demasiado tarde para coger el monorraíl de las siete y media. Viajaba, por lo tanto, en el tren de las ocho, lo que significaba que llegaría al menos diez minutos tarde al comienzo de las clases. ¡Precisamente ese día, que tocaba laboratorio! Martín chasqueó la lengua con fastidio. Todo era culpa de aquel individuo de la noche anterior, con su extraña forma de hablar y su libro de papel…
Al llegar a casa, había preferido no contarle nada a su madre de lo sucedido con aquel desconocido; sabía que ella lo relacionaría inmediatamente con los enemigos de su padre y se preocuparía. La pobre seguía viviendo en el pasado, y aún creía que la organización a la que ella y su marido habían pertenecido en otros tiempos era considerada una amenaza para la paz mundial. No quería admitir que todo había cambiado, que la Resistencia Antiglobalización había perdido la batalla y que ya apenas quedaba gente que recordase los nombres de sus líderes más célebres…
El caso es que Martín había evitado hablar en casa de su encuentro con el vagabundo; sin embargo, en cuanto terminó de cenar, corrió a encerrarse en su cuarto, donde había permanecido leyendo hasta muy tarde. Al principio le había dado asco el libro de papel, con sus páginas amarillentas, que crujían como hojas otoñales… Pero luego se había ido acostumbrando hasta llegar a olvidar la incomodidad de aquel viejo objeto. Había leído y leído hasta caer rendido, ya a altas horas de la madrugada…
Y después, había sucedido lo que el vagabundo le había pronosticado. Es decir, había tenido un sueño; un sueño «fabricado» por el libro que había estado leyendo, o al menos sugerido por él. Se trataba de un sueño muy extraño, más vivido que cualquier otro que hubiese tenido jamás. Se había visto, de pronto, en mitad de un viejo bosque, entre árboles centenarios y ruinas de templos antiguos, de aspecto oriental. El viento susurraba entre las hojas de las ramas más altas y, de cuando en cuando, se veía entre las oscuras copas de los árboles un retazo de cielo estrellado. Martín avanzaba en el sueño y oía el sonido de sus propias pisadas sobre las hojas secas. Sentía un extraño y maravilloso calor en el corazón. Era como si se dirigiera a un lugar muy amado por él, a una especie de hogar escondido allí, en el bosque; y todo el tiempo, a medida que iba avanzando, sentía que su meta estaba próxima, y eso le llenaba de felicidad. Hasta que, de pronto, se había detenido frente a una vieja imagen desgastada de Buda; a su lado había un pozo muy profundo, y al asomarse, Martín había visto en las aguas del fondo el reflejo de las estrellas, y había oído una voz, una voz en su interior que repetía, cálida y tranquilizadora, una y otra vez las mismas palabras: «Busca la llave del tiempo»…
No había vuelto a recordar el sueño hasta ese instante, en el tren, al releer aquel pasaje del libro de H. G. Wells en su cuaderno electrónico. «Busca la llave del tiempo»… ¿Qué diablos significaba? Su mente había debido de mezclar los recuerdos de la lectura nocturna con su viejo deseo de visitar un bosque de verdad, de los de acceso restringido. Pero la sensación de caminar entre los árboles había resultado tan verdadera, y el calor profundo que le había invadido mientras lo hacía era tan dulce y reconfortante… Tener que volver a la realidad después de un sueño así constituía una dura prueba. Y todo por culpa de aquel tipo, de aquel vagabundo medio chiflado…
El tren frenó suavemente hasta detenerse en la décima estación de la línea. Era la suya, así que Martín, después de cerrar su cuaderno y guardarlo en la cartera, se abrió paso a empujones hasta la salida. Las cintas transportadoras que conducían al exterior estaban atestadas de gente, por lo que, a pesar de sus esfuerzos, apenas lograba avanzar. Tardó más de un cuarto de hora en llegar a la rampa de ascenso que iba a dar a la plaza del instituto…
Después de mostrar su tarjeta de identificación en la puerta de entrada, Martín se dirigió corriendo al pasillo de los laboratorios. Afortunadamente, el profesor de Biología, don Ramiro, no era de los más exigentes en materia de puntualidad. Además, había conocido a su padre, y le tenía cierto afecto, así que no esperaba que lo regañara.
—Ya estoy aquí —anunció, abriendo con brusquedad la puerta de la cabina experimental que compartía con su compañera Alejandra.
La muchacha se volvió hacia él con un leve gesto de reproche. En la penumbra, Martín distinguió la expresión interrogadora de sus hermosos ojos grises; nunca conseguía enfrentarse a aquellos ojos sin sentir un estremecimiento que le recorría toda la piel hasta producirle un extraño cosquilleo en la boca.
—Siento llegar tarde —murmuró, sentándose al lado de la chica—. ¿Ya habéis empezado?
Alejandra, que se había quitado el equipo de comunicación virtual al oírle llegar, hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Don Ramiro ha estado explicándonos en qué consiste el experimento de hoy, solo eso —dijo en voz baja—. También ha pasado lista, claro. Ha preguntado si estabas enfermo…
Martín se ajustó el casco y los altavoces de comunicación rápidamente, lo mismo que su compañera. De inmediato, apareció ante ellos el aula virtual, que en esta ocasión era un parque arbolado, escenario predilecto de don Ramiro para sus clases. Desde las otras cabinas, los estudiantes dirigían sus imágenes virtuales en aquel entorno idílico. Con un suspiro, Martín envió la suya a sentarse sobre la hierba en una de las últimas filas. Un par de rostros se volvieron para saludarle, y el profesor le sonrió.
—Me alegro de que ya estés aquí, Martín —dijo—; nos preguntábamos si te habría sucedido algo… Como les explicaba a tus compañeros, hoy vamos a aprender a interpretar un análisis de sangre. Tenéis los dispositivos para extraer vuestras propias muestras sanguíneas en la cabina, a vuestra derecha. Alejandra te explicará cómo realizar el informe a partir de los resultados obtenidos, ¿no es así, Alejandra?
Desde la primera fila, la Alejandra virtual lanzó una rápida mirada a Martín y asintió con la cabeza. Martín detestaba aquella falsa imagen de su amiga, con sus largos cabellos lacios y rubios y sus ropas a la última. Prefería, con mucho, a la chica de carne y hueso que estaba sentada a su lado en la cabina; no era tan alta, ni tan delgada, ni tan perfecta en todos sus rasgos; pero Martín adoraba su pelo rojo y rizado, su nariz ligeramente respingona y sus maravillosos ojos grises. ¿Cómo era posible que Alejandra no se diera cuenta de que su imagen verdadera era mucho más atractiva que aquella especie de muñeca que la sustituía en los entornos virtuales? Estaba tan equivocada… Claro que, en realidad, todo el mundo hacía lo mismo. Lo cierto era que ninguna de las imágenes de sus compañeros correspondía a su aspecto real. Todos habían adquirido identidades digitales para utilizarlas cuando se conectaban a la red, que era casi todo el tiempo, pues no solo lo hacían durante las horas de estudio, sino también en los ratos libres, para relacionarse con sus amigos. Por lo visto, todo el mundo parecía opinar que resultaba más conveniente, si uno quería tener éxito en la vida, renunciar al aspecto propio y pagarse uno falso y atrayente… Incluso don Ramiro se había comprado una identidad digital con su propio rostro rejuvenecido y una larga y tupida mata de pelo castaño en lugar de su rosada calva. Solo Martín conservaba su vieja imagen de siempre, realizada a partir de grabaciones de su verdadero aspecto, sin ningún retoque. Su madre se negaba a pagarle una identidad nueva; decía que no lo consentiría por nada del mundo. Sofía Lem tenía unas ideas muy particulares acerca de las nuevas modas, unas ideas que a menudo lograban complicarles considerablemente la vida, a ella y a su hijo… Pero Martín, en el fondo, la comprendía. Aceptar todas aquellas imposiciones del mercado global habría sido como reconocer que los viejos ideales por los que ella y su marido habían luchado en su juventud habían muerto. Y además estaba el abuelo, que detestaba todo lo relacionado con el entretenimiento virtual; eran dos contra uno, de modo que no había nada que hacer, salvo seguir llevando con la mayor dignidad posible la imagen digital de siempre y no darle demasiada importancia al asunto. Después de todo, no la tenía…
—¿Estáis preparados, chicos? —dijo el don Ramiro virtual sonriendo—. Pues adelante. Poned el dedo en el dispositivo de recogida de muestras y esperad a sentir el pinchazo; la sangre irá cayendo al tubo que está debajo; recogedla e introducidla en el ordenador de análisis. Cuando tengáis los resultados, comenzad a elaborar el informe siguiendo las pautas que yo os he indicado…
Martín estaba a punto de colocar el dedo en el aparato que le correspondía cuando advirtió que a Alejandra le sucedía algo extraño. En la pantalla virtual seguía conservando su aspecto impecable y distante de siempre, pero allí en la cabina, muy cerca de él, podía oír la respiración rápida y alterada de la chica. Parecía que se estuviera ahogando…
—¿Qué te pasa? —preguntó, quitándose el casco de comunicación—. ¿Te encuentras mal?
—No soporto la sangre —replicó ella, imitando su gesto—. Me pongo enferma solo de verla…
—Será solo un momento, ni siquiera te darás cuenta —dijo Martín, cogiéndole la mano con suavidad—. Mira, yo recogeré el tubo y lo meteré en el ordenador de análisis, tú no tendrás ni que mirar… Cierra los ojos, yo guío tu dedo… Así…
Martín tomó entre los suyos el dedo de Alejandra y lo colocó en el dispositivo de toma de muestras. El pinchazo fue tan leve que la muchacha apenas alzó un instante las cejas; luego, cuando comprendió que todo había pasado, sus rasgos se relajaron por completo, aunque permaneció con los ojos cerrados. Mientras tanto, Martín cogió el tubo que contenía la sangre de su amiga y lo introdujo en el ordenador de análisis. Al hacerlo, sintió que las manos le temblaban. Era la primera vez que tocaba a Alejandra…
—Pero ¿qué has hecho? —dijo ella de pronto.
De nuevo había abierto los ojos y le miraba con gesto alarmado. Martín, que ya estaba suficientemente nervioso antes de recibir aquella mirada, se sintió tan confundido que estuvo a punto de derramar el contenido del tubo en el suelo.
—¿Por qué, qué pasa? —acertó a preguntar.
—Has tomado mi muestra de sangre con tu operador —replicó Alejandra con una mueca de disgusto—. Ahora tendremos que explicárselo a don Ramiro, y nos obligará a repetir la práctica…
Era cierto. Con la emoción del momento, Martín había guiado el dedo de Alejandra hasta el operador situado a su derecha, y a la izquierda de la chica. La muestra quedaría automáticamente registrada con su nombre, y no con el de ella…
—No te preocupes —dijo, algo azorado—. Nadie tiene por qué enterarse de lo que ha pasado. Yo me haré el análisis con tu operador, y listo. ¿Qué más da? Después de todo, solo es una práctica…
Sin pensárselo dos veces, colocó su dedo en el operador de Alejandra y recogió su propia sangre en el tubito que había debajo, introduciéndola, a su vez, en el ordenador.
Alejandra parecía haber aceptado aquella solución como el menor de los males posibles, y, sin protestar, se limitó a seguir con aire de desconfianza los movimientos de su compañero de cabina.
—Espero que esto no nos traiga problemas —murmuró antes de volver a colocarse el casco de comunicación—. Era lo que me faltaba…
Martín comprendió que se refería a las investigaciones que últimamente se habían realizado en el instituto en relación con el consumo de sustancias prohibidas. Un par de amigas de Alejandra habían sido sorprendidas con dosis sospechosas de tranquilizantes y, desde entonces, nadie había vuelto a verlas por el centro… Aquello había puesto en el punto de mira a todo el grupo de chicas relacionadas con las dos infractoras, y hacía varias semanas que los registros de sus ropas y carteras se repetían a diario. Debía de resultar un poco humillante…
La interpretación de los resultados del análisis fue una tarea bastante sencilla. Para ocultar el error que habían cometido, Martín realizó su informe a partir de los datos de la sangre de Alejandra, lo que no dejaba de producirle cierta emoción. De modo que ella tenía cuatro millones setecientos mil glóbulos rojos por mililitro de sangre… doscientas sesenta y cuatro mil plaquetas… un nivel normal de colesterol… Era agradable saber todo aquello; le hacía sentir que la conocía de una forma más íntima.
A las diez de la mañana sonaron los timbres que anunciaban el cambio de asignatura. Alejandra comenzó a recoger sus cosas para dirigirse a la cabina que le correspondía en la Biblioteca Central, desde donde los alumnos se conectaban a las clases teóricas. Martín trató de retenerla unos minutos charlando de esto y de aquello, pero ella, después de escucharle un rato con visible impaciencia, se despidió cortésmente hasta la siguiente práctica. Era evidente que no quería llegar tarde al comienzo de la clase. Se sabía vigilada por la Guardia Escolar debido a lo ocurrido con sus amigas y temía cometer la menor infracción; resultaba comprensible. Y sin embargo, Martín se sintió dolido y decepcionado; la prisa de su compañera suponía, para él, toda una tragedia. En la Biblioteca se sentaba muy lejos de ella, de modo que no volvería a verla hasta la siguiente práctica, para la que aún faltaban dos días; mientras tanto, tendría que conformarse con su imagen virtual, aquella máscara rubia y distante que tan poco se parecía a la verdadera Alejandra. Era una perspectiva desoladora…
Lentamente, guardó su cuaderno electrónico en la cartera, apagó las luces y se dispuso a salir. Pero, al abrir la puerta de la cabina insonorizada, le sorprendió oír la voz alterada de Alejandra en un extremo del pasillo. Parecía estar discutiendo con alguien…
—¡Es un error! —repetía una y otra vez—. No puede ser verdad, ¡es imposible!
Don Ramiro (el verdadero, con su reluciente calva y sus profundas arrugas) la escuchaba en silencio, visiblemente contrariado. A su lado, un par de policías de la Brigada Antidrogas observaban la escena con ojos inexpresivos. Justo en ese momento, llegó, muy agitado, el director.
—Nos has defraudado, Alejandra —dijo en tono apesadumbrado—. Yo esperaba que una chica como tú, con tu inteligencia y tus brillantes calificaciones, no se habría dejado arrastrar por las malas compañías, pero ya veo que me equivoqué…
—¡Le juro que no es cierto, que en mi sangre no pueden haber encontrado nada prohibido! ¡Es imposible! —gritaba Alejandra, desesperada.
Martín, petrificado en el umbral de la cabina, comprendió lentamente lo que ocurría. Los datos de los análisis sanguíneos que habían realizado durante la práctica habían ido aparar directamente al ordenador de la Policía; una burda trampa para detectar sustancias prohibidas en la sangre y detener a los estudiantes consumidores de drogas. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Su madre siempre le estaba advirtiendo acerca de ese tipo de prácticas policiales. Pero él no había sospechado nada… Y ahora Alejandra se hallaba en peligro; su análisis había dado positivo, y en un par de horas sería conducida a un Centro de Internamiento…
De pronto, Martín se cubrió el rostro con las manos, horrorizado. Por un momento, había olvidado que el análisis atribuido a Alejandra por la policía correspondía, en realidad, a su sangre. ¿Qué diablos significaba todo aquello? El nunca había consumido sustancias prohibidas, era imposible que su prueba hubiese dado positivo…
Mientras tanto, a pesar de las protestas de Alejandra, los policías ya le habían puesto las esposas y trataban de arrastrarla fuera del pasillo. Solo entonces comprendió Martín que debía hablar, antes de que fuera demasiado tarde.
—¡Deténganse! —gritó desde la puerta de la cabina—. Ha habido un error, Alejandra no es culpable de nada. Nos equivocamos de operador… La sangre de su análisis, en realidad, es mía.
Todos se habían vuelto a mirarlo. Hasta entonces, ninguno de los presentes había reparado en él. Alejandra, desde el extremo del pasillo, le dirigió una expresiva mirada de gratitud, pero el director y don Ramiro parecían querer fulminarlo con los ojos.
—Basta, Martín —dijo el director—; no compliques más las cosas. Si lo que intentas es proteger a tu amiga, no vas a conseguirlo mintiendo… ¿O es que quieres que te lleven con ella?
—Este chico ha perdido el juicio —exclamó don Ramiro, dirigiéndose a los policías—. Es amigo de la muchacha y está intentando mostrarse caballeroso, supongo; ¡algo muy propio de él, por otra parte! Pero este chico no ha consumido una sustancia prohibida en toda su vida, respondo de ello. Conozco bien a la familia y…
El profesor se interrumpió, algo confuso. La alusión a la familia de Martín no había sido una idea afortunada. Si los de Antidrogas llegaban a enterarse de que Andrei Lem era su padre, ¡estaba listo! Para intentar enmendar su error, don Ramiro se volvió hacia el chico y comenzó a reprenderlo.
—Parece mentira, Martín —dijo, muy nervioso—. ¿Por qué has tenido que decir esa tontería? Es muy noble por tu parte, pero absurdo… absurdo. ¿Es que no has pensado en el disgusto que se llevaría tu madre si esa estúpida mentira tuya te acarrease algún problema? ¿No crees que ya tiene bastante, la pobre?
—¿Por qué?, ¿qué le pasa a su madre? —preguntó uno de los policías con suspicacia.
Don Ramiro ya no sabía por dónde salir. Lo último que deseaba era causarle problemas a Sofía, la madre de Martín, así que dijo lo primero que se le ocurrió.
—Está muy enferma —explicó con gravedad—. Una enfermedad degenerativa…
Martín le dirigió una mirada de reproche. ¿Era necesario inventar algo tan desagradable?
Los policías dejaron de mirar a Martín y se dirigieron de nuevo hacia la puerta. Era obvio que estaban deseando terminar con aquello.
—Estamos perdiendo mucho tiempo, y nos esperan en Jefatura —dijo uno de ellos en tono displicente—. Chico, no olvides que mentir a la policía es un delito castigado por las leyes federales. Por esta vez, vamos a dejarlo pasar; pero te recomiendo que no vuelvas a intentarlo.
—¡Pero si no estoy mintiendo! —gritó Martín, exasperado.
El director y don Ramiro le lanzaron una mirada asesina mientras los dos policías, escoltando a Alejandra, se alejaban por el corredor.
—Eres un loco, Martín —dijo don Ramiro cuando los de antidrogas estuvieron lo suficientemente lejos para no oírlo—. Cuando pienso lo que podía haber pasado… Suerte que tenían prisa. Será mejor que no le digamos a tu madre nada de todo esto…
Martín, desesperado, se lanzó hacia el profesor y, aunque era algo más bajo que él, le asió por las solapas de su chaqueta.
—¿Por qué nadie me cree? —gritó—. ¡Estoy diciendo la verdad! ¿Qué les pasa a todos?
El director meneó la cabeza con desaprobación.
—El amor es algo absurdo —murmuró—. Sobre todo entre los adolescentes…
Aún seguía meneando la cabeza mientras se alejaba despacio por el pasillo. Martín y don Ramiro se quedaron solos.
—No creas que no te comprendo, muchacho —dijo don Ramiro, conciliador—. Todos hemos cometido una locura alguna vez por una chica. Pero esta ha sido muy peligrosa, Martín, muy peligrosa. Menos mal que todo ha terminado bien…
—¿Es que no le importa nada Alejandra? ¡También es su alumna!
El rostro del profesor se ensombreció.
—Claro que me importa —dijo—. No sabes cuánto lamento lo que le sucede. Una chica tan brillante… Pero ¿qué podemos hacer nosotros? No debería haberse dejado arrastrar por sus amigas. Ahora ya es demasiado tarde para ayudarla.
Don Ramiro se dio la vuelta y comenzó a caminar despacio por el pasillo. Parecía más encorvado y viejo que nunca.
—Dígame una cosa, profesor —gritó Martín, conteniendo a duras penas la ira que sentía—: ¿Usted sabía que la información de los análisis iba a parar directamente a la policía? ¿La práctica no era más que una trampa?
El profesor volvió lentamente sobre sus pasos.
—No sé qué contestarte —murmuró con voz trémula—. La Inspección Educativa nos ordenó hace una semana que hiciésemos esa práctica en el laboratorio. Supongo que debí imaginar lo que se proponían… Pero no lo hice. Intento no pensar mucho acerca de las órdenes que recibo. Tal y como se están poniendo las cosas, es mejor no pensar…
Don Ramiro le dio una rápida palmada en el hombro y se alejó de nuevo arrastrando los pies, vencido de fatiga. A pesar de la indignación que sentía, a Martín le dio lástima. Era una buena persona, en el fondo; pero también un cobarde…
Apenas podía creer que la escena a la que acababa de asistir hubiese sucedido en realidad. Nada de aquello tenía ni pies ni cabeza. ¿Cómo podía haber dado positivo su muestra de sangre? Él no había tomado ninguna droga… ¿Se habría producido un error en el ordenador de análisis, o alguien, desde la policía, le había tendido una trampa a Alejandra? Solo había un modo de saberlo.
Aprovechando que el corredor se había quedado completamente vacío, Martín volvió a la cabina y encendió de nuevo los ordenadores. Después de introducir sus contraseñas de usuario, extrajo los datos de su análisis y del de Alejandra y los trasladó a su cuaderno electrónico. En cinco minutos había terminado. Sabía que don Ramiro advertiría al día siguiente que el ordenador había sido utilizado fuera del horario de prácticas, pero estaba seguro de que no lo denunciaría. E incluso si decidía hacerlo, por lo menos habría ganado unas horas… Tenía que analizar cuidadosamente los datos y descubrir qué era lo que había fallado. Y si no encontraba nada, al día siguiente se entregaría directamente a la Brigada de Menores. No iba a permitir que Alejandra pagase por una falta que no había cometido… Pero antes tenía que intentar demostrar su propia inocencia; no deseaba pudrirse durante años en un Centro de Internamiento.
Cuando llegó a la Biblioteca Central, la clase de matemáticas ya había comenzado. Se introdujo en la cabina y al ponerse el casco comunicador, recibió una sonora reprimenda por parte de la profesora. Ni siquiera intentó justificarse. Solo deseaba que el tiempo transcurriese lo más rápidamente posible; que sonase el timbre, que llegase la clase siguiente y pasase cuanto antes para poder volver, por fin, a casa. Únicamente allí podría estudiar con detenimiento los dos análisis y reflexionar acerca de lo que había pasado. Pero, de momento, tendría que esperar…