Capítulo 7

Fantasmas

La llegada de Clovis le sacó bruscamente de sus reflexiones. —¿Habéis terminado de desayunar?— preguntó echando una ojeada a la mesa. —Son casi las nueve, y en la isla todo el mundo madruga. Se supone que debéis estar a las once en el laboratorio de Isaac, así que tenemos dos horas para enseñaros todo el complejo. Vosotras, muchachas, no hace falta que vengáis— añadió, dirigiéndose a Casandra y Selene.

—¿Estás de broma? —dijo esta última, poniéndose en pie de un salto—. Nosotras os acompañamos, ¿verdad, Casandra?

Por toda respuesta, la interpelada dobló cuidadosamente su servilleta e, imitando a su compañera, se puso en pie, mirando a Clovis con una sonrisa. El anciano se encogió de hombros con resignación.

—Allá vosotras —dijo—; haríais mejor repasando la lección de Física de Partículas que vimos ayer; pero en fin, como parece que se trata de un día algo especial…

Berenice le dirigió una mirada amenazadora. Era evidente que estaba de parte de las chicas, así que Clovis no insistió más.

Los seis abandonaron el cuarto de Martín y, a través del corredor que rodeaba el patio central de la casa, llegaron al ala opuesta del edificio, donde se situaban las zonas de uso comunitario. Alejandra se quedó asombrada ante la magnificencia del comedor, con su larga mesa de caoba y sus pinturas holandesas e italianas en las paredes, algunas de ellas muy conocidas.

—¿Son los originales? —preguntó con timidez.

—Por supuesto —repuso Clovis, mirando de reojo a Berenice, que había lanzado un elocuente suspiro—. Como sabéis, muchos estados, durante la última guerra, pusieron en venta su patrimonio artístico para hacer frente a los gastos militares. Hiden supo aprovechar la ocasión… Su colección de arte no tiene equivalente en el mundo.

—No me parece bien que una sola persona se guarde estas maravillas e impida al resto de la gente que las disfrute —dijo Martín con una mueca de disgusto.

—Bueno, ten en cuenta que las copias de los museos, realizadas con las técnicas más avanzadas de reproducción de imágenes, apenas pueden distinguirse de los originales —contestó Clovis con viveza—. Además, aquí están muy bien cuidadas…

Se hizo un pesado silencio. Berenice tenía los ojos clavados en el suelo y parecía decidida a no intervenir en la conversación. Era evidente que estaba de acuerdo con Martín, pero no quería criticar abiertamente a su benefactor.

Del comedor pasaron a una inmensa estancia circular donde Hiden guardaba su valiosísima biblioteca. Miles de libros de papel se alineaban en interminables estanterías de distintas alturas protegidas por puertas de cristal. Había tres pisos de estanterías superpuestas, separados unos de otros por estrechos corredores de madera comunicados entre sí a través de empinadas escaleras del mismo material. Solo en la parte más elevada de la estancia (que, evidentemente, vista desde fuera debía de tener el aspecto de una torre) se abría una galería de arcos a través de los cuales penetraba la luz del sol. Del techo, justo en el centro, pendía una gigantesca lámpara de cristal de roca cuyos infinitos prismas transformaban la claridad del día en mil destellos irisados. Aquellos reflejos multicolores se proyectaban sobre las paredes y los muebles, creando en la habitación un ambiente mágico.

—Es un lugar maravilloso —suspiró Martín, olvidando de golpe la indignación que había sentido en el comedor—. Parece haber brotado de un cuento, o de una leyenda…

—Es el rincón preferido de Hiden —explicó Berenice, que también había vuelto a sonreír—. Podéis venir aquí cuando queráis, siempre que nos informéis antes a mí o a Clovis, para que podamos acompañaros. Aquí hay algunos ejemplares muy valiosos: códices medievales, primeras ediciones de algunos de los grandes clásicos de la literatura…

—¿No tendrá, por casualidad, un ejemplar de la primera edición de La máquina del tiempo? —preguntó Martín.

Clovis y Berenice lo miraron con interés.

—La verdad es que no lo sé —repuso esta última—; pero hoy mismo consultaré el catálogo. ¿Por qué me haces esa pregunta?

—Pues… no sé, solo por curiosidad —dijo el muchacho en tono evasivo—. Es justamente el libro que estoy leyendo ahora…

Se detuvo desconcertado al percibir la mirada súbitamente aterrorizada de Casandra. Había clavado en él los ojos como si se tratase de una aparición, y los labios le temblaban ligeramente… Pero nadie más parecía haber percibido aquella extraña reacción.

—¿Tú también has leído ese libro? —le preguntó en un susurro a la muchacha cuando volvieron a salir al patio.

Ella vaciló un momento antes de responder.

—Oí hablar de él hace mucho tiempo —murmuró—. Pero hay algo en esa historia que no me gusta. No quise leerla hasta el final.

Martín se quedó con ganas de preguntarle a su compañera quién le había hablado del libro, pero Berenice y Clovis ya se alejaban hacia el Jardín de Antigüedades haciéndoles gestos para que los siguieran.

El Jardín de Antigüedades era la principal maravilla del Palacio de Hiden. Se trataba de una nave cubierta por una gigantesca bóveda acristalada y llena de palmeras y toda clase de plantas tropicales. Entre las plantas, protegidas por sofisticadas vitrinas, se hallaban dispuestas, como en un museo, numerosas piezas procedentes de todos los rincones del mundo y de todas las civilizaciones. Había esculturas griegas, relieves asirios, representaciones de antiguas deidades pertenecientes a la cultura jemer, mosaicos romanos, bronces y figurillas de jade procedentes de China y calendarios aztecas grabados en enormes piedras circulares. Todas las piezas eran de un valor artístico incalculable, y parecía imposible que alguien hubiese podido reunirías en una única colección.

En un rincón del prodigioso museo, sentado junto a un pequeño estanque de nenúfares, hallaron a Leo ensimismado en la contemplación de una delicada escultura femenina procedente del período arcaico del arte griego. El rostro de la estatua, con sus ojos almendrados, sus largos cabellos ondulados y su boca sonriente y enigmática, parecía tener fascinado al androide. Tan abstraído estaba en su contemplación que ni siquiera se dio cuenta de la llegada de los nuevos visitantes. Cuando por fin los vio, se levantó de un salto, visiblemente fastidiado.

—¡Vaya! —observó con sarcasmo—. ¡Un grupito de turistas! Está visto que hoy no tengo suerte. Por lo general, aquí no entran humanos casi nunca. Les gusta almacenar tesoros, pero no tienen tiempo para disfrutarlos. Ignorantes…

—Leo se pasa horas en este lugar —explicó Berenice, mirando con simpatía al androide—. En realidad, es cierto lo que dice; es el único que saca provecho de todo lo que Hiden tiene aquí almacenado. Nunca he conocido a nadie con una sensibilidad semejante para el arte…

—¿Y tú cómo lo sabes, vieja metomentodo? —le interrumpió Leo—. No me digas que eres capaz de leer lo que siento en mi cara. Si ni siquiera puedo llorar… Mis creadores no estimaron necesario dotarme de glándulas lacrimales.

—No seas tonto, Leo —dijo la anciana sonriendo—. Conmigo no te valen los trucos, eso déjalo para Hiden… El hecho de que no viertas lágrimas no significa que no puedas llorar; yo te he visto hacerlo más de una vez, delante de esa estatua.

Por un momento, apareció en el rostro del androide una curiosa expresión de desamparo.

—Eres demasiado lista, vieja —murmuró—. Es una lástima que no haya más humanos como tú; aunque, quién sabe, tal vez, después de todo, sea mejor así. No quiero encariñarme con los humanos. Eso no. Con sus obras, lo admito.

Al fin y al cabo, yo también soy una de sus obras. Pero con ellos… sería un peligro. El mayor peligro…

Todos se quedaron observando a Leo mientras se dirigía con paso majestuoso hacia la salida del Jardín de Antigüedades. Era evidente que no estaba dispuesto a compartir con ellos sus profundas emociones artísticas. Alejandra lo observó alejarse con pesar; sin saber por qué, sentía una gran simpatía por aquella máquina tan conmovedoramente humana.

—Se nos ha hecho muy tarde —anunció Clovis, después de esperar un rato en silencio a que los chicos terminasen de recorrer la estancia y de admirar sus magníficos tesoros—. Ya no hay tiempo para visitar el resto de la isla, así que lo mejor será que vayamos directamente a los laboratorios. Isaac debe de estar ya impaciente… No debéis juzgar mal a Isaac. Es una buena persona, pero vive totalmente entregado a su trabajo, y no comprende que el resto de la humanidad pueda tener otros intereses. A veces, se vuelve un poco intransigente, en lo que a la planificación de los experimentos se refiere. Pero hay que comprenderle… Es un gran científico, y Hiden le debe mucho. Sin él, Dédalo nunca se habría convertido en lo que es hoy en día.

Una pasarela de madera suspendida sobre un jardín de rocas comunicaba el Palacio con los laboratorios. Martín y Alejandra se quedaron muy sorprendidos al entrar en el segundo edificio. Todas las habitaciones situadas a ambos lados del pasillo principal eran de planta semicircular y estaban cubiertas por pequeñas cúpulas pintadas con frescos que representaban distintas escenas de la mitología griega. Esto, junto con las preciosas fuentes de piedra que adornaban el centro de cada estancia, les confería el aspecto de pequeñas capillas antiguas. Sin embargo, su función era bien diferente, pues albergaban, en realidad, los principales laboratorios de una de las mayores corporaciones científicas del mundo.

En todos los laboratorios reinaba una gran actividad. Sobre amplias mesas blancas dispuestas contra las curvas paredes, se veían toda suerte de artilugios y máquinas complicadas. Había tres personas en cada laboratorio, y todas parecían tan concentradas en lo que estaban haciendo, que apenas prestaban atención a los recién llegados. Resultaba asombrosa la cantidad de tubos, probetas y frascos de todos los tamaños y formas que se alineaban en los armarios situados entre las mesas. Todas las máquinas mostraban multitud de pilotos encendidos, y su funcionamiento se controlaba desde un ordenador central situado sobre una consola, en la pared opuesta a la puerta de entrada. El conjunto aparecía bañado en una luz lechosa que procedía de los vanos abiertos bajo la cúpula, cuyos paneles de alabastro producían aquel agradable efecto al filtrar los rayos del sol. Sin duda, se trataba de un lugar agradable para trabajar…

Al otro lado del edificio, el corredor desembocaba en un laboratorio mucho más grande que los otros y de forma elíptica. En cuanto se asomaron a la puerta, un individuo muy alto y desgarbado vino hacia ellos haciendo aspavientos con las manos.

—¿Cómo habéis tardado tanto? —exclamó en tono desagradable—. Llevo más de media hora de brazos cruzados por vuestra culpa. ¡Nunca entenderé a la gente como vosotros!

—Al menos podrías dar los buenos días y esperar a que se hagan las presentaciones —le reprochó Berenice, que parecía querer fulminarlo con la mirada—. Isaac, te presento a Martín y Alejandra, nuestros nuevos invitados. Chicos, este es Isaac Maistre, jefe de los laboratorios del Jardín y un eminente experto en patologías infecciosas…

—¿Qué hace ella aquí? —gruñó Isaac por toda respuesta, lanzando una despectiva mirada a Alejandra—. No me sirve. Tenemos que empezar cuanto antes. Tú, Martín… Pasa a aquella cabina y descúbrete el brazo. Vamos a empezar extrayendo una muestra de sangre y otra de epiteliales de los dedos. Vosotras —añadió dirigiéndose a Casandra y a Selene— id al cuarto de la doctora Ling, que os está esperando. Hay que seguir con lo que comenzamos ayer… Los demás, podéis iros. No tengo tiempo de hacer de guía turístico.

Berenice pasó un brazo sobre los hombros de Alejandra y ambas salieron juntas de la habitación. Antes de seguirlas, Clovis se quedó unos instantes mirando fijamente a Isaac. Parecía muy disgustado con la acogida que los nuevos colaboradores de Dédalo habían recibido.

—Informaré a Hiden de esto —dijo alzando un dedo y agitándolo ante la nariz de Isaac con gesto amenazante—. Y no creo que le guste. Las instrucciones que habías recibido eran, según creo, bastante distintas…

Isaac se encogió de hombros y se volvió hacia la pared.

—Me tiene sin cuidado —dijo—. Yo estoy aquí para trabajar, y no para ejercer de relaciones públicas.

Cuando Clovis abandonó el laboratorio, Isaac se dirigió hacia la cabina donde le esperaba Martín y, sentándose frente a él, lo examinó largamente con la mayor atención.

—Espero mucho de ti —dijo al cabo, tratando de esbozar algo parecido a una sonrisa—. Si tu potencial es semejante al de las dos chicas, tendrás que colaborar con nosotros durante años, así que confío en que comprendas la importancia de nuestro trabajo y hagas todo lo que esté de tu parte para que esto funcione.

Martín no contestó. Había aprovechado todo aquel tiempo para observar detenidamente el rostro del científico, pero lo cierto es que se sentía desconcertado. Por lo general, le bastaba mirar durante unos instantes a los ojos de una persona para hacerse una idea bastante exacta de su carácter. Siempre había sido así, era una especie de facultad innata en él, una capacidad fuera de lo común para captar los pensamientos de los demás y sus más profundas intenciones. Sin embargo, con Isaac su intuición no había funcionado. No conseguía discernir lo que se ocultaba detrás de aquel rostro inteligente y nervioso, de ojos claros y fríos, extrañamente incongruentes con la delicadeza de sus rizados cabellos rubios. Todo lo que era capaz de captar en aquel hombre se podía resumir en una sola palabra: pasión. Aquel tipo estaba enamorado de su trabajo, y la aparente frialdad de su mirada escondía en el fondo una ardiente concentración intelectual, tan intensa que apenas se veía turbada por los acontecimientos e imágenes del exterior. Hasta ahí, todo estaba claro; pero lo que desconcertaba a Martín era que, bajo aquel amor por la actividad científica, no lograba percibir ninguna otra cosa. ¿Acaso el tal Isaac no sentía nada más allá de su evidente obsesión con la ciencia? En cualquier caso, fuesen cuales fuesen sus más íntimos sentimientos, Martín no lograba adivinarlos. Eso le impedía formarse una idea clara acerca de aquel individuo, lo que le incomodaba bastante. Habría preferido saber desde el principio si se encontraba ante una buena o una mala persona… Pero lo más probable era que el propio Isaac jamás se hubiese planteado semejante cuestión.

La extracción de sangre y de tejido epitelial de los dedos fue cosa de un momento. Después, Isaac invitó a Martín a sentarse frente a un ordenador y a resolver una serie de cuestionarios diseñados para medir sus capacidades intelectuales. El muchacho se pasó el resto de la mañana resolviendo aquellas pruebas, y cuando Clovis apareció para recogerle se sintió sumamente aliviado. Estaba cansado y descontento; servir de conejillo de Indias para los estudios de Dédalo iba a resultar más tedioso de lo que él había supuesto…

—¿Todos los días es así? —le preguntó a Clovis mientras se alejaban del laboratorio de Isaac a través del corredor principal.

—¿A qué te refieres?

—A mi participación en los experimentos de Dédalo —aclaró Martín—. Ese hombre no me gusta demasiado…

Clovis lanzó un hondo suspiro.

—A nadie le gusta Isaac al principio —observó—. La verdad es que él no se esfuerza mucho para caerle bien a la gente… Pero no es un mal tipo, puedes creerme. No abusará de tus fuerzas, ni te tendrá horas y horas en pie para realizar un experimento… Se toma muchas molestias para hacer que todo esto sea lo más llevadero posible para vosotros.

El gesto de Martín indicaba bien a las claras que le costaba trabajo dar crédito a la última afirmación de Clovis.

—De verdad, puedes creerme —insistió el anciano—. Se trata de algo que todos hemos comprobado. Diseña cada sesión de trabajo con mucho cuidado para que no resulte excesivamente agotadora ni exigente. Así lo ha hecho desde el principio con las chicas…

—¿Le conoces bien? —preguntó Martín, interesado.

—Bueno, no creo que nadie pueda afirmar que conoce bien a Isaac Maistre —repuso Clovis, después de una ligera vacilación—. Es un tipo solitario, y poco inclinado a hacer amigos… Lo que sí puedo decirte es que lo conozco desde hace años. Coincidimos en Harvard antes de venir aquí. No participábamos en los mismos programas de investigación, porque él es médico y yo físico. Sin embargo, ya entonces comenzaba a ser una celebridad… En todo caso, no debes preocuparte por los experimentos. Se llevan a cabo solamente tres días por semana, y el resto del tiempo eres libre para hacer lo que quieras. Únicamente se te exige que acudas a las clases de la tarde. Dos horas con Berenice y dos conmigo. Pero te aseguro que será llevadero… Ah, otra cosa: ¿existe algún deporte que quieras practicar mientras estés aquí? En principio no hay nada previsto, aparte de vuestras piscinas individuales para nadar y un par de aparatos gimnásticos en cada habitación; pero, si tú estás interesado en alguna otra disciplina física, tal vez podamos arreglarlo…

Martín reflexionó un momento antes de contestar.

—En el instituto asistía a clases de kendo —dijo tímidamente—. Todas las artes marciales me interesan, especialmente las que se practican con espada.

—¿Tienes un buen nivel? —preguntó Clovis con curiosidad.

—Sí… creo que sí —afirmó Martín después de pensárselo un momento—. Mi maestro decía que se me daba muy bien, y solía vencer a mis compañeros.

—¡Magnífico! Entonces, creo que encontraremos una solución para ti. Tengo entendido que la doctora Ling, una colaboradora de Isaac, es una experta en el manejo de la espada china. Su especialidad no es el kendo, sino el wudang; pero, aún así, seguro que te resulta interesante… ¿Qué me dices?

—¡Desde luego que me interesa! —exclamó Martín entusiasmado—. Siempre he querido aprender a manejar esas espadas…

—Muy bien; entonces hablaré con Ling para llegar a un acuerdo con ella en relación con los horarios de entrenamiento.

Martín se despidió de su acompañante a la entrada del patio y subió pensativo a su habitación. Los demás, al parecer, ya habían comido, así que tendría que almorzar solo en su jardín; luego, según le había explicado Clovis, podría descansar un rato, antes de dirigirse a la clase de Berenice, donde se reuniría con Alejandra.

Las clases se impartían en una pequeña sala aneja a la biblioteca. Uno de los robots de servicio vino a buscarle y le acompañó hasta la misma puerta de la estancia. Dentro, ya estaban esperándole Alejandra y Berenice. Según el programa de estudios establecido, la anciana filósofa les dedicaría dos horas cada tarde, y otras dos horas las pasarían en el laboratorio particular de Clovis recibiendo clases de Física y Biología. Estaba previsto que contasen con dos tardes libres a la semana. Por el momento, no compartirían sus horas de estudio con Selene y Casandra, que llevaban ya varios meses en el Complejo y se encontraban en una etapa más avanzada del programa.

Berenice resultó ser una profesora excepcional. Martín nunca había conocido a nadie con tan amplios conocimientos humanísticos, y mucho menos que supiera transmitirlos de un modo tan ameno y agradable. La anciana se había propuesto explicarles paso a paso, a lo largo de sus sesiones con ellos, toda la historia de la cultura humana, empezando por el Paleolítico. Aquellas dos primeras horas las dedicó al hombre prehistórico y a los primeros vestigios culturales y artísticos de la humanidad. Los chicos se quedaron deslumbrados…

Cuando la clase terminó, Alejandra invitó a Martín a darse un baño en su piscina, pues aún tenían una hora hasta el comienzo de su sesión con Clovis.

Martín agradeció el frescor del agua y disfrutó como un chiquillo con las juguetonas acrobacias de los delfines enanos. Alejandra no dejaba de charlar y reír, y parecía haber olvidado por completo los sinsabores del Centro de Internamiento y todos sus recelos anteriores. Martín nunca la había visto tan feliz.

Después de bañarse, se sentaron un rato en las tumbonas situadas junto a la piscina, a la sombra de las palmeras. A una señal de Alejandra, el robot doméstico les sirvió una refrescante bebida de limón. Ambos permanecieron un rato en silencio contemplando la ancha franja azul turquesa del mar mientras los dos delfines continuaban saltando y haciendo cabriolas para atraer su atención.

—Esto es maravilloso, ¿no te parece? —preguntó tímidamente Alejandra.

—Desde luego —se apresuró a contestar Martín—. Ni en sueños habría podido imaginar que existiesen lugares así… ¿Qué has hecho esta mañana?

—He ido a la playa. Berenice me ha acompañado. Es una persona encantadora… Mañana, si tienes tiempo, podemos volver. El agua está limpísima, y la arena es totalmente blanca. Es un sitio increíble…

Martín no quiso enturbiar la felicidad de su amiga con sus sombríos pensamientos acerca de Isaac y del programa científico. Después de todo, era el precio que tenía que pagar por compartir aquel paraíso con Alejandra. Valía la pena… Además, pronto se acostumbraría a hacer de conejillo de Indias para el excéntrico director de los laboratorios. Si Casandra y Selene habían podido habituarse, no existía razón alguna para que él no lo consiguiera. Las dos chicas parecían bastante felices, así que la cosa no debía de ser tan terrible. Pronto se acostumbraría y dejaría de atormentarse con su perpetua desconfianza.

La clase de Clovis resultó tan interesante y divertida como la de Berenice. Estaba claro que ambos eran dos profesores excepcionales. La primera sesión del programa científico trató sobre el origen del universo y sobre los primeros momentos de existencia de este, después del Big Bang. Aunque no era la primera vez que Martín y Alejandra oían mencionar aquellas cosas, nunca, hasta entonces, habían comprendido toda la profundidad y belleza de las Ciencias Cosmológicas. Verdaderamente, resultaba una suerte contar con Clovis y Berenice para las clases; el tiempo pasaba volando, y uno ni siquiera se daba cuenta de lo mucho que estaba aprendiendo.

Para cenar, se reunieron con Casandra y Selene en el jardín privado de esta última. Era la primera vez que los cuatro muchachos se encontraban reunidos en ausencia de Clovis y Berenice. Al parecer, los dos profesores compartían una casita a la orilla del mar, y no solían quedarse a cenar en el Palacio. El gran comedor que habían visitado por la mañana solo se utilizaba en ocasiones excepcionales. Martín se alegró de saberlo; no habría sido capaz de comer a gusto en presencia de tantos cuadros espléndidos arrebatados a los museos de medio mundo…

Selene se había tomado muchas molestias para que la cena resultase agradable. Había farolillos encendidos por todo el jardín y velas sobre la mesa. Los platos servidos eran todos orientales, pues la muchacha había residido durante años con sus padres en la ciudad de Titania y estaba habituada a ese tipo de comida. En el Palacio había una legión de robots especializados en las artes culinarias, lo que permitía a sus habitantes encargar sus platos preferidos siempre que les apeteciera, sin que ello supusiese ninguna molestia para nadie.

—No he visto a Hiden en todo el día —observó Martín mientras se servía una ración suplementaria de verduras crujientes con salsa de soja—. Pensé que tendríamos que compartir las comidas y cenas con él a diario…

—¡Qué va! —dijo Selene—. En realidad, no lo vemos casi nunca. Casi siempre está de viaje, y, cuando se encuentra en el Jardín, no duerme en este edificio.

Alejandra y Martín se quedaron muy sorprendidos.

—Vaya —dijo este último—; yo había creído entender que esta casa era como un hogar para él…

—Así debía de ser hace algún tiempo —confirmó Casandra—. Sin embargo, últimamente prefiere dormir en un pabellón situado sobre los acantilados. No sabemos por qué, aunque corren rumores…

—¿Qué clase de rumores? —preguntó Alejandra.

Las dos muchachas intercambiaron una significativa mirada.

—No creo que sea el momento de hablar de eso, Casandra —dijo Selene con expresión grave—. Acaban de llegar, y no tenemos por qué asustarlos. Después de todo, tú y yo nunca hemos visto nada…

Martín y Alejandra estaban cada vez más intrigados.

—¿Nada de qué? —preguntó el chico bajando involuntariamente la voz.

—Pues… de lo que ven los demás —murmuró Casandra—. Casi todos lo han visto…

—Pero ¿qué es lo que han visto? —insistió Martín.

Casandra y Selene parecían indecisas. Volvieron a mirarse en silencio.

—No lo sé —repuso por fin su anfitriona—. Cosas extrañas… todas diferentes. En realidad, no parece haber dos personas que hayan visto lo mismo.

—¿Qué quieres decir con «cosas extrañas»? —preguntó Alejandra con cierta aprensión.

—Te repito que nosotras no hemos visto nada —dijo Selene sonriendo de forma tranquilizadora—. Solo podemos hablar de oídas… Y la verdad es que la gente no habla demasiado con nosotras acerca de ese asunto. Pero casi todos han visto algo, incluso Clovis y Berenice. Y Samantha, desde luego. Aunque el que más sufre es Isaac…

—Parece ser que sucede durante la noche —intervino Casandra con acento pensativo—. La gente se despierta de pronto y ve cosas… escalofriantes. Samantha lo ha visto en dos ocasiones; la segunda vez despertó a todo el Palacio con sus chillidos y tuvieron que sujetarla para que no se arrojase por una ventana. Antes hablaba mucho con nosotras, pero, desde que todo esto comenzó, apenas viene por aquí. Y Clovis también admitió el otro día que había visto a un ser espantoso junto a su cama, aunque, cuando le pedimos que nos lo describiera, lo único que nos dijo fue que se parecía a las representaciones de los espíritus malignos que aparecen en las casas encantadas de las películas… Parece cosa de broma, pero el pobre hombre, al recordar la visión, se puso tan pálido como un cadáver, y por la forma en que sudaba no creo que lo encontrase gracioso… En cuanto a Hiden, no quiere hablar del asunto, pero Leo nos contó que le había sorprendido gritando, cubierto de sudor frío en medio de su habitación y mirando con ojos espantados a través de la ventana. Todos tienen miedo…

—Seguramente, Hiden haya comprado también los fantasmas de los grandes edificios del pasado, junto con sus obras de arte —apuntó maliciosamente Martín—. No se puede tener una cosa sin la otra…

Las chicas se rieron, pero era obvio que estaban preocupadas.

—¿E Isaac? —preguntó Alejandra—. ¿Qué es lo que ha visto?

—Isaac es el peor de todos —repuso Casandra, bajando la voz—. Ha llegado a ver esas cosas incluso durante el día. Una mañana, en el laboratorio, se puso pálido como un cadáver. Los labios le empezaron a temblar de tal forma que Selene y yo nos asustamos y llamamos a sus compañeros. Al parecer, no era la primera vez que lo veían así. Parece ser que se le aparecen enfermos moribundos que le piden ayuda a gritos… Y no uno, ni dos. Habitaciones llenas, atestadas. El pobre sufre terriblemente, pero, a pesar del ofrecimiento de Hiden para que se traslade a otro edificio, continúa viviendo en su apartamento de siempre, debajo de los laboratorios.

—¿Y Leo? ¿También los ve?

Casandra y Selene sonrieron al unísono.

—Desde luego que no —dijo esta última—. ¡Y está disgustadísimo! Le parece un fallo de sus sistemas de percepción, y lo único que le consuela es comprobar que a nosotras nos ocurre lo mismo que a él. Últimamente le ha dado por bromear con eso. Dice que tenemos un poco de androides, también nosotras…

Martín intentó sonreír, pero lo consiguió solo a medias. Cada vez que la conversación recaía sobre las anomalías biológicas de sus nuevas amigas, no podía evitar sentir un escalofrío. ¿Y si Leo tenía razón? Después de todo, había motivos suficientes para sospechar que tanto él como Jacob y las dos muchachas eran el fruto de un experimento genético; en ese caso, su origen sería tan artificial como el de Leo… Aunque siempre resultaría más fácil de asimilar que la posibilidad de proceder de un mundo extraterrestre.

Terminada la cena, todos se retiraron temprano a descansar. Habían sido muchas las novedades de aquel día, y Martín estaba deseando meterse en la cama y cerrar los ojos. Su organismo aún se resentía de la diferencia horaria respecto de Europa, lo que contribuía a aumentar su sensación de fatiga. Intentó leer unas páginas de La máquina del tiempo antes de apagar las luces, pero el libro se le cayó de las manos y, sin darse cuenta, se quedó dormido.

Lo despertaron de repente unos extraños gemidos procedentes de la habitación de Alejandra. Al principio, cuando abrió los ojos, ni siquiera recordaba dónde se encontraba. Los robots habían debido de apagar las luces, porque todo se hallaba sumido en una profunda oscuridad débilmente iluminada por el fulgor de las estrellas que entraba a través de la pared acristalada. Se oía en el jardín el canto de los grillos, y, por un momento, Martín pensó que aquel llanto que le había despertado había sido producto de su imaginación, o que formaba parte de una pesadilla olvidada. Pero, de pronto, lo volvió a escuchar. Era Alejandra, no había duda. Sin pensárselo dos veces, Martín saltó de la cama y, a través de la puerta que comunicaba las dos habitaciones, entró sin pedir permiso en el cuarto de Alejandra y la llamó suavemente por su nombre.

—¿Eres tú, Martín? —dijo la muchacha con voz temblorosa.

La oscuridad de aquella estancia parecía aún más profunda que la de la otra, y Martín aún no se hallaba lo suficientemente familiarizado con el lugar como para recordar la posición de los interruptores. Se le ocurrió probar con una orden verbal, por si los robots se encontraban activados y eran capaces de obedecerla.

—¡Luces! —exclamó en tono imperioso.

Al momento, todas las lámparas del dormitorio se encendieron a la vez, produciendo un efecto tan deslumbrante que el muchacho se sintió cegado.

—¡Más débiles! ¡Menos luz! —exigió.

Algunas de las lámparas se apagaron, y la habitación quedó bañada en una agradable penumbra, rota únicamente en los lugares donde los filamentos incandescentes aún seguían encendidos.

Solo entonces distinguió Martín la cama de Alejandra, visible a través de las tenues cortinas de gasa. Sin perder un instante, se abalanzó en aquella dirección y, apartando las cortinas de un manotazo, observó con ansiedad a su amiga.

Alejandra estaba encogida debajo de las sábanas, con la cabeza cubierta por la almohada y temblando de pies a cabeza. Con toda la delicadeza de la que era capaz, Martín apartó lentamente la almohada y acarició los rizos cobrizos de la muchacha, bañados por completo en sudor. Sintió que el frágil cuerpo de Alejandra se ponía totalmente rígido al percibir aquel contacto, pero luego, gradualmente, se fue relajando.

—¿De verdad eres tú? —preguntó con una voz gutural que intentaba abrirse paso a través del llanto.

Martín la asió con firmeza por los hombros y le dio la vuelta sobre la cama.

—Pues claro que soy yo —susurró—. ¿Es que no me ves?

La muchacha había abierto por fin los ojos y los tenía fijamente clavados en el rostro de su amigo.

—Pero… ¿eres real? —preguntó en un murmullo.

—Claro que soy real —repuso el chico, zarandeándola cariñosamente—. Y tus gemidos de hace un momento también eran muy reales. Me han despertado… ¿Qué te ha pasado?

Haciendo un esfuerzo, Alejandra se incorporó a medias en la cama y miró, ya más tranquila, a su amigo.

—¿Tú no has visto nada? ¿Al entrar?

Martín hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Era una mujer —dijo Alejandra con las cejas contraídas de horror—. Estaba muy pálida y demacrada, casi se le transparentaban los huesos. Había algo horrible en su aspecto, algo sobrenatural… Parecía un cadáver recién salido de su tumba. Iba vestida de enfermera, creo, aunque el uniforme estaba tan sucio y raído que no estoy segura… Sostenía algo en la mano y me miraba sonriendo con ojos inexpresivos… Eso era lo peor, sus ojos; parecían dos agujeros, era como si tras ellos no hubiese un alma, sino el más espantoso vacío… Te juro que estaba aquí mismo hace un momento. La he visto con tanta claridad como te estoy viendo a ti ahora.

—Otra aparición de esas —murmuró Martín pensativo—. No puede ser otra cosa…

—Pero ¿qué hacía aquí el fantasma de esa mujer? —objetó Alejandra, muy alterada—. En mi vida la había visto antes. Yo nunca he creído en esas cosas; e incluso suponiendo que sean ciertas, ¿por qué iba a haber fantasmas en un edificio como este?

—No lo sé… No se me ocurre ninguna explicación. Todo eso de las apariciones sobrenaturales siempre me ha parecido una basura, un cuento de miedo para asustar a los niños. Pero ahora… ya no sé qué pensar. Cuando Selene y Casandra hablaron de ello, pensé que podía tratarse de un rumor intencionado para asustarnos y evitar que andemos solos por ahí…

Sin embargo, ahora que tú también lo has visto, esa explicación ya no me sirve; sean lo que sean, esas apariciones se han producido realmente…

—¡Pues claro que se han producido! ¿Es que no oíste a las chicas? Lo que contaron de Isaac me puso los pelos de punta. Y Clovis… ¿Crees que un científico como él se dejaría vencer por el miedo sin ningún motivo?

—No lo sé —repuso Martín en tono de duda—. Todo esto es muy raro… Si no supiese que Hiden también ha sufrido esas visiones, sospecharía que se trata de otro de sus trucos, alguna tecnología nueva en fase de experimentación, algo capaz de sugestionar a la gente hasta materializar sus temores…

—Pero Hiden también lo ha visto.

—Eso parece —admitió Martín—; incluso ha cambiado sus hábitos para huir de los fantasmas, y ha dejado esta casa que tanto le gusta… Así que no puede ser él.

—No se trataba de ningún truco, Martín —dijo Alejandra, mirándole a los ojos con gravedad—; era real. Se trata de algo sobrenatural, de algo… monstruoso. No existe ninguna tecnología capaz de crear… eso.

Pero Martín seguía aferrándose a su idea de que todo aquello debía de tener una explicación lógica.

—¿Y no te parece raro que ni Casandra, ni Selene ni yo veamos nada? —preguntó—. Y Leo tampoco… ¿Cómo explicas eso? Sus dispositivos ópticos son tan fiables como los ojos humanos; si esos seres anduviesen realmente por ahí, él también los vería…

—No lo sé, Martín. Es posible que tengas razón, pero me resulta difícil creerlo. Esa mujer estaba aquí mismo hace un momento, amenazándome, mirándome de un modo siniestro… Tal vez en este lugar haya algo extraño, algo que no puede captarse a través de los ojos del cuerpo, sino de otro modo que no comprendemos; algo sobrenatural… al fin y al cabo, todo el Jardín está construido sobre una especie de isla fantasma.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Martín, intrigado.

—Berenice me contó la historia de este lugar mientras tú estabas en el laboratorio. Parece ser que fue construido hace un siglo como complejo residencial para turistas ricos. Se asienta sobre un zócalo de roca volcánica submarina, pero todo lo que se ve de la isla es artificial. Según parece, fue una colonia turística muy próspera y lujosa antes de la última guerra. La bombardearon con gases nerviosos… No quedó ni una sola persona viva. Cuando Hiden la compró, aún se encontraron cadáveres dentro de algunas casas bastante bien conservadas… Todas las canalizaciones subterráneas de entonces se conservan, y muchas de las viejas mansiones han sido restauradas; la mayor parte de los científicos de la isla viven en casas de esas, porque ocupan los mejores lugares sobre los acantilados y al borde de las playas… Justo donde ahora se encuentra el Palacio había un hospital, y hubo que desinfectar a conciencia toda la zona, a pesar del tiempo transcurrido. ¿No te parece un pasado bastante siniestro para una isla?

—Entonces, ¿tú crees que las apariciones tienen algo que ver con todas esas personas que murieron aquí? —preguntó Martín, escéptico.

—Nunca he creído demasiado en esas historias, pero, después de lo que acabo de ver, ya no estoy segura de nada… Tengo que pedirte un favor, Martín.

—¿De qué se trata?

Alejandra parecía turbada. Sus mejillas habían enrojecido, y, cuando por fin se decidió a contestar, lo hizo con los ojos bajos, sin atreverse a mirar a su amigo.

—No quiero volver a quedarme sola aquí, por la noche. No podría pegar ojo, después de lo que ha pasado… ¿No podrías… dormir aquí? Yo te dejaré mi cama, hay un diván donde puedo dormir perfectamente. Encontraremos la forma de arreglarnos. No quiero quedarme sola…

Martín se dio cuenta de que él también se estaba ruborizando.

—Claro que me quedaré, pero seré yo quien duerma en el diván —se apresuró a aclarar—. Para mí será un placer; quiero decir que no será ninguna molestia, sino todo lo contrario. Yo… yo… lo haré con mucho gusto…

Se interrumpió, sintiendo que se había hecho un lío y que, si seguía hablando, solo conseguiría meter la pata. Sin embargo, Alejandra no parecía haber advertido su confusión.

—¿Tú crees que nos lo impedirán? —preguntó con ansiedad—. Si Clovis y Berenice se enteran, tal vez no les guste…

—No tienen por qué enterarse —la tranquilizó Martín—. Lo mantendremos en secreto. Aunque me da la impresión de que, aunque lo supiesen, no nos lo impedirían. ¿Para qué, si no, nos han dado dos habitaciones comunicadas? De todas formas, no se lo diremos a nadie, por si acaso. Resultaría un poco incómodo tener que dar explicaciones…

—¿Ni siquiera a Selene y Casandra? —preguntó Alejandra, esbozando una sonrisa de complicidad.

—Ni siquiera a Selene y Casandra.

La muchacha contempló fijamente a Martín con sus radiantes ojos grises.

—Me acabo de dar cuenta de que ni siquiera te he dado las gracias —dijo con una extraña suavidad—. Gracias, Martín. Me habría muerto si llegas a tardar un instante más en aparecer. Me habría muerto de miedo… Gracias.

Antes de que Martín tuviese tiempo de adivinar lo que iba a ocurrir, sintió un cálido beso en la mejilla. Y luego otro… Pero él giró imperceptiblemente la cara, de modo que durante un instante sus labios se rozaron. Martín intentó prolongar algo más aquel contacto, pero Alejandra se apartó en seguida y se alejó en dirección a la ventana, ocultando la expresión de su rostro.

—Está amaneciendo —dijo con un ligero temblor en la voz—. ¿Quieres que veamos amanecer desde el jardín? El sol no tardará en aparecer sobre el mar. Es maravilloso…

Y Martín no supo si se refería al nacimiento del nuevo día o a lo que acababa de suceder entre ellos.