Ojos de Cielo

 

Miércoles, 13 de octubre. 9:00h.

 

Éste va a ser el peor día de mi vida.

Lo he sabido nada más despertar; un dolor intenso en el pecho, donde se aloja el corazón, me lo ha advertido en cuanto mis ojos se han abierto al sol que entraba por la ventana, inmisericorde, como queriendo burlarse de todos nosotros; los días soleados son ideales para bodas, fiestas, vacaciones caribeñas… Yo hubiera querido rayos y truenos, y un cielo negro y tenebroso porque estamos de duelo.

Siento cómo el alma me abandona y queda en su lugar un vacío infinito que nada ni nadie podrá suplir jamás. Estoy sola; mi madre se ha ido, y ahora sé que no volverá. Esta vez es para siempre. Nos la han arrebatado sin piedad, en un acto horrible y salvaje. Sólo me queda el consuelo de saber que ha vivido una vida digna, plena y feliz; ha tenido casi todo cuanto ha querido; estaba orgullosa de lo que había logrado y no se arrepentía de nada. Es un consuelo pequeño, muy pequeño. Somos frágiles y vulnerables ante la muerte, insignificantes, apenas una mota de polvo entre el cielo y la tierra.

Gracias a Dios, Alex está a mi lado, cuidándome, como ha venido haciéndolo desde nuestros primeros días en la guardería. 

Hemos llegado a la casa de Grosvenor Crescent a las ocho de la mañana. Después de una noche de perros, tocaba disimular con anti-ojeras sus estragos. A continuación: buscar en el armario algo discreto que nos favoreciera y al mismo tiempo estuviera acorde con nuestro lúgubre estado de ánimo.  

Nunca he estado en un funeral, pero he oído hablar de algunos y he visto otros tantos en el cine y la televisión; los suficientes para saber que el de hoy promete superarlos a todos en fastuosidad y teatralidad, con mi padre ebrio (como de costumbre), gente continuamente entrando y saliendo tras darnos el pésame entre lágrimas de cocodrilo, y yo sin apenas fuerzas para agradecimientos o lugares comunes. Lo dicho: gracias a Dios que Alex está abajo, entre el salón y la cocina, encargándose de todo, ayudando a la asistenta y a los camareros del catering para tenerlo todo a punto cuando empiecen a llegar los «invitados» más cercanos a nosotros: los que vienen a despedir a la mujer y no al personaje mediático al que nadie echará de menos la semana que viene.

Cuando yo nací, mis abuelos ya habían muerto. Unos en España y los otros en Irlanda. Ésa es mi herencia. Tengo tres tíos varones y un primo, Dermot, todos músicos, en Dublín; y dos tíos españoles en Barcelona. Sólo los conozco de oídas; no los he visto nunca; a quien veo más a menudo es a mi prima Ruth, una genetista que trabaja a caballo entre Londres, Nueva York, San Diego y Barcelona. Con ella salimos a tomar unas copas cuando se deja caer por aquí.

Ruth tuvo una juventud loca, o al menos de eso presume cuando se enrolla con alguien. Sexo y drogas en la facultad; rolletes de una noche con alumnos de Erasmus en Barcelona o en París, donde se tiró un año estudiando y gozando la vie en rose…

Ningún plan serio ni quebraderos de cabeza, nada que justificar delante de los padres.

Confieso que mi vida como aplicada estudiante de Literatura Anglosajona es mucho más aburrida; soy demasiado formal y sensible, y poseo además una notable vena poética heredada de mi padre. Mi madre, novelista reconocida y aclamada allá donde iba, era curiosamente incapaz de versificar la idea más simple; tanto así que, para una de sus novelas, le encargó un poema a una amiga que sí escribía poesía y disfrutaba haciéndolo. Por el contrario, mi padre, actor y modelo de profesión, descubrió un buen día una más que prometedora carrera alternativa componiendo versos. Los encontré como se encuentra todo lo que de veras importa en la vida: sin proponérmelo y por pura casualidad; tenía diez años, nada que hacer, y mucha curiosidad; nada diferente a cualquier otro niño de mi edad. Fue una travesura, lo sé, y a punto estuve de ganarme una buena zurra en el trasero, pero el hallazgo me compensó con creces. Era precioso. TODO. La mayoría eran poemas de amor, y algunos estaban amorosamente dedicados a mi madre.

Yo soy bilingüe; leo y escribo en inglés y castellano con igual soltura y sin dificultades; con mi madre hablaba español y con mi padre me expreso en inglés, y a veces en gaélico. Desde pequeña, mi madre me inculcó el amor a mi ciudad, a mi país y a mi lengua; ella era anglófila hasta la médula; fue instalarse en Londres y olvidarse de España, de su infancia, de su familia y de su pasado. De más está decir que mis abuelos no le inculcaron el amor a su ciudad ni a su país ni a su lengua. Así, mimada y bien aleccionada por ella, yo crecí feliz, y orgullosa de ser una pija londinense.

Éramos una familia súper híper mega feliz a los ojos de todos. Mi nacimiento fue un auténtico acontecimiento social, con exclusiva en Hello! incluida; fui una criaturita muy deseada, concebida con inmenso amor, y cumplí con creces todas las expectativas habidas y por haber. A pesar del entusiasmo general ante mi llegada, ellos querían la parejita y estuvieron «buscando» a mi hermanito durante al menos un par de años. El futuro Jason no llegó nunca, ellos abandonaron «la búsqueda», y yo quedé como hija única, al igual que todos mis primos. Ser la típica hija de famosos me ha predestinado a vivir a su sombra desde el primero hasta el último de mis días, y a que se me considere un mero apéndice de uno u otro; y la presencia de periodistas un día sí y otro también  —con mejores o peores intenciones— en nuestro aristocrático vecindario es algo a lo que mal o bien me he ido acostumbrando con los años.

Como si mi sensibilidad y enfermiza afición por la poesía del Romanticismo fueran cosa baladí, debo añadir —no sé si a mi favor o en contra— que llevo cinco años implicada en una relación seria; ni bebo ni fumo, apenas me gusta trasnochar, el universo de las drogas me es absolutamente desconocido y los hombres no me atraen… 

«Sí, he dicho bien: los hombres no me atraen. Alex es nombre de mujer, diminutivo de Alexandra. Y con una mujer así agarrada a mi cintura, ¿quién quiere una polla, por larga que sea?»

¿Así, cómo?

Pues no puede decirse que seamos feas. A pesar de que Alex me gana por goleada, a mí me ven muy atractiva. Mi cutis inmaculado, mi sedoso cabello negro y mis ojos de cielo, igualitos a los de mi padre, son un valor muy cotizado entre mis muchos (y cruelmente ignorados) pretendientes. Pero repito que Alex me gana por goleada; es una muñeca Barbie según todos los cánones establecidos. Y auténtica de pies a cabeza. Con su irresistible belleza, lo mejor de ella es lo que no se distingue a primera vista: lo que sólo yo sé ver con los ojos del alma. 

Sé que suena muy cursi, pero nosotras sabemos muy bien qué nos atrajo la una de la otra. Teníamos apenas dos añitos y ni repajolera idea de adónde iríamos a parar con el tiempo; sólo queríamos estar juntas. Quería tenerla a mi lado a todas horas, como ese osito de peluche del que no te separas ni muerta, que llevas a todas partes, y con el que siempre te vas a dormir porque te hace las veces de ángel de la guarda. Eso es Alex para mí: mi ángel; de haber sido gemelas siamesas no nos habríamos querido más.

De la guardería pasamos al colegio, inseparables como uña y carne; por fortuna, nuestras madres simpatizaron enseguida y no pusieron trabas a una relación que día a día se afianzaba y estrechaba más. Y un buen día, cuando mejor estábamos y más felices éramos, ocurrió algo que, a día de hoy, todavía no sé si fue la mayor desgracia o el mejor golpe de suerte que he tenido en mi corta vida.

Mi madre enfermó. No era una gripe vulgar y corriente, sino un cáncer de mama. Era muy orgullosa y lo bastante presumida como para no dejarse ver en público si no estaba presentable. Y eso nos incluía a mi padre y a mí. No quería que la viéramos en ese estado; cogió una maleta y se fue de casa. Así, sin más. Ni notas ni despedidas de telenovela. Nada. Lo que uno llamaría, con propiedad: abandono materno del hogar. Para mi padre fue un golpe terrible, el peor desde la muerte de mi abuela; y como había venido ocurriendo desde antiguo en circunstancias parecidas, buscó refugio y consuelo. No en mí, yo tenía doce años, paraba muy poco en mi casa y mucho en la de Alex. Lo encontró  —como en tantas otras ocasiones— en el alcohol.

He dicho que no bebo; demasiado bien sé lo que la bebida le hace a la gente. A mi tierna edad no sólo era una experta en aguantar borracheras, gritos, insultos y delirium tremens, sino también (y mucho más peligroso) en esquivar botellas: las que lanzaba mi padre contra la pared cuando las agotaba. La primera, por aquello de la falta de práctica y el factor sorpresa, no pude esquivarla; me quedó en la frente una bonita cicatriz a lo Harry Potter para recordarme que con él nunca hay que bajar la guardia.

Lo quiero con locura, no me malinterpreten; es mi padre, siempre lo será y lo querré como tal, pero no soy el tipo de persona que cierra los ojos a la realidad, por dura que sea. También tenía edad suficiente para ver el egoísmo tremendo que encerraba la decisión de mi madre de dejarnos «en casa» y lidiar ella sola con la enfermedad. No confundan abnegación con vanidad, por favor; había algo de ambas, por supuesto, pero la vanidad ganaba por 3 a 1.

Además estaba mi propio egoísmo de niña consentida. A mis doce años estaba acostumbrada a ir a mi aire, no estaba en absoluto controlada, nadie andaba persiguiéndome y dándome la brasa, pero puestos a escoger, prefería quedarme con mi padre, que casi nunca paraba mucho en casa ni andaba pendiente de mis idas y venidas; a quien veía más a menudo era a la asistenta: una distinta cada semana, y sólo venía algunas horas. A veces en la mañana, otras en la tarde, pero nunca se quedaba a comer ni a cenar, ¡ni hablar de dormir!

Y llegó aquella llamada.

Hacía más de un año que mi padre no recibía un guión que mereciera la pena ser leído, uno que le motivara lo suficiente como para apartarlo del mueble bar… por un tiempo. Su agente le había encontrado el papel que había estado esperando hasta casi desesperar. Y no le había ido mal hasta entonces; alternaba sus apariciones en cine, televisión y campañas publicitarias sin problemas, y su buena planta mejoraba con los años; las cabezas se volvían a su paso, y las mujeres seguían derritiéndose de placer y de anhelo, no importaba la edad que tuvieran.

Mi madre se esforzaba todos los días en controlar y disimular sus celos, y tomárselo con el debido sentido del humor. No siempre era posible, y eso dio pie a un sin número de discusiones y peleas que sólo a veces acababan en tórridas reconciliaciones. Pero se respetaban mucho, personal y profesionalmente. Ella disfrutaba viéndolo, ya fuera posar, cantar o actuar, mientras se repetía una y mil veces:

«Él nunca jamás se liará con una actriz o modelo. NUNCA JAMÁS. No quiere “muñecas de plástico”. Está harto de ellas.»

Pero ahora ella no estaba, a él lo tentaban con una oferta irresistible y no iba a dejarla escapar. Quería hacer esa película y quería llevarse ese Oscar que se le escapó de las manos cuatro años atrás y que, para más recochineo, fue a parar a las de mi madre gracias a un guión original: el primero y el último que había escrito en su vida.

¿Y dónde quedaba yo en esos glamourosos planes?

En ningún momento se planteó la posibilidad de llevarme con él; a mí no me atraía la vida y el ambiente de Los Ángeles; había ido algún verano a la casa que mi padre tiene en Venice Beach, pero me moría por regresar a mi amada Londres: mi gente, mis vecinos, Alex… Aparte, mi madre pagaba un ojo de la cara y parte del otro por tenerme matriculada en la antiquísima y prestigiosísima Westminster School, elitista y pija donde las haya. Se enamoró nada más poner el pie dentro.

—Cariño, ¡tendrías que haberla visto! —Comentó entusiasmada al volver a casa—. ¡Me recuerda tanto a Hogwarts! Con sus diez casas, sus pendones correspondientes, y todos uniformados de pies a cabeza. Si cerraba los ojos casi podía ver a Harry Potter montado a horcajadas en su Nimbus 2000 en mitad de un partido de quidditch. —Supuestamente su entusiasmo se me tenía que contagiar de inmediato; yo era una fan total de la saga de J. K. Rowling—. Y lo mejor de todo: está a diez minutos de casa. No tienes que desplazarte ni en bus ni en metro. No te preocupes —me tranquilizó a continuación, leyéndome el pensamiento—, he hablado con Debbie y me ha asegurado que Alex también va a ir.

Por supuesto, fue eso y ninguna otra cosa lo que me convenció y me hizo esperar el nuevo curso con renovada ilusión.

Las plazas eran muy limitadas, y la lista de espera, de mucho cuidado. Si perdía mi preciosísima plaza… no la iba a recuperar ni en diez años. Mi madre no se lo perdonaría si me sacaba de allí.

El rodaje podía durar de cuatro a ocho meses…, si todo iba sobre ruedas y no surgían problemas a última hora.

Estuvo unos días taciturno y ensimismado, imagino que no fue una decisión fácil para él; después cogió el móvil y habló con la madre de Alex. No pude oír su conversación; sólo sé que a la semana siguiente estaba en el número 40 de Well Walk, con una maleta Louis Vuitton en cada mano y una mochila a juego colgada a la espalda.

—Te quiero, princesa —me besó en la coronilla y me acarició la negra melena—. Me voy tranquilo porque te dejo en buenas manos. ¡Y no te quejarás de la compañía! No hagáis demasiadas travesuras; nada de quemar la casa ni destrozar el jardín. ¡Y cuidadito con los chicos! Ya sé que aún eres una niña, pero también la más hermosa; no rompas más de cien corazones antes de que vuelva a por ti.

Me guiñó un ojo, me dio dos besos, uno en cada mejilla, y continuó:

—Llámame cuando quieras. No importa cuántas veces al día. Y si necesitas dinero, ya sabes: me mandas un SMS con la cantidad y listo. No te preocupes de nada.

—¿Y mamá?

—¿Qué pasa con tu madre?

—¿No vas a decirle nada, a despedirte de ella?

El rostro se le demudó en una mueca de dolor y yo lamenté muchísimo haber sacado el tema justo cuando parecía que iba camino de superarlo poco a poco. Yo tampoco tenía idea de dónde estaba. No sabía ni más ni menos que él.

—Dime tú cómo lo hago si no tengo ni la más remota idea de a dónde ha ido a parar.

—Lo siento, papi.

—No pasa nada, cielo. Sé cuánto la echas de menos. Algún día volverá… supongo.

No lo tenía muy claro que digamos, y no podía culparle; cada día que pasaba sin noticias, menguaban nuestras esperanzas de volver a verla. Nos abrazamos, le di dos besos y le vi partir. Me había quedado sola… O no tanto. ¡Tenía por delante cuatro meses para estar con Alex! Sonreí más feliz que unas pascuas. Todo iba a ir bien. Estábamos juntas. Podría haber sido peor.

Junto a montones de ropa carísima y chucherías infantiles, mi iPhone, mi iPod, mi BlackBerry, el e-reader, la PSP…, llevaba la foto enmarcada de la boda de mis padres y los poemas de él, que había copiado con mimo y esmero en una libreta, dentro de la mochila.

Deborah me instaló enseguida en la habitación de Alex, no por falta de dormitorios, ¡había dieciséis habitaciones disponibles!, sino porque pensó (¡ay, qué listas son las mamis a veces!) que estaríamos mejor si dormíamos una al lado de la otra.

La casa de Hampstead es un soberbio monumento erigido a la elegancia, la armonía y el buen gusto. Dos siglos atrás había sido la residencia del paisajista inglés John Constable. La señora O’Sullivan se dedica al diseño interior; trabaja por encargo y la mayor parte de su trabajo lo hace en su casa o en la de sus clientes. Se licenció Summa Cum Laude en Historia del Arte y Bellas Artes en Florencia y Roma respectivamente. Es algo que salta a la vista en cuanto atraviesas el umbral, miras y admiras el arte, renacentista sobre todo, reflejado en los suelos, los techos y las paredes. Eso sin contar con las exquisitas antigüedades que puedes encontrar en cualquier rincón del palacete. Entre ellas, una primorosa silla Luis XV, por la que llegó a pujar más de cien mil libras en Christie’s, o un pequeño espejo de plata labrada que había pertenecido al rey visigodo Leovigildo y que le compró a un anticuario judío de Toledo durante un viaje de estudios. De cuando en cuando pinta por puro placer: murales enormes. Alex tenía uno en su habitación; ocupaba las cuatro paredes, y representaba a la perfección y con todo lujo de detalles la barrera de coral australiana. Deborah pasó un verano en Sidney cuando era adolescente, y todavía mantenía fija en la retina la imagen que la cautivó. El azul intenso que dominaba el mural rivalizaba con el de mis ojos, y mi princesa se tiraba horas perdidas mirándolo embobada. 

Aunque mi suegra es una experta en arte renacentista, su espíritu y mentalidad están un tanto alejados de los de las mujeres del Renacimiento. Es toda una mujer del siglo XXI: moderna, liberal, y bastante más joven que mi madre. Afrontó la vida y la maternidad sin echar de menos un hombre a su lado. Su historia fue la de tantas otras jóvenes: a los veintiséis años volvió de Roma para celebrar el fin de carrera con los amigos de siempre; se fueron de farra una noche, y a la mañana siguiente ella despertó en la cama de su mejor amigo, desnuda y muy satisfecha. Y lo que suele pasar, pasó: nueve meses después de esa inolvidable juerga una sonriente enfermera dejó en sus brazos un hermoso bebé que berreaba a pleno pulmón, sin complejos. Alex no conoce a su padre, y no importa cuántas veces se lo pregunte, insiste en que no lo echa de menos ni quiere conocerlo. No lo odia, sabe que no tiene motivos. Simplemente, pasa del tema.

Mi madre y la de Alex siempre tenían algo nuevo que debatir. Habían leído a Sócrates y a Cicerón en la universidad, y nada las estimulaba tanto como la buena dialéctica: argumentar y contra argumentar hasta llegar a una conclusión fundamentada. Su espíritu crítico se regodeaba en discusiones inteligentes con gente que estuviera al mismo nivel; en España esto le había resultado particularmente difícil porque el españolito medio se mira demasiado el ombligo y es demasiado susceptible y auto complaciente para desarrollar una crítica constructiva; el pueblo anglosajón, mucho más receptivo a ideas nuevas, la acogió en su seno con los brazos abiertos.

Sin embargo, el motivo principal por el cual a mi madre le caía bien su consuegra era una frivolidad de lo más absurda: sentía auténtica debilidad por los pelirrojos. Si para postres tenían la piel salpicada de pecas, un punto más a su favor. Del mismo modo que Alex heredó todos y cada uno de los genes maternos, yo he debido de heredar la predilección por ese tipo de belleza vikinga, que se veía acentuada por la llamativa ropa que llevaba todos los días al parvulario; era imposible no fijarse en ella. Yo la encontré irresistible nada más conocerla.

Aquellos cuatro meses que acabaron alargándose hasta dieciocho, supusieron la consolidación de nuestra amistad y el inicio de un sentimiento más fuerte, más intenso… Inevitable. La adolescencia nunca es una etapa fácil; para nosotras tampoco lo fue. Estábamos llenas de interrogantes, complejos e inseguridad; no nos atrevíamos a manifestar lo que sentíamos por miedo a estropear lo que teníamos y compartíamos. Me moría por sus labios y ella por los míos, pero parecía que el momento de besarnos y declarar nuestro mutuo amor no llegaba nunca. Nos asustaba el rechazo. A las dos. Mucho más nos aterrorizaba la posibilidad de perder la amistad de tantos años por querer estirar demasiado la cuerda.

«La avaricia rompe el saco.»

Encontré a faltar a mi madre cuando de un día para otro tuve que enfrentarme a mis sentimientos y a mi homosexualidad; desde muy niña me gustaba hablar con ella, siempre tenía una opinión sobre lo que fuera. Sabía que si le expresaba mis dudas, me diría qué pensaba y quizás, si la pillaba de muy buen humor, me daría algún consejo práctico. Era muy tolerante con el tema; en realidad, era muy abierta su actitud ante la gente y el mundo en general. Una de sus mayores virtudes era escucharlo todo siempre y nunca juzgar nada. Hubiera dado cualquier cosa por poder desahogarme con ella, tanto secretismo me estaba carcomiendo por dentro; yo no sé amar en silencio. No imaginaba entonces que, cuando me atreviera a confiarle mi amor por Alex, abriría la caja de Pandora destapando todos los males contenidos en su interior. 

Mamá volvió al número cinco de Grosvenor Crescent el veintiocho de enero de 2026, dos años y dos días después de marcharse, y halló la casa solitaria y fría. Mi padre estaba en Roma, promocionando su fantástica película; estaba de excelente humor, esta vez la cosa prometía muy en serio; de entrada había ganado el Globo de Oro, y su nombre se oía cada vez en las quinielas de los Oscar. No sé si todavía la echaba de menos; en cualquier caso, lo disimulaba muy bien. Después de todo, la simulación forma parte de su trabajo.

Yo vivía en un oasis de felicidad indescriptible; tuve que negociar largo rato con ella. Había vuelto con ganas de vernos, pero a nosotros todavía nos dolía su silencio y su falta de confianza. Al final de tanto tira y afloja, cedió y me permitió quedarme en Hampstead dos semanas más.

Alex y yo cumplimos los quince años más unidas y enamoradas que nunca; no nos separábamos durante el día, y apenas de noche, lo cual provocó en nuestra «muy selecta institución» el inicio de un buen número de habladurías, risitas y cuchicheos a nuestras espaldas. Sufrimos acoso, no del tipo que había sufrido mi madre, pero quizá fuera peor. Nuestra belleza nos hizo tremendamente impopulares entre las chicas del montón que nos consideraban una amenaza de mucho cuidado. Daba igual que hubiéramos pregonado sin pudor nuestra relación entre caricias y besos con lengua, o que hubiéramos llevado camisetas estampadas con el lema: AMO A LAS MUJERES. Hay gente que sólo ve y oye lo que quiere ver y oír.

Y esto vale también para los compañeros con «o»; en concreto para los guapos, y muy en particular para los capitanes de cualquier equipo que ostenten un liderazgo y tengan, además, (merecida) fama de ligones empedernidos. Daniel Collingwood era uno de ellos. El más popular sin rival. Era el sueño de todas las niñas «hetero»: rubio, ojos azules, un metro noventa, y un cuerpazo de infarto —es lo que tiene el deporte inglés de élite, el tenis en este caso—; para colmo, era zalamero y siempre tenía una sonrisa de anuncio pegada en la cara. En otras circunstancias, incluso me habría gustado a mí.

Pero los hombres, y Dan no era una excepción, tienen un grave problema: no aceptan negativas; su orgullo se siente agraviado ante el rechazo, y acaban recurriendo a la fuerza bruta.

No acostumbraba a ir al lavabo mientras estaba en la escuela; no me gustan los aseos públicos, soy así de maniática. Aquel día fue el primero y el último que me metí en uno. No lo vi venir, andaba distraída pensando en mis asuntos, y no pude detenerlo cuando se coló detrás de mí, cerró la puerta con el pestillo y me arrinconó contra la pared. 

—Gill, ¿por qué te empeñas en esquivarme día sí y día también? Ya sé que tú y Alex lo pasáis muy bien juntitas —me guiñó el ojo mientras sus gordinflones dedos se perdían con obsceno deleite en mi larga cabellera negra—, la gente empieza a pensar y a hablar más de la cuenta… ¿De veras quieres que anden diciendo por ahí que sois tortilleras cuando eso es imposible?

—Dan —le sonreí sin ganas mientras trataba frenéticamente de apartar sus manos de mi pelo—, Alex y yo somos tortilleras. Y me importa una mierda lo que tú y tus amiguetes digáis por ahí. Sé que te has tirado a todas las chicas follables de esta exclusiva institución, pero con nosotras pierdes el tiempo. Hazte un favor y déjanos en paz.

—Gillian O’Keeffe, eres demasiado sexy y guapa para perder el tiempo con una mujer que es demasiado guapa y sexy para perder el tiempo contigo.

«¿De dónde habrá sacado inteligencia para montar semejante trabalenguas?»

Contuve la risa a duras penas mientras se disculpaba:

—No te ofendas, no lo digo como un insulto.

Me sonrió. Sin saber cómo, sus manos estaban de nuevo recorriendo mi pelo: de la raíz a las puntas, acariciándolo con una suavidad y una ternura que por poco no me estremecieron de gusto. Reaccioné a tiempo. No me gusta sentirme acosada, y Dan me estaba acosando.

—No entiendo por qué estás con ella.

—Quieres decir: ¿por qué no estoy contigo?

—Pues sí.

—Porque ella es sensacional en la cama. Y al decir de las chicas… Tú… no das la talla —le devolví la sonrisa al tiempo que veía cómo su cara se amorataba en un cóctel de vergüenza e ira.

—¡Maldita zorra! —Me escupió a la cara—. Te voy a demostrar ahora si doy o no «la talla». Cuando acabe contigo —amenazó, agarrándome del pelo y echándome la cabeza hacia atrás—, se te van a quitar las ganas de estar con nadie más.

—Dan, suéltame. Dan, ¡quítame las manos de encima! —Le grité mal humorada al ver que la cosa se ponía más fea de la cuenta—. Dan, TE HE DICHO QUE ME SUELTES.

Pero Dan estaba tan caliente, manoseándome las tetas, que ni me oía. Trataba desesperadamente de escaparme de sus tentáculos cuando lo vi. Era un graffiti como tantos otros, escrito en la puerta del lavabo con tinta roja. No era una obra de arte, sino más bien algo improvisado. Un flash repentino; una deducción afortunada: UNA MUJER SIN UN HOMBRE ES COMO UN PEZ SIN BICICLETA.

«Como alegato feminista no tiene precio», pensé, y solté una carcajada sonora y gutural. Dan me miró, desconcertado. Aproveché su estupefacción, y en un movimiento automático levanté mi rodilla derecha y le di en sus «santas» partes, concentrando en el certero golpe toda mi rabia.

A partir de ese día, y durante algunas semanas, las pajas iban a ser un asunto delicado.

Ya libre de sus asquerosas garras, corrí hacia la puerta sin detenerme apenas a mirar cómo se retorcía de dolor mientras se agarraba el miembro que empezaba a enrojecer y a inflársele como un globo; descorrí el pestillo, abrí la puerta de par en par y corrí como alma que lleva el diablo.

Ese inolvidable día Alex no había aparecido por allá, tenía visita con no sé qué médico. Di gracias por ello, no estaba de humor para verla ni darle explicaciones. Sin despedirme de nadie, me fui a casa y me metí en la ducha. Después de una hora (cronometrada) bajo el chorro de agua fría, seguía sintiéndome sucia. Intenté tranquilizarme porque era uno de esos curiosos días en que mis padres coincidían bajo el mismo techo a la hora de la cena. Pasaba una vez cada dos meses… con suerte. Pero precisamente ésa era la noche menos indicada para una entrañable reunión familiar. Si algo había heredado de mi madre, era el firme propósito de resolver solita mis problemas.

Salí de la ducha y me envolví en una toalla blanca y esponjosa, una verdadera delicia que me levantó un poco el ánimo; mi habitación era muy amplia, con un gran ventanal, una cama de matrimonio pensada para disfrutarla en pareja, un armario de seis puertas y un tocador de esos que podían encontrarse en los camerinos de los teatros de vaudeville: repleto de trastos y cosméticos, con un gran espejo cuadrado encima, rodeado de bombillitas de colores que se encendían y apagaban de modo intermitente… Lo típico de una quinceañera enamorada y presumida; el suelo enmoquetado estaba cubierto por dos alfombras persas sacadas de Dios sabe dónde… No de los bazares de Teherán, porque mi madre era alérgica a los países de Oriente Próximo. No soportaba su aridez, ni su cultura, ni sus creencias.

Me senté frente al espejo y me dispuse a secarme el pelo; a pesar de haberme pasado media hora enjabonándolo, todavía apestaba a tabaco y a testosterona. El tabaco no me molestaba; era cuando pensaba en ese energúmeno toqueteándolo con un placer nauseabundo que se me subía la bilis a la garganta. Cogí el secador; lo iba a poner en marcha… y de repente mis ojos se posaron en algo mucho más práctico: unas tijeras. Las agarré y empecé a cortarme la melena sin miramientos. Estaba orgullosísima de ella, me dolía en el alma sacrificarla; pero no podía soportar ese olor a macho que se le había quedado impregnado y que amenazaba con seguir ahí hasta el día del Juicio Final. Quería quitármelo a cualquier precio, y aquélla parecía la solución más fácil, y también la más definitiva. Me lo dejé tan corto como el de un chico; sólo dejé intacto el flequillo para disimular la cicatriz de la frente.

Estaba dispuesta a aguantar la monumental bronca de Alex y a darle la debida explicación, que era tanto como una advertencia en toda regla. Dan no se iba a quedar de brazos cruzados. Mucho menos después de haberlo puesto en su lugar. En cuanto se le pasara la inflamación en los bajos, lo intentaría con ella, y se aseguraría de que no escapara con un grito y un rodillazo a tiempo. Conmigo no se iba a meter más; ya había aprendido cómo las gastaba, y apostaba a que en cuanto volviéramos a vernos no le iba a resultar ni la mitad de atractiva.

Y no quedaba mal el corte después de todo; me veía rara, pero era por la falta de costumbre. Cuando bajé a cenar, las caras de mis padres al verme fueron todo un poema. Intenté echar balones fuera, pero juraría que no se tragaron el cuento del impulso repentino y las ganas de cambiar. No soy impulsiva ni amiga de cambios. Mucho menos de un día para otro.

La cara que puso Alex a la mañana siguiente sí fue de verdadero espanto; se le abrieron unos ojos enormes y el iris verdoso resplandeció más que nunca.

—Gillian O’Keeffe, ¿qué-has-hecho?

Su expresión no podía ser más sombría.

—Lo que tenía que hacer —le siseé—. Ahora te lo explico; no me montes un numerito, que no quiero que lo sepan en casa.

—Pero ¿por qué?

—Pregunta más bien ¿por quién?

—Muy bien. ¿A quién debo el honor de esta atrocidad?

Mientras íbamos de camino a clase, le expliqué en pocas palabras el episodio de la tarde anterior en el WC.

—¡Será hijo de puta! Como lo agarre lo mato. ¿Por qué no acabaste de castrarlo?

—¿Y arriesgarnos a que los miembros de su equipo y de su club de fans nos linchen? No, gracias. No merece la pena.

Alex rio a carcajadas.

—Tienes razón, pero te has pasado tres pueblos, Gill. No hacía falta llegar a ese extremo      —miró con fingido horror mi corte de pelo.

—¿De veras querrías acariciar lo que ese malnacido ha manoseado con sus horribles dedos de salchicha? —gesticulé con cara de asco.

Ella frunció los labios en una mueca deliciosa.

—Pues no —contestó, y sacudió y atusó su preciosísima cabellera de fuego, capaz de hacerme perder la cabeza en cuestión de segundos—; a ti sólo te toco yo, ¿entendido, nena?

—Sí.

—Y ahora más nos vale dejárselo claro a ese impresentable.

—Alex, ¿qué vas a hacer?

Conocía su temperamento y su genio vivo, y me dio por compadecerme del pobre imbécil.

—No lo voy a matar, tranquila —dijo mientras llegamos al bar donde estaba él, fanfarroneando ante sus amigos como de costumbre—. Sólo voy a amenazarlo… de muerte.

Su sonrisa siniestra me puso los pelos de punta.

Dan me miró. Había odio y perplejidad en sus pupilas. A mi diosa del amor la miró con lujuria mientras se relamía de gusto. Era de esperar; provocaba esa reacción cada vez que salía a la calle. Iba a saludarla, zalamero como siempre, pero no le dio tiempo. La mano de Alex se estampó en su cara; la bofetada resonó en mis oídos y casi me dolió más a mí que a él. Después agarró su cuello de toro y lo apretó muy despacio con las dos manos hasta que el desgraciado se quedó apenas sin aire y la cara se le fue volviendo de colorada a púrpura…

—Si le pones un dedo encima a Gillian otra vez, te mato. —Amenazó con aquella voz ronca y sensual que volvía loco a cualquiera, y los ojos fijos en él—. Puedo decírtelo más alto pero no más claro. Y no lo voy a repetir.

Lo soltó y se restregó las manos en la chaqueta del uniforme para desprenderse del mal olor.

Dan la fulminó con su mirada más asesina, pero no dijo una palabra. Los amigotes, por su parte, quedaron tan noqueados ante la rápida y furibunda actuación de mi valquiria que ni se les pasó por la mente intervenir y sacar a su capitán del apuro en el que se había metido.

Alex y yo salimos del bar, pero antes de cruzar la puerta, ella me cogió por la cintura y se apretó contra mí; me dio un beso en la boca capaz de quitarme el hipo de por vida mientras sus dos manos agarraban mis glúteos en un gesto de lo más provocativo. Lo nuestro había pasado a ser de dominio público. Ya no había vuelta atrás, ni yo lo hubiera querido. Correspondí a su beso con tal pasión que me encendí como una antorcha; jamás había deseado tanto a nadie.

Ya en la calle, Alex no pudo contener la risa.

—¿Qué te ha parecido, les has visto las caras?

—La verdad: sólo tenía ojos para ti. El mundo ha dejado de existir cuando tus labios han rozado los míos.

—¿Te ha gustado?

—¿Que si me ha gustado? ¿Bromeas? Ha sido lo mejor que me ha pasado nunca. Te amo.

—Yo también, cielo. ¡A ver si te crees que voy besando a la gente en la boca porque sí!

Esta vez tomé yo la iniciativa y la besé mientras mis dedos juguetones se perdían en su cuello y en su pelo.

—No se vale —gimoteó como una niña quejicosa—, tú juegas con ventaja.

—¿Qué ventaja, de qué hablas?

—Sabes muy bien de qué hablo, Gillian, no te hagas la tonta. Estoy hablando de tu pelo.

—¡Oh, vamos! Es sólo eso: pelo. No me hagas un melodrama. Ya volverá a crecer.

—Tienes razón.

Entramos en el aula y procuramos, sin éxito, concentrarnos en las soporíferas explicaciones de esa mañana. Cuando sonó el timbre me sentí más liberada que nunca; aquellas pocas horas en que habíamos tenido que fingir que éramos «sólo amigas» habían sido horribles. Ya dijo mi madre que hay infiernos a los que uno va a parar sin haber muerto.

Salimos a la calle y Alex se despidió de mí.

—¿No me acompañas?

—Hoy no —se excusó—. Tengo cosas que hacer. Nos vemos mañana en tu casa a la hora de siempre.

Quedé un pelín decepcionada, pero me consolé al sentir todavía en mis labios el regusto de los suyos; podía conformarme con eso hasta que volviéramos a vernos. Podía hacerlo. Mi voluntad no flaquearía por unas horas. ¿O sí? A continuación me pregunté si se habría enfadado conmigo por lo del pelo. Una vez asumido, no lo veía tan grave. Era una tontería darle tanta importancia. Me olvidé del tema.

Amaneció un nuevo día y desperté más feliz que ningún otro día desde que volví a casa; me desperecé con una sonrisa de oreja a oreja pegada en la cara, aunque la cama se me antojó de repente enorme y vacía. ¿Cómo sería hacer el amor con Alex allí? Me relamí de gusto ante la idea. Diga lo que diga mi madre, el sexo es mejor que el chocolate. Ha de ser mejor. Al oír el timbre bajé corriendo, aún descalza y a medio vestir; daba igual, estaba sola en casa.

Abrí la puerta y me quedé paralizada del susto. A punto estuve de dar un traspié y caer encima de mi diosa vikinga. Traté de balbucear algo, pero se me adelantó.

—¡Oh, vamos! Es sólo eso: pelo. No me hagas un melodrama. Ya volverá a crecer —me remedó con una sonrisita burlona.

—Alexandra McGahern —dije con la voz autoritaria y la cara de malas pulgas que gastaba a diario nuestro «profe» de química—, no te voy a preguntar qué has hecho. Salta a la vista.

—Ahora estamos a la par.

Su sonrisa de duendecillo travieso me desarmó.

—Y tú la mar de satisfecha, por lo que veo.

—Pues… sí, lo estoy.

Me la miré bien. Increíble pero cierto.

—¡Dios mío, te queda casi mejor que a mí!

—Lo sé, lo sé. Quién nos lo iba a decir, ¿verdad? Me he quitado un enorme peso de encima; no sabía qué estorbo era hasta que me he visto libre de él.

—No hay moros en la costa —anuncié y le guiñé un ojo mientras la invitaba a entrar.

—¿Qué quieres decir?

—Estamos solas.

—¿En serio? —enarcó una ceja pelirroja.

—Ajá. No hay peligro de que nos pillen.

—Pillarnos… ¿en qué?

—¿En qué va a ser…? ¿Quieres o no? Esta mañana he visto mi cama demasiado grande para mí sola.

—Gill, ¿qué te traes entre manos?

—¡Diooosss, a ti hay que decírtelo todo! ¿No lo adivinas?

—¿Quieres hacer… el amor? —sus labios jugosos y rojos se entreabrieron en una radiante sonrisa.

—¿Tú no? En ese caso, me vuelvo a la cama… Paso de ir a clase —la dejé plantada al pie de la escalera y volví a mi dormitorio…

Me atrapó a mitad de camino, me agarró por la cintura y se me olvidó todo.

La arrastré hasta mi cama y la arrojé encima. Estaba excitada y hervía de impaciencia mal contenida. Con dedos temblorosos empecé a quitarle la ropa; todavía llevaba el abrigo y los guantes puestos…

Cuando la vi desnuda, mis pechos cobraron vida propia bajo la minúscula camiseta de dormir, y los pezones se me endurecieron como el granito. Su cuerpo, pecoso desde la raíz del cabello hasta los dedos de los pies, era delgado como un junco; sus brazos y piernas se enroscaron en el mío hasta fundirnos en un abrazo. Me quitó la poca ropa que llevaba y me arrancó gemidos de placer con sus dedos, con sus uñas arañando suavemente mi espalda; su boca devorando la mía en un frenesí sin límites, sus brillantes y traviesas pupilas perdidas en las mías. 

—¿Quién quiere perderse en una isla desierta pudiendo tener el océano infinito en tu mirada?

Enrojecí de placer y orgullo mientras le devolvía, multiplicados, cada uno de sus besos.

—Me vuelves loca —le susurré al oído, acariciando su nuca, ahora desnuda.

Alex mordisqueaba mis pezones, sus manos se perdían en mis negros cabellos y musitaba:

—Tú también, cielo.

Un instante después sentí su lengua acariciar mis partes más íntimas. Sus hábiles dedos jugueteaban con mi clítoris muy despacio, sacudiendo todo mi ser en imparables oleadas de gozo y deseo. La piel me ardía y el calor la enardeció, empujándola a continuar aquella orgía de amor que parecía no tener fin.

Alex era mía. Como de nadie. Y yo le pertenecía. Como a nadie.

—Soy tuya —ronroneé con una sonrisa de gatita satisfecha mientras mi lengua acariciaba el lóbulo de su oreja derecha y después recorría, ávida, su cuello.

Delirábamos de placer en el umbral del orgasmo.

—Por supuesto que eres mía —declaró Alex con su habitual talante arrollador—. Sólo mía. ¡Y pobre del que se atreva a tocarte un pelo! —amenazó agitando su dedo índice en el aire.

—Me dejaría matar antes de permitir que otras manos me acariciaran. Lo sabes.

—Buena chica —aprobó—. Así me gusta.

—Aléjate de Dan —la avisé—. Lo intentará. Tú eres su último desafío y le has llevado hasta el límite. No te perdonará que lo hayas maltratado y humillado delante de todo el equipo.

—Pierde cuidado. Ya no soy la que era ayer.

—¡Que te lo crees tú! No has perdido ni una pizca de tu atractivo —le aseguré—. No te hagas ilusiones de pasar desapercibida. No se va a frenar por esa tontería —señalé su pelo.

—Ya le pararé yo los pies a ese gilipollas. Tú déjalo de mi cuenta.

Nos abrazamos. Ahora éramos una sola persona.

—Le mentí.

—Eeeh… ¿A quién le mentiste?

—A él —contesté mientras sus hábiles y suaves manos se perdían en mi cuerpo una vez más—. Le hice creer a Dan que eres sensacional en la cama.

—Ah, ¿y no lo soy?

—Sí, claro, tontuela. Pero entonces no lo sabía. Sólo lo soñaba.

—Y ahora, ¿ya lo sabes?

—No me cabe ninguna duda. Si no fuera hija de quien soy, lo pregonaría a los cuatro vientos; lo anunciaría en los periódicos, la radio, la televisión, internet… Para que hasta el último habitante del mundo supiera lo afortunada que soy de tenerte a mi lado.

—Pero no puedes.

Se la veía decepcionada.

—Debemos ser discretas. Es lo único que te pido: un poco de discreción y paciencia. No te quiero ni contar lo que harán los paparazzi si descubren lo nuestro.

—No es delito lo que sentimos.

—No. Delito son los prejuicios que todavía tiene la gente. Vergonzoso, sí, pero es lo que hay.

—¿Cuándo se lo vas a decir a tus padres?

—No antes de cumplir los dieciocho.

—¿Qué? —saltó de la cama; sus pupilas llameaban, indignadas—. Mi madre ya lo sabe.

—Y la mía lo sospecha, ¿qué crees?, aunque no me preocupa. Mi padre es otro cantar. Por eso prefiero esperar un poco.

—¿Y seguir escondidas como delincuentes?

—Escondidas no, Alex —me impacienté—. No saques las cosas de madre. Discretas, que no es lo mismo. ¿Es mucho pedir?

—No —admitió a regañadientes—. Sólo quiero estar contigo el resto de mi vida —me abrazó—. Sólo eso.

—Y lo estarás. Te lo prometo.

A los quince años el amor es hermoso y perfecto. Y eterno.

A mí tampoco me resultaba nada fácil mantenerlo en secreto, pero una no elige a sus padres, y de los míos ya se hablaba bastante todos los días y en todas partes para darles carnaza extra a los periodistas.

Alex soltó una repentina y sonora carcajada.

—¿Y ahora qué te ha dado?

—Estaba pensando que nos tiramos dieciocho meses durmiendo juntas en mi cama, pudiendo hacer todo lo que nos viniera en gana, y no tuvimos «cojones» de hacer nada. ¡Vaya pérdida de tiempo más tonta!

—A mi me paralizaba el miedo. No sé a ti.

—¿Miedo a qué?

—A que me rechazaras, a abusar de la hospitalidad de tu madre, de su confianza y generosidad. Miedo a perderte para siempre —bajé los ojos con timidez y algo de picardía.

—¿Rechazarte? ¿Rechazarte yo a ti? ¡Estás de coña! Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, Gill. ¡Serás boba!

—No sé si soy boba. Desde luego, no soy adivina.

—¡Ni yo, no te jode! —Exclamó entre risas—. Yo también estaba aterrorizada abrió unos ojos como platos, muy cómicos, mientras me regalaba una de sus preciosas sonrisas. Imagina que te doy un beso y luego tus padres me demandan por acoso sexual y perversión de menores —bromeó.

—No sé yo quién acosa a quién.

Le saqué la lengua, burlona, y empezamos entre risas una guerra de almohadas. Para ser la primera vez no había estado nada mal. Lo malo era que yo ya no vivía si no era para amarla.

A partir de esa mañana, la acompañaba a su casa todos los días y me quedaba con ella hasta ver llegar a su madre. No le di ninguna oportunidad a aquel energúmeno para que hiciera de las suyas. Ni a él ni a ninguno de sus amigotes. Era mi Alex y la protegería con mi vida si era necesario.

A propósito de lo ocurrido, también notamos un cambio de actitud en las chicas: desaparecieron las miradas asesinas y aunque no se acercaron a nosotras para entablar amistad, al menos dejaron de insultarnos y de cuchichear y conjurar a nuestras espaldas. El tema no nos preocupó más. Pronto acabaríamos nuestra etapa escolar y elegiríamos a qué universidad ir. Ni hablar de movernos de Londres; era inconcebible que estuviéramos separadas por tanto tiempo.

A pesar de nuestro empeño en permanecer juntas, la separación parecía inevitable. Lo mío era la literatura, en cambio Alex quería estudiar Derecho. No iba a ser el fin del mundo, lo sabíamos, pero se nos hacía muy duro pensar que ya no compartiríamos la ropa, los apuntes, el sándwich del almuerzo…, cada minuto y cada segundo de nuestra preciosa vida como hasta entonces.

A menudo pensaba que lo nuestro no era normal; las parejas que veíamos a nuestro alrededor discutían, se peleaban, rompían, se reconciliaban, volvían a romper…; pedían tiempo, espacio propio… etc, etc. Alex y yo no discutíamos, salvo para decidir a qué club íbamos a bailar una noche o qué película veíamos una tarde de domingo. Jamás habíamos tenido una pelea seria, ni un solo motivo para dejar de hablarnos. Lo de romper estaba más allá de todo pensamiento racional, y no necesitábamos más tiempo ni más espacio que el que compartíamos. Siempre había sido así; nos conocíamos desde hacía tanto tiempo que ni siquiera necesitábamos hablar para comunicarnos. Cada una sabía lo que pensaba la otra. Una mirada o un simple gesto bastaban para saber si la cosa iba en serio o no.

Nunca he pronunciado el discurso feminista de las lesbianas acérrimas de las décadas hippies, porque eso lo hacía mi madre mucho mejor que yo; ella sonaba siempre mucho más convincente a la hora de defender sus ideas, prerrogativas y derechos. Tampoco sé qué sentido tendría. Yo no soy feminista, aunque todavía hay quien piensa que lesbianismo y feminismo son una sola cosa y la misma. Cuando era pequeña, las feministas de las que tanto y tan bien me hablaba ella me parecían marimachos de modales rudos y palabras soeces, y muy feas por lo general. Yo era bonita, romántica y sensible; creía en los cuentos de hadas y en Peter Pan, y cuando crecí trasladé mi fe de los seres fantásticos a la gente de carne y hueso. Era muy ingenua y tenía un caudal inagotable de confianza en el prójimo. Aún queda algo de todo aquello…

Al contrario que yo, mi madre tenía un temperamento fuerte y unas opiniones y principios muy sólidos que defendía con uñas y dientes. El día que le comenté que me gustaba la poesía y escribía versos, me advirtió que si quería ganarme la vida con ello, tendría que espabilarme por mi cuenta. Era una firme detractora del nepotismo, el enchufismo y el tráfico de influencias; los consideraba una lacra social comparable al terrorismo islámico y la pornografía infantil en internet. Ella triunfó solita, me recordaba a menudo; si yo tenía la mitad de su talento, triunfaría también.

—Flaco favor te hago si permito que te aproveches de mi fama —me dijo con su tono más matriarcal y severo—. Mis batallas y mis victorias son mías; sal a conquistar tú las tuyas, tienes toda la vida por delante para pelear y aprender de tus fracasos. Te aseguro que no te vas a aburrir. Y desconfía de los regalos, nadie da duros a cuatro pesetas. No lo olvides.

—No vengo en busca de cartas «de recomendación», sólo ha sido un comentario. Yo tampoco quiero favoritismos de ningún tipo; nada más quería decirte que he heredado tu pasión por las letras.

—Siento haber sido tan brusca, cielo —se disculpó enseguida—; sabes que no soporto a la gente que vive del apellido y cree que con él puede llegar a donde quiera. Yo no tuve padrinos en este oficio; mis comienzos fueron muy duros, no se los deseo ni a mi peor enemigo, pero cuando vuelvo la vista atrás me siento orgullosa. No le debo nada a nadie. La mía no es una historia «gracias a…», sino «a pesar de…». Hoy lo veo con perspectiva y me alegro. La vida, como el arte, si no duele no merece la pena.

 

 

 

Un nuevo giro en la rueda de la Fortuna me llevó de vuelta a Hampstead; fue otra crisis familiar, y esta vez sí la provocamos nosotras. Le había prometido a Alex anunciar oficialmente nuestra relación cuando cumpliera los dieciocho años, y ese día llegó apenas sin darnos cuenta entre besos, abrazos y felicidad, tanta que asustaba a cualquiera.

Lo celebramos haciendo una escapada a Dublín; era nuestro último fin de semana antes de empezar las clases en la universidad, y queríamos aprovechar hasta el último minuto. El sábado, antes del almuerzo, hicimos un poco de turismo por los alrededores de la ciudad donde mis padres se conocieron y se enamoraron perdidamente el uno de la otra; a la una del mediodía volvimos al hotel, almorzamos, nos cambiamos de ropa y zapatos, y nos entregamos a una juvenil orgía de compras en Grafton St. y las callejuelas del Temple Bar. Esa tarde me hice un piercing muy sexy en el ombligo y Alex se tatuó bajo el suyo mi nombre en góticas letras negras. Después de nuestra habitual ronda de pubs, pasamos una noche de amor y sexo desenfrenados.

Tres años nos habían cambiado muy poco; yo había engordado unos kilitos y mi curvilínea figura atraía las miradas de todos los hombres: jóvenes y no tan jóvenes; mi pelo había crecido y, para mi deleite, volvía a cosquillear mi cintura. Por el contrario, Alex no quería ni oír hablar de dejárselo crecer; estaba más alta, delgada y pecosa que nunca. Yo la amaba tal cual era; hubiera querido verla femenina y glamourosa como una top model, pero ante todo quería verla feliz. Y a ella le chiflaba esa imagen ambigua que se prestaba a todo tipo de conjeturas; la divertía confundir al personal cada vez que ponía los pies fuera de casa.  

El tiempo había volado y sabía que el momento había llegado; no podía hacer nada por retrasarlo.

Alex hacía las maletas para volver a casa; me miró y me dedicó una de sus sonrisitas perversas, aquellas que nada bueno auguraban.

—Llegó el día, cielo —me recordó—. Ya no tienes escapatoria.

—Ya lo sé. No me agobies. He dicho que lo haré y lo haré. ¿No confías en mí?

—Claro que sí, no seas tonta.

—Para ti todo es muy fácil; tu madre es joven, moderna y liberal.

—La tuya también, ¡deja de quejarte!

—Pero la mía está casada… y la relación entre ellos no anda muy fina que digamos. Presiento que si voy y les suelto esto, puede pasar cualquier cosa. Y… tengo miedo.

—No lo sabrás hasta que lo hagas. Yo estoy contigo. Siempre.

Me besó en los labios y perdí el mundo de vista…

Llegamos a Londres a las siete de la tarde. Una hora después Alex me dejó en la puerta de casa, y quedamos en vernos a las once para tomar unas copas en The Black Sphere: un local de moda para lesbianas en Tottenham Court Road.

—Te amo, Gillian. No lo olvides.

Al llegar a casa conversé con mi madre; a su lado todo parecía muy sencillo, aunque hubo un momento en que me sentí un poco violenta: cuando me preguntó si Alex y yo habíamos hecho el amor. No me veía contándole detalles íntimos de mi vida sexual y, gracias a Dios, mamá tampoco quería realmente escucharlos.

En cambio, hablamos del amor: de sus vaivenes, de lo caprichoso que puede llegar a ser; caprichoso e impredecible. Hablamos de lo que seríamos capaces de hacer por aquello o aquéllos que más queríamos. Ella, por ejemplo, cambió de religión por amor; más tarde se desengañó, pero no estaba arrepentida. Nunca renegó de su pasado; malo o bueno, siempre supo que tarde o temprano le resultaría provechoso. Le pregunté por qué se había casado con mi padre. Podía parecer obvio para cualquier hijo, pero yo había aprendido a no conformarme con lo evidente.

—Porque era guapísimo.

—¡Mamá! —grité. Me escandalizaba su frivolidad.

—¿Qué quieres que te diga, que me casé con él por su gran corazón y sus nobles sentimientos, o por su natural solidaridad hacia los más desfavorecidos? Pues no. Tu padre tiene un corazón que no le cabe en el pecho, lo sabes, y siempre colabora con oenegés de todo el mundo, aportando su granito de arena. Pero no me casé con él por eso. Mentiría si dijera lo contrario. Me casé con él porque era el hombre más sexy que había conocido. Y porque era un amante sensacional. Todavía lo es.

—¿Y lo sabe, que te casaste con él sólo por eso?

—Sólo por eso, no. No te equivoques, cielo. Pero negar lo obvio es una estupidez. Él se casó conmigo porque era inteligente y divertida, porque nunca dejé de ser yo misma y porque tenía las ideas muy claras. Igual que hoy. Eso le gustaba. No me insultó haciéndome creer que se había casado conmigo por mi cara bonita.

Reí sin poder evitarlo; a veces mi madre me recordaba mucho a Alex y viceversa.

Quedamos en que sería ella quien se lo contara a mi padre; me sentí muy cobarde por permitir que me sacara las castañas del fuego, pero no podía evitarlo; sólo de pensar en decir: «papá, soy lesbiana», las rodillas se me volvían gelatina. Supe que estaba aterrorizada ante su posible y probable reacción. No me faltaban motivos para temerla.

Cenamos los tres en un silencio ensordecedor. Los nervios y la impaciencia me habían quitado el apetito; mamá tampoco comió nada. Estaba más preocupada de lo que pensé en un principio.

Me cambié de ropa y me fui corriendo a mi cita; la noche era agradable, no hacía viento ni llovía.

Hacia la medianoche, mi madre me llamó al móvil.

—Pásate por casa a la hora del desayuno. Tu padre quiere hablar contigo.

A la mañana siguiente me reuní con ellos en la cocina. No hacían buena cara; las ojeras de ella delataban una noche de insomnio, y él parecía una bomba de relojería a punto de estallar.

«Mal asunto», pensé, y estuve en un tris de ponerme a temblar.

Para colmo de males, mi padre me fulminó con la mirada antes de preguntar:

—¿De dónde vienes a estas horas?

—De casa de Alex. He pasado la noche allí.

—Pasas en su casa más horas que aquí —protestó—. ¿Por qué? ¿Hay algo que yo deba saber?

Estaba claro que quería oír la verdad de mis labios.

—Sí, papá. —Contesté con una voz temblorosa que no hablaba mucho en mi favor—. Estoy enamorada de Alex. Y ella me corresponde.

No vi venir el golpe, mi padre no me había puesto la mano encima en dieciocho años. Sentí arder mi mejilla, enrojecida y húmeda por las lágrimas que la empapaban. Me sentí humillada al verme tratada como si tuviera diez años. O peor.

—No quiero que esa chica ponga los pies en esta casa. Y tampoco quiero que tú vuelvas a la suya. Nunca más. ¿Me has oído? NUNCA.

—No puedes prohibirme que la vea —protesté mientras me secaba las lágrimas con el dorso de la mano—. No me obligues a elegir entra ella y tú.

—Si sales por esa puerta —me amenazó—, no vuelvas.

Mamá intervino:

—Josh, por favor…

—Tú cállate, que bastante amargado me tienes ya.       

—No le hables así a mamá —le pedí—. No le faltes al respeto, no se lo merece.

—No me digas cómo tengo que hablarle a tu madre, Gillian. Le tengo el mismo respeto que me tiene ella a mí, ¿verdad que sí, cariño?

La atravesó con una mirada que daba a entender que entre ellos habían problemas más allá de mi relación con Alex.

—Ve a tu habitación, Gill —me pidió mi madre después de besarme y acariciarme la mejilla dolorida—. Ahora voy a verte.

A medio camino, el grito de mi padre me detuvo en seco.

—¡No te muevas! Quiero que te lleves algo antes de irte.

—Josh, no lo hagas. Te lo advertí: no metas a la niña en esto.

—¡Basta de mentiras, Judith! Tiene derecho a saber la verdad. ¿A qué le tienes miedo? Tu hija sí lo entenderá, sois iguales. De tal palo, tal astilla.

—Mamá, ¿qué dice?

La miré sin entender una palabra. ¿De qué diablos estaban hablando?

Ella no dijo nada; él se dirigió a su dormitorio a grandes zancadas y volvió a nuestro lado con un libro en la mano. Yo seguía sin saber de qué iba todo ese rollo.

—Toma, quédatelo —me lo entregó con mucha pompa y ceremonia, como si fueran las mismísimas Joyas de la Corona—, yo ya lo he leído. Mejor será que ahora lo leas tú.

—¿Y para qué quiero yo leer esto ahora?

Le di vueltas y lo miré por todos lados, buscando un significado oculto, algo que revelara la importancia que podía tener para mí.

—¿Qué tiene que ver este libro conmigo, de qué va todo esto? —me impacienté.

—No quiero que vivas entre mentiras. —Contestó él en su mejor tono dramático—. Es hora de que sepas que tu madre nunca me ha querido como yo la quiero a ella. Su gran amor no fui yo, sino una mujer.

Me quedé boquiabierta. Los miré: a él y al dichoso libro. El título me sonaba familiar, aunque nunca he prestado mucha atención a las novelas de mi madre porque siempre las he tenido a mano. Es lo que suele ocurrir. Por lo visto, fue un error no reparar en esa. Me la llevé a mi habitación, la dejé sobre la cama y saqué las maletas. Mi padre lo había dejado bien claro. Ya no me gritaba, pero su postura era inconmovible.

Llamé a Alex al móvil y la puse al corriente.

—Necesito asilo político.

—¡Lo sabía! —Silbó como un chaval—. Ven cuando quieras. Sabes que aquí siempre eres bienvenida. Ya nos temíamos esto —me recordó—, no nos pilla por sorpresa.

Colgué y empecé a sacar la ropa del armario. Mamá entró.

—Lo siento, cielo.

—No pasa nada. Ya es hora de que Alex y yo empecemos juntas una nueva vida.

—Gill —me cogió la mano—, lo que ha dicho tu padre…

—Vuestra vida no es cosa mía, no me debes explicaciones.

—¿Vas a llevarte la novela?

—¿Quieres que me la lleve?

—No —contestó—; hubiera preferido mantenerte al margen de esto, pero tu padre te la ha dado, y no es justo que yo te la quite. Ahora que lo sabes, tienes derecho a saber por qué.

—No quiero entrometerme en vuestra vida.

—Haz lo que quieras, pues.

Se encogió de hombros; en el fondo, le daba igual si me lo llevaba o no. No la preocupaba lo que pudiera pensar de ella.

Me ayudó a llenar las dos maletas.

—Llévate sólo algo de ropa para estos días. El fin de semana te acercaré el resto. Gracias a Dios, os quedan aún unos días de vacaciones y puedes instalarte con tranquilidad. Todo esto ha sido un poco inoportuno.

—Lo siento, mamá, no podía hacerlo antes. Y tampoco era justo para Alex aplazarlo un día más. Le prometí que lo haría este fin de semana.

—Cambiará —dijo, refiriéndose a mi padre—. Dale tiempo. Está dolido, resentido y furioso; más conmigo que contigo. Te quiere con locura, ya lo sabes, pero había imaginado otro futuro para ti: uno que incluyera un buen marido y unos cuantos niños revoltosos. A pesar de su eterno aire juvenil y su vestuario informal, en el fondo es muy tradicional. No es culpa suya, tampoco; es la herencia católica, que nos pesa mucho a pesar nuestro.

—A ti no.

—Yo soy una descreída, atea, y blasfema además —me guiñó el ojo con picardía—, ya lo sabes.

Lo sabíamos, yo y todo el mundo; y a ella le encantaba que la vieran así.

«Más vale puta que ingenua.»

—Anda, te acompaño a Hampstead. Ya que no he podido evitar el desastre, al menos te ahorraré el taxi.

—No es culpa tuya —la consolé—, deja de torturarte.

—Lo sé, cielo, lo sé. Pero me duele que te vayas.

Cargamos las maletas en el coche: un Cadillac negro descapotable; un modelo de coleccionista por el que mi madre había pagado hasta 1.000.000 de libras esterlinas. Fue uno de sus caprichos de última hora; adoraba los descapotables, cuanto más caros y más rápidos, mejor. A pesar de ser una mujer social y políticamente comprometida con su tiempo, le chiflaban las frivolidades femeninas: los desfiles de los grandes modistos, las fiestas VIP y todo lo que tuviera grandes dosis de glamour.

—Una cosa no quita la otra —comentaba entre su círculo de amistades: todos con grandes coches y grandes casas, un puesto de responsabilidad y un sueldo envidiable—. Soy socialista, no gilipollas. No esperará la gente que viva como un anacoreta con todo el dinero que gano al año. Me gustan las cosas hermosas. Y divertirme y socializar; conocer gente, sobre todo gente importante que pueda beneficiar mi carrera. Para todo hay un momento y un lugar adecuados.

Así era ella; a pesar de todos sus fracasos personales y desengaños amorosos, seguía siendo incorregiblemente franca. Hacía años que decía lo que pensaba, sin importarle a quien pudiera molestarle. Su corrección política dejaba mucho que desear, y con todo, los que la seguían y aclamaban eran legión. La iba a echar muchísimo de menos; podríamos comunicarnos por el móvil, y a través del Messenger y Facebook, pero nunca sería lo mismo que tenerla a mi lado, arropándome en las noches.

Mi madre era adicta a Facebook; podía pasarse horas enteras enganchada, de perfil en perfil, y de página en página. Eso cuando no saltaba de blog en blog…

—Cariño, necesito comunicarme —se justificaba mientras gesticulaba sin parar—. No puedo pasarme todo el día en casa mirando las musarañas. Y sabes que odio la televisión; ni siquiera la BBC es lo que era.

Instalarme de nuevo en Hampstead fue toda una experiencia después de seis años de ausencia. Lo vi todo más magnífico y suntuoso, y al mismo tiempo más acogedor y familiar que la primera vez. Lo cierto era que lo había echado muchísimo de menos, y me moría por volver. Quizá tuviera que ver el hecho de que ahora estaba ahí por voluntad propia. No teníamos que disimular ni fingir que sólo éramos amigas. Mi vida estaba al lado de Alex. Era así como yo lo había querido desde que tenía uso de razón. Mi padre no había hecho más que precipitar una decisión que yo ya tenía tomada; con su actitud cerrada e intolerante, me había hecho un grandísimo favor sin pretenderlo.

Alex me besó nada más verme, reafirmando mi acertada determinación.

—Mi madre se ha largado esta mañana a Nueva York. Estará allí una semana para gestionar su nuevo proyecto. ¡Ni te imaginas lo que podemos…! —se frenó cuando vio a Judith.

—No te reprimas, tesoro —la animó ella con una sonrisa pícara—. Ya sois mayorcitas para hacer lo que queráis.

—¡Mamá! 

Tosí con violencia, y el rubor coloreó mis mejillas. Nunca aprenderé a mantener a raya mis emociones.

—No te sonrojes, cielo —me pellizcó en la barbilla—, no es un reproche. Recuerda siempre que yo soy feliz si tú eres feliz. Y yo sé que lo eres.

Nos dio dos besos a cada una y se despidió, no sin antes prometerme que volvería el domingo con toda mi ropa, perfumes, libros y demás.

Alex me miró con avaricia. Deseaba lo mismo que yo. No hacía ni seis horas que nos habíamos levantado de la cama, y ya teníamos ganas otra vez. Me pregunté por centésima vez si tanto sexo no sería perjudicial para la salud física y mental del ser humano. Pero de pronto caí en que no me miraba a mí… exactamente.

—¿Qué es eso?

Sin darme cuenta, todavía agarraba el libro de mamá en la mano.

—Esto es… Ufff… no sé ni cómo describirlo. Es algo muy fuerte, pero te va a encantar.

Alex me lo arrebató sin miramientos.

—Es una de las novelas de tu madre. ¿Qué tiene de particular, aparte de estar premiada?

—Es la historia de mi madre.

—Eso ya lo veo.

—No… Quiero decir, es su historia. La historia de su vida… o una parte de ella.

—¿Y qué tiene de especial que me vaya a encantar?

—Mi madre… estuvo enamorada… de una mujer. Es como nosotras.

Los ojos de Alex estuvieron a punto de saltar de sus órbitas.

—Que tu madre ¿qué?

—Lo que oyes. Ni te imaginas la pelotera que ha habido en casa por esto. Mi padre no sabía nada… hasta que un buen día le dio por leer el libro y sacó sus propias conclusiones. Ahora me lo ha dado a mí porque quiere que yo sepa «la verdad» y saque las mías…

—¡Joder, tía! ¡Qué fuerte! Yo esto no me lo pierdo por nada del mundo.

—Alex, es mi madre —la censuré—. Un poco de respeto…

—Yo respeto muchísimo a Judith. Lo sabes. Y ella también.

—Lo sé, lo sé. Perdona —me disculpé—, todo esto es muy desconcertante para mí. Te juro que no tenía ni idea cuando me he levantado esta mañana. Sabía que mi madre respetaría nuestra relación, pero no imaginé que tuviera… que sintiera… eso. Siempre pensé que ellos se querían y eran felices juntos. Mi padre está convencido de que ella le mintió, que nunca le ha querido. Conociéndolo, sé lo que va a pasar ahora. Por eso le he tomado la palabra y me he venido aquí contigo. No quiero ver cómo cae de nuevo en la espiral interminable del alcohol. Estoy tan harta, Alex. No sé cómo demonios nos envidia alguien. Si pudieran vernos por el ojo de la cerradura…

Suspiré.

—Os pondrían a parir. Ganas no les faltan. Yo nunca te he envidiado. Mi madre me enseñó desde pequeña que las cosas nunca son lo que parecen. Pueden ser peores o mejores, pero nunca son lo que parecen.

—Eres un sol. No sé qué haría sin ti.

—Nunca tendrás que planteártelo, Gill, porque no te dejaré escapar. ¡No sabes dónde te has metido!

—Quédatelo si quieres —señalé la novela con mala cara—. Pero ni se te ocurra decir ni una palabra a nadie…

—A ver si lo entiendo: tu madre decide airear su vida íntima a los cuatro vientos y yo no puedo decir ni mu. ¿Es eso?

—Decidió. Es un asunto zanjado desde hace muchos años. Mi madre lo escribió en su momento, pero eso no significa que tengas que pregonarlo por las esquinas. Aquí, en Londres, no se sabe ni una palabra del tema. Digo yo que por algo será…

—Pero ¿podemos hablar de ello entre nosotras o es un tema tabú?

—No sé qué decirte. Yo estoy que no me lo creo. Necesito asimilarlo con tiempo y calma. Quizá yo también sea una mentira… o parte de ella.

—No digas bobadas. Eso sí que no tiene ni pies ni cabeza. Judith no se casó obligada por su embarazo, lo sabemos todos. Y te adora, siempre ha estado a tu lado. ¿Cómo puedes pensar que su amor no es real?

—No he dicho eso. No sé qué decir. De repente, es una extraña para mí. Una vez me dijo que se casó con él porque era guapísimo. Sonaba frívolo y superficial. Entonces no le di demasiada importancia… pero ahora todo cobra un nuevo sentido. Lo mismo se casó con él para aparentar…

—Hace muchísimo tiempo que los homosexuales salimos del armario, Gill. —Me interrumpió con una media sonrisa—. Lo que opino, por lo que me cuentas, es que es bisexual. Pudo estar enamorada de esa mujer durante el tiempo que fuera, luego conoció a tu padre y se enamoró de él. Fueron felices y comieron perdices. Se acabó. No hay por qué complicar y retorcer tanto las cosas. Lo mejor que puedes hacer si quieres salir de dudas, es leer el libro. Yo lo voy a empezar hoy. Sé que suena fatal, pero me muero de curiosidad.

Mi primer día en la facultad fue a ratos divertido… y otros no tanto. El alumnado femenino de la primera clase de la mañana superaba con creces al masculino; por cada chico, había diez chicas o más. Lo cual suponía mucho donde elegir, pero curiosa —y fatídicamente— todos, TODOS los chicos tenían sus ojos clavados en mí. Yo tenía mi parte de culpa, lo reconozco; ese día llevaba puesto lo más sexy que tenía en el armario: camiseta negra, muy escotada, con minifalda-cinturón a juego; me había dejado suelto el pelo recién lavado, y calzaba mis tacones más altos. Mi estudiado maquillaje destacaba lo más hermoso de mi rostro: mis ojos y mis labios; el sol del reciente verano había dado un tono sonrosado muy favorecedor a mis mejillas. La ropa ajustada remarcaba mi figura de reloj de arena.

Los cuchicheos estaban asegurados y yo tenía el oído muy fino.

—¿Habéis visto a la de la segunda fila?

—¡Cómo para no verla! ¡Joder! Está para comérsela. Ñam, ñam…

—¿Quién es el primero que se la va a tirar…?

—¿A qué deben de saber esos labios?

—¡Y tocar ese pelo!

—Por no hablar de las tetas…

—Sí, mejor dejamos ese tema, que ya me la estoy notando dura…

Sonreí. Sacudí con brío mi melena delante de sus narices y me la recogí lentamente sobre el hombro izquierdo, consciente de su inmensa belleza; podía sentir sus ojos fijos en mi espalda, los de todos, e incluso verles babear como bebés de pecho. Me sentí hermosa y poderosa. Decidí darles un pequeño susto y un gran chasco.

Me volví hacia ellos y los deslumbré con mi mejor sonrisa.

—Hola —me presenté—, soy Gillian.

—Hola —corearon todos a la vez con evidente sonrojo.

—Después de la clase de las diez nos vemos en el bar —les guiñé el ojo—. Os presentaré a Alex, mi novia —volví a sonreír por no reírme a carcajadas al verles las caras de pasmo—. Es muchísimo más guapa que yo… Pero es muy celosa y tiene muy mala leche. Tranquilos, prometo no repetir ni una palabra de lo que acabo de oír. ¡Me la debéis!

Asintieron, medio asustados, y ya sin ganas de bromear a mi costa.

Cuando fui al bar y me reuní con Alex, nos miraron pero no se acercaron a nosotras. El mensaje había quedado claro: No estamos disponibles.

Mientras volvíamos a Hampstead paseando, con mi brazo rodeando sus hombros, y el suyo estrechando mi cintura, Alex me miró de reojo. Yo andaba con la cabeza en las nubes.

Me besó en los labios, devolviéndome al planeta Tierra, y preguntó:

—¿Qué piensas, qué pasa?

—No voy a hacerlo. Esta vez no.

—No vas a hacer ¿qué?

—Cortarme el pelo.

—Muy bien —replicó a la defensiva—. Yo no he dicho nada.

—Pero quieres que lo haga.

—No es verdad —mintió.

—Sí lo es.

—Vale. Sí. Lo reconozco. Es verdad. Quiero que te lo cortes. Estás muchísimo más guapa, y lo sabes. Pero tú decides.

—Tú lo has dicho. Yo decido. Y no quiero hacerlo.

—Acabarás haciéndolo, las dos lo sabemos.

—No.

—Sí.

—No. He dicho que no.

—Lo harás —sentenció sin un titubeo, taladrándome con la mirada—. He visto a esos tíos. Te devoraban con los ojos: de la cabeza a los pies. A mí me han mirado de reojo y han decidido, de común acuerdo y sin palabras, que no les intereso para nada. Pero tú los vuelves locos con tu sensualidad —me acusó. Era a medias un reproche y a medias un halago—. Eres peor que Pandora, Lilith y Eva puestas juntas. El pecado hecho carne. No es eso lo que quieres, no va contigo. No eres una rompecorazones ni una calientabraguetas. Y sabes muy bien cómo evitar que te persigan a todas partes y a todas horas. No es la primera vez que ocurre. Acuérdate de nuestro amigo Daniel…

—No es justo.

—Nadie ha dicho que lo sea, cielo. Es práctico.

—Tengo que pensarlo…

—Ajá. Sabía que lo harías.

—No he dicho que vaya a hacerlo. He dicho: tengo que pensarlo.

—Es un buen comienzo… ¿Lo harás este fin de semana?

—¡Eres insoportable!

—¿Lo harás? —insistió porfiadamente.

—Sí. —Me rendí sin condiciones. Esa vez la cosa había durado más de lo normal. Todavía no había aprendido que, en una discusión con Alex, llevaba las de perder. Sin excepción—. Me lo cortaré. Tú ganas.

—Yo siempre gano —sonrió, rebosante de satisfacción—. Nunca lo olvides.

Cambié de tema para no discutir más con ella.

—Y a ti, ¿qué tal te ha ido?

—Lo mío es casi peor —gimoteó Alex—, créeme.

—¿Qué ha pasado?

—Me he visto de buena mañana rodeada por una multitud de chicas guapísimas y convencidísimas de que soy un chico. Para colmo, el imbécil que ha hecho las listas de clase ha puesto Alex McGahern y se ha quedado tan ancho.

—¿Y…?

—Que eso puede ser cualquier cosa. Masculino o femenino. Alexander o Alexandra.

—¿Y qué tiene de malo?

—No quiero líos con mi nombre ni con mi sexo.

Intenté no reír. Sólo sonreír.

—Pues vas al tipo de las listas y le exiges que corrija su gravísimo error.

—Me da corte.

—¿Qué dices? ¿Tú? Que a ti te da ¿qué?

—Vergüenza —se sonrojó, diría que por primera vez—. ¿Qué pasa? ¿No puedo mostrarme tímida y vergonzosa por una vez en mi vida?

—Puedes, puedes… Perdona si no acabo de creérmelo.

—Eres una borde, ¿lo sabías?

—¡Mira quién habló!

—¿Debería ponerme tetas?

—Y ahora, ¿a qué viene esa gilipollez?

—¿Debería, sí o no?

—¿Tú quieres ponerte tetas?

—¿Tú quieres que me las ponga?

—No. No sé… me da igual. ¿Qué mosca te ha picado?

—No quiero parecer un tío, ni quiero que me persigan las chicas. Te tengo a ti. Con eso me basta.

—¿No te sientes halagada con tanta atención? —la tenté.

—¿A ti te halaga que los tíos se te rifen y hagan apuestas a ver quién te folla antes?

—¡Alex!

—Es la verdad. Te ven como un puto objeto sexual. Y a mí también, pero al revés. En cuanto vean que soy una tía, se olvidarán de mí ipso facto.

—¡¿Por eso quieres ponerte tetas?! —Aquello no tenía lógica alguna—. No te las pondrán de un día para otro, que lo sepas —la avisé—. Eso requiere su tiempo. Y para cuando tengas tus tetas nuevas, la gente habrá pasado olímpicamente de ti. Además —y ése fue un aviso más serio—, esas operaciones son peligrosas y los pechos quedan falsos como los de una muñeca hinchable. Ni hablar. Sobre mi cadáver te metes tú en un quirófano para ponerte tetas postizas. ¡Déjate de tonterías! Yo te quiero así. Y así te vas a quedar.

Dejamos la discusión ahí, y pasamos a hablar de temas académicos y a criticar a los profesores, que siempre eran demasiado exigentes y puntillosos para nuestro gusto. A pesar de ello y del revuelo que habíamos armado con nuestra presencia esa primera mañana, estábamos muy satisfechas con nosotras mismas por haber sabido elegir el camino correcto desde niñas. Desde luego, no se podía negar que Alex iba a hacer estragos en los tribunales; la de abogada era una profesión que le venía como anillo al dedo. Tenía el arrojo y la agresividad necesarios para ser el terror de los delincuentes, maleantes y criminales que todavía andaban sueltos por Londres.

Mi carácter introspectivo y poco dado a las discusiones y los conflictos en general me impedía desarrollar ese tipo de carrera. Mi madre solía decir que me parecía mucho a ella cuando tenía dieciocho años. «Luego la vida te cambia a su antojo», me advertía, «te hace fuerte para que puedas sobrevivir en esta selva de bestias humanas».

El lunes llegué a la facultad con el pelo corto; era un corte muy sexy y me favorecía muchísimo. Hubo incluso quien me comparó con la cantante Rihanna cuando era más joven. A pesar de ese prometedor comienzo, tuve que darle la razón a mi adorable pelirroja. Los murmullos masculinos cesaron a mis espaldas, y me convertí de un día para otro en un personaje «invisible». En un primer momento su repentina indiferencia me sentó como un tiro, pero acabé acostumbrándome.

Dos meses después de mi regreso a Hampstead, mi madre y la de Alex se reunieron y comentaron la posibilidad de comprar, entre las dos, una casa para nosotras. Debbie me quería como a una hija, pero pensaba que ya era hora de independizarnos.

—No quiero echaros —se excusó—, no es eso; aquí hay espacio de sobras para un regimiento… Pero debéis tener vuestra casa. A vuestro gusto. Un lugar donde estar como queráis, sin que nadie os moleste.

—Tú no nos molestas —protestó Alex.

—Ya lo sé, cariño. Y vosotras tampoco a mí. Pero vivir en pareja supone compartir responsabilidades y gastos, no solamente la cama.

—Debbie tiene razón —intervino mi madre—, lo natural es que dispongáis de vuestro propio espacio. Y lo cuidéis y mantengáis limpio y ordenado. Sé que estáis estudiando y no trabajáis aún, pero va siendo hora de que empecéis a administrar de modo responsable vuestro dinero. O el nuestro, que viene a ser lo mismo.

Una semana después empezaron las dos una entretenida ruta por Londres, buscando el hogar ideal para una pareja de universitarias. Lo cierto es que aquella iniciativa fue una diversión muy bienvenida en una rutina que ya empezaba a agobiarlas. Si les preguntaban, decían que éramos sólo amigas. Lo sé, lo sé… Flipante. Estábamos a finales de 2030 y todavía quedaba gente que no veía con buenos ojos las parejas homosexuales, del sexo que fueran; gente que no quería vender o alquilar su piso a pervertidos.

Después de un mes de ir de agencia en agencia, encontraron una monísima casa de dos plantas en King’s Road: la calle más comercial y concurrida de Chelsea. La fachada era de estilo victoriano, revestida de arriba abajo de ladrillo rojo, donde se destacaban ventanas grandes con parteluces blancos. La puerta era estrecha y alta, de color negro, con un aldabón dorado en el centro, y el buzón para las cartas debajo.

Había dos habitaciones en el piso superior; una la utilizaríamos como dormitorio y la otra como despacho. El salón, abajo, era lo bastante grande como para montar un buen sarao cuando más nos apeteciera. La cocina era grande, de tipo americano, y se veía muy moderna con sus muebles blancos y sus electrodomésticos de acero inoxidable. Las ventanas de las habitaciones y del salón tenían hermosas vistas al Támesis. Al baño se entraba por nuestro dormitorio; era grande y luminoso, con baldosas blancas en las paredes, y el suelo negro en contraste. Disponía de una bañera grande protegida con una mampara de cristal esmerilado.

Al lado de la puerta de entrada, a la derecha, y bajo la escalera, había un pequeño cuarto donde guardar los útiles de la limpieza y los trastos que no utilizáramos a diario. La cocina tenía una puerta trasera que daba a un pequeño y coqueto patio posterior, muy soleado en la mañana y muy fresco al atardecer. Ideal para cenas veraniegas al aire libre.

Nos enamoramos de ella nada más verla; porque era una cucada, y sobre todo porque era nuestra. Este «regalo» fue una auténtica sorpresa; mi madre no era partidaria de ir regalando cosas, ni siquiera a mí. Lo que la había movido a ser tan generosa era sentirse responsable por el comportamiento de mi padre, e incluso culpable hasta cierto punto. Estaba convencida de que papá nunca me hubiera echado de casa simplemente por el hecho de ser lesbiana. Lo que tenía a mi padre loco de dolor y rabia era el pasado de mi madre… Y su falta de sinceridad.

Nos instalamos en la casa un mes después de firmar todo el papeleo que nos convertía en propietarias. La habíamos decorado a nuestro gusto, que en lo fundamental era muy parecido. Muebles sencillos, colores alegres, telas livianas, luces halógenas y cientos de flores: en el dormitorio, en el despacho, en el salón, incluso en la cocina; y en los dinteles de las ventanas, macetas de terracota rebosantes de azaleas y pensamientos. No había nada que fuera ostentoso o recargado.

Alex se trajo de Hampstead dos cuadros de Constable: El carro del heno y La Catedral de Salisbury, mis favoritos, epítome del paisajismo Romántico. La regañé, le dije que aquello valía una millonada, que nos iban a entrar a robar… Alex rio, pero sin burla. Me recordó que nuestros amigos, y no eran muchos los que iban a tener el privilegio de entrar en nuestra «casita de muñecas», no distinguían un Constable de un Dalí. Ni un Dalí de un Monet. Ni un Monet de un Kandinsky. Ni un Kandinsky de una litografía que podías comprar por una libra en el mercadillo de Portobello. La misma Alexandra no era capaz de distinguirlos. Yo le encargué a mi madre que nos trajera el tocador y el espejo de mi habitación de la casa de Grosvenor Crescent. Alex trajo también consigo todos sus deuvedés y videojuegos; yo aporté mi nutrida colección de libros de literatura. Alex no compraba libros; se gastaba casi todo su dinero en ropa de los mercadillos y tiendas de Camden Town.

—En la biblioteca de la facultad tengo todo lo que necesito. Paso de comprar libros que no volveré ni a mirar cuando acabe la carrera.

Mi madre, en cambio, me había inculcado la importancia de tener una buena biblioteca de consulta. No todo lo que buscaba estaba en internet, y los libros de «lectura obligatoria» estaban muy solicitados. No era una bibliófila como ella, pero había aprendido que a la larga era más cómodo tener a mano siempre tus libros favoritos, y no depender de la buena fe del bibliotecario.

Nos iba muy bien en los estudios, pasábamos los fines de semana de farra en farra y éramos muy felices juntas; la convivencia en casa era una balsa de aceite, y el sexo una delicia… Todo divino hasta el domingo pasado, cuando mi padre llamó a la hora de la cena. Me pilló en el despacho, inmersa en la prolífica producción literaria de W. B. Yeats, mi poeta preferido, junto con el chileno Pablo Neruda. Esta dualidad hispano-irlandesa forma parte de mi identidad y se deja sentir en cada una de mis poesías.

Alex estaba en la cocina; le encanta bregar entre fogones, casi tanto o más que las leyes.

—Cuando acabe la carrera, me apuntaré a cursos de cocina —había anunciado esa misma mañana de domingo, toda sonriente, mientras me llevaba el desayuno a la cama—; es increíble lo que puede llegar a hacerse con lo que tenemos en la nevera. ¿Nunca te lo has planteado?

—No, nunca —le confesé.

La gula no es uno de mis pecados capitales, y la visita a la cocina es más obligación que devoción. Por eso es muy bienvenida en mi vida la afición culinaria de Alex.

Cogí el móvil después del segundo tono.

—Han atentado contra la vida de tu madre —me soltó a bocajarro—. ¡Estaba sola en Regent’s Park! No sé para qué leches contrató a esos tipos —protestó furibundo—, si los deja plantados en casa cuando más los necesita.

Nunca le ha gustado la presencia de los guardaespaldas en casa. Se sentía vigilado todo el tiempo. Y celoso. Mis padres eran dos celópatas compulsivos; el hecho de que hubieran convivido veinte años sin sacarse los ojos era un fenómeno paranormal digno de un profundo estudio psico-antropo-sociológico. Lo que los salvó de una escabechina, a mi entender, fue su desmedido orgullo, pues ninguno confesó abiertamente padecer la enfermedad que les consumía el alma; guardaron sus celos bajo llave y siguieron adelante como si nada. Pero el mal estaba ahí, latente. Los cuatro mercenarios que contrató mi madre eran hombres de mediana edad y de muy buen ver. No hay mejor entrenamiento para conseguir un cuerpo diez que la férrea disciplina militar. Los muy jodidos tenían unos tipazos de aúpa. Y lo digo yo, que amo a una mujer. No sé qué opinaba mi madre al respecto. Difícilmente podía permanecer indiferente.

—Vive todavía —mi padre interrumpió de golpe mis libidinosos e inoportunos desvaríos—, pero está muy malherida. Hace una hora que entró en coma.

Se notaba que pugnaba por contener las lágrimas

—Debes venir a verla, Gillian —me avisó—. No creo que sobreviva a esta noche.

—¿A dónde la han llevado?

—Estamos en el London Clinic, en la calle Harley. Planta sexta, habitación número sesenta y nueve. Está a diez minutos del parque; gracias a eso, ha podido llegar con vida. Pero no le queda mucho tiempo —me repitió.

Me desesperaba su pesimismo, y me dolía que no hubiera incluido a Alex en su ruego. ¿De veras pensaba que me iba a presentar dondequiera que fuera sin ella?

—¿Qué ha pasado, qué le han hecho? —le pregunté. No soy morbosa, pero tampoco me gusta que me engañen como si aún tuviera seis años. Si habían intentado matar a mi madre, quería saber quién había sido y cómo lo había hecho.

—Le han hecho un corte… profundo… en la… garganta…

Balbuceaba más que hablar, y su voz sonaba fatigada. Le habían caído veinte años encima en apenas un par de horas. 

Regent’s Park. El parque del Príncipe Regente Jorge IV.              

Mamá iba todos los domingos; le gustaba más que cualquier otro, es el «no va más» del Romanticismo inglés. Solía decirme que su silencio la inspiraba como la mejor de las musas; le fascinaba contemplar cómo jugueteaba el sol con las hojas de los árboles: tiñéndolas de rojo y oro, sobre todo a partir de septiembre y hasta bien entrado el invierno. En las mañanas, el lugar estaba muy frecuentado: familias, grupos de turistas, parejitas enamoradas, vendedores ambulantes, paseadores de perros, ciclistas y patinadores… A partir de las cinco de la tarde desaparecían todos, y ésa era entonces su hora favorita. Por desgracia, yo no era la única que conocía su paraíso secreto. En mi efervescente entusiasmo juvenil casi se me había olvidado que llevábamos más de un año vigilados muy de cerca; y que ella, en particular, estaba amenazada de muerte.  

La noticia me dejó inerme, desmadejada como un títere al que le han cortado los hilos; todo rastro de color abandonó mi cara, ya de por sí demasiado pálida, y me puse a temblar cual hoja mecida por la brisa. De inmediato las lágrimas me nublaron la vista. Las fuerzas me habían abandonado, y de repente me sentí tan vieja y frágil como mi padre.

A duras penas colgué el teléfono.

Mamá… muerta. Mi madre… muerta. Sabíamos que esto podía pasar, lo sabíamos, ¡no sería por falta de «avisos»!, pero en lo más profundo de nuestra conciencia no lo admitíamos.

Entré en la cocina con paso inseguro y arrastrando los pies; un zombi tenía más vida que yo mientras me abrazaba a Alex sin pronunciar palabra; nunca había necesitado tanto esos brazos. Me miró y supo que algo horrible había pasado.

—Cielo, ¿qué tienes, qué pasa?

—Deja eso —la avisé, mirando la cena a medio hacer—. Nos vamos al hospital. No hay tiempo que perder. Mi madre está en coma; han intentado matarla. Y por lo que ha dicho mi padre, se ve que se han salido con la suya.

—Pero, ¿no estaban los guardaespaldas con ella?

—No. Por lo visto, esta tarde no quería compañía.

—Un poco arriesgado, ¿no te parece?

Si pensaba que a mi madre ya todo le daba igual, quizá tuviera más razón que un santo. Yo también empezaba a creerlo.

—No sé, ¡qué sé yo! —me impacienté—. No es hora de lamentos. Vámonos. No me lo perdonaré si no llego a tiempo de verla con vida.

Cogimos el coche de Alex, un Volkswagen Escarabajo negro, y en quince minutos nos plantamos en el hospital; la dejé buscando aparcamiento y corrí, desesperada, hasta la habitación donde estaba mi madre.

Abrí la puerta sin esperar invitación. Mi padre miraba por la ventana. Se volvió al oír mi voz.

—Papá.

Me abrazó, me besó en la frente y en el pelo. Sentir su calor y su cariño alivió un poco mi congoja.

—Todavía vive —señaló la cama donde mamá reposaba—. Pero, francamente, no sé si es lo mejor. Desde luego, no es lo que ella quiere. Conoces a tu madre, Gillian —me dijo en voz baja, como si temiera molestarla—, sabes lo orgullosa y autosuficiente que es. ¿De veras crees que desea estar ahí lo que le queda de vida? Los médicos dicen que puede estar así meses, incluso años, con la respiración asistida, conectada día y noche a las máquinas. Tú y yo sabemos que es una locura y un sin sentido alargar esta agonía.

Asentí, mostrándome de acuerdo. No me imaginaba a mi madre en estado vegetativo, sin poder moverse, sin poder hablar ni expresarse. Me acerqué a la cama y le cogí la mano; me sorprendió sentirla tan fría; las manos de mi madre siempre habían sido cálidas. Las recordaba arropándome por la noche, cuando me enjabonaban en el baño, y cuando me hacían cosquillas… La miré a la cara; estaba pálida, tenía los ojos cerrados y la expresión desasosegada de quien está en mitad de una pesadilla de la que quiere y no puede escapar.

Alex entró en la habitación. Papá la miró con expresión adusta y por un momento temí que la echara, y tuviéramos una escena desagradable. No lo hizo. La miró a los ojos un breve instante y salió, dejándonos a solas con mamá.

Nos abrazamos; me besó en el pelo, en los párpados y en las mejillas. Sus besos me resucitaron poco a poco. A continuación miró a la mujer acostada en el lecho.

—No tiene muy buen aspecto —reconoció—. ¿Qué dicen los médicos? ¿Sabéis ya quiénes son los criminales?

Negué con la cabeza.

—Es lo que menos me importa ahora. Ninguna justicia humana o divina nos la va a devolver. No sé si mi padre emprenderá una cruzada para descubrir y perseguir a los culpables, y hacer que paguen por lo que han hecho. Yo no voy a mover un dedo. Mi madre hizo siempre lo que consideró justo; sabía a lo que se exponía cuando criticaba a esa gente, pero el riesgo y las amenazas no la disuadieron de su propósito. Pese a no ser una mujer creyente, no le tenía miedo a la muerte. Es esto —señalé los tubos y las máquinas— lo que la espantaba: acabar así. Papá y yo hemos decidido desconectarla. No tiene sentido mantenerla viva de esta manera.

Alex asintió, mostrando su acuerdo y su solidaridad.

—Lo que me preocupa es lo que se nos viene encima.

—¿A qué te refieres?

—Mi padre no puede vivir solo —le recordé—. Esto ha sido un golpe terrible para él. Si lo dejo a su suerte, se ahogará en alcohol hasta que le explote el hígado. Y eso no lo voy a permitir. Tendré que volver a casa con él.

—¿Tendrás…?

—Sí —musité de mala gana—. No me queda más remedio que volver a casa y cuidarlo. Unos meses… al menos.

—¿Y dónde quedo yo en esos planes si se puede saber?

—No puedo imponerle tu presencia, Alex —me justifiqué—; éste no es el mejor momento. No te ataca con tanta virulencia como hace dos años, pero…

—No me traga. Es eso lo que quieres decir, ¿no? Nunca más seré bienvenida en tu casa.

—Ahora no, Alex, ahora no. Después del funeral lo hablamos con calma.

¿Quién me mandaba a mí haber abierto la boca antes de hora?

—Ahora sí —exigió impaciente y bastante cabreada—. Quiero saber qué lugar ocupo en tu vida y cuáles son tus prioridades para saber a qué atenerme.

—Tú eres mi prioridad. Y lo sabes. Te amo. Y lo sabes. —La besé en los labios para apaciguarla y ponerla de mejor humor; detestaba verla enfadada—. No me montes un numerito de celos, Alex —le supliqué—, ya están las cosas bastante jodidas aquí. ¡Sólo falta que tú y yo nos pongamos a pelear como dos crías en el recreo!

Los ojos le brillaban más que nunca; estaba dolida, rabiosa y al borde del llanto. Yo también tenía ganas de echarme a llorar. Lo último que quería esa noche era enfadarme con ella. Siempre supe que tarde o temprano llegaría nuestra primera pelea de pareja. Era inevitable. Pero sobrevivimos a ella. Volví a besarla en los labios, muy dulcemente, y logré arrancarle una media sonrisa. Después una sonrisa de oreja a oreja. Al cabo de unos minutos fue ella quien me besó a mí y se disculpó:

—Perdóname, no sé en qué demonios estaba pensando. No debí mostrarme tan egoísta; menos ahora, cuando estáis sufriendo tanto, pero no soporto la idea de perderte.

—Óyeme bien —le dije mientras acariciaba su cara pecosa y la miraba a los ojos—: Tú nunca vas a perderme. NUNCA. Mi padre me necesita a mí, y yo te necesito a ti. Encontraremos una solución que nos beneficie a todos. Te lo prometo.

Alex se sosegó y nos quedamos haciéndole compañía a mamá; cada una a un lado de la cama, cogiéndole la mano.

Diez minutos después entró mi padre con el médico y dos enfermeras; una de ellas desconectó el respirador. De inmediato, el monitor empezó a emitir el pitido característico que anuncia el inminente e inevitable final. Después se detuvo y se apagó. Eran las diez y media de la noche y mi madre había muerto. La otra enfermera cubrió el cuerpo con una sábana y rezó una oración en susurros a la vez que se santiguaba.

Una curiosa mezcla de dolor y paz me removió las entrañas. Era lo peor y al mismo tiempo lo mejor que podíamos haber hecho. Hace muchos años que la eutanasia está permitida en Gran Bretaña, pero sabernos dentro de la legalidad no nos hacía las cosas más fáciles a la hora de tomar una decisión de esa envergadura. Nunca me ha gustado que decidan por mí, ni decidir la vida —o la muerte— de otros. Aunque estaba muy claro lo que ella quería, y no debíamos sentirnos culpables, yo no podía evitar el martirizante remordimiento que me causaba saber que la habíamos «matado».   

Cuando sacaron el cadáver de mi madre de la habitación, nos quedamos los tres a solas. Enseguida Alex, tan oportuna, dijo que iba a buscar un par de cafés y me dejó con él. Papá me abrazó como si fuera su única tabla de salvación. Sus lágrimas se mezclaron con las mías en un río interminable. A pesar de todos los problemas y altibajos que había tenido su matrimonio, él la adoraba; la amaba como nunca había amado a nadie. Y estaba tan destrozado como yo. Tenía mis buenas razones para estar preocupada por él. De un momento a otro se desmoronaría; yo rogaba para que aguantara el tipo, al menos durante el funeral. Tenía que avisar a Ruth y a la tía Olalla (no quería que se enteraran por los periodistas, en los últimos meses no habían sido muy amables con nosotros). Mamá estaba muy unida a ellas; fueron las damas de honor en su boda. Aunque hacía años que no se veían, no habían perdido el contacto. Se enviaban correos una vez por semana, e intercambiaban fotos y vídeos. No sé si les contó en algún momento lo de las amenazas, lo dudo. Sé que no quería preocuparlas.

Como si me leyera el pensamiento, mi padre me pidió que avisara a mi prima y a mis tíos de España. Él se encargaría de comunicárselo a sus hermanos. No contaba con que vinieran al sepelio porque estaban de gira por Estados Unidos; le tenían cariño a mi madre, pero no lo bastante como para alterar su agenda de conciertos.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, le hicieron la autopsia; el informe forense señaló que había muerto desangrada a causa de una herida en el cuello hecha con arma blanca. Tal y como dijo mi padre, había sido degollada; se había encargado de ello un profesional, y deliberadamente había dejado que se desangrara poco a poco. No quisieron darle el gusto de una muerte rápida y sin sufrimiento. Pocas horas más tarde ya sabíamos quién había sido el hijo de puta que había acabado con su vida. Era un hombre joven, no mucho mayor que yo; rondaría los veinticinco años, pero había sido adoctrinado por «la Organización», y adiestrado en el manejo de armas desde que era un mocoso; de ahí su extraordinaria pericia con el cuchillo. En el fondo, no era más que un infeliz al que habían utilizado como chivo expiatorio, engañándolo con falsas promesas de redención eterna, pasaporte directo al paraíso de Alá y blablabla…, y al que mataron media hora después de que abandonara la escena del crimen. Mi madre todavía agonizaba en el hospital cuando dejaron seco a aquel desgraciado. Encontraron su cadáver, degollado, en el interior de una furgoneta negra con matrícula robada en una callejuela de South Lambeth.

No sentí que se hubiera hecho justicia matando a ese tipo. Ambos asesinatos estaban programados desde hacía meses por alguien más poderoso que movía los hilos desde muy arriba, y al que difícilmente se podía acusar de nada. En todo caso, a mí no me servía de consuelo ningún acto justiciero. 

Los siguientes días fueron de locos; no podía darme el lujo de deprimirme o echarme a morir. Había mucho que organizar, y yo era la única que estaba en condiciones de poder hacerlo. Si montar una boda es un frenesí y trae un sinfín de quebraderos de cabeza a novios y familiares, organizar un funeral es mil veces peor porque los ánimos no son los mismos…

Debía ocuparme de que salieran las debidas esquelas en la prensa, escribir comunicados en su página web y en todos los foros y blogs en los que participaba —¡que no eran pocos!—; hablar con los responsables del tanatorio y solicitar hora para la cremación del cadáver; elegir un ataúd elegante pero no demasiado ostentoso para exhibirla ante las innumerables visitas, y el jarrón donde, finalmente, van a reposar la mayor parte de sus cenizas; sólo una pequeña parte arrojaremos esta noche al Támesis desde el Millennium Bridge en un gesto simbólico de despedida. Y por último, pero no menos importante, debía ir a recoger a mi prima y a mi tía que llegaban en dos vuelos diferentes con un intervalo de once horas; Ruth llegaba desde San Diego, y la tía Olalla desde Madrid. En cuanto las tuve a las dos a mi lado, me sentí un poco más acompañada y reconfortada para enfrentar lo que se avecinaba.

 

 

Alex golpea la puerta de mi dormitorio con suavidad antes de entrar.

—Gill, cielo —me avisa entre susurros mientras me acaricia y me besa la mejilla—, en el vestíbulo hay una mujer que insiste en querer ver a tu madre. Dice que la conoce de cuando eran jóvenes. Deben de tener la misma edad. Yo no la he visto nunca… ¿Será quien tú y yo sabemos?

Alex y yo leímos la famosa y polémica novela de mi madre. Alex la leyó primero. A su primera reacción de sincera estupefacción, siguió una enfermiza curiosidad que sólo fue satisfaciéndose al correr de las páginas. Cuando acabó, estaba entusiasmada y hondamente conmovida por la historia; de simpatizar con Judith, pasó a idolatrarla de la noche a la mañana. Yo la leí después de todos sus ruegos y toda su insistencia. Lo hice sin demasiadas ganas, lo reconozco. O quizá fuera miedo. Me sentí fatal leyendo intimidades que no me pertenecían, profanando un lugar y un tiempo sagrados que nada tenían que ver conmigo. Ahora, mientras oigo a Alex decir que quizás, sólo quizás, Bárbara está abajo esperando Dios sabe qué, me carcome la curiosidad. Sé que no es correcto, que no debería importarme a qué ha venido ni qué pretende presentándose aquí hoy, cuando nada tiene ya remedio, cuando de nada sirven las disculpas ni las explicaciones en estas horas de dolor. Pero me importa. Y mucho.

Le cuchicheo al oído:

—Acompáñala hasta aquí. Y vigila que mi padre no os vea. No quiero ni imaginarme su reacción si se la encuentra cara a cara.

Ella sonríe y empieza a tararear la tonadilla de Misión Imposible. La miro con cara de pocos amigos y le recuerdo que estamos de luto, no de fiesta. A pesar de todo el dolor, no puedo evitar sonreír mientras la veo salir con sigilo del dormitorio, ya metida en su papel de agente doble; es incorregible, la única persona capaz de hacerme reír cuando más ganas tengo de echarme a llorar.

Las veo entrar en mi antiguo dormitorio y miro a la mujer sin disimulo. No sé muy bien qué había imaginado mientras leía su rocambolesca historia, pero tiene poco que ver con lo que hay delante de mí. Supongo que mi madre tenía su imagen grabada en la cabeza mientras iba narrando los acontecimientos según su propia y peculiar perspectiva; a fin de cuentas, ella la conocía. Yo no. Y la novela no desvelaba nada que permitiera saber qué aspecto tenía esta mujer. De entrada, es de esa clase de personas que aparentan ni más ni menos la edad que tienen. Si no recuerdo mal, es un par de años más joven que mi madre; pero ella nunca ha aparentado la edad real, todo el mundo le quitaba de diez a quince años nada más verla. A veces le molestaba; odiaba a la gente que juzga por las apariencias. Esta mujer, al parecer, se lo piensa dos veces antes de emitir juicios de valor o criticar a nadie.

Alex nos deja a solas y baja a ocuparse de las visitas, que se suceden en un interminable y monótono goteo.

—Para ser hermanas, sois muy diferentes.

—Alex no es mi hermana —la corrijo—. Es mi novia.

La mujer sonríe y su rostro se ilumina. Se diría que le he dado una gran alegría. La sonrisa no dura mucho; la sustituye una expresión consternada, como si temiera haber metido la pata. Ya decía mi madre que actuaba y hablaba sin pensar.

—Vaya, lo siento —se excusa—, pensé… aunque estaba convencida de que Judith sólo te tuvo a ti.

—Sí —la disculpo con una franca sonrisa—. Alex y yo nos conocimos en la guardería y nos criamos casi como hermanas. De ahí pasamos al colegio, y luego… ya se lo puede imaginar.

La mujer asiente y se ruboriza un poco. No es el tipo de persona que se ruboriza con facilidad, o ésa fue la impresión que me dio en la novela. Pero si lo pienso bien, mi madre ofreció una versión sesgada de la realidad, y su descripción de los hechos era muy subjetiva; ella tenía —o creía tener— razones para amarla primero y odiarla después. Yo no tengo motivos para sentir nada que no sea simple curiosidad humana. A mis ojos, como a los de Alex, la suya no es más que una historia de desamor y venganza.

—Sé que ha venido a despedirla, sin embargo me temo que no es una buena idea —la desanimo—. No es aconsejable que mi padre la encuentre aquí. Está delicado de salud, y la muerte de mi madre no ha hecho sino empeorar la situación. Le agradezco la gentileza —sonrío como inexcusable muestra de cortesía—, pero será mejor que se marche. 

—¿No quieres saber por qué he venido?

—Francamente, no me interesa —le miento—. Tampoco es asunto mío. Si quiere despedirse de ella, es un poco tarde. Como sabrá, murió este domingo pasado a las diez y media de la noche. Llevaba dos horas en coma y estaba muy malherida, no quisimos que sufriera más. Era inútil, ella no quería esa clase de vida. No veía nada positivo en una agonía interminable. Ya sabrá a qué me refiero.

—Debí suponer que serías una de tantas lectoras que se entusiasmaron con Lealtades Enfrentadas y se lo tomaron todo al pie de la letra. No olvides nunca que ésa fue su versión. Hay otras dos que quizás no lleguen a escribirse nunca, pero están ahí, y merecen ser consideradas. No negaré que tu madre tuvo los ovarios y el odio suficientes para plasmar por escrito nuestra historia. Y tenía sus buenas razones para hacerlo. Sólo me gustaría que algún día quisieras escuchar mi versión y mis razones.

—¿También quiere que escuche las de su mujer? No la veo por aquí. ¿No ha venido con usted?

—Michelle y yo estamos separadas. Ése fue el último triunfo de Judith: acabar con nuestro matrimonio. No sé si era eso lo que perseguía, pero en definitiva es lo que consiguió.

—Lo que mal empieza… mal acaba.

—¿Ves? —Me reprocha con una media sonrisa—. Sin querer, te dejas guiar por las palabras de tu madre. No es que no tuviera razón, por desgracia siempre la tuvo. El problema fue su absoluta falta de objetividad. Estaba demasiado involucrada. Y tú tampoco puedes distanciarte de esta historia.

—Por supuesto que puedo. Su historia es suya. Y la mía no tiene nada que ver.

—Afortunadamente. Porque tuviste a tu madre al lado, porque pudiste confiarle tus secretos y anhelos más íntimos; porque ella, que había pasado tanto y estaba tan escarmentada, supo guiarte por el camino correcto para evitar que cometieras nuestros errores.

Me gusta que hable en plural, que reconozca que ellas también equivocaron su lealtad, que no eran perfectas, que no eran mejores que mi madre.

—Admite que ustedes tampoco son un dechado de virtudes.

—Ni mucho menos, cariño. ¿Acaso he dicho tal cosa? Yo admito mi parte de culpa. Llevo veintidós años expiándola, desde el bendito momento en que la dichosa novela de Judith salió a la luz y todo saltó por los aires. Yo me alegré mucho, ¿sabes? De su triunfo como escritora en primer lugar, y de su triunfo en los tribunales después. Hay que reconocer que nos puso a parir con mucho estilo.

—¿Y ha venido hasta Londres para eso, para decirle «tú ganaste»?

—Ésa era mi única intención después de leer la noticia y dejarme llevar por los recuerdos de juventud. Tu madre no fue la única que vio pasar la vida ante sus ojos, yo la vi pasar también. Pero no es menos cierto que me moría de ganas de conocerte. A ti y a tu padre, aunque entiendo que él no esté con ánimos de hacer nuevas amistades.

—Mi padre la hace responsable a usted del fracaso de su matrimonio. Él también leyó la novela. Mucho antes que yo. Y fue un golpe muy duro.

—¿La verdad…  o que Judith no le dijera una palabra de nuestra relación, ni antes ni después de casados?

—No sé de qué relación podría haberle hablado, porque hasta donde sé, si hubo alguna relación entre vosotras, tú la olvidaste enseguida. —La tuteo sin querer—. Ella no iba a poner en peligro su matrimonio hablándole del pasado. Mucho menos del vuestro.

—Pero bien que lo aireó en su momento y se aprovechó de él.

—No estuvo bien, lo reconozco. Yo nunca haría algo así. Pero mi madre era una gran defensora de Hammurabi: «ojo por ojo, diente por diente…» Su código era su credo. No creía en el Juicio Final ni en la justicia divina. Ya me entiende…

—Perfectamente. Eso fue lo que pensé cuando empecé a hojear el libro.

—¿No lo leyó de pe a pa?

—No —reconoce sin tapujos—; no pude comprarlo, o no quise. Da igual. De todos modos, dio tanto que hablar que al final acabé por enterarme de qué iba, qué decía y qué callaba. He leído otras novelas de Judith y debo admitir que llegó muy lejos. Yo también soñé una vez con ese éxito clamoroso y esa vida de película.

—No es oro todo lo que reluce —le recuerdo—. A su edad, ya debería saberlo.

—Sí, sí —sonríe sin ganas—, «el dinero no da la felicidad», pero… ¡Joder, lo que ayuda! Yo me quedé sin carrera… y al final sin pareja y sin matrimonio… ¡Qué te voy a contar que tú no sepas!

—Usted pudo cambiar el final de esta historia. Y lo sabe. Cuando mi madre la escribió estaba soltera y sin compromiso. Alex y yo pensamos que fue una llamada de S.O.S. Y lamentamos mucho que usted no lo viera así.

—Si yo hubiese atendido esa llamada desesperada, tú no estarías aquí.

—Probablemente no.

Alex aparece, como siempre, caída del cielo. Lo mejor de nuestra relación es nuestra telepatía. Cada una sabe cuando la otra la necesita. Y ahora necesito a Alex con desesperación porque la cosa se está poniendo demasiado sentimental para mi gusto. Me acerco a mi pareja y, procurando que Bárbara no nos oiga, le pregunto:

—¿Has visto a mi padre?

—Todavía no —contesta, aliviada.

—Búscalo y quédate con él. Discute, peléate si hace falta, pero mantenlo distraído y alejado de aquí.

Alex pone los ojos en blanco, entre la sorpresa y el miedo. Le gustan los desafíos y este se lleva la palma. Es excesivo incluso para ella. 

—Pelearme no será muy difícil —chasquea la lengua—, a duras penas me soporta. En cuanto me vea, se pondrá como una moto.

—¡Exagerada! En el hospital estuvo muy amable con nosotras.

—Tu madre estaba de cuerpo presente, ¿qué querías? No era el momento ni el lugar de ponerse bordes. Pero no me hago ilusiones; sé que nunca me aceptará.

—No te pongas melodramática y ayúdame. Esta buena mujer se ha tomado la molestia de venir hasta aquí —señalo a nuestra invitada de honor—, y quiero que vea a mi madre. Sé que a ella le hubiera gustado «despedirse». Total, dime tú, ¿qué daño puede hacerle ya?

Alex asiente, y baja de nuevo las escaleras en busca de mi padre.

Acompaño a Bárbara a la habitación de mis padres, donde hemos dispuesto el ataúd. Mi madre descansa en paz; se la ve muy arreglada, incluso hermosa. La he vestido con la sencillez y cuidada informalidad que la caracterizó en vida.

—Estaré afuera por si necesita algo. Tómese el tiempo que quiera. Yo vigilaré que nadie las moleste.

¡Qué difícil es complacer a todo el mundo! No quiero meterle prisa, pero sé que Alex no puede hacer milagros. Si se esfuerza más de la cuenta, mi padre empezará a sospechar que hay gato encerrado, y nunca mejor dicho. Entrará y la tendremos gorda. ¿Por qué la gente se complica tanto la vida? ¿No pudieron haber solucionado sus problemas antes? ¿Qué sentido tiene venir aquí, a disculparse, cuando ya nada tiene remedio?

Miro el reloj… No oigo gritos ni palabras airadas, sólo el constante runrún de cuchicheos; un funeral es poco más que otra reunión social, donde gente que no se ha visto desde hace meses se pone al día de la suerte o desventura propia y ajena.

Bárbara sale de la habitación.

—Gracias. —Me da un beso—. ¡No sabes lo que significa esto para mí!

—¿Le ha servido de algo?

—Mucho. No espero que lo entiendas. Sólo puedo decirte que ahora estoy en paz.

—Me alegro. A mí también me ha gustado conocerla. ¿Va a quedarse mucho tiempo en Londres?

—No tengo prisa ni casa a la que volver. Nada ni nadie me espera en España. Nací inquieta; de joven me gustaba viajar, no ir de un continente a otro, pero sí moverme a mi aire.

—¿Y ahora…?

—Puedo hacer lo que me venga en gana. No tengo responsabilidades, nadie que me eche de menos.

—Me gustaría volver a verla.

—Y a mí veros a vosotras, cariño. Te parecerá ridículo, pero os siento como si fuerais mis ahijadas.

—No es ridículo. Insólito quizás. Hace una hora, para nosotras usted sólo era un nombre. Un personaje… casi de ciencia-ficción.

Bárbara ríe a carcajadas.

—La alienígena, seguro.

—Más bien la comandante de la nave espacial. Tiene madera de líder. Eso decía mi madre.

—¿Tu madre te habló de mí?

—No —sacudo la cabeza—, lo deduje por el libro.

—El libro no cuenta toda la verdad —me recuerda.

—Lo sé —admito—. Pero es la única verdad que conozco.

—Si me quedo aquí un tiempo, ¿querrás escuchar la mía?

—Prometido. Desde luego, Alex se muere por saber más detalles. Opina que la novela de mi madre quedó inconclusa, que daba pie a una secuela.

—Muy inteligente tu novia. Y muy guapa.

—Gracias por el cumplido.

Alex aparece de la nada, sigilosa como de costumbre, y sonriendo.

—Está claro que no has visto a mi padre.

—¡Uy, te equivocas! —Menea la cabeza con vigor—. Sí le he visto. Hemos estado hablando un rato.

—¿Tú y mi padre?

—Yo y mi suegro. No me mires con esa cara de estupor. Ya era hora de que tuviéramos una conversación de adultos. Está abajo —me informa—, muy sobrio y muy educado, hablando con tu tía Olalla. Le he dicho que necesitabas quedarte a solas con tu madre, que no te molestara. Ha dicho que de acuerdo, que no te preocupes, él se ocupa de todo. Y… —añade con un rubor de satisfacción y una amplia sonrisa— me ha besado en la mejilla.

—¡Ei, eso está genial! Veo que la cosa progresa pasito a pasito. Quizá el año que viene quiera ser el padrino de boda.

—¿De qué boda?

—De la vuestra —contesta Bárbara, que adivina mis intenciones.

Alex parpadea, ahora la incrédula es ella.

—¿Cuándo hemos hablado tú y yo de boda?

—Hoy es un día tan bueno como cualquier otro, ¿no crees?

—Os dejo —se despide nuestra invitada estrella—, el matrimonio es un asunto íntimo y muy serio.

—¿Dónde puedo encontrarla? —le pregunto.

—Te encontraré yo a ti, preciosa. Eres una chica famosa, no lo olvides.

Yo no soy famosa —puntualizo—. Mi madre lo era, mi padre lo es. Yo no salgo en las revistas si puedo evitarlo. Y no he pisado en mi vida un plató de televisión.

—¡Chica lista!

—Escarmentada más bien.

Le doy un beso en cada mejilla y la acompaño a la salida mientras intercambiamos nuestros números de móvil; con suerte, mi padre no nos verá.

Después de dejar a Bárbara en la boca de metro de Hyde Park Corner, regreso a casa para consolar a mi padre y hablar un rato con los amigos de mi madre, a los que no he visto en toda la mañana.

A pesar de mis pocos ánimos, atendiendo a los insistentes y mimosos ruegos de Alex, a ratos perdidos he ido componiendo un poema para despedir a mi madre, titulado: Tu vida en mis ojos.

Difícilmente puedo expresar en veintiséis líneas, y delante de un público propenso a la lágrima fácil, lo que mi madre representó en mi vida, todo el cariño que nos tuvimos y nuestra peculiar relación. Lo intento de todos modos.

 

 

Mi vida yace en silencio hoy,
más no es tan sólo tristeza
lo que aquí me golpea,
es el miedo al desconocer
dónde estará ahora
mi otra yo,
mi nacer.
 
Mi vida se queda vacía
de tus consejos,
de tus momentos,
de ti.
 
Tu presencia no era continua,
aunque podía sentirte porque sabía,
que a pesar de tus ausencias
yo, mamá,
te tenía.
 
No te pierdo ni así lo siento,
porque en mi se queda tu aliento,
un bello trocito de ti que me da esas ganas
y esa fuerza para seguir,
el camino de la vida.
 
Tus ojos son mi espejo,
en el que al mirarme cada mañana,
siento que no me alejo
de ti,
de tu humilde mirada.

 

Horas después, esa noche, mi padre, Ruth, Alex y yo salimos en un coche para Southwark. Mamá adoraba Londres desde chiquita; lo justo —y lo lógico— es que sus cenizas sean arrojadas al Támesis. Nunca nos expresó con claridad qué quería que hiciéramos con su cadáver. No pensaba en la muerte. No la temía, pero tampoco le gustaba hablar de ello.

El ritual es íntimo y silencioso. Una luna llena ilumina la escena que componemos los cuatro, de pie, en el puente, mirando la intensa negrura de las aguas que fluyen perezosamente hacia el sur, llevándose consigo el alma de Judith Ordóñez.

De vuelta en Chelsea, nos dejamos caer en el sofá del salón, agotadas de cuerpo y alma. Alex me abraza y me besa. Durante todo el funeral hemos aparentado poco más que una buena amistad, incluso delante de Ruth y la tía Olalla, que saben de sobras lo que sentimos. Delante de papá, por respeto, hemos sido muy discretas en nuestras manifestaciones de cariño.

Después de acariciar mis labios con los suyos, me pregunta:

—¿Hablabas en serio antes?

—¿Antes, cuándo?

—Cuando hablaste de boda.

—Claro que sí. Ya me conoces. Soy una Romántica empedernida; creo en el matrimonio y en los lazos sagrados.

—Uhmmm… —Alex reflexiona durante un largo minuto—. Sagrado y homosexual. Me parecen dos palabras incompatibles a priori.

—A mí, no. Yo quiero unirme a ti para toda la vida. Y sinceramente, no hay dios que me lo prohíba. Dime tú, ¿lo hay?

—No. —Menea la pelirroja cabeza y cambia de tema—: Venga, dime ya, ¿qué te ha parecido la tal Bárbara?

—Una buena mujer.

—¡Cuánta corrección, por Dios!

—¿Qué quieres que diga? ¿Debo insultarla acaso?

—Yo no he dicho eso. Pero ¡mójate! Fue la amante de tu madre y tú la tratas como si fuera Mrs. Lockwood, nuestra vecina.

—No des por sentado que fueron amantes. No lo sabes. No estábamos allí entonces para decirlo aquí y ahora con esa rotundidad. Ella no ha mencionado el sexo en ningún momento.

              —Su presencia en el funeral habla por sí sola de sus sentimientos. ¿Va a quedarse mucho tiempo en Londres?

—Digamos que no tiene billete de vuelta a España.

—¡Qué bien!

—NO.

—No he dicho nada. No sabes lo que iba a decir.

—Oh, sí, ¡claro que lo sé! Te conozco muy bien, Alexandra McGahern, y la respuesta es: NO.

—¿Y qué iba a decir, señorita Sabelotodo?

—Que Bárbara podría ocuparse de mi padre. Y eso es del todo inaceptable. De mi padre nos ocupamos nosotras. Yo soy su hija y tú eres mi mujer. Ahora que mi padre te tiene más simpatía, no tienes excusa para no arrimar el hombro. No hay motivo para meter a esa mujer en esto. No te diré que no parezca una solución fácil y muy cómoda. Pero piensa en los riesgos, aunque sea una sola vez para variar. Si la meto en Grosvenor Crescent y mi padre descubre quién es… lo mismo en unos días tenemos que ir a visitarlo a la cárcel.

—¡Exagerada! Tu padre es incapaz de matar una mosca, y mi idea no es descabellada, sólo extravagante y un pelín arriesgada.

—Déjalo estar, Alex, ¡eres una lianta!

 

 

Quince días después llamo a mi padre al móvil, preocupada. No quiero atosigarlo ni controlarlo, pero mi obligación es estar pendiente de él. Yo soy su único sostén ahora que mi madre no está. Debo mantenerme alerta ante la mínima señal de desmoronamiento.

—¿Estás bien? Hace dos semanas que no sabemos nada de ti.

Me odio al oír mi voz chillona, casi histérica. A él, en cambio, se le escucha la mar de tranquilo.

—He estado muy ocupado leyendo un guión para la televisión —se disculpa—. Me absorbió por completo y perdí el mundo de vista.

—¿Quieres que vayamos a verte? Sabes que no me gusta que vivas solo.

—No vivo solo —rectifica en un tono demasiado ligero para mi gusto. Estamos de duelo aún. ¿Y qué es eso de que no vive solo? ¿Con quién demonios está? Le escucho decir—: Ahora tengo a una asistenta a mi disposición, una mujer encantadora y eficiente. Cuida la casa, me cuida a mí; se preocupa de mis problemas, soporta mis manías y mis neuras; me escucha y me hace sentir útil y necesario hace hincapié en esas últimas palabras como si fueran las más importantes para él—, algo que nunca sentí mientras vivía con tu madre. Perdona que te lo diga, cielo.

Sus palabras me suenan a insulto cuando apenas hace un mes que mi madre murió. Reprimo a duras penas una maldición. Una recuperación tan rápida no entraba en mis planes ni en mi filosofía de vida. Hay que dar tiempo al tiempo. Aunque no puedo negar que me alegra escucharlo tan animado; parece sobrio y en paz. Temí que si lo dejaba solo se hundiría aplastado por el dolor. Y tampoco es eso lo que quiero para él.

Pero otra mujer en su vida… Tan pronto… ¡Y una asistenta para colmo!

Demasiada coincidencia.

Veo la siniestra mano de Alex metida en esto, y no me gusta ni pizca.

No puedo evitar que mis preguntas salgan de unos labios temblorosos:

—¿Cómo se llama? ¿De dónde ha salido?

—Bárbara —contesta él, tan tranquilo—, su nombre es Bárbara.

 

 

Be careful what you wish for...

 

 

Barcelona, 2007 – 2009