El espíritu inquebrantable
Domingo, 10 de octubre. 19:30h
Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio. Vacío. Silencio… Y de repente algo inusual viene a quebrar la paz sobrehumana que me envuelve en este limbo gris donde me encuentro sin saber muy bien cómo ni por qué; es el resentimiento de mis cuatro diligentes (¿?) enfermeras respirándome en el cogote.
Sabiendo como sé la friolera que Josh ha pagado por las pocas horas que me quedan de vida en este hospital, es de suponer que las enfermeras estén más que satisfechas con su astronómico sueldo.
De eso nada, monada.
Aquí, como en todas partes, y en cualquier época desde la primera «revolución neolítica», el proletariado siempre se ha sacado de la manga alguna legítima protesta a propósito de sus honorarios. Éstas que velan mi sueño llevan más de treinta y seis horas de guardia seguidas; están extenuadas, no las espera nadie en casa porque sus maridos o novios, o quienquiera que con ellas tuviera un buen día la (des)dicha de emparejarse no aguanta tanto sacrificio a cambio de tan magra recompensa; demasiadas mujeres hay en el mundo para conformarse con una enfermera que hace más horas que un reloj más días a la semana de los que le tocan por convenio.
Este tipo de abusos quema mucho al personal; si además te toca vigilar a una desgraciada que está más allá que acá, ¡ni les cuento!; se «mueren» porque llegue la hora de mi muerte. Y no se lo reprocho, yo también la espero impaciente. Quisiera poder decirles que estoy tan harta como ellas… Quizá más, porque soy mucho mayor. No esperaba soplar ni cincuenta velas, y ya soplé las sesenta la Navidad pasada. El ser humano se empeña demasiado en vivir, incluso de un modo inconsciente; algo muy dentro de nosotros se rebela con violencia ante la idea de desaparecer.
Estoy sola, lo sé. No oigo las voces airadas de hace media hora o medio minuto; desde mi particular dimensión, el tiempo ha perdido toda importancia. Josh se pone violento a veces si tiene —o cree tener— motivos, sobre todo cuando lleva encima alguna copa de más. Es muy sensible al alcohol; lo ha sido desde muy joven, y cuando se le sube a la cabeza no controla su temperamento irlandés, ya de por sí muy extrovertido.
Con los años me he acostumbrado a sus arrebatos de mal humor o indignación, y en el fondo me provocan más ternura de la nunca confesada. Fueron sus ojos de cielo estival y su sonrisa de enfant terrible los que me enamoraron a primera vista. Y deseo, deseo ardiente devorándome, abrasándome la piel cada vez que veía ese cuerpo desnudo, tan hermoso como el del mismísimo Apolo: dios de la belleza y la juventud. Desde el primer roce de nuestras manos, nuestra relación ha sido sexual, mucho más que intelectual o romántica. Yo tenía a mis colegas de profesión, a mis fieles seguidores, y a mis pocos buenos amigos con quienes hablar de cualquier tema. Y a él…
Siempre ha sabido que triunfaría y que lo haría a lo grande; lo sabe esa tarde, antes de entrar en el motel barato donde alquilan habitaciones por horas a jóvenes con mucha revolución hormonal en el cuerpo y poco dinero en los bolsillos; lo sabe cuando, en el último momento, decide que él no es el adecuado, el compañero con el cual envejecer y morir; y como no es lo que ella quiere, no puede entregársele libremente como hacen todas las chicas de su edad. Sabe que si los demás lo descubren la tacharán de mojigata, calientabraguetas o algo mucho peor… Sabe que no está bien dejar al pobre chico desnudo y con las ganas…, por no hablar de su inmenso miembro a punto de estallar.
Pero ELLA NO PUEDE. No es como las demás chicas de veintipocos años; nunca lo ha sido. Sabe que debe «sentirse halagada» porque Víctor se ha fijado en ella hasta el punto de obsesionarse con su amor. Y no es que no esté agradecida, pero la gratitud no es amor ni nunca podrá serlo. Ella lo sabe por experiencia. Él lo aprenderá a su lado; no va a ser una lección fácil.
Ella no quiere volver a pasar por una situación así.
Cuando llegue su hombre lo reconocerá y se le entregará en cuerpo y alma. Hasta ese día, mejor mantener las distancias y no dar lugar a equívocos ni lastimosos mal entendidos. Víctor merece más que una relación de gratitud; todos merecemos mucho más que eso.
Él tiene, por desgracia, un temperamento obsesivo; no quiere dejarla escapar, la persigue sistemáticamente durante meses; ella se asusta. No está acostumbrada a ese tipo de acoso; por regla general, la gente la persigue para zaherirla, no para entregársele en cuerpo y alma. Descubre que no le gusta el papel de «virginal doncella» por la que un hombre da la vida sin pensárselo dos veces, a pesar de su romanticismo y su predilección por las relaciones apasionadas de rompe y rasga que describen los grandes literatos… En esas novelas la heroína siempre se muestra encantada de desempeñar su papel; en la vida real la cosa se complica y no le gustan las complicaciones. Su espíritu aventurero no va por ahí; lo tiene, pero no lo relaciona con el amor ni con el sexo. Y ya puestos, tampoco con las drogas.
Tiene veintiún años; lleva meses separada del grupo con el que acostumbra a moverse cuando Víctor llega a Barcelona desde Zafra, un pueblecito extremeño; tiene un acento que más tarde ella reconocerá sin titubear en la voz de Alejandro Sanz. No la atrae especialmente; ni el dichoso acento ni el físico de Víctor. La familia piensa que han roto porque él es esquizofrénico y porque «le ha prohibido» que siga frecuentando a los evangélicos (un error garrafal que le hubiera costado la relación si hubiera existido tal cosa); la realidad es bastante más simple:
—Le he dejado, o mejor dicho, he provocado la ruptura porque no es mi tipo. Y además, es feo.
Se lo comenta con desparpajo a una de sus amigas; a Víctor no le gustaba Laia, tampoco quería que saliera con otra gente, mención aparte del grupo de la iglesia. Exigía exclusividad. Y exigírsela a Judith no es buena idea. No es que no pueda entregarse en exclusiva a alguien… Pero sólo ella elige quién merece el honor.
Él no lo merecía.
Es curioso este submundo acuoso e incoloro en el que floto tranquilamente: en medio de ninguna parte, donde nada es claro ni oscuro, ni frío ni caliente; o quizá, ¡quién sabe!, a las puertas de ese purgatorio medieval que nunca he deseado visitar. Lo que sí me gustaría es mirarme en un espejo y ver qué pinta hago. Seguro que no muy buena; lo último que vi estando ya al borde de la inconsciencia fue un finísimo reguero de sangre escurriéndose entre mis dedos. Es lo que una ve cuando le rebanan el cuello; la notaba caliente al tacto y pegajosa. La sangre es aparatosa y desagradable. Por eso yo siempre he apostado por los fármacos cuando de quitarse la vida se trata.
Pero, claro, a mí nadie me pidió la opinión; se acercaron por detrás, y con un cuchillo de carnicero, de esos que usan muy diestra y muy habitualmente, me degollaron como a un tierno corderito. Y hablo en plural porque, aun siendo una única mano maestra la que empuñó el arma homicida, estos asesinatos siempre se organizan «en grupo»; rollo Charles Manson, ya me entienden.
Yo de este «buen hombre» sé más de lo que quisiera; empezando porque de niña vi un telefilm muy gráfico de la matanza perpetrada en 1969 en la que murió la mujer de Roman Polanski; y continuando porque casi cincuenta años después de esa noche macabra me encargaron escribir el guión de Happy Family End; Hollywood seguía conmocionado por el horripilante crimen y quería exprimirle el jugo al máximo. No le hice ascos al plan porque el tema siempre me ha apasionado de un modo que podría considerarse casi morboso; y debí de hacer mi trabajo muy bien porque me llevé de vuelta a Londres mi primer y único Oscar. La cosa tiene su gracia: la niña que quiso ser actriz acabó llevándose un premio al mejor guión original.
La vida te da sorpresas; sorpresas te da la vida…
Hay años que marcan un antes y un después.
1996 es uno de ellos. Año de ruptura en más de un sentido, y de nuevos horizontes en muchos otros. También es el año de la mudanza: dejar atrás la infancia, la adolescencia y sus primeros años de juventud. Y ya de paso, al grupo de la Iglesia. Pero sin duda alguna, es el año de Bárbara y Ernesto.
Y, no hay que olvidarlo, de su iniciación en la literatura; aunque ella no usará jamás ese calificativo rimbombante al referirse a su trabajo. Ella se considera una autora popular, y como tal quiere ser recordada. No ambiciona ser una escritora de culto con un selecto grupúsculo de eruditos lectores, o una pandilla underground a sus espaldas; tampoco se ha propuesto crear escuela. Su finalidad es entretener, no adoctrinar. Para eso están los colegios y otras instituciones reconocidas. Ella quiere que el lector disfrute, se emocione, ría, llore; se indigne, se conmueva… Si de paso aprende algo, bienvenido sea, de más está decirlo.
Contempla y entiende la narrativa desde su vertiente interpretativa, como si literatura y cine fueran de la mano y tuvieran un mismo objetivo: entretener al público; no debe olvidarse que antes que escritora fue aspirante a actriz, y ve en el arte de novelar la posibilidad de meterse no sólo en la piel de un personaje, sino en multitud de ellos ¡en una sola historia! Multipliquen eso por una decena o veintena de relatos… o más, y verán lo apasionante que resulta. A ella debe de parecérselo al menos.
Pasa de las cartas que lleva años escribiendo a unos y otros (como si fueran uno de esos diarios íntimos de juventud que tuvo por docenas y no llenó nunca) a una de esas historias bigger than life, una saga cainita plagada de odios, rencillas, amores perdidos y sentimientos encontrados, que años más tarde alguien comparará con El ruido y la furia de Faulkner. Una novela que la llena por completo y amenaza muy a menudo con sobrepasarla. Aún no lo sabe, pero le dará tantos disgustos como alegrías, y le enseñará más de sí misma que cualquier psiquiatra de medio pelo.
No puede desestimarse la influencia de Bárbara en su decisión de embarcarse en tan bravos mares; el coraje que la caracteriza le viene de muy adentro, pero se acicatea frecuentemente ante el éxito del prójimo:
«Tú puedes hacerlo, pues yo no voy a ser menos.»
Cuando Bárbara le cuenta que escribe desde niña todo lo que se le pasa por la cabeza, ella reflexiona —y no por primera vez— por qué no dedicarse de una buena vez a la escritura creativa.
Más de uno le ha dicho que sus palabras tienen magnetismo y poder de convocatoria; plasmadas en un papel, ¡faltaría más! Pocas cosas le dan tanto pavor como hablar en público: le trae el recuerdo de los exámenes orales que hacía Cara de Cerdo sin previo aviso a los últimos cursos de E.G.B. Cara de Cerdo enseñaba (¿?) matemáticas y algo que entonces llamaban pomposamente Ciencias de la Naturaleza. Desde entonces odia las matemáticas. No hará falta preguntar por qué. Tampoco la oratoria es su punto fuerte. De hecho, cualquier reunión de más de cuatro personas le provoca ataques de ansiedad y agorafobia. No hay nada como la intimidad de las cuatro paredes de su dormitorio y un papel en blanco. Ahí no hay límites; ella no conoce ninguno.
Entre 1996 y el inicio de su imparable carrera va a vivir la escritura como una terapia de liberación, un lazo de unión con el mundo y el cordón umbilical que la ata a Bárbara. No es materialista: el dinero sólo es un medio para obtener un fin. Nunca se ha planteado escribir para ganarse la vida. Bárbara tampoco. De hecho, su amiga está más ocupada en sobrevivir a la convivencia familiar. He aquí otro motivo de empatía: ninguna se siente a gusto en «su» casa. Se consideran unas inadaptadas, como esa pieza de puzzle que parece no encajar en ninguna parte.
Una de las virtudes que más admira en Bárbara es su facilidad de palabra, y esa sinceridad que la distingue: tan brutal y descarnada que raya en la ordinariez. Tiene algo de Sagitario porque es un poco metepatas: Primero actúa y luego piensa.
«Prefiero pedir perdón a pedir permiso», le dice a menudo.
Judith es su contrapunto: pide permiso para hacer cualquier cosa, a fin de no verse obligada a decir nunca: lo siento, no debí haberlo hecho. Tienen temperamentos muy diferentes pero se complementan a la perfección porque valoran lo que cada una tiene que a la otra le falta.
Se llevan tan bien que decide compartir con ella una de las cosas que más aprecia: su amistad con Michelle. Decisión de la que se arrepentirá amargamente más tarde, aunque hoy ni siquiera se le pasa por la cabeza la más pequeña sospecha. Lo que ahora le apetece es poner en contacto a dos personas que van a compenetrarse a las mil maravillas. Lo sabe. Y no se equivoca; al cabo de unas semanas del intercambio de direcciones, Bárbara escribe entusiasmada que ha encontrado a «su alma gemela», se deshace en parabienes, y le envía tropecientos mil besos preñados de gratitud.
Por alguna irracional razón, Judith espera lo mismo o algo muy similar de Michelle al respecto. Ya puede quedarse con las ganas. Ésta se limita a comentarle que su amiga se ha puesto en contacto con ella y que le cae bien. Poco más. Y la efusividad y dulzura que impregnaban la carta de la joven madrileña brillan por su ausencia.
Si se siente estafada o decepcionada, no lo da a entender; se guarda sus emociones y actúa como si semejante ingratitud fuera lo más natural, y ella estuviera ya más que acostumbrada. Una persona avispada comenzaría a partir de aquí a atar cabos; pero la rapidez de reflejos no es el punto fuerte de Judith. Michelle toma buena nota de ello y lo aprovechará llegado el momento.
Cuando en septiembre de 2007 empecé a escribir la que iba a ser mi cuarta novela: la más personal, ambiciosa, ególatra… y retorcida y perversa también, ¿a qué negarlo?, consulté decenas de libros y páginas web que describían y explicaban el estado de coma clínico: ¿a dónde iban a parar los enfermos?, ¿existía realmente el mito del túnel oscuro y la áurea luz al final?, ¿qué sentían?, ¿qué no?, ¿podían ver u oír?, ¿podían reconocer las voces, oler las flores que les llevaban, escuchar la música que ponían los familiares con la vana esperanza de estimularlos de algún modo? A pesar de que la historia era ficticia en gran medida, quería llegar a clase con los deberes bien hechos para no sufrir brutales lapidaciones —que de todos modos no pude evitar— por parte de los más despiadados críticos.
Se habían escrito ya unas cuantas novelas que versaban de un modo u otro sobre el tema; la última era de Maruja Torres, narrada en clave de comedia negra; había ganado un premio de gran prestigio a principios de 2009. Me hice con ella porque toda información es poca para el escritor (que se precie de serlo) a la hora de investigar y documentarse; quería saber qué era imitable y qué no, y qué podía aprovechar en mi beneficio. Hablan a menudo del ego de los escritores: que si ven a todos sus colegas como competidores, que si sólo leen lo que ellos y «sus amiguetes» escriben, etc. Hay mucha leyenda negra dentro de la profesión. Yo, antes que escritora, mucho antes que eso, era una devoradora compulsiva de libros: una yonqui literaria. Así me definía ante mis amigos.
No deja de ser una curiosa definición viniendo de alguien que siempre y a todas horas ha despotricado contra el uso y abuso de las drogas, fueran blandas o duras. Si he de ser franca, tampoco sé muy bien distinguir unas de otras. El tema me es completamente ajeno a día de hoy; nunca lo he utilizado en mis novelas aun sabiendo que, desde un punto de vista comercial, mi renuencia al respecto era poco menos que suicida.
Mis únicos vicios reconocidos son las novelas, el dry Martini y el chocolate.
Luego quedan ahí escondidos los vicios inconfesables… ésos que no le cuentas ni a tu amiga del alma, porque si lo haces dejan de serlo. Mi intimidad era mucho más preciosa que mi virginidad. Y mi virginidad era muy preciosa, pueden creerme. Algunos incluso dirían que demasiado. Que si la mantienes pasados los veinte, tienes un serio problema; si la cosa se prolonga hasta la treintena y más allá, definitivamente estás mal de la cabeza…
Él puede decir lo que quiera; no espera que se quede callado, no es su estilo. Pero no admitirá golpes bajos por su parte.
«Si hubiéramos hecho el amor nos habría ido mucho mejor.»
¡Menuda gilipollez!
Ya tuvo bastante con la sarta de tonterías que le tuvo que aguantar a Víctor seis años atrás.
En realidad, la culpa es sólo suya por empeñarse en un imposible: seguir sin rechistar al rebaño de mansas ovejitas que, a su vez, siguen ciegamente al pastor que las guía sabe Dios a dónde. Probablemente, a un cielo que le está vedado. ¿Todavía no ha aprendido la lección? Nunca será una ovejita; en cualquier caso, no igual al resto. Ella es la oveja negra y debe hacer los honores; no puede actuar como las demás chicas de su edad, ni llevar la vida mediocre de tanta gente que ve a su alrededor y que le provoca náuseas las más de las veces.
Ha nacido para destacarse del resto, y sabe que si se hubiera liado con Ernesto y le hubiera dado lo que él quería, lo hubiera estropeado todo porque él no tenía fe en sus proyectos ni en sus planes de futuro; pretendía convertirla en otra de tantísimas «marujas» cotillas y adictas a las telenovelas de sobremesa. Junto a él hubiera malogrado su vida, una que desde luego no pasa por Vallecas. No le apetece pensar en la posibilidad de mudarse a Madrid, ni siquiera para ver a Bárbara.
La recuerda por un instante. En los últimos tiempos andan un pelín distanciadas; la ruptura con Michelle fue dolorosa, más de lo que admitirá ante cualquiera que le pregunte, y trajo consecuencias; entre ellas, una cierta frialdad en el trato que Bárbara le viene dispensando desde hace meses. Y le parece injusto; nunca le ha perdonado que se pusiera de parte de su amada Michelle sin siquiera molestarse en escuchar la otra versión.
Siempre ha pensado que su amiga pierde el tiempo en un amor que no tiene razón de ser; ya puede esperarla sentada. Esa pija malcriada con mentalidad maquiavélica no siente ninguna inclinación romántica o sexual por las mujeres. Si así fuera, lo sabría; no tenía por qué ignorarlo. Se lo habían contado todo cuando creían que su amistad iba a ser eterna… Más allá de sus diferencias y la monumental pelea que tuvieron hace un año, ella tiene eso muy claro.
Pero, ¿cómo va a decírselo a Bárbara?
«No hay más ciego que el que no quiere ver.»
¿No ha pasado ella misma por una experiencia similar no hace tanto?
El ser humano es de un tozudo que da miedo, y Bárbara en particular se lleva la palma. Da igual. Lo que la ocupa ahora no es la obstinación humana, sino la carta de despedida de Ernesto. Tenía que haberle visto venir; no era la primera vez que le salía con aquella capullada; años antes ya había tenido una pelotera con Michelle por el mismo motivo y ella le había mandado a paseo; tenía grandes planes e ilusiones, los mismos que cualquier jovencita de veintidós años, y todos pasaban por Francia del mismo modo que los suyos pasaban por Inglaterra.
Y el tontolaba de Ernesto no respetaba ni unos ni otros.
Judith ya le llamó a capítulo entonces, y defendió los sueños de su amiga como si fueran los suyos propios; estaban en 1997 y en lo mejor de la relación. Aunque para ser sinceros, si se repitiera la situación, su respuesta sería la misma y con igual contundencia. Porque para ella, lo que estaba mal hace dos años, continúa estando mal hoy.
Después de la sorpresa que supone la inesperada renuncia de Ernesto a mantener la amistad, suspira de alivio. Es la segunda vez que ocurre, y en ambas ocasiones ha quedado en el papel de «pobre víctima abandonada». No siente nada; quizá un poco de gratitud que se le escurre por el desagüe en cuanto recuerda que Ernesto ha pretendido cobrarse los favores.
Judith odia a la gente que se cobra los favores.
«O lo haces de corazón y desinteresadamente o te quedas quieto. Que yo no te he pedido nada, y nada te voy a devolver.»
Nunca he sido capaz de escribir novela «rosa» o «romántica»; disfrutaba como una enana leyéndolas, pero algo —quizá una mala disposición genética, o mi deplorable historial amoroso— me incapacitaba para darle a mis historias ese tono dulzón, conmovedor y hasta un puntito empalagoso, que mis colegas les daban a las suyas. Parte de esa imposibilidad tenía que ver con mi falta de fe en los finales felices. Al menos no creía a pies juntillas como otra gente. Es como creer en Dios: yo quería pero no podía. Puede que fuera escéptica o (demasiado) inteligente, o muy leída, ¡o qué sé yo!
Y lo lamentaba, porque en los últimos tiempos la novela romántica se vendía como churros, era muy popular, e incluso recibía críticas esperanzadoras por parte del sector especializado, a pesar del uso —y abuso— de estereotipos y lugares comunes, amén de una homofobia muy mal disimulada que encontraba fuera de lugar, independientemente de la época en que estuvieran ambientadas.
Pese a todo ello, yo tenía buenas amigas entre las escritoras «superventas». Nos comunicábamos diaria o semanalmente, vía Facebook, Twitter, Tuenti… y también a través de nuestros blogs y webs particulares…
Ésta es una tarde de compras; de compra de libros, se entiende. No quiere decir que no compre otras cosas: ropa, por ejemplo; el problema de la ropa es que no siempre cae bien ni tienen la talla justa, y casi nunca se encuentra lo que a una le gusta al precio que puede permitirse.
Con los libros uno va sobre seguro. Pasar una tarde mirando y comparando unos y otros es uno de los placeres que se regala al menos una vez por semana, como mujer y como escritora. Y hoy tiene una misión que cumplir.
Agosto es un mes maravilloso para este tipo de salidas porque la gente está de vacaciones o tostándose en la playa, y no hay las aglomeraciones que sueles sufrir en otros meses del año. Aunque a decir verdad, y salvo el día de Sant Jordi, ella nunca ha tenido problemas para hallar lo que fuera que anduviera buscando.
El Día del Libro en Barcelona es, probablemente, la única ocasión en que la sociedad en peso se siente obligada a leer… O fingir que le apasiona la lectura, o comprar libros para quedar bien. La mayoría son para regalar, y de esa inmensa mayoría, más de un noventa por ciento acaba siendo poco más que «un bonito adorno» que da a la decoración del salón o dormitorio un puntito intelectual que siempre viste en las cenas con amigos y familiares.
La misión, hoy, es encontrar, entre todo el maremágnum bibliográfico que la envuelve, un libro que le ha recomendado Bárbara en su última carta: Beatriz y los cuerpos celestes.
En la vida de su amiga hay autores de referencia, y Lucía es uno de ellos. Y va camino de ser también su referente. Esto no quiere decir que coincidan de un modo absoluto en sus gustos; a Bárbara le va Tolkien y Stephen King; a Judith no. Ninguno de ellos; la fantasía de Tolkien la aburre, y el terror (a menudo) gratuito de King también; para Terror, ya tenemos el Telediario, gracias.
Los intereses literarios de Judith se mueven en el realismo de la novela contemporánea universal; y aunque nunca lo confesará abiertamente, es una entusiasta fan de la novela más rosa y almibarada; ésa que le arranca lagrimones cuando falta apenas un capítulo para el final. Final feliz, sobra decirlo; requisito sine qua non para entrar por la puerta grande en el género.
Huye de los best-sellers que todo el mundo pone por las nubes; nada es tan bueno que no sea mejorable. Tanto peloteo huele a gato encerrado, y tan apabullante promoción cansa al lector más que motivarlo. Habrá quien la acuse de envidiosa, y quizá tengan razón. A nadie le amarga un dulce; a todo escritor le gusta ser un superventas.
«Vanidad de vanidades. Todo es vanidad.»
Cuando miro atrás, a mi juventud: aquellos años que debieron ser mejores de lo que fueron, soy la primera en maravillarme ante mis pequeños y no tan pequeños logros. Nadie me tomó nunca en serio ni apostó por mí; curiosamente, eso me dio la libertad necesaria para hacer lo que me pedía el cuerpo y lo que me apetecía, algo imprescindible para cualquier artista. En casa nadie entendía qué hacía o cómo lo hacía, y no me molesté en pedir o recibir consejos; yo iba por libre, y la opinión me llegaba de personas y personajes más o menos entendidos en el tema. Y no era nada fácil encontrarlos al principio de mi andadura; las cosas mejoraron en cuanto puse los pies en la universidad. Conocí gente interesante e inteligente, y encontré cierto eco a mis inquietudes.
También recibí críticas, algunas demoledoras, pero eran bienvenidas por lo desinteresadas. La gente con oficio y beneficio no miente para quedar bien porque no tiene tiempo que perder en tonterías. Si logras atraerles hacia tu trabajo, ya tienes mucho ganado; si más adelante consigues que lean tus escritos ya puedes darte con un canto en los dientes y, si después de todo te cubren de improperios significa que has despertado algo en ellos. Aunque no sea más que desprecio. Es infinitamente mejor que la indiferencia.
Cualquier artista busca el reconocimiento. Cualquiera. Los hay que engañan y se auto engañan, y los hay que no pueden engañar a nadie.
La indiferencia ajena es la peor pesadilla de un artista.
Aunque estoy donde estoy, y todo el mundo aquí coincide en que no se puede estar peor, yo me alegro. Y no, no es masoquismo. Podría estar peor: encerrada en un piso de sesenta metros cuadrados, viendo pasar los días: cada uno igual de aburrido que el anterior, en insoportable monotonía, siguiendo una insufrible rutina de compras en el súper, limpieza y telebasura. Podría estar viviendo con un hombre vulgar, sin talento, vocación o propósito de estimularme; y convencido, para colmo de males, de haber hecho la Gran Obra de Caridad de su vida al casarse conmigo. Lo peor que te puede pasar no es que te maten, no, por muy doloroso y humillante que sea; lo peor es que te hagan la vida imposible…
No ha sonado ningún despertador, no entra luz por el estrecho ventanuco que da a los patios de las cocinas, ni se oye ruido alguno; pero algo, no sabe muy bien qué, ha hecho que los ojos se le abran como platos en mitad de la oscuridad del dormitorio. Intenta situarse en el tiempo: viernes, veintidós de septiembre de dos mil, cinco de la mañana. Se ha desvelado y es incapaz de volver a coger el sueño. Si lo piensa bien, el sueño no es algo que uno pueda «coger» o «soltar».
Suspira con largueza, pulsa a tientas el interruptor de la luz, se levanta y va a buscar el discman; si no puede dormir, escuchará música hasta que amanezca. Tiene a mano el último cedé de Madonna para mantenerse despierta. Y animada. Necesita una sobredosis de ánimo. Sabe que hoy es un día importante; presenta su segunda novela a su primer concurso literario, algo que en sí mismo hubiera sido impensable hace unos años; al ser el primero, el nerviosismo es comprensible. Sin embargo, el origen de su desvelo no es ese. Lo que la mantiene despierta es la curiosidad, la incertidumbre y algo de miedo quizá. A defraudar las expectativas de Bárbara, que viene a Barcelona para conocerla «personalmente»; no sabe a ciencia cierta cuáles son, pero seguro que son muchas, ¡con lo exigente que es! Para colmo de males, viene desde Lérida, donde ha pasado dos días con Michelle en su casa. Las comparaciones son inevitables y no saldrá bien parada.
«Tú no eres Michelle ni nunca lo serás.»
Pese a todo, tiene la obligación moral de intentarlo. Total, no tiene nada que perder en realidad.
¿Y no es la esperanza lo último que le queda a una?
La vida da tantas vueltas…
Luego viene lo de «la primera impresión». Siempre hay que estar presentable y disponible… por lo que pueda pasar. Pero en un día, ¿qué va a pasar, qué espera ella que pase? Bárbara no es Ernesto… Por suerte o por desgracia; ya puede estar tranquila en este sentido aunque se queden a solas; por muy buena impresión que se lleve, la sombra de Michelle está ahí para marcar las distancias y poner el freno.
Y la familia; a ella no le gusta, y a Bárbara menos le va a gustar. Lo peor es que su amiga no sabe estar callada. Ni bajo el agua. Y la diplomacia no se hizo para ella. Sólo espera que no se desate una trifulca. Si le preguntan por qué se ha empeñado en invitarla a comer a casa no sabe muy bien qué responder.
¿Para provocar a su madre?
Quizá, ¿por qué no?
Es de risa ver su cara cuando, dos días antes, la pone al corriente de la vida y milagros de Bárbara. Poco le gusta saber que no vive ni se habla con su familia de Segovia, mucho menos que es «la reina del descorche» en un local de alterne; y como remate, para convencerla de que no es una prostituta que satisface alegremente a hombres de toda edad y condición, a Judith no se le ocurre nada más que decirle:
—No, mami, Bárbara no es una puta. Es lesbiana.
Su madre pone los ojos en blanco y balbucea:
—¿Me lo dices para tranquilizarme? No sé qué es peor.
Para alquilar butacas de primera fila, en serio.
Se le escapa una sonrisita irónica al recordarlo. En otras circunstancias se hubiera sentido culpable de mortificarla por puro placer, pero cuando rememora los años pasados —y sufridos— en el colegio desaparece todo remordimiento.
Ahora ella es quien escoge a sus amigos. Y tanto da si Bárbara es puta o lesbiana; lo importante es que se quieren. Y eso es más que suficiente.
Sin duda 2000 fue el Gran Año de lo que podría llamarse mi tercera etapa. No venían marcadas por el implacable tictac del reloj, sino por acontecimientos más o menos traumáticos. Aunque el final de aquélla coincidió con un hito importante en el calendario: había llegado a los malhadados treinta. Y, como ya era tradición, la vida se complacía en arruinar mis «grandes» cumpleaños. Miedo me daba llegar a los cuarenta, porque sabía que algo horrible pasaría. Tendría un accidente terrorífico o se me moriría algún ser querido delante de mis narices entre estertores agónicos. Sin embargo, cumplí los veintinueve de un humor excelente; cada poro de mi piel rezumaba optimismo, sentía como a mi alrededor se concentraban y expandían ondas positivas; la gente me sonreía, yo les devolvía la sonrisa, ellos me la retornaban a su vez más grande y más luminosa, y todo junto era digno de celebrarse con el mejor Cava que tuviera a mano. Con ese espíritu festivo subí al Talgo de las 8:00h el treinta de diciembre, camino de Madrid. Prometía ser una Nochevieja sensacional. Única. Unforgettable…
La voz de Amaia, la cantante de La Oreja de Van Gogh deleita sus oídos mientras sus ojos, ávidos de sensaciones, se pasean por el paisaje castellano, y más concretamente por las llanuras de Guadalajara; va camino de Madrid y hace un frío que pela porque corren los últimos días de diciembre.
¡Jopé! Es la primera Nochevieja que no va a pasar «en familia», y no es una cualquiera, sino la que dará la bienvenida al nuevo milenio.
Jamás ha sido tan feliz; si le preguntan, no dirá que está enamorada. ¡Ni hablar!… Es absurdo hacerse ilusiones al respecto; ella tiene muy claros los sentimientos de Bárbara. Más que claros: cristalinos. Aún recuerda cuando la Navidad pasada le dijo con aquella brutal sinceridad suya:
«Tú no eres Michelle ni nunca lo serás.»
Le dolió. Y mucho. Dejó su autoestima a niveles bajísimos, deplorables. No sabe ni por qué la afectó tanto. Nunca había sentido por ella amor o deseo físico. No tenía nada que ver con el pudor, ni con las convenciones sociales, ni con ninguna pretendida lesbofobia. Al contrario, ambas se declararon bisexuales incluso antes de conocerse, sin tapujos, y «a mucha honra». Simplemente, había elegido a Michelle, y Judith debía respetarlo aunque le pareciera una solemne pérdida de tiempo.
Cuando la llamó el día veintitrés para felicitarle el cumpleaños, y la invitó a pasar esos días con ella fue… el mejor regalo de cumpleaños que le habían hecho en mucho tiempo, quizá en toda su vida si la memoria no le falla. No puede decirse que sus regalos de cumpleaños sean inolvidables. Quizá fuera aquel cariñoso tono de voz que empleó, tan desacostumbrado en ella, como si de repente hubiera caído en que no debía reservarlo sólo para Michelle. Le recordó a aquella muchachita de Segovia con la que tanto había simpatizado. No era que no se alegrara por ella cuando dejó atrás su casa y su odiosa y odiada familia, pero había cambiado mucho, y a veces no le gustaba la «nueva» Bárbara. No la reconocía, y la hacía sentirse incómoda, torpe, y un poco estúpida. A veces.
Mentiría si dijera que no está nerviosa cuando falta apenas un cuarto de hora para que el tren llegue a la estación de Chamartín; este tipo de encuentros hace que tropecientas mil mariposas revoloteen por su estómago como Pedro por su casa. Todavía recuerda lo mal que la hizo sentir Michelle cuando estuvieron juntas en Cambrils; la recibió rodeada de sus amigos, como si de una advertencia se tratara:
«No intentes nada contra mí, ya ves que no estoy sola.»
¡Y tanto que lo vio!
Debió haber visto también el indicio claro de una paranoia y cobardía evidentes. Fueron muchas las cosas que se le escaparon debido a su candorosa ingenuidad. Demasiadas. Lo viene a recordar curiosamente ahora, que parece que la amistad tiende a una forzosa —y forzada— recuperación. Tuvo un batacazo muy duro aquel otoño; pensó que nunca iba a superarlo.
Ese verano, sólo por hacer feliz a Bárbara, había decidido tomar la iniciativa por segunda vez en apenas un año (¡las hay que son masoquistas!) y perseguir «el perdón» de Michelle. ¿Y por qué pensó que eso la haría feliz? No lo tiene muy claro; piensa a veces —y no se equivoca— que le trae sin cuidado si ellas se hablan de nuevo o siguen sin hablarse. Para decirlo alto y claro, lo natural es que Bárbara no desee tal reconciliación; a decir verdad, todo lo que se entrometa entre ellas estorba. Pero muy de vez en cuando puede, y sabe, ser diplomática; puede fingir que está entusiasmada ante esa reconciliación y alentarla.
Esa última noche del año, con Judith ya instalada en el piso y sentada a la mesa primorosamente dispuesta con la mejor vajilla y cristalería que reserva para tales ocasiones, decide llamar a Michelle y, con su tono más alegre y dulzón, le habla entre susurros y risitas durante un buen rato. Judith la mira con los ojos muy abiertos y llenos de perplejidad: resulta un tanto patético el comportamiento de su amiga. Aunque Bárbara insiste en que Michelle ha cambiado mucho, a ella le parece, al escucharla hablar con el habitual tono de niña pija consentida con que la obsequió la última vez que hablaron, que no tanto como sería deseable.
En cualquier caso, nadie cambia de «hetero» a «homo» de un día para otro. Ni de un año para otro. Ni en toda una vida, si a eso vamos. Pero, ¡cualquiera tiene el valor de decírselo a Bárbara! Judith no está por la labor de deshacer el entuerto, ya se deshará solito a su debido tiempo. Quiere disfrutar cada minuto pasado junto a ella como si fuera el último, porque sólo a su lado es la mujer que quiere ser y es de verdad. Y Bárbara lo sabe. Frente a ella no valen las máscaras ni las componendas; están prohibidos los prejuicios y la hipocresía de los que escapó cuando dejó atrás Segovia. Sólo hay lugar para lo auténtico, lo genuino y lo sincero. Aunque manche, aunque duela. No se admiten excusas ni mentiras… ni siquiera la más piadosa.
«Ésta es la mujer a quien quiero con toda mi alma», se dice y repite mientras comparten la cama, ríen y lloran; y hablan, mucho, de todo. A fin de cuentas, ¿a qué leches ha venido a Madrid si no es a estar con ella, dormir bajo su techo y respirar su mismo aire?
Siempre he vivido mi bisexualidad con naturalidad. Al contrario que otros adolescentes al borde del trauma, yo no sufrí crisis de identidad, ni perdí una sola noche de sueño preguntándome por qué me pasaba eso a mí. Será que nunca lo sentí como una «desviación» o «perversión», sino más bien el justo equilibrio entre heterosexualidad y homosexualidad.
Como muy bien dijo Lucía Etxebarria en uno de sus libros: el amor no tiene género. Si no se entiende y respeta esto, apaga y vámonos; lo leído hasta ahora se vuelve ininteligible y absurdo. Hay que entender la bisexualidad para aceptarme a mí y a mi historia.
Ante mis ojos, hombres y mujeres podían resultar atractivos y deseables por igual; dependía de muchos factores, pero no del «qué dirán». Yo era inmune a la opinión pública. Más aún, las prohibiciones y reconvenciones me estimulaban poderosamente… en sentido contrario.
Yo sabía que podía conseguir lo que quisiera; paciencia, constancia y perseverancia me han acompañado desde bien temprano en la vida. Si me proponía conquistar a alguien, el desafío estaba entre esa persona y yo; ni la familia, ni los amigos o los vecinos, ni ninguna otra fuerza de la naturaleza podía interponerse entre nosotros. Pero eso era a los quince, a los dieciocho o los veinte años.
¡Ah, la soberbia de la juventud!
¡Quedaba tanto que aprender…!
Es una de esas tardes de julio en que, si no tiene nada mejor que hacer, puede morir de aburrimiento mientras mira el techo sin pensar nada concreto, y preferiría estar en cualquier otro lugar. En Madrid, por ejemplo, con ella. La echa muchísimo de menos; ya no le bastan las extensas cartas que llegan puntualmente cada mes, o las ocasionales pero demasiado breves charlas por el móvil. Necesita contacto físico.
Se pregunta una y mil veces por qué no hizo algo cuando tuvo la oportunidad, por qué la dejó pasar como el que oye llover, ¿acaso le sobran oportunidades para estar con la gente que quiere? Se maldice por ser tan tonta y pusilánime en los momentos clave que requieren decisión e iniciativa. Pero ella, ante el amor, no tiene ni una cosa ni otra. El miedo al rechazo es más fuerte que la voluntad. Y ese amor propio que a veces puede ser el mayor enemigo de una. Ambas cosas van de la mano, inseparables, y frenan sus impulsos.
Hasta ahí. Ahora la arrebata uno, y no va a dejar que nada ni nadie lo frene. Es buena hora porque no es tan temprano como para pillarla en la cama, ni tan tarde como para que esté en el Sephora, trabajando, y con el móvil «apagado o fuera de cobertura».
Cuando hablaron en mayo, ¿o fue en abril?, ¿o en junio? (no lo recuerda muy bien), Bárbara dijo que tenían planeado —siempre en plural, siempre con Michelle de por medio— ir a pasar un día con ella. A decir verdad, no le hace ninguna gracia reencontrarse con Michelle; nadie le garantiza que haya buen rollo entre ellas; su intención de recuperar la amistad es sincera, pero la cosa lleva su tiempo. Y ella necesita garantías suficientes por su parte antes de un careo, dondequiera que sea. La situación se ha invertido y ellas, antaño inseparables, son ahora solamente, cada cual por su lado, la amiga de Bárbara.
«Mejor eso que nada», se repite Judith mientras teclea el número en el móvil, y espera y reza para que Bárbara esté de buen humor.
Al parecer lo está; su saludo es todo lo cariñoso que puede desear cualquier amiga. Entre risas le comenta que ya iba a llamarla. De hecho, oír su voz ha sido una bendición porque anda con una depresión de aúpa.
¿El motivo?
Michelle, ¡cómo no!
—¿Qué ha pasado esta vez?
—Pues que se acabó. No-quiero-saber-nada-más-de-ella; no vamos a ir a verte, ni nos vamos a ver más Michelle y yo. Lo siento, Judith, en serio; mi vida entera es un lío, ahora no te lo puedo explicar. Te estoy escribiendo una carta donde te lo cuento todito todo; si te lo suelto aquí, te quedas sin saldo. Garantizado. Ten paciencia, a su debido tiempo lo vas a saber; no voy a ocultarte nada, al contrario: me moría por desahogarme contigo porque tú eres de las que escuchan y no juzgan. Y nada me hace tanta falta en estos momentos.
—Tranquila, no pasa nada, no te preocupes por mí. No te negaré que estoy en ascuas por saber qué leches ha pasado y por qué has cambiado de opinión tan de repente, y no te lo vayas a tomar ahora como un: ¡Ya era hora de que tu historia con Michelle acabara! Me conoces; sabes que si tú estás bien, yo estoy bien. Que son muchos años… O quizá no tantos, pero como si lo fueran. Me tienes aquí para lo que sea; eso también lo sabes de sobras.
—Lo sé. Y te lo agradezco, ¡no sabes cuánto! Hoy más que nunca te necesito cerca. Tú y yo sabemos lo que eso significa.
—Es como si habláramos una lengua que sólo conocemos nosotras.
—Exacto. Sabía que podía contar contigo.
—Siempre podrás contar conmigo.
La carta llega al cabo de dos días y deja a Judith boquiabierta. Nunca ha andado falta de imaginación, ¡Diosito lo sabe! Pero hay límites que ni siquiera ella osaría traspasar… ¡Bárbara embarazada! No, no es insólito… Inquietante, tal vez. De hecho, y pensándolo fríamente, algo se veía venir a lo lejos; la soledad es mala compañera cuando lo que una quiere es estar acompañada, y bien acompañada.
Bárbara estaba rodeada de hombres, sobre todo por la noche. La nocturnidad provoca la alevosía, despierta los bajos instintos y enciende las pasiones… La carne es débil. Las mujeres son más fuertes que los hombres… Pero sólo un poco más. Ella estaba sola. Peor: se sentía sola. Y más que sola: abandonada. En semejante tesitura es muy fácil caer en las trampas que pone la sociedad. Aquella noche, después de unas copas de más, había acabado, no sabe muy bien cómo, en la cama de Martín, uno de los asiduos del Sephora.
Con él lo pasaba bien, no podía negárselo. Disfrutaba de su compañía y a menudo olvidaba que era otro cliente más. No es una puta en sentido literal, pero a veces la frontera que delimita uno y otro lado se desdibujaba y ella no sabía muy bien dónde se hallaba. El alcohol no la ayudaba: se le subía rápido a la cabeza y actuaba en un santiamén, obnubilando los sentidos. Luego lo olvidaba casi todo; sólo quedaban retazos: besos furtivos, palabras dulces, piropos susurrados a la oreja; no eran nada original, pero le levantaban la autoestima que Michelle se empeñaba día sí y día también en tirar por tierra con sus silencios, sus evasivas, sus negativas a encontrarse, y su poca disposición para hacer planes que la incluyeran.
Y casi sin querer había llegado esa mañana en que había echado de menos su ciclo menstrual. Ella era puntual como un reloj suizo: todos los meses, sin faltar uno. Empezó a preocuparse. De ahí a la angustia sólo un paso, muy pequeño por cierto. Y después: desesperación. Absoluta. No le gustaban los niños y no se imaginaba siendo madre de ninguno. No la clase de madre que ella había tenido. ¡Ni hablar!
No quería cambiar sus planes por ese estúpido contratiempo que iba a resolver en un plazo muy breve, pero sí era justo tener a Michelle al corriente; se sentía obligada a sincerarse con ella: explicárselo todo con pelos y señales porque no debía haber secretos entre ellas. Ninguno. Y éste no era «un secretito» cualquiera.
Esperaba agradecimiento y cariño, un mayor premio a su honestidad en estos tiempos en que el engaño y la simulación son el pan nuestro de cada día; lo que le cayó, en cambio, fue una lluvia de improperios y reproches, amén de un menosprecio tan palpable que podía cortarse con un cuchillo.
«Me sentí herida en lo más vivo —le escribe—; a fin de cuentas, si llegué tan lejos con Martín, la culpa fue de Michelle por tenerme abandonada. Que si fuéramos una pareja como Dios manda, ¡maldita la falta que me hubiera hecho él!». Le cuenta que Michelle había tratado de justificar de mil maneras su falta de noticias, y para postres la había acusado de no comprender lo que estaba pasando. Estaba enferma con varicela en casa de su madre, ¡de su madre! No tenía la cabeza para broncas, y hablarían largo y tendido cuando mejorase y volviera a su piso.
«¡Hasta aquí hemos llegado!», lee Judith.
Las palabras de Bárbara dejan traslucir toda la rabia y la indignación que siente. Se ha cansado de esperar. Quizá todo se reduzca a eso: hastío. Su amor la ha llevado a un callejón sin salida. Y sólo cuando logre olvidar a Michelle y pasar página, podrá salir de él y retomar de nuevo su vida como si nada. Ahora mismo lo único que tiene claro es cuánto quiere y necesita a Judith, y así lo expresa con la franqueza que la caracteriza.
Judith apenas da crédito a lo que lee. En realidad, lo que la tiene maravillada es la facilidad con que Michelle se pone como una moto, no importa lo enferma u hospitalizada que esté.
¿De dónde sacará tanta energía la muchacha?
A ella una mala menstruación la deja por los suelos, se ovilla y se echa a dormir; no le apetece hablar con nadie, mucho menos discutir.
Como ocurrió en 1998 con aquel pretendido accidente que la tenía «entubada» hasta el culo y «monitorizada» en una cama de hospital, pero que —cosa curiosa— le permitía insultarla a grito pelado por el móvil (¿?), Judith pone en entredicho la pretendida —y muy oportuna— varicela de Michelle. Y no es lo único que pone en entredicho…
Males y despropósitos aparte, si ha de tomarse en serio la rabieta de Bárbara, esas dos han terminado. Kaput. Pero la experiencia le ha enseñado lo peligroso que puede ser dejarse llevar por la ira y la cólera. El amor viene y va de modo constante; hoy están juntas, mañana separadas, y al día siguiente juntas de nuevo como si nada hubiera pasado. Es por ello que, aunque se muera de ganas de decirle a Michelle cuatro cosas (y ninguna buena), decide no tomar partido por ninguna de las dos… al menos no por el momento, y en cualquier caso no abiertamente.
En secreto, todas sus simpatías y todo su amor están con Bárbara. Y así va a ser hasta el final.
Agosto se desliza fuera del calendario con deliberada pereza, entre días sin sol y tormentas sin agua. Contra todo supuesto, ese par no está por la labor de reconciliarse. Cada día que pasa, se siente más cerca de Bárbara. Y el sentimiento es mutuo. Se lo hace saber con cada palabra de cada línea de cada página de todas y cada una de sus cartas, que este mes se suceden (¡milagro!) casi a una por semana. El rostro de Judith resplandece como el de cualquier enamorada.
¿Será posible que, después de tantos y tan crueles desengaños, tenga la oportunidad de ser feliz?
Y si es esta, no puede, no va a dejarla escapar. Ni pedirá permiso ni dará explicaciones; ninguna pista sobre los planes que tiene en mente. A su edad es absurdo. Nada la ata a Barcelona; tampoco tenía planeado rehacer su vida en Madrid. Todos sus sueños pasaban por Londres, pero ahora la capital británica se le antoja a años luz. Y ya no está tan segura de querer ir tan lejos.
¿Cómo era aquello que decía su abuela?
«Más vale pájaro en mano que ciento volando.»
Quizá la felicidad consista en extender las manos, coger lo que está a nuestro alcance y disfrutarlo, sin perder el tiempo en vanas quimeras. Ésta puede ser la ocasión perfecta para vivir ese amor del que hablan los poetas y los escritores de «novela rosa».
¿Y qué si es un amor homosexual?
¿Cuándo le ha importado a ella eso?
Sabe que las cosas se irán dando poco a poco, sin prisa pero sin pausa; no puede ni quiere desbancar a su rival de un día para otro. Confía, no obstante, en conquistar el corazón de Bárbara. Tiene mucho ganado, sólo necesita un empujoncito suave, nada forzado. El tiempo todo lo cura y, por si acaso tardara más de la cuenta, ahí va a estar ella para poner el bálsamo en la herida cuando haga falta.
¿Cuántas veces no le habrá dicho que tiene abiertas las puertas de su casa, cuántas no la habrá invitado a quedarse?
Ha llegado el momento de poner a prueba sus buenas intenciones. Así que en respuesta a su última carta, más cariñosa que las anteriores, todo hay que decirlo, le comunica sus planes; no es más que una idea, por supuesto, y hay que madurarla, pero no demasiado; cuando las ideas se maduran en exceso vienen las dudas. Y a ella no le gustan las dudas, son la antesala del miedo. Ella no quiere vivir con miedo. Y ése es uno de los muchos motivos que la impulsan a tomar esa decisión. Vivir libre, sin miedos ni reproches… Mala cosa sería que se repitiera la historia de Bárbara; antes que llegar a eso, prefiere recoger los bártulos y marcharse sin mirar atrás.
Por desgracia, algo falla aquí. Judith tiene algo muy inconveniente en su contra: unos sólidos principios; y la (mala) costumbre de vivir de acuerdo a ellos. Y lo que es mucho peor: honestidad. Más de la que debiera y más de la que algunas merecen. Por descontado, más de la que le debe a Michelle. No obstante, cada cual es como es, y vive y obra en consecuencia. Así, una semana después de contarle a Bárbara su propuesta, se anima a telefonear a Michelle; quiere dejar las cosas muy claras para que no haya malentendidos. Esta vez no dará pie a reproches por su parte.
Los que me han degollado han hecho muy bien su trabajo; saben cuán terrible es una muerte a cámara lenta, minuto a minuto, durante horas; desangrándote, gota a gota, en una interminable agonía. Pudieron haberme dejado seca de un tajo brutal allí mismo. Pero no; eso no hubiera tenido gracia. Demasiado rápido; no hay tortura ni dolor. Y cuando hay inquina de la buena, lo que se persigue es el sufrimiento de la víctima. Pocos conocen tanto como yo lo inútil y doloroso que es alargar un final que se sabe inevitable. Yo lo hice una vez. Una sola. Y me sirvió de escarmiento…
La traición la hiere de muerte. Lo peor es saber que se la ha servido en bandeja de plata. Por honesta y por estúpida. Le parece ahora que ambas palabras son una sola mientras lee, con pasmosa incredulidad, todas las maravillas, parabienes, justificaciones y disculpas que Bárbara le dedica en exclusiva a su bien amada. Hay gente a la que el perdón le sale muy barato, apenas calderilla, y Michelle es una de esas personas tocadas por la fortuna.
¿Y quién es más culpable del delito, Judith, por haberla puesto sobre la pista… o Bárbara por olvidar tan fácil y rápidamente algo que no permite un olvido fácil ni mucho menos rápido?
Ella, que presume de ser tan lista y ágil de mente, ¿no ve gato encerrado en esa intempestiva declaración de amor? ¿No le parece un poco precipitada? ¿No se pregunta si tendrá algo que ver con los planes de Judith? No ve nada, ni nada se cuestiona. Tiene lo que siempre ha querido, y es más que suficiente.
¿Judith? ¿Quién puede pensar en Judith cuando recién han derramado miel en sus oídos, verdadera música celestial? Cuando se le pasa un poco el atontamiento —más o menos en el momento en que Michelle baja del tren en Lérida, más contenta que unas pascuas y con la expresión gatuna que anuncia un triunfo a lo grande— decide compartir su dicha. No anda escasa de talentos, pero el tacto no es uno de ellos. Está tan ebria de amor y sexo satisfechos que no piensa en otra cosa, y más que compartirlos, se los restriega por los morros a Judith.
¡Ojalá ésta pudiera alegrarse de igual modo! Pero conoce la verdad y no es nada halagüeña. ¿Alegrarse de que Bárbara sea engañada, de que se estampe contra un muro de mentiras y falsos halagos, de que finalmente haya caído en la pérfida trampa de esa arpía? No, la alegría que tal noticia le hubiera traído en otras circunstancias es sustituida por una decepción que la aplasta como a una miserable cucaracha. Lo peor es no saber fingir ni poner buena cara cuando todo su castillo de naipes se le ha venido abajo. No sabe utilizar palabras alegres cuando se siente despechada. Y para colmo, tampoco puede decirle la verdad. Entre otras cosas, porque no tiene «pruebas», y aunque las tuviera, Bárbara tampoco quiere escucharla. Ella cree lo que le conviene, lo que más le interesa. Y ésa es su única verdad. No aceptaría otra aunque le fuera la vida en ello.
Sabe que, a la larga, eso les costará la relación. Y le duele porque es lo que viene persiguiendo Michelle desde hace meses.
Hay momentos en la vida en que echas muchísimo de menos una automática de nueve milímetros, y te preguntas hasta dónde llegarías si la tuvieras a tu alcance. Aquella noche yo tenía muy claro lo que podía hacerse con esa pequeña maravilla: acariciarla, sentir el frío acero en la palma de la mano, meterte el cañón en la boca, hasta la campanilla, y volarte la tapa de los sesos. Acabar con todo. El dolor, el sufrimiento, la traición.
Como no la tenía a mano, ni sabía a dónde ir a buscar una a esas horas, lo que hice fue pillarme una curda de órdago, aprovechando que pasaba el Fin de Año fuera de casa. Me habían dicho que si la pillabas muy fuerte el cerebro se te quedaba en blanco. La idea, a falta del arma, resultaba de lo más atractivo… No me habían hablado de cómo te quedaba el corazón; de poco me iba a servir tener el cerebro en «pausa» si se me quedaban los sentimientos en carne viva. Comprobé con alivio que la muy generosa cantidad de alcohol ingerido aquella noche me había anestesiado divinamente ambas cosas; dormí de un tirón sin soñar nada que mereciera la pena ser recordado…
Todavía le resuena en el oído el odio que rezumaban las palabras de Michelle. Iba sobre aviso: sabía lo experta que era esa arpía en sacar las cosas de quicio y de contexto, tergiversarlas y hacer que parecieran peor de lo que eran realmente. Todo aquel desbarrado monólogo, porque eso era de principio a fin, apestaba a diarrea mental. Y a justificación barata. Cuando pudo meter baza y recordarle su actitud del verano, que no había sido muy edificante que se diga, la otra le salió con aquella estupidez que no venía a cuento y estaba, como tantos otros comentarios suyos, fuera de lugar:
—¿Y tú qué? El año pasado, cuando te invitó a su casa, te quedaste dormida en el sofá. ¡Bonita compañía resultaste ser!
No la sacó de su ingenuo error.
No le dijo que, en efecto, se había quedado dormida… Pero no en el sofá del salón, sino en la cama de Bárbara. Es lo que tiene el sexo: agota «una barbaridad». Y ellas lo habían disfrutado a placer durante dos largas horas… Mmm… Soberbio, exquisito… Una experiencia sobrecogedora… Y sí, no lo niega, la dejó exhausta y le entró sueño. No tiene de qué avergonzarse. Le puede pasar a cualquiera. ¿Cuántos hombres no se duermen después de hacer el amor?
Tampoco le habló del viaje que hicieron Bárbara y Martín a Sevilla en agosto, después de que ella se sometiera finalmente a un aborto. Necesitaban descansar y desconectar; había sido una experiencia particularmente traumática, incluso para alguien tan prosaico como ella, y quería olvidarse del asunto. Que hubiera ido con el padre de su desaparecida criatura lo decía todo. Y por lo que le contó a la vuelta, la mar de entusiasmada, lo habían pasado de miedo; cualquiera hubiera jurado que se habían ido de luna de miel. Desde luego, la gente de allá los tomó por recién casados. Quería disfrutar; no hay que olvidar que estaba más despechada que aquella noche de abril cuando se metió en la cama de Martín, borracha. Y con más motivos.
No, no la sacó del error. No valía la pena.
Ya encontraría el momento ideal para sembrar la duda en su ponzoñoso pecho.
La cosa siguió igual: insulto va, insulto viene, hasta que miró el reloj: quince minutos. Prou d’aquest color. Punto pelota. Ni un minuto más. La había soportado demasiado. Todo tiene un límite y esa estúpida chiquilla casi lo había rebasado.
La última carta llega el ocho de enero; sólo lee una página de las ocho o diez que debe de haber en el sobre. Esas líneas no son más que una transcripción amanuense de la diarrea mental de la otra tarde. Y hay platos de los que una no repite porque dejan en la boca sabor a hiel. ¿Y a qué tanto esfuerzo? Podrían haberse ahorrado toda esa parrafada, y meter dentro del sobre sólo una foto que demuestre mejor que mil páginas de escritura abigarrada el amor que se profesan, y del que tanto alardea Michelle. Pero no… La estupidez más grande ha sido poner la letra de Bárbara sobre el papel y creer que a ella le bastará esa burda simulación y dará el asunto por acabado.
¿Acaso no saben ese par de idiotas, después de tantos años de amistad, que ella no es de las que se conforman con tan poco?
La perfidia de Michelle duele como puñalada trapera, pero era de esperar. Lo que jamás podrá perdonar es la cobardía de quien pregona a los cuatro vientos su coraje y arrojo.
¡Pobre infeliz!
¿En qué mala cuneta quedó tirada la mujer soberbia que se ponía el mundo por montera?
Cuatro descubrimientos del recién estrenado milenio iban a cambiar mi vida profesional y mi actitud ante la escritura y la literatura en general: el pen drive, las redes sociales, los blogs y los mails, mucho más rápidos, seguros, baratos y divertidos que el correo tradicional al que estaba tan acostumbrada desde mi adolescencia. Estas pequeñas maravillas de la tecnología informática me facilitaron muchísimo el trabajo mientras escribía Lealtades Enfrentadas. Había hecho un parón de siete años desde que puse el punto final a mi tercera novela. O novelita, debiera decir, porque Siete días para recordar apenas sobrepasaba las cien páginas. No la había escrito con afán de publicación como las dos anteriores; era un regalo especial para alguien irrepetible. No tenía precio.
¡Dios, qué lejos queda ya todo aquello!
El año 2001 fue un apoteósico concurso donde la felicidad y el dolor competían a muerte por ocupar el trono en mi vida.
Ganó el dolor.
Para no perder las buenas costumbres, mis relaciones amorosas acababan de mal a muy mal, y a veces mucho peor. El año 2002, ¡bonito capicúa!, fue pura supervivencia emocional. Me volqué en el trabajo como única terapia para recomponer un corazón hecho trizas. Única y más barata que visitar al psicoanalista tres veces por semana…
¿Cómo es posible que la vida se vuelva del revés de un año para otro?
¿Cómo es posible acabar el año 2000 en la gloria y el 2001 en el infierno?
Es jodido, muy jodido. Pero posible.
Si alguien puede dar fe de ello, es Judith. Cuando la nostalgia la abruma se le humedecen los ojos, a pesar de que han pasado tres meses desde la ruptura; también es verdad que las hormonas le juegan malas pasadas muy a menudo, que llora con las películas y las novelas de amor, y con los anuncios solidarios donde te invitan (u obligan) a ser mejor persona apadrinando a una desvalida criaturita del Tercer Mundo. Pero aparte de esto, que es real y verídico, los motivos que le arrancan lágrimas tienen que ver más con el pasado que con el presente retransmitido por televisión.
Hace semanas hizo «limpieza» en el dormitorio: tiró a la basura lo que podía recordarle a cualquiera de las dos: los libros, los manuscritos, las cartas, las fotos, las cintas de música, algún que otro regalo… TODO. Fue una liberación: sintió el alma tan ligera que supo que nunca se arrepentiría de aquel arrebato, cuando los recuerdos aún ardían como brasas al rojo vivo. Ligera y limpia. Porque toda aquella inmundicia ya no la contaminaba.
Y lo mejor de todo: ahora vive sin remordimientos.
No tiene razones para perder el sueño; su conciencia es tan candorosa como su alma. Si de algo ha pecado en la vida, es de una sobre abundancia de honestidad, añadida a otro exceso, más pecaminoso si cabe, de ingenuidad; pecado venial a fin de cuentas, por el cual, no obstante, lleva meses haciendo penitencia.
Años después echará de menos todo eso, sobre todo las cartas de una y de otra… Pero sólo en su aspecto puramente práctico y estrictamente documental.
Yo crecí con The Beatles y los seriales de la BBC; algunos eran de humor, y otros eran historias victorianas basadas en novelas de Charles Dickens y Henry James, pero todos tenían algo en común: Inglaterra y, de un modo u otro, Londres. Nací en un país xenófobo y tardé unos cuantos años en poder definirme con respecto a mi verdadera patria. Lo hice a propósito de una novela de Julian Barnes que compré en mi segundo año de carrera, cuyo título prometía más de lo que ofreció finalmente: Inglaterra, Inglaterra. Ahí, en la contraportada del libro, fue donde supe que existía gente como yo. Los llamaban anglófilos. El amor que sentían por el Imperio Británico les corría por las venas como un veneno letal; descubrí que a mí también me corría con igual desenfreno. Sufría de anglofilia lo mismo que otros sufren de anglofobia… o cosas peores.
Nací en 1971, cuando Paquito y sus secuaces todavía gobernaban España con mano de hierro; no llegaban pateras por el estrecho, se vivía mejor en Argentina o Uruguay que acá, y nadie temía que los inmigrantes extranjeros nos vinieran a quitar el pan de la boca. Venían, sí, turistas en busca de sol, playa y paella; con sus cabellos rubios y sus esbeltas figuras, con sus ideas y mentalidad liberal en la maleta, y mucho dinero para despilfarrar en tablaos flamencos y corridas de toros. Lo único que dejaban abandonado en su país eran los buenos modales y el pudor y decoro católicos que constreñían a las españolas, devotas del culto mariano y otros similares. A partir de ahí, reuniendo las anécdotas que mi madre me contaba cuando yo era pequeña, y añadiéndole imaginación —aunque mucha menos que en anteriores ocasiones—, escribí y publiqué hace apenas un lustro Tierra de olivos, mi novela ambientada en la España pre y post-franquista. Se la dediqué a mi abuelo «el rojo»…
Lleva tantos años soñando con este día que, cuando finalmente el avión de British Airways aterriza en la pista del aeropuerto de Heathrow, no sabe muy bien cuáles son sus verdaderos sentimientos. Todavía sobrevolando el Támesis, el puente de la Torre y las Casas del Parlamento, se pregunta cómo demonios pensó alguna vez en renunciar a esto.
Mira alrededor y durante un nanosegundo agradece a Michelle su traición. Gracias a sus malas artes, está ahora aquí y no en un piso de Vicálvaro. No es más que eso: un nanosegundo; no le gusta que decidan por ella, ni siquiera cuando es «por su bien». Hay mil modos de cambiar el curso de los acontecimientos y sólo unos pocos pasan por joder viva a la gente.
Menea la cabeza para alejar los malos pensamientos; este momento es único e irrepetible. Lo que menos quiere es relacionarlo con esa mala puta; se ha propuesto dejar todo lo malo y desagradable en España.
Tiene por delante diez días de vacaciones que saben a gloria después del duro trabajo de todo un año y los madrugones diarios. Judith odia madrugar. Ha acabado el segundo curso de su carrera de Historia; va a clases por la mañana y trabaja como dependienta desde las tres de la tarde hasta las diez de la noche. El sueldo, aunque no es tan bueno como quisiera, le da para ir tirando; ahorrando todo el año como una hormiguita ha podido permitirse el lujo de matricularse en un seminario de literatura medieval en Londres. Cuando algo se le mete en la cabeza, es terrible; ni Dios ni el Espíritu Santo logran disuadirla. Es cabeza dura; nació así, y así morirá.
Le gusta planificar sus viajes. Es la primera vez que va sola al extranjero como quien va a buscar fama y fortuna; otro, en su lugar, estaría asustado. Pero la excitación y la ilusión borran todo rastro de preocupación. Recoge su maleta en la terminal de llegadas y, siguiendo las indicaciones, toma el metro que ha de llevarla hasta Willesden Green. Veintiséis estaciones más tarde, se apea del vagón, maleta en mano, y mira alrededor. ¡Qué tranquilidad! Nada que ver con el ajetreo de Barcelona en esos días de rebajas. En el vestíbulo de la estación pide un mapa de la zona. La suerte le sonríe; la calle donde vive Mrs. Askari está a menos de cinco minutos andando. Todo ha ido como la seda y ha llegado con casi una hora de adelanto respecto a lo previsto.
Hace calor, está cansada y un pelín nerviosa; mira a un lado y otro de la calle, pero no da con el número que busca. Y de repente, como en una de esas comedias románticas que de tanto en tanto le gusta ver, de la nada sale uno de los hombres más sexies que ha visto en los últimos meses. Y ha visto unos cuantos. Todos más jóvenes que ella. Ha salido de su casa fresca como una rosa, pero después de dos horas en el aeropuerto catalán, otras dos en el aire, y una última metida en un vagón sin aire acondicionado, no está para encontronazos de película, piensa mientras a la vez lamenta no llevar puesta una ropa más sexy.
Saluda al chico con su mejor sonrisa, intentando disimular su azoramiento, y le pregunta por el número catorce de Blenheim Gardens. El calor ha derretido sus neuronas y afectado a su vista, lo mismo lo tiene delante pero no lo ve.
—¿El número 14? Yo vengo de allí. Si quieres, te acompaño.
Ella se lo agradece, mucho más cuando se ofrece voluntario para llevarle la maleta. Se ha traído consigo, sin querer, el calor pegajoso del Mediterráneo. Está sudada y el cuerpo le pide una ducha y un par de horas de siesta española.
—Tú debes de ser la chica española.
—Eh… sí.
—Veo que todo ha ido bien. No te esperábamos tan pronto.
«Otro niño pijo —piensa Judith—. Al menos éste le alegra la vista a cualquiera.» Se lo imagina desnudo y decide que está abierta a cualquier plan que lo incluya. No ha venido a ligar, pero ¿a quién le amarga un dulce?
Jan tiene dieciocho años, es de la República Checa, y lleva ya un mes instalado en la casa, tiempo suficiente para que haya surgido un romance veraniego entre él y Gaia, una chica italiana, rubia, muy jovencita y muy mona. No es la única; hay dos más, Silvia y Marcella. Además está Andrea, que es húngara, y David, que viene desde alguna ciudad china de nombre impronunciable. Silvia y Gaia vienen de Nápoles y comparten habitación; sólo con verlas se adivina que son de esas amigas que lo comparten «todo». Marcella es de una pequeña ciudad del norte de Italia, cerca de Milán. Es la más agradable de todo el grupo, y la más madura. Judith intuye acertadamente que hablará más con ella que con ningún otro.
Mrs. Askari es inglesa pero está casada con un iraní, un hombre de negocios —de «grandes negocios»— que pasa más tiempo en Manhattan que en su casa londinense. Tienen una hija adolescente; es delgada y bonita. Se llama Geri, como una de las chicas «picantes» que hicieron furor en los noventa. Viste ropa moderna, como cualquier inglesa cosmopolita, y su bonita cara recuerda a la de la protagonista de Quiero ser como Beckham. Si es musulmana, lo lleva con naturalidad; ni lo esconde ni lo exhibe.
La casa es hermosa; tiene tres plantas y un pequeño jardín muy bien cuidado en la parte de atrás. Mientras saluda a su anfitriona y recoge su llave, Jan ya está subiendo su maleta a la habitación. Está en el último piso, es dos veces más grande que la de su casa de Barcelona, y tiene unas vistas preciosas a los jardines vecinos. Todo es tan british que la enamora de un flechazo.
Deshace la maleta y saca los regalos que ha traído de España para su anfitriona y la muchacha. Son detalles que hablan de una nación multicultural y moderna; nada que ver con toros y sevillanas. A la jovencita le ha traído un cedé de Efecto Mariposa: música del siglo XXI, como la que se hace en el Reino Unido. ¿Qué cree, que todo en España es cante jondo y bulerías? Ahora que lo piensa, lo mismo la muchacha no sabe qué es una cosa ni otra.
Judith no se ha sentido nunca muy orgullosa de su país de origen, pero quiere ofrecer la mejor imagen posible, empezando por su misma persona. Eso significa quitarse la ropa sudada y meterse en la ducha. Cuando acaba de secarse el pelo y ponerse algo cómodo y atractivo a la vez, ya es hora de cenar. No sabe si se acostumbrará al horario inglés de las comidas. En Barcelona, nadie cena antes de las diez y media u once de la noche….
Después, aprovechando la última hora de sol de la tarde, muy precioso en esas latitudes, sale a dar una vuelta por el vecindario, a ver si encuentra un teléfono público para llamar a la familia y contarles que está en la gloria. No sentirán envidia ni mucho menos; son de los que piensan que la televisión es la panacea de todos los males del mundo. Más allá de la pantalla de veintiuna pulgadas no hay nada.
Al día siguiente se presenta en el campus del King’s College, en el Strand. La primera conferencia empieza a las diez y acaba a la una del mediodía. Hablan de literatura épica, de sagas nórdicas y de Beowulf. Con la fantástica historia del guerrero gauta danzando aún en su cabeza, dedica la tarde a recorrer de arriba abajo, y hasta el último rincón visitable, el Museo Británico; Judith no justifica el expolio inglés, pero sí opina que las cosas valiosas las ha de tener quien sepa apreciarlas, valorarlas y conservarlas en debida forma. Y lo cierto es que le viene de perlas la oportunidad de ver arte egipcio y mesopotámico en «el British», porque sabe que nunca jamás irá a parar a uno de esos países de Oriente Próximo, tan espantosamente áridos y atrasados, en su opinión, donde, para colmo de calamidades, si has nacido mujer, tienes que taparte como una monja.
El martes y el miércoles emplea sus horas libres en el Museo de Londres y en la Torre, por este orden. Contempla todo lo que hay a su alrededor con ojos muy abiertos de asombro y entusiasmo. Tanta majestuosidad la aturde y la deja extática. Ha sido una gran idea priorizar las visitas y ver antes que nada lo imprescindible, porque una propone, Dios dispone, y los mal nacidos de Al Qaeda lo descomponen todo en apenas unos segundos de barbarie suicida el jueves, de buena mañana.
Parece ser que no les ha caído muy bien la elección de Londres como sede de los Juegos Olímpicos de 2012. Su especialidad son las bombas, y su objetivo predilecto los medios de transporte colectivo de viajeros corrientes y molientes: aviones, trenes, autobuses… Esta vez les ha dado por el metro, en Russell Square; mañana, ¡vete tú a saber por qué les dará…! Se llevan a quien sea por delante (por fortuna, no a ella), y montan un caos espectacular que amenaza seriamente con arruinarle su estancia de ensueño; un circo de tres pistas, improvisado y no muy bienvenido.
Pero esos gilipollas no conocen a Judith, «a ella no la para nadie», piensa, más cabreada que asustada, con una taza de café en la mano en un Starbucks de Piccadilly St.
«¿Quién dijo miedo?»
Ha dicho que se queda hasta el último día. Y no se irá ni un minuto antes. Si tiene que patearse las calles, se las pateará, ¡ni que fuera la primera vez que lo hace! Otro se pondría a sudar sólo de pensar en ir de un lado a otro a patita, pero ella no se pasó en vano tres años y medio recorriéndose las calles de Barcelona cuando trabajaba repartiendo folletos por doquier, se puso en forma. Cuando la gente paga una cuota astronómica por ir a un gimnasio de élite, a ella le pagaban por hacer ejercicio. Fueron años jodidos en más de un sentido, pero como entrenamiento físico, y a la vista de lo que se le presenta, supusieron todo un acierto.
Cambia su prevista visita a la catedral de St. Paul por un día de tiendas en Oxford St. Se lo toma con filosofía y buen humor; tiene el mapa a mano y todo es cuestión de seguir el itinerario marcado de antemano con flechas: ahora arriba, luego a la derecha, y arriba, y a la izquierda, y otra vez arriba… En cualquier otra ciudad del planeta esta caminata sería un suplicio, aquí puede incluso suponer un delicioso paseo que le permite tomarle el pulso a la ciudad, por si decide acabar aquí sus días.
Selfridge’s, Marks & Spencer, algunas mega-librerías, y muchas tiendas de ropa donde lo que le gusta es escandalosamente caro, y lo que puede permitirse le parece horroroso. Después de vueltas y más vueltas, mirando aquí y allá, y pasando perchas y más perchas, da con una camiseta negra de generoso escote que le queda más o menos bien, y cuyo precio, £20, no asusta. A eso le añade unos zapatos de tacón de £40, y un bolso de £70, todo blanco, para contrastar.
Ya ha cubierto el «modesto» presupuesto de hoy; tiene la manía de comprar mucho en apenas un cuarto de hora, o media a lo más tardar. Y Londres es una tentación mortal para los compradores compulsivos. Además, siempre ocurre que enseguida que acaba de adquirir algo, lo que sea, ve otra cosa muchísimo mejor y muchísimo más barata, para colmo de males.
Compra un sándwich de huevo y tomate para almorzar.
Ahora toca paseo por Baker St. hasta Regent’s Park y el Museo de Cera. Le gustaría dar un garbeo, pero la visita no vale lo que cuesta la entrada, y además han cerrado antes de hora por el asunto del atentado; por lo general, a esa hora todavía hay colas de turistas esperando su turno para entrar.
El paseo «obligado» hasta Maida Vale para coger el autobús que la lleve de vuelta a Willesden Green es una delicia; ése es el Londres que más le gusta: el de las calles tranquilas y las casitas adosadas; las mujeres hablando, los niños corriendo… Nada muy diferente de España, excepto que aquí la gente no chilla como verduleras de mercado. La dieta mediterránea será excelente y muy recomendable, pero la educación, el civismo y los modales españoles dejan mucho que desear; Judith se siente más afín a la frialdad y el esnobismo británicos que al temperamento latino, demasiado «fogoso» para su gusto.
Va mirando el mapa mientras camina; un mapa que, desplegado, casi la oculta de las miradas indiscretas. Nunca ha presumido de su estatura, pero tampoco se ha sentido acomplejada por su falta. «En el bote pequeño se halla la mejor confitura y el peor veneno.» Y ella puede ser cualquiera de las dos cosas según le convenga…
Cinco de la tarde. No es que no esté acostumbrada a esperar autobuses…, pero cuarenta y cinco minutos, casi cincuenta, de espera, plantada de pie, le parecen excesivos después de un día entero de caminata. Cuando, a las siete de la tarde, llega por fin a su dormitorio, se tira encima de la cama sin desvestirse, y se queda dormida…
El viernes Londres amanece envuelta en algo que los londinenses llaman cariñosamente «puré de guisantes», y los catalanes, «boira». La situación post-atentado parece estar más controlada, aunque el ir y venir de policías sigue siendo una constante, y bastante enojosa por cierto. Después de la conferencia: «El erotismo en los cuentos del Decamerón», y con la misma niebla de las ocho de la mañana por compañía, Judith pasea por Fleet St., camino a St. Paul. Una fina lluvia empieza a caer mientras ve pasar coches y ciclistas; no sabe si se acostumbrará algún día a ese modo de conducir por la izquierda que tienen los británicos, que hoy la confunde y exaspera.
La catedral medieval quedó en ruinas después del gran incendio de 1666, que arrasó sin piedad la City londinense. Reconstruida a partir de 1675 por sir Christopher Wren, la nueva iglesia puede presumir de lucir la cúpula más grande de la cristiandad, después de la de San Pedro de Roma. El interior es suntuoso y barroco; a diferencia de las iglesias luteranas, las anglicanas conservan buena parte de la pompa y la liturgia católicas anteriores a la Reforma y al Acta de Supremacía de Enrique VIII. Judith sólo visita estos santos lugares cuando va «de turismo» fuera de España. No es amante de santos, velas, ni altares; para ella, las iglesias, los monasterios y las abadías son un símbolo del poder papal del pasado más que una presencia viva o una guía espiritual de cara al futuro. Las observa y valora con el mismo interés artístico que visita un museo, una pinacoteca o un palacio.
El sábado amanece radiante, con un cielo azul espléndido, y sin una sola nube a la vista; el mejor día para «regalarse» un paseo en tren y explorar a gusto Hampton Court. Una fervorosa amante de la historia inglesa, y del período Tudor en particular, disfruta de esa visita muchísimo más que la mayoría de los ingleses. Su destino está río abajo, y al oeste, más allá de los parques de Richmond y Wimbledon. Hay dos palacios muy distintos en Hampton Court, pero igualmente magníficos: el de los reyes Tudor del siglo XVI, «regalo» del cardenal Wolsey a Enrique VIII, y el más reciente, proyectado y construido por sir Christopher Wren, en el estilo barroco de moda, para Guillermo de Orange y María, en el siglo XVII. Ambos palacios «conviven» en armonía, y aunque hay una diferencia clara de estilos entre el anterior y el posterior, no es tan desagradable que ofenda a la vista del foráneo. Judith, que reconoce sin tapujos ser poco entendida en cuestiones de arquitectura, no le otorga mayor importancia. Y el interior bien vale perder la mañana y buena parte de la tarde. Toma nota de todo lo que ve, y hace innumerables fotos…, las que le está permitido hacer, porque algunos lugares de palacio no pueden filmarse.
Después de visitar la exposición floral que todos los años se celebra en los jardines reales, la comida, y el paseo de la sobremesa, vuelve a la casa de Blenheim Gardens para ducharse y ponerse sexy; esta noche toca bailar hasta que salga el sol en el club más cool de todo el Imperio Británico: el Ministry of Sound. Silvia y Gaia vuelven a su país al día siguiente, y han decidido despedirse de Londres a lo grande. Todos van a ir, incluso David, que reconoce ser alérgico a las salidas nocturnas.
¿Qué hacen en China después de las ocho de la noche, irse a dormir?
No es que Judith salga todas las noches cuando está en España; de hecho, lleva año y medio sin pisar una pista de baile decente. Pero irse de Londres sin pisar un club nocturno es… Imperdonable.
Abre la puerta de su habitación y revisa la ropa que se ha traído, ¿por qué demonios no cogió una minifalda y la puso en la maleta? Tendrá que ponerse los tejanos, que quedan muy bien, pero dan mucho calor… La camiseta de Desigual es lo más llamativo que tiene a mano. Y los zapatos negros de tacón que compró de improviso el jueves en Selfridge’s, ¡no hay mal que por bien no venga!
Entran en grupo; en realidad, más parece una falange de hoplitas a la carga. Todos los estudiantes extranjeros parecen haberse congregado allí, como si no existieran más clubes en la ciudad. De acuerdo que es el mejor; ya se lo recomendaron antes de salir de viaje. Ocurre que las multitudes la aturden ligeramente; nunca se ha sentido a gusto con tantísima gente alrededor. ¡Qué más da! La noche es suya, y ella, llevada por la música y el ambiente juvenil y cosmopolita que se respira en el local abarrotado, olvida que tiene treinta y tres años… ¿A quién le importa realmente la edad que tenga? Además, ella puede presumir de aparentar ocho o diez años menos. Y eso, hoy, es una ventaja que va a aprovechar al máximo.
¿Y qué mejor que en brazos de un guapo italiano que le ha echado el ojo desde que entró por la puerta? Bailan y tontean toda la noche y buena parte de la madrugada… Después, cada cual a su casa, y si te he visto no me acuerdo.
A las ocho de la mañana del domingo despierta con unas ojeras que le llegan hasta la barbilla. ¡Que no cunda el pánico! No hay nada que un buen maquillaje L’Oreal no pueda disimular. Y más vale que cumpla su cometido a la perfección, porque el sol que entra por la ventana no perdona un solo defecto. La gente inteligente —o perezosa— se quedaría en la cama hasta bien entrado el mediodía para superar la resaca. Pero ella tiene un objetivo claro: ir a visitar la catedral de Canterbury; desde el bendito día que cayó en sus manos Los Cuentos de Canterbury y Los pilares de la tierra, sueña con pisar el suelo donde el santo mártir, Thomas Becket, fue asesinado por los caballeros del rey Enrique II Plantagenet a finales del s. XII. Que sí, que sí, que lo suyo es deformación profesional…
¿Qué otra cosa se puede esperar de una historiadora en ciernes?
¡Si sólo fuera eso…!
Hay algo más: siente un amor delirante por los pueblecitos ingleses de aire medieval. Y ahí, Canterbury ocupa el lugar de honor, pues no en vano es el arzobispado más antiguo de Inglaterra.
Mira y disfruta; piensa en la conferencia del día siguiente: El rol femenino en «The Canterbury Tales». Judith ha sostenido la teoría, desde bien jovencita, de que en todas las épocas a lo largo de la historia de la humanidad, ha habido mujeres «listas» y mujeres «tontas»; mujeres independientes y mujeres sometidas. Espíritus libres y espíritus esclavos. Cuando «conoció» a Chaucer y a la comadre de Bath, su personaje más popular, sonrió de ese modo que sonríe el gato cuando se ha zampado al canario.
«Ah, ¿ves? Yo tenía razón. Seré todo lo feminista que se quiera, pero razón no me falta.»
La conferencia del lunes es todo lo interesante que cabe esperar, y escribe diez páginas de abigarradas notas antes de abandonar la sala y el campus, y marcharse al museo Victoria & Albert, en Kensington. Proyectado y construido en el período álgido del imperialismo británico, el museo cuenta con la mayor colección del mundo de arte decorativo hindú. Aparte, hay colecciones de vestidos, porcelanas, papeles pintados, carteles… Si quisiera, podría pasarse dos días completos mirando aquí y allá, y descubriendo a cada momento algo nuevo, nunca antes visto.
Hoy no lleva el mapa consigo; se le han pegado las sábanas, y con las prisas por llegar a tiempo al Strand, se lo ha dejado encima de la mesa. Gracias a Dios, la gente es tan educada que una no teme hacer preguntas y pedir indicaciones para no perderse en el entramado de calles londinense.
El martes es el gran día para visitar Westminster.
La mayoría de monasterios y abadías se encuentran alejados del mundanal ruido: Poblet, El Escorial, Montserrat, Monte Cassino, Melk, Cluny… Siguiendo la costumbre inglesa de ir a contra corriente, la abadía está en pleno corazón de Londres, junto a las casas del Parlamento, rascacielos de oficinas, y un teatro, Victoria Palace, donde están representando el musical Billy Elliot. Y curiosamente, al franquear las puertas, todo trasiego desaparece y se siente transportada al s. X; sólo de vez en cuando los flashes de las cámaras digitales, la música de un móvil que no ha sido debidamente desconectado, y la ropa de última moda de los concurrentes le recuerda que está —por suerte o por desgracia— inmersa en el s. XXI.
Con disimulo se agrega a un grupo de turistas con guía para no perderse en la inmensidad del templo, y va recorriendo, pasito a pasito, los distintos espacios consagrados a unos y otros: las tumbas de Eduardo y Enrique III, y el altar de Eduardo el Confesor; la capilla de Enrique VII y su mujer, Isabel de York, unidos en matrimonio tras la Guerra de las Dos Rosas; el sepulcro de María de Escocia; más allá, la silla de la coronación, donde se han sentado todos los monarcas ingleses desde el siglo XIV; unos pocos metros más y se adentra en el rincón de los poetas; destaca la tumba de Chaucer, junto a otros muchos poetas, músicos y artistas. Siguiendo la ruta indicada llegan al altar mayor —donde han tenido lugar ilustres funerales como el de la princesa Diana de Gales— y a la zona reservada al coro; un recorrido por los claustros muestra la vida cotidiana de los abades medievales. Antes de salir merece la pena ver la tumba del soldado desconocido y algunas placas conmemorativas, entre ellas la de Winston Churchill.
De vuelta en la modernidad, mira el mapa y decide su próximo objetivo. De camino a la catedral de Westminster, se desvía sin querer y llega a St. James’s Park y al Palacio de Buckingham, donde las fotografías son obligadas; no pretendía llegar hasta aquí, pero algunos errores pueden revertir en estupendos aciertos. Almuerza en un restaurante italiano, y pasa una soleada y templada tarde dando un largo paseo por el Soho, Trafalgar Square y la iglesia de St. Martin-in-the-Fields.
El miércoles acude a su última conferencia: «La poesía religiosa en el Medievo anglosajón: los ciclos de Caedmon & Cynewulf». El seminario ha sido una experiencia única, y se lleva a España una montaña de apuntes que pueden servirle de mucho de cara al futuro… o quizá no tanto. En cualquier caso, disfrutar, ha disfrutado muchísimo. Y no hay nada que pueda compararse a la libertad de estar donde quieres, como quieres, cuando más te apetece.
La tarde deviene otra orgía de compras, esta vez en Harrods y Fortnum and Mason; recuerdos para la familia, ¡que no se diga que no piensa en ellos! Chucherías para ella, que es adicta a lo dulce… y unos souvenirs para adornar la atestada estantería de su dormitorio, donde, por increíble que parezca, siempre queda hueco para algo más.
Su última parada es el Shakespeare’s Globe Theatre, en Bankside: una reproducción del antiguo teatro isabelino, donde se representan obras al aire libre durante julio y agosto. Si el tiempo no apremiara y su presupuesto fuera más holgado, sería un gustazo poder asistir a un espectáculo de esos. Se conforma con hacer un tranquilo recorrido por las diferentes secciones, con objetos variopintos, y atuendos de la época gloriosa de la escena inglesa.
Desde el Millennium Bridge capta una magnífica instantánea de la cúpula de St. Paul’s; una de esas fotografías que merece la pena tener enmarcadas en la pared. Bankside es una zona muy animada y populosa, donde hombres, mujeres y niños pasean despreocupados, contemplando, como ella misma, el rojizo atardecer.
A las siete vuelve a Blenheim Gardens para hacer la maleta; a las tres de la tarde del día siguiente sale su vuelo de regreso a España… Ah, ¡qué poco dura lo bueno!
¿Quién habló de la relatividad del tiempo?
A ella estos diez días le han parecido diez horas, ¿o acaso sólo diez minutos?
Los diez días que pasé en Inglaterra fueron los mejores de mi vida… antes de conocer a Josh.
Años después viajé a Roma, pero ¡ni punto de comparación! Fue algo improvisado en lo que no tuve arte ni parte; no pude planearlo como quería y tenía por costumbre, y para colmo llovió todos los días: del primero al último. Lo único que puedo decir en su descargo es que, una vez el crepúsculo envolvía la cúpula de San Pedro, la ciudad se iluminaba y cobraba un encanto especial que merecía la pena disfrutar. Encontré Roma fea y sucia, quizá fuera porque viajamos en invierno y los romanos no se habían molestado en acondicionar y limpiar la ciudad no siendo temporada turística, o quizá fuera porque nos hospedamos en un hostal de lo más cutre en el barrio chino, con una absoluta y aberrante falta de glamour. Nada que ver con el bucólico y coqueto paisaje de casitas inglesas que gocé en Londres.
Afortunadamente, cuando entrabas en los museos y las iglesias, la riqueza y la majestuosidad te rodeaban, y empequeñecías hasta quedar reducida al tamaño de un insecto kafkiano. El Arte se te metía en las entrañas, por los ojos, y más de uno volvió a España con el síndrome de Stendhal a cuestas. Yo misma quedé sobrecogida al trasponer las puertas de la Cappella Sistina. Treinta minutos me quedé sentada, embobada, mirando los frescos: uno a uno, una y otra vez, dejando que mi retina y mi cerebro asimilaran poco a poco, y con calma, todo aquel derroche de belleza. Jamás mis ojos habían contemplado tal magnificencia, y hasta el día de hoy no la han vuelto a gozar igual. No soy católica, ni siquiera puedo considerarme afecta a ningún credo desde que dejé de frecuentar mi comunidad evangélica en 1996… Pero sí he sido siempre un alma lo bastante sensible para apreciar una obra de arte cuando la he tenido delante. Como artista, también sabía valorar el esfuerzo, la pasión y el genio del bravissimo Michelangelo.
No hay mal que por bien no venga; lo que ahorré en Italia, sacrificando el buen gusto y el glamour al que estaba acostumbrada, lo invertí dos semanas después en un memorable acontecimiento que llevaba aguardando desde los días que, a mediados de los Ochenta, tarareaba Holiday y Like a virgin mientras iba de camino al instituto…
No sabe muy bien cómo se lo monta, el caso es que los momentos más especiales de su vida coinciden siempre con una grave crisis económica y con su cuenta corriente en números rojos. Ocurrió en 2002 cuando se plantó en el Festival de Cine Fantástico de Sitges con un par de ovarios y el único objetivo de ver en carne y hueso a Ralph Fiennes y Anthony Hopkins desde primerísima fila; y ahora, de nuevo, se enfrenta al dilema moral que supone gastar mucho dinero en algo que la mayoría considera un «capricho».
Hay gente que no siente la música, no es algo que se pueda imponer a la fuerza, lo sabe. También sabe que lo inteligente en estos casos es actuar primero y pensar después; cuando llegue el momento de justificarse, ya se inventará algo. Es escritora, ¿no? Si no puede improvisar una historia para salir del paso cuando la ocasión lo requiere, apaga y vámonos.
Algo parecido le dice el diablillo perverso en la oreja izquierda cuando duda entre comprar, o no, la entrada para el concierto del veintiuno de julio:
—Es Madonna. NO TE LO PUEDES PERDER. Sería un crimen, no te lo perdonarías en la vida.
En la oreja derecha, el virtuoso ángel le cuchichea:
—Más criminal es gastar el dinero en un concierto cuando estás en paro y el dinero no dura toda la vida. Y tampoco se reproduce, monina, perdona que te lo recuerde.
—¡Será cenizo! Tú, ni caso. A la tuya. Que lo mismo es tu última oportunidad de verla. Recuerda que se ha separado de Guy Ritchie y ya no vive en tu «adorada» Londres.
—Me parece a mí que tienes cosas más importantes en qué pensar que en ir de concierto. Ya no tienes edad para esas cosas…
—¡Joder! ¿No te recuerda a tu madre? «Ya no tienes edad para esas cosas…» Ése todavía no se ha enterado de que la edad es un estado mental. Sólo le ha faltado añadir que te busques un marido que te haga hijos como si fueras una coneja.
—Que es lo que hacen la mayoría de mujeres de «tu edad»… en vez de despilfarrar el dinero y el tiempo en conciertos «de adolescentes».
—¡Diooosss, tía, qué fuerte! Dime que no vas a hacerle ni puto caso o renegaré de ti.
—Si escuchas a ése en vez de a mí… luego no te quejes de cómo te van las cosas. Quien con el diablo se acuesta…
—… Se levanta la mar de contento y no amargado como él.
Ufff… ¡Basta! La van a volver loca entre los dos: «que si haz esto, que si lo otro mejor…». Hará lo que le dicte el corazón. Lo que ha hecho siempre…
Cinco minutos después tiene en las manos la entrada por el «módico» precio de setenta y dos euros y medio. ¡Ojalá no se arrepienta de no haberse gastado los noventa y cinco euros que le hubieran permitido situarse en un lugar más «privilegiado» dentro del estadio! Malo o bueno, ya tiene su pase.
¡Esta vez sí! Sólo la muerte podrá impedirle asistir al concierto del año…
Martes, 21 de julio de 2009. 16.30h.
¡Diosss, qué horror! Sabe que debía haber madrugado y estar allá a las diez de la mañana. ¡Lo sabe! Sólo que no pensó que fuera tan grave… la cola. Y el calor. ¡Señor, qué suplicio!
Porque sólo pasa una vez en la vida, porque es la Reina, y porque está de vacaciones. Si no, no la pillan allá ni muerta.
No se aburrirá, no, mientras espera; los conciertos de Madonna aglutinan a la gente más variopinta que uno se pueda imaginar; un verdadero escaparate de fauna humana digno de ser filmado para la posteridad. Desde pijas con bolsos y gafas de Gucci, y sandalias de Purificación García hasta punkies harapientos, con un inconfundible —y muy curioso— acento gallego. Atuendos imposibles, combinando colores y texturas al más puro estilo Amy Winehouse, dignos de desfilar en una pasarela de caricatura.
De las bocas taladradas con piercings salen gritos de histeria, tacos, palabras obscenas pero cariñosas. Todos quieren a la Reina y todos quieren hacer oír su voz a través del tumulto general.
De entre lo que vale la pena, lo mejorcito es el grupo que tiene delante. Todos jóvenes, musculosos y con el torso depilado como a ella le gusta. Desde el principio de su carrera musical, Madonna ha sido el icono de la comunidad homosexual; su lucha por la libertad de expresión y pensamiento es conocida por todos. Y los gays y lesbianas que van a pillar sitio en primerísima fila son sus más fervientes admiradores. La adoran.
Todos llevan puestas las camisetas de la gira y demás souvenirs. Puro merchandising. Puro negocio.
Judith la «descubrió» mucho antes de saber hacia dónde iban a decantarse sus preferencias. A partir de 1984, toda su vida la ha vivido al compás de su música: de Lucky Star a Celebration. Tienen muchas cosas en común, aunque a primera vista parezca que viven en mundos opuestos. Simplemente, la cantante de Detroit le lleva unos cuantos años de ventaja en esto de la fama y la polémica.
Se lo han dicho treintañeros que han estado en uno de esos conciertos multitudinarios:
«Rejuveneces, te quitas diez y hasta quince años de encima. Es toda una regresión a los años locos de la juventud.»
Y no se equivocan, no. A pesar de la reducida libertad con que puede moverse, apretujada por los cuatro costados, en cuanto empieza el espectáculo ella es la primera que canta y baila. Lo de cantar lo lleva bien, ¡por algo se sabe las canciones al dedillo!, pero bailar supone todo un reto. Los pies, sin embargo, se mueven solos, incontrolables, obedeciendo a una ley natural, más allá de la física de los cuerpos.
Primero Candy Shop…, después: 4 minutes… Las canciones del nuevo milenio la transportan a un futuro más halagüeño… las más antiguas atraen como un imán los recuerdos que este año la asaltan sin cesar. El concierto ha coincidido casi de lleno con la elaboración de Lealtades Enfrentadas. Por fortuna, el manuscrito ya está en la editorial, pendiente del fallo del jurado.
Like a Prayer le trae a la memoria su etapa más «mística» y «religiosa», que empezó en 1989 y concluyó en 1996, cuando la Biblia, los cultos de los domingos, y los retiros espirituales en la montaña eran el pan nuestro de cada día.
Erotica evoca el verano del noventa y tres; lo que significaba tener pareja, para bien o para mal; las tardes paseando por una Barcelona post-olímpica plagada de guiris; los besos robados bajo la luz de las farolas, lo maravilloso de tener veintiún años y descubrir «el primer amor».
Secret la regresa al tiempo en que empezó su pasión por la historia, y a plantearse la posibilidad de estudiarla: en la universidad y como Dios manda: a fondo. Y ahora, con la licenciatura y el máster superados, está ya en camino de preparar su tesis doctoral; sin prisa pero sin pausa, como le decía su abuela.
Y hoy, más que nunca en su vida, toca acordarse de Michelle, tanto si le gusta como si no. Puede que acabaran a tortas entre insulto e insulto, pero es indiscutible que ambas eran fans de Madonna, absolutamente entregadas y pendientes de cada disco de la diva más divina del pop mundial. Cuando suena Frozen, casi al final del concierto, no puede evitar emocionarse.
¡Basta de sentimentalismo barato!
Ha venido a disfrutar, no a llorar de pena como una Magdalena por lo que pudo ser y no fue. Estas cosas pasan; las canciones tienen un inmenso poder evocador… Lo peor que podría pasarle es toparse con ella entre cuarenta y cinco mil asistentes; muy improbable, la verdad.
Minutos después, el homenaje póstumo a Michael Jackson emociona a todos los asistentes. Madonna canta You must love me, y todo el público permanece en un silencio conmovedor, recordando al ídolo desaparecido. Judith recuerda a aquel Michael joven y lleno de vida que cantaba y bailaba Thriller y Billie Jean como si un demonio le hubiera poseído el cuerpo; canciones que hicieron más soportable la difícil adolescencia de los Ochenta.
¡Qué tiempos aquéllos!
Por muchos premios y reconocimientos que te otorguen a lo largo de tu carrera, siempre recuerdas el primero; esa emoción primigenia que te estremeció de la cabeza a los pies. Sobre todo cuando es tan memorable como lo fue en mi caso. Yo siempre he apostado fuerte porque el que no arriesga, nada gana. Era ambiciosa y quería triunfar. ¿Quién no lo quiere, a ver?
También me jugaba mucho; no me había tirado siete años sin escribir una línea porque sí. Había vivido y aprendido mucho en ese lapso de tiempo. Afortunadamente, nada más por la vía dolorosa. El pasado me había enseñado, entre otras cosas, a evitar los caminos espinosos.
Lealtades Enfrentadas era mi gran apuesta, y esta vez sí había mucha gente a mi lado apoyándome y dándome ánimos.
Los chats y las redes sociales habían sustituido a los anuncios de las revistas de adolescentes; dejé el bolígrafo y los sellos de lado, y aprendí a navegar por las procelosas aguas de la red, donde no corrías peligro de ahogarte, no, pero podías pillar virus raros y letales, creados por algún hacker traumatizado con las leyendas de Homero…
¡Dios, qué nervios, qué angustia, qué expectación!
Hoy más que nunca recuerda a Bárbara, ¿cómo no va a recordarla? De no ser por ella no estaría aquí, vestida de rojo fulgurante y calzada con unas sandalias de vertiginosos tacones, hecha un pincel… y también un manojo de nervios, parte de los cuales ha dejado en el retrete hace apenas diez minutos. Le parece que ha pasado un siglo desde aquel día de septiembre en Barcelona. Entonces no tuvieron suerte. Pero ahora ha llegado su momento. Si Bárbara siguió escribiendo después de «liarse» con Michelle, Judith no tiene modo de saberlo o averiguarlo. Y tampoco importa.
«Debo dejar de pensar en ella», se repite sin cesar, mientras espera a que llegue el resto de invitados; ya ha pensado bastante en ese par en los dos años anteriores, y es ni más ni menos lo que la ha traído hasta aquí.
En el verano de 2006 germina ya en su cabeza la semilla del proyecto. Después de un largo año de dudas existenciales: «¿Lo hago, no lo hago, vale la pena hacerlo, qué ganaré haciéndolo…?», empieza a escribir Lealtades Enfrentadas. Apenas son veinte páginas. Ha servido para romper el hielo, ¡después de siete años de descanso en los que ha hecho de todo menos Escribir!
Por suerte o por desgracia, enseguida debe interrumpir temporalmente su labor para hacer un Máster en Culturas Medievales.
A mediados de noviembre de 2008 retoma la historia con renovado entusiasmo y una férrea determinación: no sólo va a escribir la historia, sino que la va a situar entre los best-sellers más reconocidos. ¿Por qué no un premio millonario y de renombre? Todo el mundo hablará de ello… Y ellas, las que más.
«Oh, Michelle, mucho me temo que vas a verme la cara más de lo quisieras. Ni creas que te voy a dejar en paz. Es mi turno. Ahora juego yo.»
La llegada de los primeros invitados distrae oportunamente sus pensamientos, que empezaban a desviarse por tortuosos caminos. Ellos la miran con estupor y recelo. Responde a su mirada con la cabeza muy alta. ¡Que piensen lo que quieran! Está ahí porque la han elegido. Sabe que es una advenediza en estos saraos de mucho postín, pedantería e intelectualismo de salón; y sabe que ellos saben que lo sabe. No importa. Estar ahí significa que o es ganadora o es finalista. La invitación lo dice bien claro: «Todas las obras finalistas son moralmente ganadoras del Premio… Pero sólo una de ellas será la mejor a juicio del Jurado.» Y por primera vez en su vida, ella está muy segura de sí misma y de su obra. Éste es su lugar, y este momento lo que pretendía cuando escribió la primera palabra de la primera línea de la primera página de la novela que alguien ha decidido que justifica su presencia en esta sala.
Llega Nativel, vestida de negro, tan sencilla y elegante como de costumbre; y Lucía, la querida Lucía, con uno de esos trajes imposibles de puro estrafalarios que sólo ella sabe llevar con más encanto y elegancia que todas las divas insoportables que se creen algo cuando visten un trapito de firma. Diez minutos más tarde hace su aparición el omnipresente e insufrible Boris, haciendo ridículos aspavientos amariconados como de costumbre; Millás aparece detrás del venezolano, sobrio y tranquilo, metido en un traje negro que le sienta como un guante.
Para nadie es un secreto que Judith no traga a Boris; para ella es un misterio que alguien así puede estar en esa ceremonia. Más que misterio: es un fenómeno paranormal.
Habrá que soportarlo y mantenerse apartada de él.
No es homofobia. ¿Cómo podría serlo? Su última novela es una abierta declaración a favor de gays y lesbianas y de su propia bisexualidad. Es su manera de llevar las cosas la que le pone los pelos de punta y la estremece de pura aversión. Boris es la versión masculina de Belén Esteban: capaz de cualquier cosa por aparecer en los medios y llamar la atención. «Que hablen mal de ti, pero que hablen mucho…». Un animal escénico, puede ser, y un showman también, no lo niega, pero ¿escritor? Eso es más que discutible.
No gastará ni tiempo ni dinero en nada que lleve su rúbrica; una de sus amigas leyó su último libro este verano, y ya la advirtió de que no valía la pena gastar tiempo ni dinero, ¡cómo si le quedara alguna duda!
Con quien sí intercambia un caluroso saludo y unos cuantos comentarios es con María de la Pau Janer; quizás porque las dos hablan catalán, o quizás porque su novela Pasiones romanas es un tema que da para horas de amena charla. Judith elogia la obra y dice no entender a qué vino tanta polémica y tanta crítica; a ella le pareció una gran historia, tan merecedora del premio como la que más.
La ceremonia está a punto de empezar; el público, la flor y nata de las letras españolas y algunos de los políticos más relevantes de la escena catalana, toma asiento y está a la expectativa mientras degusta el sibarita menú de la cena. A ella y a los otros nueve finalistas los nervios apenas les dejan probar bocado; para colmo de males, a lo largo de toda la cena se van sucediendo las votaciones y, una tras otra, van siendo eliminadas las novelas presentadas. Para cuando llegan los postres, sólo quedan dos obras a competir.
Llega el momento de la verdad; las últimas votaciones son muy reñidas y no es para menos, la escritora que queda compitiendo con ella es un peso pesado de las letras españolas, con una sólida y fructífera carrera periodística a sus espaldas y, según algunos rumores que ha oído por aquí y por allá, presenta una historia conmovedora que tiene todos las posibilidades de convertirse en un fenómeno de ventas.
Ha venido sola, como es su costumbre; no tiene a nadie con quien compartir sus nervios y su temor. Tampoco lo echa de menos. Se retuerce las manos que sudan profusamente y cierra los ojos. Alguien pronuncia el nombre de Ángeles Caso… como finalista. Abre los ojos. Ése es su momento, ¡lo ha esperado tanto! Ve a la escritora recoger su galardón, sonreír y dedicar los habituales agradecimientos a familiares y amigos. Minutos después alguien pronuncia su nombre. Es la ganadora.
Se levanta con parsimonia y camina con la cabeza muy alta y el corazón palpitante. Este año se han hecho añicos todos los pronósticos y una advenediza, sin nombre ni fortuna, ha llegado a lo más alto del escalafón.
Siente los ojos, preñados de estupor y desconcierto, clavados en su espalda; oye los murmullos de incomprensión y rechazo, que los asistentes, llevados por la estupefacción, no se molestan en disimular.
Recoge el premio de manos del presidente del jurado; lo saluda con dos besos en la mejilla, y pronuncia unas palabras de sincero y hondo agradecimiento de cara a su conmocionado auditorio.
—Quiero dedicar este galardón a quien me ha conducido directamente hasta aquí esta noche. Este premio es tuyo, Bárbara. Quizá no sea lo que esperabas, pero sin duda es lo que mereces.
Después del juicio, que supuso apenas una victoria pírrica, y más de mi abogado que mía, empecé mis sesiones semanales con el psicoanalista. En primer lugar porque podía costeármelas sin remordimientos, y en segundo porque ya venía siendo hora de encontrar una vía de escape a mis múltiples frustraciones, traumas y complejos sin resolver.
Todo el circo mediático montado en torno a nosotros a lo largo de aquellos cuatro meses me dejó exhausta de cuerpo y frágil de alma. Había ganado, sí, pero no sabría decir muy bien qué. Sentía que debía liberar la rabia que no liberé en la sala; para eso estaba Cris, que disfrutaba como un niño en el día de Reyes con todo aquello. Era «su caso», su gran desafío: el salto definitivo a la cumbre de su carrera.
A menudo tenía que pedirle un poco de calma, porque estaba más que dispuesto a «merendarse» a todo el Tribunal en pleno y liquidar el asunto en un par de días; yo prefería que todo transcurriese a cámara lenta para disfrutarlo mejor… Y ganar tiempo. Todos los días volvía la cabeza con la esperanza de verla aparecer, todos los días. Y fue en vano…
Llega a la consulta del doctor Salazar a las diez de la mañana; tiene la agenda que echa humo, y sólo dispone de cuarenta minutos para presentarse y explicar qué hace en el número 222 de la calle Balmes, qué la ha traído hasta aquí, y qué pretende conseguir con el dichoso psicoanálisis. No es que no sepa describir y sintetizar sus emociones, es que no tiene muy claro si esas sesiones le van a servir para algo.
El tipo es guapo, y éste es un punto a su favor. Y muy amable, que siempre se agradece. La voz es suave, y con un cierto deje argentino que invita a las confidencias; Judith presta mucha atención al tono de la voz, una muy aguda o desagradablemente grave y ronca la echa para atrás, la inhibe sin remedio.
Pero él habla bien y sonríe mucho mejor.
—Dígame qué siente. ¿Dolor, rabia, frustración? ¿Por qué ahora? ¿Qué tiene de especial este período de su vida para animarla a venir a mi consulta?
—Me siento vacía —le confiesa entre estruendosos suspiros.
—¿Lo había sentido antes o es la primera vez?
—Lo sentí hace años —reconoce de mala gana—. Todo lo ocurrido en estos meses no es más que un déjà vu de lo vivido hace nueve años. Pero esta vez yo he ganado. Por favor, no me pregunte qué.
Judith enciende un cigarrillo con calculada parsimonia y mira al techo con los ojos en blanco, como si toda su vida no fuera más que una broma pesada del destino.
—Está insatisfecha —concluye más que aventura él.
—Siempre creí que sería diferente, que me sentiría mucho mejor después de haberlo hecho.
—¿A qué se refiere?
—A la venganza. Fue calculada al milímetro, exquisita; una verdadera obra de arte en prosa. Y no sirvió de nada.
—¿Para qué debía servir?
—Para recuperarla, ¿qué si no?
—Recuperar, ¿a quién?
—A Bárbara.
Ese hombre no puede entenderlo; a veces ni ella misma lo entiende. Cada nuevo día había representado una nueva esperanza de volver a verla. Se moría por verla. No importaba lo que pudiera haberle dicho, o incluso si la hubiera insultado; hubiera podido soportar verla al otro lado del pasillo, al lado de aquella perra histérica, apoyándola. Pero no apareció. Ni el primer día, ni el segundo, ni el último. Debió haber sentido un infinito alivio al ver que no estaban tan unidas y bien avenidas como ocho años atrás, cuando la echaron a un lado igual que a un chucho sarnoso. No sintió nada. Oía despotricar a aquella estúpida, echando sapos y culebras por la boca, y era como lluvia repiqueteando en el tejado.
Michelle hablaba siempre en plural: «Nosotras tal, nosotras cual, y esto, y aquello otro…», pero la realidad tiraba por tierra sus argumentaciones y las de su pobre leguleyo de medio pelo.
«Si vas a demandarme, guapa, primero búscate un abogado como Dios manda, hazme el favor.»
Lo mismo lo había intentado de veras, pero Cristóbal Amorós ya estaba pillado. Y era suyo. Al menos en el plano profesional. A menudo lo miraba y pensaba que no estaría nada mal tener una relación más personal; era el tipo de hombre con el que le hubiera apetecido pasar una noche de sexo salvaje. Pero el futuro de Cris estaba anclado a Barcelona, y ella quería volar. Lejos, muy lejos. Como Ícaro, quería llegar al sol.
Aquel esperado (y merecido) premio y el mediático juicio habían sido sólo el primer paso. Una parte de su ser anhelaba triunfar, sentir el vértigo del estrellato, codearse con los peces gordos, pegarse la gran vida; la otra, la sentimental, todavía creía en el amor eterno y los finales felices.
«Si tú me dices ven, lo dejo todo.»
Bárbara nunca le dijo ven; Judith no tuvo que dejar de lado sus sueños. Pero su nueva vida de relumbrón, aireada sin piedad y a todo color en papel couché, es pura fachada. Está más sola que la una, y cada amanecer mira de convencerse a sí misma de lo feliz que es.
«Así estoy bien», se repite, «hay quienes están mucho peor».
«Mejor sola que mal acompañada.»
Ésta ha sido siempre su máxima. Y le es fiel como a nada.
Tengo la boca seca, no sé si es normal o no; esta situación me sobrepasa. No estoy habituada a estar en coma. Ni tampoco a los hospitales. Nunca me ha apetecido visitar a los enfermos si no era imprescindible. Es el olor a enfermedad y muerte lo que me deprime y asquea. Hasta hoy sólo había estado en este aséptico ambiente dos veces: cuando, a los cuarenta años, di a luz a mi hija Gillian; y cuando, a los cincuenta y dos, me operaron para extirparme el pecho izquierdo y el tumor que lo había devorado sin piedad. Ahora mismo me siento igual que Blancanieves o La Bella Durmiente: esperando el beso del príncipe para despertarme. Pero, desde lo más profundo de mi letargo, sé que ni mil besos me devolverán la vida. Se me escapa de entre los dedos, como la sangre, como el aliento…
Sabe que no lo merece, que no es digna de su amor, que le viene muy grande ese hombre; pero, pese a todo eso y mucho más, no va a renunciar a él. Es suyo; le ha tocado en suerte, como esa lotería que sólo toca una vez en la vida. Nunca ha creído en milagros; en su vida no hay lugar ni tiempo para supercherías religiosas… Hasta que tropieza con Josh en mitad de Grafton St., en pleno corazón de Dublín.
Ha llegado a Irlanda por recomendación de su psicoanalista; después de medio año de terapia más o menos provechosa, le sugiere que se tome un descanso en un lugar en el que nunca haya puesto un pie, que no pueda relacionar con nada ni nadie de su pasado y que, por supuesto, sea de su agrado.
«¿Existe un lugar así?», le pregunta.
¡Por supuesto! Hace años que está en «lista de espera»; dinero no le falta, pero entre el premio, el juicio, la promoción del libro, las entrevistas en la tele, en la radio… No ha tenido ni un minuto para pensar en sí misma.
Y una mañana de octubre, cuando el calor todavía hace estragos en Barcelona, sale del aeropuerto de El Prat, en un avión de Aer Lingus destinado a la capital irlandesa, con la cabeza llena de ideas positivas y el corazón abierto de par en par al amor…
Ahora, de rodillas, con el rostro enrojecido de vergüenza casi tocando el suyo, se deshace en atropelladas disculpas en un inglés improvisado, balbuciente, y ni de lejos tan bueno como debería ser en ese «preciso» momento; se siente torpe, inútil, insignificante y estúpida, todo a la vez, mientras mira su boca y se muere por besarlo, desnudarlo, hacerle el amor, acariciarlo hasta que se hiele el mismísimo infierno. El deseo se apodera de ella en una sacudida brutal; siente cómo sus pezones se endurecen bajo la camisa, cómo su clítoris late con inusitada fuerza bajo los tejanos deshilachados; el corazoncito de su hemisferio sur cobra vida propia, anhelando dolorosamente los labios y la lengua del hombre que la mira sin pestañear.
Josh tiene toda su atención puesta en ella, como si no existiera nada más alrededor; hay todo un mundo de dolor en esos ojos que lo miran. Y un natural desafío:
«Ésta soy yo. Lo tomas o lo dejas.»
No es hermosa y probablemente nunca lo será, pero su magnetismo sexual es irresistible y él se ve repentinamente atrapado en una espiral de lujuria de la que no puede ni quiere escapar. Desea esos labios, ese cuerpo, esas manos femeninas deslizándose por su piel, enredándose en su pelo. La quiere en su cama. Ahora… Y tal vez para siempre.
La ayuda a recoger el contenido de su bolso, que ha quedado esparcido en el suelo después del choque. Ella no aparta la vista de sus ojos; está hipnotizada por esa mirada azul, gozando de su extática paz.
Él llama a un taxi que les conduce a una zona residencial donde las casas y los coches aparcados son caros. Durante el trayecto no ha dejado de besarla, y ella temía y deseaba al mismo tiempo que le hiciera el amor ahí, en el asiento trasero. Se siente aliviada y decepcionada a la vez al ver su contención, ¡sólo Dios sabe cuánto esfuerzo pone él en el empeño!
Al contemplar el vecindario, tan lindo y tranquilo como aquél que recordara de sus añorados días de Londres, se pregunta si vivirá allí. Dinero no le falta; ni para esa maravilla de casa que ve ante sus ojos, ni para cinco iguales a esa. Lo sabe; debe reconocer que lo sabe casi todo de él… O lo que las revistas y los chismorreos dicen «de él». No es lo mismo; eso también lo sabe, pero no importa. Ya habrá tiempo de hablar. Su corazoncito inferior palpita nuevamente: reclama sexo. Y lo reclama a él. En cuerpo y alma. Las confidencias las van a dejar para cuando estén saciados de amor, si acaso se sacian algún día…
Él franquea el umbral con ella en brazos, como si fueran dos recién casados; la lleva al dormitorio sin más demora y la deposita en la cama con la misma delicadeza con que trataría un pétalo de rosa. La desnuda y le hace el amor. Lento al principio, inseguro; poco a poco se van soltando, a medida que ganan en confianza y el deseo les nubla la razón y hace desaparecer temores y complejos inconvenientes e inoportunos que no tienen lugar en esa cama.
Judith parece una mujer fría cuando se la conoce, y poco amiga de entregarse incondicionalmente. Meras apariencias. En realidad, ha estado esperando durante años al hombre que fuera capaz de despertar a la ninfómana que se escondía en su interior y pugnaba por salir.
Como dijo hace semanas en una entrevista para el suplemento dominical de un diario catalán:
«El feminismo no es renegar de todos los hombres ni “hacerse” lesbiana; el feminismo es saber esperar a la persona adecuada, respetarse, valorarse y quererse a una misma. No conformarse con el primero que llega y te dice cuatro monerías para que te abras de piernas, ni tampoco con el que te invita a copas todas las noches y cree que así “tiene allanado el camino” a la cama. Eso es feminismo bien entendido. Lo demás es puro dogmatismo y liberalismo grandilocuente.»
En algún momento de la noche, ahítos de sexo, se presentan como invitados que se han encontrado en mitad de la fiesta de un amigo común.
—Hola, soy Josh.
—Judith.
Ella le da dos besos en la mejilla, y los dos se echan a reír a carcajadas al ver lo ridículo de la situación. Generalmente, las cosas no se hacen así. ¡No se empieza la casa por el tejado!
Él le dice que es actor y modelo, ¡cómo si ella no lo supiera!
Judith le anuncia, quizá con desmesurado orgullo, que es historiadora y escritora.
—O novelista y medievalista, como prefieras.
Le ha costado sangre, sudor y lágrimas llegar hasta ahí, y considera que tiene motivos para envanecerse si le apetece.
Él se siente repentinamente pequeño, inferior, disminuido. Y tonto, sobre todo cuando ella le suelta, sin pelos en la lengua, que nunca ha tenido en muy alto concepto a los modelos, sean hombres o mujeres.
—También soy actor —le recuerda. Suena como una disculpa, y eso le hace sentir peor si cabe.
—Ya lo sé, bobo —le pellizca en la barbilla con cariño—, no te enfades. Podría mentirte y adularte, decirte que todo lo haces bien y darte la razón a todas horas. Pero entonces no sería yo.
—Ni yo lo toleraría. Quiero que siempre seamos sinceros el uno con el otro.
Un tierno beso sella el pacto entre ambos.
Esa noche Judith vela su sueño.
¿Quién puede pensar en dormir teniendo al lado un hombre así?
Ningún sueño supera la realidad de ese hermoso cuerpo y el no menos perfecto rostro que sus dedos recorren en una suave caricia; su expresión refleja absoluta paz y un placer debidamente satisfecho. No podría ser de otro modo, han disfrutado como nunca. El orgullo de saberla suya y de nadie más todavía se dibuja en sus sensuales labios. Los de Judith recorren ahora su cuello, ávidos, voraces; continúan descendiendo por el torso musculoso y sin rastro de vello, bajan despacito y topan con la cicatriz que anuncia que Josh, a diferencia de ella, sí ha pasado por un quirófano; no por estética, sino por una necesaria y urgente operación de úlcera de estómago. Lejos de intimidarla o repugnarla, la encuentra deseable y poderosamente atractiva. La besa de arriba abajo, de abajo arriba; besos rápidos como aleteos de mariposa; besos lentos y delicados, reverentes.
Él se mueve entre sueños; la está sintiendo e inconscientemente, con la mano izquierda, hace amago de taparse la única parte de su cuerpo de la que, en verdad, no puede decirse que se sienta muy orgulloso. Judith sonríe y con mimo le aparta la mano; la divierte ver el rubor que se extiende por su rostro y que no puede controlar. Ese arrebato de timidez la enternece.
Suelta una risita cuando recuerda la cara que él ha puesto al descubrir su recién perdida virginidad. La larga espera ha merecido la pena. Siempre lo supo, y la felicidad de Josh ha acabado por confirmárselo.
No quiere cerrar los ojos. ¿Y si se queda dormida y, al despertar, él ya no está? ¿Y si no vuelve a verlo…? El miedo a perderlo la domina y va a determinar toda su relación, de principio a fin.
Después de seis meses de una borrachera de amor y sexo sin límites, en una velada más íntima y romántica de lo que es habitual en ellos, Josh le pregunta en susurros: «¿Quieres casarte conmigo?», después de acariciarle los labios con los suyos en un beso juguetón.
A ella se le detiene el corazón; un rubor intenso como el primer día le cubre el rostro hasta la raíz del cabello, se le nubla la vista, y las palabras, las pocas que se le vienen a la cabeza, se le quedan lastimosamente atragantadas en la garganta. Mentiría si dijera que nunca ha soñado con una escena similar —dormida, o más a menudo despierta—, que no ha ensayado miles de veces las palabras adecuadas, precisas, correctas: las que la harían merecedora de tal proposición. Y en el día D y en la hora H, es incapaz de balbucear siquiera algo coherente y con un mínimo sentido. Se limita a mover la cabeza, asintiendo con timidez pueril, casi sin atreverse a mirarlo a los ojos.
Por fortuna, ese sencillo gesto es más que suficiente.
Lo crea o no, él también le tiene pavor al rechazo. No importa que allá donde vaya le coloquen la etiqueta de sex symbol nada más verle, él no se siente especial, al contrario. Desde niño, siempre ha luchado contra sus demonios internos y el miedo a una negativa. ¡Ella es tan extraordinaria! Y él, ¿qué es él? Una cara bonita y poco más…
Judith quiere una boda fastuosa en Londres y una exclusiva millonaria que dé la vuelta al mundo y llegue hasta el último pueblo perdido en el mapa; él prefiere algo más íntimo y sencillo, pero desde que la conoce sólo vive para satisfacer sus caprichos. Todos. Sin faltar uno.
¿Que quiere boda fastuosa?
La ceremonia será en la abadía de Westminster, con un coro de doscientos hermosos niños cantando el Ave María con sus vocecitas de castratti. Hace años que se declaró atea, pero se emociona muchísimo con todo el barroco ceremonial de la Iglesia Anglicana, ¡qué se le va a hacer!
¿Que quiere exclusiva millonaria?
Hace algunas llamadas y consigue la mejor con Vanity Fair: portada y reportaje interior de quince páginas a todo color, y con todo lujo de detalles. Hacen una lista de ochocientos invitados, entre los que figuran el príncipe Guillermo y Kate Middleton, recién casados, los Beckham, la pareja Bruni-Sarkozy; y el más difícil todavía: Madonna. Cuando la cantante acepta la invitación, encantada y muy honrada al parecer, Josh sabe ya que no hay nada que Judith no pueda conseguir si se lo propone.
Después del multitudinario banquete de bodas en los jardines reales de Hampton Court, la luna de miel. Se van a las islas Fidji con la sana idea de tomar el sol, bañarse en playas de aguas turquesas, tomar daiquiris, mojitos, margaritas y caipirinhas…, hacer un poquito de senderismo y gozar de la naturaleza salvaje que se les ofrece la vista.
¡Qué bonitas intenciones, qué propósitos tan hermosos… si llegaran a cumplirse algún día!
No salen de la cama de la habitación del hotel, salvo para abrirle la puerta al servicio de habitaciones… ¡y sólo un par de veces en las dos semanas que permanecen registrados allá! Se alimentan de amor y de sexo, del amanecer al crepúsculo. Y con semejante dieta hipocalórica pierden unos cuantos kilos tanto el uno como la otra.
Él los recupera, ya de vuelta en Londres, a base de cerveza negra y fast food; si no se pone fondón es porque pasa hasta doce horas seguidas en el gimnasio; ella admira su disciplina y la envidia, no se ve capaz de tales sacrificios. En cambio, recurre al sempiterno chocolate… Pero el mejor y más caro chocolate de Ecuador ya no sabe a lo mismo después de haber probado el sexo con Josh. Lo intenta con Coca Cola, pero le entran flatos y le produce hinchazón en el vientre. Al final, lo que la hace engordar es lo mejor que puede pasarle en esta nueva etapa de su vida: está embarazada.
Lo peor de mi situación es no poder hablar, aconsejar, dar ciertas órdenes; ahora la más importante es: mantener a Gill muy, muy lejos de este hospital, de esta habitación y de esta cama. Lo último que desea cualquier madre es que sus hijos la vean en tan lamentable y espeluznante estado. Si algo puedo decir de mi única hija es que es demasiado sensible para los tiempos que le ha tocado vivir. Tampoco yo era de pedernal a su edad; son los años y la vida los que te vuelven roca y hielo.
Gillian tiene veinte espléndidos años y un talento innato para la poesía que yo nunca he tenido y que a ratos le envidiaba porque se dice que el «buen» escritor es capaz de alternar poesía y prosa con la misma soltura e idénticos resultados. Por si no bastara, ha heredado mi «atracción fatal» hacia las féminas. No obstante, a ella le ha ido mucho mejor que a mí; de entrada, porque no ha cometido mis errores. Escarmentada de mis muchos tropiezos, le enseñé a evitarlos y le ofrecí todo mi amor para que desarrollara sus mejores cualidades y la necesaria confianza en sí misma para afrontar cualquier relación con un mínimo de posibilidades de éxito. De todas las mujeres de mi familia, mi hija es la única que puede presumir de una relación sólida y comprometida.
La «culpa» la tenemos su padre y yo a partes (casi) iguales.
Yo, por mi sempiterna tolerancia, y él, por su desidia y afición a la bebida. A la tonta, a la tonta, como quien no quiere la cosa, fuimos nosotros los que permitimos (y alentamos) su relación. Reconozco que yo lo hice con ganas, incluso sospechando que iba más allá de lo normal entre amigas. Estas cosas las huele una madre a la legua. Sobre todo si ha vivido ese tipo de experiencias de primera mano.
Josh me acusaba continuamente de «haberle metido a la niña esas ideas en la cabeza»; fue inútil repetirle una y otra vez que la homosexualidad no es una idea, sino una orientación sexual personal e intransferible, y tiene que ver con el corazón, no con el cerebro. Con insultante descaro pasaba por alto, además, que fue él y no yo quien le endosó nuestra hija a Deborah O’Sullivan cuando nos separamos. Se veía incapaz de cuidar de una niña de once años; no era compatible ni con sus películas ni con sus campañas publicitarias, por no hablar de las borracheras casi diarias…
Pocas cosas le han dolido tanto como abandonar el número cinco de Grosvenor Crescent, piensa mientras llena hasta los topes la única maleta que tiene previsto llevarse en su apresurado y obligado exilio a España.
Ama esa casa, todo lo que es y lo que representa en su vida y en su matrimonio: El triunfo, el poder, el lujo… Y el amor. Josh y ella la compraron juntos a la vuelta de su luna de miel, y fue en ese dormitorio, donde ahora prepara su escaso equipaje, donde concibieron a su hija.
Gillian es lo mejor que le ha regalado la vida. Nunca estuvo impaciente por tener hijos, pero sabía que si encontraba al hombre ideal querría tener un hijo con él. A Josh le encantan los niños; convencerlo para tener uno juntos fue muy fácil. De hecho, la animó él a abandonar todo tipo de precauciones.
El trabajo de Judith es exigente. Y solitario. Las distracciones no son bien recibidas, y las visitas inoportunas tampoco; imaginarse a sí misma rodeada de cuatro o cinco niños traviesos la pone enferma.
Sus novelas son «sus hijos»; las cuida y las mima como otros cuidan y miman a sus mascotas preferidas. Pero un niño bien criado y bien educado puede hacer que sus padres se sientan orgullosos y rebosantes de felicidad. Gillian es el ejemplo perfecto de una niña mimosa y bien educada. Y hermosa; la criatura más bella que se haya visto nunca. Los cabellos, negros y brillantes; la piel, blanca como una azucena; los ojos, azules como un cielo sin nubes; la boca, roja y pequeña como un capullo de rosa a punto de florecer. En cuanto la enfermera la puso en sus brazos aquella mañana del veintiocho de septiembre de 2012, Judith se sintió colmada de amor. Nunca ha amado tanto a nadie. Ni siquiera a su marido.
La noticia del embarazo la pilló en Barcelona en pleno mes de marzo, coincidiendo con la presentación de La isla de la vainilla. Había cumplido cuarenta años y estaba en paz consigo misma… O eso creía.
Cuando la tuvo cara a cara, lo primero que le vino a la cabeza fue: ¿por qué podía venir «cualquiera» a la presentación de un libro suyo? ¿Por qué podía venir «ella» a perturbar su vida, cuando era tal y como ella la soñó desde chiquita? Aquello era una broma de muy mal gusto. La vio nada más entrar en la sala. A pesar de los años pasados, no habían cambiado tanto como para resultar irreconocibles. Consiguió dominar su turbación mientras iba a buscar una copa. Gracias a Dios, Josh estaba en Los Ángeles, bien lejos de ella; no se veía capaz de disimular ante él.
Pero si Bárbara quería amargarle la tarde, no lo consiguió; la indiferencia fue, a la vez, su escudo y su arma más mortífera.
«No es nadie. No vale nada. NO PUEDE COMPETIR CONTIGO. Y no puede perjudicarte. Ya no tiene poder para herirte.»
Interiorizó y memorizó el breve discurso mientras dejaba que Laura, su maquilladora, le diera los últimos retoques; se sentía un poco ridícula con tanta gente alrededor, pendiente de ella; pero, a fin de cuentas, les pagaba para que la mimaran y la cuidaran a todas horas, sobre todo si tocaba lucirse ante la cámara.
Cuando se sentó en el estrado y se acomodó el micrófono, volvió a sentirse como la triunfadora que era. Fuerte y poderosa; preparada para dar lo mejor de sí misma: su trabajo.
Después de la obligada ronda de preguntas de críticos y periodistas acreditados, a la hora de las firmas, cuando la tuvo delante de las narices, se las apañó para mostrarse cordial; ni demasiado fría para levantar sospechas, ni demasiado cariñosa para dar nuevo pábulo a los rumores sobre su bisexualidad. Le dedicó el libro, como a todos los que lo habían solicitado. No iba a hacer distinciones, ni a favor ni en contra. Y al día siguiente ya se había olvidado del asunto.
«Quiera Dios que no la vuelva a ver nunca más.», se dijo antes de caer rendida de cansancio en la cama y quedarse dormida.
Ahora aprovecha los últimos minutos mientras Gillian está en clase y Josh todavía no ha vuelto de Nueva York. Sabe que regresa esta noche.
«Por favor, por favor, por favor, que no se le haya adelantado el vuelo y me pille con las manos en la masa.»
Odia hacer esto, pero no hay alternativa; no puede quedarse y tampoco puede llevarse a Gillian; la niña está muy apegada a Londres y a Alexandra, su amiga del alma.
En cuanto a Josh, antes muerta que permitir que la vea en semejante estado: enferma, con la piel en los huesos, demacrada, mutilada… Y lo peor de todo: calva como una bola de billar.
La metáfora le arranca una repentina y amarga carcajada.
Pocas cosas le gustan más a Josh que una buena partida de billar. Pronto podrá retomar su antigua afición, ésa y la de emborracharse. Como si lo viera. Volverá a las andadas… Y después: otra vez a rehabilitación. Ya ha perdido la cuenta de las veces que ha estado ingresado en una clínica u otra por culpa del maldito alcohol.
No ignora que es ahora cuando más unidos deberían estar, haciendo piña y luchando todos juntos contra la enfermedad. Pero tampoco ignora lo que es la naturaleza humana y lo que conlleva ser MUJER. La sola idea de que su marido la vea desfigurada la pone más enferma que mil tumores cancerígenos.
Por eso se va. Por eso y nada más.
«Vanidad de vanidades. Todo es vanidad.»
El médico se lo ha dejado muy claro esta mañana, después de observar con detenimiento los resultados de la biopsia.
—Judith —la avisa con cara de circunstancias—, tengo buenas y malas noticias. La buena es que el tumor está localizado, y no es probable que se extienda. La mala noticia es que es maligno y no precisamente pequeño. Debe operarse cuanto antes. Entiendo que prefiera hacerlo en España, donde gozará de mayor discreción y anonimato que aquí. Pero en cualquier caso, debe hacerlo a la mayor brevedad posible. De lo contrario, creará metástasis y no habrá remedio ni cirugía que lo detenga. Deberá elegir qué tipo de cirugía desea que se le practique. Lo más aconsejable en su caso, debido a su edad y a su estado hormonal, sería una mastectomía radical modificada; en este tipo de cirugía, se extirpa la mama y los ganglios linfáticos afectados, pero se conservan los músculos del pecho para una posible reconstrucción mamaria posterior. Después de la operación deberá someterse a un tratamiento químico para eliminar todo resto de células cancerígenas. Supongo que no le digo nada nuevo con todo esto; según he leído en su historial clínico, tiene antecedentes de la enfermedad en su familia.
»No podemos permitir que el cáncer se reproduzca y haga más estragos. Lo que sí puedo asegurarle es que el tratamiento es mucho menos agresivo hoy que hace una década. La ciencia avanza a pasos de gigante, y eso nos favorece. Tampoco será continuado; se intercalarán semanas «malas» y semanas «menos malas» o «de descanso»; el doctor o la doctora le dirá qué medicamentos va a prescribirle, y cuáles serán los efectos secundarios que pueden presentarse, y que varían de un paciente a otro. Van a ser unos meses muy difíciles para usted, y lo lamento de veras. Pero la ciencia sólo es ciencia, y los milagros son cosa de Dios y de la fe de cada uno.
Judith asintió con gesto resignado y contrito; no esperaba milagros. El suyo había sido Josh, y no podía pedir ni uno más.
Echará de menos su casa y su ciudad. Había echado raíces en Inglaterra con sorprendente facilidad. Sorprendente para los demás; ella siempre supo que ése era su hogar. El suyo y el de su familia. Josh tiene una casa —o mejor llamarla mansión de lujo— en California, pero ella sólo vivió allí una temporada: mientras estuvo escribiendo el guión de Happy Family End.
Se mudó en enero de 2018 y se quedó hasta el diez de marzo de 2020; regresó a Londres con un Oscar bajo el brazo y la satisfacción de un trabajo bien hecho y un sueño cumplido. Josh también estaba nominado como mejor actor de reparto por El salón de ámbar, un trepidante thriller sobre el robo y tráfico de valiosas obras de arte, pero volvió a casa con las manos vacías y una gran dosis de resentimiento que desapareció al cabo del tiempo, aunque no sin esfuerzo.
El glamouroso ambiente de Hollywood le gusta y halaga su amor propio, pero no se imagina fijando su residencia allá de un modo definitivo. La tierra de «tanto tienes, tanto vales» no es lo que quiere para Gillian.
«Donde esté Londres, que se quite todo lo demás.»
La zona donde viven es tranquila sin parecer solitaria, y animada sin resultar excesivamente molesta. Belgravia: proyectada y construida por la familia Grosvenor y el arquitecto Thomas Cubitt para la aristocracia londinense del siglo XIX.
Tienen el Arco de Wellington y el Palacio de Buckingham a la vuelta de la esquina, y a un cuarto de hora de paseo la abadía de Westminster. Adora ese lugar; no importa cuántas veces vaya, siempre encuentra una excusa y una razón para volver y arroparse con la paz que la envuelve en un tierno abrazo. Ahí dentro se respira historia de la que más le gusta.
Fue aquella primera vez, mientras contemplaba los sepulcros de las reinas María e Isabel I, que supo cuál iba a ser el eje central de su tesis doctoral. Barajaba varias ideas en mente, pero la visita guiada resultó toda una inspiración para su posterior trabajo de investigación. Y lo más importante de todo: entre esos antiquísimos muros se unió a Josh en matrimonio.
No pedirá disculpas por vivir donde vive. ¿Qué esperan, que se aloje en un cuchitril del barrio chino infestado de cucarachas? ¿Para demostrar lo progre y bohemia que es? ¡Qué estupidez! Miserias ya pasó bastantes, y durante más tiempo del que soportaría el santo Job. Días en que sus padres no tenían con qué alimentarlos, cuando las vejaciones en el colegio eran una costumbre tan arraigada que ni siquiera era capaz de herirla… Conocía el valor de la pobreza; por ello luchó a brazo partido para salir de ella y poder observarla desde muy lejos. Y sí, lo reconoce: le tiene fobia a la suciedad…, y sobre todo a las cucarachas. Hay que ser muy guarro o muy masoquista para no tenérsela.
¿Es una privilegiada? Tal vez. ¿Y qué? Se lo ha ganado.
Esa casa de cuatro pisos y veinte habitaciones grandes y luminosas, decoradas ora con el último diseño de vanguardia, ora con mobiliario victoriano, georgiano, Tudor o medieval, es el lugar ideal para vivir y trabajar. Judith ha escrito en su casa siempre que ha podido, y con mucho provecho. A la vista está.
Sus últimas novelas históricas han tenido un notable éxito, y han ocupado los primeros puestos en las listas de ventas de toda Europa; El milagro del rey tuvo una clamorosa acogida en Francia, con más de medio millón de ejemplares, y La espada de Dios también gozó de gran número de seguidores en Inglaterra, en concreto 450.000.
Los franceses se rindieron ante la gloriosa exposición de las intrigas y amores cortesanos del reinado de Luis IX, y su «supuesto» poder taumatúrgico y de obrar milagros que lo llevó a ser canonizado y reconocido como San Luis para las generaciones posteriores.
Los ingleses redescubrieron a una María Tudor olvidada y abandonada en el baúl de la memoria, la resituaron en su contexto histórico-religioso y le quitaron la injusta (y ridícula) etiqueta de «Sanguinaria»; todo lo cual no les impidió seguir tomando Bloody Maries como aperitivo previo al almuerzo.
Ambos libros los escribió en español, así como su primera novela negra: una historia de inmigrantes ilegales, mafias del Este, tráfico de drogas a gran escala… y mucha, mucha sangre, que transcurre en la ciudad alicantina de Elche, y lleva el curioso título: Bajo el puente de Candalix. El libro ha llegado a las librerías de toda Europa, y su adaptación cinematográfica está prevista. Su agente negocia ya los derechos de autor.
Tiene su propio despacho en la planta baja, junto al salón, y una biblioteca propia de un aristócrata, atiborrada hasta el techo de toda clase de novelas, ensayos de historia y antropología, literarios, y antologías de poetas irlandeses, ingleses, españoles e hispano-americanos. Estudió literatura inglesa e irlandesa en la universidad para ampliar sus estudios de Historia. Yeats, Wilde, Bernard Shaw, Joyce, Stoker… se unieron casi de inmediato a sus imprescindibles y muy queridas Austen y Woolf.
Ha leído a los clásicos griegos y latinos, desde los versos sáficos a los poemas amorosos del incomparable Ovidio. Y siente auténtica veneración por Lorca y Machado. Su preciosísimo ejemplar de Campos de Castilla está tan leído y manoseado que da no-sé-qué cogerlo. Ella es una absoluta negada para componer poesía, pero le gusta leerla e intentar descodificar ese lenguaje extraño y mistérico, similar al de un jeroglífico egipcio. Los poetas le parecen tan dignos de admiración como los físicos y los matemáticos.
Esa admiración incluye a Josh, que nunca le ha permitido ver ni uno de sus versos. A veces no lo entiende. Frente a la cámara, pareciera que se come el mundo; y en la intimidad de casa, con su mujer y su hija, es la persona más tímida que ha conocido nunca. Ya sabe que los actores pecan de eso, que son unos farsantes que sólo se sienten libres metidos en la piel de sus personajes. Y en parte tiene su lógica, pero le cuesta aceptar que su marido no confíe en ella lo suficiente para compartir sus inquietudes más íntimas. En el fondo, es un niño grande: siempre anhelante de mimos y atención.
Un ser tan ególatra como ella. ¡Bonita pareja!
Lo echará de menos. Y se preocupará por él todos los días y todas las noches porque sabe que no va a llevar nada bien lo del abandono; es muy sensible al respecto. Y sabe que se sentirá culpable de su intempestiva y silenciosa huida, que se preguntará «qué ha hecho mal y en qué ha fallado».
¿Cómo hacerle comprender que se marcha para resguardarlo del dolor y la repugnancia?
Su enfermedad es sólo suya; hay cosas que más vale no compartir con el prójimo, ni siquiera con la persona que más se ama. A veces el egoísmo es el mejor camino. O el menos malo que puede seguir.
Ha decidido operarse en España y pasar allí toda la larga convalecencia post-operatoria. Y el maldito tratamiento: las sesiones de quimioterapia que empiezan a poblar de pesadillas sus noches.
Cuanta menos gente la vea y la reconozca, tanto mejor.
Y con este objetivo en mente, la ayuda de Candela, su amiga riojana, viene como caída del cielo.
¡Caray con los «prodigios» de Internet!
Se conocieron en 1992 por la vía de costumbre: carta va, carta viene. Hay que darles de comer a los empleados de Correos. ¡Veinte años tenían, ja! ¡Quién los pillara de nuevo! En 1997, por esas cosas de la juventud, se pelearon por una tontería tan tonta que no tiene cabida aquí, y dejaron de hablarse.
Doce años después, en 2009, Judith descubrió, a través de una de sus amigas escritoras, Facebook. Sabía lo que eran las redes sociales virtuales, se hablaba de ellas todo el santo día: en los periódicos y en la televisión, pero de ahí a probarlas… Uhmmm, no lo tenía muy claro; era un reto difícil. Sin embargo, tuvo que dejar los reparos al margen, porque ese año tocaba promocionarse. Tenía previsto dar un salto muy grande en su carrera, y ¿qué mejor vía para sus propósitos que la red?
Luego vino alguien un día, y le dijo que a través de Facebook podías contactar con viejos amigos… si estaban registrados allí.
Viejos amigos. El primer nombre que se le vino a la cabeza fue: Bárbara. Lo intentó, pero ni modo. No había de qué sorprenderse, siempre supo que era anti-tecnología. Por no gustarle, no le gustaba ni la televisión. Y a finales de agosto, sin saber muy bien por qué, quizá sólo curiosidad humana y añoranza de la juventud perdida, buscó a su amiga de Logroño. Ahí sí que tuvo suerte… pero, claro, ¡tantos años sin hablarse…!
«Por probar, no se pierde nada», pensó.
La alegría de Candela ante el reencuentro fue tan grande y tan sincera como la suya. Los años pasan para todo el mundo; su amiga se casó, y tenía un chavalín de seis años. La amistad se retomó en el mismo punto donde la dejaron. Pero las cartas dejaron paso a los chats: más rápido, más seguro y más divertido.
Lo que la lleva de vuelta a España no tiene, sin embargo, nada de divertido; no siente nostalgia por su país de origen, sólo es pragmática; sabe que los próximos meses van a ser un infierno, que habrá días en que no tenga fuerzas ni para levantarse de la cama y cepillarse el pelo o los dientes (si no los pierde antes), y otros en que mantener un mínimo diálogo representará toda una odisea. No quiere hacer el esfuerzo añadido que supone pensar y hablar en inglés. Sencillamente, no se ve con corazón de hacer más esfuerzos de los necesarios.
Y no es que vaya a hablar mucho, ni a conocer a mucha gente, ¡qué va! Ha decidido instalarse en Torremuña porque Candela le ha asegurado que es un pueblito perdido en el mapa, recóndito, donde viven apenas cuatro familias, y desperdigadas. Hay más vacas y ovejas que personas, y la corriente eléctrica es un lujo que se paga muy caro.
Es lo ideal en ese momento de su vida. Soledad. Aislamiento. Discreción. No es fácil para ella mantenerse tanto tiempo oculta a los medios de comunicación. En Londres no puede permanecer bajo ningún concepto; allí es toda una estrella mediática, todo el mundo la conoce, y la reconoce en cuanto sale a la calle. Y tampoco puede (ni desea) arriesgarse a «tropezar» con Josh en cualquier pub o restaurante, o peor aún: en la cola del supermercado.
El médico que va a operarla en Logroño, Ignacio del Moral, es uno de los mejores especialistas de cirugía de senos del país; si está allí, y no en Madrid o en Barcelona, es porque toda su familia es de La Rioja. Es un tipo muy campechano y de trato amigable; todo el rigor y la meticulosidad que lo distinguen en la mesa de operaciones desaparece una vez traspone las dobles puertas del quirófano y se enfrenta a los familiares ansiosos de noticias.
Los pacientes agradecen su trato cordial, exento de protocolos y eufemismos. Judith en particular, a quien siempre le han gustado las cosas claras y el chocolate espeso. No le gusta que la traten como si fuera una niña o una deficiente mental. Si la tienen que operar y extirparle un pecho, cuanto más información tenga y más rigurosa sea, tanto mejor.
Y hay otro motivo por el que va a refugiarse en ese lugar y no en cualquier otro: porque a nadie se le ocurrirá buscarla allá. Y menos que nadie, a su marido. Apenas nadie sabe de la existencia de Candela; es una de tantas amigas… De hecho, Josh no conoce a ninguna de sus amigas. La mayoría eran españolas y dejó de verlas cuando se mudó a Londres después de la luna de miel. Con algunas intercambia mails y mensajes en Facebook.
La única amiga que tiene en Londres, y con quien ha estado saliendo de copas —y a bailar de vez en cuando—, es Debbie, la madre de Alexandra. Quizás más adelante se anime a contactar con ella vía mail para tener noticias de Gillian. Por supuesto, sin darle su paradero. No quiere ponerla en ningún compromiso con Josh; cuanto menos sepa, mejor.
Baja las ciento veinticinco escaleras con la maleta en la mano y la vista puesta en todo lo que deja atrás y que, quizá, no vuelva a ver. Porque, ¿quién le garantiza a ella el éxito de la operación? No sería la primera mujer que no sobrevive a un cáncer; es verdad que hay un altísimo porcentaje de mujeres que logran vencerlo y recuperarse, pero no deja de existir un pequeño margen de error y fracaso.
Hay muchísimas personas que se asustan ante una operación semejante, ella no se deja dominar por el pánico, aunque nunca antes ha estado en un quirófano, o quizá por eso mismo. Estuvo en una sala de partos, sí, cuando dio a luz a Gillian; pero eso era un alumbramiento, y aunque creyó volverse loca del dolor, no hubo complicaciones ni en ningún momento temió por su vida o la de su hija.
Seis horas después llega a Logroño, donde la espera Candela con el coche para llevarla a su nueva casa. Había pertenecido a su abuela y llevaba diez años cerrada a cal y canto antes de que su amiga decidiera hacer reformas y convertirla en lugar de veraneo para su hijo Hugo. Eso fue en 2010, y desde entonces han ido todos los veranos. Al comentárselo, Judith se sintió culpable de invadir ese espacio tan privado y familiar.
—No seas tonta, mujer; si no vamos este año, no pasa nada. Hugo se irá a Italia con la novia y unos amigos del trabajo. No lo echará de menos, créeme. Y a mí me encanta tenerte cerca. Llevas demasiado tiempo en Inglaterra; te conviene una dosis de clima mediterráneo. Seguro que hace años que no pisas una playa…
Le recuerda, entre risas, que La Rioja no tiene playa y que enero no es el mejor mes para meterse en el agua… De hecho, no sabe cuánto tiempo tardará en pisar una playa o ponerse un traje de baño en condiciones. No este verano.
Dos días después de su llegada a España tiene lugar la operación. La buena noticia es que ha salido con vida de ella, y el tumor ha sido extirpado; la mala, que el pecho izquierdo ha desaparecido con el tumor y ya no queda ni rastro de ninguno de los dos. Se supone que debe alegrarse, pero ese verbo lo ha desterrado de su vocabulario; quizá cuando todo este penoso y deprimente proceso acabe, y su vida vuelva a tener visos de normalidad, pueda reincorporarlo. Quizá. Lo que le queda por delante son meses de reclusión y sesiones de quimioterapia. No imagina qué alegría puede causarle eso a nadie.
Ahora mismo se siente débil y cansada; el aparatoso vendaje dificulta sus movimientos, que ya de por sí son muy limitados porque lo único que realmente le apetece es dormir…
En cuanto a su autoestima… ¿Qué decir?
No era stripper ni actriz porno, pero… ¡Qué caray! Estaba orgullosa de sus pechos. Tenían la talla justa y una bonita forma; a ella le gustaban y a Josh mucho más. ¿Qué cirujano será capaz de reconstruir su mama de tal modo que su marido no distinga la auténtica de la falsa? En cualquier caso, ella siempre recordará los meses en que estuvo mutilada, ¿cómo podrá olvidarlos?
Y todavía falta lo peor: el tratamiento químico que han de administrarle y que acabará con la poca vanidad que le queda… ¿Queda algo aún?
Durante la siguiente semana no hace absolutamente nada, apenas come y duerme, no habla con nadie; ni siquiera conecta el portátil para desahogarse escribiendo su particular «diario de una enferma de cáncer». Y es que nunca se le han dado bien los diarios; y a estas alturas de su vida, pasados los cincuenta, no va a empezar uno nuevo.
Dicen que las cosas no son reales hasta que no las traduces en palabras. Ella permanece muda en esa casa, perdida entre árboles; ni siquiera tiene un perro que le ladre. Sigue a rajatabla los consejos del cirujano y no hace esfuerzos bruscos; deja que la herida del torso cicatrice como es debido; de ello depende, en buena parte, la reconstrucción estética posterior.
El doce de febrero empieza sus sesiones de quimioterapia en el Hospital Provincial de Logroño; la unidad de oncología está en la cuarta planta, y la primera mala noticia del día es que no funcionan los ascensores. Si con veinte años no le gustaba subir escaleras, con cincuenta y dos cumplidos el ejercicio se le antoja un suplicio. Se dice a sí misma que está hecha a todo, ¿qué son ciento cuarenta escalones al fin y al cabo, cuando todo tu mundo se ha hecho añicos y te sientes más muerta que viva?
La primera dosis se la administran por vía intravenosa, otro calvario, ¡con lo poco que le gustan las agujas! El médico le explica una vez más en qué consiste el tratamiento y los medicamentos que va a administrarle; añade una letanía de síntomas y efectos secundarios que van desde mareos y aumento de peso hasta la temida pérdida del cabello y esterilidad. Esto último no le quita el sueño; cuando Gillian era pequeña, se sometió a una operación de ligadura de trompas. Si algo no entra en sus planes es quedar embarazada.
La falta de la menstruación tampoco la angustia precisamente… Lo de las vomitonas es otra cosa porque, desde su embarazo, no había vuelto a echar el hígado por la boca. Ya ni recuerda la amarga sensación que le quedaba: asco y cansancio por igual.
Seis meses, le han dicho; tiene que venir al hospital a semanas alternas; si quiere recibir el asesoramiento de un psicólogo, o participar en terapias de grupo, puede ayudarla a sobrellevar mejor todo el proceso. Judith deniega con la cabeza; por el momento no tiene ánimos para psicoanálisis ni reuniones. Quizás más adelante…
No se molesta en comprar pelucas; se ha traído de Londres pañuelos de seda de su colección de Hermès para ir combinando con la ropa que se ha traído; tampoco tiene apuntado en la agenda fiestas ni actos públicos. Si se «esconde» a la vista de su familia, ¡qué decir del resto del mundo!
Candela la trae y la lleva, del hospital a la casa, y vuelta al hospital. Siempre en coche; a veces, si se encuentra en condiciones, conduce un trecho, pero la mayor parte de las veces se deja llevar. La quimio la está volviendo perezosa.
En junio, con ese calor típico de La Rioja y ese sol de justicia que todo lo achicharra, se siente, curiosamente, capaz de empezar a teclear lo que va a ser la primera sit-com de su vida de escritora. Quizá tenga que ver con los buenos resultados que está dando el tratamiento, o quizá para exorcizar malos pensamientos, la risa es el mejor recurso que tiene a mano. A veces piensa que es el único recurso.
En la más absoluta tranquilidad de esos parajes montañosos, a varios kilómetros de algún atisbo de civilización moderna, pasa el mes de julio; echa de menos el ajetreo de las calles londinenses; la gente que va y viene, sin cesar, corriendo, con el móvil pegado a la oreja y en la otra mano un sándwich de pollo frío; las luces de los teatros y los cines… ¿Cuánto hace que no va a ver una película? ¿Cuánto que no lee la cartelera de un periódico?
No reconoce a esta Judith que puede tirarse horas enteras mirando el cielo, deshojando margaritas u ordeñando una vaca. Sí, por increíble que parezca, ha aprendido a ordeñarlas. O lo hace o no hay desayuno que valga. Ah, la necesidad es la madre del ingenio y de unas cuantas cosas más, todas muy provechosas. También ha aprendido a esquilar ovejas… ¡Con lo poco que le gustaba a ella el campo! A veces se pregunta qué demonios hace. Se pregunta si la quimioterapia no le estará afectando el cerebro, concretamente esa parte que dicta la personalidad, los gustos, las fobias…
La primera semana de agosto acude a su última sesión; todo ha ido mucho mejor de lo que ella misma y los médicos esperaban. Unos análisis de sangre y una mamografía bastan para confirmar que no queda ni una sola célula cancerosa en su cuerpo. Antes de Navidad, si lo desea, podrá someterse a la operación para reconstruir la mama. El doctor Ignacio del Moral, el mismo que le practicó la mastectomía en enero, le recomienda al mejor cirujano plástico del país. Se llama Ferran Ferrer y está en Barcelona. Judith hace cuentas. Un mes, dos, tres… Quizá a primeros de diciembre pueda concertar una cita con él y hablar del asunto; primero hay que dejar que la naturaleza siga su curso, que reponga fuerzas y, sobre todo, que el cabello vuelva a tener la longitud deseable y pueda aparcar los pañuelos en el armario.
A mediados de septiembre se pone en contacto con Debbie O’Sullivan; a través de ella sabe que Gillian está muy bien, de hecho está viviendo en Hampstead con ella y con Alex. A Josh le ofrecieron un papel en una película, en Los Ángeles, y tuvo que marcharse de un día para otro, como quien dice. No quería llevarse a la niña con él, así que la dejó en casa de su mejor amiga. Las niñas son muy felices, no tiene de qué preocuparse. Están preparando la fiesta de cumpleaños de Gillian. «Que son doce», le recuerda como si ella no llevara la cuenta al día
Le pregunta si está bien.
—Te marchaste tan intempestivamente y tan en secreto…
Ahora que todo ha quedado atrás, Judith se sincera y le dice que está en España, que le diagnosticaron un cáncer de mama y le tuvieron que extirpar el pecho izquierdo. Que no estaba de ánimos para ver a nadie. Necesitaba aislamiento y soledad.
«Ya estoy curada», afirma, «y no tardaré en volver a dar la lata, como de costumbre».
A primeros de año Judith vuelve a ser la que era antes de la enfermedad; sólo su marido podría, quizá, notar cierta diferencia del pecho izquierdo al derecho, pero tal y como le dijo el cirujano, debería ser un tipo muy quisquilloso para enojarse por ello. Quisquilloso e insensible. A fin de cuentas, no se ha operado por gusto.
Sería hora de volver a casa si no fuera porque tiene la novela en marcha y no quiere irse sin terminarla; el ambiente rural, paradójicamente, ha sido de lo más inspirador para una novela tan urbana y cosmopolita como es Estresados.
Para mí lo único importante es la felicidad de mi hija.
Y mi hija es feliz, tanto como una puede serlo a su edad, cuando te sientes joven y guapa, y lo más importante: querida de modo incondicional. Él se lo tomó bastante peor; es cinco años y pico más joven que yo, pero se ha vuelto muy conservador de unos meses para acá. Hay días que no lo reconozco, y otros tantos me pregunto qué vi en él para caer rendida a sus pies y adorarlo como a un dios. Mi dios. Mi pequeño gran milagro.
El amor lésbico de Gill y Alex ha sido siempre motivo de peleas entre nosotros, y la perfecta excusa para echarnos en cara todo lo que no va bien en nuestro matrimonio, que es mucho más de lo aparente a simple vista. Aunque en las revistas y en la televisión salíamos enamoradísimos, luciendo una sonrisa radiante para acallar las lenguas viperinas, lo cierto es que, desde mi enfermedad, nos hemos distanciado mucho; ya no pensamos ni sentimos igual. Nuestro amor ha pasado de ser envidiable a ser discutible, cuanto menos…
Están en la cama, despiertos y con ganas de hablar. Algo que en los últimos meses no hacen tan a menudo como debieran.
Su trabajo es tan apasionante, y exigente que demasiado a menudo pierde el mundo de vista. Y eso incluye a Josh y a Gillian. Ellos son muy respetuosos con su profesión, pero su infinita comprensión y paciencia la hacen sentir fatal cuando no puede atender sus necesidades como quisiera. Ha pasado el último año trabajando sin descanso en su nuevo libro: Tierra de olivos. Ahora ya está en la calle, en España y Latinoamérica, con una tirada inicial de dos millones de ejemplares para satisfacer a un público entregado y expectante.
No está nada mal; empezó hace más de veinte años con micro-ediciones de quinientos ejemplares financiados con dinero sacado de su bolsillo, y hoy sus novelas se traducen a diez idiomas, y tiene entusiastas lectores en los cinco continentes.
Relajados y felices, marido y mujer se miran a los ojos y sonríen con complicidad. Los dos están pensando lo mismo.
—¿Qué opinas de la travesura de la niña? —Judith se refiere al irracional impulso que ha tenido Gillian esa tarde.
—Que es un arrebato juvenil —ríe él con ganas—. ¿Qué quieres que opine?
—Pero ¿tú te crees lo que nos ha contado?
—¿Y por qué no? ¿Me he perdido algo?
«No sería la primera vez», piensa Josh con repentina amargura. Sabe que Judith le oculta cosas. Y no son nimiedades. Ha aprendido a vivir con ello, pero duele. Duele mucho.
—Me preocupa que nos oculte cosas —le interrumpe ella, con el ceño fruncido—. Si lo hace es porque no nos tiene confianza.
—Está en la edad del pavo —la tranquiliza, todavía con la sonrisa pintada en la cara—. Ya se le pasará. Si todo su alarde de rebeldía juvenil se limita a cortarse el pelo como un muchacho, no perderé el sueño. Y está preciosa, reconócelo. Podría ser peor, y lo sabes. Tal y como está la juventud ahora, lo que debemos vigilar, y muy de cerca, es que no se meta nada raro en el cuerpo… Tú ya me entiendes.
Le dirige una aviesa mirada que ella interpreta como un reproche velado a su labor materna.
—¿Eso crees, que no «vigilo» a la niña como debiera?
La ofende que le recrimine algo, ni que sea con la mirada.
¿Qué tiene que recriminarle?, ¿que no es «la santa» de su madre? Cada cual es como su madre lo ha parido. Y ella se preocupa por Gillian todos y cada uno de los días de su vida, porque su hija es su mayor tesoro. Le replica:
—Yo no quiero esperar a que «se le pase». Quiero ayudarla si tiene problemas. No quiero que crezca sola.
Le falta añadir: «como crecí yo».
—No la agobies —la aconseja—; si quiere decirnos algo, lo hará cuando le apetezca. Ha salido a ti, tiene tu mismo carácter reservado y esquivo.
—¿Es un reproche?
Ahora sí está enfadada.
—¿Tengo motivos para reprocharte algo?
Cuando Josh se pone sarcástico, es insoportable. Cuenta hasta diez para reprimir las ganas de estrangularlo.
—Tú sabrás. Te casaste conmigo sabiendo muy bien quién y cómo era. Si no te gustaba, haber pedido que te devolvieran el dinero —bromea sin ganas.
—A estas alturas, dudo que se acepten cambios —le devuelve la broma y le sonríe.
No quiere pelear con ella, sino hacerle el amor. Desde que volvió de dondequiera que hubiera estado escondida, su vida sexual ha ido de mal en peor. De la enfermedad no le ha dicho ni media palabra… y ya ni siquiera espera explicaciones. Judith es así y punto.
—No te enfades —trata de mostrarse cariñosa.
—No estoy enfadado. ¿Tienes sueño?
—Pues no mucho, la verdad.
—¿Quieres… hacer el amor? —pregunta por preguntar. Ya no alberga esperanzas, pero tampoco pierde nada intentándolo.
Ella titubea. Desde su regreso a Inglaterra —y aunque el pecho izquierdo le fue reconstruido a la perfección tras la mastectomía y las interminables e insufribles sesiones de quimioterapia— no está a gusto con su cuerpo, lo siente extraño y ajeno. A lo mejor, se dice, es sólo la menopausia; pasa ya de los cincuenta, y cada cumpleaños la aplasta como una losa. Sabe que no debe dejarse morir, no en ese aspecto. Pero francamente: no tiene ganas de sexo. Y eso la preocupa más que nada, porque Josh siempre la ha puesto a mil; era mirar sus labios y le subía la temperatura hasta los 40º y más. Fue conocerlo y aficionarse a las duchas frías para bajar las calenturas que la encendían de la cabeza a los pies.
Lo peor es que si no satisface sus deseos y expectativas, un día de estos irá a buscar a cualquier modelito de tres al cuarto, rubia, estúpida e hipersiliconada, para saciar su placer. Acepta a regañadientes; mejor ella que otra. Su amor propio está en juego, y no va a permitir que una Barbie anoréxica le birle a su marido delante de sus narices. Antes, muerta.
Los prolegómenos son lentos y tímidos: exploración y reconocimiento; llevan tanto tiempo sin acostarse juntos que los cuerpos se sienten extraños. Minuto a minuto, y caricia a caricia, vencen los recelos, los miedos, la inseguridad y la desconfianza de los últimos años.
Tanto uno como otra se han echado de menos más de lo que reconocen en voz alta, y es en la intimidad de su cama donde queda patente esa añoranza. Todavía hay posibilidad de salvar la relación antes de que se vaya definitivamente al garete. Aún vale la pena reavivar aquel fuego que los abrasó años atrás en Grafton St.
Lealtades Enfrentadas siempre fue una novela «de mujeres para mujeres»; el mismo título era ultra femenino. Más que un triángulo amoroso donde heterosexualidad, bisexualidad y homosexualidad iban de la mano, era una historia que reivindicaba el girl power, el poder de la mujer de elegir su propio camino, sus relaciones, su futuro profesional… y sus prioridades en la vida en definitiva. Una historia que abogaba por el feminismo bien entendido, donde querer es poder y no hay más techo de cristal que el que tú misma quieras ponerte. A fin de cuentas, una de las ventajas de dibujar el porvenir es la potestad de hacerlo a nuestro gusto; si los escritores jugamos a ser Dios un día sí y otro también delante de la pantalla del portátil, a la que nos ponemos futuristas no hay límites que valgan.
Cuando la concebí a partir de recuerdos de distintos sabores, olores y colores, nunca pensé que fuera a caer en manos de un hombre, por muy despistado que anduviera el pobre, ni siquiera mi marido. Y no porque no entienda muy bien el español, sino porque a priori no se identificaría con la historia.
Para mí era un asunto finiquitado. Yo había cumplido con mi deber. No tenía más que añadir. Era un libro cerrado que no tenía necesidad ni intención de volver a abrir.
Josh tampoco demostró nunca mucho interés por él.
¡Ja! ¡Qué equivocada estaba, diosito mío, qué equivocada!
Gill y Alex han pasado juntas el fin de semana; reservaron con nombres falsos una habitación en el hotel Temple Bar, uno de los mejores y más caros del centro de Dublín. Llevaban años queriendo hacer esa escapada, y era impensable no hacerla juntas; su vida se conjuga en primera persona del plural. Son ya tres años de relaciones, y han mostrado toda la discreción que se puede mostrar a esa edad. Gillian no olvida quiénes son sus padres, y lo que puede pasar si periodistas entrometidos las pillan en una situación comprometida cuando todavía no ha dicho ni una palabra en casa. Pero el momento ha llegado: ese sábado ha cumplido los dieciocho años. Es hora de poner las cartas sobre el tapete; no quiere ni puede aplazarlo por más tiempo.
Cuando llega de vuelta a la casa de Grosvenor Crescent, cargada con dos maletas y con una sonrisa de oreja a oreja, sus padres la esperan. No ocurre a menudo, y no sabría decir si es buena o mala señal. Judith está viendo la tele; la apaga en cuanto su hija se deja caer en el sofá, agotada y feliz. Está claro que quiere conversación.
—¿Lo habéis pasado bien, cielo?
«Cielo» es el apelativo que Judith usa cuando habla con su hija, o se refiere a ella delante de otras personas; tiene tanto que ver con el color de sus ojos como con su carácter apacible y su infinita ternura. De las dos, Alex es la más temperamental y fogosa. En todos los sentidos.
—Ha sido genial, mamá —suspira y sacude su hermosísimo cabello, que vuelve a lucir largo hasta la cintura. Judith lo acaricia y lo cubre de besos. Gillian es feliz, y se ve a las claras que el fin de semana le ha sentado de maravilla.
Su madre está impaciente por saber qué han hecho ese par.
—Me alegro. ¿No os habéis aburrido las dos solas?
—¡Qué va, para nada! No necesitamos más compañía.
—Pero podríais haberos llevado a un par de guapos mozos para divertiros…
—A eso iba, mamá —la interrumpe. Ha llegado el momento de sincerarse—. Nosotras no queremos relaciones con chicos.
Judith la mira con suspicacia.
—Pues si no queréis a vuestra edad, ya me dirás tú…
—Mamá, Alex y yo estamos juntas.
—¿Y cuándo no?
—No, mamá —sonríe con cara de niña traviesa—. Juntas, ¿captas?
Judith enmudece. Sí, ha captado el mensaje divinamente. Ella mejor que nadie puede entenderla. Lo que no tiene tan claro es si Josh lo va a encajar con la misma naturalidad.
—Uhmm…, diría que sí. Sois lesbianas. Y os queréis. ¿Es eso lo que debo captar?
—Tú lo has dicho, yo no lo hubiera expresado mejor.
—Perdona si no me quedo boquiabierta, cielo, con los años he perdido la capacidad de sorprenderme.
—Ni yo esperaba que lo hicieras. Tú, más que nadie, sabes que siempre he buscado la compañía de Alex y la he preferido a la de cualquiera.
—Lo sé, lo sé. Y tu padre debería saberlo también, pero ya te adelanto que no se lo va a tomar con el mismo talante que yo.
—¿Se lo vas a decir?
—¿Prefieres hacerlo tú?
—La verdad, no. No me veo con fuerzas y no quiero que me amargue el buen sabor de boca que me ha dejado el fin de semana.
—¿Lo habéis hecho? —Judith se siente excitada y curiosa, y se avergüenza de ello; no está bien indagar de ese modo morboso en la vida sexual de su hija.
—¿El amor? —Gillian guiña un ojo—. Llevamos tres años haciéndolo, mamá. Y es sensacional.
—Está bien, está bien, no me des detalles; ya me los imagino yo solita —le devuelve el guiño—. Hablaré con tu padre y miraré de ir acostumbrándole a la idea. Con un poco de mano izquierda podemos llevarlo por donde queramos. Sabes que, en el fondo, es un buen hombre y te quiere con locura.
—Gracias, mami —le estampa un beso en la mejilla.
Judith suspira y piensa que el destino es de un caprichoso que da miedo.
—Hablando de otra cosa, ¿alguna vez me explicarás por qué oculta e incomprensible razón te cortaste el pelo? Y no me digas «por cambiar», que nos conocemos.
—Algún día. Te lo prometo —le da otro cariñoso beso—. Pero no ahora.
—Oh, Gillian —se lamenta entre suspiros—, te pareces a mí más de lo que quisiera.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, cosas mías, cielo. No te preocupes. ¿Vas a salir después de cenar?
—Sí. Alex quiere que vayamos a tomar unas copas para rematar la fiesta.
—¡Pero si tú no soportas el alcohol!
—Alex tomará unas copas —enfatiza con una sonrisa en los labios para tranquilizarla—. Yo me conformaré con una Coca Cola o una cerveza sin alcohol.
—Mejor será que te quedes a dormir en su casa. No sé de qué humor amanecerá tu padre mañana. Ya sabes que si algo no le cuadra… le da por beber.
—¿Se lo vas a decir hoy?
—¿Qué sentido tiene postergarlo, cariño? Cuando antes dejemos zanjado este asunto, mucho mejor. Más nos vale que se entere por nosotras y no por terceros.
—Hemos sido muy discretas y vamos a seguir siéndolo. Si lo que te preocupa son los periodistas, pierde cuidado. Sé cómo comportarme delante de ellos.
Después de la cena, Gillian va a cambiarse de ropa y sus padres se retiran al dormitorio. Cuando Judith oye el golpe de la puerta al cerrarse y ve a su hija cruzar la calle y dirigirse a Holborn a paso rápido, sabe que ha llegado el momento de destapar el asunto que la trae de cabeza y que apenas le ha permitido probar bocado en la mesa.
Se aparta del ventanal y corre las cortinas para resguardarse de la mirada curiosa de los vecinos mientras Josh se acerca a ella por detrás y la besa en la coronilla. Está preocupado; algo raro pasa, la actitud de su mujer y su hija durante la cena no ha sido la habitual. Judith estaba distraída jugando con los cubiertos, pero sin llevarse nada a la boca, y Gillian no hacía más que sonreírse como una boba sin decir una palabra. En los últimos tiempos tiene la desagradable sensación de estar de más en su propia casa.
—No has tocado la cena, Judith. ¿Qué pasa? A Gill se la veía más contenta que unas pascuas; se ve que lo han pasado de vicio en Dublín —sonríe y le guiña el ojo con picardía mientras recuerda cuando ellos hacían esas travesuras, nada más conocerse, cuando todo era amor, sexo y felicidad en estado puro—. Seguro que se han llevado a unos chicos para divertirse, aunque no nos dijeran nada antes de marcharse… por si nos oponíamos.
—No —ella menea la cabeza y se sienta en la cama. Continúa casi en susurros—: Los chicos no entran en los planes de Gillian.
—Pues ya es hora. Acaba de cumplir dieciocho años, ¿a quién está esperando, al príncipe azul? —bromea y suelta una carcajada.
—Tu hija ya tiene pareja.
—Haber empezado por ahí. ¿Lo conozco?
—Sí, la conoces —respira hondo, consciente de lo que va a decir—: Es Alexandra. Ella y Gillian están juntas. Y enamoradas.
—¿Qué…? —Josh palidece, consumido por una repentina ira—. ¿Me estás diciendo que mi hija es una jodida lesbiana, que esa maldita zorra pelirroja y mi hija…?
—No te caía tan mal cuando dejaste a tu hija en su casa hace seis años. Entonces te parecía estupendo que las dos niñas vivieran juntas bajo el mismo techo. Sobre todo porque no estorbaba tus planes…
—Eres única —no es un cumplido esta vez—. ¿Te recuerdo por qué tuve que aparcar a nuestra hija en casa ajena? —Se lo recuerda—: Porque su madre abandonó el hogar y se largó vete tú a saber a dónde y por qué. Yo todavía no lo sé. Ni lo uno ni lo otro. No me vengas ahora a dar lecciones de paternidad. No eres nadie para recriminarme nada.
—Eres tú el que se ha puesto como una furia y ha insultado a la compañera de tu hija. Vete acostumbrando, Josh, se quieren y son felices. La cosa va para largo, y cuánto más te opongas peor va a ser. Sabes lo que es la juventud, ¿o ya se te olvidó, metido en tu papel de padre de familia burgués, conservador y homófobo?
—Tú, en cambio, debes de estar muy satisfecha sabiendo que ha salido a ti.
—La homosexualidad no es algo hereditario, Josh. No seas tonto.
No quiere enfadarse con él ni faltarle al respeto, pero a veces la saca de quicio. Sabe que quiere otro futuro para Gillian, pero los hijos hacen planes por su cuenta. No quiere que su marido se sienta fracasado como padre porque su hija no ha elegido el camino convencional. Y a fin de cuentas, ¿cuál es el camino convencional, y quién ha dicho que sea mejor que otros?
—Y la historia se repite —continúa él en un tono deliberadamente malicioso—, aunque parece que esta vez acabará mejor.
—No sé de qué me hablas.
—Claro que lo sabes, Judith, pero te refrescaré la memoria de todos modos.
Josh abre un cajón de la mesilla de noche y saca un libro, uno que ella echó de menos semanas antes, pero al que no dio mayor importancia. Comprende la magnitud de su error cuando él lo agita frente a su rostro como una centelleante arma.
—Lealtades Enfrentadas —lee él con una voz engolada que a ella le repatea el estómago—, ¿te suena de algo? Es muy interesante, cariño; a mí en particular me resultó muy «instructivo». No sólo mejoré mi comprensión del español, sino que además me enteré del pasado oscuro de mi mujer. Un pasado que hubiera querido que me contara ella de un modo, digamos, más personal.
—Josh, por favor…
—Por favor, ¿qué? —La interrumpe con brusquedad; los ojos relampagueantes, preñados de ira contenida—. ¿Te duele? ¿Cómo crees que me sentía yo mientras lo leía, cómo crees que me he sentido todos estos años sabiendo que había una mujer en tu vida? Mi mujer es lesbiana —grita al vacío mientras arroja la novela al suelo—, o digamos más bien: bisexual —matiza ahora con un ligero toque de cinismo—; y yo me vengo a enterar leyendo un best-seller del que ni siquiera sabía su existencia cuando nos casamos porque ella jamás me dijo una palabra. ¡Increíble! Necesito una copa —anunció—; todo esto es demasiado para mí.
—Sí, adelante, sírvetela —le invita ella, riéndose de su debilidad—. Ése es tu modo de resolverlo todo: ahogándolo en alcohol. Cualquier excusa es buena para emborracharte —le recrimina.
—No me sermonees, Judith, no te lo aguanto. Y te lo advierto: no quiero ver a esa zorra McGahern en esta casa nunca más, ¿queda claro?
—A mí me trae sin cuidado si viene o no, Josh —le dice, a punto de perder la paciencia—. No soy yo quien está perdidamente enamorada de Alexandra. Mañana, a la hora del desayuno, te plantas delante de Gillian, y a ver si tienes cojones de decirle que «esa zorra McGahern» tiene prohibida la entrada a esta casa.
—No me desafíes.
—No es un desafío. Es la realidad mirándote a la cara, pero tú no quieres verla. ¿Quieres enfrentarte a tu hija, ponerla contra las cuerdas? Adelante, hazlo. A los diez minutos la verás con las maletas hechas y camino de Hampstead. Y no serán dieciocho meses como la otra vez. Debbie es más tolerante que yo incluso —ambos conocen a la madre de Alex y coinciden en que es una mujer guapa, inteligente y muy agradable—; hazte una idea de lo idílica que puede ser su vida en común: juntas, libres y felices, viviendo a su aire, sin ataduras… Sólo necesita una excusa para correr a su lado y quedarse con ella. ¿Y se la vas a dar tú? ¡Ja! Menuda ironía.
—¿Qué pretendes, Judith, con todo esto?
—Yo no pretendo nada, no seas ridículo. Sólo quiero que mi hija sea feliz. Francamente, no sé qué quieres tú.
—Un poco de sinceridad, si no es mucho pedir. Acabo de descubrir tu secreto y ni te inmutas. ¿No vas a decirme nada, a disculparte por haberme tenido engañado todo este tiempo?
—¡Oh, vamos! Lo que a ti te duele es el engaño y que yo, en algún momento de mi vida, estuviera enamorada de una mujer con la cual no tuve nada digno de ser contado o justificado. Deberías saberlo tan bien como yo si de veras leíste la historia de cabo a rabo. ¿O sólo te quedaste con lo que te interesaba y justificaba tu victimismo? No puedo creer que antepongas tu pisoteado orgullo masculino a la felicidad de tu hija, que te revuelvas en su contra por puro despecho. La historia de Gillian es suya, y no tiene nada que ver con la mía. No mezcles las cosas; es muy rastrero por tu parte sacar a relucir esto ahora.
—¿Y cuál es un buen momento, según tú? Si no dije nada fue porque esperé, como un idiota, a que vinieras y me lo contaras todo de un modo espontáneo, sin que tuviera que sacarte la confesión a la fuerza.
—No te lo dije porque lo olvidé. Cuando nos casamos, me propuse borrar de mi memoria todo aquel episodio que nada bueno me había traído, y creí haberlo conseguido. No quería que envenenara nuestra relación. Por lo visto, a pesar de todo mi empeño, no he podido salvarla. Piensa de mí lo que quieras, pero no ataques a Gill —le suplica—. Ella no sabe nada. Yo no tuve nada que ver en su relación. Ni la animé ni la desalenté. Simplemente, dejé que viviera sus propias experiencias. Si alguien la arrojó a los brazos de Alexandra, ése fuiste tú —le recuerda una vez más—. Puedes avergonzarte, arrepentirte u odiarte por ello, pero no puedes culparme a mí —se defiende al fin.
Hará un año que empezaron a llegar a mis manos las amenazas de muerte. Por correo electrónico y por el tradicional. No eran muy originales. Todas empezaban: «perra infiel», y acababan con alguna de las variantes: «muerte, muerta, morir». La primera me la tomé más o menos en serio. Las otras ya no. Al contrario, acabé por encontrar interesante —e incluso sexy— mi nuevo apodo.
También me llegaban algunas a través del móvil: sofisticado y diminuto; cuando alguien quiere localizarte, sabe muy bien cómo hacerlo.
Por las fotos que me enviaban junto a los anónimos supe que nos vigilaban muy de cerca. Sabían dónde vivíamos, a qué hora salía yo de casa y a cuál estaba de regreso, a qué facultad iba mi hija a estudiar, los bares, clubes y amigos que frecuentaba… Incluso tenían controladas las idas y venidas de Alex, ahora que ella y Gill estaban comprometidas y compartían una monada de casa en Chelsea. Para colmo, seguían la carrera publicitaria y cinematográfica de Josh mejor que yo misma.
Daba un poco de miedo, la verdad; a mí me preocupaba mi hija. Y también Alex y Debbie, quienes, sin tener culpa ni responsabilidad alguna en mis actividades socio-políticas, no tenían por qué pagar las consecuencias.
Gillian se lo tomaba con la naturalidad de quien, desde muy niña, ha aprendido a vivir perseguida. Pero una cosa es que te vayan detrás para cazar un autógrafo, y otra muy distinta que lo hagan para cazarte a ti…
Judith lleva ya quince días en Londres cuando recibe la llamada de Gillian. Su hija la ha invitado a almorzar; llevan tiempo sin verse y se echan muchísimo de menos.
La novelista ha estado seis meses de gira por Europa, y particularmente en Austria, con su nuevo libro: Belvedere Park, una novela llena de intriga y pasión, cuya protagonista no es otra que la emperatriz María Teresa de Austria, mujer «de hierro», y madre —entre otros— de la malograda María Antonieta. Se trata de su cuarta novela histórica, después de La isla de la vainilla, El milagro del rey y La espada de Dios.
Su matrimonio, que parecía a punto de irse al traste después de la declaración de Gillian y todo lo que ésta acarreó, se ha revigorizado para sorpresa de propios y extraños, y la pareja vive una segunda y muy gozosa luna de miel en los incomparables paisajes de Innsbruck, Viena, Salzburgo y Melk. Josh la ha acompañado durante buena parte de su periplo europeo y ha sido un gran apoyo en todos los sentidos. Cuando quiere, es un amor. Cuando quiere…
Ahora siente sus labios en el pelo y su voz en el oído:
—¿Vas a salir?
—Sí —contesta Judith mientras se sube la cremallera de la chaqueta de piel y coge el bolso—. Voy a casa de Gill. Ella y Alex me han invitado a almorzar.
—¿Puedo acompañarte?
Se queda boquiabierta al escucharle. ¿Es un milagro, una alucinación? ¿Le ha pedido su marido si puede acompañarla a ver a la hija que tan «alegremente» repudió el año pasado?
—Por supuesto —afirma—. No llevas nada, ¿verdad? —Le interroga con una sonrisa pícara—. Digo, con que agredir a la novia de tu hija…
—¡Judith, por Dios!
—Judith, ¿qué? La última vez que la viste… Si las miradas mataran…
Ríe divertida al recordarlo; su marido se pone muy grosero a veces, casi siempre sin verdadera intención de ofender. Gracias a Dios, Alex tiene mucho sentido del humor y no le toma en serio.
—Pero no matan.
—Y tú pareces lamentarlo.
—No me pidas que la trate como a una hija —se impacienta él.
—No puedo si no te sale de adentro, pero prométeme que te vas a comportar. Si no, te quedas aquí.
—Deja de tratarme como si tuviera siete años —protesta.
—Deja de actuar como si los tuvieras —le regaña ella.
Josh cambia de tema:
—¿Van a casarse?
—No, a mí no me han dicho nada… todavía.
—¿Lo saben los periodistas?
La posibilidad le quita el sueño la mitad de los días. Ya le parece bastante grave que su hija haga «vida marital» con otra mujer, para que, encima, su nombre ande de boca en boca por todo Londres.
—No —lo tranquiliza con una sonrisa mientras suben al Cadillac descapotable—. Ya no son niñas, saben cómo comportarse. Tienes que reconocer que Alexandra está teniendo una paciencia de santa. Sabes cómo es: va siempre de frente; odia las simulaciones y fingir lo que no es. Esta situación la saca de quicio, pero ama a Gillian, y respeta lo que es y lo que conlleva ser hija nuestra. Por no hablar de…
—¿De qué?
—Están vigilando su casa, no sólo la nuestra.
—¿Esos hijos de puta han amenazado a mi hija?
Josh acaba perdiendo los nervios; últimamente, Judith tiene la virtud de sacarle de sus casillas: de palabra y de hecho.
—No —trata de calmarlo sin conseguirlo del todo—. Sólo las vigilan; es a mí a quien quieren. Pero no podemos evitar que sufran esta situación. Y no me eches la culpa, que te veo venir. Soy como soy. Ser hija mía tiene ventajas e inconvenientes. No todo va a ser trapitos caros y glamour.
»He sido una buena madre para ella; siempre he estado ahí para escucharla, con mi hombro cerca para cuando quisiera llorar en él; la he aceptado tal cual es, y nunca, lo sabes bien, NUNCA la he juzgado.
»La contrapartida es que la fama y el trabajo bien hecho despiertan envidias y aparecen enemigos como setas bajo un árbol; los míos no se chupan el dedo, saben muy bien cómo hacer las cosas. Pero no les tocarán un pelo, ellas no les interesan, ni vivas ni muertas. Su presa soy yo, pero siempre es divertido jugar al gato y al ratón. Y no se lo reprocho; si estuviera en su lugar, haría lo mismo. El miedo es el arma de destrucción masiva por excelencia y la más terrorífica que podrán jamás esgrimir. Pero a mí no me conocen; creen que sí, pero se equivocan. Yo no soy como las demás mujeres que acostumbran a tratar; a mí las amenazas me resbalan. Están perdiendo el tiempo jugando a amedrentarme.
»Voy a seguir viviendo y voy a seguir escribiendo. Sus insultos y diatribas demuestran que estoy dando en la diana con todos y cada uno de mis artículos; saben que no me faltan razones para flagelarlos con mi pluma, aunque nunca lo reconocerán porque soy mujer, y occidental: una zorra desvergonzada y lenguaraz. Reconocer mi labor periodística y documental, siempre en pro de los derechos de la mujer, echa por tierra el cacareado honor del que tanto presumen a diestro y siniestro. No les culpo; cada uno se vanagloria de lo que buenamente puede.
—Los estás provocando poniendo el dedo en la llaga. Y acabarás mal —la avisa.
—Quizá, es el riesgo que debo correr por cumplir con mi obligación. Yo escribo, ¿recuerdas? Ésa es mi profesión. ¿Estaría mejor en el sofá del salón, tejiendo jerseis, limándome las uñas, jugando al bridge con las vecinas, leyendo las revistas del corazón o mirando a las musarañas…? No te digo que no estaría más tranquila, por supuesto; es la tranquilidad de los que están muertos en vida. Hace muchos años que renuncié a eso y no me arrepiento. ¿Qué es lo peor que pueden hacer, matarme? Que lo hagan, aquí los espero.
—No digas locuras —le reprocha—. No están los tiempos para heroicidades. Te recuerdo que tienes una hija…
—Que es mayor de edad, vive feliz con su pareja, y ya no me necesita; no nos engañemos, Josh. No digo que no me vaya a echar de menos, como cualquier hija a su madre, pero no dejaré una huerfanita desvalida cuando muera.
—¿Y a mí? ¿Cómo me dejas a mí?
—Tú eres quien menos me preocupa, y perdona que te lo diga a bocajarro. Los dos sabemos que hay un sinfín de mujeres esperando a que yo estire la pata para echársete encima como buitres. Tendrás mucho donde escoger. Sólo te pido que aciertes la elección y no me obligues a revolverme de asco en la tumba. Hazme ese último favor —le sonríe y le guiña un ojo con juvenil picardía, pero él no está para bromas.
—Deja de hablar de muerte —protesta—, se me ponen los pelos de punta.
—Lo siento —se disculpa ella mientras pone el motor en marcha—. Vamos a ver a las niñas.
Gillian y Alex están en la calle, hablando y esperando a Judith, cuando ésta llega acompañada de Josh. Las chicas se miran, enarcan sendas cejas en señal de asombro, y sonríen. La sonrisa de Gill es más amplia y luminosa; que su padre venga a verlas significa un paso adelante en el largo camino de la tolerancia, el respeto y la aceptación que lleva esperando, como agua de mayo, desde hace meses.
Mientras almuerzan en el patio trasero, su madre habla por los codos de todo y de nada en particular, según su costumbre. Él permanece silencioso pero tranquilo. Las miradas que de continuo le dirige a Alexandra tienen tanto de curiosidad como de recelo. Desde que Gillian se marchó, con la cara bien alta y más alegría que pena, no ha hecho otra cosa que preguntarse qué demonios ve su hija en esa muchachita pelirroja y descarada que dice siempre lo que piensa, sin pensar dos veces lo que dice, y que muy a menudo le recuerda a la mujer que conoció en Dublín veintiún años atrás.
La cosa se había puesto muy, pero que muy fea, y me vi obligada a contratar cuatro guardaespaldas… de momento. No me servía cualquiera, por supuesto, y después de preguntar a amigos, conocidos, conocidos de amigos, amigos de conocidos…, y bucear en algunas páginas de «acceso restringido» en internet, acabé echando mano de mercenarios británicos y norteamericanos, excombatientes de la Guerra de Israel.
Desde muy antiguo, judíos, cristianos y musulmanes convivían bajo el cielo de Jerusalén en una «tolerancia de conveniencia» que viciaba el aire y no presagiaba nada bueno. Inevitablemente, después de más de un milenio de «tensión silenciosa», y a pesar de toda la corrección política de diplomáticos y embajadores, el uno de marzo de 2020 empezó la masacre en la Ciudad Vieja. Aquella mañana hubo una verdadera carnicería: cientos de hombres, mujeres y niños, de cualquier edad y condición, fueron pasados a cuchillo en un abrir y cerrar de ojos; la santidad del lugar se vio de golpe y porrazo profanada por las montañas de cadáveres apilados junto a las cunetas y en el centro de la calzada vacía. No circulaban vehículos, ni en uno ni en otro sentido; todos estaban ocupados matándose unos a otros.
La sangre empapó el asfalto bajo el sol ardiente durante días…
Una semana y cincuenta mil muertos más tarde, los norteamericanos entran en Jerusalén, con la misma soberbia con que antaño entraran en Saigón o Bagdad, para armarla más gorda. Van a solucionar un conflicto y lo empeoran, si acaso es posible. Es una vieja tradición que siguen una y otra vez; no parece siquiera importar si hay —o no— riqueza en la zona a ocupar. Entran a degüello en las aljamas y matan a todo judío o musulmán que «se pone a tiro». Porque el infiel siempre es el otro.
Los enemigos de Occidente tampoco son mancos. Las matanzas continúan día tras día, y cadáveres norteamericanos, franceses, alemanes e ingleses vienen a sumarse a los de los lugareños. Llegan periodistas a la zona, pero no duran mucho; los más inteligentes se quedan apenas un día, dos a lo sumo. Los menos afortunados acaban acribillados a balazos o degollados.
¡Cuántos años han pasado… y qué poco se ha avanzado realmente!
En Los Ángeles, Judith, a punto de salir para asistir a la gala de los Oscar, a los que ha sido nominada como mejor guionista, se maravilla de ver cuánto ha tardado en estallar el polvorín. Esta vez no tiene relación con Palestina, el Golfo o los árabes; ni siquiera con el escaso y precioso petróleo que, desde hace un año, venden a cuentagotas a un precio prohibitivo.
El detonante es el agua. O mejor dicho: su alarmante escasez. Y el insoportable verano, que se ha adelantado tres meses y va a alargarse hasta primeros de diciembre, con temperaturas que hacen hervir la sangre del corazón más templado. Y religión: pura y dura. La Última Cruzada de Occidente.
Ésta, sin embargo, no la ha promovido ningún Papa desde el Vaticano, sino el negocio del tráfico de armas, cada día más suculento y tentador. A eso hay que añadirle una deplorable serie de malos entendidos, más toda la ineptitud y desidia de unos diplomáticos que —en teoría— trabajan para mantener la (muy) precaria tregua establecida entre los tres colectivos enfrentados, y ya la tenemos liada. Y bien.
La guerra dura 299 días y deja tras de sí el escalofriante saldo de un millón de muertos, sólo entre la población civil, la más castigada por el conflicto.
Aunque pasará a la historia como la «Guerra de Israel», lo cierto es que la sangrienta escabechina no pasa, ni en su peor momento, de los límites de la Ciudad Santa.
Una descreída, atea y blasfema no tiene esperanza alguna de que sus plegarias sean atendidas.
Dije: «mantener a Gill muy, muy lejos de este hospital, de esta habitación y de esta cama». Pero ese dios cristiano no me ha hecho mucho caso que digamos. Oigo la voz de mi hija. Está llamando a su padre. Hay una nota de desespero en su exclamación.
«Vete, vete, vete… No quiero que estés aquí. No quiero que me veas en este estado. No quiero que te lleves esta imagen de mí.»
¡Y pensar que pasé dos años «exiliada» para que no me vieran enferma y mutilada!
¡Vaya bromita pesada me tenía reservada el destino!
Debería alegrarme de «verlos» juntos por última vez: padre e hija, como antes. Si me voy con esta certeza, no todo habrá sido en vano. Hablan en voz baja.
«Tranquilos, os oigo pero no voy a quejarme. Me resulta imposible traducir en palabras mis muchos y amalgamados pensamientos.»
Falta poco. Muy poco. Apenas minutos. Me lo confirman; hablan de desconectar el respirador. Es una gran idea. No quiero vivir así; lo he dicho tantas veces que al final se lo han tomado en serio.
Siento la mano de Gillian, pequeña y suave; me sorprende lo caliente que está. Es el calor de la vida: toda la que tiene por delante. La retira. Algo la ha interrumpido: es el golpe de la puerta. De inmediato se oye la voz de Alex.
Las escucho hablar, luego discutir acaloradamente, y enseguida disculparse entre beso y beso. Están con los nervios a flor de piel, preocupadas por Josh. Yo también lo estoy. Sé muy bien lo que va a pasar cuando me vaya. Y lo último que pido es que Josh no arrastre a mi hija en su caída a los infiernos.
Pero no lo conseguirá. Mi hija es una mujer afortunada. Tiene quien la quiere de verdad. Se sobrepondrá a la pena, y será la roca donde Josh se apoye para seguir adelante con su vida.
Me voy tranquila…
Hayas y robles lucen las tonalidades rojizas características de las primeras semanas de otoño; el tenue haz de luz que deja caer un sol que se despide perezosamente entre rosados jirones de nubes calmas sólo la ilumina a ella. No hay nadie más. Ha dejado a los guardaespaldas en casa con dos palmos de narices. Tanta seguridad y protección las 24 horas del día los 365 días del año la agobian. Apenas puede dar un paso sin sentir a ese par respirándole en el cogote. Ni tan siquiera la dejan bañarse o hacer sus necesidades a solas. Sabe que es «por su bien»; les pagan para protegerla porque en el último año las amenazas de muerte han sido constantes, y cada una suena peor que la anterior.
Josh se pondrá hecho un basilisco cuando sepa que se halla a merced de cualquier psicópata, o en el punto de mira de los terroristas. Y lo peor: no lleva nada a mano, ni una mala navaja de gamberro con que defenderse si se ve en peligro.
Ocurre que le resulta ridículo ir armada cada vez que sale a la calle; nunca ha sido paranoica, ni siquiera de jovencita, cuando le sobraban motivos para sufrir eso que llaman esquizofrenia. Sabe que si alguien quiere matarla, y al parecer en esos meses se ha formado una bonita cola para disputarse tal honor, ella no podrá evitarlo. Y sus mercenarios, por muy preparados que estén, tampoco. Los que la amenazan no son principiantes ni chapuceros de tres al cuarto; es gente profesional con una misión sagrada, o eso cree a pies juntillas. No tiene pruebas —las amenazas anónimas no las firma nadie—, pero sí un ligero indicio de quién está detrás de todo esto.
Qué curioso haber resultado ilesa en el atentado de 2005, la primera vez que visitó la ciudad, rebosante de amor, expectativas… y despreocupación; cuando vivir o morir no le importaba demasiado, cuando pensaba que mejor morir allí que en cualquier otro rincón del planeta. Y hoy, bajo el crepúsculo que la baña en áurea luz, sufre el ansia de quien todavía tiene mucho que hacer y de qué cuidar, mucho que celebrar, y otro tanto por lo que sentir un orgullo casi narcisista.
A dos calles de distancia, Ahmed estaciona la furgoneta negra con matrícula robada. Echa el freno de mano y, nervioso, mete por enésima vez la mano en la mochila, palpando su contenido, sintiendo el frío acero de la daga en sus dedos enguantados en látex.
Lealtad. Honor. Deuda.
Esas tres palabras resuenan en su cabeza y se entremezclan en un vago intento de justificar su primer y último asesinato.
Lealtad a la Organización, que lo recogió cuando era un mocoso desdentado en las calles de Kabul, lo llevó a Europa y le dio una educación y unos privilegios que la mayoría de sus compatriotas no podía ni atreverse a soñar. Honor a Alá, a su credo, su cultura y sus tradiciones; todo aquello en lo que ha sido educado y aleccionado. Deuda a Hassan, que le perdonó la vida cuando todos a su alrededor morían como moscas, acribillados a balazos, en lo que parecía una interminable noche de terror. Cuando acabó los estudios en Cambridge, la Organización lo reclutó, y de la noche a la mañana pasó a ser «aprendiz» de sicario.
—Sicario no, Ahmed —atajó Hassan cuando él protestó débilmente ante su predestinado futuro—. «Tú no luchas por dinero.» Tu lucha es sagrada. La fe no se prostituye. ¿No has aprendido nada en todos estos años? Todo es voluntad de Alá. Él todo lo decide: qué está bien, qué está mal, y cómo debemos los fieles cumplir sus designios.
Ahmed no lo veía tan claro; tenía dudas, muchas, pero se las callaba. En parte por respeto… y en parte por instinto de supervivencia. Le habían enseñado a manejar el cuchillo desde pequeño. Y a obedecer sin rechistar.
Luego, en la facultad, cambió las armas por los libros de Derecho. La Organización quería —y necesitaba— gente preparada y concienciada para la obra de Alá; no simples matones a sueldo, con la anatomía de un gorila y el cerebro de un mosquito.
Está doctorado en Derecho Internacional y habla francés, inglés y español con la misma soltura que el árabe, su lengua materna. No es ningún estúpido, pero está a punto de cometer la mayor estupidez de su vida. Envidia a los mujahidín, capaces de matar y morir en una gesta gloriosa y memorable como aquella de las torres gemelas en 2001. Le hubiera gustado ser destinado a una misión semejante. Pero no, Hassan le ha reservado algo tan ridículo, anónimo y poco glorioso como degollar a esa zorra deslenguada, que se ha pasado de la raya con sus libelos feministas.
Y lo peor es saber que no tendrá otra oportunidad para poner a prueba su lealtad y su honor, y saldar su deuda. Independientemente de su éxito o fracaso, sus horas están contadas. No va a vivir mucho más tiempo que esa perra infiel a la que va a matar en cuestión de minutos.
La orden viene de arriba y no se cuestiona.
Nadie cuestiona nada en la Organización; todo está escrito y pactado. Cada cual conoce su lugar y lo ocupa sin más, aunque en ello le vaya la vida.
Ahmed ha visto en esos veinte años a muchos hombres degollados, con más gloria o menos; algunos satisfechos, otros resignados, pero ninguno arrepentido.
Se pregunta si también matarán a la hija y a su amiguita.
No lo han descartado, desde luego. Lo tienen apuntado en la agenda; sólo les han dado una pequeña prórroga. Unos días, una semana…, quizá un mes si tienen asuntos más importantes que resolver.
Ahora la prioridad es Judith Ordóñez.
Ella es la presa. Y él es el cazador.
Escucho el rumor de pasos, el perfume de la enfermera me envuelve en un aura fragante de rosas y lirios. Las flores me recuerdan a mi abuela… a mis padres… Los siento cerca, puedo ver sus caras cada vez con más nitidez.
Los ruidos se han silenciado, y las caras de Josh y Gill se me confunden en un todo negro.
No siento nada… Nada…
Está todo a su favor.
La ve tranquila, paseando, ajena a todo. Se pregunta si no habrá cierta actitud suicida en ese comportamiento tan despreocupado. Sabe, como los londinenses y el resto del mundo, que tiene cuatro guardaespaldas a su disposición las 24 horas del día. ¿Por qué hoy no ve a ninguno en el parque?
Esto va a ser vergonzosamente fácil.
Ni siquiera va a poder luchar en igualdad de condiciones con un enemigo de su talla.
Se acerca por detrás con un silencio espectral por única compañía. Si ella presiente su proximidad, no lo deja sentir; su relajación absoluta contrasta con el creciente nerviosismo de él; la mano izquierda, temblorosa, a duras penas puede sujetar el cuchillo. Ahmed cierra los ojos y reza una breve oración. Escucha la voz de Hassan en sus oídos, diciéndole, repitiéndole lo que su dios espera de él:
«Mata a esa perra infiel, mátala, mátala, mátala…»
Judith siente un murmullo ininteligible en su oído, parecido a una letanía; en un movimiento felino la afilada hoja de la daga dibuja en su blanco y desnudo cuello una sonrisa macabra. Deja escapar un gemido de intenso dolor mientras Ahmed huye corriendo sin volver la vista atrás. Sabe que no ha errado el objetivo. Un pobre consuelo que, de ser menos inteligente, le permitiría vivir —y morir— en paz.
Ella se lleva la mano izquierda al cuello sangrante mientras con la derecha rebusca en su bolso el móvil para marcar el número de urgencia, sin saber muy bien por qué o para qué. Si quería sentirse segura y a salvo, y vivir unos cuantos años más, bastaba con haber avisado a dos de sus guardaespaldas, que para algo los trata a cuerpo de rey y les paga un ojo de la cara por sus servicios.
Aventurarse en el parque sola, sabiendo como sabía que habían puesto precio a su cabeza, había sido lo más parecido a un suicidio.
¿Quería realmente morir, se sentía preparada para pasar a «mejor» vida?, se preguntó.
Un año atrás le había asegurado a Josh que no temía morir.
Baladronadas. Temerlo tal vez no, pero sí lamentarlo porque todavía queda un largo camino por andar, y muchísimo que hacer; la lucha apenas ha empezado a dar sus frutos. Han cambiado muchas leyes que ahora favorecen a las mujeres musulmanas sin menoscabar aquello en lo que creen. Pero una cosa es cambiar leyes… Y otra muy distinta cambiar mentalidades. Sobre todo cuando el peor enemigo del cambio y el progreso es uno mismo.
Apenas consciente, con la roja y caliente sangre escurriéndose, gota a gota entre sus dedos entreabiertos, la mirada borrosa y el aliento exánime…, el último pensamiento de Judith corre a través del espacio y el tiempo…
Otra ciudad, otro siglo y otra mujer: Hipatia de Alejandría.
¡Qué poco hemos cambiado!