7. GRENNA
Suavemente, con todo tipo de precauciones, sosteniendo mi arco de madera amarilla de Ka-la-na, me movía por entre los matorrales y los árboles.
En mi cadera se apoyaba el carcaj, con las flechas agrupadas, que eran negras, recubiertas de acero y adornadas con plumas de gaviota del Vosk.
Iba vestido con una prenda de color verde con motas y rayas irregulares de color negro. Si no me movía, si permanecía quieto entre los matorrales y los árboles jóvenes, entre sol y sombra, resultaba difícil detectar mi presencia, incluso a algunos metros.
Moverse era peligroso, pero era algo que había que hacer, para comer y para cazar.
Vi un pequeño urt escurrirse corriendo entre los matorrales. No era fácil que me tropezase con algún eslín hasta el anochecer. También las panteras cazaban básicamente de noche, pero a diferencia del eslín, no eran animales invariablemente nocturnos. La pantera, cuando tiene hambre o se siente irritada, ataca.
Sobre mi cabeza había algunos pájaros cotorreando incesantemente, saltando de rama en rama, luciendo sus brillantes colores.
Aquel día no había demasiada brisa. Puesto que los árboles eran más grandes y los matorrales espesos. El bosque resultaba caluroso. Aparté un insecto de mi rostro.
Me encontraba muy por delante de mis hombres, explorando el camino. Habíamos partido al amanecer el día anterior, Llevaba diez hombres, incluyendo a Rim. Thurnock se había quedado atrás, como responsable del campamento. Oficialmente habíamos entrado en el bosque para cazar eslines.
Habíamos hecho un recorrido muy hacia el este y el norte.
No nos aproximaríamos al campamento de Verna y a su círculo de danza a través del camino marcado en los árboles.
Mis hombres transportaban redes de eslín, como si fuesen cazadores de este tipo de animales. Semejantes redes, sin embargo, nos serían igualmente útiles para atrapar mujeres pantera, llegado el caso.
Les había dado a Verna y a su grupo su oportunidad. Aparté otro insecto de mi rostro.
Pensé en Talena, la bella Talena. Renovaríamos nuestro compromiso de Libres Compañeros. Ella ocuparía su lugar junto a mí.
Sería una unión deseable y excelente.
Los pájaros siguieron revoloteando por encima de mi cabeza, mientras yo pasaba con el máximo cuidado por debajo de ellos. En ocasiones, cuando me movía bajo sus ramas por primera vez, guardaban silencio, pero luego, al cabo de un momento, al ver que me alejaba de ellos, volvían a cantar de nuevo y a saltar de una rama a otra. Me detuve para frotarme la ceja con el antebrazo. Casi al instante ellos se detuvieron, sujetándose en las ramas, interrumpiendo sus trinos. Si me hubiese sentado entonces, o echado, o quedado de pie durante un rato, sin hacer ningún tipo de movimiento amenazador hacia ellos, se habrían puesto a cantar y a buscar comida y a volar en seguida.
Proseguí mi camino.
Rim había regresado de Laura la tarde del día anterior a nuestra salida del campamento. Regresaron con él Arn, a quien se había encontrado en Laura, y cuatro hombres. Arn había oído comentar en Lydius que habíamos adquirido a la pequeña Tina, tal y como yo pensé. Estaba interesado en obtenerla, ahora que era una esclava. No había olvidado lo que le había sucedido con ella cuando la muchacha era libre. Arn y sus hombres estaban ahora con los míos, siguiéndome. Tenían interés en atrapar mujeres pantera. Pensé que sus servicios podrían venirnos bien.
No le había dado a Arn una respuesta definitiva a su petición de quedarse con Tina. No es que tuviera nada en contra de vendérsela o entregársela. Los inconvenientes provenían de Tina, pero eran algo que no había que tomar en cuenta puesto que ella era una esclava. Pero yo sabía que uno de mis hombres, el joven Turus, el que poseía un brazalete de amatistas, tenía cierto interés por ella.
Era algo después del mediodía goreano. Atisbaba el sol por entre las ramas y ello me permitía calcular el tiempo. Luego fijaba la vista de nuevo en el verdor del bosque.
Seguí adelante entre los árboles y los matorrales.
Esperaba localizar el campamento de Verna antes de la caída del sol, y poder así organizar nuestro ataque, con las redes, para el amanecer.
El día de mi partida del campamento, al amanecer, llegaron a él cuatro esclavas de paga, vestidas con sedas amarillas, venidas desde Laura, encadenadas en una chalupa. Llegaron cuando nosotros ya no estábamos allí. A eso había ido Rim a la ciudad. Según él, eran unas bellezas. Esperaba que tuviese razón, pues su amo, Hesius, propietario de una taberna en Laura, no le había cobrado unos precios excesivos por ellas, ni por entregárnoslas. Podíamos tenerlas con nosotros por un discotarn de cobre al día. Además, Hesius le había dicho a Rim que enviaría vino con ellas sin cobrarle nada por esto. No me hacía particularmente gracia el vino, pero no tenía nada en contra de su inclusión en nuestro encargo.
Rim merecía mi confianza. Sabía que tenía buen ojo para las mujeres hermosas. Si él hablaba bien de las cuatro esclavas de paga, sin duda serían espléndidos ejemplares.
De pronto me detuve.
Los pájaros habían dejado de trinar.
Bajé la cabeza rápidamente.
La flecha fue a dar al tronco de un árbol que se hallaba a menos de dos centímetros de mi rostro, golpeándolo con un sonido seco y duro.
Me pareció ver, a unos setenta y cinco metros de donde me encontraba, entre los árboles, un movimiento furtivo, el de un cuerpo humano.
Después sólo se oyó el silencio de bosque.
Me sentí furioso. Me habían descubierto. Si mi asaltante llegaba a su campamento, toda esperanza de un ataque por sorpresa se habría perdido. Las muchachas, alertadas, podrían abandonarlo llevándose a Talena consigo. Los planes que había elaborado tan cuidadosamente se vendrían abajo.
Me lancé rápidamente en su busca.
En unos instantes me encontré en el punto desde el que habían lanzado la flecha. Sobre las hojas y las hierbas se veían claramente las huellas de quien había estado de pie allí.
Recorrí el bosque con la mirada.
Seguí su rastro.
Una hoja doblada, una piedra movida me lo mostraban.
Mi asaltante me llevaba bastante distancia y ésta se mantuvo durante más de un ahn. Sin embargo, no tenía demasiado tiempo para borrar debidamente su rastro. Mi persecución era rápida, acalorada, y tenaz. Dado que mi atacante huía a toda velocidad no resultaba difícil de seguir. Hojas pisadas, ramas rotas, piedras movidas, hierba inclinada, huellas, todo delataba el rastro claramente para el ojo habituado a efectuar rastreos.
Por dos veces más, disparó flechas contra mí.
Por dos veces pude ver la sombra del cuerpo escurriéndose por entre las ramas y los árboles y entre el juego de luces de sol y sombra. Escuché varias veces las pisadas huir corriendo para alejarse de mí.
Pero yo la perseguía a toda velocidad, acortando distancias.
Mi arco era fuerte y tenía preparada una flecha de tallo de madera, revestida de acero, adornada con plumas de gaviota del Vosk.
Fuera como fuese no podía permitir que aquella mujer estableciese contacto con sus compañeras.
Otra flecha se clavó cerca de mí, con un sonido rápido y agudo.
Agaché la cabeza inclinándome hacia delante. No pude oír el sonido de aquellas pisadas alejándose de mí.
No se observaba ningún movimiento en la maleza por delante de mí.
Sonreí. Mi atacante estaba oculto en la espesura que había delante, esperando.
Excelente, pensé, excelente.
Pero me enfrentaba con la parte más difícil de la persecución. Ella esperaba, invisible, en la espesura, sin moverse, con el arco preparado.
Inmóvil, escuché cuidadosamente el canto de los pájaros.
Alcé la cabeza hacia los árboles de la espesura que quedaba frente a mí. Vi claramente en qué lugares se movían los pájaros y dónde no.
No tensé el arco. No tenía pensado penetrar inmediatamente en la espesura.
Estudié las sombras durante un cuarto de ahn.
Deduje que mi atacante, dándose cuenta de mi feroz persecución, habría girado en el interior del bosque y me estaría esperando con el arco a punto para disparar contra mí.
Es muy doloroso sostener un arco tensado durante más de un ehn o dos.
Pero aflojarlo, relajarse, implica moverse y no estar preparado para disparar.
Los pájaros se movían por encima de mí.
Seguí estudiando las sombras y los fragmentos de sombra.
Esperé, tal y como un guerrero goreano espera.
Luego, finalmente, vi el movimiento casi imperceptible que había estado esperando.
Sonreí.
Ajusté la flecha a la cuerda. Alcé el arco de madera amarilla de Ka-la-na.
Se oyó un repentino grito de dolor surgir de entre los arbustos, el sol y las sombras.
¡Era mía!
Me lancé hacia delante.
En un instante me encontré frente a ella.
Había quedado clavada sobre un árbol por el hombro. Le brillaban los ojos. Tenía la mano puesta sobre el hombro. Al verme, intentó hacerse con el cuchillo de eslín que llevaba al cinto. Era rubia y tenía los ojos azules. Su cabello estaba manchado de sangre. Le arrebaté el cuchillo y, con rudeza, le até las manos delante de su cuerpo, inmovilizándolas con unas esposas. Le costaba respirar. De su hombro sobresalía la flecha. Improvisé una mordaza con parte de una cuerda que llevaba, para impedir que gritase. Di un paso hacia atrás. Aquella mujer pantera no había de avisar a nadie. No interferiría en los planes de Bosko de Puerto Kar.
Quedó frente a mí sufriendo, amordazada y con las muñecas sujetas en unas anillas apretadas contra su vientre.
Le quité las pieles que llevaba puestas, así como su zurrón y las armas. Era mía.
Me acerqué a ella y mientras gritaba de dolor, le arranqué la flecha.
Cayó de rodillas y, al haber desaparecido la flecha, sus heridas empezaron a sangrar. Comenzó a temblar. Pensé en la conveniencia de dejar salir algo de sangre de las heridas para que así las limpiase.
Saqué la punta de la flecha del tronco del árbol en el que se había incrustado para no dejar señales. Lancé las pertenencias de la muchacha y sus armas entre la maleza.
Entonces me senté junto a ella y le cubrí las heridas con las pieles que le había quitado antes.
Arrojé tierra y hojas con el pie, sobre las manchas de sangre que habían quedado en el suelo.
Por último, la tomé en brazos y la llevé por donde habíamos venido, siguiendo nuestro propio rastro y pisando sobre nuestras propias huellas durante un cuarto de ahn.
Cuando me pareció que ya la había llevado lo suficientemente lejos, tan lejos que no me cabía la menor duda de que nadie podría oírla o de que no habría nadie a quien ella desease llamar, la senté en el suelo, y la apoyé contra un árbol.
Estaba mareada por la herida y la pérdida de sangre. Se había desmayado mientras la llevaba en brazos. En aquellos momentos estaba consciente, y me miraba sentada contra el árbol.
Le retiré la mordaza, que quedó colgando alrededor de su cuello.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Grenna —respondió.
—¿Dónde están el campamento y el círculo de danza de Verna?
Me miró mareada y confundida.
—No lo sé —susurró.
Algo en su manera de decirlo me convenció de que era verdad. No me alegró demasiado.
Le di algo de comida de mi zurrón y un trago de agua.
—¿No eres del grupo de Verna?
—No.
—¿A qué grupo perteneces?
—Al de Hura.
—Esta zona del bosque es el territorio de Verna.
—Será nuestro —respondió.
Aparté la cantimplora.
—Somos más de cien mujeres —afirmó—. Será nuestro.
Estaba sorprendido. Por lo general, las mujeres pantera se desplazan y cazan en pequeños grupos. El hecho de que pudiera haber más de cien mujeres pantera bajo el mando de una única líder me parecía increíble.
—¿Estás rastreando la zona para tu grupo? —pregunté.
—Sí.
—¿Qué adelanto llevas tú sobre tu grupo?
—Pasangs.
—¿Qué pensarán cuando no regreses con ellas?
—¿Quién puede decirlo? En ocasiones una muchacha no regresa.
Formó la palabra con los labios. Le di más agua.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó.
—No hables —sugerí.
En aquellos momentos aún me parecía más importante localizar cuanto antes el campamento de Verna.
Por lo que sabía entonces, comprendí que al cabo de poco tiempo, dos o tres días, más mujeres pantera penetrarían en aquella parte del bosque.
Teníamos que actuar rápidamente.
Miré al sol. Estaba bajo, como hundido entre los árboles.
Dentro de un ahn o dos, habría oscurecido.
Yo deseaba encontrar el campamento de Verna. De ser posible, antes de que se hiciera de noche.
No me quedaba tiempo para llevar aquella prisionera con Rim y los demás donde me esperaban. Habría caído la noche antes de que pudiera llegar hasta ellos y regresar.
Tomé la mordaza y volví a ponérsela. Le solté las anillas que le sujetaban las manos.
—Sube —le ordené, señalando un árbol cercano.
Se puso en pie tambaleándose un poco. Me indicó que no lo haría con un movimiento de cabeza. Estaba débil. Había perdido sangre.
—Sube o te dejaré encadenada sobre el suelo.
Ascendió lentamente, rama a rama. La seguí.
—Sigue ascendiendo —le indiqué.
Finalmente llegó a estar a diez metros sobre el suelo. Tenía miedo.
—Colócate sobre la rama con la cabeza hacia el tronco.
Dudó.
—¡Hazlo! —le ordené.
Se echó sobre la rama, boca arriba.
—Más lejos —ordené.
Tal y como estaba se alejó un poco más, hasta que quedó a un metro y medio del tronco.
Comenzó a temblar.
—Deja caer los brazos —le dije.
Obedeció. Las esposas colgaban de una de sus muñecas.
Las cerré. De esta manera sus muñecas quedaron esposadas debajo de la rama y por detrás suyo. Le crucé los tobillos y los até igualmente a la rama. Por último, con un trozo de cuerda de atar, la sujeté por el vientre al árbol.
Miró hacia mí por encima de su hombro, con miedo en los ojos.
Bajé del árbol. Los eslines rara vez trepan. La pantera sí lo hace, pero capta el olor de sus posibles presas en el suelo.
Una vez resuelto el problema de la muchacha, me dispuse a proseguir mi viaje.
Un ahn antes del anochecer di con el campamento.
Estaba situado a espaldas de la orilla de un pequeño riachuelo.
Me acomodé en las ramas de un árbol, desde donde tendría una vista mejor.
El campamento consistía en seis cabañas cónicas hechas con árboles jóvenes curvados y recubiertas de paja y estaba rodeado por una pequeña empalizada de árboles que habían sido afilados. Una tosca puerta permitía la entrada al campamento, en cuyo centro había un hueco para cocinar, rodeado por un círculo de piedras planas. Sobre un soporte de madera, dejando caer la grasa sobre el fuego, había una pata de tabuk.
Olía bien. El humo ascendía, formando una línea delicada, hacia el cielo.
Vigilando la comida había una mujer pantera que de vez en cuando tomaba algunos pequeños pedazos de carne y se los metía en la boca. Luego se chupaba los dedos para así limpiarlos. A un lado, otra muchacha reparaba o confeccionaba una red de esclavas.
Algo más allá había otras dos jugando.
Vi claramente que no había otras mujeres pantera allí. Sin embargo, sí que percibí un movimiento en el interior de una de las cabañas, y supuse que se trataría de otra de ellas.
No vi señales de que Talena estuviera allí. Por supuesto, podía encontrarse encadenada en la oscuridad de una de aquellas cabañas. Quizás el movimiento que yo había visto en el interior de una de las chozas fuese ella. No había manera de saberlo.
Sin embargo, una cosa parecía clara. Dentro de aquel recinto no se encontraba la totalidad de las mujeres de Verna.
Allí habría como mucho cinco o seis muchachas.
Las observé. Ignoraban lo que yo estaba haciendo. No se daban cuenta de que su campamento había sido descubierto. No sabían que pronto, tal vez al día siguiente, lo atacarían y serían hechas prisioneras, para acabar marcadas con fuego y vendidas en los mercados de esclavas del sur.
Sin embargo, teníamos que obrar con rapidez. Por lo que me había explicado Grenna, mi prisionera, había un grupo inusualmente grande de mujeres pantera aprestándose a caer sobre aquel mismo campamento bajo el mando de Hura.
Sonreí.
Cuando las mujeres de Hura llegasen, dispuestas a luchar por aquellos pasangs de bosque, no encontrarían resistencia.
Para entonces Verna y su grupo serían mías.
Teníamos que darnos prisa.
Me resultaba difícil de creer que Hura pudiese tener bajo su control tantas muchachas. Por lo general semejantes grupos no sobrepasan las veinte.
Fuera como fuese, yo no podía permitir que interfiriesen en mis planes.
Otras dos muchachas llegaron al campamento, desatrancaron la puerta, entraron y volvieron a cerrarla.
Pensé que tendrían un aspecto estupendo cuando estuvieran encadenadas.
Recorrí el campamento con la vista. Detrás de las cabañas descubrí unos mástiles sobre los que estaban secándose unas pieles de pantera. Junto a una de las cabañas había unas cajas y unos barriles.
No había mucho más.
Supuse que cuando cayese la noche todo el grupo de Verna, o casi todo, regresaría al campamento.
Descendí de mi escondite y desaparecí en el bosque.
—Lleva esta prisionera —le dije a Rim— al Tesephone.
Arrojé a Grenna hacia él. Tropezó y cayó de rodillas, con la cabeza agachada, a los pies de Rim.
Ya no llevaba la mordaza. No era necesario.
—Preferiría —dijo Rim— unirme a vosotros para el ataque al campamento de Verna. Recuerda que fue ella quien me hizo esclavo.
—Me acuerdo, y me preocupa que pudieras ser demasiado impulsivo.
Rim sonrió.
—Quizás —dijo.
Era casi imposible apreciar la zona que le habían afeitado desde la frente hasta la nuca.
—Yo te acompañaré —dijo Arn.
—Bien —repuse.
Arn miraba a Grenna con buenos ojos. Ella, que se dio cuenta, bajó la cabeza rápidamente.
Me alegré de que le gustase a Arn. Quizás pudiera dársela más tarde.
—En el Tesephone —dije, señalando a Grenna con el pie—, marcadla y aseguraos de que aprende su nueva condición de esclava. Luego, curadle las heridas.
La muchacha sollozó.
—Sí, Capitán —dijo Rim. Se agachó y la levantó suavemente en brazos.
Miré a mi alrededor, a los nueve hombres que estaban conmigo.
—Será mejor que durmamos ahora. Tendremos que levantarnos dos ahns antes del amanecer, para dirigirnos a continuación hacia el campamento de Verna.
—De acuerdo —dijo Arn.
Me eché sobre las hojas, dentro del perímetro de estacas afiladas con el que habíamos rodeado nuestro pequeño asentamiento.
Cerré los ojos. Pensé que a la mañana siguiente podría recuperar a Talena.
Las cosas estaban marchando bien.
Me quedé dormido.