2. RECOGIENDO INFORMACIÓN
—¡Allí! —dijo Rim señalando hacia estribor con el arco—. ¡En la parte alta de la playa!
Su esclava, Cara, que llevaba una breve túnica de lana, tejida con la lana de los Hurt, sin mangas, descalza sobre la cubierta, con el collar que su nuevo amo le había impuesto, se quedó de pie detrás de él, algo a la izquierda.
Protegí mis ojos del sol con una de mis manos.
—Pásame el cristal de los Constructores —dije.
Thurnock, de pie junto a mí, me alargó el cristal.
Lo abrí e inspeccioné la playa.
En la parte alta distinguí dos pares de mástiles inclinados. Eran unas estructuras altas, amplias y pesadas. Su parte inferior estaba plantada profunda y sólidamente en la arena; la parte superior, que era donde se inclinaban para unirse, la tenían sujeta. Formaban algo parecido a una A, pero sin una barra en medio. Por la parte interior de cada A, sujetas por las muñecas a unas anillas, unas muchachas colgaban. Todo su peso pendía de sus muñecas, sujetas fuertemente por unas gruesas tiras de cuero. Ambas llevaban las pieles de las mujeres pantera. Eso es lo que eran, y habían sido capturadas. Sus cabezas pendían hacia delante; sus rubios cabellos, también. Les habían separado bastante los tobillos, atándolos con cuero a unas anillas metálicas situadas algo más abajo, en los mástiles.
Era un punto de intercambio.
Es así como exponen su mercancía los proscritos a los barcos que pasan por una determinada zona.
Nos encontrábamos a cincuenta pasangs al norte de Lydius, cuyo puerto se halla situado en la desembocadura del río Laurius. En la distancia, por encima de la playa, nos era posible distinguir los verdes límites de los bosques del norte.
—¡Al pairo! —le dije a Thurnock.
Poco a poco el esfuerzo de los hombres consiguió plegar las velas. No las sacaríamos de la verga. Hicieron girar le verga también, y, paralela al barco, fue bajada. No retiramos el mástil. No queríamos batalla. Los remos estaban ahora en el interior del barco, y la galera se movía con el viento.
—Hay un hombre en la playa —dije.
Tenía la mano levantada. También él se cubría con pieles. Su pelo era largo y llevaba una espada de acero.
Le pasé el cristal de los Constructores a Rim, que estaba de pie junto a mí.
Sonrió.
—Le conozco —dijo—. Es Arn.
—¿De qué ciudad?
—De los bosques.
Me eché a reír.
También Rim rió.
Era más que evidente que el hombre era un proscrito.
Varios hombres se le unieron en la playa. Como él, llevaban pieles, y sujetaban su cabello con tiras de cuero. Eran cuatro o cinco, sin duda de su banda. Algunos llevaban arcos, dos portaban lanzas.
El hombre que Rim había identificado como Arn, un proscrito, se adelantó hacia nosotros, acercándose al borde de la playa.
Hizo la señal universal del comercio, gesticulando como si tomase algo nuestro y nos diera algo a cambio.
Una de las muchachas que estaba atada alzó la cabeza y, con aire desconsolado, inspeccionó nuestro barco, que estaba lejos de la orilla, en las verdes aguas del Thassa.
Cara miró a las muchachas que pendían indefensas de los mástiles y al hombre que se acercaba a la orilla, y a los otros, que estaban allí arriba, en la parte alta, detrás de él, detrás de los mástiles.
—Los hombres son unas bestias —dijo—. ¡Los odio!
Devolví el gesto que invitaba a comerciar, y el hombre de la orilla alzó los brazos comprendiendo mi señal y se dio vuelta comenzando a caminar pesadamente sobre la arena, playa arriba.
Cara tenía los puños apretados y los ojos llenos de lágrimas.
—Si te parece bien, Rim —sugerí—, tu esclava podría traernos vino de la segunda bodega.
Rim, el Proscrito, sonrió.
Miró hacia Cara.
—Trae vino —le ordenó.
—Sí, amo —dijo ella, al tiempo que se alejaba.
El barco, una galera, era uno de los más rápidos que yo poseía. Se llamaba Tesephone de Puerto Kar y tenía cuarenta remos, veinte a cada lado. Su primera bodega mide apenas un metro de alto. Estos barcos no se usan para transportar carga, a menos de que ésta sea esclavos escogidos o algún tesoro. Suelen utilizarse como patrullas y para comunicarse rápidamente. Los remeros, como en la mayoría de las galeras goreanas, son hombres libres. Los esclavos se envían a aquellas que transportan carga. La segunda bodega no es realmente una bodega en absoluto. Es el espacio que queda libre entre la quilla y la cubierta de la primera bodega. Es un espacio de medio metro sin luz, frío y húmedo.
—Haznos entrar —le dije a Thurnock—, pero no la fondees en la playa.
Es frecuente varar en la playa las galeras. Por la noche se acampa en tierra. Pero yo no tenía ningún deseo, en tales circunstancias, de hacer llegar el barco hasta la playa. Quería que estuviese libre, a cierta distancia de la orilla. Con los hombres en los remos preparados por si había que partir rápidamente, respondiendo a una orden, hacia aguas más profundas.
Thurnock gritó sus órdenes.
La cabeza de tarn de madera, que sobresalía de la proa del Tesephone, con sus grandes ojos tallados en la madera y pintados, se volvió lentamente hacia la playa.
Las muchachas pantera habían sido retiradas de sus mástiles.
Me quité las ropas de capitán y me quedé tan sólo son mi túnica. Sostenía mi espada con una mano.
Rim también se preparó.
Cara estaba junto a nosotros. Parecía no encontrarse demasiado bien, algo enferma, por haber estado en la segunda bodega. Pero el aire fresco la reanimaría. Llevaba mucha arena húmeda en las rodillas, la parte inferior de las piernas, las manos y hasta en los codos. Había también algo de arena en su breve túnica blanca.
Llevaba dos grandes botellas de vino, Ka-la-na rojo, de los viñedos de Ar.
—Ve a buscarnos unas cuantas copas.
—Sí, amo —dijo ella.
—¡Remos hacia dentro! —gritó Thurnock—. ¡Pértigas!
Nos hallábamos a unos pocos metros de la orilla. Oí cómo se deslizaban hacia dentro los cuarenta remos.
El Tesephone, dudó, retrocedió un poco, y finalmente se acercó a las rocas.
Salté por el costado de la embarcación manteniendo en alto la espada, su funda y el cinturón.
El agua estaba muy fría y me llegaba a la cintura.
El sonido de otro chapoteo en el agua me dio a entender que Rim me había seguido.
Me acerqué a la orilla.
Me di la vuelta y vi a Thurnock ayudando a Cara a deslizarse con las botellas de paga y las copas hacia los brazos de Rim que estaba esperando.
Pero no la llevó en brazos. La colocó de pie en el agua, dio media vuelta y me siguió.
Thurnock había atado las dos botellas de vino alrededor del cuello de la muchacha, para que aquello no resultase tan complicado, y ella sostenía un saco con las copas por encima de su cabeza, para que no se mojasen con agua salada. Así tuvo que llegar hasta la orilla.
Sentí la arena de la playa bajo mis pies. Me coloqué la espada sobre el hombro izquierdo, al estilo goreano.
La arena estaba caliente.
Los proscritos, que pude comprobar eran seis incluyendo a su jefe, descendían para salir a nuestro encuentro llevando con ellos a las muchachas.
Todavía llevaban puestas las pieles de las mujeres pantera. Les habían atado las manos a la espalda y las habían unido la una a la otra por medio de una rama gruesa, que habían colocado detrás de sus nucas. Cada una estaba unida a la rama por la garganta con fibra de atar. El fuerte brazo de Arn, sujetando la rama por el centro, controlaba a ambas muchachas.
Arn, apretando la rama hacia abajo, obligó a ambas jóvenes a arrodillarse. A continuación colocó un pie sobre la rama de manera que ellas tuvieron que agachar la cabeza hasta el suelo. Cuando apartó el pie, permanecieron tal como él las había dejado.
—¡Rim! —rió Arn—. ¡Ya veo que caíste en manos de mujeres!
Rim no había querido ponerse nada para cubrirse la cabeza y ocultar su vergüenza. Le había crecido algo el cabello, pero era del todo evidente, y aún habría de serlo durante unas cuantas semanas más, lo que le habían hecho. Rim, y yo lo admiraba por ello, había decidido no negar la vergüenza que había caído sobre él.
—¿Tendremos que discutir ese asunto con las espadas? —le preguntó Arn.
—¡No! Hay asuntos más importantes que discutir.
Nos sentamos sobre la arena con las piernas cruzadas, y Cara se arrodilló a un lado.
—Vino —ordenó Rim.
La esclava se aprestó a servirnos.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Arn.
—Hemos estado fuera, en el Thassa. No somos más que ignorantes pescadores.
—Hace cuatro días —dijo Arn—, disfrazado de vendedor ambulante, estuve en Lydius.
—¿Te fueron bien los negocios?
—Conseguí cambiar hilo de acero por unas cuantas chucherías de oro —dijo Arn.
—Son buenos tiempos —respondió Rim.
Cara se arrodilló junto a Rim y vertió vino en su copa. Él la tomó sin fijarse en ella.
Ella sirvió a los demás de igual manera, luego se hizo a un lado para arrodillarse donde estaba antes.
—En una taberna —dijo Arn—, encontré a una muchacha vestida con una breve túnica que, aunque era libre, menuda, de ojos y cabello oscuros, tenía una oreja mellada. Se llamaba Tina.
Algunas muchachas libres, sin familia, se mantienen a sí mismas, lo mejor que pueden, en algunas ciudades portuarias. Las muescas de su oreja indicaban que había sido considerada culpable de un robo por un magistrado. Este tipo de castigo es el que se inflige tanto a hombres como a mujeres libres en todo Gor. La segunda vez que se castiga a un hombre por el mismo motivo, se le corta la mano izquierda, la tercera vez, la derecha. En el caso de una mujer, la segunda vez, si se la condena, se la reduce al estado de esclava.
—Parece ser que ella —prosiguió Arn—, oliendo mi oro y haciendo ver que era presa de un deseo irresistible por mí, decidió quedarse con él. Pidió servirme en una alcoba.
Rim rió.
—Lo que me dio a beber —dijo Arn sonriendo— estaba drogado, por supuesto. Me desperté al amanecer con un dolor de cabeza espantoso. Se había llevado mi bolsa con el dinero.
—Son tiempos difíciles —dijo Rim.
—Fui a protestar ante un magistrado —dijo Arn riéndose—, pero desgraciadamente, había uno que se acordaba muy bien de mí, uno con el que ya había tratado asuntos anteriormente… —dio una palmada en su rodilla—. Ordenó a los soldados que me apresasen y escapé de milagro saltando por los tejados y corriendo hacia el bosque.
—¿Hay alguna otra novedad de Lydius? —pregunté yo.
Arn sonrió.
—Marlenus de Ar —dijo— estuvo en Lydius hace cinco días.
No dejé traslucir ninguna emoción.
—¿Qué hace el gran Ubar tan lejos de Ar? —inquirió Rim.
—Está buscando a Verna —dijo Arn.
Me pareció detectar un leve movimiento en el hombro de una de las muchachas pantera, que seguían con la cabeza sobre la arena y sujetas por la rama.
—Capturó a Verna en una ocasión —prosiguió Arn—, pero se le escapó —me miró—. Y eso no le gustó nada a Marlenus.
—Además —añadió uno de sus hombres—, dicen que ahora Verna retiene como esclava a la hija de Marlenus.
Arn rió.
—¿Dónde está Marlenus ahora? —pregunté.
—No lo sé —dijo Arn—. Pero desde Lydius iba a seguir el rio hasta Laura, doscientos pasangs corriente arriba. Después iba a adentrarse en el bosque.
—Veamos estas muchachas —dijo Rim, señalando con la cabeza hacia las dos mujeres pantera.
—Alzad las cabezas —dijo Arn.
Inmediatamente, ambas muchachas levantaron las cabezas al tiempo que las sacudían, para echar su pelo sobre la espalda. Los dos eran rubias, de ojos azules, como muchas de las mujeres pantera. Tenían la cabeza alta. Estaban arrodilladas en la postura de las esclavas de placer, pues sabían que aquello era lo que se esperaba de ellas.
—Son muchachas vulgares —dijo Rim—. Nada extraordinario.
Los ojos de las muchachas brillaron de rabia.
—Ambas son magníficas —protestó Arn.
Rim se encogió de hombros.
Las muchachas permanecieron de rodillas, orgullosas, enfadadas, mientras las pieles de pantera con que se cubrían les eran arrebatadas.
Eran increíblemente bellas.
—Nada extraordinario —dijo Rim.
Las muchachas contuvieron la respiración.
Arn no parecía satisfecho.
Rim le hizo una señal a Cara.
—Ponte de pie, esclava, y quítate la ropa.
Llena de ira, Cara obedeció.
—Suéltate el pelo —dijo Rim.
Cara tiró de la cinta de lana con la que se recogía el cabello, dejándolo caer libremente.
—Coloca las manos detrás de la cabeza, inclina la cabeza hacia atrás y date la vuelta —ordenó Rim.
Furiosa, Cara obedeció, allí sobre la playa, mientras era inspecionada por aquellos hombres.
—Eso —dijo Rim—, es una muchacha.
Arn la miraba, obviamente impresionado.
Era ciertamente bella, quizás más que las mujeres pantera. Eran todas mujeres extraordinariamente bellas.
—Vístete —le dijo Rim a Cara.
Rápidamente, agradecida, ella obedeció, poniéndose la breve túnica y volviendo a colocarse la cinta que sujetaba su cabello en la cabeza. Luego se arrodilló de nuevo a un lado de su amo, algo detrás de él. Tenía la cabeza gacha. Contuvo un sollozo. Nadie le prestó atención. Ero sólo una esclava.
—Puesto que somos amigos y nos conocemos desde años, Rim —comenzó Arn, afablemente—, estoy dispuesto a dejar ir a estas dos bellezas por diez piezas de oro cada una, diecinueve si te llevas las dos.
Rim se puso de pie.
—No voy a hacer ningún negocio con estas condiciones —dijo.
También yo me puse de pie. Sin embargo, para mí era importante obtener al menos una de aquellas muchachas. Formaba parte de mi plan el tratar de obtener información entre las personas próximas a Verna, o a su grupo. Me daba la impresión de que al menos una de ellas podría saber algo que me interesase para llevar a cabo mi empresa. Era por aquella razón por lo que nos habíamos detenido en aquel punto de intercambio.
—Nueve monedas de oro por cada una —dijo Arn poniéndose también de pie.
—Recoge las copas y el vino —le dijo Rim a Cara. Ella comenzó a hacerlo.
—Diecisiete por las dos —dijo Arn.
—Me insultas —dijo Rim—. Estas muchachas no han sido ni siquiera adiestradas, ni marcadas; son salvajes de los bosques.
—Son unas bellezas —dijo Arn.
—Nada extraordinario —dijo Rim.
—¿Pues cuánto crees tú que valen?
—Te pagaremos cuatro discotarns de cobre por cada una.
—¡Eslín! —gritó Arn—. ¡Eslín!
Las muchachas gritaron furiosas.
—Cinco por cada una —concedió Rim.
—Estas mujeres podrían ser vendidas en Ar. ¡Por diez monedas de oro cada una!
—Tal vez —dijo Rim—. Pero no estamos en Ar.
—Me niego a vender por menos de ocho piezas de oro cada una —concluyó Arn.
—A lo mejor las puedes llevar a Lydius y venderlas allí —sugirió Rim.
Sonreí.
—¿O tal vez a Laura?
Rim era astuto. Sería muy peligroso llevar a aquellas mujeres a tales lugares. Arn, un proscrito, lo sabía bien. Nosotros podríamos vender fácilmente a aquellas mujeres en Laura o, más probablemente en Lydius, pero no era algo que pudiera resultar fácil para un proscrito.
Rim, seguido por Cara y por mí, comenzó a dirigirse hacia el Tesephone, playa abajo.
Arn le siguió enfadado.
—¡Cinco cada una! —explotó—. ¡Es mi precio más bajo!
—Estoy seguro —dijo Rim— de que pasarán muchos barcos por aquí y encontrarás comprador.
Rim me había dicho que en aquella época del año no pasaban muchos por el punto de intercambio. El comienzo de la primavera es el momento más propicio, pues da tiempo a preparar a las muchachas, aunque sólo sea parcialmente, y así poder venderlas mejor en los mercados de primavera y verano de muchas ciudades.
Estábamos ya a medio verano.
—Te las cambio por tu esclava dijo Arn, señalando a Cara.
Rim la miró. La esclava llevaba las copas y el vino. Se quedó de pie allí, con la arena hasta los tobillos.
Lo que ella desease no tenía la menor importancia.
Los ojos se le llenaron de una expresión de miedo; le temblaba el labio inferior.
¿Estaría Rim dispuesto a cambiarla?
—Vete al barco —le ordenó Rim.
Cara se volvió, dando traspiés en la arena, llorando, y se dirigió al Tesephone.
Thurnock tomó el vino y las copas de sus manos y la ayudó a subir a bordo.
Se la veía temblar.
Rim y yo nos metimos en el agua y comenzamos a avanzar hacia el barco.
—¡Dos monedas de oro cada una! —gritó Arn.
Rim se dio la vuelta en el agua.
—Cinco discotarns de cobre cada una —le dijo.
—¡Tengo mucho oro! —exclamó Arn—. ¡Me insultas!
—Te robaron la bolsa de oro en Lydius —le recordó Rim—. Cierta muchacha con la oreja mellada llamada Tina.
Los hombres de Arn rieron de buena gana en la playa. Arn se volvió a mirarlos. Ellos hicieron un esfuerzo por sofocar sus risas. Luego Arn se volvió riendo hacia Rim.
—¿Qué es lo que piensas ofrecerme de verdad? —le preguntó.
Rim sonrió.
—Un tarsko de plata por cada una —dijo.
—Son tuyas —rió Arn.
Uno de sus hombres separó a las muchachas de la rama que las unía y, cogiéndolas por el pelo, las metió medio metro en el agua.
Tomé dos tarskos de plata de mi bolsa y se los tiré a Arn.
Rim tomó las muchachas del proscrito que las sujetaba por el pelo y comenzó a avanzar con ellas, que seguían con las manos sujetas a la espalda, hacia el barco.
Me agarré de la mano de Thurnock y subí a bordo.
Rim estaba junto al barco con las muchachas.
—¡No conseguiréis nada de nosotras! —le dijo una.
Rim mantuvo sus cabezas bajo el agua durante más de un ehn. Cuando tiró de ellas, tenían los ojos salvajemente abiertos y resoplaban y escupían, intentando llenar sus pulmones de aire.
No ofrecieron resistencia cuando se las subió a bordo.
—Encadénalas en cubierta —le dije a Thurnock.
—Éste —dijo la mujer pantera, pinchando el cuerpo suspendido con un cuchillo— es interesante; nos proporcionó mucho placer antes de que nos cansáramos de él.
Era la tarde siguiente a nuestra transacción con Arn, el proscrito.
Nos habíamos dirigido hacia el norte, siguiendo la orilla oeste del Thassa, dejando los bosques a nuestra derecha.
Nos encontrábamos tan solo a unos pasangs del punto de intercambio en el que, el día anterior, habíamos adquirido las dos mujeres pantera.
Los proscritos, hombres y mujeres no se molestan demasiado los unos a los otros en los puntos de intercambio. Cada grupo tiene sus propios mercados. No recuerdo que se haya dado ningún caso de mujeres que hayan sido apresadas y esclavizadas en un punto de intercambio, mientras regateaban el precio de sus presas, ni de hombres que fueran hechos esclavos, mientras mostraban y comerciaban con sus capturas. Si los puntos de intercambio se hacían inseguros para hombres y mujeres proscritos, por culpa de unos u otros, el sistema de tales puntos perdía todo su valor. Y para ellos, para su comercio, la permanencia de estos puntos y su seguridad, parece esencial.
—Una mujer rica y dulce podría pagar un alto precio por él —nos advirtió la mujer.
—Sí —aseguró Rim—, parece robusto y atractivo.
Otra mujer pantera, situada detrás del hombre, le golpeó inesperadamente, con un látigo.
El hombre gritó de dolor.
La franja afeitada en su cabeza, desde la frente a la nuca, era reciente.
Las muchachas habían clavado dos mástiles en la arena y habían atado a ellos una barra horizontal. Las muñecas del hombre estaban sujetas a ella por fibra de atar. Se las habían separado ampliamente. Estaba desnudo y suspendido a medio metro del suelo. También le habían separado las piernas para atárselas a los mástiles.
Detrás de esta estructura había otra más. También en ella se encontraba un desdichado, colocado allí por las mujeres pantera para ser vendido.
También a él le habían afeitado la cabeza.
—Éste es el punto de intercambio donde me vendieron —me informó Rim.
La muchacha pantera, Sheera, que era la líder de aquel grupo, se sentó sobre la arena caliente, con las piernas cruzadas.
—Negociemos —dijo.
Sheera era una muchacha fuerte de cabello negro. Llevaba un collar de garras y cadenas doradas alrededor del cuello. Lucía pulseras doradas sobre sus brazos bronceados. Alrededor de su tobillo izquierdo lucía una pulsera de conchas. Había una funda de cuchillo en su cinturón y el cuchillo lo tenía en la mano y, mientras hablaba, jugaba con él y dibujaba en la arena.
—Sirve vino —le dijo Rim a Cara.
Yo no estaba interesado en adquirir hombres, pero quería obtener cualquier tipo de información de las mujeres pantera. Y aquellas mujeres eran libres. ¿Quién podía imaginarse lo que sabían?
—Vino, esclava —dijo Sheera.
—Sí, ama —susurró Cara y le llenó la copa.
Sheera la miró con desprecio. Cara se arrastró hacia atrás, con la cabeza baja.
Las mujeres pantera son arrogantes. Viven solas en los bosques del norte, cazando, consiguiendo esclavos y asaltando. No tienen demasiado respeto por nadie o por nada que sea ellas mismas a excepción, claro está, de las bestias que cazan, las panteras del bosque y los rápidos y sinuosos eslines.
Puedo entender por qué mujeres como ellas odian a los hombres, pero no me resulta tan claro por qué sienten tanta enemistad por las demás mujeres. En realidad, les tienen más respeto a los hombres, que son quienes las cazan y a quienes cazan ellas, más que a las mujeres que no sean como ellas. Quizás a quienes más desprecian sea a las bellas esclavas y no había duda de que Cara era una de ellas. No estoy seguro del porqué de este odio por las demás criaturas de su mismo sexo. Sospecho que se debe a que en el fondo se odian a sí mismas y odian su feminidad, quizás desean ser hombres; no lo sé. Parece que temen horriblemente ser mujeres de verdad. Cuentan que las mujeres pantera que son capturadas se convierten en esclavas increíbles.
Sheera clavó sus fieros ojos negros en mí. Jugueteando con el cuchillo sobre la arena. Su cuerpo era fuerte y excitante. Tenía las piernas cruzadas como un hombre.
—¿Qué ofrecéis por estos dos esclavos? —preguntó.
—Esperaba ser recibido por Verna, la Proscrita —dije—. ¿No es cierto que vende en este punto?
—Soy enemiga de Verna —dijo Sheera. Clavó el cuchillo en la arena.
—¡Oh! —exclamé.
—Muchas muchachas venden desde este punto —explicó Sheera—. Verna no vende hoy aquí. Vendo yo ¿Cuánto ofrecéis?
—Esperaba encontrar a Verna —insistí.
—Según he oído —apuntó Rim— Verna ofrece una mercancía que es la mejor con diferencia.
Sonreí. Recordé que había sido Verna y su banda quienes le habían vendido a él. Rim, a pesar de ser un proscrito, no era precisamente cualquier cosa.
—Vendemos lo que atrapamos —dijo Sheera—. A veces la suerte le sonríe a Verna; otras no.
Me miró.
—¿Cuánto dais por ellos? —preguntó.
Alcé la cabeza para mirar a los dos desdichados que colgaban de los mástiles.
Les habían golpeado con dureza y también se habían divertido mucho con ellos.
No había acudido al punto de intercambio porque tuviese el más mínimo interés por ellos, pero no deseaba dejarles a merced de aquellas mujeres pantera. Ofrecería algo por ellos.
Sheera miraba a Rim detenidamente. Sonrió.
—Tú —le dijo— has llevado las cadenas de las mujeres pantera.
—No es algo imposible —concedió Rim.
Sheera y las muchachas rieron.
—Eres un tipo interesante —le dijo Sheera a Rim—. Tienes suerte de que nos hallemos en un punto de intercambio. De estar en cualquier otro lugar, quizás te encadenásemos.
—¿Eres de los buenos? —le preguntó a Rim una de las muchachas.
—Los hombres —dijo Sheera— son unos esclavos deliciosos.
—Las mujeres pantera —apostilló Rim— tampoco son malas esclavas.
Los ojos de Sheera brillaron. Hundió el cuchillo en la arena hasta la empuñadura.
—Las mujeres pantera no son esclavas —siseó.
No parecía oportuno mencionarle a Sheera que, a bordo del Tesephone, desnudas, encadenadas en la primera bodega, maniatadas y con caperuzas, había dos muchachas pantera. Había tomado todas las precauciones posibles para que no vieran o fueran vistas, no gritasen o fueran oídas. Después de interrogarlas debidamente, pensaba venderlas en Lydius.
—Has mencionado —le dije a Sheera— que eres enemiga de Verna.
—Soy su enemiga.
—Estamos ansiosos por conocerla. ¿Tienes acaso idea de dónde se la puede encontrar?
Sheera frunció el ceño.
—En cualquier parte —contestó.
—He oído que Verna y su grupo vagan a veces por el norte de Laura.
El momentáneo brillo de los ojos de Sheera me dijo lo que yo quería saber.
—Quizás —dijo, encogiéndose de hombros.
La información sobre Verna la había conseguido de una esclava que había estado en mi casa, llamada Elinor. Ahora le pertenecía a Rask de Treve.
—El campamento de Verna —le dije a Sheera rotundamente— no está solamente al norte de Laura, sino al oeste.
Pareció sorprendida. Leí de nuevo en sus ojos. Lo que acababa de decir estaba equivocado. Así pues, el campamento de Verna estaba al norte y al este de Laura.
—¿Vais a ofrecer algo por los esclavos, o no? —preguntó Sheera.
Sonreí.
Ya tenía tanta información como esperaba obtener en el punto de intercambio. Seguramente no era sensato presionar más. Sheera, la líder del grupo, una mujer muy inteligente debía de haberse dado cuenta de que me había facilitado información. Seguía jugando con el cuchillo, pero había dejado de mirarme. Se veía que estaba irritada y que desconfiaba de cuanto dijéramos. Yo esperaba poder obtener información específica de las muchachas que tenía en el barco. Las mujeres pantera conocen por lo general, aunque sea de manera aproximada, el territorio de otros grupos así como la posible localización de sus campamentos y de sus círculos de danza.
—Un cuchillo de acero por cada uno —propuse— y veinte puntas de flecha, también de acero, por cada uno.
—Cuarenta puntas de flecha por cada uno —dijo Sheera— y los cuchillos de acero.
Me di cuenta de que había perdido interés por la negociación. Estaba enfadada.
—Muy bien —dije yo.
—Y catorce libras de caramelos —dijo, levantando la vista repentinamente.
—Muy bien.
—¡Por cada uno!
—Muy bien.
Dio una palmada en sus rodillas y se echó a reír. Las muchachas parecían encantadas.
Hice que trajeran los bienes desde el barco, con unos balanzas para pesar los caramelos.
Sheera y sus muchachas observaban atentamente cuanto se hacía, desconfiando de los hombres, y contaron las puntas de las flechas dos veces.
Satisfecha, Sheera se levantó.
—Tomad los esclavos —dijo.
Varios de mis hombres se encargaron de soltar a los dos esclavos desnudos.
Cayeron sobre la arena y no podían andar. Ordené que les pusieran cadenas de esclavos.
—Llevadlos hasta el barco —indiqué.
Mientras los hombres eran llevados hacia el agua, las muchachas se arremolinaron junto a ellos para escupirles, golpearles, insultarles y burlarse de ellos.
Con todos mis hombres a bordo, el barco fue dirigido hacia aguas más profundas.
—Hacia Lydius —le dije a Thurnock.
—¡Remos fuera! —gritó.
Los remos se deslizaron hacia fuera.
Con un crujido de cuerdas y poleas los hombres comenzaron a izar las velas.
Vi a Sheera de pie, con el agua hasta las rodillas, cerca de la playa. Había guardado el cuchillo de eslín en su funda. Era una muchacha muy corpulenta. El sol hacía brillar las cadenas y las garras que rodeaban su garganta.
—Volved otra vez —gritó—. ¡Quizás tengamos más hombres para venderos!
Alcé mi mano hacia ella, dándole a entender que había recibido su mensaje.
Se echó a reír, dio media vuelta y se dirigió hacia la arena.
Los dos esclavos que yo había adquirido estaban echados de costado sobre cubierta, con las piernas encogidas hacia el rostro y las manos encadenadas.
Me volví hacia un marinero.
—Lleva los dos esclavos abajo, a la primera cubierta —le dije—. Mantenlos encadenados, pero cubre sus heridas y dales de comer. Déjalos descansar.
—Sí, Capitán —dijo él.
Miré hacia la orilla. Las mujeres pantera habían desaparecido ya, y lo habían hecho tan sigilosa y rápidamente como las propias panteras de los bosques.
Los postes en los que habían encadenado los esclavos seguían allí, pero vacíos. Estaban plantados en medio de la playa, para que fueran bien visibles desde el mar.
—Haz subir a las dos mujeres pantera que están en la primera bodega —le dije a otro marinero—. Quítales las caperuzas de esclavas y las mordazas. Encadénalas como antes, a la cubierta del barco.
—Sí, Capitán —respondió el hombre—. ¿Les doy de comer?
—No —respondí.
Algunos marineros treparon al alto mástil para aflojar las cuerdas de candaliza y así dejar caer la vela.
Trajeron a las dos muchachas de la primera bodega. Estaban congestionadas y sus rostros desencajados. Tenían el pelo empapado en sudor. No resulta agradable llevar una capucha goreana de esclavo. Necesitaban aire. Un marinero, sujetándolas por el cabello y al tiempo haciéndolas inclinarse hacia delante, pasó con ellas frente a mí.
Las cuerdas se aflojaron, la vela tarn cayó, abriéndose al viento.
Era algo hermoso.
En la popa, detrás de la cocina al aire libre, las muchachas fueron encadenadas por el cuello a la cubierta, a unas argollas de hierro situadas en el suelo de madera.
Olía a bosko asado y a vulo frito. Estaría delicioso. Me olvidé de las muchachas.
Tenía que atender otros asuntos en el barco.
Sostuve el muslo de vulo frito frente a una de las muchachas.
Estaba sentado delante de ellas sobre un taburete y detrás de mí se encontraba la cocina. Se arrodillaron. Todavía seguían encadenadas por el cuello a las argollas de hierro. Pero ahora además, había hecho que atasen sus manos hacia atrás con fibra de atar. Había algunos hombres a mi alrededor. Rim y Thurnock entre ellos. Las tres lunas goreanas brillaban en el cielo negro iluminado por las estrellas. Las dos jóvenes tenían un aspecto muy bello a la luz de las linternas del barco.
No les había dado nada de comer en todo el día.
En realidad, no habían comido desde su adquisición, la mañana del día anterior, aunque me había preocupado de que tuviesen agua. Por otra parte, esperaba que Arn y sus hombres no hubiesen sido muy generosos en cuanto a comida se refería. Supuse que ambas muchachas debían estar muertas de hambre.
Una de ellas estiró el cuello para acercarse a mí, al tiempo que entreabría la boca para morder.
Retiré la comida.
Se irguió en seguida, con orgullo.
—Quisiera saber —les dije— la situación del campamento de una proscrita y el de su círculo de danza.
—Nosotras no sabemos nada.
—El nombre de la proscrita —proseguí— es Verna.
Antes de que pudieran ocultar una respuesta, leí en sus ojos que reconocían el nombre.
—Nosotras no sabemos nada.
—Sabéis la localización aproximada de su campamento y su círculo de danza.
—No sabemos nada.
—Me lo diréis —les informé.
—Somos mujeres pantera. No diremos nada.
Volví a colocar el muslo de vulo frito frente a la primera muchacha. Durante un rato, lo ignoró, con la cabeza vuelta hacia otro lado. Pero finalmente, no pudiendo contenerse más, me lanzó una mirada de odio y se inclinó de nuevo hacia delante. Sus dientes se cerraron sobre la carne y sofocando un grito, comenzó a comer rápidamente, dejando caer su rubio cabello sobre mi muñeca. Con una mirada le indiqué a Rim que hiciera lo mismo con la otra.
Así lo hizo.
En cuestión de un momento, dejaron los huesos limpios y Rim y yo los arrojamos al mar.
Todavía estaban muertas de hambre, por supuesto, sólo habían comido un poco.
Noté la angustia en sus ojos al pensar que no comerían nada más.
—¡Dadnos de comer! —gritó una de ellas—. Os diremos cuanto deseéis saber.
—De acuerdo —les contesté, mirándolas, esperando que hablasen.
Se miraron la una a la otra.
—Dadnos de comer primero —dijo la que había hablado en primer lugar—. Luego hablaremos.
—Hablad ahora —repliqué—, y si nos parece bien, os daremos de comer después.
Volvieron a mirarse.
La primera bajó la cabeza. Se estremeció como si tratase de ahogar un sollozo. Me miró desesperada. Era una buena actriz.
—El campamento de Verna y su círculo de danza se hallan a cien pasangs al norte de Lydius, y a veinte pasangs hacia el interior desde la orilla del Thassa.
Entonces bajó la cabeza, como si sollozase.
—Por favor, dadme de comer —suplicó.
—Has mentido —le dije.
Me miró llena de rabia.
—Yo lo diré —lloró la segunda muchacha.
—¡No lo hagas! —gritó la primera. Era muy buena actriz. Sí que lo era.
—Tengo que hacerlo —sollozó la segunda muchacha, que tampoco lo hacía mal.
—¡Habla! —le ordené.
La muchacha, mientras su compañera fingía estar rabiosa, bajó la cabeza.
—El campamento de Verna —dijo— se encuentra a diez pasangs río arriba desde Lydius, y cincuenta pasangs al norte, hacia el interior desde Laurius.
—Tú también estás mintiendo —le informé.
Ambas me miraron llenas de rabia. Se revolvieron en sus ataduras.
—Eres un hombre —siseó la primera—. ¡Nosotras somos mujeres pantera! ¿Acaso crees que te diríamos algo?
—Soltadles las manos —le dije a un marinero—, y dadles de comer.
Ellas se miraron sorprendidas. El marinero hizo lo que le había ordenado. Les soltó las manos que tenían atadas a la espalda y llenó dos cuencos de carne de bosko y vulo, que colocó en sus manos.
Devoraron la carne con las manos y los dientes.
Cuando acabaron las miré.
—¿Cómo os llamáis? —pregunté.
—Tana —dijo la primera.
—Ela —fue la respuesta de la segunda.
—Deseo saber la situación del campamento y del círculo de danza de Verna, la proscrita.
Tana se chupó los dedos. Se echó a reír.
—Nunca te lo diremos —anunció.
—No —dijo Ela, al tiempo que acababa el último bocado de bosko asado, con los ojos cerrados.
—Eres un hombre —dijo la primera—. No hablaremos. No importa lo que vayas a hacernos. No nos asusta el látigo. No le tememos al hierro. No hablaremos. Somos mujeres pantera.
En una zona aparte, hablé con Thurnock y Rim.
—Mañana bajaremos a tierra un momento —les dije.
—Sí, Capitán —respondieron.
—Retirad las cadenas de sus cuellos —dije a dos marineros.
Las muchachas me miraron.
Era la noche siguiente a mi adquisición de los dos esclavos.
Retiraron las cadenas que sujetaban los cuellos de las muchachas. Aquel día las habían tratado bien. Se les dio comida y bebida en abundancia y caramelos después de cada comida. Se les había permitido lavarse con un cubo de agua fresca y peinarse la una a la otra.
—Atad bien sus tobillos —dije— y también sus muñecas, detrás de la espalda.
Habíamos bajado a tierra durante un rato aquella tarde. Thurnock y Rim habían penetrado en el bosque con unas trampas. Les acompañaban otros hombres que llevaban barriles de agua. Las muchachas encadenadas en la cubierta, bloqueadas por la cocina y detrás de bultos y enormes cajas, no pudieron ver lo que ocurría.
De haber podido, habrían visto a unos hombres regresar al Tesephone; con barriles de agua y a Thurnock llevar un bulto grande en la espalda, pero aparentemente, no demasiado pesado. El objeto iba cubierto con una lona.
Pusieron a las muchachas boca abajo sobre el suelo de madera.
Cada una notó que les ataban los tobillos con fuerza. También que les colocaban las manos sobre la espalda y que igualmente se las ataban. Quedaron echadas frente a mí.
—Llevadlas a la segunda bodega —dije.
Se las llevaron de cubierta. Las pasaron por la escotilla a los marineros de la primera bodega, quienes a su vez las traspasaron a otras manos que las dejaron en su destino final, ese espacio reducido, lleno de arena, humedad y frío, que es la segunda bodega. Di órdenes específicas de que se las colocase bien adentro, lejos de la escotilla. Así lo hicieron. A continuación se procedió a cerrar la pesada escotilla y a correr los dos cerrojos que la bloqueaban. Por último, se cubrió la rejilla de la escotilla, a través de la que entraba la luz en el interior de la segunda bodega, de manera que ésta quedó sumida en la más absoluta oscuridad.
Lo capturado por Rim y Thurnock regresó al Tesephone en una jaula cubierta con una liana para mantener oculto el interior. En ella llevaba seis urts de bosque, bastante grandes, del tamaño de seis perros pequeños. Así que, aquella noche, después de la cena, abrimos la jaula junto a la escotilla de la bodega inferior.
Thurnock, Rim y yo regresamos a la zona de la cocina. Había sobrado algo de vulo frito. Pensé que las muchachas no tardarían demasiado en descubrir que no estaban solas.
Olfateé el vulo.
Se oyó de pronto, como si surgiese de muy lejos, algo ahogado, un grito aterrorizado.
¿Habían oído movimientos en la oscuridad? ¿Había sentido alguna la respiración de unos pulmones pequeños junto a su rostro? ¿Habrían sentido quizás el roce de su pelaje contra sus piernas, o alguna de ellas habría sentido unos diminutos pies deslizarse por encima de su cuerpo desnudo?
Ambas muchachas estaban gritando.
Los gritos daban verdadera pena. Habían sido mujeres pantera. Pero ahora no eran más que unas muchachas histéricas y aterrorizadas.
Mordisqueé el muslo de vulo.
Se acercó un marinero.
—Capitán —dijo—, las muchachas de la bodega inferior solicitan audiencia.
Sonreí.
—Muy bien —respondí.
Al cabo de unos momentos fueron colocadas de rodillas ante mí. Estaban cubiertas de arena mojada; les cubría el cuerpo, el pelo y las pestañas. Todavía estaban perfectamente atadas. Me senté, como lo había hecho antes, detrás del área de la cocina. Las dos colocaron sus cabezas a mis pies. Se estremecían espasmódicamente.
—El campamento y el círculo de danza de Verna —dijo Tana— se encuentra al norte y al este de Laura. Dirígete a los recintos para esclavos que hay a las afueras de Laura. Luego, cuando comience el bosque, busca un árbol Tur, marcado en su tronco con la hoja de una lanza de muchacha. Desde ese árbol continúa en dirección norte, buscando siempre árboles marcados de similar manera, distanciados más o menos, un cuarto de pasang. Hay cincuenta árboles así. En el que hace cincuenta hay una doble señal. A partir de allí debes ir en dirección norte-noreste. Los árboles vuelven a estar marcados, pero en la base del tronco, con un cuchillo de eslín. Has de pasar por veinte de estos árboles. Luego busca un árbol Tur, destruido por un rayo. A un pasang norte-noreste desde este árbol, vuelve a buscar árboles marcados, pero ahora la marca está, como al principio, en la parte alta del tronco y hecha con lanza de muchacha. Tienes que volver a pasar por veinte de estos árboles. Entonces estarás cerca del círculo de danza de Verna. Su campamento, al norte de un pequeño riachuelo, bien oculto, está a dos pasangs al norte.
Las dos alzaron la cabeza. ¿Iría yo a devolverlas a la bodega inferior? Sus ojos mostraban miedo.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté a la primera muchacha.
—Tana —susurró.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté a la segunda.
—Ela —dijo.
—No tenéis nombres puesto que sois esclavas.
Bajaron la cabeza.
—Volved a atarlas por el cuello —dije a unos marineros.
Cuando lo hubieron hecho les ordené que las desatasen.
Retiraron las ligaduras de las muchachas.
Levantaron los ojos hacia mí, aterrorizadas. Estaban atadas por el cuello.
Las miré a los ojos.
Me miraron apenadas, como esclavas.
—Por la mañana —dije, vendedlas en Lydius.
Bajaron la cabeza llorando.