35
CULPA
Harry salió del metro en la plaza de Egertorget. Faltaba un día para Nochebuena y la gente apremiaba el paso por la acera en busca de los últimos regalos. Sin embargo, la paz navideña parecía haberse posado sobre la ciudad. Podía verse en los rostros de las personas que sonreían satisfechas porque habían acabado con los preparativos de la celebración y, si no era el caso, igualmente sonreían con resignado cansancio. Un hombre con un traje acolchado pasó caminando como un astronauta mientras sonreía y expulsaba vaho de unas mejillas rechonchas y sonrosadas. Pero Harry vio un rostro desesperado. Una mujer pálida vestida con una chaqueta fina de cuero y con un agujero en el codo que daba pataditas de impaciencia junto a la relojería.
Al joven de detrás del mostrador se le iluminó la cara al ver a Harry, se apresuró a despachar al cliente al que estaba atendiendo y desapareció en la trastienda. Volvió con el viejo reloj, que depositó en el mostrador lleno de orgullo.
—Funciona —observó Harry impresionado.
—Todo tiene arreglo —dijo el joven—. Solo una advertencia: procura no darle más cuerda de lo necesario, eso desgasta el mecanismo. Inténtalo, te enseñaré cómo hacerlo.
Mientras Harry daba cuerda, notó la áspera fricción del metal y la resistencia de los muelles. Advirtió la mirada insistente y fija del joven.
—Perdona —dijo el joven—. ¿Puedo preguntarte de dónde has sacado este reloj?
—Me lo dio mi abuelo —contestó Harry, sorprendido por la devoción repentina que resonó en la voz del relojero.
—No, este no. Ése. —El relojero señaló el reloj de pulsera de Harry.
—Me lo dio mi antiguo jefe cuando se fue.
—Vaya. —El joven relojero se inclinó sobre la muñeca izquierda de Harry y examinó la pieza con detenimiento—. Sin duda, es auténtico. Fue un regalo muy generoso.
—¿Ah, sí? ¿Tiene algo de particular?
El relojero miró, incrédulo, a Harry.
—¿No lo sabes?
Harry negó con la cabeza.
—Es un Lange 1 Tourbillon de A. Lange&Söhne. En el dorso encontrarás un número de serie que te indica cuántos ejemplares se fabricaron de ese modelo. Si no recuerdo mal, son ciento cincuenta. Llevas lo más fabuloso que se haya fabricado jamás en relojería. Sí, yo me plantearía si es buena idea llevarlo puesto. Con el precio que alcanza actualmente en el mercado, estaría mejor en una cámara acorazada.
—¿En una cámara acorazada? —Harry miró el reloj de aspecto anónimo que, unos días atrás, había arrojado por la ventana del dormitorio—. No parece de lujo.
—De eso se trata. Viene con una correa normal de piel negra y una esfera gris; no hay ni un diamante ni un gramo de oro en ese reloj. Ahora bien, lo que parece acero corriente, es en realidad platino. Pero su valor está en el trabajo de ingeniería artesana que lo convierte en una obra de arte.
—Ya veo. ¿Y cuánto dirías que vale el reloj?
—No lo sé. Pero en casa tengo un catálogo con precios de subastas de relojes singulares que puedo traer mañana.
—Basta con que me des una cifra aproximada —dijo Harry.
—¿Una cifra aproximada?
—Una idea.
El joven se mordió el labio superior ladeando la cabeza, pensativo. Harry aguardaba.
—No lo vendería por menos de cuatrocientos mil.
—¿Cuatrocientas mil coronas? —exclamó Harry.
—No, no —dijo el joven—. Cuatrocientos mil dólares.
Cuando Harry salió de la tienda, no sintió el frío. Ni tampoco la débil somnolencia que aún le pesaba en el cuerpo después de doce horas de sueño profundo. Apenas se percató de la mujer de ojos hundidos, chaqueta fina de cuero y mirada de drogata que se le acercó y le preguntó si no era el policía con quien había hablado hacía unos días y si sabía algo de su hijo que llevaba cuatro días desaparecido.
—¿Dónde lo vieron por última vez? —preguntó Harry mecánicamente.
—¿Dónde crees? —dijo la mujer—. En Plata, por supuesto.
—¿Cómo se llama?
—Kristoffer. Kristoffer Jørgensen. ¡Hola! ¿Me estás oyendo?
—¿Cómo?
—Tú estás deseando largarte, ¿verdad, tío?
—Lo siento. Ve a la comisaría general con una fotografía y denuncia su desaparición en la primera planta.
—¿Una foto? —soltó una carcajada—. La única foto que puedo enseñar es de cuando tenía siete años. ¿Crees que valdrá?
—¿No tienes nada más reciente?
—¿Y quién crees que se la habría hecho?
Harry encontró a Martine en Fyrlyset. La cafetería estaba cerrada, pero en la recepción del Heimen lo habían dejado entrar por la puerta trasera.
Estaba sola en el lavadero, junto al depósito de ropa. De espaldas a él, vaciaba la lavadora. Carraspeó bajito para no asustarla.
Harry se fijó en sus omoplatos y en los músculos del cuello cuando volvió la cabeza y se preguntó de dónde saldría tanta suavidad. Y si la mantendría para siempre. Ella se irguió, ladeó la cabeza, se apartó un mechón de pelo de la cara y sonrió.
—Hola, tú, el tal Harry.
Se encontraba a un paso de él, con los brazos caídos. La observó con atención. Tenía la piel pálida propia del invierno que, así y todo, irradiaba un extraño resplandor. Las sensibles fosas nasales dilatadas, los ojos, de pupilas extrañas, desbordadas como eclipses lunares parciales. Y los labios que, inconscientemente, replegaba primero hacia dentro, humedeciéndolos, para luego juntarlos, suaves y húmedos, como si se hubiese besado a sí misma. Una secadora emitía un ruido sordo.
Estaban solos. Ella tomó aire y echó la cabeza un pelín hacia atrás. Un solo paso lo separaba de ella.
—Hola —dijo Harry. Y se quedó donde estaba.
Martine parpadeó, nerviosa. Le dirigió una sonrisa breve y algo desconcertada, se volvió hacia la encimera y empezó a doblar la ropa.
—Termino enseguida. ¿Esperas?
—Debo acabar unos informes antes de que empiecen las vacaciones.
—Mañana organizaremos una comida de Navidad aquí —dijo volviéndose hacia él—. ¿Te apetece venir a echar una mano?
Harry negó con la cabeza.
—¿Otros planes?
El Aftenposten estaba abierto a su lado, sobre la encimera. Habían dedicado toda la primera página al soldado del Ejército de Salvación hallado en los servicios del aeropuerto de Oslo la noche anterior. El diario recogía las declaraciones del comisario Gunnar Hagen, quien decía no saber nada del autor ni del móvil, pero que consideraba que el asunto estaba relacionado con el asesinato de la plaza de Egertorget ocurrido la semana anterior.
Como los dos muertos eran hermanos, y el principal sospechoso de la policía era un croata sin identificar, los periódicos especulaban con la posibilidad de que se tratara de una contienda familiar. El VG subrayaba que la familia Karlsen veraneaba en Croacia desde hacía años, y dada la tradición croata de las venganzas de sangre, parecía verosímil una explicación de esa naturaleza. El editorial del Dagbladet prevenía contra los prejuicios sobre la tendencia a relacionar a los croatas con elementos criminales existentes entre los serbios y los albanokosovares.
—Rakel y Oleg me han invitado a su casa —dijo él—. Acabo de pasar a llevarle un regalo a Oleg, y me han invitado.
—¿Ellos?
—Ella.
Martine seguía doblando ropa mientras asentía con la cabeza como si él hubiera dicho algo sobre lo que ella debiera reflexionar.
—Significa que vosotros…
—No —dijo Harry—. No significa eso.
—Entonces, ¿sigue saliendo con ese otro, el médico?
—Sí, que yo sepa.
—¿No has preguntado? —Él distinguió el orgullo herido en su voz.
—No es de mi incumbencia. Por lo visto, él va a celebrar la Navidad con sus padres. Eso es todo. ¿Y tú la pasarás aquí?
Ella asintió sin mediar palabra y sin dejar de doblar ropa.
—He venido a despedirme —anunció Harry.
Ella asintió con la cabeza sin volverse.
—Adiós —dijo él.
Ella dejó de doblar. Harry vio que los hombros le temblaban levemente.
—Comprenderás… —empezó él—. Seguramente no lo creas ahora, pero con el tiempo comprenderás que no podía ser… de otra manera.
Ella se dio la vuelta. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Ya lo sé, Harry. Pero aun así, yo quería hacerlo realidad. Por un tiempo. ¿Habría sido pedir demasiado?
—No —sonrió Harry con ironía—. Habría estado bien por un tiempo. Pero es mejor decir adiós ahora que esperar y que todo sea más doloroso.
—Pero ya es doloroso, Harry. —La primera lágrima le rodaba por la mejilla.
Si Harry no hubiese sabido lo que sabía sobre Martine Eckhoff, habría pensado que era imposible que una chica tan joven tuviese conciencia de lo que era el dolor. Por eso recordó algo que su madre dijo una vez en el hospital, que si había algo peor que haber vivido sin conocer el amor, era haber vivido sin conocer el dolor.
—Me voy, Martine.
Y lo hizo. Se fue al coche que estaba aparcado junto a la acera y dio un golpecito en la ventanilla. El cristal bajó despacio.
—Ya es toda una mujer —dijo—. Así que dudo que necesite que la sigan vigilando tan de cerca. Sé que lo harás de todas formas, pero solo quería decírtelo. Y desearte unas felices Navidades, y que tengas suerte.
Rikard fue a decir algo, pero se limitó a asentir por toda respuesta.
Harry echó a andar hacia el Eika. Notó que el ambiente ya era más cálido.
Enterraron a Halvorsen el tercer día de Navidad. Llovía, el agua del deshielo corría en tromba por las calles y en el cementerio la nieve aparecía gris y pesada.
Harry ayudó a cargar con el féretro. Delante de él estaba el hermano menor de Jack. Harry lo reconoció por sus andares.
Después se reunieron en Valkyrien, en un restaurante sencillo, al que todos llamaban Valka.
—Ven aquí —dijo Beate llevándose a Harry hasta la mesa del rincón. Entonces, añadió—: Han venido todos.
Harry asintió. Sin decir lo que pensaba. Que Bjarne Møller no estaba allí. Nadie sabía nada de él.
—Hay un par de cosas que tengo que saber, Harry. Este caso no se ha resuelto.
Él la miró. Tenía el rostro pálido y demacrado por el dolor. Sabía que no era abstemia, pero en el vaso solo había agua con gas. Se preguntó por qué. Si él hubiese podido aguantarlo, hoy ya habría tomado toda la anestesia que hubiera tenido a mano.
—El asunto no está cerrado, Beate.
—¿Crees que no tengo ojos en la cara, Harry? El asunto ha pasado a manos de un idiota y de un agente de medio pelo de KRIPOS, que se dedican a cambiar montones de papeles de sitio y a rascarse unas cabezas que no tienen.
Harry se encogió de hombros.
—Pero tú resolviste el caso, ¿verdad Harry? Tú sabes lo que ocurrió, solo que no quieres decírselo a nadie.
Harry tomó un sorbo del café.
—¿Por qué, Harry? ¿Por qué es tan importante que nadie lo sepa?
—Pensaba contártelo —respondió él—. Cuando pasase algún tiempo. No fue Robert quien encargó los asesinatos en Zagreb. Fue Jon.
—¿Jon? —Beate lo miró, incrédula.
Harry le habló de la moneda y de Espen Kaspersen.
—Pero tenía que asegurarme —explicó él—. Así que hice un trueque con la única persona que podía identificar a Jon como el que había estado en Zagreb. Le di el número de móvil de Jon a la madre de Stankic. Lo llamó la misma noche que violó a Sofia. Ella dijo que Jon respondió en noruego, pero que cuando ella no contestó, empezó a hablar en inglés y preguntó «Is that you?», pensando obviamente que se trataba del pequeño redentor. Me llamó a mí después y confirmó que era la misma voz que la de Zagreb.
—¿Estaba totalmente segura?
Harry asintió con la cabeza.
—La expresión que utilizó fue «quite sure». Por lo visto, Jon tenía un acento inconfundible.
—¿Cuál era tu parte del trueque?
—Procurar que su hijo no muriese aniquilado por nuestra gente.
Beate bebió un sorbo de agua como si necesitase tragar la información.
—¿Tú prometiste eso?
—Palabra —dijo Harry—. Y ahora viene lo que iba a contarte. No fue Stankic quien mató a Halvorsen. Fue Jon Karlsen.
Ella lo miró boquiabierta. Luego, el llanto le afloró a los ojos y susurró con voz amarga:
—¿Es eso cierto, Harry? ¿O solo lo dices para que me sienta mejor? ¿Porque crees que no voy a poder vivir sabiendo que el autor ha escapado?
—Bueno. Tenemos la navaja que hallaron debajo de la cama de Robert el día después de que Jon violara allí a Sofia. Si le pides a los técnicos forenses que te hagan un favor personal y comprueben si la sangre de la hoja concuerda con el perfil de ADN de Halvorsen, creo que te quedarás tranquila.
Beate miró al interior del vaso.
—Sé por el informe que estuviste en los servicios, pero que no viste a nadie. ¿Sabes lo que creo? Creo que te encontraste con Stankic, pero que no quisiste pararle los pies.
Harry no contestó.
—Creo que la razón por la que no le contaste a nadie que sabías que Jon era culpable, fue que querías que nadie se interpusiera hasta que Stankic hubiese cumplido con su encargo. Asesinar a Jon Karlsen —declaró Beate con la voz trémula de ira—. Pero si crees que te voy a dar las gracias por ello, te equivocas.
Puso el vaso en la mesa con contundencia y algunas personas los miraron. Harry guardó silencio y esperó.
—Somos policías, Harry. Hacemos cumplir la ley. No castigamos. Y tú no eres mi maldito redentor personal. ¿Lo comprendes?
Sin dejar de temblar, tomó aire y se pasó el dorso de la mano por debajo de los ojos llorosos.
—¿Has terminado? —preguntó Harry.
—Sí —repuso ella mirándolo obstinada.
—No conozco las razones por las que hice lo que hice —dijo Harry—. El cerebro es una calculadora muy extraña. Puede que tengas razón. Quizá tuve algo que ver con lo que pasó. Pero quiero que sepas que no lo hice por salvarte a ti, Beate. —Harry apuró el café de un trago y se levantó—. Lo hice para salvarme a mí mismo.
Entre el día de Navidad y el de Fin de Año, la lluvia dejó limpias las calles. La nieve desapareció por completo y cuando llegó el nuevo año con un par de grados bajo cero y más copos leves como plumas, fue como si el invierno hubiese emprendido un comienzo renovado y mejor. A Oleg le habían regalado unos esquís de eslalon y Harry lo llevó a las pistas de Wyller para que empezase a practicar cuñas. En el coche, camino a casa, después del tercer día de practicar en las pistas, le preguntó a Harry si no iban a empezar pronto con las puertas.
Harry vio el coche de Lund-Helgesen aparcado frente al garaje, así que dejó a Oleg en la entrada y se marchó a casa. Cuando llegó, se echó en el sofá y se quedó mirando al techo escuchando discos. Los antiguos.
La segunda semana de enero Beate anunció que estaba embarazada. Que su hijo, el hijo de Halvorsen, nacería en verano. Harry hizo memoria y se preguntó cómo pudo estar tan ciego.
En realidad, Harry dedicó el mes de enero a cavilar, porque parecía que los habitantes de Oslo hubiesen acordado darse una tregua y no matarse durante ese mes. Así que pensó si dejaría que Skarre se trasladase con él al 605. A la oficina de esclarecimientos. Pensó en qué haría el resto de su vida. Y si llegaría a saber si había hecho lo correcto.
No reservó billete de avión a Bergen hasta finales de febrero.
En la ciudad de las siete montañas seguía siendo otoño y no había nieve, y al llegar a Fløien, Harry tuvo la sensación de que la nube que los envolvía era la misma que la vez anterior. Lo encontró sentado a una mesa del Fløien Folkerestaurant.
—Dicen que es aquí donde vienes a sentarte últimamente —dijo Harry.
—Te estaba esperando —contestó Bjarne Møller apurando el vaso—. Te has tomado tu tiempo.
Salieron y se colocaron junto a la barandilla del lugar que ofrecía aquella vista panorámica. A Møller se lo veía aún más pálido y delgado que la última vez. Tenía los ojos despejados, pero la cara hinchada, y le temblaban las manos. Harry supuso que se debía más a las pastillas que al alcohol.
—Es que al principio no entendí lo que habías querido decir —reconoció Harry—. Con eso de que siguiese el dinero.
—¿No tenía razón?
—Sí —contestó Harry—. Tenías razón. Pero creí que estabas hablando de mi caso. No de ti.
—Hablaba de todos los casos, Harry. —El viento le agitaba largos mechones de pelo que a ratos le tapaban la cara—. Por cierto, no me has contado si Gunnar Hagen quedó satisfecho con la resolución de tu caso. O mejor dicho, con la ausencia de resolución.
Harry se encogió de hombros.
—David Eckhoff y el Ejército de Salvación se han ahorrado un escándalo embarazoso que podía haber dañado su buen nombre y su misión. Albert Gilstrup perdió a su único hijo y a una nuera y le cancelaron un contrato que probablemente habría salvado la fortuna familiar. Sofia Miholjec y su familia vuelven a Vukovar. Un benefactor local recién establecido les ayudará a construirse una casa allí. Martine Eckhoff se ve con un chico que se llama Rikard Nilsen. En fin, la vida sigue su curso.
—¿Y tú? ¿Ves a Rakel?
—De vez en cuando.
—¿Y qué pasa con ese médico?
—No pregunto. Bastante tienen con lo suyo.
—¿Es que ella te quiere de vuelta? ¿Es eso?
—Creo que querría que yo fuese un tío capaz de llevar una vida como la que vive él. —Harry se levantó las solapas de la chaqueta y entornó los ojos mientras contemplaba la ciudad que se extendía ante ellos—. A veces, a mí también me gustaría.
Se quedaron en silencio.
—Llevé el reloj de Tom Waaler a un joven relojero que entiende de esas cosas, para que le echase un vistazo. ¿Recuerdas que te conté que tenía pesadillas donde aparecía un Rolex haciendo tictac en el brazo amputado de Waaler?
Møller asintió con la cabeza.
—Pues ya sé por qué —prosiguió Harry—. Los relojes más caros del mundo tienen un sistema de mecanismo Tourbillon con una frecuencia de veintiocho mil revoluciones por segundo. Eso hace que el segundero gire como si flotara con un único movimiento. Y tienen un mecanismo que hace que el tictac sea más intenso que en otros relojes.
—Buenos relojes, los Rolex.
—Un relojero había puesto Rolex para ocultar la verdadera marca. Es un Lange 1 Tourbillon. Uno de los ciento cincuenta ejemplares que se fabricaron. De la misma serie que el que tú me regalaste. La última vez que se vendió un Lange 1 Tourbillon en una subasta, el precio rondaba los tres millones de coronas.
Møller hizo un gesto de afirmación con un asomo de sonrisa en los labios.
—¿Era así como os pagabais entre vosotros? —preguntó Harry—. ¿Con relojes de tres millones de coronas?
Møller se abrochó el abrigo y se subió las solapas.
—Su valor es más estable y menos revelador que los coches caros. Menos ostentoso que las obras de arte, más fáciles de pasar como contrabando que el dinero y además no necesitan ser «lavados».
—Y los relojes son algo que se regala.
—Así es.
—¿Qué pasó?
—Es una larga historia, Harry. Y como muchas tragedias, empezó con las mejores intenciones. Éramos un pequeño grupo de personas que quería aportar su granito de arena. Corregir cosas que la sociedad de derecho no podía hacer sola.
Møller se puso unos guantes negros.
—Algunos dicen que la razón por la que muchos delincuentes se libran es porque el sistema judicial es de red gruesa. Pero es una imagen errónea. Es una red fina que atrapa a los pequeños, pero que se rompe cuando irrumpen los grandes. Nosotros queríamos ser una red detrás de la red, la que atrapara a los tiburones. No solo había policías, sino también gente del poder judicial, políticos y burócratas que vieron que nuestra estructura social, la legislación y el sistema jurídico no estaban preparados para la criminalidad internacional organizada que había invadido nuestro país al abrir las fronteras. La policía no tenía los permisos necesarios para jugar al juego de los delincuentes. Hasta que la legislación no estuviese al día, teníamos que actuar de incógnito.
Møller hizo un gesto de negación con la cabeza mientras miraba la niebla.
—Pero un lugar cerrado, secreto, que no puede ventilarse, no tarda en volverse putrefacto. En el nuestro creció una flora de bacterias que primero dijo que teníamos que traer armas de contrabando para disponer de las mismas armas que nuestros adversarios. Luego, para venderlas y financiar así nuestro trabajo. Era una extraña paradoja, pero los que se oponían descubrieron que la flora de bacterias había tomado el mando. Y luego vinieron los regalos. Al principio, pequeñas cosas. Que sirvieran de inspiración para el esfuerzo futuro, según dijeron. Y aseguraban que rechazar esos regalos podría interpretarse como un gesto insolidario. Claro que, en realidad, no era más que la siguiente fase de la putrefacción, una corrupción que, imperceptiblemente, te salpicaba hasta que ya estabas de mierda hasta el cuello. Y no existía retirada posible, ellos sabían demasiado sobre ti. Lo peor era no saber quiénes eran «ellos». Nos habíamos organizado en pequeñas células de pocos integrantes que solo se comunicaban a través de una persona, obligada por el secreto profesional. Yo no sabía que Tom Waaler era uno de nosotros, que era quien organizaba el tráfico de armas, ni que existía una persona con el nombre en clave de El Príncipe. No hasta que Ellen Gjelten y tú lo desvelasteis. Y entonces caí en la cuenta de que hacía mucho que habíamos perdido de vista el verdadero objetivo. Que hacía mucho que no existía otro motivo que el de enriquecernos. Que era un corrupto. Y que era cómplice de… —Møller tomó aire—… que policías como Ellen Gjelten muriesen asesinadas.
Pequeñas porciones, manchas de nubes se arremolinaban pasando sobre ellos como si el Fløien volara.
—Un día ya no aguanté más. Intenté salir. Me dieron alternativas sencillas. Pero yo no tengo miedo. Lo único que temo es que le hagan daño a mi familia.
—¿Por eso los abandonaste?
Bjarne Møller asintió con la cabeza.
Harry suspiró.
—¿Y me diste este reloj para terminar con ello?
—Tenías que ser tú, Harry. No podía ser otro.
Harry asintió con la cabeza. Notó que se le hacía un nudo en la garganta. Pensó en algo que Møller había dicho la última vez que estuvieron allí, en la cima de la montaña. Que era curioso pensar que a seis minutos del centro de la segunda ciudad más grande de Noruega, una persona pudiera perder el norte y morir. Al igual que uno puede encontrarse en el corazón de la justicia y, de repente, perder todo sentido de la orientación y transformarse en lo que combatía en un principio. Y pensó en el gran problema aritmético que se estaba formando en su propia cabeza, en todas las elecciones grandes y pequeñas que en el último minuto lo condujeron al aeropuerto de Oslo.
—¿Y si no soy tan diferente de ti, jefe? ¿Y si te digo que ya he estado donde tú estás ahora?
Møller se encogió de hombros.
—Son casualidades y matices que diferencian al héroe del delincuente, siempre ha sido así. La honestidad es la virtud del perezoso, del hombre sin sueños. Sin delincuentes y desobedientes, aún viviríamos en la sociedad feudal. Yo perdí, Harry, así de sencillo. Creí en algo, pero me volví ciego, y cuando recuperé la visión, mi corazón ya estaba corrompido. Son cosas que pasan continuamente.
Harry se estremeció bajo las sacudidas del viento mientras buscaba las palabras. Cuando por fin las encontró, su voz sonó extraña y compungida:
—Lo siento, jefe. No puedo detenerte.
—No te preocupes, Harry, yo me hago cargo desde aquí. —La voz de Møller sonaba tranquila, casi reconfortante—. Solo quería que lo supieses todo. Que lo entendieses. Y que quizás aprendieses. No hay nada más.
Harry clavó la vista en la niebla impenetrable e intentó en vano hacer lo que su jefe y amigo le había pedido: verlo todo. Mantuvo los ojos abiertos hasta que se le saltaron las lágrimas. Cuando volvió a darse la vuelta, Bjarne Møller había desaparecido. Gritó su nombre en la niebla a pesar de que sabía que Møller tenía razón: no había nada más. Pero pensó que, a pesar de todo, alguien debía gritar su nombre.