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DOMINGO, 20 DE DICIEMBRE
PROMESAS
Era domingo por la mañana, muy temprano, y estaba dormido. En el apartamento de Harry, en la cama de Harry, con la ropa de Harry. Tenía las pesadillas de Harry. Con fantasmas, siempre con fantasmas.
Se oyó un sonido muy débil, como de arañazos en la puerta de la casa. Pero fue más que suficiente. Se despertó, metió la mano por debajo de la almohada y, en cuestión de segundos, ya estaba de pie. El suelo helado le quemaba las plantas descalzas mientras se encaminaba a la entrada de puntillas. A través del rugoso cristal de la puerta distinguió la silueta de una persona. Había apagado todas las luces de dentro y sabía que nadie podría ver nada desde fuera. La persona parecía estar encorvada manoseando algo. ¿Acaso no lograba meter la llave en la cerradura? ¿Estaría borracho? Tal vez no hubiese estado de viaje, sino bebiendo toda la noche.
Se colocó a un lado de la puerta y tendió la mano hacia el frío metal del picaporte. Contuvo la respiración mientras notaba la fricción de la culata de la pistola en la otra mano. Tuvo la sensación de que la persona que había al otro lado de la puerta también contenía la respiración.
Esperaba que no causara más problemas de los necesarios, que Hole fuera lo bastante sensato como para comprender que no tenía elección: o lo llevaba adonde estaba Jon Karlsen o, si no era posible, se las ingeniaba para traer a Jon Karlsen al apartamento.
Con la pistola en alto para que se viera enseguida, abrió la puerta de golpe. La persona que había al otro lado se sobresaltó y retrocedió un par de pasos hacia atrás.
Había algo por fuera, sujeto al picaporte. Un ramo de flores envuelto en papel y plástico. Con un sobre grande pegado al papel.
La reconoció enseguida, pese a la expresión de miedo.
—Get in here —dijo bajito.
Martine Eckhoff vaciló hasta que él levantó un poco más la pistola.
Le indicó que fuese al salón y la siguió. Le pidió educadamente que se sentara en el sillón de orejas antes de acomodarse en el sofá.
Finalmente, ella apartó la vista de la pistola y lo miró.
—Siento el atuendo —dijo—. ¿Dónde está Harry?
—What do you want? —preguntó ella.
Le sorprendió su voz. Una voz tranquila, casi cálida.
—Quiero a Harry Hole —dijo—. ¿Dónde está?
—No lo sé. ¿Qué quieres de él?
—Deja que yo haga las preguntas. Si no me cuentas dónde está Harry Hole, tendré que dispararte. ¿Lo comprendes?
—No sé dónde está. Así que, adelante, dispara si crees que te servirá de algo…
Buscó el miedo en sus ojos. En vano. Quizá fueran las pupilas, tenían algo raro.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él.
—He traído una entrada para un concierto que le prometí a Harry.
—¿Y flores?
—Una ocurrencia, nada más.
Cogió el bolso que ella había dejado encima de la mesa, rebuscó dentro hasta encontrar su cartera y una tarjeta bancaria. Martine Eckhoff. Nacida en 1977. Dirección: Sorgenfrigata, Oslo.
—Tú eres Stankic —dijo ella—. Estabas en el autobús blanco, ¿verdad?
Él volvió a mirarla y ella le sostuvo la mirada. Luego hizo un gesto afirmativo.
—Estás aquí porque quieres que Harry te lleve hasta Jon Karlsen, ¿no? Y ahora no sabes qué hacer, ¿me equivoco?
—Cállate —le espetó él en un tono que no había pretendido. Ella tenía razón, todo se desmoronaba a su alrededor. Se quedaron en silencio en el salón a oscuras mientras fuera amanecía.
Al cabo de unos minutos, Martine volvió a tomar la palabra.
—Yo te puedo llevar hasta Jon Karlsen.
—¿Cómo? —preguntó él, sorprendido.
—Sé dónde está.
—¿Dónde?
—En una granja.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque el Ejército de Salvación es el propietario de la granja y yo soy quien custodia las listas en las que figura quién la ocupa. La policía me llamó para confirmar si podían disponer de ella sin ser molestados durante los próximos días.
—Muy bien. Pero ¿por qué ibas a querer acompañarme hasta allí?
—Porque Harry no te lo dirá —contestó ella—. Y le dispararás.
Al mirarla comprendió que hablaba en serio. Asintió lentamente con la cabeza.
—¿Cuántos hay en la granja?
—Jon, su novia y un policía.
Un policía. Un plan empezaba a cobrar forma en su cabeza.
—¿Cuánto se tarda en llegar hasta allí?
—Entre tres cuartos y una hora, contando con el tráfico de la mañana —dijo ella—. Tengo el coche ahí fuera.
—¿Por qué quieres ayudarme?
—Ya te lo he dicho. Solo quiero que esto acabe.
—¿Eres consciente de que, si me tomas el pelo, te meteré un tiro en la cabeza?
Ella asintió.
—Salimos ahora mismo.
A las siete y catorce minutos Harry supo que estaba vivo. Lo supo porque podía sentir el dolor en cada fibra nerviosa. Y porque los perros que llevaba dentro querían más. Abrió un ojo y miró a su alrededor. Vio la ropa esparcida por el suelo de la habitación del hotel. Al menos estaba solo. La mano apuntó al vaso que había en la mesilla de noche y atinó. Vacío. Pasó un dedo por el fondo y lo chupó. Estaba dulce. El alcohol se había evaporado.
Se levantó de la cama y se llevó el vaso al baño. Evitó mirarse en el espejo mientras llenaba el vaso de agua. Bebió lentamente. Los perros protestaban, pero logró mantenerlos bajo control. Luego otro vaso. El avión. Se miró la muñeca. ¿Dónde demonios estaba el reloj? ¿Y qué hora era? Tenía que salir, tenía que ir a casa. Pero antes, una copa… Encontró los pantalones; se los puso. Notaba los dedos entumecidos e hinchados. La bolsa. Allí. El neceser. Los zapatos. Pero ¿dónde estaba el móvil? Desaparecido. Marcó el nueve para contactar con recepción y oyó cómo la impresora escupía una factura detrás del recepcionista, que le repitió la hora hasta tres veces sin que Harry fuese capaz de enterarse.
Harry logró balbucir algo en inglés, aunque ni él mismo fue capaz de entender sus palabras.
—Sorry, sir —dijo el recepcionista—. The bar doesn’t open till three p.m. Do you want to check out now?
Harry hizo un gesto de afirmación y buscó el billete de avión en la chaqueta que estaba a los pies de la cama.
—Sir?
—Yes —contestó Harry antes de colgar.
Se recostó en la cama para seguir hurgando en los bolsillos del pantalón, pero solo encontró una moneda de veinte coronas. Y, de repente, se acordó de lo que había ocurrido con el reloj. Cuando iban a cerrar el bar y él fue a pagar la cuenta, le faltaban unas cuantas kunas, así que puso sobre los billetes una moneda de veinte coronas y se dio media vuelta. Pero antes de llegar a la salida, oyó una exclamación de enfado y notó un dolor en la nuca. Miró al suelo y vio la moneda de veinte coronas dando saltos entre sus pies. Así que volvió a la barra y el camarero murmuró que aceptaba el reloj como compensación por lo que debía.
Harry recordó que se le habían roto los bolsillos de la chaqueta, así que tanteó y encontró el billete de avión dentro del forro del bolsillo interior. Cuando logró sacarlo, buscó la hora de salida. En ese momento llamaron a la puerta. Primero una vez y luego otra, más fuerte.
Harry apenas recordaba lo que había pasado después de que cerrase el bar, así que si aquello tenía que ver con algo sucedido en ese intervalo de tiempo, había pocas razones para creer que le esperase nada agradable. Claro que también cabía la posibilidad de que alguien hubiese encontrado su móvil. Se acercó renqueando a la puerta y la entreabrió.
—Good morning —dijo la mujer—. O tal vez no.
Harry intentó sonreír y se apoyó en el marco de la puerta.
—¿Qué quieres?
Ahora que se había recogido el pelo, le recordaba aún más a una profesora de inglés.
—Hacer un trato —dijo ella.
—Ah. ¿Y por qué no ayer?
—Porque quería saber lo que hacías después de nuestro encuentro. Si te encontrabas con alguien de la policía croata, por ejemplo.
—¿Y sabes que no lo hice?
—Estuviste bebiendo en el bar hasta que cerró, y luego te marchaste tambaleando a tu habitación.
—¿También tienes espías?
—Vamos, Hole. Tienes que coger un avión.
Fuera había un coche esperándolos. Con el camarero del bar que lucía los tatuajes carcelarios al volante.
—A la catedral de San Esteban, Fred —dijo la mujer—. Y rápido, el avión sale dentro de hora y media.
—Sabes mucho sobre mí —observó Harry—. Y yo no sé nada de ti.
—Puedes llamarme Maria —dijo ella.
La torre de la imponente catedral de San Esteban desapareció en la bruma de la mañana que se arrastraba sobre Zagreb.
Maria condujo a Harry por la nave central, donde apenas había gente. Pasaron junto a los confesionarios y delante de una selección de santos con sus correspondientes bancos para la oración. De los altavoces camuflados surgían los acordes de grabaciones de cantos corales cuyo sonido apagado y temblón quizá pretendía inducir a la contemplación, aunque a Harry le hizo pensar en el hilo musical de un supermercado católico. Los guió hasta una nave lateral y, tras cruzar una puerta, llegaron a una habitación pequeña con bancada doble. La luz de la mañana entraba roja y azul por los cristales tintados. Dos velas encendidas se alzaban a ambos lados de una figura de Cristo crucificado. Delante del crucifijo había una figura de cera arrodillada con el rostro vuelto hacia el cielo y los brazos levantados en una plegaria desesperada.
—El apóstol Tomás, patrón de los albañiles —explicó ella inclinando la cabeza y santiguándose—. El que quería morir con Jesús.
Tomás el incrédulo, pensó Harry mientras ella se inclinaba sobre su bolso, sacaba una pequeña vela con una foto de un santo, la encendía y la colocaba delante del apóstol.
—Arrodíllate —le pidió ella.
—¿Por qué?
—Tú haz lo que te digo.
Aunque a regañadientes, Harry hincó las rodillas en el terciopelo rojo y deshilachado del reclinatorio y apoyó los codos en el reposabrazos inclinado de madera renegrida a causa del sudor, la grasa y las lágrimas. Curiosamente, resultó ser una postura bastante cómoda.
—Juro por el Hijo de Dios que voy a cumplir mi parte del acuerdo.
Harry vaciló. Luego inclinó la cabeza.
—Juro… —empezó ella.
—Juro…
—En nombre del Hijo, mi redentor.
—En nombre del Hijo, mi redentor.
—Hacer lo que esté en mi mano para salvar al que llaman Mali spasitelj.
Harry lo repitió.
Ella se levantó.
—Aquí es donde me encontré con mi cliente —explicó—. Aquí me encargó el trabajo. Vámonos, este no es sitio para negociar con el destino de los humanos.
Fred los llevó al gran parque abierto del rey Tomislav y esperó en el coche mientras Harry y Maria buscaban un banco. Las briznas de hierba resecas se esforzaban por erguirse, pero el viento frustraba sus empeños una y otra vez. Al otro lado del viejo pabellón de exposiciones resonó la campana de un tranvía.
—No le vi la cara —le confesó Maria—. Pero tenía voz de persona joven.
—¿De persona joven?
—En octubre llamó por primera vez al International Hotel. Cuando el asunto guarda relación con los refugiados, le pasan la llamada a Fred. Y él me la pasó a mí. La persona que llamó aseguró hacerlo en nombre de otra persona que quería permanecer en el anonimato y que deseaba encargar un trabajo que debía ejecutarse en Oslo. Recuerdo que de fondo había mucho ruido de tráfico.
—Una cabina de teléfonos.
—Probablemente. Yo le dije que nunca hacía negocios por teléfono ni con anónimos, y colgué. Al cabo de dos días volvió a llamar y me citó tres días después en la catedral de San Esteban. Me indicó la hora exacta a la que debía presentarme y las señas del confesionario al que debía acudir.
Delante del banco donde se hallaban se alzaba un árbol, en una de cuyas ramas vino a aterrizar un grajo. El animal inclinó la cabeza y los miró con pesadumbre.
—Aquel día la iglesia estaba llena de turistas. Yo entré en el confesionario acordado a la hora acordada. Había un sobre sellado en una silla. Lo abrí. Dentro encontré instrucciones detalladas sobre dónde y cómo había que liquidar a Jon Karlsen, un adelanto en dólares americanos que excedía la suma que solemos pedir por ese concepto, así como una oferta de los términos en los que cerraríamos el trato. Además, decía que el intermediario con quien yo ya había hablado por teléfono se pondría en contacto conmigo para recibir mi respuesta y acordar los detalles relativos al pago, en el caso de que yo aceptara. El intermediario sería nuestro único medio de contacto, pero, por razones de seguridad, él no estaba al tanto de los detalles de la operación y, por lo tanto, yo tampoco debía revelar nada bajo ninguna circunstancia. Me llevé el sobre, salí del confesionario y de la iglesia y volví al hotel. Media hora más tarde llamó el intermediario.
—Es decir, ¿la misma persona que te había llamado desde Oslo?
—No se presentó, pero, como antigua profesora, suelo fijarme en cómo hablan inglés los demás. Y esa persona tenía un acento muy personal.
—¿De qué hablasteis?
—Le dije que lo rechazábamos por tres razones. Primero, porque tenemos por norma conocer los motivos del contratante para solicitar el encargo. Segundo, porque, por razones de seguridad, nunca permitimos que otros decidan la hora y el lugar. Y tercero, porque no trabajamos con contratantes anónimos.
—¿Qué contestó?
—Dijo que él era el responsable del pago, así que me tendría que contentar con su identidad. Y me preguntó cuánto le costaría que yo prescindiera de las otras objeciones. Luego me reveló lo que estaba dispuesto a pagar. Y yo…
Harry la observó mientras buscaba las palabras inglesas correctas.
—… no estaba preparada para una suma como aquélla.
—¿Qué propuso?
—Doscientos mil dólares. Es quince veces más de lo que solemos cobrar.
Harry asintió despacio.
—Y entonces dejó de interesarte el motivo.
—No te pido que lo entiendas, Hole, pero teníamos un plan desde el principio. Pensábamos volver a Vukovar en cuanto hubiésemos reunido el dinero necesario. Empezar una nueva vida. Cuando llegó esta oferta, comprendí que era nuestro billete de salida. Sería el último trabajo.
—¿Así que renunciaste a los principios idealistas de vuestro negocio de asesinato? —preguntó Harry mientras buscaba los cigarrillos.
—No querrás decir que tú te dedicas de forma idealista a la investigación de asesinatos, ¿verdad, Hole?
—Sí y no. Uno tiene que comer.
Ella sonrió brevemente.
—Entonces, no hay mucha diferencia entre tú y yo, ¿no es cierto?
—Lo dudo.
—Ah, ¿sí? Si no me equivoco, tú, como yo, esperas que paguen los que se lo merecen, ¿verdad?
—Eso cae por su propio peso.
—Pero no es tan evidente, ¿no? Descubriste que la culpabilidad contenía matices que se te escapaban cuando decidiste hacerte policía y salvar del mal a la humanidad. Que había poca maldad, pero mucha fragilidad humana. Muchas historias tristes en las que reconocerse a uno mismo. Pero, como bien dices, uno tiene que comer. Así empezamos a mentir… Tanto a los que nos rodean como a nosotros mismos.
Harry no encontraba el mechero. Si no lograba encender pronto el cigarrillo, explotaría. No quería pensar en Birger Holmen. Ahora no. Notó un roce rasposo en los dientes cuando mordió el filtro.
—¿Cómo dices que se llamaba ese intermediario?
—Preguntas como si ya lo supieras —observó ella.
—Robert Karlsen —declaró Harry rascándose la cara con la palma de la mano—. Él te dio el sobre con las instrucciones el doce de octubre.
Ella enarcó una ceja perfecta.
—Encontramos su billete de avión. —A Harry le dio un escalofrío. El viento lo atravesó como un espectro—. Y cuando volvió a casa ocupó, sin saberlo, el puesto de la persona cuyo destino él mismo había sellado. Es para partirse de risa, ¿verdad?
Ella no contestó.
—Lo que no entiendo —dijo Harry—, es por qué tu hijo no suspendió el encargo cuando se enteró por la televisión o la prensa de que había matado a la persona encargada de pagar la factura.
—Él nunca sabe quién es el contratante ni qué ha hecho la víctima —explicó ella—. Es mejor así.
—¿Para que no pueda delatar a nadie si lo cogen?
—Para que no piense. Para que se limite a ejecutar el trabajo confiando en que yo habré hecho las evaluaciones correctas.
—¿Tanto morales como económicas?
Ella se encogió de hombros.
—Por supuesto, en este caso habría sido una ventaja que hubiese sabido quién era el contratante. El problema es que no se puso en contacto con nosotros después del asesinato. Ignoro la razón.
—No se atreve —contestó Harry.
Ella cerró los ojos y Harry vio que a la mujer se le contraían los músculos de la cara…
—Según tu propuesta, mi parte del acuerdo consiste en traer de vuelta a mi artesano —le recordó la mujer—. Supongo que comprendes por qué no puedo hacer lo que me pides. Pero te he facilitado el nombre de la persona que nos hizo el encargo. Hasta que él no se ponga en contacto con nosotros, no puedo hacer más. Aun así, ¿mantendrás tu parte del acuerdo? ¿Querrás salvar a mi hijo?
Harry no contestó. El grajo despegó de repente de la rama y una lluvia de gotas cayó en la gravilla delante de ellos.
—¿Crees que tu hijo se detendrá si se entera de lo escasas que son sus posibilidades?
Ella sonrió con una mezcla de ironía y tristeza y negó con la cabeza.
—¿Por qué no?
—Porque no teme a nada y es testarudo. Se parece a su padre.
Harry observó a aquella mujer delgada de cabeza erguida y pensó que no estaba tan seguro de que lo último fuese cierto.
—Recuerdos a Fred. Cogeré un taxi para ir al aeropuerto.
La mujer se miró las manos.
—¿Crees en Dios, Harry?
—No.
—Aun así, has jurado ante Él que salvarías a mi hijo.
—Sí —dijo Harry poniéndose de pie.
Ella se quedó sentada mirándolo.
—¿Eres hombre de palabra?
—No siempre.
—No crees en Dios —repitió ella—. Ni tampoco en la palabra que das. Entonces, ¿qué te queda?
Él se abrigó bien con la chaqueta.
—Dime, ¿en qué crees?
—Creo en la promesa siguiente —respondió Harry—. Uno puede cumplir una promesa pese a no haber cumplido la anterior. Creo en volver a empezar. Me parece que no lo he dicho… —Hizo una seña con la mano para detener a un taxi que se acercaba con su placa azul—. Pero esa es la razón por la que trabajo en este gremio.
Ya en el taxi, Harry cayó en la cuenta de que no llevaba dinero suelto. Le dijeron que en el aeropuerto de Pleso había cajeros donde podía utilizar la VISA. Se pasó todo el camino manoseando la moneda de veinte coronas. El recuerdo de la moneda dando vueltas en el suelo del bar del hotel luchaba por imponerse a la idea de la primera copa que se tomaría en el avión.
Ya había amanecido cuando Jon se despertó con el ruido de un coche que llegaba a Østgård. Se quedó mirando al techo. Había sido una noche larga y fría y no había dormido mucho.
—¿Quién será? —preguntó Thea, que, hacía solo unos segundos, dormía profundamente. Jon le notó la preocupación en el tono de voz.
—Seguramente, el relevo del policía —contestó Jon.
Se apagó el motor y se oyó el ruido de dos puertas que se abrían y se cerraban. Se acercaban dos personas. Pero no oyeron voces. Policías taciturnos. Desde la sala de estar, donde se había instalado el policía, pudieron oír que llamaban a la puerta. Una vez. Dos veces.
—¿No piensa abrir? —susurró Thea.
—¡Calla! —le chistó Jon—. Quizás haya salido. Puede que esté en la letrina.
Llamaron por tercera vez. Fuerte.
—Voy a abrir —dijo Jon.
—¡Espera! —le rogó ella.
—Tenemos que dejarles entrar —insistió Jon pasando por encima de ella para vestirse.
Abrió la puerta que daba al salón. En el cenicero de la mesa había una colilla humeante, y en el sofá, una manta. Volvieron a llamar. Jon miró por la ventana, pero no vio el coche. Qué extraño. Se puso justo delante de la puerta.
—¿Quién es? —gritó, ya menos seguro.
—Policía —dijo una voz fuera.
Cabía la posibilidad de que estuviese equivocado, pero le pareció apreciar un acento raro en la voz.
Se sobresaltó ante un nuevo aporreo. Extendió una mano temblorosa hacia el picaporte. Respiró hondo y abrió la puerta de golpe.
El viento gélido arremetió contra él como una pared de agua y el contraluz cegador del sol matutino que tan bajo brillaba en el horizonte lo obligó a entornar los ojos hacia las dos siluetas que aguardaban en el porche.
—¿Sois el relevo? —preguntó Jon.
—No —dijo una voz de mujer que Jon reconoció en el acto—. Ya ha terminado todo.
—¿Que ha terminado? —preguntó Jon, sorprendido, poniéndose la mano sobre los ojos a modo de visera—. Hola, ¿eres tú?
—Sí, tenéis que hacer la maleta, os llevaremos a casa —dijo ella.
—¿Por qué?
Ella se lo explicó todo.
—¡Jon! —gritó Thea desde el dormitorio.
—Un momento —dijo Jon y dejó la puerta abierta mientras regresaba a la habitación.
—¿Quién es? —preguntó Thea.
—Es la policía que me interrogó —explicó Jon—. Toril Li. Y un tipo que también se apellida Li, creo. Dicen que Stankic está muerto. Le han disparado esta noche.
El policía que los custodiaba volvió de la letrina, guardó sus cosas y se marchó. Diez minutos más tarde, Jon se colgaba la mochila del hombro, cerraba la puerta y echaba la llave. Fue pisando sus propias huellas en la nieve profunda hasta llegar a la fachada de la casa, contó cinco tablas y colgó la llave en el gancho que había dentro. Luego se apresuró a unirse a los demás, que ya iban camino del Golf rojo, que, expulsando un humo blanco, los aguardaba con el motor en marcha. Se acomodó en el asiento trasero al lado de Thea. El coche echó a andar y él la rodeó con el brazo y la estrechó antes de inclinarse entre los asientos delanteros.
—¿Qué ocurrió anoche en el puerto de contenedores?
La agente Toril Li miró a su colega Ola Li, que iba en el asiento del acompañante.
—Dicen que, al parecer, Stankic intentó empuñar un arma —explicó Ola Li—. En fin, eso cuenta ese tirador profesional del comando especial.
—¿Y no fue así?
—Depende de lo que entiendas por arma —dijo Ola mirando a Toril Li, a quien le costaba mantenerse seria—. Cuando le dieron la vuelta tenía la bragueta abierta y la polla fuera. Parece que había salido a la puerta para mear.
Toril Li carraspeó, irritada.
—Esto es totalmente off the record —añadió Ola Li rápidamente—. Como ya sabréis, ¿verdad?
—¿Quieres decir que le pegasteis un tiro a bocajarro? —exclamó Thea, incrédula.
—Nosotros, no —matizó Toril Li—. El francotirador del comando especial de Defensa.
—Creen que Stankic oyó algo y volvió la cabeza —dijo Ola.
—Porque la bala le ha entrado por detrás de la oreja y le ha salido por la nariz. Y pim, pam, fuera.
Thea miró a Jon.
—Ha debido de utilizar una munición algo especial, desde luego —dijo Ola pensativo—. Bueno, pronto lo comprobarás, Karlsen. Si logras identificar al tipo, me quito el sombrero.
—De todas formas, habría sido difícil —dijo Jon.
—Sí, lo hemos oído —apuntó Ola haciendo un gesto de negación con la cabeza—. Visage de pantomime, vamos hombre. Bullshit, digo yo. Pero eso también es totalmente off the record, ¿vale?
Siguieron un rato en silencio.
—¿Cómo sabéis que es él? —preguntó Thea—. Quiero decir, si tiene la cara destrozada…
—Reconocieron la chaqueta —dijo Ola.
—¿Eso es todo?
Ola y Toril intercambiaron miradas.
—No —aseguró Toril—. Había sangre seca tanto en la chaqueta como en el trozo de cristal que hallaron en el bolsillo. Están cotejando esa sangre con la de Halvorsen.
—Todo ha terminado, Thea —dijo Jon atrayéndola hacia sí.
Ella apoyó la cabeza en su hombro y él aspiró el olor de su cabello. Pronto dormiría. Mucho tiempo. Entre los respaldos vio la mano de Toril Li sobre el volante. Conducía pegada a la derecha de la carretera cuando se cruzaron con un pequeño coche eléctrico de los que la Casa Real le había regalado al Ejército de Salvación.