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MARTES, 22 DE DICIEMBRE

EXODUS

Ya eran las seis y media de la tarde, pero en el grupo de Delitos Violentos había una actividad febril.

Harry encontró a Ola Li junto al fax. Echó un vistazo al mensaje que estaba entrando. El remitente era la Interpol.

—¿Qué pasa, Ola?

—Gunnar Hagen ha llamado a todo el mundo y ha movilizado a todos los miembros del grupo. Han venido todos. Vamos a coger al tipo que mató a Halvorsen.

Harry advirtió la obstinación en la voz de Li e instintivamente comprendió que reflejaba la atmósfera que reinaba aquella tarde en la sexta planta.

Harry entró en el despacho de Skarre, que estaba detrás de la mesa hablando rápido y alto por teléfono.

—Podemos causaros a tus muchachos y a ti más problemas de lo que tú te crees, Affi. Si no me ayudas, si no sacas a tus chicos a la calle, subirás al primer puesto en nuestra lista de most wanted. ¿Me explico? Así que: croata, estatura media…

—Pelo rubio cortado a cepillo —añadió Harry.

Skarre levantó la vista y saludó a Harry con un gesto.

—Pelo rubio cortado a cepillo. Llámame cuando tengas algo. —Colgó—. Ahí fuera hay un ambiente parecido al Band-Aid. Todo el que puede moverse está participando en la búsqueda. Nunca he visto nada parecido.

—Ya —dijo Harry—. ¿Seguimos sin tener noticias de Jon Karlsen?

—Nada. Lo único que sabemos es que su novia, Thea, dice que habían quedado en verse en el auditorio esta noche. Parece que van a ocupar el palco de honor.

Harry miró el reloj.

—Entonces, a Stankic le queda hora y media para hacer su trabajo.

—¿A qué te refieres?

—He llamado al auditorio. Las entradas están agotadas desde hace cuatro semanas, y no dejan entrar a nadie que no tenga entrada, ni siquiera al vestíbulo. Lo que significa que en cuanto Jon entre en el auditorio, estará a salvo. Llama a Telenor y pregunta si Torkildsen está trabajando y si puede rastrear el teléfono móvil de Karlsen. Ah, y procura que tengamos suficientes agentes armados frente al auditorio, y que todos conozcan la descripción. Y luego llama a la oficina del primer ministro e infórmalos de las medidas especiales de seguridad.

—¿Yo? —preguntó Skarre—. ¿A la oficina del primer ministro?

—Claro que sí —dijo Harry—. Ya eres un niño grande.

Desde el teléfono de su despacho, Harry marcó uno de los seis números que se sabía de memoria.

Los otros cinco eran el de Søs, el de casa de sus padres en Oppsal, el móvil de Halvorsen, el viejo teléfono privado de Møller y el desconectado de Ellen Gjelten.

—Rakel.

—Soy yo.

Harry oyó que tomaba aire.

—Me lo imaginaba.

—¿Por qué?

—Porque estaba pensando en ti —rio bajito—. Así son las cosas, ¿no? ¿O qué?

Harry cerró los ojos.

—He pensado que quizá podría ver a Oleg mañana —dijo él—. Como hablamos.

—¡Qué bien! —celebró ella—. Se pondrá contentísimo. ¿Quieres venir a buscarlo aquí? —Y añadió cuando percibió su vacilación—: Estamos solos.

Harry se debatía entre preguntar o no lo que quería decir con eso.

—Intentaré llegar sobre las seis —anunció.

Según Klaus Torkildsen, el móvil de Jon Karlsen se encontraba en la zona este de Oslo, en Haugerud o Hoybráten.

—Eso no nos ayuda mucho —dijo Harry.

Después de haber pasado una hora entrando inquieto de despacho en despacho para ver qué tal iban los demás, Harry se puso la chaqueta y dijo que se iba al auditorio.

Aparcó en zona prohibida, en una de las pequeñas calles que había alrededor de Victoria Terrasse, pasó junto al Ministerio de Asuntos Exteriores y bajó la ancha escalera hasta la calle Ruseløkkveien antes de girar a la derecha, en dirección al auditorio.

En la enorme plaza que se abría frente a la fachada de cristal, personas vestidas de fiesta apremiaban el paso bajo un frío penetrante. Delante de la entrada había dos hombres fornidos con abrigos negros y auriculares. Cubriendo la fachada, había otros seis agentes de uniforme a los que los asistentes, que no estaban habituados a ver a la policía de la ciudad equipada con pistolas automáticas, miraban curiosos entre tiritones.

Harry reconoció a Sivert Falkeid entre los uniformados y se le acercó.

—No sabía que habían llamado al grupo Delta.

—A nosotros tampoco nos han avisado —dijo Falkeid—. Llamé a la judicial de guardia y pregunté si podíamos echar una mano. Era tu compañero, ¿verdad?

Harry asintió con la cabeza, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo interior y le ofreció uno a Falkeid, que lo rechazó con un gesto.

—¿Todavía no ha aparecido Jon Karlsen?

—No —respondió Falkeid—. Y cuando llegue el primer ministro, no dejaremos pasar a nadie más al palco de honor. —En ese momento entraron dos coches negros en la plaza—. Mira por dónde.

Harry vio salir del coche al primer ministro, al que se apresuraron a acompañar adentro. Al abrirse la puerta, Harry entrevió al comité de recepción. También tuvo tiempo de avistar a un David Eckhoff que sonreía de oreja a oreja, y a una Thea Nilsen no tan sonriente. Ambos lucían el uniforme del Ejército de Salvación.

Logró encender el cigarrillo.

—Joder, qué frío hace —protestó Falkeid—. He perdido la sensibilidad en ambas piernas y la mitad de la cabeza.

Qué envidia, pensó Harry.

Cuando llevaba el cigarrillo por la mitad, el comisario dijo en voz alta:

—No va a venir.

—Eso parece. Esperemos que no haya encontrado a Karlsen.

—Estoy hablando de Karlsen. Ha comprendido que el juego se ha acabado.

Falkeid se quedó mirando a aquel investigador corpulento al que había considerado con madera para formar parte del grupo Delta antes de que le llegaran los rumores de su alcoholismo y su rebeldía.

—¿Qué clase de juego es éste? —preguntó.

—Es una historia muy larga. Voy a entrar. Si Jon Karlsen aparece por fin, hay que detenerlo.

—¿Karlsen? —Falkeid parecía desorientado—. ¿Y Stankic, qué?

Harry soltó el cigarrillo, que chisporroteó en la nieve amontonada alrededor de los pies.

—Eso —dijo lentamente—. ¿Y Stankic, qué?

Estaba sentado en la penumbra manoseando el abrigo que tenía en el regazo. De los altavoces surgían los tenues acordes de un arpa. Los pequeños conos de luz de los focos barrían desde el techo las cabezas del público, estrategia que, supuestamente, debía crear gran expectación ante lo que no tardaría en suceder sobre el escenario.

Un grupo de unas doce personas entró en la sala y produjo un revuelo entre los espectadores de las primeras filas. Algunos hicieron amago de levantarse, pero volvieron a ocupar sus asientos entre susurros y murmullos. Era obvio, en aquel país no se trataba a los dirigentes políticos electos con tanta deferencia. El grupo se acomodó en las tres primeras filas, que habían estado vacías la media hora que él llevaba esperando.

Vio a un hombre trajeado con un cable que le llegaba hasta el oído, pero ningún policía de uniforme. La presencia policial en el exterior tampoco era alarmante. En realidad, él temía que fuesen más. Martine le había contado que asistiría el primer ministro. Por otro lado, ¿qué importancia tenía el número de policías? Él era invisible. Más invisible que de costumbre. Miró satisfecho a su alrededor. ¿Cuántos cientos de hombres en esmoquin habría allí? Ya podía imaginarse el caos. Y la retirada, sencilla pero eficaz. Se había pasado por allí el día anterior y había encontrado una vía de escape. Y lo último que hizo antes de entrar en la sala aquella noche fue controlar que nadie le hubiese puesto una cerradura a las ventanas de los servicios de caballeros. Aquellas ventanas, sencillas y con un cristal opaco, podían sacarse, eran lo bastante grandes y se hallaban a tan poca altura que podría alcanzar la cornisa exterior fácil y rápidamente. Desde allí, solo tendría que dejarse caer unos tres metros y aterrizar en los techos de los coches que estaban debajo, en el aparcamiento. Luego tendría que ponerse el abrigo, salir directamente a la concurrida calle Haakon VII y recorrer a buen paso los dos minutos y cuarenta segundos que lo separaban de la estación de Nationaltheateret, donde el tren del aeropuerto paraba cada veinte minutos. El tren que esperaba coger era el de las veinte diecinueve. Antes de salir de los servicios de caballeros y subir a la sala, se metió dos pastillas desodorantes en el bolsillo.

Tuvo que enseñar la entrada por segunda vez para acceder a la sala. Negó sonriente con la cabeza cuando la señora le preguntó algo en noruego señalando su abrigo. La mujer examinó la entrada y le indicó una butaca en el palco de honor, que no consistía más que en cuatro filas como las demás, situadas en medio de la sala y separadas del resto para la ocasión con una cinta roja. Martine le había dicho dónde se sentarían Jon Karlsen y su novia Thea.

Ahí estaban. Echó un vistazo al reloj. Las ocho y seis minutos. La sala estaba en penumbra y el contraluz del escenario era demasiado fuerte para que pudiera identificar a las personas de la delegación, pero, de repente, la luz de los reflectores bañó uno de los rostros. Solo vislumbró fugazmente una cara pálida y atormentada, pero no le cupo la menor duda. Era la mujer que vio en el asiento trasero junto a Jon Karlsen en la calle Gøteborggata.

Al parecer, había algo de confusión sobre la distribución de las primeras butacas, pero sus ocupantes se decidieron por fin y el muro que formaban sus cuerpos descendió cuando se sentaron. Apretó la culata del revólver que escondía bajo el abrigo. En el tambor había seis cartuchos. No estaba acostumbrado a aquel tipo de arma, que tenía el gatillo más duro que una pistola, pero se había pasado todo el día practicando y ya controlaba el lugar donde el gatillo efectuaba el disparo.

Como por una señal invisible, se hizo la calma en la sala.

Un hombre uniformado se adelantó, probablemente dio la bienvenida y luego dijo algo que hizo que todos se levantaran. El hombre contempló a cuantos le rodeaban en silencio, con la cabeza inclinada. Quizás hubiese muerto alguien. Luego, el hombre añadió algo más y todos se sentaron.

Y, finalmente, se levantó el telón.

Harry aguardaba en la oscuridad, a un lado del escenario, viendo cómo subía el telón. La luz del borde del escenario no le permitía ver al público, pero podía sentir su presencia entre ellos, como la respiración de un gran animal.

El director de la orquesta levantó la batuta y el coro de góspel de la tercera banda de música más importante de Oslo entonó la canción que Harry había oído en El Templo.

«¡Dejad que ondee la bandera de la salvación! ¡En marcha, partiremos a la guerra santa!».

—Perdón. —Oyó decir a alguien. Se volvió y vio a una mujer joven con gafas y auriculares—. ¿Qué haces aquí? —preguntó ella.

—Policía —dijo Harry.

—Soy la regidora y he de pedirte que no te pongas en medio.

—Estoy buscando a Martine Eckhoff —explicó Harry—. Me dijeron que estaría aquí.

—Está allí —dijo la regidora señalando el coro.

Y entonces la vio. Estaba al fondo, en el último peldaño, y cantaba con una expresión grave, casi atormentada. Como si estuviera cantando sobre un amor perdido en lugar de sobre la lucha y la victoria.

A su lado se encontraba Rikard, que, a diferencia de ella, tenía una sonrisa de felicidad en los labios. Su rostro se transformaba completamente cuando cantaba. Nada quedaba de aquella expresión dura y apocada que lo caracterizaba; sus ojos jóvenes irradiaban esplendor, como si creyera de todo corazón lo que estaba cantando, que conquistarían el mundo para la causa del buen Dios, por la causa de la misericordia y el amor al prójimo.

Y, para su sorpresa, Harry se dio cuenta de que el texto era impresionante.

Cuando terminaron, tras los aplausos del público, se dirigieron a un lateral. Rikard descubrió la presencia de Harry y lo miró, perplejo, pero no dijo nada. Cuando lo vio Martine, bajó la vista e intentó esquivarlo describiendo un arco. Pero Harry fue rápido y le cortó el paso.

—Te doy una última oportunidad, Martine. Por favor, no la malgastes.

Ella lanzó un fuerte suspiro.

—Ya te he dicho que no sé dónde está.

Harry la cogió por los hombros y susurró:

—Te condenarán por cómplice. ¿De verdad quieres darle ese placer?

—¿Satisfacción? —sonrió cansada—. Al lugar donde va no disfrutará de ninguna satisfacción.

—¿Y la canción que acabáis de cantar, «que misericordioso se compadece y es el verdadero amigo de los pecadores»? ¿No significa nada, son solo palabras?

Ella no respondió.

—Comprendo que esto es más difícil que ese perdón fácil que prodigas en Fyrlyset, para mayor gloria tuya —prosiguió Harry—. Un drogata que, impotente, roba a personas anónimas para satisfacer su necesidad, ¿qué es eso? ¿Qué es eso comparado con perdonar a alguien que realmente necesita tu perdón? ¿Un verdadero pecador que va camino del infierno?

—Basta —dijo ella, compungida y, sin fuerzas, intentó apartarlo de un empujón.

—Todavía puedes salvar a Jon, Martine. Para que pueda tener otra oportunidad. Para que tú tengas otra oportunidad.

—¿Te está molestando, Martine? —resonó la voz de Rikard.

Harry apretó el puño derecho sin darse la vuelta, preparándose mientras contemplaba los ojos llorosos de Martine.

—No, Rikard —dijo ella—. Estoy bien.

Harry oyó que los pasos de Rikard se alejaban mientras él seguía mirándola. Empezó a sonar una guitarra. Luego, el piano. Harry reconoció la canción. De aquella noche en la plaza de Egertorget. Y de la radio, en Østgård. Morning Song. Sentía como si hubiese transcurrido una eternidad.

—Ambos morirán si no me ayudas a detener esto —dijo Harry.

—¿Por qué dices eso?

—Porque Jon es un caso borderline y actúa empujado por su ira. Y Stankic no tiene miedo a nada.

—¿Y tú pretendes hacerme creer que estás tan interesado en salvarlos porque es tu trabajo?

—Sí —contestó Harry—. Y porque se lo prometí a la madre de Stankic.

—¿A la madre? ¿Has hablado con su madre?

—Juré que intentaría salvar a su hijo. Si no detengo a Stankic, le dispararán. Como al del puerto de contenedores. Créeme.

Harry miró a Martine, luego le dio la espalda y echó a andar. Ya había alcanzado la escalera cuando oyó su voz.

—Está aquí.

Harry se puso rígido.

—¿Cómo?

—Le di tu entrada a Stankic.

En ese momento se encendió la luz del escenario.

Las siluetas de quienes ocupaban las butacas de delante se recortaban con nitidez en la cascada de luz de un blanco reluciente. Se hundió en la butaca, levantó la mano con cuidado, y apoyó el corto cañón contra el respaldo de la butaca de delante, de modo que tuviera vía libre para disparar a la espalda vestida de esmoquin que estaba sentada a la izquierda de Thea. Haría dos disparos. Luego se levantaría y dispararía una tercera vez, si fuera necesario. Pero él sabía que no haría falta.

Notó el gatillo más ligero que en ningún otro momento del día, pero sabía que se debía a la adrenalina. Aun así, ya no tenía miedo. El gatillo se deslizaba más y más y ya había llegado al punto en que dejaba de oponer resistencia, a ese medio milímetro que constituía la tierra de nadie del gatillo, donde uno no tenía más que relajarse y seguir apretando porque ya no había vuelta atrás; donde uno había cedido el control a las implacables leyes de la mecánica y al azar.

La cabeza que coronaba la espalda contra la que la bala no tardaría en hacer impacto se volvió hacia Thea y le dijo algo.

En ese momento, su cerebro registró dos detalles: que curiosamente, Jon Karlsen llevaba esmoquin y no el uniforme del Ejército de Salvación, y que existía un error en la distancia física que mediaba entre Thea y Jon. En una sala de conciertos con la música alta, unos novios se habrían apoyado el uno en el otro.

El cerebro intentó invertir la marcha del acto ya iniciado, la contracción del dedo índice alrededor del gatillo.

Resonó el estallido.

Fue tan fuerte que a Harry le pitaban los oídos.

—¿Cómo? —gritó a Martine para hacerse oír en medio del estrépito que el arrebato convulso del batería había provocado con los platillos y que había dejado momentáneamente sordo a Harry.

—Está en la fila 19, tres filas detrás de Jon y del primer ministro. Butaca 25. En el centro. —Intentó sonreír, pero los labios le temblaban demasiado—. Te conseguí la mejor entrada de la sala, Harry.

Harry la miró. Y echó a correr.

Jon Karlsen intentaba que sus piernas se moviesen como palillos de tambor sobre el andén de Oslo S, pero nunca fue un gran corredor. Las puertas automáticas lanzaron un largo suspiro y se cerraron antes de que el tren plateado del aeropuerto se pusiera en movimiento justo en el momento en que llegaba Jon. Suspiró aliviado y dejó la maleta en el suelo, se quitó la pequeña mochila y se sentó en uno de los bancos de diseño del andén. Pero no soltó la bolsa negra, que tenía en el regazo. Diez minutos para la próxima salida. No pasaba nada, iba bien de tiempo. Tenía un montón de tiempo. Tanto, que casi podría desear tener un poco menos. Miró la boca del túnel por donde aparecería el siguiente tren. Cuando Sofia se hubo marchado y él se quedó dormido de madrugada en el apartamento de Robert, tuvo un sueño. Un sueño desagradable en el que el ojo de Ragnhild lo miraba fijamente.

Echó un vistazo al reloj.

Ya habría empezado el concierto. Y allí estaba la pobre Thea sin él, sin entender nada. Y, por cierto, los demás tampoco. Jon se calentó las manos con el aliento, pero la temperatura era tan baja y el aire húmedo se enfriaba con tanta rapidez que las manos se le helaban más aún. Tenía que hacerlo de esa manera, no había otra forma. Todo había ido demasiado lejos, las cosas se le habían escapado de las manos, no podía arriesgarse a permanecer allí más tiempo.

Era culpa suya, sola y exclusivamente. Aquella noche había perdido el control con Sofia. Debería haberlo imaginado. Toda la tensión acumulada tenía que salir de alguna forma. Lo que lo enfureció de aquel modo fue que Sofia se dejara sin decir palabra, sin emitir un solo sonido. Se limitó a clavarle esa mirada suya hermética e introvertida. Como un cordero propiciatorio. Así que la golpeó en la cara. Con el puño. Al reparar en que se le había rajado la piel de los nudillos, la golpeó de nuevo. Qué estúpido. Para no tener que verla, la había puesto de cara a la pared, y no fue capaz de tranquilizarse hasta después de haber eyaculado. Demasiado tarde. Al verla cuando se marchaba, comprendió que no podría zafarse con las explicaciones de siempre, que se había dado con una puerta o que había resbalado en el hielo.

Otra razón por la que no podía quedarse era la llamada muda que había recibido el día anterior. Rastreó el número entrante. Provenía de un hotel en Zagreb. International Hotel. No tenía ni idea de cómo habían conseguido su número: no estaba registrado. Pero se imaginaba lo que eso significaba: aunque Robert estuviera muerto, no daban el encargo por cumplido. No había contado con esa posibilidad, y no se lo explicaba. Quizá pensaran enviar a otro hombre a Oslo. En cualquier caso, tenía que irse.

El billete de avión que tan precipitadamente había comprado le llevaría a Bangkok vía Ámsterdam. Y estaba emitido a nombre de Robert Karlsen. Como el que compró para ir a Zagreb en octubre. Y ahora, como entonces, tenía el pasaporte del hermano, expedido hacía diez años, en el bolsillo interior. Nadie podría negar el parecido entre él y el hombre de la fotografía. Todos los empleados del control de pasaportes daban por hecho que, en un plazo de diez años, un joven podía cambiar.

Después de comprar el billete fue a la calle Gøteborggata, preparó la maleta y una mochila. Todavía faltaban diez horas para la salida del avión, y tenía que esconderse. Así que se marchó a uno de los apartamentos de alquiler del ejército llamados «semiamueblado», situado en Haugerud, de cuya llave tenía copia. El apartamento llevaba vacío dos años, tenía desperfectos causados por la humedad, un sofá y una butaca cuyos rellenos sobresalían por el respaldo, además de una cama con un colchón lleno de manchas. Allí era donde Sofia tenía que presentarse obligatoriamente todos los jueves a las seis de la tarde. Algunas de las manchas eran de ella. Otras las había hecho él cuando estaba solo. Y en esas ocasiones, siempre pensaba en Martine. Su apetito solo se vio satisfecho una vez: esa era la sensación que buscaba desde entonces. Y no la encontró hasta aquel momento, con una chica croata de quince años.

Un día del pasado otoño, Robert fue a buscarlo, indignado, para contarle que Sofia lo había confesado todo. Jon se puso tan furioso que apenas pudo dominarse.

Fue tan… humillante… Igual que aquella vez, cuando tenía trece años, y su padre le pegó con el cinturón porque la madre había descubierto manchas de semen en sus sábanas.

Y cuando Robert lo amenazó con delatarlo a la dirección del Ejército de Salvación si se acercaba otra vez a Sofia, Jon supo que solo le quedaba una alternativa. Y no fue dejar de ver a Sofia. Porque lo que ni Robert, Ragnhild ni Thea comprendían era que él no podía prescindir de aquello, porque era lo único que lo liberaba y le proporcionaba satisfacción plena. En un par de años Sofia sería demasiado mayor y tendría que buscarse a otra. Pero hasta entonces, podía seguir siendo su princesita, la luz de su alma y el fuego de sus riñones, como lo fue Martine aquella noche, en Østgård, la primera vez que funcionó la magia.

Llegaron más personas al andén. Quizá no ocurriese nada. Puede que bastara con esperar a ver qué sucedía en un par de semanas y regresar después. Regresar junto a Thea. Sacó el teléfono, encontró su número y escribió un mensaje.

«Mi padre está enfermo. Vuelo a Bangkok esta noche. Te llamo mañana».

Lo envió y acarició la bolsa negra. Cinco millones de coronas en dólares. Su padre se alegraría mucho cuando se enterara de que por fin podía pagar la deuda y ser libre. Asumo los pecados de otros, pensó. Los libero.

Miró hacia el túnel, la cuenca negra del ojo. Las ocho y dieciocho minutos. ¿Dónde estará?

¿Dónde estaba Jon Karlsen? Clavó la vista en la hilera de espaldas que tenía delante al tiempo que bajaba el revólver. Los dedos habían acatado su orden y relajado la presión sobre el gatillo. Nunca sabría lo cerca que había estado de disparar. Pero de algo estaba seguro: Jon Karlsen no estaba allí. No había ido. Ésa era la razón de la confusión con las butacas cuando se disponían a tomar asiento.

Se suavizó la música, las escobillas se arrastraban discretamente sobre la piel del tambor y el rasgueo de la guitarra se ralentizó cuando los dedos del guitarrista pasaron del galope al mero trote.

Vio que la novia de Jon Karlsen se agachaba y que movía los hombros como si estuviese buscando algo en el bolso. Se quedó quieta unos segundos con la cabeza gacha. Al cabo de unos instantes, se incorporó de nuevo y él la siguió con la mirada mientras, con movimientos bruscos e impacientes, ella se abría paso por la fila de personas que se levantaban para dejarla pasar. Enseguida supo lo que tenía que hacer.

Excuse me —dijo y se levantó.

Apenas advirtió las miradas de censura de la gente que se levantaba suspirando como si se tratara de un gran esfuerzo. Solo le preocupaba una cosa: que su última oportunidad de coger a Jon Karlsen estaba a punto de abandonar la sala.

Se detuvo en cuanto llegó al vestíbulo y oyó cómo la puerta acolchada se cerraba a sus espaldas al tiempo que la música enmudecía como con un chasquido. La joven no había ido tan lejos. Se hallaba junto a la columna central del vestíbulo, tecleando. Dos hombres de traje hablaban junto al otro acceso a la sala; dos empleadas del guardarropa miraban ausentes al infinito desde detrás del mostrador. Comprobó que el abrigo, que llevaba sobre el brazo, ocultaba bien el revólver y ya se disponía a acercarse a la joven cuando oyó pasos corriendo a su derecha. Se dio la vuelta con el tiempo justo de ver a un hombre corpulento con las mejillas sonrosadas y los ojos muy abiertos que se aproximaba a la carrera. Harry Hole. Sabía que era demasiado tarde, que el abrigo le impediría apuntarle a tiempo con el revólver. El policía le dio un manotazo en el hombro y él se tambaleó hacia atrás y se dio contra la pared. Y vio desconcertado cómo Hole agarraba el picaporte de la puerta de la sala, la abría y desaparecía.

Con la cabeza apoyada en la pared, cerró los ojos. Luego se irguió despacio, vio que a la chica le bailaban los pies de impaciencia, con el teléfono pegado a la oreja y con una expresión de desesperación en la cara, y se encaminó hacia ella. Se le plantó directamente delante, apartó el abrigo para que pudiera ver el revólver y dijo despacio y con claridad:

Please, come with me. Si no, tendré que matarte.

Se le ensombreció la mirada cuando el miedo le dilató las pupilas. Dejó caer el móvil.

El móvil cayó e impactó con las vías emitiendo un pequeño ruido. Jon clavó la vista en el teléfono, que seguía sonando. Un segundo antes de ver en la pantalla que era Thea, pensó que tal vez fuese la voz muda de la noche anterior, que volvía a llamar. No había dicho ni una palabra, pero se trataba de una mujer, ahora estaba seguro. Era ella, fue Ragnhild quien llamó. ¡Basta! ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Estaba a punto de volverse loco? Se concentró en la respiración. Ahora no podía perder el control.

Se aferró a la bolsa negra en cuanto vio aparecer el tren en el andén.

La puerta del tren exhaló un suspiro, él entró, dejó la maleta en el portaequipajes y encontró un asiento libre.

La butaca vacía lo hizo pensar en el hueco de carne que queda cuando te sacan una muela. Harry examinó los rostros que había a ambos lados de la butaca, pero eran demasiado viejos, demasiado jóvenes o del sexo contrario. Se fue corriendo a la primera butaca de la fila diecinueve y se agachó junto al hombre canoso que estaba allí sentado:

—Policía. Estamos…

—¿Cómo? —gritó el hombre colocándose la mano detrás de la oreja.

—Policía —dijo Harry más alto.

Se dio cuenta de que en una fila un poco más adelante un hombre de cuya oreja salía un cable empezaba a moverse mientras hablaba con la solapa de su chaqueta.

—Estamos buscando a una persona que estaba sentada hacia la mitad de esta fila explicó Harry. ¿Has visto a alguien irse o v…?

—¿Cómo?

Una señora mayor, obviamente, la acompañante del caballero en aquella velada, se inclinó hacia delante:

—Acaba de salir. Es decir, de la sala. En mitad de la canción… —A juzgar por el tono de sus últimas palabras, la señora suponía que esa era la razón por la que la policía quería localizar al individuo.

Harry volvió a recorrer el pasillo a toda prisa, abrió la puerta, corrió por el vestíbulo y bajó la escalera hasta el rellano donde se hallaba la puerta de salida. Al ver la espalda uniformada de fuera, gritó mientras todavía estaba en la escalera.

—¡Falkeid!

Sivert Falkeid se dio la vuelta, vio a Harry y abrió la puerta.

—¿Acaba de salir un hombre por aquí, ahora mismo?

Falkeid negó con la cabeza.

—Stankic está aquí —dijo Harry—. Da la alarma.

Falkeid asintió con la cabeza y levantó la solapa.

Harry volvió deprisa al vestíbulo, reparó en un teléfono móvil pequeño y rojo que estaba en el suelo y preguntó a las señoras del guardarropa si habían visto a alguien salir de la sala. Se miraron y contestaron con un no sincronizado. Preguntó si había otras salidas aparte de la escalera que daba al vestíbulo.

—Solo la salida de emergencia —repuso una de ellas.

—Sí, pero hace tal ruido al cerrar que la habríamos oído —añadió la otra.

Harry se apostó de nuevo junto a la puerta de la sala y escrutó el vestíbulo de izquierda a derecha mientras intentaba pensar en posibles vías de escape. ¿Le habría contado Martine la verdad? ¿Era realmente Stankic quien había ocupado aquella butaca segundos antes? En ese mismo momento comprendió que así era. El olor dulzón aún flotaba en el ambiente. El tipo estaba allí cuando Harry llegó. Y en ese momento comprendió por dónde había escapado Stankic.

Cuando Harry abrió la puerta de los servicios de caballeros sintió la bofetada del aire gélido que entraba por la ventana abierta del fondo de la habitación. Se acercó a la ventana, miró hacia abajo, a la cornisa y al aparcamiento y dio un golpe en el marco.

—¡Joder, joder!

Hubo un sonido procedente de uno de los cubículos.

—¿Hola? —dijo Harry muy alto—. ¿Hay alguien ahí?

Le respondió el agua del urinario, que corrió con un rumor irascible.

Allí estaba ese sonido otra vez. Como un lloriqueo. La mirada de Harry barrió los cubículos y encontró la que lucía la señal roja de ocupado. Se puso bocabajo en el suelo y vio unas pantorrillas y unos zapatos de tacón.

—Policía —gritó Harry—. ¿Estás herida?

El lloriqueo cesó.

—¿Se ha ido? —preguntó una voz temblorosa de mujer.

—¿Quién?

—Me dijo que debía permanecer aquí al menos quince minutos.

—Se ha ido.

La puerta del aseo se abrió. Thea Nilsen estaba sentada en el suelo, entre la taza y la pared, con la cara embadurnada de maquillaje.

—Amenazó con matarme si no le decía dónde estaba Jon —explicó llorosa. Como pidiendo disculpas.

—¿Y qué le has dicho? —preguntó Harry, ayudándole a sentarse sobre la taza del váter.

La joven parpadeó confusa.

—Thea, ¿qué le has dicho?

—Jon me ha mandado un mensaje de texto —dijo ella mirando la pared de los servicios con expresión ausente—. Dice que su padre ha caído enfermo. Vuela a Bangkok esta noche. ¿Te lo puedes creer? Precisamente esta noche.

—¿Bangkok? ¿Se lo dijiste a Stankic?

—Esta noche íbamos a saludar personalmente al primer ministro —dijo Thea con una lágrima rodándole por la mejilla—. Y ni siquiera contestó cuando le llamé, ese… ese…

—¡Thea! ¿Le dijiste que Jon cogería un avión esta noche?

La joven asintió con la cabeza como una sonámbula, como si todo aquello no fuera con ella.

Harry se levantó y fue al vestíbulo donde Martine y Rikard hablaban con un hombre que Harry reconoció como un miembro del equipo de seguridad del primer ministro.

—Anula la alarma —gritó Harry—. Stankic ya no está aquí.

Los tres se volvieron hacia él.

—Rikard, tu hermana está ahí dentro. ¿Puedes ocuparte de ella? Martine, ¿puedes venir conmigo?

Sin esperar respuesta, Harry la cogió del brazo, y ella tuvo que apremiar el paso para seguirlo bajando la escalera hacia la salida.

—¿Adónde vamos? —preguntó Martine.

—Al aeropuerto de Oslo.

—¿Y para qué quieres que vaya yo?

—Vas a ser mis ojos, querida Martine. Vas a ayudarme a ver al hombre invisible.

Examinó sus propias facciones en el reflejo de la ventanilla del tren. La frente, la nariz, las mejillas, la boca, el mentón, los ojos. Trató de averiguar qué era, dónde estaba el secreto. Pero no apreció nada de particular por encima del pañuelo rojo, solamente una cara sin expresión con unos ojos y un cabello que, contra la pared del túnel entre Oslo S y Lillestrøm, parecían tan negros como la noche que reinaba fuera.