Porne

Porne

Por una paradoja, la primera experiencia de Nerea en la cama fue tan placentera que no quiso repetirla. Acababa de descubrir que la pasión que había creído sentir por Zósimo el aedo no era más que un remedo del amor verdadero y que, aunque sólo tenía trece años, ya nunca volvería a experimentar aquella arrebatadora embriaguez que su misterioso comprador le había hecho conocer. Durante un tiempo sufrió de mal de amores y, como tantas muchachas antes que ella, creyó que era la primera que lo padecía en la larga historia del ancho mundo. Al día siguiente no quiso salir de su alcoba, se negó a bañarse y a comer y dijo que no hablaría con nadie. Para que no pudieran entrar, atrancó la puerta con el pesado arcón de roble. Mírrina trató de abrirla en vano, así que recurrió a Tratto, que cargando con su enorme corpachón logró mover el baúl y de paso desquiciar la puerta. Mírrina entró furiosa por el estropicio, y cuando además vio a Nerea lloriqueando boca abajo en la cama, la levantó de los pelos y la abofeteó. Pero luego se compadeció de su llanto, porque era difícil no conmoverse con aquellos ojos azules anegados en lágrimas. Con la ayuda del esclavo tracio, la bajó hasta los baños y allí la lavó ella misma. Mientras le frotaba la espalda, la arrulló con dulces palabras. Ella también había sido joven y, como Nerea, había pensado que no habría otra vez comparable a la primera. Pero después había conocido placeres mucho mayores. ¿Qué decía? Muchísimo mayores. A Nerea la aguardaba un futuro brillante, pues su belleza causaría estragos entre los hombres.

—Se dejarán los nudillos llamando a tu puerta, día y noche. Esperarán bajo la lluvia como perros, con las orejas gachas y el rabo entre las piernas, tan sólo para que te asomes un momento y les regales una sonrisa. Te traerán regalos sin cuento: perfumes en tarros de alabastro, pendientes de oro, ajorcas con rubíes engastados, sedas del Oriente, jarrones esmaltados y decorados por los mejores pintores de Atenas y Corinto…

Mírrina insistió días y días con la misma cantinela, pero como era una mujer comprensiva dejó pasar un tiempo para que Nerea se repusiera de la honda impresión que aquel hombre le había causado. Una vez que la muchacha tuvo su segunda menstruación, juzgó que ya era más que suficiente, de modo que la hizo llamar a su presencia y, en el mismo aposento en que la había recibido la primera vez, le preguntó:

—¿Cuánto tiempo piensas que voy a tenerte aquí comiendo a mis expensas?

Nerea agachó la cabeza y un lagrimón grueso y redondo como una perla le rodó por la mejilla.

—¡Deja ya de llorar, niña! ¿Vas a empezar a trabajar para ganarte el pan o tendré que ponerte en la muralla para que ofrezcas el culo por dos cobres?

Nerea se enjugó la lágrima, levantó la mirada y dijo que no.

—¿Sabes que el pecado que más castigan los dioses es la ingratitud?

—Yo no quiero ser ingrata contigo, madre —contestó Nerea, pues Mírrina la había acostumbrado a llamarla así.

—¡Pues empieza a hacer algo por mí! ¿Trabajarás?

—Haré lo que me digas —contestó la muchacha con la voz atenazada por un nudo.

Mírrina se retrepó en el asiento y suavizó la voz.

—Lo que te he dicho es cierto. Tu futuro es brillante. Pero antes tendré que adiestrarte.

—¿En qué?

Mírrina sonrió con picardía.

—En dar placer a los hombres. Cuando aprendas a llevarlos hasta la cima más alta del gozo, podrás negárselo: ahí residirá el poder que te hará invencible.

—No te entiendo, madre.

—Lo entenderás.

Así comenzó la segunda parte de la educación de Nerea. Las lecciones de cítara, canto, poesía y elegancia continuaron, pero ahora se alternaban con otras más crudas y carnales. Nerea descubrió que el escondrijo de la despensa no era el único que había en la casa. A través de celosías disimuladas, Mírrina la obligó a espiar lo que ocurría en otras alcobas, y aquellos espectáculos lograron que recobrara el deseo prematuramente agostado. Además, aprovechando su reciente afición por la lectura, la meretriz le dejó un manual titulado Sobre las doce posturas de Cirene, en el que otras tantas ilustraciones dibujadas por una mano maestra y atrevida iluminaban con toda procacidad las diferentes maneras en que un hombre y una mujer podían acoplar sus sexos.

Desde el principio le tocó recibir a sus propios clientes. Mírrina la instruyó sobre las tarifas que debía cobrar por cada postura.

—Ahora eres una porne, porque me conviene que así sea para que aprendas el oficio. Pero no debes quejarte, pues eres hermosa, cara y tienes una cama limpia donde apoyar los lomos, mientras que otras tienen que apoyar las manos en cualquier esquina mugrienta y dejar que se la metan por detrás. Aquí comes pescado, marisco y fruta tierna, y bebes vino de Falero y de Lesbos, mientras que otras deben conformarse con gachas de cebada y aguapié, aunque tampoco les viene mal, porque la mayoría ha perdido los dientes. Tú aprovecha todo lo que puedas y pronto podrás convertirte en una hetaira. ¿Me estás escuchando, niña?

—Sí, madre —contestaba dócil Nerea, pues sabía que Mírrina, pese a ser más bajita que ella, tenía la mano muy larga.

—Cuando seas una cortesana, no nos darán monedas por abrirte de piernas, sino que nos traerán regalos para que les sonrías, les digas lo guapos y lo listos que son y, de vez en cuando, si te apetece o yo te lo digo, te acuestes con ellos. Pero aún te falta categoría para ello, querida. Tienes dones naturales, pero esos doce años de cabrera no se quitan ni con un raspador de hierro. Hay que seguir puliéndote como un trozo de ámbar en bruto.

—Sí, madre.

—Aprende a volver locos a los hombres, Nerea. Cuando empiecen a llegar los regalos, te permitiré que te quedes con la décima parte. Así, algún día podrás establecerte por tu cuenta, como hice yo. ¿No te parece justo?

—Eres muy generosa, madre.

Nerea seguía añorando a aquel efímero amante que se llevó su parthenía. A solas, se recitaba versos de Safo para olvidar, o más bien para recrearse en la tristeza agridulce de su recuerdo. Cada vez que sentía pasos de varón crujir en la tarima de su alcoba, el corazón se le desbocaba con la esperanza de que fuera su primer comprador. «Algún día él vendrá para pagarle mi libertad a Mírrina», se repetía una y otra vez, pero siempre era otro hombre el que entraba en su alcoba y se quitaba la túnica.

Sin embargo, cuando se ponía manos a la obra y le tocaba retozar en el lecho, hacía crujir las correas y las tablas bien a su gusto. Muchas de las demás pupilas confesaban que les costaba mucho correrse o que nunca lo hacían. A la mayoría les era indiferente; se limitaban a separar las piernas, mirar al techo, a la pared o al suelo, según la postura, y gemir de una forma lo más gutural y convincente posible. Nerea, por el contrario, era de humedad fácil y orgasmo temprano. Si se lo proponía, podía prolongar el clímax y convertirlo en dos o tres más, tras los cuales terminaba desmadejada y sudorosa en la cama.

—Me das envidia —le decía Fano, que, traviesa como siempre, estiraba la mano para metérsela entre las piernas—. ¿Por qué no me dejas que te lo haga yo? Quiero ver qué cara pones al correrte.

Pero Nerea se apartaba siempre, convencida de que la diosa Afrodita no la perdonaría si caía en la depravación de amar a una mujer. A lo más que accedió una vez fue a follar en una alcoba donde se abría una celosía oculta. Mientras cabalgaba sobre su cliente, se imaginó que Fano estaría masturbándose al otro lado del tabique, y ese pensamiento la excitó tanto que ella misma se pellizcó los pechos hasta que los convirtió en dos doloridos pitones.

A veces Nerea descuidaba el placer de los hombres por dar gusto a su propio cuerpo. Alguno se quejó a Mírrina, pero la mayoría de ellos estaban contentos, porque ver a una criatura tan hermosa corriéndose una y otra vez los excitaba aún más. La postura favorita de Nerea era la keles, el caballo de carreras. No acababa de entender que fuese la más cara, puesto que a ella le resultaba la más placentera. Sentada a horcajadas, no tenía por qué soportar el peso del hombre, y además controlaba sus propios movimientos y podía frotarse el clítoris contra el pubis masculino hasta conseguir el orgasmo. A sus clientes también les gustaba porque la veían entusiasmarse de verdad, en vez de fingir un placer que no sentía. Nerea procuraba ofrecerles un espectáculo que compensara con creces lo que pagaban. Cuando se acercaba a la culminación, cimbreaba el cuerpo como un coribante, azotaba al cliente con sus largos cabellos, le arañaba los hombros y saltaba arriba y abajo sobre sus caderas para que sus tetas, aunque menudas, se agitaran al compás de sus gemidos.

Lo malo era que ella misma se hacía daño en tales exhibiciones gimnásticas. Ahora que por fin había conocido la embriaguez del orgasmo, se había aficionado tanto a él que muchas mañanas se masturbaba antes de levantarse del lecho, e incluso más de una noche, tras haberse entregado a su trabajo. A veces acababa con el clítoris tan hinchado y los labios tan irritados que acostarse con un nuevo cliente era un suplicio. Mírrina la reprendía por abusar de su cuerpo.

—El placer debe ser para los clientes, no para ti. Tú has de conseguir que escupan su simiente lo antes posible. De esa manera te desgastarás menos. Hazme caso si quieres durar muchos años.

Le enseñó los trucos para conseguir que los clientes se corrieran antes. Estuviera encima, debajo o bien ofreciendo el trasero en la posición de kybda, debía arreglárselas para acariciarles los testículos y el perineo; eso estimulaba la secreción de semen, como aseguraba el médico Asclepíades (que, de paso, lo practicaba con la propia Mírrina). También ayudaba susurrarles halagos, como «qué grande y dura la tienes», aunque el cliente fuera de aquellos que se presentan con una flácida lombriz entre las piernas.

—No me extraña que Mírrina sepa tanto sobre putañear —le comentó Fano a Nerea—. Ha tenido una carrera muy larga.

Una noche, mientras daban cuenta de una jarrita de vino que habían conseguido escamotear de la bodega, Fano le contó la asendereada vida de Mírrina. La edad de la meretriz no se la pudo asegurar, aunque debía de frisar los cuarenta años.

—¡Por los dioses! ¡No pensaba que fuera tan vieja! —exclamó Nerea, a quien todo lo que excediera de los veinticinco años le parecía tiempo robado a la muerte.

Mírrina era esclava desde muy niña. Al parecer, su madre se la había vendido a una mujer llamada Eortilis, que se dedicaba a comprar niñas en las que reconocía futuras bellezas. Al principio, Mírrina trabajó en Corinto, donde antes de los veinte años ya había conseguido reunir multitud de amantes. Como era una mujer muy intrigante, logró arrancarles dinero a unos y a otros. A cada uno de ellos le aseguraba que tenía ahorrado un peculio y que sólo le faltaban unos cientos de dracmas para comprar su libertad. De este modo, les decía, podría dejar de trabajar para Eortilis y entregar su cuerpo únicamente al amante en cuestión. Cuando alguno se resistía a darle lo que le pedía, se dedicaba a excitarlo y en el momento culminante se retiraba alegando que tenía la vulva irritada y la espalda dolorida de tanto dejar que otros hombres la montaran. Como no había otra como ella en dar placer a los hombres (al parecer, explicó Fano, no ponía reparos en cumplir ningún deseo, por repugnante que fuese), sus amantes acababan rindiéndose y aflojando los cordones de la escarcela. Esta maniobra la repitió nada menos que con nueve víctimas, hasta conseguir una suma de treinta minas, de las cuales le entregó dos mil dracmas a Eortilis para pagar su manumisión, mientras que las mil restantes las empleó en huir de sus amantes y establecerse en Atenas.

Allí, en la ciudad de los dueños del mar, Mírrina tuvo también varios amigos y se compró una casa lujosa. Para su desgracia, Peonio, uno de sus antiguos clientes, al que había estafado casi quinientas dracmas, era ateniense, y aunque había vivido durante años en Corinto dedicado al comercio de telas, tuvo que regresar a su ciudad cuando estalló la gran guerra entre Atenas y Esparta. Al enterarse Peonio de que Mírrina estaba en su ciudad, dudó entre denunciarla, como era costumbre entre los atenienses, de los cuales se decía que el que no tenía un litigio entre manos era porque andaba en dos, o tomarse la justicia por su mano. Al final optó por esto último y con una banda de encapuchados irrumpió una noche en casa de Mírrina, donde quemó tapices y cortinas, robó copas y cubiertos y de propina le dio una paliza a su antigua amante, de resultas de lo cual le fracturó una pierna y un brazo y le saltó un par de dientes.

Mírrina tardó en recobrarse de los golpes, pero en cuanto se encontró mejor, pensó en cómo se las ingeniaría para no estar nunca más a merced de ningún otro hombre. Lo primero que hizo fue acudir en novilunio al mercado de esclavos y elegir entre ellos al que tenía los músculos más abultados y el gesto más torvo. Así fue como compró a un gigantesco tracio, al que llamó Tratto y del que consiguió que, pese a su natural salvaje, acabase comiendo de su mano. Después se buscó un amante rico y que estuviera dispuesto a protegerla ante la ley, pues estaba expuesta a problemas ante los tribunales por su conducta desenvuelta y su doble condición de mujer y extranjera en Atenas. Esta segunda elección no fue tan acertada como la primera. Conoció y sedujo a Fanias, miembro de una familia de eupátridas, la más rancia nobleza ateniense, pero cuando ya se había amancebado con él descubrió que la mayor parte de su fortuna estaba empeñada por culpa de su afición a los dados y a los caballos.

Aun así, ambos estuvieron juntos un tiempo. Fanias era muy aficionado a acudir a banquetes, en los que bebía como un pez, y como solía llevar a Mírrina, se contaba que ésta aprovechaba la embriaguez de su amante para acostarse con todo aquel que le apeteciera y de paso completar sus ingresos, ya que el eupátrida le había salido de mucho abolengo y poca bolsa. En cualquier caso, la pareja se vio tan cerca de la ruina que tuvo que recurrir a métodos aún más indignos para conseguir dinero.

A estas alturas de su relato, Fano ya estaba algo achispada y entre carcajada y carcajada aprovechaba para apoyarse en el hombro de Nerea y rozar su piel.

—¡Imagínate! Nuestra buena Mírrina se hacía pasar por una mujer casada. Como las atenienses decentes sólo pueden abandonar su casa para asistir a los funerales de la familia, Mírrina se vestía de luto y salía de procesión como si se le hubiera muerto alguien.

Así, prosiguió Fano, era como captaba a las víctimas de su nuevo timo. Dado que seguía manteniendo una pequeña red de pupilas, éstas le informaban de cuáles de entre los ciudadanos eran los posibles pardillos y también de las tabernas, gimnasios y barberías que frecuentaban, y después la escoltaban a modo de plañideras. Los fingidos entierros siempre tomaban la dirección más adecuada, aunque tuvieran que desviarse dando extraños rodeos y recorrer las calles más alejadas del cementerio del Cerámico. Luego, todo era cuestión de detenerse un momento en el camino para descansar y seguir llorando al finado, alzarse el velo, mirar a la eventual víctima y desplomar las pestañas con gesto más provocador que compungido. El resto se llevaba a cabo por medio de intermediarias y notas escritas. Dado que los atenienses parecían tener tanta pasión por proteger entre gruesas paredes a sus mujeres legítimas como por descubrir qué se escondía bajo los ropajes de las esposas ajenas, una de cada cuatro veces la estafa llegaba a buen puerto. Durante días se intercambiaban cartas y luego la víctima recibía una copia de las llaves de la casa y del gineceo. Por fin, la noche señalada, Mírrina informaba al futuro adúltero de que su marido, Fanias, había salido de la ciudad por unos días para atender una finca que tenía en Ramnunte (no había sitio más alejado en toda la comarca) y de que era una ocasión inmejorable para consumar su pasión.

Por supuesto, Fanias no había salido de la ciudad, ya que de sus fincas del Ática no había una sola que no hubiese perdido a los dados. Por el contrario, se quedaba a cenar en casa de un amigo, y cuando ya estaba bien entrada la noche, reunía a unos cuantos testigos ya conchabados, compraba antorchas y se encaminaba a su casa. Cuando llegaba a ella, por lo general, su mujer ya había gozado un par de veces del nuevo amante; mas, en cualquier caso, al derribar la puerta aún los sorprendía ocupados en las tareas de Afrodita. Para salvar las apariencias, amenazaba a Mírrina con terribles palabras, le daba una bofetada y ella se retiraba desnuda y lloriqueando a otro rincón de la casa. Después, la víctima, desnuda e inerme, se enfrentaba a solas al marido ofendido y a los testigos armados de porras. Por la ley de Solón, un esposo estaba autorizado a matar al adúltero si lo sorprendía en flagrante delito. Fanias espumeaba de rabia y fingía ser incapaz de controlar su ira, pero sus compinches lo sujetaban para evitar que le rompiera la cabeza al criminal. Al final, todo se arreglaba con la intervención de los arcontes, y Fanias dejaba en libertad al adúltero bajo la promesa legal de pagarle una indemnización. De este modo, solía conseguir hasta dos mil dracmas por cada supuesto amante al que sorprendía.

—¡No me digas que Mírrina hacía eso! —exclamó Nerea con los ojos muy abiertos—. ¿Y nunca se metió en líos?

—Pues sí. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. Llegó a haber tantas víctimas de aquel chantaje que varios de ellos hicieron indagaciones y descubrieron que Mírrina era una hetaira, y no la mujer legítima de Fanias, así que los denunciaron a ambos por usurpar la ciudadanía. A él le quitaron todos los derechos y lo expulsaron de Atenas, y a Mírrina habrían vuelto a venderla como esclava si no hubiera sido porque una noche se acostó con los magistrados encargados de la custodia de los reos y la dejaron escapar de la ciudad.

Nerea estalló en carcajadas. Fano le dijo que aún faltaba oír lo mejor.

—¿Sabes cómo se llaman esos magistrados?

—No.

—¡Los Once! ¡Nada menos que los Once, Nerea! ¡En una noche!

El vino se había terminado y Fano se empeñó en que estaba un poco bebida y en que quería dormir con Nerea. Ésta se negó una vez más a los deseos de su amiga y la escoltó hasta su habitación. Desde el comedor llegaban los ronquidos de Mírrina, y Nerea se preguntó si, cuando su juventud empezara a marchitarse, tendría que llevar una vida tan azarosa como la de aquella aguerrida mujer.

La paz reinaba en Grecia. Muchos pensaban que no sería duradera, pues el conflicto entre atenienses y espartanos había quedado sin decidir y tarde o temprano ambas potencias tendrían que enfrentarse de nuevo para dirimir de una vez por todas la supremacía entre los griegos. Mientras tanto, comerciantes y mercaderes procuraban aprovecharse de que a las lanzas les salían telarañas para hacer negocios y atesorar riquezas que les vendrían bien cuando llegaran tiempos más difíciles. Corinto, situada en todas las encrucijadas, recibía miles de viajeros, y los más nobles y pudientes pasaban por la mansión de Mírrina para dejarse buena parte de su dinero con sus afamadas muchachas.

Pronto circuló la fama de que en aquel exquisito burdel había una pupila que no sólo descollaba entre las demás por su belleza, sino por el ardor con el que se entregaba a los trabajos de Afrodita. Había clientes que tan sólo querían acostarse con Nerea y que, si por sus negocios debían permanecer cinco o seis días en Corinto, la visitaban otras tantas noches, aunque eso les supusiera dilapidar todas las ganancias del viaje y volver a casa extenuados y macilentos de tanto trajín en la cama.

Uno de los asiduos era Éuporos, un ateniense que comerciaba en paños y telas y que, según se rumoreaba, andaba en intrigas con la facción antiespartana de Corinto, la más débil en la ciudad. Entre negocios y política, siempre encontraba un rato para visitar la mansión de Mírrina, e invariablemente acababa tumbado debajo de Nerea y agarrándola por las nalgas. En las furiosas cabalgatas de la muchacha muchas veces era la montura la que debía controlar al jinete para que no le hiciera daño. Éuporos tenía treinta años y aún tensaba el arco con facilidad, pero de vez en cuando no tenía más remedio que descansar. Sudorosos los dos, se sentaban en el lecho y Nerea le daba a beber vino de Naxos en una copa de plata mientras él se dedicaba a juguetear con sus pezones, que lo tenían fascinado, mientras le contaba historias del ancho mundo. En particular le hablaba de Atenas, de las riquezas que transportaban sus barcos, de los maravillosos monumentos de la Acrópolis y de los fascinantes personajes que paseaban por sus pórticos: poetas, trágicos, filósofos, médicos, arquitectos, historiadores, sofistas, adivinos.

—Algún día yo mismo te llevaré allí —le decía, y se detenía un momento para trazar círculos con la lengua alrededor de un pezón, y luego del otro—. A una belleza como tú, Corinto se le queda pequeña.

Éuporos pagaba a Mírrina con generosidad; pero además, a Nerea le llevaba regalos a escondidas: un tarro de perfume, una ajorca de plata, una bolsita con monedas. Ella había levantado una tabla de la tarima debajo de la cama y escondía allí sus pequeños tesoros. Como no tenía apenas sitio, acabó pidiéndole a Éuporos que redujera el tamaño de sus obsequios, y él se rió, pero desde entonces empezó a traerle oro en vez de plata.

Casi sin darse cuenta, Nerea se estaba convirtiendo en una cortesana. No sólo recibía regalos, sino que empezaba a hacerlo de forma arbitraria, pues a veces se negaba a entregarse a Éuporos. Pero aquellos encelamientos duraban poco, pues aún guardaba cierta inocencia y su cuerpo recién despertado al placer estaba demasiado caliente. Éuporos sabía cómo encenderla. Aunque ella se resistía entre bromas y veras, él le abría las piernas a la fuerza, hundía la cabeza entre sus muslos, le atrapaba el clítoris entre los labios y empezaba a chupetearlo con gula. A veces Nerea le agarraba la cabeza y le obligaba a seguir hasta el final, y entonces se corría a gritos y apretaba tanto los muslos que el pobre Éuporos acababa medio asfixiado y con las orejas rojas. Pero casi siempre lo apartaba de un empujón, lo tumbaba boca arriba y ella misma se empalaba en su miembro para empezar una nueva cabalgata.

A Éuporos le encantaba la voz de Nerea, y también los gemidos que se le escapaban durante el orgasmo, y más aún la combinación de ambos. Por eso a veces le pedía que recitara algún verso a la vez que llegaba al clímax o que le describiera en palabras lo que le estaba sucediendo. El resultado era algo confuso de entender, pero a Éuporos le excitaba tanto que eyaculaba sin tardanza aunque ya hubiera disparado su arco antes.

—Tu voz es muy hermosa —le decía luego—, pero mejoraría mucho si cambiaras ese bárbaro dialecto dórico.

—A mí el que me parece bárbaro es el tuyo.

—¡No seas ignorante! Intenta repetir lo que yo digo tal como yo lo diga.

Entre orgasmos y tragos de vino, Nerea aprendió a pronunciar una e larga donde hasta entonces había dicho a, a no sesear y, sobre todo, a aspirar las consonantes como lo hacían los atenienses. Ese pequeño soplido y el toque gutural que añadía a su voz, aseguraba Éuporos, se volvían irresistibles.

—Cuando vayas a Atenas habrá más ciudadanos haciendo cola a la puerta de tu casa que en la asamblea.

A menudo, cuando oía hablar a Éuporos, Nerea recordaba al misterioso amante de su primera noche. Mírrina se había negado a decirle su nombre, pero Nerea, que recordaba cada una de las escasas palabras que él había pronunciado, estaba convencida de que era ateniense. «Sí, algún día iré a Atenas», se decía. «Y lo encontraré. Él me hizo suya y yo lo haré mío».

Muchos alababan la blancura de Nerea. Sin embargo, ella añoraba los tiempos en que correteaba con sus cabras, se bañaba desnuda en el mar y doraba su cuerpo al sol. Por eso, cuando supo que algunas muchachas de la casa iban a acudir al Acrocorinto para la fiesta en honor de Afrodita, porfió y porfió a fin de que Mírrina le dejara asistir con ellas. La meretriz se hizo de rogar, pero al fin accedió, no sin advertirle que fuera ataviada como una mujer decente y se cubriera los cabellos.

—No sois putas de Cencres —le insistió, con su característica obsesión por los bajos fondos portuarios—. Sois muchachas de la casa de Mírrina, y debéis guardar la compostura.

Cuando amaneció el día señalado, Nerea estaba tan emocionada con la perspectiva de abandonar por unas horas su encierro que ni siquiera se acordó de masturbarse, como solía hacer en cuanto se despertaba. Fueron cinco las mujeres que salieron de la mansión para llevar a Afrodita las ofrendas debidas: Fano, dos muchachas llamadas Belidria y Manticlea, la propia Nerea y Nesias, una cortesana que moraba con ellas en la mansión y que había comprado su manumisión, aunque aún no se había establecido por su cuenta. Tratto las escoltaba a unos pasos de distancia, y su mirada patibularia bastaba para evitar que a algún viandante se le ocurriera proferir alguna obscenidad.

La mañana era espléndida y Nerea no tardó en dejar caer el velo para disfrutar del sol. Nesias hizo chasquear los dedos y le dijo que volviera a ponérselo.

—Ya sé que sois putas, pero no hagáis que yo también lo parezca.

—Tú no eres nuestra ama —contestó Nerea, ofendida.

—No me contestes así o haré que tu ama te desuelle el trasero —respondió Nesias entrecerrando los ojos.

Fano se acercó a Nerea y le volvió a cubrir los cabellos.

—Tápate y no seas mala con Nesias. ¿No ves que si los corintios te ven la cara ya no volverán a hacerle regalitos a ella?

—¡En buena hora he ido a juntarme con cuatro pornai! —resopló Nesias, y apretó el paso para ir por delante de ellas. Fano soltó una carcajada.

—Si algún día me convierto en cortesana y ves que arrugo la nariz como esa puta fina, que parece que huele una boñiga pinchada en un alfiler, te doy permiso para que me des veinte azotes en las nalgas.

Esta vez fue Nerea quien rió.

—¡Eso es lo que tú querrías!

Fano la enlazó por el talle y la apretó contra sí.

—Tarde o temprano te convencerás, Nerea —susurró—. El cuerpo de una mujer encierra muchas más delicias que el de un hombre. ¿No te gustaría acariciar unos senos suaves y lampiños en vez de un pecho huesudo y lleno de pelambre?

Nerea se rió y le dijo a Fano que dejara de decir tonterías, pero en el fondo se sentía turbada. Hacía unas noches había soñado con aquel primer amante. Él, como solía hacer en las fantasías de Nerea, estuviera despierta o dormida, le hundía el rostro entre las piernas y le lamía el sexo. Nerea gemía de placer, con un gozo mucho más profundo que el que sentía con los demás hombres, pues sabía que nunca habría otro como él. Mas, como suele suceder en el mundo inestable y cambiante de los sueños, aquel hombre se había transformado en una mujer, y Nerea se encontró de pronto con los ojos burlones de Fano mirándola entre sus muslos mientras su boca y su nariz desaparecían tapadas por el pubis que estaba lamiendo. Nerea se había despertado empapada y con la impresión de que había tenido un orgasmo en sueños. No le contó nada a su amiga, pero no dejaba de preguntarse cómo se sentiría compartiendo el lecho con ella.

El templo de Afrodita estaba situado a media ladera del Acrocorinto. Sus mármoles y estatuas competían en colorido con las túnicas y los mantos del gentío que ascendía por el empinado sendero hasta el altar. Se habían congregado allí miles de corintios, y también muchos extranjeros que acudían a la ciudad atraídos por su reputación de santuario del amor y la lujuria.

—¡Nerea! ¡Nerea!

Al escuchar su nombre, Nerea volvió la mirada. Le sorprendió que alguien conociera su nombre fuera de la casa de Mírrina. Dos mujeres con la cabeza descubierta codeaban para abrirse paso hacia ella. Cuando estuvieron más cerca reparó en que sus rostros le resultaban familiares.

—¿No te acuerdas de mí? —dijo una de ellas, la más regordeta y morena—. ¡Soy Lampra!

Nerea abrió los ojos, asombrada, y abrazó a aquella mujer que en el pasado había sido casi amiga suya. Lampra estaba tan cambiada que no era extraño que no la hubiese reconocido. Sus pechos se mantenían erguidos, pero al abrazarla Nerea notó la faja de tela que los sujetaba por debajo de la túnica, tan rígida como un andamiaje. En las caderas le habían crecido unos salientes de grasa en los que podría descansar los codos, y sus tobillos parecían tan rectos como columnas. Pero lo más estropeado era el rostro. Al igual que el de la rubia Sósipa, parecía haber pasado por quince años de trabajos y privaciones, cuando hacía poco más de tres que todas ellas habían sido raptadas por los piratas. Las comisuras de la boca, hundidas por los sinsabores; las arrugas que surcaban sus frentes y, sobre todo, el velo opaco que amortajaba sus miradas bastaron para revelarle a Nerea cuál habría sido su vida si Pasión no la hubiese llevado a la casa de Mírrina.

—¿Cómo te va? —le preguntó Lampra—. Hemos oído hablar de ti.

—¿De veras? —preguntó Nerea fingiendo alegría.

Durante un rato subieron juntas hacia el templo. En cuanto la pendiente se acentuó, Lampra y Sósipa empezaron a resollar y se quedaron atrás. Nerea se compadeció de ellas, llamó a Tratto y le pidió la cesta que llevaban para almorzar, de la que sacó dos manzanas y un racimo de uvas. Ellas le dieron las gracias y se comieron la fruta con tal ansia que a Nerea se le hizo un nudo en la garganta.

—Tomad, tomad —les dijo poniendo un puñado de monedas de plata en la mano de cada una.

—¿Qué haces? —le preguntó Lampra, pero no tardó un segundo en guardarse el dinero.

Fano, que pese a sus palabras sobre Nesias también tenía sus ínfulas y no quería tener nada que ver con aquellas rameras de baja estofa, tiró del brazo de Nerea para que acelerara el paso. Mientras se alejaba, Nerea prometió que les enviaría comida y más dinero, pues en aquel momento no se le ocurrió pensar en lo difícil que le resultaría volver a encontrarlas en una ciudad como Corinto.

Delante del templo había una explanada en la que se alzaba el altar. Con ayuda de Tratto, lograron abrirse paso entre la muchedumbre hasta llegar casi a la primera fila. Era ya la hora en que se llena el ágora y el sol calentaba con fuerza, aunque en aquellas alturas se levantaba de cuando en cuando una racha de viento que traía humedad del mar cercano. Nerea aprovechó que Nesias miraba a otra parte para descubrirse, levantó los ojos y miró al sol. Como le solía suceder de niña, la luz directa la hizo estornudar.

—¡Zeus! —dijo Fano.

—Gracias —contestó Nerea.

—¿Tú eres Nerea, de la casa de Mírrina?

Nerea se volvió a la derecha. Quien se había dirigido a ella era una mujer alta y de anchos hombros, vestida con un peplo dórico y un manto blanco.

—Soy yo. ¿Quién eres tú?

La mujer se acercó más y le susurró al oído:

—Debes acompañarme al templo. Es la voluntad de la diosa.

Nerea le dijo que no podía, pues no era una mujer libre y aquel día se hallaba bajo la vigilancia de Tratto. La desconocida llamó al gigante tracio, le dijo que se llamaba Sambatus, que era sacerdotisa del templo de Afrodita y que se iba a llevar a Nerea. No le pasaría nada, aseguró, y en breve estaría de vuelta. Fuera por la mirada casi hipnótica de aquella mujer o por influencia de la propia diosa, Tratto se limitó a mostrar su aquiescencia inclinando la barbilla.

Sambatus se abrió paso entre la multitud como un cuchillo, seguida por Nerea. El templo estaba encaramado sobre un basamento de escaleras talladas en la piedra del propio monte. Antes de llegar a ellas, Nerea se detuvo y levantó la mirada. Seis columnas de mármol se alzaban, como árboles gigantescos y severos, para sustentar un techado de tales proporciones que Nerea temió que se derrumbara sobre ella de un momento a otro.

—Nunca había visto algo tan grande —confesó.

Sambatus era una mujer impaciente y de rasgos duros, pero la ingenuidad de Nerea la hizo sonreír. Aquel templo no era ni mucho menos tan grande, le dijo, aunque entendía que impresionara a una muchacha criada entre cabras y que llevaba años encerrada en una casa. Nerea, mientras señalaba las estatuas de vivos colores que parecían representar una escena en el espacio triangular que se abría por encima de las columnas, le preguntó a la sacerdotisa qué estaban haciendo. Las esculturas del frontón, respondió Sambatus, representaban el nacimiento de Afrodita. Era ella la diosa que se hallaba en el centro, con los pies descalzos, sobre una enorme venera y vestida con una túnica que se pegaba a su cuerpo tras haber salido de las aguas del mar. A su izquierda estaba el viento Céfiro, que la impulsaba hacia las costas de Citera (aunque la mayoría de la gente, ignorante, sostenía que la primera tierra firme donde puso los pies fue Chipre), y a su derecha las Horas, preparadas para engalanarla con todas sus gracias y enviarla hacia el Olimpo. Muchas otras figuras rellenaban el frontón, más pequeñas conforme se acercaban a los ángulos externos, pero Sambatus no tenía tiempo para explicarle ahora su significado.

Las grandes hojas de madera de roble que daban paso al vestíbulo estaban abiertas, aunque al templo sólo entraban las sacerdotisas y hieródulas encargadas del culto de la diosa. Tras cruzar el pronaos, pasaron a la nave principal, que estaba rodeada por otra columnata. Un servidor cerró tras ellas. Al oír el portazo, Nerea se encontró de súbito en otro mundo. Allí dentro la temperatura era más baja. Sus pezones se contrajeron de frío, pues Nerea no llevaba ni necesitaba la banda que otras mujeres vestían bajo el quitón para sujetar los pechos. A izquierda y derecha ardían sendas hileras de antorchas; sus llamas rojizas invocaban sombras huidizas en aquel bosque de piedra callada. Aquella penumbra casi se agradecía tras la reverberación del sol en la piedra. El jolgorio del exterior había quedado enmudecido al cerrarse la puerta, y allí sólo las pisadas de las sandalias de madera profanaban el silencio.

Al final de la gran sala había otra puerta más pequeña. Sambatus la abrió y le dijo a Nerea que siguiera adelante.

—¿Tú no entras conmigo?

—Sólo tú debes pasar al ádytos.

Nerea pasó un pie sobre el umbral, pero vaciló antes de seguir. Impaciente, Sambatus la empujó y cerró la puerta tras ella. Al oír cómo bajaba el cerrojo, el pánico la invadió. Se encontraba en una estancia sumida en la negrura cuya extensión ignoraba. Se dio la vuelta y aporreó la puerta, suplicando que la dejaran salir, pero fue en vano. Sin obtener respuesta, se sentó con la espalda contra la pared, se abrazó las rodillas y cerró los ojos, tratando de imaginar que estaba de nuevo en su playa y que su amante secreto la llevaba de la mano por aquellas arenas blancas.

El silencio y la oscuridad eran tan profundos que no tardó en quedarse dormida. Soñó con imágenes confusas de su infancia, en las que personajes de la aldea se juntaban con habitantes de la casa de Mírrina en una despreocupada mezcolanza. Entonces una mano apretó su hombro y la despertó.

Nerea levantó la mirada. Dos antorchas se habían encendido, y su luz permitía apreciar que se hallaba en una sala cuadrada de unos veinte pies de lado. En la pared contraria a la puerta se levantaba la estatua de madera de la diosa, pintada y cubierta con un peplo. Pero delante de ella había alguien más, una mujer de carne y hueso. Nerea se levantó y examinó a aquella desconocida, que era casi un palmo más alta que ella. Vestía una túnica de gasa que caía sobre su cuerpo como la niebla en la montaña, ceñida por debajo de los pechos por una cinta brillante. Tenía los cabellos largos, del mismo color que el sol un segundo antes de hundirse en el mar. Sus ojos eran verdes y sufrían de un ligero estrabismo que volvía más enigmática su mirada. Emanaba de ella un intenso olor, como si dentro de su cuerpo ardieran todo tipo de esencias e inciensos.

—¿Quién eres, señora? —preguntó Nerea.

—Viste fornicar a Pan. ¿Sabes lo que les pasa a quienes presencian la cópula de las criaturas sagradas?

—Yo no quise ver nada, señora —respondió Nerea mientras el temor le erizaba el vello de todo el cuerpo.

—Sé que sigues asomándote a escondidas para presenciar el misterio de mi acto —prosiguió la mujer—. La mirada acarrea poder, pero tiene sus consecuencias. Una vez, un hombre llamado Tiresias vio dos dragones de la tierra apareándose. Al verse sorprendida en la cópula, la hembra se abalanzó sobre el intruso y abrió las fauces dispuesta a incinerarlo con su llamarada. Pero Tiresias le clavó el bastón en la garganta, el fuego estalló en el interior de la dragona y la abrasó. Por este delito, la madre Tierra castigó a Tiresias convirtiéndolo en mujer. Lejos de sufrir por ello, el muy bandido se dedicó a la prostitución y llegó a ser una de las putas más afamadas de su época, más lasciva incluso que tu ama Mírrina. Pasó siete años fornicando por todas las tierras de Grecia y parte de las bárbaras, y no hubo posthe que se le resistiera. Mas, transcurrido ese plazo, se encontró por azar en el mismo paraje donde, también por casualidad (o eso creyó él, pues así de ingenuos sois los mortales), presenció el mismo espectáculo. Esta vez fue el dragón macho quien le atacó y quien resultó muerto por su bastón, y al momento Tiresias recobró su forma de hombre. Y tal vez fue entonces cuando recibió su verdadero castigo, pues jamás volvió a gozar de tal placer como había conocido en su cuerpo femenino.

»Pues las mujeres gozan del sexo mucho más que los hombres, ya que ellos tienen poco más que su torpe pene para disfrutar del amor, y en cambio en nosotras cada rincón de nuestra piel puede ser una fuente de placer. En una ocasión, Hera discutía con su marido Zeus y sostenía lo contrario a sabiendas de que estaba mintiendo, sólo por el placer de negar la verdad. Pero Zeus, que aunque varón es sabio, llamó como experto a Tiresias y le pidió que, puesto que había sido hombre y mujer, confirmase cuál de ambos sexos lleva las de ganar en el lecho. Tiresias contestó que si el placer se divide en diez porciones, tan sólo una de ellas va a parar al hombre, y las otras nueve las recibe la mujer. Hera, que siempre tuvo mal perder, lo dejó ciego en venganza. Pero el padre Zeus lo recompensó otorgándole el don de la profecía y una larga vida que abarcó siete generaciones de hombres, una por cada año que había pasado disfrutando en un cuerpo de mujer.

»Ahora bien, Nerea, tú, que viste fornicar al gran Pan, ¿qué te daremos a ti, una recompensa o un castigo?

Nerea cayó de rodillas y agachó la mirada. Comprendió que se hallaba ante un numen, una potencia del Olimpo que sin duda había bajado del cielo para vengar aquel antiguo sacrilegio.

—¡Perdóname, señora! ¡Yo sólo te sirvo a ti!

La mujer le puso la mano en la barbilla y, con una caricia, le dijo que se levantara.

—No temas, Nerea. Tú naciste con un don. Tu belleza complace a los dioses, así que no serás destruida ni castigada a pesar de lo que viste. Tendrás el destino que merecen aquellos a quienes los dioses aman. Pero a cambio me harás un servicio cuando llegue el momento.

—¡Ordéname y te obedeceré, señora!

—Por un falso respeto, los escultores me representan en sus imágenes vestida con túnicas y mantos. Ellos temen mi secreto. He aquí cómo soy y cómo quiero que se me vea.

La mujer soltó los broches de su túnica, dejó caer el ceñidor y se quedó desnuda delante de Nerea. Su piel alabastrina brillaba con una luz interior. El peso vencía ligeramente sus pechos, aunque los pezones se erguían puntiagudos y desafiantes. Entre las caderas rotundas lucía un delta de vello rojizo y tupido. Al quitarse la ropa, el aroma almizclado de su cuerpo emanó aún más intenso. Nerea pensó que aquel olor no entraba por la nariz, sino por el sexo, y notó cómo el suyo empezaba a chorrear. La mujer dio un paso al frente y al hacerlo sus senos se balancearon; Nerea se descubrió imaginando qué dulces sabrían bajo sus labios. En ese momento sintió un revoloteo a su espalda, como el de un abanico, y unos dedos traviesos le soltaron los nudos del quitón. La túnica se le deslizó hasta los tobillos y quedó desnuda, salvo por la redecilla que le recogía el pelo y la ajorca que rodeaba su tobillo. Giró un poco el cuello y vio tras de sí a un niño, una criatura que no podía tener más de tres o cuatro años y que flotaba en el aire merced a unas alitas blancas que se agitaban rápidas como las de una mariposa. Sin embargo, sus ojos azules la miraban chispeantes como los de un anciano pícaro.

—Voy a otorgarte mis dones, Nerea —le dijo la mujer aproximándose otro paso—. Para que todos los puntos de tu cuerpo conserven su belleza y te proporcionen un placer inagotable, debo tocarlos. No tengas miedo.

La mujer dio un paso más. Estaba ya tan cerca que Nerea podía ver sus pupilas dilatadas de deseo. Yo soy el deseo, le decían aquellos ojos turbios. Su aliento olía a sándalo y almizcle y se mezclaba con el aroma intenso de su sexo, que subía en profundas vaharadas. La mujer le rozó la cara, los labios, los párpados, y luego la nuca, que gracias a la redecilla que recogía el cabello estaba libre para ser acariciada. Todo lo que podía erguirse en el cuerpo de Nerea se irguió, todo lo que podía abrirse se abrió, todo lo que podía humedecerse se humedeció. Cada uno de aquellos dedos tenía vida propia. De sus yemas brotaba una vibración diminuta como el zumbido de una abeja, y un calor que se expandía corría en oleadas por la espina dorsal de Nerea y bajaba hasta provocarle escalofríos en la punta de los pies. Las manos de la mujer siguieron su sendero descendente, la sensación se hizo más penetrante. Nerea cerró los ojos y empezó a escuchar sus propios gemidos. Tuvo la ilusión de que un amante le acariciaba el pubis, pero al abrirlos se dio cuenta de que las caricias aún no habían pasado de las clavículas y todavía faltaba un mundo para llegar al vientre. Los dedos de la mujer empezaron a rodear sus pechos dibujando espirales, y cuando por fin llegaron a los pezones de Nerea, la asaltó el primer orgasmo.

—Para, por favor. ¡Para, para!

—¿De verdad lo deseas?

—No, sí… No, no, no… ¡Sigue, te lo suplico, sigue!

Nerea no quería ni pensar qué sucedería cuando aquellas manos llegaran más abajo. Cuando le acariciaron el vientre, sintió que las entrañas se le relajaban. Temió que la vejiga se le vaciara allí mismo y pensó que se moriría de vergüenza, pero no le llegó a ocurrir. La mujer había frenado sus caricias. Nerea cerró los ojos y sintió cómo aquella tibia presencia pasaba junto a su costado y luego se apretaba contra su espalda. Los pezones de la mujer se le clavaron entre los hombros. Eran duros como pequeños cuernos y quemaban un poco. Los dedos aletearon en sus nalgas. Uno de ellos descendió travieso por el surco que las separaba y jugueteó con la abertura secreta. Nerea jadeaba, temiéndose un nuevo orgasmo. Entonces notó un cosquilleo en el sexo y, pese al miedo que sentía, se le escapó una carcajada. Al abrir los ojos vio que el geniecillo alado revoloteaba a media altura frente a ella, y de su cabecita infantil había brotado una lengua larga y fina como un estilete que le buscaba el vientre.

—¡No hagas eso! —le regañó la mujer—. Debes provocar el deseo, no sentirlo tú.

—¡Pero madre —contestó la criatura con voz atiplada—, yo también soy un dios! Si ella es la amada de los dioses, también yo tengo el privilegio de amarla.

—Que sea como quieras —se rió la mujer.

Entonces la cogió por las axilas y la levantó en vilo. Nerea se encontró colgando de puntillas, con el cuerpo arqueado e indefenso. La mujer cruzó sus manos para tocarle los pechos y le clavó los dientes en la nuca. Mientras, la criatura alada agarró a Nerea por las caderas con sus manitas y empezó a libarle el sexo con aquella finísima lengua que se movía a una velocidad imposible. Nerea empezó a gritar y trató de librarse de aquella pareja demoníaca, pero incluso el niño era demasiado fuerte para ella. El placer le recorrió el cuerpo en mareas que subían y bajaban de la cabeza a los pies, tan dolorosas que no las podía soportar. Tuvo un orgasmo, y otro, y otro más, y perdió la cuenta, y de su sexo brotó un chorro de líquido que bañó el rostro del crío; pero él siguió libando insaciable. «Por favor, no, dejadme, me quiero morir, me muero», gritó mientras sentía que todos los huesos de su cuerpo se convertían en pulpa.

Se despertó tirada sobre las baldosas del ádytos, desnuda y con la túnica puesta y arrebujada contra el vientre. Su cuerpo se agitaba presa de violentos temblores. Una sacerdotisa a la que no conocía la ayudó a levantarse y a vestirse.

—Sambatus, ¿dónde está Sambatus? —preguntó.

—No conozco a ninguna Sambatus —contestó la sacerdotisa tocándole la frente—. Estás ardiendo. Ven, te sacaré de aquí.

Nerea apenas se tenía de pie. Le ardía el cuerpo y a la vez sentía un frío que se le había calado en sus huesos. Con los escalofríos, la espalda se le había encogido y todos los músculos le dolían por la tensión. La sacerdotisa sola no podía con ella, de modo que pidió la ayuda de una hieródula y entre ambas la llevaron hasta la puerta del vestíbulo. Allí se desplomó Nerea y ya no hubo forma de levantarla.

Durante días Nerea permaneció en cama, consumida por la fiebre. Aunque a veces parecía despertar y bebía algo del caldo que le traían Crisis o la vieja Gorgo, no contestaba cuando le hablaban y su mirada andaba extraviada. A ratos deliraba y hablaba en sueños, llamaba a sus padres, le pedía perdón al dios-cabra y prometía a la diosa que la obedecería. Mírrina meneaba la cabeza, sin comprender nada; tan sólo pensaba en el dinero que estaba dejando de ganar, y aún más en el que perdería si Nerea llegaba a morir. Pero ella misma ayudaba a limpiarla y le mojaba la frente con un paño fresco, pues en cierta manera aquella muchacha delgada y de sexo ardiente era para ella como una hija.

Diez días después de su visita al templo, Nerea despertó y se levantó de la cama, desorientada. En la alcoba reinaba un olor ácido y pegajoso, como si no la hubieran ventilado en mucho tiempo. Se levantó, abrió el postigo y respiró hondo. En ese momento Crisis entró en la estancia con una palangana para lavarla, y al verla de pie y desnuda dio un grito.

—¿Qué te pasa? —preguntó Nerea.

Crisis dejó la palangana en el suelo y la contempló con incredulidad.

—¿Es que tengo algo raro?

—¡Mírate en el espejo, Nerea! ¡Mírate, por favor!

Nerea se asustó. ¿Tanto había adelgazado? ¿Se le habría arrugado el rostro como una manzana podrida? ¿O le habría encanecido el cabello, como les sucede a aquellos a los que se les aparecen los espíritus de los muertos? Con pasos tímidos se acercó al espejo. La placa de metal apuntaba hacia el techo. Nerea la giró muy despacio hasta que le mostró su rostro.

Era ella misma, y sin embargo algo había cambiado. Sus ojos relucían con un brillo nuevo, eran pequeños mares en los que se reflejara una luna diurna. Los labios se veían más carnosos, las mejillas más llenas. Se tocó la cara con los dedos. No recordaba tener el cutis tan suave. Las propias manos no parecían las mismas. Era como si nunca hubiese tenido callos, como si jamás se hubiese cuarteado una uña trepando por el acantilado o guiando a las cabras a pedradas. Se volvió para mirar a Crisis, que seguía boquiabierta, y la vio más baja de lo que la recordaba. Se miró los pies, contempló su propio cuerpo. Su piel insinuaba un brillo interior; pensó que si volvía a cerrar el postigo y también la puerta, reluciría en la oscuridad. Se rozó los pechos y las puntas se irguieron al momento, enviándole un latigazo de placer más intenso de lo que recordaba.

—¿Qué me ha pasado?

—Has estado muchos días con fiebre. Hemos ofrecido sacrificios a Asclepio por tu salud, Nerea. Temíamos por tu vida.

Nerea movió el espejo arriba y abajo y se giró para contemplarlo todo: espalda, nalgas, caderas, piernas. De niña ya le había ocurrido que tras una fiebre prolongada había dado un estirón. Pero ahora, en vez de adelgazar, su cuerpo se había llenado y, con apenas quince años, era el de una mujer casi perfecta.

En el baño, Nerea se dio cuenta de que su piel era más sensible de lo que nunca lo había sido. Cuando Crisis le pasó el rascador por los hombros, Nerea se puso en cuclillas en la bañera y, como una gran gata, arqueó la espalda para que se la frotara. Los dedos de la esclava corrieron solos a acariciar el surco de su columna, que se veía casi tan marcado y apetitoso como el de las nalgas.

—Estás bellísima, Nerea —confesó Crisis con voz jadeante.

Nerea se arqueó un poco más y ofreció el culo para que Crisis siguiera frotando. Pero la esclava se había olvidado del rascador y acarició con los dedos esa fruta que se le ofrecía jugosa. En ese momento entró Mírrina, y Crisis se apartó turbada.

—¿Cómo se te ha ocurrido bajar a…? —Y entonces reparó en el cambio sufrido por Nerea—. ¡Potnia Hera!

Mírrina escupió a un lado para alejar el mal, pues pensó que allí sin duda había un maleficio, un engaño de los dioses. La belleza de Nerea parecía una trampa demoníaca: ella misma, que jamás había deseado a una mujer, sufría un deseo casi irreprimible de acariciarla y besarla. Mandó fuera a Crisis y ordenó a Nerea que saliera de la bañera. Mientras la secaba y la ungía, se dedicó a examinar cada palmo de su cuerpo y no dejó de jurar por todos los dioses. Su vulva humedecida la incitaba a besar aquella piel, pero su mente práctica, más poderosa, le susurraba que allí había una mina de oro. Había llegado el momento de empezar a convertir a Nerea en cortesana. Pero antes tendría que enseñarle algunas habilidades más.

Unas noches después, Mírrina hizo llamar a Nerea. La muchacha se presentó en los aposentos de la meretriz descalza, sin maquillar y con el pelo suelto, vestida tan sólo con una túnica muy ligera. Para su sorpresa, descubrió que Mírrina estaba acompañada. El hombretón recostado en el triclinio no era otro que Pasión, el pirata, que al verla entrar se puso en pie y la saludó con un gesto de genuina sorpresa.

—¡Por el perro! —exclamó guiñando su único ojo—. ¡Así que ésta es la niña a la que recogimos en aquella isla de mala muerte!

A Nerea no le agradó el comentario, pero agachó la cabeza y miró al pirata a través de sus largas pestañas, con un gesto que, bien lo sabía, surtía un efecto devastador.

Frente a la pareja, sobre dos veladores de mármol y hierro forjado, había un surtido de manjares. Sin embargo, a aquel pequeño banquete tan sólo asistían dos comensales, Mírrina y Pasión.

—Esta noche nos servirás tú el vino, Nerea.

—Sí, madre.

Dos pebeteros perfumaban la estancia con hierbas aromáticas mientras, al fondo, Sosibia, tan inexpresiva y ausente como un mueble más, tocaba una cadenciosa melodía frigia. Nerea tomó una jarra y la llenó en una gran crátera decorada con escenas de sátiros y ninfas que, por supuesto, fornicaban por todos los rincones que les ofrecía el ánfora. Después se acercó a la mesa y escanció las copas. Cuando se inclinó sobre Pasión, éste la olisqueó dilatando los ollares como un animal de presa.

—Cuéntanos cosas del ancho mundo, Pasión —pidió Mírrina—. Es conveniente que Nerea se desasne un poco si queremos que pueda dar conversación a nobles amigos, ¿no crees?

El ancho mundo, explicó Pasión, andaba tan mal como siempre, así que él procuraba robarle todo lo que podía mientras le quedara vida en el cuerpo. Atenas y Esparta seguían en paz, pero había muchos notables en ambas ciudades que intrigaban para provocar la guerra. De entre todos aquellos aventureros, el más ambicioso era Alcibíades, un noble ateniense de gran talento y pocos escrúpulos. En el breve tiempo que llevaba en política, se las había arreglado para conspirar contra Esparta, pese a que su familia estaba unida a aquella ciudad por antiguos vínculos de hospitalidad, y también para organizar por su cuenta una poderosa coalición de ciudades del Peloponeso.

—La coalición llegó a plantar cara a los espartanos en campo abierto, en Mantinea. Esos melenudos con aliento a cebolla lograron vencer en el último momento, pero estuvieron a punto de ser aniquilados. Ya sé que los espartanos son aliados de Corinto, pero no me habría importado verlos morder el polvo por una vez. ¡No los soporto! Alcibíades lo planeó todo para salir airoso: si los hubiera derrotado, le habrían atribuido todo el mérito a él y ahora sería el amo de Grecia. En cambio, a pesar de su fracaso nadie lo ha culpado, como si los responsables de aquella batalla hubieran sido los aliados peloponesios y no él.

Nerea observó un extraño gesto en Mírrina cuando oyó el nombre de Alcibíades. Se imaginó que conocía a aquel hombre, y que sin duda era uno de sus amantes. Por alguna razón, el personaje despertó su curiosidad.

—¡Es un demonio! —insistió Pasión—. Se dice que ha dilapidado toda su fortuna, y sin embargo ha sido capaz de presentar siete carros a las Olimpiadas. ¿A quién habrá engañado para que le preste tanto dinero? Con siete carros no es extraño que haya conseguido los tres primeros puestos. ¡Jamás había ocurrido algo así!

Por fin, Nerea se atrevió a preguntar quién era ese tal Alcibíades. Mírrina soltó una carcajada.

—¡El mayor sinvergüenza de Grecia! Por lo que cuentan por ahí —añadió, haciendo hincapié en que no era ella quien lo afirmaba—, todas las atenienses, decentes o no, se mueren por llevárselo a la cama, mientras que los hombres matarían por ser como él.

—¡Y también por acostarse con él, los muy bardajes! —subrayó Pasión—. En fin, un hombre que le corta la cola a su perro de raza para que le critiquen por esa majadería y no por algo peor, merece todos mis respetos. ¡Por Alcibíades!

—Puedes beber tú también, Nerea —dijo Mírrina—. Pero no brindes por Alcibíades: es mejor que nunca conozcas a un hombre así —añadió con una mirada enigmática.

Entre noticias del mundo exterior, chismes e historias picantes, las viandas fueron desapareciendo de la mesa, para acabar casi todas en la generosa panza de Pasión. Nerea tuvo que acudir a la crátera más de tres y de cuatro veces para rellenar la jarra. Ella misma bebió lo justo para que se le encendieran las mejillas. Cada vez que le escanciaba vino al pirata, se agachaba más, hasta que Pasión, medio borracho, estalló:

—¡Muchacha, si sigues enseñándome esas tetas que los dioses te han dado, no respondo de mí!

—¿Ahora te gustan más las chicas con pecho de efebo que las mujeres de verdad? —protestó Mírrina agarrándose sus propios senos para realzar aún más el escote.

Pasión le dio un azote a Nerea, y luego apretó los dedos en las nalgas y los movió con fuerza para comprobar cómo se agitaban. La muchacha procuró no inmutarse, aunque el dedo corazón del pirata escarbaba entre sus piernas como una lombriz traviesa.

—Sólo estaba alabando a tu pupila. Eres una magnífica anfitriona, Mírrina.

—No sabes hasta qué punto tienes razón.

Mírrina se levantó del triclinio con cierto trabajo, porque había comido bien y no había bebido mal, y se llevó a Nerea a un rincón. Ahora, le dijo, iba a explicarle por qué la había hecho venir.

—Voy a enseñarte otro de los trucos con los que volverás locos a los hombres. Pero debes utilizarlo muy de vez en cuando y siempre a capricho, para que ellos no sepan nunca a qué atenerse. Ven.

Mírrina se acercó a Pasión por los pies del triclinio. El pirata se giró, intrigado, pero no soltó la copa de vino. Sin ningún pudor, Mírrina le subió el quitón hasta la cintura y lo dejó medio desnudo. El miembro del pirata era grueso como una salchicha, y en cuanto se vio al aire libre y delante de dos damas, empezó a desperezarse y a crecer hasta unas dimensiones más que respetables.

—No hay nada que excite más a un hombre que una buena mamada —explicó Mírrina—. Las mujeres de Lesbos tienen mucha fama por sus labios, pero voy a demostrarte que algunas corintias tampoco lo hacemos del todo mal.

Nerea sintió un escalofrío, pero procuró no poner cara de asco. Mírrina agarró el miembro del pirata con la mano derecha, se inclinó sobre él y le explicó a Nerea lo que debía hacer. En primer lugar era necesario cubrirse los dientes con los labios, para no morder esa zona tan delicada. Se lo mostró ella misma y luego se metió la posthe de Pasión en la boca. Primero se tragó la punta, y luego bajó un poco, hasta casi la mitad del pene, para volver a subir enseguida. Repitió aquella operación unas cuantas veces y luego se apartó un poco para seguir hablando.

—Esto gusta a los hombres, aunque es un placer muy suave. ¿Ves como ya se le ha puesto más dura? Pero ese placer hay que refinarlo.

Mírrina sacó la lengua, que se veía cárdena por el vino, la apoyó en la base del miembro y subió dando un largo lametón hasta la punta. Una vez llegada allí, bajó el prepucio con la mano y se dedicó a trazar círculos alrededor del glande. Pasión resopló y suspiró, pero no dijo nada. Mírrina siguió dando explicaciones sin dejar de chupetear. En el frenillo había que apretar bien, pues era una de las bases del placer, y allí clavó la punta de la lengua y lamió con ansia. Se podía hacer con y sin manos, añadió, y también hizo una demostración práctica. Primero cogió los testículos con una mano y la base del pene con otra, mientras seguía chupando. Después apoyó las manos en el triclinio y utilizó tan sólo la cabeza y la fuerza de su cuello para subir y bajar. La polla de Pasión abultaba ya tanto que los labios de Mírrina se veían tirantes, y cada vez que se la introducía en la boca se marcaba su bulto en sus mejillas. También había que dedicarse a los huevos, prosiguió la meretriz, mientras masturbaba a Pasión con la mano derecha y le daba lengüetazos en los testículos. Por fin se enderezó y le dijo a Nerea:

—Te toca a ti. Vamos.

Nerea tragó saliva y se agachó. Estaba convencida de que se iba a ahogar. Tenía tan cerca el grueso glande de Pasión que sin querer se puso bizca para verlo. Adelante, se dijo, cerró los ojos, abrió la boca y se lo metió.

Mírrina fue dándole instrucciones que ella siguió con la mayor precisión posible. El sabor del pene no era tan repugnante como se había imaginado: cálido, vagamente dulce, extraño. Pasión se había bañado antes de cenar y aún quedaban restos de aceites aromáticos en su miembro, así como el regusto ácido de la saliva de la propia Mírrina. Nerea descubrió para su sorpresa que le gustaba imitar a las famosas mujeres de Lesbos. Su boca era mucho más sensible que su vagina. En ésta, el pene era una presencia interna, una presión difusa que se sentía hacia las paredes en la primera parte del recorrido, y tan sólo al final si el hombre estaba muy bien dotado y su miembro llegaba hasta el fondo. En la boca, en cambio, Nerea descubrió que podía explorar todo el relieve del falo con la punta y el dorso de la lengua, con los labios, la parte interna de los carrillos, el paladar, incluso con los dientes si los utilizaba con cuidado. Los granitos de la base, la gruesa vena en forma de letra phi, sus afluentes, los repliegues del prepucio que subían y bajaban encajándose con sus labios, el delicado corrugado del glande, la ranura que coronaba la punta… Pasión, que lo más que podía sentir era el tacto de su mano encallecida al hacerse una paja, jamás alcanzaría ese contacto tan íntimo con su propio cuerpo. Ah, si le pudiera revelar a aquel hombre los secretos del arma que llevaba entre las piernas. Era un animal magnífico, algo que ni él mismo se merecía. Pero no sería Nerea quien se lo explicara, ni a él ni a nadie: no, la polla de aquel hombre, de cualquier otro, era más aliada de ella que de él. Era el ariete con el que derribar la puerta, el caballo de Troya con el que rendir la fortaleza. En ese momento le pertenecía a ella más que a Pasión; y cuando terminara de chupársela, el pirata llevaría siempre algo de Nerea colgando entre sus piernas.

Mientras Sosibia seguía tocando la lira (excitada o no por el espectáculo, era imposible saberlo), Mírrina bebía, observaba e insistía en sus consejos. Pero Nerea ya no la escuchaba. Probó de todas las formas posibles: sin manos, con una mano, con las dos. Se tragó la polla de Pasión hasta que la punta le llegó al paladar y le entraron arcadas. Dejó caer un hilo de saliva, formando un puente líquido y blanquecino entre su boca y el glande del pirata, y luego utilizó esa saliva para lubricar todo el capullo y frotarlo con la mano. Subió por todo el pene trazando espirales, círculos concéntricos, apretando entre la lengua y el labio superior y luego utilizando el inferior. Por fin, llegó un momento en que sintió que la polla de Pasión hervía, como un volcán a punto de estallar. La vena se hinchó y algo empezó a borbotear en lo más profundo. «No te apartes», le dijo Mírrina, y el propio Pasión agarró su cabeza con las manos para acelerar sus movimientos. Pero Nerea no tenía ninguna intención de apartarse. Aquellos embates que tan bien conocía su vagina los sentía ahora contra sus labios. Una sacudida fuerte, como un lanzazo, y algo caliente y amargo saltó contra su paladar. Pero Nerea siguió chupando y chupando, mientras el pirata eyaculaba. Nerea entreabrió los labios, y el semen, que rebosaba de su boca, goteó por la base del pene. Por fin, el pirata tiró de la cabeza de Nerea para arriba.

—Ten piedad de mí, muchacha. Me vas a matar.

Nerea se pasó la mano por la barbilla, y luego observó el líquido pringoso que se le había quedado en la palma de la mano. Cuando Fano le había hablado de aquello, Nerea pensó que vomitaría y se moriría antes de hacerlo. Ahora, más bien se moría de ganas de repetir la experiencia. Aunque a ella nadie le había acariciado el sexo, los labios le palpitaban y tenía la entrada de la vagina apretada como si un pene fantasmal la hubiera penetrado.

«Antes este hombre tuvo poder sobre mi vida y mi muerte», se dijo. «Cómo han cambiado las cosas».

Pese al consejo de Mírrina, durante los primeros tiempos Nerea se aplicó al sexo oral con el mismo entusiasmo con el que se había iniciado en los misterios del coito. Era una nueva forma de conocimiento y de poder, pero también de placer. Sabía que cuando se arrodillaba desnuda ante los hombres, éstos creían dominarla, pero no era más que una ilusión. Llevándolos al orgasmo al ritmo que sólo ella imponía, se sentía como la diosa del amor, como la madre Tierra, como las tres diosas del destino, Cloto, Láquesis y Átropos en una sola lengua.

—No había sentido tanto placer en mi vida —reconoció el ateniense Éuporos una noche mientras Nerea escupía su semen en una palangana—. Si alguna vez vas a Atenas, te llevaré a Eleusis para que te inicies en los Misterios.

Nerea había oído hablar de aquel extraño ritual, pero quiso saber por qué Éuporos, que ya era un iniciado, quería compartirlo con ella.

—Muy sencillo, mi bellísima y depravada lesbia: cuando yo muera y me presente ante los jueces del infierno, les diré las palabras secretas para que sepan que soy un iniciado en los Misterios de Core y Deméter. Entonces me llevarán a un jardín privilegiado que tenemos reservado en el Hades. Allí seré un muerto más feliz que los demás, pero…

—Pero ¿qué? —preguntó Nerea poniendo los brazos en jarras.

—¡Echaré de menos tus mamadas!

Por toda la ciudad se hacían lenguas de la belleza de aquella muchacha de ojos azules y rostro candoroso que follaba como una amazona y la chupaba como una lamia. Los magnates más ricos de Corinto y los visitantes más ilustres acudían a aquel exquisito burdel y se empeñaban en añadir a la tarifa (cada vez más alta) regalos para la propia Nerea. Mírrina se decidió por fin a invitarla a los simposios que se celebraban en el gran comedor. La muchacha, vestida como una princesa, se recostaba en el triclinio y bebía vino a sorbitos de pájaro, apretando los labios como un diminuto corazón en un gesto desdeñoso y a la vez provocador. Mientras las flautistas pasaban entre los clientes con túnicas tan cortas que cuando se agachaban dejaban al descubierto las nalgas y los labios depilados, y se llevaban pellizcos y palmadas y algún que otro beso, nadie se atrevía a ponerle un dedo encima a Nerea. Si alguno compartía su copa y conseguía posar los labios en el mismo lugar que habían rozado los de ella, se consideraba el más afortunado de los hombres. Cuando la fiesta avanzaba y el vino causaba estragos, Mírrina le hacía un gesto a la muchacha para que empezara a repartir sonrisas y miradas y dejara de mostrarse distante. Entonces se solía jugar al cótabo, y el premio que exigía el ganador, aquel que mejor atinaba en el blanco con los posos que quedaban en la copa, era siempre un beso de Nerea. Después, la muchacha solía retirarse. A veces dormía sola, aunque después de contener su excitación en la fiesta le era imposible conciliar el sueño sin masturbarse una o dos veces. Pero en otras ocasiones, una esclava, casi siempre Crisis, bajaba al salón, se acercaba a un comensal, no siempre al más rico ni al más agraciado, y le susurraba al oído que la señora Nerea le aguardaba en su alcoba.

La cortesana Nesias seguía acudiendo a esos banquetes, pero la única manera que tenía de captar la atención de los demás era esperar a que Nerea se retirara o, a cambio, comportarse como lo que pretendía no ser, una auténtica puta. Entrecerraba los ojos y trataba de destilar entre las pestañas el odio que sentía por su rival, pero ella le contestaba con dulcísimas sonrisas. Meditando cómo vengarse, Nesias se dedicó a leer de todo un poco y tomó como amante a un sofista de segunda fila. Después, durante el simposio, opinaba de poesía, de política, de filosofía, de lo divino y de lo humano. Nerea se mantenía en silencio y tan sólo sonreía por encima de su copa. En el momento en que con más brillantez disertaba Nesias, ella se las arreglaba para capturar las miradas de los comensales. Sabía hacerlo a la perfección. Primero observaba a un hombre durante un rato, hasta asegurarse de que él se daba cuenta. Después, cuando su víctima giraba el cuello, Nerea agachaba la cabeza, aguantaba un par de segundos la mirada a través de las pestañas y por fin la apartaba revoloteando los párpados como un pajarillo asustado. Como el vino siempre le ponía un punto de rubor en las mejillas, le era más fácil fingir timidez. Al final de la velada, todos los invitados estaban convencidos de que habían seducido a Nerea.

Como era de esperar dada su edad, Nerea se volvió engreída. El primer candor empezó a desvanecerse. A veces, el placer de dominar al hombre superaba el goce del cuerpo. De vez en cuando dejaba a un amante a mitad de la erección o se la chupaba hasta que lo notaba a punto de eyacular y entonces lo mandaba fuera con cualquier excusa. Dolores de cabeza, náuseas, aburrimiento, ataques de moralidad, todo valía.

Lo extraño era que jamás se sentía mal, mientras que las demás pupilas de la casa sufrían problemas de salud periódicos. A Nerea las reglas le llegaban puntuales y discretas, sin hemorragias abundantes ni grandes dolores. Nunca le brotaban llagas ni grietas en los labios. Jamás se vio forzada a tomar abortivos ni a llamar al médico Asclepíades para que introdujera agujas de metal en su matriz. Ni siquiera tenía problemas con el vello. Las demás sufrían auténticos tormentos para presentar a los hombres piernas sedosas y deltas recortados como primorosos prados, pues no sólo recurrían a la cuchilla sino también a leznas al rojo vivo que cauterizaban los brotes pilosos. Pero cuanto más se afeitaban, más híspido y vigoroso volvía a crecerles el vello. Así, Fano guardó cama durante días por culpa de unos pelos que se empeñaron en brotar hacia dentro y le causaron una infección que Asclepíades tuvo que sajar con la lanceta. En cambio, el vello de Nerea era suave como pelusa y salía más ralo y fino después de cada depilación. Llegó un momento en que Crisis dejó de afeitarle las piernas y las axilas. En cuanto al pubis, la joven esclava se lo rasuraba cada seis o siete días, y a diario se lo repasaba con una pinza, por si quedaba algún pelillo suelto que estropeara la línea perfecta que festoneaba sus labios.

—Tu piel es maravillosa, Nerea —le decía embelesada, con el rostro a un palmo escaso del choiríon de la muchacha—. Es un don de los dioses.

De la diosa Afrodita, pensaba Nerea, y le daba gracias a la hija de Urano por haberla bendecido con su belleza, por salvarla de tantas miserias y por despertarla aún a más placeres. Algún día tendría que pagar aquel regalo. He aquí como soy y como quiero que se me vea, le había dicho ella.

Pero, por favor, que no le otorgaran más dones. Que no volviera a aparecer ningún dios en su vida. El cuerpo de una mujer mortal no estaba preparado para soportar dos veces el placer de los dioses.

Una noche llegó un mendigo.

Era una noche de perros. Los cielos se habían rasgado y el viento arrastraba cortinas de agua que azotaban las calles de Corinto. El suelo parecía hervir bajo la lluvia. Los rayos caían sobre el Acrocorinto y los truenos hacían retemblar puertas y ventanas. Mírrina le tenía pavor a las tormentas y se encerró en lo más recóndito de la casa con una jarra de vino y arrebujada en una gruesa manta. No tardó en quedarse dormida, como le sucedía cada vez con más frecuencia. En la casa se decía que, cuando se creía a resguardo de miradas, bebía vino como los bárbaros, sin mezclar, y que sólo se mantenía medio sobria cuando la visitaba Pasión, su verdadero amor.

Estalló un trueno más fuerte que los demás y todas las paredes se sacudieron como si el tridente de Poseidón hubiera taladrado la Tierra. Después llamaron a la puerta. Al principio creyeron que era un eco del trueno, pero la llamada insistía. Tratto abrió el cuarterón y se asomó. Nerea, que bajaba la escalera con una lamparilla, le preguntó quién era.

—Sólo un mendigo.

—¿«Sólo un mendigo»? —protestó desde el exterior una voz cascada—. ¡Insensato, recuerda que los mendigos vienen de parte de Zeus!

Nerea ordenó a Tratto que abriera la puerta.

—No podemos dejar a nadie ahí fuera con lo que está cayendo.

El esclavo, refunfuñando, al cabo obedeció. Al otro lado, bajo una cascada de agua, apareció el visitante. Era un anciano de barba y cabellos largos y grises, que ahora chorreaban como guedejas apelmazadas bajo un gran sombrero que debía de llevar horas calado. En la mano izquierda sostenía una escudilla de estaño, con la que había llamado a la puerta.

—Haces bien en acogerme, hermosa señora. ¿Recuerdas la fábula de Deucalión y Pirra?

—Sube conmigo, abuelo, y cuéntamela mientras tomas un caldo caliente.

En aquella época Nerea ocupaba los aposentos que pertenecieron a Nesias, pues ésta se había ido a vivir con un mercader de Cencres. Eran más amplios y lujosos que su antigua alcoba. Ella se sentó en una silla de madera tallada, mientras Crisis, que tampoco había podido conciliar el sueño por la tormenta, le traía al viejo un tazón con caldo, pan y una copa de vino. El anciano sorbía entre sus encías desdentadas, y la esclava le lavó los pies en una palangana. Fuera, la tormenta seguía rugiendo y un río de agua caía calle abajo.

—¿Cuál es esa fábula que ibas a contarme, abuelo?

—Ah, hermosa señora, es una larga historia. Tal vez te fatigue con ella.

—Mientras siga la tormenta, me costará dormir.

Hace mucho tiempo, cuando existía la primera humanidad, empezó el mendigo, existió un rey impío llamado Licaón, que gobernaba la salvaje tierra de Arcadia. Sacrificaba niños, se bebía su sangre, y a los huéspedes los mataba para devorar su corazón y sus riñones, como si aquellos crueles ritos pudieran complacer a los dioses que moran las nublosas cumbres del Olimpo. Entonces Zeus se vistió con harapos de vagabundo y bajó a la Tierra a comprobar si en verdad Licaón era tan desalmado como se rumoreaba. El rey de Arcadia acogió al viajero en su palacio, pero en vez de ofrecerle un sabroso caldo como el que Nerea le había ofrecido al viejo, tuvo la desfachatez de presentarle a Zeus un plato en el que había guisado los despojos de uno de sus propios hijos, el infortunado Níctimo. El dios no se dejó engañar, derribó la mesa, arrojó lejos de sí aquella nauseabunda cena y transformó a Licaón y a sus hijos en lobos salvajes.

Sin embargo, Zeus no estaba satisfecho con aquel castigo, así que se dedicó a recorrer el mundo con su disfraz de mendigo para comprobar si los demás pueblos respetaban las leyes de hospitalidad que él había instituido. Viajó del Bóreas al Noto y del Céfiro al Austro, y no encontró en el ancho mundo más que codicia, lujuria, envidia y mezquindad. De algunos pueblos lo echaron a pedradas, en otros le arrojaron encima cubos de inmundicias, y los menos salvajes le quisieron cobrar monedas de oro por la comida que deberían haberle ofrecido por piedad. Zeus, cada vez más encolerizado, meditaba en su corazón cómo destruir aquella humanidad que tan desvergonzada había salido.

Mas entonces llegó a Ptía, y allí el anciano Deucalión le ofreció la hospitalidad que ya creía olvidada. El anciano compartió su pan y su vino con él y le ofreció un lecho. Y no sólo eso (aquí el mendigo sonrió con picardía mientras le daba un sorbo a la copa de fina cerámica que Crisis le había traído). Aunque el mito que cuentan la mayoría de los griegos afirma que su esposa Pirra era anciana como él, en realidad se trataba de una mujer mucho más joven que su marido, y como él ya no era capaz de satisfacerla en la cama, se la ofreció también al vagabundo. Así que Zeus, de natural rijoso, gozó con ella y plantó en su interior innumerables semillas. Sólo después de yacer con Pirra, se reveló a Deucalión tal cual era, en toda su majestad, y le comunicó que iba a anegar la tierra para destruir la raza humana.

El rey de Ptía se postró ante él y le rogó que perdonara a los hombres. Pero Zeus no cedió. Tan sólo, dijo, tendría compasión del propio Deucalión y de su esposa. De modo que le ordenó que construyera una gran barca, y en ella se refugiaron Deucalión y Pirra cuando la lluvia arreció y cubrió casi todas las tierras salvo las montañas más elevadas. A los nueve días, las aguas remitieron y el barco se posó en el monte Parnaso. Pero cuando los esposos comprobaron que estaban solos en el mundo, rogaron a Zeus que les ayudara a repoblar la Tierra. Cuentan que les dijo que arrojaran hacia atrás los huesos de su madre, y que ellos interpretaron aquel enigmático oráculo como que debían sembrar piedras tras de sí, y de esta manera nació una nueva generación de hombres. Pero en realidad sucedió que las semillas que el poderoso miembro de Zeus había sembrado en el vientre de Pirra germinaron, y dieron lugar a una raza que, por tanto, sigue llevando la sangre del padre de los dioses.

—Así es como sabe compensar Zeus la hospitalidad de los hombres —terminó el relato el mendigo, y con una sonrisa desdentada añadió—: Y también sabrá compensarte a ti si tu hospitalidad es tan generosa como la de la noble Pirra.

Ambos estaban solos en la estancia, pues Nerea le había dado permiso a Crisis para retirarse. La muchacha enarcó una ceja, desconfiada. ¿Qué quería decir el anciano?

—Te agradezco mucho la comida y el vino, hermosa señora. Oh, sí, has sido muy generosa. Pero hace tanto tiempo que… Oh, no, no me atrevo a pedirlo.

—¿Se puede saber qué pretendes, anciano?

—Hace tanto que estos ojos ya legañosos no ven una buena hembra desnuda… Si tú tuvieras la bondad de quitarte la túnica y enseñarme las tetas, sin duda yo podría morir en paz.

Nerea soltó una carcajada ante la desfachatez del viejo. Pero entonces percibió que algo raro flotaba en el aire, un olor picante, similar al de la tierra mojada o al hormigueo que la nariz percibe antes de la tormenta, y se calló de súbito. Los ojos del mendigo miraban anhelantes, pero también justicieros, como si la estuvieran sometiendo a una prueba imprevisible. «¿Por qué no?», se dijo Nerea, y se puso de pie. En la arbitrariedad se basaban el privilegio y el poder de la cortesana: dar nada a cambio de todo, regalar todo a cambio de nada. Se soltó los nudos del quitón y dejó caer la ropa hasta los pies. Siempre le había gustado exhibir así todo su cuerpo, pero en los últimos meses apenas había tenido ocasión de hacerlo porque ya no era una vulgar puta, sino que estaba convirtiéndose en una cortesana y debía encelar a los hombres escondiéndose detrás de capas y más capas de ropa, como si fuese una mujer decente.

Los ojos del viejo se quedaron clavados en sus pechos, la boca se le torció a un lado y un hilillo de baba empezó a gotearle por la comisura como una gota de resina. Nerea pensó que debería sentir asco por aquella ruina de hombre, pero lo que descubrió en su interior fue una dolorosa compasión. ¿Cuánto tiempo llevaría aquel mendigo sin acariciar una carne tersa como la suya? ¿Cuánto hacía que no gozaba del placer? «Algún día», se dijo Nerea, «mis pechos se caerán como dos odres exprimidos, las nalgas me colgarán como cortinas arrugadas sobre los muslos, el vientre flácido me tapará el vello del pubis y cuando se la chupe a un hombre no tendré que cubrirme los dientes con los labios para no morderlo, pues no me quedarán dientes que cubrir». Aquella imagen de su propia decadencia se le apareció de pronto ante un ojo interior, como si un dios la hubiera puesto allí. «Pobre viejo», se repitió, y se acercó a él, que seguía sentado con los pies arrugándose como garbanzos en la palangana de agua caliente. Al aproximarse, Nerea sintió un zumbido muy bajo, como el de una cigarra enterrada bajo tierra, y la piel se le erizó de la nuca a los talones. Aun así, dio otro paso hacia el viejo. Olía a sudor, a lana mojada, a entrañas enfermas, pero el impulso que la guiaba era más poderoso. Nerea tomó la cabeza del viejo, clavó los dedos entre aquellas guedejas apelmazadas y lo apretó contra su pecho. El mendigo balbuceó algo, pero Nerea le tapó la boca con la teta izquierda. Al momento se arrepintió, pues la lengua del viejo cobró vida propia y empezó a reptar alrededor de su pezón como una babosa que buscara alimento, y sin embargo…

Después siguió la locura. El viejo succionó con tal fuerza que Nerea gritó de dolor mientras sentía que el alma se le salía del pecho. Una fortísima racha de viento hizo saltar el pestillo que sujetaba el postigo, se coló en la estancia y apagó las luces. El trueno volvió a retemblar sobre la casa con la furia de un seísmo. Nerea cayó al suelo y quiso gritar pidiendo auxilio, pero una mano terrible le tapó la boca y algo le separó las piernas desnudas. Nerea manoteó en la oscuridad, mientras una lengua enorme y rugosa como una lija le chupeteaba los pechos y el cuello y se los pringaba de cálida baba. En sus costados notó unas patas de piedra que la apretaban y apenas dejaban que respirara. Un rayo iluminó la noche. A su luz espectral, Nerea miró hacia arriba y gritó de terror. Sobre ella se cernía una cabeza de toro. La oscuridad volvió, y después el rayo y de nuevo las sombras, en una sucesión que dejaba en los ojos de Nerea imágenes enloquecedoras. El toro tenía una verga enorme, y la había apoyado en el sexo de Nerea y estaba clavando las pezuñas en el suelo para empujar. Nerea chilló y chilló. ¡Por los dioses, era imposible que aquel miembro descomunal pudiera entrar en ella sin desgarrarla! Pero lo hizo, y el dolor superó todo lo que en su vida había sufrido o imaginado. Aquella inmensa posthe le estaba escarbando el cuerpo hasta la garganta. Cuando creía que la piel, la matriz y las mismas entrañas le iban a reventar, un dulcísimo calor estalló dentro de ella y la lengua de zapa se convirtió en una caricia exquisita. Un nuevo relámpago reveló que eran las alas emplumadas de un cisne las que rozaban su piel. El pene que tenía dentro de su cuerpo era ahora mucho más pequeño, fresco y juguetón. Nerea se abrazó al ave y, feliz por haberse librado de aquel dolor, lo acarició y le besó el pico. «Gracias, gracias», susurró. Entonces el cisne se esfumó entre sus brazos y sus piernas. El techo de la estancia había desaparecido para mostrar un cielo del que caía una lluvia de minúsculas estrellas doradas. Aquellas que se posaban sobre Nerea estallaban en una diminuta conflagración de chispas y estimulaban los nervios que se escondían bajo su piel, como si debajo de cada poro se escondiese un pequeño clítoris, tan sensible como su hermano mayor. Nerea empezó a gemir y a frotarse los muslos, consciente de que le caía saliva por las comisuras de la boca y de que el coño le chorreaba tanto que se estaba formando un charco bajo sus nalgas. El placer era sublime, chisporroteante, pero también doloroso. Una voz femenina y hostil resonó en las alturas. Si tanto te gusta, ¿por qué no te unes a ella como lo haces conmigo, marido mío? ¡Poséela en toda tu gloria! ¡Calcínala de placer y nadie más disfrutará de ella! Nerea tembló de pavor, pero la lluvia de oro que la empapaba se convirtió en un hombre grande de músculos inmensos que se frotaba entre sus piernas. Tenía una barba de espesos pelos que se agitaban como serpientes, y en lugar de ojos dos bóvedas celestes, una roja y la otra azul, en las que brillaban estrellas y relámpagos.

—No te haré daño, amada de los dioses.

Su miembro no era mucho menor que el del toro. El cuerpo de Nerea no aguantó más y se desmayó.