Hetaira

Hetaira

El 25 de Targelión era el día señalado para que regresara a Atenas el hombre al que todos llamaban ya el Salvador de la Ciudad: Alcibíades, hijo de Clinias, el mismo al que tiempo atrás habían condenado a muerte por sacrílego y traidor.

Aquél fue un día crucial en la vida de Nerea. Sin embargo, empezó con la rutina que ella misma había ido forjándose en los siete años que llevaba viviendo en la ciudad del Ática. Apenas había amanecido cuando despertó en la alcoba que ocupaba en el desván de la casa. No siempre sucedía así, pues a veces alguno de sus amantes se quedaba a pasar la noche con ella, y entonces ambos dormían en la cámara del piso inferior, más grande y lujosa. Pero lo normal era que despachara a los hombres después del sexo y se retirara a la soledad de su aposento privado, un santuario en el que los únicos varones que habían entrado eran el gigante Tratto y, aunque no por voluntad de Nerea, el mensajero que le trajo el espejo años atrás.

(Pero aquél no era en verdad un hombre. Los dioses no contaban).

En la alcoba se abría una ventana orientada hacia el este. Sus postigos permanecían abiertos desde los primeros días de la primavera hasta que el Bóreas arrastraba los fríos más madrugadores del invierno. La noche anterior Nerea se había acostado tarde, pues celebró un banquete con siete invitados; pero cuando los primeros rayos de luz entraron en la alcoba, se incorporó en la cama y saludó al sol estirando los brazos y ronroneando como una gata grande y perezosa. Después se sacudió de encima el cobertor y se levantó, vestida tan sólo con sus propios cabellos. La primera persona que la saludó fue ella misma, reflejada en el maravilloso espejo que le había traído el dios viajero de la vara serpentígera.

Aquel extraño regalo había llegado a su poder un año después del traslado a Atenas. Los acontecimientos que llevaron a Nerea a la ciudad de la diosa virgen fueron los siguientes: tras el encuentro con el mendigo, Nerea quedó postrada quince días, víctima de una fiebre voraz de la que, para asombro de los habitantes de la casa y de sus propios amantes, renació de nuevo más hermosa que antes. Unos meses después, Mírrina murió de un ataque de apoplejía. Asclepíades le echó la culpa al vino puro, Pasión lloró a su amante muerta, y los magistrados de la ciudad rasgaron los sellos del testamento que la meretriz había redactado no mucho tiempo antes. Al leerlo, se descubrió que Mírrina no sólo le concedía la libertad a Nerea, sino que además le asignaba la casa con el mobiliario, las pupilas y la servidumbre: en suma, todo lo que poseía, salvo unas cuantas joyas que le legó al pirata tuerto. Lo cierto es que Mírrina no tenía parientes, y lo más parecido a una hija que dejaba tras de sí era la propia Nerea, así que nadie, salvo ésta, se sorprendió demasiado.

Siguiendo el consejo de Éuporos, Nerea decidió instalarse en Atenas. Con la ayuda del comerciante ateniense y de algunos de sus amantes, vendió la casa, amancebó a algunas de sus pupilas y a las demás las instaló en un burdel más modesto que regaló a su amiga Fano junto con la libertad, pues no quería que tantas mujeres dependieran de ella. Tan sólo se quedó con cinco sirvientes. Después, tras despedirse de Fano con abrazos y lágrimas, cargó varios carros con dinero y ajuar, bajó hasta el puerto de Cencres y allí tomó un barco con destino a Atenas para empezar una nueva vida como cortesana independiente. Cuando llegó a la ciudad, utilizó la herencia de Mírrina y su propio peculio para comprar una casa en la Colina de las Ninfas, entre el ágora y la Pnix.

Había pasado un año en Atenas cuando llegó el espejo. Era el mes de Boedromión. Una tarde, alguien llamó a la puerta. Tratto, uno de los cinco criados que Nerea había conservado, la informó de que se trataba de un mensajero que decía traer un regalo de parte de un viejo amigo. No era raro que la cortesana recibiera presentes, pues de hecho mantenía la casa y a la servidumbre gracias a aquellos pagos que fingía recibir con el mismo desinterés con el que sus amantes simulaban entregárselos. El emisario que se presentó ante ella era un hombre joven, de mejillas rasuradas y belleza andrógina. Vestía atuendo de viajero: una clámide que le cubría los hombros, un caduceo, sandalias de cuero adornadas por unas minúsculas alitas blancas y un sombrero de viaje, que se quitó para saludar a Nerea. Ni su porte ni sus ademanes parecían los de un sirviente, sino que caminaba con los hombros erguidos y miraba de frente con la insolencia de un aristócrata. Lo acompañaban dos porteadores que cargaban entre jadeos un objeto grande y de forma aplanada, envuelto en telas pardas y atado con sogas de esparto.

—Saludos, hermosa señora —le dijo el joven con voz de plata—. Esto que ves aquí es el humilde regalo de un antiguo amigo que desea compensar con él la hospitalidad que le brindaste antaño. Él habría querido traértelo en persona, pero es un importante político y las tareas de gobierno lo tienen muy ocupado.

Nerea pensó en varios de sus pretendientes, pero no se le ocurrió quién podía ser. Más tarde comprendería que el político al que se refería el mensajero era en verdad el más poderoso de quienes regían el cosmos, y que sus tareas de gobierno resultaban tan pesadas como la carga que el gigante Atlas sostenía sobre sus hombros de titán.

—Dejad vuestro regalo y pasad a la cocina. Allí os servirán un vaso de vino y algo de comer para la vuelta.

—Me han ordenado que suba este regalo a tu alcoba, señora. No es un presente adecuado para los ojos de cualquiera.

Nerea le hizo un gesto a Tratto. El esclavo tomó el objeto de brazos de los porteadores y se lo llevó hacia la escalera que subía al piso de arriba. Sin duda era muy pesado, pues incluso el gigantesco bárbaro resollaba por el esfuerzo. Nerea lo siguió y, aunque nadie le había invitado a hacerlo, también lo hizo el joven del caduceo. Una vez arriba, Tratto depositó el presente en un rincón, aún sin abrirlo, y salió de la habitación tras recibir la aquiescencia de su señora. El mensajero se quedó en la alcoba, mirando expectante a Nerea.

—¿Y bien? —preguntó ella—. ¿Vas a desenvolver tú mismo el regalo?

—Se me había ocurrido que tal vez querrías darme una propina por haberlo traído.

La mirada del joven brillaba y las aletas de su nariz temblaban como si estuviera venteando a una hembra en celo. Nerea frunció el ceño.

—¿Acaso crees que soy una puta del Cerámico? ¡Llévate ese paquete infecto y sal por donde has venido!

Por toda respuesta, el mensajero se quitó la clámide y la arrojó sobre la cama de Nerea. Debajo no llevaba nada, salvo una considerable erección que desmentía lo afeminado de su cuerpo. Antes de que Nerea pudiera gritar, se abalanzó sobre ella, la abrazó con una fuerza inesperada y la besó. Su lengua era gélida y a la vez quemaba como el hielo. En cuanto la sintió en los labios, el sexo de Nerea empezó a chorrear contra su voluntad. Pero al reconocer en aquella lengua el mismo poder de la mujer del templo de Afrodita, del niño alado, del mendigo que se había transformado en toro, en cisne y en lluvia de toro, gritó de terror, apretó las palmas de sus manos contra el pecho del emisario y lo empujó con todas sus fuerzas. El joven trastabilló y se apoyó en la pared para no caer.

—¡No! ¡Otra vez no!

—¿Por qué no? Eres una mujer refinada, amante de los inefables placeres que sólo los dioses del Olimpo pueden conceder.

—¡No quiero saber más de los dioses! Vuestro amor es cruel, y vuestro placer provoca dolor. Cada vez que me tocáis me dejáis al borde de la muerte. ¡Márchate!

Nerea reculó hasta la pared. El emisario se acercaba a pasitos sigilosos mientras con voz de embaucador y pericia de sofista desgranaba argumentos para convencerla de que se entregara a él. El amor nunca puede ser cruel, objetaba, y el placer se convierte en dolor cuando es exquisito, porque tan sólo las cosas más excelsas tienen la virtud de tornarse sus contrarias. Además, no debía quejarse: otros mortales que en el pasado habían tenido trato con los dioses sufrieron más que ella. Ío fue convertida en vaca y hostigada por un tábano, Sémele reducida a cenizas por un orgasmo tormentoso, a Acteón lo despedazaron sus perros por contemplar desnuda a Ártemis, Dafne se transformó en laurel, Aracne en araña, Apolo despellejó vivo a Marsias. ¿Qué mal había sufrido ella, salvo una fiebre que tan sólo duró algunos días? Y a cambio, ¿qué había recibido? Cada vez que un dios la amaba, ella renacía como una crisálida, embellecida como si se hubiese bañado en ambrosía o hubiera ceñido sus pechos con el cinturón de la propia Afrodita.

Aquella voz untuosa y trapacera era la misma que había logrado adormecer a Argos, la criatura de cien ojos a la que Hera encomendara vigilar a una amante de Zeus. No era extraño, pues, que Nerea empezara a sentir una pesada lasitud en los miembros y que por sí misma soltara las fíbulas de su túnica y se quedara desnuda ante el mensajero de pies alados. Mientras él se acercaba, sintió que algo sinuoso y frío le trepaba por la pierna izquierda. Bajó la vista al suelo, con la perezosa enajenación de un sueño, y se dio cuenta de que la serpiente del caduceo había cobrado vida propia, se había soltado del bastón y ahora le reptaba por la rodilla haciéndole cosquillas con su piel escamosa. El joven se arrimó más y tomó sus manos.

—No tengas miedo. Mi pequeño dragón no muerde.

Nerea sintió una pequeña punzada en los labios, casi junto al clítoris, y dio un respingo. El joven sonrió, enigmático y divino como una estatua arcaica.

—Quiero decir, casi nunca muerde…

La lengua del emisario invadió su boca y la de la serpiente su vagina empapada. Ambas parecieron juntarse en algún lugar de su interior y Nerea se sintió penetrada hasta las vísceras. Mientras la asaltaba el primer orgasmo, rezó en su interior: «¡Dioses del Olimpo, tened piedad de mí! ¡Que este tormento acabe pronto!». Pero suplicar compasión a sus torturadores fue tan inútil como echar agua al mar.

Nerea meneó la cabeza para ahuyentar el recuerdo. Tras su encuentro con el joven de las sandalias aladas, de nuevo se consumió diez días en el lecho, y de nuevo renació como el ave Fénix. Pero esta vez los dioses le habían regalado algo más que belleza renovada. Cuando recuperó fuerzas para levantarse de la cama, Nerea desanudó las cuerdas y apartó las telas que envolvían el misterioso paquete. Lo que vio ante sí hizo que se le escapara un grito y huyera de la alcoba. Estaba ya en la puerta cuando se sintió ridícula. Se acercó con cautela y contempló al causante de su sobresalto. De nuevo la había asustado un espejo, como en su primera noche en casa de Mírrina. Pero esta vez su sobresalto era comprensible, pues no se trataba de un espejo de bronce, ni de plata, ni de estaño, sino una obra maravillosa e imposible, como nadie había visto aún en aquellos tempranos días del mundo.

Ahora, el 25 de Targelión, años después, Nerea volvió a contemplarse en él como hacía todas las mañanas. Ni la belleza del cristal ni su brillo sobrenatural se habían desgastado con el tiempo, como temiera al principio. Aquel espejo ovalado era tan alto como ella y basculaba arriba y abajo sobre una pesada armazón de bronce y madera. Lo maravilloso era que, al mirarse en él, no aparecía una triste imagen como las que se veían en otros espejos, pálidas sombras rellenas de colores desvaídos. No: era otra Nerea, invertida, pero real, que la saludaba con la mano izquierda cuando ella lo hacía con la mano derecha. Cada minúsculo detalle de su cuerpo estaba allí frente a ella, lunares en los que jamás había reparado e imperfecciones diminutas. Cuando Nerea se acercaba más y miraba hacia un lado dentro del espejo descubría que en su interior se abría una alcoba igual que la suya, y si apuntaba el cristal hacia la ventana podía contemplar en él el cielo y los tejados del exterior. Había un mundo entero contenido allí dentro, separado de ella por aquella superficie lisa y fría. A veces se preguntaba qué vida llevaría la Nerea invertida cuando ella salía de la alcoba y tapaba el espejo con una manta. ¿Se quedaría esperándola? ¿Saldría a buscar aventuras y amoríos, como ella? ¿Añoraría a un amante perdido?

Junto con el espejo, el mensajero de pies alados había dejado una lámina de oro en la que su mano había grabado un mensaje en letras diminutas:

«Nerea, quiero que compartas el gozo que los inmortales albergamos cuando contemplamos tu hermosura. Con mi lira adormecí al padre Tiempo, que mora en un palacio nevado sobre los ejes del mundo, y mientras roncaba con la cabeza apoyada sobre la mano arrugada por la edad, levanté con mi caduceo la pesada cortina de bronce con que el anciano cubre las cosas que están por venir. De entre todas ellas elegí una maravilla de la artesanía, este espejo que los hombres aún no han soñado. Se trata de una hoja de vidrio bañada en el huidizo metal al que las generaciones venideras darán uno de mis nombres; vidrio y mercurio, mercurio y vidrio, que reflejarán tu belleza como no lo podrían hacer siquiera las quietas aguas del arroyo de Donacón, en que Narciso quedó embelesado. Pero ten cuidado y no repitas su destino. Cuida de no abusar de tu propia belleza».

A pesar del consejo, a Nerea le resultaba difícil no caer en el trance del joven Narciso. Todas las mañanas se miraba y remiraba en el espejo, se vestía y se volvía a desnudar, se cepillaba la melena y se complacía examinando los reflejos cobrizos que el sol arrancaba a sus cabellos. A veces, ponía una silla delante y se sentaba frente al espejo, tan cerca que podía apoyar las puntillas de sus pies descalzos en su fría superficie. Entonces abría las piernas, con la mano izquierda se separaba los labios y observaba lo que se escondía entre ellos. Si caía en aquella tentación, su mano derecha empezaba a acariciarse el clítoris, a correr por el valle que se humedecía de rocío por el deseo que despertaba en ella su propia imagen (las piernas largas, el talle de junco, el vientre que se encogía de placer al contacto de la palma, los pechos que tantas bocas y manos habían ayudado a moldear). A Nerea le gustaba masturbarse así, ante la otra Nerea, observar cómo sus pezones se erguían, el clítoris se hinchaba y oscurecía, el rubor coloreaba sus mejillas y su cuello. Cuando estaba a punto de correrse, doblaba la cintura y acercaba el rostro a la superficie bruñida. El aliento de la otra Nerea soplaba tan cercano que empañaba el espejo, aunque no lograba traspasar su superficie; sus pupilas se dilataban asomadas a sí mismas. Nerea estiraba un poco más el cuello mientras los movimientos de su mano se hacían más urgentes, y las piernas, deseosas de placer, estrujaban sus propios dedos contra las profundidades del sexo. Entreabría los labios, asomaba la lengua rosada y su aguzada punta acariciaba aquella otra lengua, la de la mujer de aquella alcoba invertida que existía en una ciudad y un mundo invertidos. El beso era gélido, como los de los dioses, pero no doloroso. Su vientre se sacudía en oleadas de placer. Los glúteos se le contraían sobre la silla, la contracción se transmitía a sus caderas, que se apretaban aún más, la mano aprisionada sufría apretada entre aquellos muslos simplégades y se vengaba frotando con rabia el botón del placer. Los ojos querían cerrarse para concentrar toda su percepción en el orgasmo que estallaba por dentro, pero la voluntad de Nerea los dominaba y obligaba a los párpados a abrirse, y así veía cómo la mujer sentada frente a ella se corría al mismo tiempo, y le parecía que el espejo de los dioses no sólo le devolvía su imagen sino también sus gemidos.

Pero Nerea procuraba no abusar de aquel regalo, pues comprendía que la fascinación podía paralizarla y hacer que le brotaran raíces como al joven del mito. Sólo de cuando en cuando se permitía la indulgencia de masturbarse delante del espejo, y nunca lo había utilizado para fornicar con ninguno de sus amantes, puesto que no admitía a nadie en el santuario de su alcoba. Pero, se prometía a sí misma, si alguna vez regresara el hombre que se llevó su doncellez, el primero que la llevó al éxtasis, el último al que amó, entonces lo subiría allí y abriría sus muslos para él delante del espejo, y tal vez entonces se quedaría congelada —como le pasó a Narciso— en un instante de felicidad eterna.

Así pues, la mañana del 25 de Targelión Nerea estuvo poco tiempo delante del espejo, acaso el que su corazón tardó en latir mil veces. Para ella ese lapso era una breve ración de placer. No quiso sentarse, pues sabía que no resistiría la tentación de masturbarse. Tan sólo posó durante un rato, para sí misma y para la Nerea de enfrente: se acarició las caderas con las manos, apretó las manos por delante del ombligo para que apareciera un canal entre sus menudos pechos, se volvió para contemplarse las nalgas respingonas, le dio la espalda al espejo, se agachó y cabeza abajo saludó a su imagen, que le sonreía entre sus propias piernas. Pero no lo hizo más que un instante, pues no sería la primera vez que se masturbaba al ver sus labios abiertos como fruta jugosa en aquella posición, y no quería empezar el día corriéndose dos veces. Algo la hacía sospechar que sería una jornada de emociones intensas y no pensaba prescindir del orgasmo que siempre disfrutaba tras el baño matutino.

Por fin cubrió el espejo, pues no había otra manera de huir de su fascinación, y salió a la terraza, donde extendió una manta de lana decorada con una escena de la disputa entre Atenea y Aracne. Después se asomó sobre la balaustrada que miraba al este. El sol apuntaba ya por encima de la Acrópolis y sus rayos arrancaban reflejos broncíneos del tejado del Partenón y de la lanza de Atenea Prómacos, la estatua que se alzaba orgullosa para proteger la ciudad, tan alta que los barcos que llegaban del sur oteaban su brillo lejano desde el cabo Sunión. El aire fresco le erizó la piel y los pezones. Aun así, Nerea no se vistió, sino que se tumbó desnuda sobre la manta y dejó que los rayos de aquel sol fresco y dorado acariciaran su piel. Había pasado muchos años encerrada en la alcoba de la mansión de Mírrina, alumbrada casi siempre por mechas y candiles y rara vez por luz natural. Ahora se había hecho construir aquella terraza para dorarse el cuerpo al arrancar el día, cuando los rayos del sol eran más benévolos. No soportaba ver su piel blancuzca como la tripa de un pez. Las mujeres atenienses de buena familia pasaban la mayor parte de sus días encerradas en los gineceos, aprisionadas en las profundidades de aquellas casas apiñadas, sin ventanas, de fachadas hoscas y mezquinas, y como resultado sus pieles eran lechosas y blandas. Las esclavas, las vendedoras de pescado, las prostitutas y todas aquellas mujeres que pateaban las atestadas calles de Atenas buscando su sustento, se encalaban los rostros con capas de albayalde cuando querían parecer bellas. En cambio, Nerea no se había vuelto a maquillar desde hacía años, si no era por una fina línea azul que se pintaba bajo los ojos para realzar su color natural. Y sin embargo los mismos poetas que cantaban las maravillas de una piel blanca como pétalos de nieve, se callaban ante ella y morían de deseos de rozar aquella piel dorada y aromática como un pan horneado.

Se adormiló al sol durante un rato, arrullada por los ruidos de la calle. Era un barrio tranquilo, aunque no distaba mucho del ágora. Según avanzaba la mañana, crecía el murmullo de voces y pisadas y el traqueteo de los carros. Estuvo un rato tumbada boca abajo, luego se dio la vuelta y estiró los brazos sobre la cabeza, totalmente ofrecida a la vista de Febo, el más chismoso de los dioses. Por un momento fantaseó que el propio Sol bajaba a amarla, y se preguntó si también los labios de aquel dios ardiente serían gélidos; pero ahuyentó aquel pensamiento, temerosa de que alguien pudiera leerlo, pues estaba convencida de que si un dios volvía a amarla le acarrearía la muerte.

Tal vez sería una buena manera de acabar sus días. Si así fuera, no podría quejarse de su vida. Cuando los piratas la raptaron de su isla lloró con amargura lo que había perdido y durante mucho tiempo añoró a sus padres. Sin embargo, si no hubiera sido por el tuerto Pasión, ahora se dedicaría a cardar lana, sembrar una parcela de tierra ruin y limpiarles los mocos a unos críos de los que a buen seguro ya se le habrían muerto la mitad. Su piel no se vería dorada, sino renegrida, las uñas cuarteadas, las manos callosas, el vientre caído por un parto detrás de otro, los dientes negros, los pechos convertidos en dos salazones secas y colgadas bajo los hombros. No bebería vino de Quíos en una copa de plata, no se bañaría con aceites perfumados de Arabia, su piel no conocería ni el puro contacto del oro ni la caricia de las sedas del Oriente, no se deleitaría escuchando alados versos. No habría conocido aquella ciudad gigantesca y enloquecida de Atenas, vulgar y sublime, valiente y rencorosa.

Disfrutó del sol un rato más. En eso consistía su vida, en disfrutar de cada palmo de su piel, de cada repliegue de su cuerpo. En contemplar su propia belleza como un don, en dejarse admirar por otros. Ser un hermoso animal, una perezosa pantera. No pensar en lo que no tenía («No, diosecillo, no agites tus desvergonzadas alas delante de mis ojos, que los cerraré»), disfrutar de todo lo que se le había dado mientras aún tuviera tiempo.

Pero Nerea sentía en su interior un vacío, el que le había dejado la flecha del cruel monstruo alado. Aquella oquedad se desplazaba por su cuerpo todos y cada uno de sus días. Unas veces se aposentaba en su garganta y no le dejaba comer. Otras, le bajaba al pecho y le provocaba sudores y palpitaciones sin motivo. También le doblaba el estómago con una ansiedad que no conseguía saciar, y si descendía aún más y se asentaba en su sexo, Nerea buscaba orgasmos hasta que las piernas ya no la sostenían, pero el placer sólo dejaba en ella más vacío y soledad.

«No sigas por ahí, Nerea», se dijo. «En un día de Targelión, en una mañana de sol, no puedes dejar que la tristeza te empañe los ojos».

Nerea fantaseó para ahuyentar la pena. Como hacía a menudo, imaginó que su amado estaba a su lado. Se giró sobre el costado, se acurrucó y trató de sentirlo tras ella, encajado en su espalda, como aquella primera y última noche en la mansión de Mírrina. Cerró los ojos durante unos segundos. Hubo un instante en que creyó sentir el calor en su espalda y se sintió protegida y acompañada. Pero la brisa sopló sobre sus riñones y le erizó la piel, recordándole que estaba sola bajo el sol.

Frustrada, Nerea se levantó, cruzó la alcoba sin mirar el espejo y bajó por las escaleras de madera, que recibieron su peso sin un crujido. Seguía vestida únicamente de cielo. Los sirvientes que se cruzaron con ella, hombres o mujeres, la saludaron con naturalidad, pues estaban acostumbrados a ver a su ama desnuda. Sin embargo, Nerea sabía que en cuanto creían estar fuera de su vista la observaban de reojo, pues más de una vez había sorprendido sus miradas de reverencia, de silenciosa y respetuosa adoración. Jamás les habría reprendido por ello, pues la caricia de los ojos ajenos era el mejor ungüento para su piel desnuda.

Nerea había gastado buena parte del dinero que sus amantes le regalaban en reformar aquella casa de la Colina de las Ninfas. En el patio interior, hizo excavar y ampliar la alberca que recogía el agua de la lluvia para convertirla en una piscina de más de treinta pies de longitud. Su amigo Éuporos, que en sus viajes visitaba litorales exóticos, le había traído sacos de arena blanca y cantos de colores. Nerea los había esparcido alrededor de la alberca, de modo que ahora poseía en el centro de su casa un pequeño recuerdo de la playa secreta donde su cuerpo de niña había empezado a despertar a los sentidos.

Mientras Sosibia pulsaba la lira en un rincón del patio, Nerea se zambulló en la piscina y durante largo rato nadó con brazadas fluidas, como si fuera una más de sus cincuenta hermanas onomásticas, las hijas del acuático Nereo. La natación le conservaba los hombros subidos, la cintura estrecha, el culo alto y los pechos duros, aunque si les hubiera preguntado a sus sirvientes, ellos habrían jurado que su ama no necesitaba ejercicio, pues su belleza era un obsequio de los dioses.

Después de nadar en agua fría, Nerea fue al baño y se sumergió en una tina humeante. Se había traído de Corinto a la vieja Gorgo, pero la conservaba más por misericordia que por utilidad, pues la mujer estaba casi ciega y lo único que hacía era sentarse en la cocina todo el día y roer cortezas de pan duro y carne en salazón. De modo que quien atendía su servicio personal era la bella y melancólica Crisis. Tras el baño, Nerea dejó que la secara con una toalla de lana. Después se sentó y separó las piernas para que la joven pudiera arrodillarse ante ella con una pinza de plata. El vello de Nerea era tan débil que sólo brotaba en el delta del bajo vientre, y aun con timidez, pero a ella le gustaba retocárselo todos los días. Crisis fruncía las cejas, rastreaba entre los muslos y le arrancaba los pocos pelillos que se atrevían a salirse del redil. El vientre de Nerea era tan plano que, cuando se sentaba para la depilación, su pubis sobresalía como un montículo. Le gustaba ahuecar la palma de la mano y pasarla por encima rozándose apenas, y bromeaba diciendo que aquélla era la verdadera Colina de las Ninfas en la que se cimentaba su casa. Crisis acercaba mucho el rostro para poder encontrar los pelos rebeldes, tanto que su aliento tibio acariciaba el sexo de Nerea. Como los tirones eran a veces dolorosos, Crisis le daba un beso breve por cada pelo arrancado. Sin decir nada, Nerea iba abriendo las piernas un poco más. Al final, Crisis soltaba la pinza, asomaba la punta triangular de su lengua y, como si fuera un gatito bebiendo leche de un tazón, empezaba a dar delicados lametones. Nerea miraba al techo o cerraba los ojos y se dejaba llevar. Aquello había empezado un día, ya no recordaba cuándo, y ella lo había permitido. Desde entonces el ritual se mantenía, pero ninguna de las dos hablaba de ello. Crisis lamía y lamía, un poco más rápido cada vez. Nerea ronroneaba y disfrutaba. La lengua de una mujer era más delicada que la de un hombre, menos impaciente. O tal vez sólo fuera la de Crisis, pues a ninguna otra mujer le había consentido hacer aquello, ni siquiera a su amiga Fano. A veces Nerea tenía la tentación o la curiosidad de recompensar la dedicación de su esclava y se preguntaba cómo sería arrodillarse delante del sexo jugoso de otra mujer y probarlo. ¿Qué pasaría si besaba a Crisis en la boca y gustaba el sabor de su propia vulva en los labios de la esclava? Pero siempre se contenía por el temor de quebrantar las reglas de aquel juego que tanto placer le brindaba todas las mañanas.

Al cabo de un rato, Nerea apoyó las manos en la cabeza de Crisis y acarició sus rizos crespos. La esclava entendió la muda señal y aceleró el ritmo de su lengua. Los lametones se volvieron más largos y profundos, desde el perineo hasta el final del clítoris, y cada pocas pasadas la punta de la lengua se hundía como una posthe en miniatura entre sus labios menores y se aventuraba en profundidades más recónditas. Los dedos de Nerea apretaron más y Crisis concentró sus lengüetazos en el clítoris. Casi en silencio, tan sólo con algún ronco suspiro que se escapaba de su pecho, Nerea ascendió rápidamente hasta el clímax. El orgasmo llegó, dulce y suave, pues la lengua de Crisis era sabia y tierna. Nerea se corrió despacio, arqueando el culo, y su esclava le apretó las nalgas para hundir la cara aún más entre sus piernas. Después se quedó relajada, mientras Crisis le enjugaba el sexo con un paño suave. Nerea se vistió con una túnica casi transparente y desayunó un tazón de fruta fresca y agua asperjada con un poco de vino. El día podía empezar.

Critias fue a visitarla aún temprano. Aunque era uno de sus amantes más dadivosos, de buena gana lo habría despachado para siempre. Rondaba los cincuenta años, pero su cuerpo se mantenía en forma y sin grasas gracias a sus cabalgatas por el campo y a su buena condición natural. El médico Hipócrates, tras conocer a Critias en un banquete en casa de Nerea, lo clasificó como flemático, pues opinaba que en él predominaba el más frío de los cuatro humores. Sin duda, Hipócrates nunca había permanecido con él a solas ni había conocido el ardor de su crueldad. Critias tenía los pómulos salientes, la piel de las mejillas adherida al hueso y unos ojos grandes y grises en los que parecía flotar el humo de un holocausto. Sus dedos eran largos y ahusados, fruto de generaciones que no habían empuñado el arado, pero sabía apretarlos con fuerza cuando retorcía los pezones de Nerea en medio del coito. Se jactaba de que su linaje estaba emparentado con los antiguos reyes de Atenas. Sin embargo, por temor a los demócratas más radicales, sólo presumía de su sangre cuando se reunía con otros aristócratas en los banquetes en que soñaban con derrocar el régimen político actual e instaurar el gobierno de los mejores.

Aquella mañana, el seco Critias traía una sonrisa en el rostro. Nerea le preguntó por qué.

—Hoy vuelve Alcibíades. Desde ahora, la política de Atenas podrá ser cualquier cosa salvo aburrida.

Estaban reclinados en la estancia donde Nerea recibía a sus amigos y amantes. Los criados les habían traído un refrigerio de aceitunas y frutos secos y una jarra de vino frío para que se sirvieran a placer, y después los habían dejado solos. Sin embargo, Tratto velaba al otro lado de la puerta. El gigante tracio no intervendría aunque oyera gritos, golpes o gemidos; pero si su señora pronunciaba la señal convenida, soze me, abriría la puerta sin dudarlo y echaría a Critias a patadas.

—No hacen más que hablar de ese Alcibíades —comentó Nerea fingiendo desdén, aunque sentía una gran curiosidad por conocer a aquel personaje aborrecido e idolatrado—. Que si Alcibíades esto, que si Alcibíades lo otro, que si Alcibíades lo de más allá. ¿No ha sido el culpable de todos vuestros males?

Años atrás, cuando Nerea llegó a Atenas, la ciudad era un hervidero de rumores de indignación y pavor religioso. Durante meses se habían invertido ingentes recursos en preparar una campaña militar contra Sicilia. Cientos de barcos de guerra y miles de hombres habrían de partir en breve para conquistar la soberbia ciudad de Siracusa y apoderarse de las riquezas sin cuento que atesoraba aquella isla remota. Alcibíades, entonces en la cumbre de su fama y su poder, promovía la aventura, que según los más entusiastas no era más que el primer paso para conquistar todo el mundo conocido.

Pero dos días antes de que Nerea se trasladara a Atenas, se desató un escándalo de consecuencias funestas para la ciudad. Las hermas que adornaban calles y cruces amanecieron mutiladas. Eran columnas de piedra dedicadas al dios de los mensajeros, del que tan sólo representaban el rostro y un miembro en audaz erección. Tanto las narices como los miembros viriles habían sido arrancados con cinceles, de un rincón a otro de la ciudad. Tal sacrilegio sin duda acarrearía el castigo de los dioses a no ser que fuera expiado con sangre. Como setas tras la lluvia, brotaron numerosos testigos que sostenían versiones confusas y contradictorias de los hechos. A todas luces, aquello no podía ser tan sólo la broma de una pandilla de borrachos, pues las mutilaciones cubrían toda la ciudad. Se señaló a las hetairíai, las asociaciones de aristócratas jóvenes y no tan jóvenes que se reunían para añorar viejos tiempos y conspirar contra la democracia. Y después no tardó en pronunciarse el nombre que siempre andaba en boca de todos los ciudadanos por sus excentricidades e intemperancias: Alcibíades.

La expedición zarpó pese a aquel crimen blasfemo. Alcibíades se hallaba ya en Sicilia al frente del ejército cuando sus enemigos lo juzgaron en ausencia por participar en aquel y en otros sacrilegios. Al enterarse de que los atenienses lo reclamaban en la ciudad, Alcibíades huyó del barco que debía llevarlo prisionero y se pasó al bando enemigo. Luego, cuando alguien le informó de que lo habían condenado a muerte, respondió: «Demostraré a los atenienses que estoy vivo».

A partir de entonces se sucedieron los desastres en la ciudad, fuera por voluntad de los dioses o por errores propios. Nerea no había olvidado el pánico y la consternación que se apoderaron de Atenas cuando llegó la noticia de que la flota de Sicilia había sido destruida y miles de hombres habían caído muertos o prisioneros. Durante meses y años estuvieron llegando a la ciudad fugitivos que se arrastraban en terribles condiciones, los pocos que habían huido de las canteras donde los siracusanos los arrojaron para morir tras marcarles las frentes con hierros al rojo vivo.

Para colmo, Alcibíades se trasladó a Esparta, y allí se convirtió en el asesor más estimado por los espartanos y en el peor enemigo de su propia ciudad. Pero de nuevo lo perdieron la lascivia y la vanidad, pues no pudo resistir la tentación de seducir a Tinea, la esposa de uno de los dos reyes de Esparta. Ella dio a luz un hijo que, según los rumores, era la viva imagen de Alcibíades. El ateniense incluso se atrevió a bromear en público sobre la cuestión, diciendo que quería colaborar con su sangre a la casa real espartana. Al final se vio forzado a huir de Esparta y refugiarse en Asia Menor, donde se había dedicado a conspirar en un intrincado juego de diplomacia y engaños con los sátrapas del gran rey persa, los espartanos y los propios atenienses, cuya flota estaba anclada en la isla de Samos.

Ahora el monstruo, el genio, el hijo amado y aborrecido por Atenas, se había reconciliado con su patria y volvía a casa para ponerse al frente de aquella guerra que ya duraba tantos años.

—Y es gracias a mí —dijo Critias taladrando a Nerea con unas pupilas pequeñas como cabezas de alfiler—. Yo he presentado el decreto que propone su regreso, y esa masa descerebrada que se hace llamar Asamblea lo ha aprobado. Ellos mismos han votado su propio fin.

—Si crees que va a perjudicar a la ciudad, ¿por qué has presentado el decreto?

Critias se rió. Cuando lo hacía, sus carcajadas sonaban como tierra desmenuzada bajo una bota.

—Conozco muy bien a Alcibíades. No es tan inteligente y dotado como él cree, ni como creen los demás. Sí, posee belleza, y cierto talento, pero le puede la vanidad. No hay nada más fácil de manejar que un hombre vanidoso: sólo hay que soplar para rellenarlo de aire y esperar a que acabe estallando como una vejiga de pez inflada. Alcibíades tratará de comportarse con decencia. Pero cuando pase un tiempo no podrá controlar su auténtica naturaleza, volverá a escandalizar a los atenienses, les robará el dinero, los arrastrará a aventuras insensatas, y al final sobrevendrá el desastre. Entonces, cuando todo cambie, cuando vuelvan a estar en su sitio los ciudadanos que no tienen donde caerse muertos y que se pasean por la ciudad pavoneándose porque cobran unos óbolos por rebuznar en la Asamblea, allí estaré yo, Critias, para regir el destino de Atenas.

Critias se arrastró por el triclinio hasta pegar su cuerpo al de Nerea y se frotó con ella. Bajo la túnica, su miembro empezaba a endurecerse como una barra de pan cociéndose en el horno. A Nerea empezó a temblarle el vientre. De miedo, pero también de excitación. Aquel hombre era el más imprevisible de sus amantes; pero jamás lo habría llamado amigo como a los demás.

—Alcibíades te gustará. Fuimos amantes de jóvenes. Es coqueto. Le gusta mantenerse en forma.

Critias había sacado de debajo de la ropa un fino cuchillo de oro que Nerea conocía demasiado bien. Mientras le seguía hablando de Alcibíades, la obligó a tumbarse boca arriba y con la hoja le fue cortando el quitón. El filo, tibio por el contacto con el cuerpo de Critias, le rozó las piernas, el vientre, los pechos. Cuando terminó de rasgarle la túnica, Critias apartó las dos mitades y dejó el cuerpo de Nerea expuesto a la vista. Después le sobó los pechos como masas de pan, se los succionó con avidez y le retorció los pezones entre los dedos. Trepó de rodillas sobre el triclinio, se arremangó su propia ropa, agarró a Nerea por el pelo y le clavó la polla en la boca. Aunque apenas podía respirar, ella no se atrevió a morderle, pues Critias jugueteaba con el cuchillo entre sus pechos. Siguió chupando como mejor podía, pues estaba casi inmovilizada. En realidad, era Critias quien estaba follándole la boca, tumbado a horcajadas sobre sus hombros. Pese a tener un cuerpo tan escurrido, su miembro era rechoncho como una porra y apenas cabía entre los labios de Nerea. Se lo sacó, pasó el glande sobre la nariz y los ojos de la hetaira y la obligó a lamerle los testículos.

—Ya lo avisó Timón el misántropo hace tiempo: Alcibíades será la ruina de Atenas. Ah, ojalá toda la chusma ateniense tuviera una sola cabeza como tú. Haría que me chupara la polla, me correría en su boca y luego… ¡Zas!

Critias le deslizó el cuchillo por la garganta, a punto de herirla. Después brincó del triclinio, tiró de las corvas de Nerea hasta dejarle el trasero suspendido en el aire, le clavó los dedos en las nalgas y la penetró sin más preámbulos. Ella ya estaba lubricada, pues el miedo que sentía por aquel hombre despertaba en su vientre una turbia excitación. Critias la folló con energía. Con una mano la sujetaba por las nalgas y con la otra le deslizaba la daga por el vientre y el pecho.

—Podría rebanarte los pezones y llevármelos guardados en un frasco. Así no los disfrutaría nadie más.

Sin dejar de penetrarla, Critias la levantó, la hizo volverse y la puso a cuatro patas. Siguió moviéndose un rato más; luego pareció aburrirse y se sacó la polla para juguetear con ella junto al otro agujero. Nerea le apartó la mano.

—Ya sabes que no —le advirtió.

Hasta ahí no estaba dispuesta a llegar.

Critias se resignó y volvió a introducirle el miembro en la vagina. Pero el trasero de Nerea lo tenía hipnotizado, así que se dedicó a azotarlo con la palma ahuecada para que los golpes restallaran.

—Me encanta tu culo. Algún día te sodomizaré en la Asamblea, delante de todo el pueblo ateniense. ¿Te gusta la idea?

Critias se inclinó sobre ella, le clavó la barbilla en la espalda y la mano entre las piernas y empezó a frotarle el clítoris. Resultaba doloroso, pero Nerea sintió que el orgasmo trepaba ya desde sus entrañas. Se mordió los brazos y se corrió en silencio, por no concederle a Critias más placer del necesario. Aun así, él se dio cuenta. Sacó su posthe y, tirándole del cabello, obligó a Nerea a bajarse del triclinio y arrodillarse en el suelo. Después volvió a meterle la polla en la boca y la obligó a chupar apretándola por las sienes. No tardó en eyacular. El primer borbotón se estrelló contra el paladar de Nerea. Después le sacó el miembro de la boca y terminó masturbándose y arrojándole el semen a la cara. Le encantaba ver cómo aquellos goterones blancos y viscosos la hacían cerrar los ojos y acababan chorreándole por la barbilla. Por fin, se frotó el glande en las mejillas de Nerea para limpiar las últimas gotas y se fue sin decir palabra.

Siempre que se marchaba la dejaba así, con el rostro pringoso de esperma. Al día siguiente se presentaría un esclavo con un cofrecillo, y dentro de éste habría una joya o un buen puñado de monedas de oro. Pero por más valiosos que fuesen sus regalos, mientras se arrancaba los restos de la túnica y los usaba para limpiarse la cara, Nerea pensaba: «Hijo de puta, algún día alguien te cortará las pelotas y te rebanará el cuello, y cuando te entierren en un hoyo pútrido fuera de la ciudad yo iré a escupir sobre tu tumba».

Aquel día se celebraban las fiestas Plinterias, en las que el Paladión de Atenea se cubría con un velo en señal de luto. Según algunos, el que coincidieran con el regreso de Alcibíades era un mal presagio. Los más agoreros recordaban que la leva de la expedición de Sicilia fue durante los rituales de Adonis, otra ocasión de luto y llanto; y todos sabían en qué desastre había acabado aquella empresa. Alcibíades, decían, siempre había acarreado percances y funerales a la ciudad.

Cuando Nerea terminó de limpiarse los restos del semen de Critias, llamó a Crisis y a una joven esclava llamada Nano. Tratto ya tenía preparado el carro en el que habían de bajar al Pireo, pues Nerea quería presenciar la arribada de Alcibíades y de paso contemplar el mar. Se pusieron en camino a la hora en que el ágora empieza a llenarse. Bajaron entre los Muros Largos que unían la ciudad con su puerto y que la habían protegido de los asedios espartanos durante los largos años de la guerra. Charlaban y disfrutaban del sol, de los graznidos de las gaviotas y del olor a sal en el aire fresco. Había mucha más gente bajando hacia el Pireo, como si la fiesta se celebrara allí y no en la Acrópolis. Ese camino estaba siempre muy concurrido, pero aquél no era el tráfago habitual de un día cualquiera; el regreso del renegado convertido en benefactor había despertado una insólita expectación en una ciudad desengañada y exhausta después de tantos reveses.

Cuando aún no habían llegado al Pireo, divisaron sobre el mar una procesión de grandes ciempiés de madera que cabalgaban sobre las olas. Nerea apremió a Tratto, pues no quería perderse el espectáculo del atraque de la flota. Recordaba que la armada que zarpó hacia Sicilia había sido aún mayor. Entonces no llegó hasta el Pireo, sino que contempló la partida a más de diez estadios; y aun así había escuchado desde la distancia los pífanos y tambores, y también el griterío y los cánticos jubilosos de la muchedumbre. Cien barcos partieron, y ninguno de ellos regresó.

«Que este día no acarree más desgracias», suplicó a los dioses. Le había tomado cariño a aquella ciudad sucia y orgullosa, de casas miserables y templos espléndidos, de calles polvorientas y sueños olímpicos, que se gobernaba a sí misma sin reyes, tiranos ni príncipes.

Al fin llegaron al puerto, pero se quedaron a cierta distancia de los muelles por no abandonar el carro, que les servía de plataforma para encaramarse. Las naves ya entraban por la bocana del puerto entre el clamor de la multitud. Desde sus puentes, los soldados alzaban los brazos y las lanzas y proclamaban las victorias que habían logrado en el mar oriental. Uno de los trirremes destacaba entre los demás por su gallardete de color púrpura. Entre la gente corrió un rumor: «Es él, Alcibíades, es Alcibíades». Nerea aguzó el oído y escuchó los comentarios que circulaban. Un hombre ya viejo y con la nariz comida de bubas aseguraba que Alcibíades era inocente de la mutilación de las hermas, y que las otras faltas que se le habían imputado no eran más que chiquilladas.

—¡Si hubiesen dejado la campaña de Sicilia en sus manos y no en las del cagón de Nicias, ahora seríamos los amos! —sostenía ufano ante todo aquel que quisiera escucharle.

Sobre la nave capitana, Nerea divisó a un hombre alto, con una coraza brillante y una capa púrpura que ondeaba al viento. Alzó la mano y la multitud rugió. Un grupo que formaba una densa piña se abrió paso entre el gentío y se acercó hasta la borda del barco. Eran los partidarios y familiares de Alcibíades, que acudían para rodearlo y evitar que algún rival aprovechara la aglomeración para acercarse a él y apuñalarlo. Cuando los vio, el general se atrevió a desembarcar. No se detuvo al pisar tierra, sino que se encaminó con paso decidido hacia la calzada que subía hasta la ciudad. Una mujer se adelantó y lo coronó con una guirnalda de flores. Él la besó en las mejillas, volvió a levantar el brazo y la multitud bramó. Después de aquel breve alto, se puso en marcha de nuevo, mientras el resto de la flota atracaba y desembarcaba los mascarones capturados al enemigo en las batallas que habían librado junto a las costas de Asia Menor.

Cuando Alcibíades se acercó al lugar donde se hallaba Nerea, el corazón de la cortesana dio un vuelco. Conocía aquella sensación. Solía experimentarla en casa de Mírrina, cuando un visitante más apuesto que los demás se perfilaba contra la claridad de la puerta de su alcoba y ella creía reconocer durante un segundo a su primer amante; y también cuando paseaba por el mercado de Atenas, o asistía al teatro, o a una procesión, y se cruzaba con algún hombre alto, de barba rizada y cintura estrecha. Cuando le pasaba, se le removían las tripas como si cayera en un socavón de la calle, pero al instante reparaba en su error y se llamaba a sí misma ingenua y estúpida.

Mas esta vez sintió que se precipitaba por un pozo sin fondo y que sus latidos, lejos de calmarse, se disparaban, pues cuanto más se acercaba aquel hombre más claro veía que era él. Diez años habían transcurrido, y aun entonces sólo entrevió su rostro a la luz de las lamparillas; pero tantas veces había saboreado aquellos breves recuerdos que conocía de memoria cada uno de sus rasgos. Era él, sin duda, su amante perdido. Guiado por una voluntad propia, o adivinando la de su ama, el brazo de Nerea se levantó para saludar. Alcibíades, que estaba a unos quince pasos, la miró dubitativo. Ella se descubrió la cabeza, se puso en pie y sonrió. Hubo comentarios diversos entre la gente que rodeaba al general («Qué desvergüenza, es una cortesana», pero también: «Qué guapa es, mirad qué cuello y qué ojos»). Nerea no los escuchó. Alguno hubo que la reconoció y la señaló como la amante de Critias, de Lisias, de Aristófanes, pues todos aquellos personajes habían compartido su lecho. Alcibíades le devolvió la sonrisa y el saludo, pero Nerea se dio cuenta de que no la había reconocido: tan sólo se había mostrado amable y seductor con una mujer hermosa.

«Tengo que verle y hacerle saber quién soy», se prometió. «Como sea».

Aquella noche no hizo más que dar vueltas en la cama, cavilando qué podría hacer, mientras una comezón que nada lograba calmar recorría su cuerpo como un ejército de hormigas. Mil veces pensó en él y empezó a masturbarse, pero cuando llegaba al borde del orgasmo sus dedos se detenían, por temor de que la imagen de su amante se desvaneciera con el final del placer.

Cuando el oeste empezó a agrisarse con la fría luz que precede al alba, hizo venir al ecónomo de la casa. Grilo era un hombrecillo moreno, de dedos espatulados, que parecían estar siempre contando monedas. Se quedó a tres pasos de Nerea e inclinó la cabeza, pero ella olió de lejos su aliento ácido; sin duda, lo habían sacado de la cama y se le habían revuelto los humores por la súbita levantada.

—Grilo, en cuanto cante el gallo irás a buscar al Tábano y le dirás que Nerea quiere verlo, que es muy importante para mí.

—Lo traeré, señora.

—No es hombre al que se pueda imponer nada. Debes insistir en que es un favor que le pido, como una suplicante.

—Así lo haré, señora.

Aunque aún no había salido el sol, Nerea hizo que Crisis le preparara el baño. El corazón le palpitaba como si el visitante al que esperaba fuera el propio Alcibíades, y no el alcahuete que le serviría para llegar hasta Alcibíades. Mientras Crisis la secaba, Nerea pensó en despacharla sin someterse al ritual de la depilación. Sin embargo, tenía el pulso desbocado y los riñones llenos del placer que no había terminado de descargar durante la noche. No le vendría mal desfogar parte de sus ardores. Se sentó y separó las piernas, y cuando la esclava acercó la pinza de plata, ella la agarró por la cabeza y la apretó contra su pubis. Crisis entendió lo que se le pedía y lamió con energía, casi con furia. El orgasmo no tardó en llegar, casi por sorpresa, y a Nerea se le escapó un gemido largo y profundo, casi un lamento. Crisis se apartó un poco y se enjugó los labios con la lengua. Nerea la ayudó a levantarse y la besó en la frente.

—Algún día te daré la libertad.

A la esclava se le humedecieron los ojos.

—¿Qué mal te he hecho, señora?

—Ninguno, Crisis. Siempre has sido buena conmigo. Por eso quiero ser agradecida.

La esclava se hincó de rodillas, le agarró la mano y se la besó.

—¡Deja que siga a tu lado siempre! No necesito más.

Nerea le acarició la mejilla. Aquel día se sentía llena de ternura, y la persona que tenía más cerca para derramarla era Crisis. Pero entonces la avisaron de que el Tábano había llegado. Nerea se olvidó de su esclava y de todo lo demás y acudió a la puerta a recibir al huésped.

El visitante, que se hacía llamar Tábano y Aguijón de los atenienses por su afición a atormentarlos con preguntas sin cuento, era un hombre sesentón, de hombros anchos y caídos y tripa prominente. Iba descalzo y tan sólo vestía un manto, aunque la mañana era fresca. Nerea sabía que siempre llevaba ese mismo himatión, ya soplara el gélido Bóreas o el Austro ardiente. Se acercó a él y le tendió las manos con una sonrisa, pues siempre agradecía sus visitas. El Tábano tenía ojos de escuerzo, grandes y saltones, con la córnea amarillenta, que parecían beberse todo lo que veían a ruidosos tragos. La barba y el cabello, que ya raleaba, formaban abrojos enmarañados. Aunque traía los pies grises de polvo y el manto cuajado de lamparones, no exhalaba olor alguno, ni bueno ni malo. Alguien comentó una vez que aquel hombre que no olía a nada, que no se emborrachaba por más vino que bebiera, que no se estremecía de frío ni sudaba de calor y que ante las mujeres y los efebos más hermosos se portaba como un témpano, no era en realidad un ser humano, sino una visión fantasmal enviada desde la Isla de los Sueños. Pero sin duda, pensaba Nerea, si provenía de aquel mágico lugar, había salido por la puerta de cuerno, que es de donde acuden los ensueños veraces. Pues nada más que la verdad, por cruda que fuere, brotaba de los carnosos labios de Sócrates, hijo de Sofronisco, el Tábano de los atenienses.

—¡Salud, Sócrates! Gracias por acudir tan presto a mi llamada.

Se sentaron. Los sirvientes les trajeron el desayuno: fruta para ella, como todos los días, y para él vino con agua, aceitunas, queso fresco y pan recién tostado. Sócrates le preguntó a qué se debían tantas prisas.

—Quisiera pedirte un favor —confesó Nerea.

El Tábano entornó los ojos, que aún seguían siendo demasiado grandes, y le escrutó el rostro. Tras su examen, le dio el diagnóstico:

—Es un asunto de amor. El brillo de tus pupilas traiciona lo que siente tu corazón. ¿Cuál puede ser el objeto de amor de Nerea, la bella mujer a la que todos aman y desean?

—Tal vez podrías adivinarlo tú, sabio entre los sabios.

—Ajá. El dios no me ha otorgado la facultad de predecir el futuro —razonó él—, salvo cuando mi genio particular me advierte de que me abstenga de alguna acción, y no es ése el caso. Si tú insinúas que puedo adivinar de quién se trata, la respuesta debe de estar al alcance de mi razón humana.

—Así es, mi querido Sócrates.

—Y recurres a mí porque piensas que podría obrar de tercero entre la persona amada y tú.

—De nuevo aciertas.

—Luego es alguien a quien conozco.

—Ciertamente.

—Pero esa luz que tiembla en tus ojos no brillaba en ellos la última noche que te vi, cuando celebraste aquel banquete para agasajar al médico de Cos. De modo que o has descubierto que el objeto de tu amor era alguien a quien ya conocías, y ahora lo ves bajo una nueva luz, o se trata de alguien al que acabas de conocer, tal vez porque acaba de llegar a la ciudad. —Sócrates meneó la cabeza y chasqueó los labios—. ¡Ah, mi querida Nerea! Alcibíades es un hombre peligroso, debo advertírtelo.

—¡Así que lo has adivinado! —aplaudió Nerea—. ¿Por qué dices que es peligroso?

—Sin duda has oído hablar de su fama. Entre los frutos que Alcibíades ha dado, predominan los agraces sobre los dulces. Fuimos compañeros de armas, aunque es mucho más joven que yo. Alcibíades me salvó la vida en una ocasión, y en otra fui yo quien lo protegí.

—Se dice que fuiste su amante.

—De la misma manera en que cuentan que he sido amante tuyo, mi hermosa dama.

Nerea bajó la mirada y se sonrojó al recordar la ocasión en que, por una apuesta con el bromista Aristófanes, trató de seducir al filósofo. Al final del banquete despidió a esclavos e invitados y logró que Sócrates acabara durmiendo junto a ella en el triclinio bajo la misma manta; pero al amanecer despertó entre sus brazos tan intacta como podría haber despertado entre los de su padre.

—No he conocido a hombre con mayores talentos que Alcibíades, hijo de Clinias —prosiguió Sócrates—. Posee la belleza, la inteligencia, la palabra. Pero los placeres y, sobre todo, la vanidad lo han dominado siempre. Es de los pocos hombres que, pudiendo conocer dónde está el bien, le dan la espalda y huyen de él. Te hará daño, Nerea.

—¿Por qué?

—Sois ambos demasiado bellos para amaros. Recuerda aquel banquete en que os conté lo que me había explicado la sabia Diotima: Eros es hijo de Poros y Penía, la Abundancia y la Pobreza. En sí mismo, el Amor es una criatura tosca y macilenta, de ojos febriles, descalza y pobre. Pero anhela la compañía de lo que no tiene ni posee, o sea, la belleza. Tú eres el perfecto objeto de amor, Nerea. Vives para ser contemplada y amada, tan lejos del suelo en tu pedestal divino que la suciedad del mundo material no puede tocarte. Los hombres dejan que Amor los posea y se arrastran a tus pies, mientras que tú les otorgas las sobras del festín de la belleza que encierra tu alma. Pero si ahora bajas de tu peana y persigues en vez de ser perseguida, si cazas en vez de ser cazadora, te mancharás de barro y serás infeliz. Si tú, que eres como una llama, te acercas a otra llama, ambos os quemaréis sin daros luz y os consumiréis sin alimentaros.

Nerea pensó unos instantes antes de contestar.

—Soy infeliz, Sócrates. Desde hace tiempo, aunque no lo creas, anhelo algo que no tengo. Si mi destino es poseerlo solamente un segundo y abrasarme en la llama, que así sea.

Sócrates la miró muy serio con sus ojos de sapo y respondió:

—Pues entonces, que así sea.

Durante días, Nerea preparó un banquete que había de ser único. Con la guerra era difícil conseguir los ingredientes, pero ella se las arregló para traer todo tipo de manjares: erizo de mar sin espinas, sepia cocida a las finas hierbas, almejas crudas, nueces con miel, bayas de mirto tostadas, garbanzos cocidos con huevo duro, cordero adobado, carrillera de cerdo, guiso de cabrito sobre obleas de pan, rodaballo, filetes de tiburón, manzanas asadas. Incluso había anguilas de Copáis, aunque aquel lago perteneciera a Tebas, la odiada vecina de Atenas. Pero lo más exquisito no eran los alimentos ni el vino de Lesbos, sino los invitados.

Aquella noche asistieron el propio Sócrates, y también el político Terámenes, al que apodaban el Coturno porque, al igual que ese calzado, servía tanto para el pie izquierdo como para el derecho; y Lisias, el rico sofista, y el siempre bromista Aristófanes, y muchos más. La propia Nerea se proclamó simposiarca y decidió que se bebería una parte de vino por dos de agua, pues con tales asistentes el banquete sería más una ocasión para la charla que para el jolgorio, y procuró que las flautistas se vistieran con decencia.

Alcibíades no llegó. Estaba previsto que fuese el invitado de honor, pero, puesto que no comparecía, Nerea le concedió el sitio de su derecha a Terámenes. Éste se excusó y dijo que aquella distinción le correspondía a Sócrates y no a él.

—Recordad que el oráculo de Delfos dijo que era el más sabio de los hombres. No seré yo quien lo contradiga.

Comieron y charlaron, y los sirvientes retiraron las viandas y trajeron las segundas mesas para acompañar el vino, y el general seguía sin aparecer. Nerea fingía alegría para complacer a sus invitados, pero por dentro se sentía rota como una marioneta sin hilos. Sócrates le apretaba el brazo y trataba de distraerla con su conversación, pero ella oía sin escuchar, sus mejillas estaban rígidas como papiro y la lengua se le apelmazaba en la boca cuando intentaba hablar.

Pero cuando el primer invitado ya se excusaba para irse, alguien llamó a la puerta. El corazón de Nerea palpitó desenfrenado: «Es él, es él», le decía. «Calla, estúpido», contestó su mente, «creerías lo mismo aunque fuera un mendigo llamando para suplicar las sobras». Entonces se abrió la cortina que daba paso al salón y, escoltado por Tratto, apareció Alcibíades.

Nerea enrojeció al verlo y escondió la cara tras la copa para disimular su rubor, pero aun así no tuvo más remedio que saludarle como anfitriona que era. Luego no recordaría las palabras que pronunció, pero sin duda sonaron torpes y sin sentido.

Muchos fueron los asuntos de los que hablaron aquella noche, y desde el momento en que llegó Alcibíades, Nerea opinó de todos con ligereza y con la misma ligereza los olvidó. Su corazón era un tambor y sus venas un torrente, como cuando de niña recogía un caparazón en su playa secreta, se lo arrimaba al oído y escuchaba aquella marea encerrada en una concha. Cada vez que bebía, aprovechaba para mirar a Alcibíades desde el borde de su copa. Él reparó en Nerea y se sonrieron en privado. «Qué guapo es», se repitió, aunque sabía que tenía ya más de cuarenta años. Quién le habría dicho cuando era niña que se enamoraría de alguien tan viejo. Mucho se temía que él no la recordaba; pero al menos ahora pensaría que estaba viendo a una bella cortesana. Nerea confiaba en que Alcibíades no se resistiría a los encantos que durante tantos años había cultivado, como si toda su carrera de hetaira hubiese sido un entrenamiento para aquella noche.

Sócrates ofició de alcahuete y consiguió que todos los invitados se fueran a una hora prudencial, incluso los más remolones, como Aristófanes, que jamás decía que no a una última copa de vino. Al final, todos desfilaron ante Nerea, borrosos para ella como sombras del Hades. Sócrates pasó el último y la besó en la mejilla.

—Gracias, mi querido Tábano —se despidió Nerea, pero antes de que el filósofo abandonara la sala ella ya había dejado de mirarlo.

Ya sólo quedaban ella y Alcibíades, frente a frente, separados por un velador de mármol. Nerea alargó la mano para tomar su copa y la dejó un instante sobre la mesa. Como esperaba, Alcibíades estiró también su brazo y le acarició los dedos. La joven cortesana sintió que algo se derretía bajo su ombligo.

—Sigo llevando a Amor en mi escudo —dijo él—. Pero tú has crecido mucho. Ya no eres una dulce niña, sino una hermosa mujer.

—¿Te acuerdas de mí, pues?

—¿Cómo iba a olvidarte?

—¡Es una trampa! —protestó Nerea con una carcajada—. Sin duda, Sócrates te ha contado algo.

Él se levantó del triclinio y se acercó al de Nerea. Los olores se entreveraban en el aire (las viandas, el vino especiado, el incienso y la madera de cedro que ardían en los pebeteros, el sudor agrio que habían dejado algunos invitados), pero el perfume de Alcibíades se introdujo entre ellos y llegó hasta el estómago y el vientre de Nerea.

—Sócrates sólo me dijo que estaba invitado a cenar en casa de una hermosa mujer. La política y los asuntos de la guerra me han retenido hoy hasta tarde y ya había desistido de venir, pero lo hice porque quería demostrar a mi viejo maestro que a veces cumplo mi palabra. Ahora, pese a lo fatigado que me encontraba, me alegro de haber venido. Y no por Sócrates.

Se inclinó sobre ella y la besó. Nerea, que había perdido la cuenta de los hombres para los que había abierto los muslos, deseó sentirse doncella de nuevo. Con voz ronca le pidió a Alcibíades que la tomara en brazos. Él la levantó sin aparentar esfuerzo, pues sus brazos eran fuertes, y el cuerpo de la joven liviano y flexible. Nerea le indicó por dónde debía ir para subirla a su alcoba privada. Ningún mortal le había hecho el amor en ella; era lo más que podía ofrecerle al amante al que había esperado durante diez años, para que de nuevo pudiera cobrarse sus primicias.

Aquella noche, después del sexo, Nerea se tumbó sobre el costado derecho y contempló las estrellas que la saludaban desde la ventana abierta. Detrás de ella, su amante se acopló a las curvas de su cuerpo (rodillas con corvas, pubis con nalgas, abdomen contra espalda), y le cubrió ambos pechos con la mano y el antebrazo. Nerea sentía el cosquilleo de su aliento erizándole el vello de la nuca. Poco a poco, acompasó su respiración a la de él y cerró los ojos. Todos los anhelos habían desaparecido. Ya no buscaba nada más. Era la felicidad.

Durante un tiempo, Nerea dejó de ser cortesana y Alcibíades dejó de ser general y político. Se encerraron días y días en casa de ella, e hicieron el amor, se aparearon, copularon, fornicaron, yacieron, jodieron y follaron de mil maneras posibles. Los vecinos que pasaban por la calle oían gritos y gemidos que salían por las ventanas a cualquier hora del día, y unos lo comentaban con rencorosa envidia y otros con admiración. Pasaban casi todo el tiempo recluidos en la alcoba, pero también hacían incursiones por el patio. El deseo los incendiaba en cuanto recobraban las fuerzas, así que mientras nadaban en la piscina volvían a arrojarse el uno en los brazos de la otra y follaban como posesos ante los excitados ojos de media servidumbre.

El espejo de cristal y azogue maravilló a Alcibíades. Al principio, Nerea se negó a explicarle cómo había llegado a sus manos, pero al final lo confesó y también le reveló todos sus devaneos con los dioses. Temía que se mofase de ella, pues Alcibíades tenía un humor muy zumbón, pero se lo tomó en serio.

—Pensé que eras como tu amigo Critias y que no creías en los dioses.

—¡Mi amigo…! —Cuando escuchó aquel nombre, Alcibíades enseñó los dientes en una sonrisa lobuna—. Critias cree que me utiliza, pero soy yo quien se aprovecha de él. ¡El ingenuo! Tal vez un día fue mi amigo, pero después se convirtió en una alimaña rabiosa. Tarde o temprano alguien tendrá que exterminarlo.

Nerea sonrió, pues no podía haber estado más de acuerdo. De pronto, Alcibíades le mordió un pezón y luego le preguntó:

—¿Has sido su amante?

Ella enrojeció y agachó la mirada. Alcibíades la obligó a levantar la barbilla y la besó en los labios.

—Sé a qué te dedicas. La primera mujer a la que amé fue una cortesana, ¿sabes? Pero ya se había retirado y nunca pude poseerla. Fue la única mujer a la que nunca conseguí.

Alcibíades rememoró su niñez. Desde que tenía uso de razón, estaba enamorado de Aspasia, la concubina de Pericles. Era una mujer muy hermosa; no tanto como Nerea, pero sabía seducir a los hombres con sus ojos grandes y oscuros y sus palabras susurrantes. Alcibíades vivía en casa de Pericles, pues su padre había muerto en una batalla cuando él tenía tres años, y el gran estadista se había convertido en su tutor legal por ser pariente de su madre. Desde muy pronto todo el mundo alabó la belleza de Alcibíades, y muchos trataron de seducirlo incluso antes de la edad exigida por la mínima decencia; pero él sólo tenía ojos para Aspasia.

—A lo mejor la amaba porque la sabía fuera de mi alcance —meditó hablando para sí mismo—. ¿Cómo podía yo rivalizar con el gran Pericles, al que muchos comparaban con Zeus?

En aquella época, una noche soñó con Atenea. La diosa se presentó en su cuarto y le sopló su aliento al oído, como si él fuera un héroe homérico. Alcibíades se incorporó en su lecho y la vio, alta y solemne y vestida con un largo peplo, mirándole con sus intensos ojos glaucos. «Yo soy la doncella, yo soy la puta», le dijo. «Soy Atenea y también soy Atenas. Te odiaré y me entregaré a ti, te amaré y trataré de matarte. Morirás lejos de mi sagrado suelo y yo te lloraré cuando ya sea demasiado tarde».

Al oír la palabra muerte en labios de su amado, Nerea tuvo una visión en la que lo imaginó perfilándose sobre el fondo de un gran fuego y acribillado de flechas. Le dio miedo que aquello fuera una premonición enviada por los dioses, y lloró en silencio. Pero Alcibíades no reparó en sus lágrimas, pues tenía la mirada ausente, perdida en la luna llena que escalaba el cielo más allá de la ventana abierta.

Entonces, prosiguió su relato, Atenea se sentó junto a él en el lecho y lo destapó. El joven Alcibíades descubrió avergonzado que tenía una erección. La diosa agarró su posthe casi con ternura. Tenía los dedos fríos y lisos como metal y de ellos brotaba un cosquilleo que erizaba la piel.

—¡Es verdad! —exclamó Nerea, pues recordaba la sensación que despierta el tacto de los dioses.

Alcibíades siguió narrando su sueño. La diosa ni siquiera movió su mano: la palpitación que nacía de sus dedos se contagió a las venas del muchacho, la sangre afluyó a su miembro, el placer se expandió por su abdomen como cálidas ondas en un estanque. Una convulsión inesperada estalló desde sus riñones y se le contagió a las nalgas, y de su glande descubierto brotó un líquido blanco y espeso que hasta entonces no había sospechado que se ocultara dentro de su vientre. Su cuerpo se disolvió en un goce tibio y húmedo que lo dejó lleno de tristeza y vergüenza. La diosa desapareció y él se quedó solo, mirándose el miembro que ya se empezaba a arrugar y los muslos pringados de semen.

—Tal vez sólo fue un sueño. Pero lo que me advirtió la diosa se ha cumplido, así que sospecho que ella, de alguna manera, estaba allí. Por eso te creo, Nerea.

—Yo también te creo, mi amor.

Follaban sin cesar. A Alcibíades le encantó comprobar que Nerea era una amante experta. A la mínima ocasión, bajaba la cabeza a su vientre y se metía su miembro en la boca. Él se trempaba y se excitaba tanto que quería clavársela, pero a veces ella no se lo permitía, se negaba a apartar los labios y seguía chupándole hasta el final. Le encantaba tragarse su semen y sentir su calidez en el estómago, cosa que no había hecho hasta entonces con nadie, pues de haber sido otro amante le habrían dado arcadas. Pero también le gustaba entreabrir los labios al final y dejar que el esperma goteara por el tronco del pene. Después lo extendía por el pubis de Alcibíades con la palma de la mano; y a veces incluso le pringaba todo el pecho y luego se frotaba contra él, hasta que los dos quedaban tan pegajosos como si se hubieran bañado en resina.

Nerea no necesitaba más que el cuerpo de su amante para ser feliz. Todo parecía perfecto como un diamante. Pero pronto percibió que una minúscula resquebrajadura se estaba abriendo en aquella joya. Cuando terminaban de hacer el amor y jadeaban sudorosos en la penumbra de la habitación, Nerea se pegaba como una lapa al cuerpo de Alcibíades, lo estrechaba entre sus brazos, venteaba el aroma de su pecho y sus axilas y le daba largos y húmedos besos. Él se dejaba hacer sin rechazarla, pero a veces carraspeaba y Nerea se daba cuenta de que tanta efusión empezaba a agobiarlo. Sin embargo, como el borracho que es incapaz de apartarse del vino, ella no conseguía concederle a Alcibíades ni un palmo de espacio, pues el olor de su cuerpo era una droga y un afrodisíaco al que no se podía resistir.

A Nerea le bastaba lo que tenía. A Alcibíades no. Siempre había buscado algo más allá, en la guerra y en la política, en el deporte y en el juego, sin conformarse nunca con lo que tenía; el amor no podía ser la excepción. Por eso incitaba a Nerea a que le detallara sus experiencias sexuales, aunque ella hubiera querido convencerse a sí misma de que antes de él no había existido nadie. Tanto porfiaba Alcibíades que al final Nerea le contaba los revolcones que se había dado en la mansión de Mírrina, y por exigencia de su amante tenía que confesar los detalles más crudos y describir con toda minucia el placer que sentía. Mientras tanto, él se masturbaba, y cuando se iba a correr se incorporaba un poco en el lecho y regaba los senos, la tripa o el rostro de Nerea. A ella le encantaba sentir en su piel aquel fluido cálido que al contacto con el aire no tardaba en enfriarse.

Alcibíades sugirió que practicaran delante del espejo y ella aceptó. Lo pusieron frente a la cama y copularon en diversas posturas. Después, ella se apoyó en una pared y Alcibíades la penetró por detrás para que ambos pudieran verse de perfil. Él procuraba sacar la posthe más de lo normal para que Nerea pudiera ver cómo entraba y salía de entre sus nalgas. A ella le excitaba aún más, y al verse doblada sobre la cintura, con las tetas columpiándose al son de las arremetidas de su amante y el culo respingón recibiendo sus golpes, pensaba que en verdad tenía un cuerpo hermoso y que ambos hacían una buena pareja. También follaron sobre una silla, para que Alcibíades pudiera ver la espalda y las nalgas de Nerea botando sobre sus testículos, y ella torció el cuello para verlo y gritó de placer. Otras veces lo hacían de pie, y Alcibíades, sosteniéndola en vilo, se giraba sobre los pies para que ambos pudieran contemplarse a placer desde todos los ángulos. A Nerea le encantaba ver cómo los bíceps de su amante se marcaban al aguantar su peso y cómo sus dedos se le clavaban en las nalgas.

En otras ocasiones, Nerea se colocaba de cara al espejo y él, desde detrás, le sobaba las tetas con lujuria y le acariciaba el clítoris hasta arrancarle un orgasmo. Si veía que cerraba los ojos, se lo prohibía. «¡Ábrelos! ¡Mírate!».

Después era él quien se colocaba delante, y Nerea, a su espalda, se ponía de puntillas para asomarse por detrás de sus hombros y admirar su cuerpo depilado. Desde detrás, le cogía el miembro con la mano derecha, lo movía a un lado y a otro como una palanca, hasta que lo sentía llenarse entre sus dedos, y luego le masturbaba mientras con la mano izquierda le acariciaba los testículos. A la vez, se rozaba el pubis contra las nalgas de él, lo que le producía un placer extra, pues por un momento se imaginaba que lo poseía como si ella fuera un varón y él una hembra a su merced. En una de aquéllas, el orgasmo le llegó por sorpresa, y al dejarse llevar por él aceleró tanto el ritmo de la mano que Alcibíades también eyaculó. Lejos de frenarse, Nerea, rechinando los dientes, le apretó tanto el miembro que el semen salió disparado como una andanada de flechas y manchó el espejo. Al darse cuenta, Nerea se llevó las manos a la boca y corrió a limpiarlo con un paño, temerosa de que un rayo celestial los castigara por tal profanación. Pero luego se rieron de aquello y lo repitieron.

En aquella época le llegó una carta de Corinto. Era de su amiga Fano. Pasión le había pedido que se casara con ella. Al parecer, el pirata había amasado dinero suficiente para establecerse en Corinto como un comerciante honrado y dejarse de empresas, como solía llamar a sus rapiñas. Nerea se alegró por ella y respondió deseándole buena suerte; con picardía, añadió que tuviera cuidado de no abusar de una salchicha tan gorda. Después se explayó explicándole a Fano cómo había encontrado por fin a su amante perdido, que no era otro que el célebre Alcibíades (le era imposible no sentirse halagada por compartir la cama con el hombre más célebre de Grecia). «Soy feliz; ya te contaré más», terminaba su carta.

Pero mientras que Nerea era dichosa tan sólo con amarlo, con complacerlo, con gozar de su cuerpo, su sexo, su olor y el sonido de su voz, Alcibíades se encontraba cada vez más inquieto y necesitaba probar nuevas sensaciones para no aburrirse de ella. Lo que más le gustaba era observar desde fuera, contemplar a Nerea y contemplarse a sí mismo, controlarlo todo como un titiritero, y por eso le había tomado tal afición al espejo que Nerea casi se sentía celosa de aquel artefacto. También le gustaba que otros los vieran. Llevó a Nerea a la mansión que el pueblo de Atenas le había devuelto, y allí se revolcaron por todas las estancias a la vista de los esclavos, a los que ordenaba que se estuvieran quietos y no dejaran de mirar. Otro día, en casa de Nerea, la sacó a la terraza, hizo que ella apoyara los brazos en la balaustrada y asomara la cabeza a la calle y la poseyó por detrás mientras la gente pasaba por debajo.

Una vez, después de lamerle el clítoris a Nerea hasta conseguir que tuviera tres orgasmos seguidos, le pidió un deseo.

—¿Me lo concederás?

—Claro que sí —suspiró ella agotada y con las piernas abiertas de par en par para que el aire pasara entre ellos y le refrescara el sexo.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Lo que yo quiera?

—¡Claro que sí! —repitió Nerea echándose sobre él para darle besos de pájaro en los labios, en la barbilla, en los párpados, en la punta de la nariz.

Alcibíades le habló de Agatarco, un famoso pintor que años atrás le decorara la mansión. Ahora le había encargado una serie de dibujos, una colección privada que representaría las diversas posturas del amor. Quería que Nerea sirviera de modelo para esa obra.

—Lo haré si tú quieres —respondió ella excitada.

Ah, pero había algo más, añadió Alcibíades. No sería él quien posara con ella, sino un joven esclavo que había comprado, un lidio de asombrosa belleza llamado Candaules. Nerea se entristeció al oírlo, pues quería que su amante la tratara como a una mujer decente y él parecía empeñado en seguir tratándola como a una puta. Pero Alcibíades no había estudiado retórica en vano y logró embaucarla con dulces palabras. ¿No haría eso por complacerle? Cuando empezó a besarla en la boca con la misma pasión de aquella noche, diez años atrás, Nerea se rindió.

Durante varios días Nerea posó para Agatarco en la morada de Alcibíades. El pintor era un hombrecillo de mirada nerviosa y dedos inquietos, que antes de empezar se dedicó a dar vueltas alrededor de Nerea para estudiar sus formas. El propio Alcibíades fue quien le quitó el peplo para exhibir su cuerpo desnudo, y Nerea enrojeció de placer. Después entró Candaules. Alcibíades no había exagerado. Era un joven alto, de hombros cuadrados y cintura escurrida en la que se marcaban los abdominales como trazos de cincel. Tenía los ojos grandes y sombríos, la mirada húmeda y un tanto remota, y los labios gruesos y rosados. Se movía con la languidez de un felino, y como un felino amenazaba con restallar en un movimiento fulgurante cuando se lo propusiera. Nerea se dio cuenta de que se había humedecido sin querer, fuera por deseo o por la excitación de exhibirse desnuda ante aquellos tres hombres.

Mientras Agatarco se retiraba unos pasos, Alcibíades dirigió la operación. A Nerea le mandó que se recostara en un triclinio, boca arriba, y separara los muslos. Después le desató el taparrabos a Candaules y le animó a acercarse a la joven con una palmada en el trasero. El lidio también se había excitado y su posthe empezó a desperezarse. Era una bestia gruesa y larga que, al estar depilada hasta los testículos, aún se veía más grande. El glande, como si tuviera vida propia, se hinchó y surgió de su cubierta de piel en busca del placer. Candaules trepó al triclinio, se puso encima de Nerea y apretó su cuerpo contra el de ella, como si estuvieran copulando. Nerea, al sentir su miembro cálido y duro contra su tripa, se preguntó cómo sería tenerla dentro.

—¡Así no sirve! —protestó Alcibíades—. No dibujes aún, Agatarco.

Tenía que ser auténtico, les explicó: se notaba que estaban posando y así no transmitirían nada de erotismo. Alcibíades apartó a Candaules, separó aún más los muslos de su amante y le abrió los labios. Tenía la raja tan roja y húmeda que chapoteó bajo sus dedos.

—Es aquí donde tienes que meterla. ¡Vamos!

Nerea enrojeció, pero no se movió ni dijo palabra. El lidio se masturbó un instante y el pene se le arqueó hacia arriba, apuntándole al ombligo como si fuera una estatua de Príapo. Después se lo agarró, volvió a encaramarse al triclinio y lo introdujo entre los labios de Nerea. Poco a poco fue empujando, hasta que más de la mitad de su posthe desapareció entre las piernas de la joven. Nerea apretó los dientes, pues aquel miembro era tal vez el mayor que un ser humano le hubiera clavado y le daba la impresión de que las entrañas iban a desgarrársele. A una orden de Alcibíades, agarró a Candaules por las nalgas y se apretó contra él. El esclavo tenía el culo prieto y a la vez suave como la piel de una manzana. «Así que quieres que me exhiba», maldijo a Alcibíades entre dientes, «pues bien, vas a enterarte».

Mientras Agatarco los dibujaba, hicieron el amor muy despacio. Candaules se movía apenas lo justo para mantener la erección. Nerea y él se miraban a los ojos, respiraban hondo y no decían nada. No había amor entre ellos, ni siquiera el deseo que suele existir entre un hombre y una mujer. Más bien se deseaban a sí mismos al sentirse expuestos en los brazos del otro, Narciso y Narcisa, y disfrutaban de la exhibición. Alcibíades, entre tanto, los observaba desde un sillón de madera al tiempo que bebía una copa de vino. Con las piernas cruzadas como las tenía, Nerea no podía averiguar si tenía una erección, pero sospechaba que sí. Al cabo de un rato, Agatarco les informó de que ya había terminado el dibujo. Los modelos se separaron (el pene de Candaules salió con un ruido viscoso) y examinaron la obra.

—Es maravilloso —dijo Nerea, que enrojeció de placer al reconocerse en el dibujo.

Probaron una postura tras otra, muchas más de las doce que Nerea había visto en el manual de Cirene. Nerea se puso encima, detrás, de lado, chupó el prodigioso miembro del lidio, se dejó lamer por él, y lo hizo a conciencia, para que Alcibíades supiera cuán puta podía ser si se lo proponía. Folló colgada cabeza abajo, apoyando tan sólo las manos en el suelo, con una pierna en alto, con las dos sobre los hombros de Candaules. Durante aquella sesión se corrió más de una vez. Los movimientos de ambos eran tan lentos y la sangre afluía tan despacio que la erección del lidio y la turgencia de su propio clítoris se hacían dolorosas. Nerea sabía que tenía que contenerse, ya que ahora estaba ejerciendo como modelo y no como prostituta. Tal vez porque quería reprimir el placer, aunque apenas contraía las nalgas, el orgasmo subía incontrolable.

En una de aquellas ocasiones, Alcibíades presintió que ella se iba a correr, abandonó el asiento y se plantó a su lado para mirarla de cerca. A Nerea le prohibió desviar los ojos del lidio, pues debía seguir posando. Ella se mordió los labios, entrecerró los párpados y todo su rostro se contrajo por el esfuerzo de disimular el clímax. Sus nalgas respingonas se apretaron solas y la levantaron un par de dedos sobre el triclinio, transmitiendo este movimiento a Candaules. El rostro del lidio cambió de expresión un instante; después, Nerea sintió cómo su cálido semen se derramaba en su interior. Aquella involuntaria eyaculación fue larga, muy larga, y tan placentera que Nerea estalló en gemidos. Después quisieron apartarse el uno del otro, pero Alcibíades se lo prohibió, pues Agatarco aún no había terminado aquel dibujo. Nerea se quedó quieta y notó como la posthe del lidio se adormecía. Entonces empezó a apretar las paredes de su vagina y a mover de forma casi imperceptible el culo, hasta que la bestia volvió a despertarse. No tardó en estar tan dura como antes. Mientras, Alcibíades se acercó a examinar el dibujo de Agatarco y le pareció que, para él, ya estaba terminado, por lo que ordenó a Candaules y Nerea que lo dejaran ya. Pero ahora fue ella quien se negó a soltar al lidio, le anudó la espalda con las piernas, se apretó contra él y le amasó las nalgas entre los dedos. Aquélla era una pose inesperada que Agatarco se apresuró a bosquejar, pues era evidente por las convulsiones de los modelos que aguantarían poco tiempo así. Nerea alzó aún más el trasero, se estrujó contra el duro cuerpo del lidio y se frotó el clítoris contra los huesos de su pubis. En venganza contra su amante, gritó como loca cuando llegó al orgasmo, y en ese mismo momento notó la calidez que volvía a escupir la polla de Candaules. Después, ambos se desplomaron desmadejados sobre el triclinio. Alcibíades acudió a toda prisa y apartó al muchacho, que retrocedió tapándose el miembro con las manos como si de pronto hubiese recordado el pudor.

—¡Marchaos los dos! —ordenó Alcibíades.

El pintor recogió sus bártulos y el lidio su taparrabos, y ambos salieron a toda prisa de la estancia. Nerea sorprendió una expresión extraña en el rostro de su amante, la interpretó como ira y se acurrucó para protegerse de sus golpes. Pero Alcibíades se arrancó la túnica a tirones, abrió las piernas de Nerea y la penetró de un solo empujón. Aunque su miembro no era tan grande como el de Candaules, la excitación lo había endurecido como una barra de hierro. Mientras la follaba, el semen del lidio goteaba por entre las piernas de Nerea y le resbalaba, ya frío, hasta el culo. Alcibíades se apoyó sobre los brazos, arqueó el torso y empujó como un poseso. No tardó demasiado en eyacular a su vez, y su esperma se mezcló con el de Candaules. Después se desplomó jadeando sobre Nerea. Ella lo abrazó y trató de separarle los labios con la lengua, pero él le dio un beso superficial, se apartó con frialdad y de pronto recordó que debía reunirse con los demás generales para deliberar acerca de la próxima campaña en el Helesponto.

Después de la sesión de dibujo, Alcibíades abandonó la ciudad por unos días, aunque le prometió a Nerea que no tardaría en volver. Aquella espera se le antojó más larga que los diez años que había esperado el regreso de su amante perdido. La cama le parecía grande como una estepa, los días grises y las noches frías y eternas. Tan sólo una mañana dejó que Crisis la acariciara con su lengua solícita, pero no fue capaz de aliviar el placer encerrado porque tenía la cabeza perdida en otra parte.

En los corrillos se decía que Alcibíades había vuelto a su vieja naturaleza y que dilapidaba el dinero en dados y en putas. Nerea no quería escuchar. Un día apareció Critias, y por primera vez se negó a recibirlo. El eupátrida aporreó la puerta y no se marchó sin antes imprecar y amenazarla. En otra ocasión fue Éuporos quien la visitó. Su viejo amante le aseguró que no quería acostarse con ella, pues sabía de sobra cuál era su ánimo. Nerea, que deseaba compañía, lo recibió en el patio, junto a la alberca, y tomó un refrigerio con él. El mercader le recordó que la quería bien, pues eran amigos desde hacía mucho tiempo, y se disculpó porque en los últimos tiempos no podía frecuentar su compañía tanto como él quisiera, ya que se había casado. Después la previno contra Alcibíades. Todo el mundo sabía que estaba corriéndose francachelas por las islas del Egeo con su amigo de siempre, Antíoco, un individuo de baja estofa que ejercía de piloto en la nave capitana y de lugarteniente en sus ausencias. Y no sólo eso, sino que además se le había visto en compañía de una hermosa cortesana llamada Timandra.

—Agradezco tu interés —contestó Nerea—. Pero si vienes a envenenar mis oídos, prefiero que te quedes en tu casa con tu amada esposa, que es sin duda el mejor lugar en el que podrías estar.

Éuporos se apresuró a disculparse y cambió de asunto. Pero la semilla ya había sido sembrada.

Poco después, Alcibíades regresó a Atenas. Con todo, tardó tres días más en presentarse en casa de Nerea. Ella lo recibió con gesto indiferente, dispuesta a hacerle pagar por su ausencia, y sobre todo por aquella última demora, el peor de los desprecios; pero en cuanto él la abrazó, le apretó las nalgas y se rozó contra su pubis, Nerea sintió que las piernas se le derretían, las abrió y se olvidó de todo.

Después de hacer el amor, bebieron vino y remolonearon en el lecho. Alcibíades venía más moreno, pues el sol del Egeo le había bronceado en el puente de la nave. No quería hablar de negocios ni de política. Tan sólo comentó que lo más trabajoso ahora era conseguir dinero para pagar a los remeros de la flota; en cambio, los espartanos reclutaban a todos los que querían gracias a que los sátrapas persas los estaban financiando con sus inconcebibles riquezas. La clave de la supervivencia de Atenas, su hegemonía en el mar, estaba amenazada.

Después, con una sonrisa enigmática, le preguntó si querría ir a su casa a cenar. Aunque ya le había traído un carísimo perfume sirio, quería ofrecerle otro regalo. Nerea aceptó y se incorporó en el lecho, tan sólo con la intención de acercarse más a Alcibíades, cubrirlo con su cuerpo y comérselo a besos. Pero él, entendiendo que Nerea le daba permiso para separarse, se puso en pie, se vistió a toda prisa y se despidió de ella hasta la noche.

No había más invitados que Nerea. Cenaron a solas, recostados en el mismo triclinio, servidos por una esclava envuelta en velos que se movía silenciosa como un soplo de brisa. Alcibíades, que estaba muy animado y cariñoso, se dejó besar como le gustaba a Nerea. Entre trago y trago se restregaron el uno contra el otro como dos gatos. Nerea quería que Alcibíades despidiera a la esclava y que volvieran a hacer el amor, pero él le pedía que tuviera paciencia y le rellenaba la copa una y otra vez. En la mezcla había más vino y menos agua que otras veces, como si quisiera emborracharla. ¿Para qué, se preguntaba Nerea, si con que le posara la punta del dedo en el vientre ella le abriría las piernas?

A la siguiente vez que la esclava les rellenó las copas, ya no se retiró, pues Alcibíades le indicó con una seña que se quedara allí. Después acercó su rostro al de Nerea y empezó a acariciarle la oreja con la punta de la lengua.

—Tengo algo que pedirte.

—¿Otra vez? —se rió ella, achispada por el vino.

—¿Acaso no te gustó mi último capricho? Juraría que te corriste más de una vez, y no era mío lo que tenías dentro.

Ella volvió a reírse y confesó que había sido divertido y excitante, pero le daba miedo imaginar qué nueva ocurrencia podría haber brotado de aquella mente febril. Alcibíades le susurró al oído:

—Quiero que hagas el amor con esta mujer.

Nerea levantó la mirada y vio a la esclava cubierta de velos. El rostro ni siquiera se le intuía, pero las formas del cuerpo eran sinuosas.

—¡Eres un puerco! —protestó entre carcajadas—. ¿Cómo voy a hacer eso?

—Me has confesado que Crisis te da placer, no lo niegues ahora.

—No es lo mismo. Es mi sirvienta, y tan sólo me… dejo.

—Tú lo has dicho. Déjate ahora otra vez.

La mujer se quitó el velo que le cubría el rostro. Tenía los ojos grandes y almendrados y el cabello de azabache, la nariz recta como la de una estatua y los labios cortos y gruesos. Sin dejar de mirar a Nerea, se fue despojando del resto de los velos. Primero descubrió los pechos, más grandes y pesados que los de Nerea, con pezones muy oscuros y arrugados como pasas. La joven se dijo que sería encantador mordisquearlos entre los incisivos, y luego ahuyentó esos pensamientos, pues si les daba pábulo, Alcibíades se acabaría saliendo con la suya. Pero después la mujer se dio la vuelta y cuando se quitó la ropa que le cubría las caderas, lo hizo inclinándose hacia delante, de modo que sus nalgas rotundas quedaron a un palmo del rostro de Nerea. De su sexo emanaba un olor almizclado. Alcibíades tomó la mano de Nerea y, venciendo su débil resistencia, la obligó a deslizarse entre aquellos muslos de seda.

—¿Ves? Timandra está empapada. No querrás dejarla así…

Nerea suspiró, pues en su interior luchaban los celos, la culpa y el deseo. De modo que aquélla era Timandra, la cortesana que le hacía la competencia. Mas no pudo decir nada, pues Alcibíades le tiró del brazo izquierdo, que era el que le sostenía la cabeza alzada sobre el triclinio, la obligó a tumbarse boca arriba, y con la habilidad que le daba la práctica la despojó de las ropas. Entonces Timandra, que también estaba desnuda, se recostó en el lecho y se inclinó sobre ella. Mientras Alcibíades la sujetaba por los brazos para mantenerla inmóvil, la cortesana se dedicó a olisquearla y a acariciar con su aliento cada rincón de su cuerpo. Nerea empezó a estremecerse y sus muslos se frotaron uno contra otro sin que ella se lo pidiera. Alcibíades debió de pensar que ya no se volvería atrás, se levantó del triclinio y se apartó para observarlas mientras se servía otra copa de vino. Timandra se puso a horcajadas sobre el estómago de Nerea y la acarició con los cabellos.

—¿Te gusta?

—Mmmmm… —contestó Nerea cerrando los ojos. Sus pezones duros como cuentas de cristal hablaban por ella.

Timandra se acercó más, hasta rozar con su piel la de Nerea, y luego remó con las piernas, adelante y atrás, adelante y atrás. Cada vez que pasaba, sus pechos se tocaban con los de Nerea, quedaban un instante atrapados y luego se soltaban con un bamboleo mórbido. Nerea se abandonó a la tentación, levantó los brazos, que hasta entonces habían estado sujetos al triclinio por ataduras invisibles, y acarició la espalda de Timandra. Aunque sus pechos fueran opulentos, tenía la cintura estrecha y los riñones magros. Los dedos de Nerea corretearon por la deliciosa hendidura de su espina dorsal y la exploraron hasta acercarse a las nalgas. Cuando llegó allí, no pudo resistirse más y las apretó para obligar a la cortesana a bajar el cuerpo. Sus pechos se aplastaron uno contra otra, sus vientres se tocaron y Nerea sintió cómo el vello púbico de Timandra se le clavaba en los labios y en el clítoris. Nerea la mordió en el hombro y la lamió con un gemido. Después se besaron. Fue un beso muy distinto de todos los que había recibido hasta entonces, más suave y fresco. La lengua de Timandra era más pequeña y triangular que la de un hombre, y parecía ocupar menos sitio cuando le exploraba la boca. Empezaron despacio, y luego se animaron, se comieron con gula, se mordieron los labios, intercambiaron sus salivas, se introdujeron un dedo en la boca para ayudar a la lengua. Mientras se comía a Timandra, Nerea recordó con pena a su amiga Fano y lamentó no haberla besado nunca, pues ahora se daba cuenta de que era una sensación deliciosa.

Sin dejar de besar a la otra mujer, Nerea torció el cuello para mirar a Alcibíades. Esta vez su amante no había podido aguantar la excitación, pues se estaba masturbando sentado frente a ellas y su posthe se erguía más tiesa que otras veces. «Así que quieres espiar», pensó Nerea; «pues te daré algo que mirar, mi Acteón». Como era más fuerte que Timandra, la volteó y la obligó a ponerse boca arriba. Siguió besándola un rato y le mordisqueó la comisura de los labios. Después extendió la lengua y con el dorso bajó por su barbilla, llenándola de saliva. Timandra se restregó en el triclinio, movió el trasero, se refregó los muslos. Cuando Nerea llegó a los pechos, se detuvo un momento, indecisa, pues se dio cuenta de que siempre había deseado hacer eso. «Disfruta», se dijo, y cerró una mano ávida sobre la teta izquierda y la amasó como pan crudo, al igual que de niña había visto hacer al dios-cabra. Después abrió la boca, introdujo el pezón derecho y parte de la carne que lo rodeaba y lo succionó, mientras con la lengua masajeaba como si fuera un bebé tratando de sacar leche. Timandra gemía y le clavaba los dedos en la cabeza para que no pudiera escapar. Nerea le chupó el pezón de la misma forma que habría lamido una posthe, pero aquello no le bastaba, así que bajó una vez más y hundió el rostro entre los muslos de la cortesana.

Nerea conocía el sabor de su propio sexo, por sus dedos y por los labios de sus amantes. El de Timandra era más intenso y almizclado; los labios los tenía gruesos y oscuros, y el clítoris, en cambio, más pequeño que el suyo. Sin embargo, mientras lo recorría entero con largos lametones en los que usaba primero el dorso de la lengua y después la punta, pensó que, de alguna manera, había llegado a casa, que aquél era terreno familiar y que sabía bien cómo debía obrar. Ya no se acordaba de que Alcibíades estaba allí, tan sólo de que bajo la boca tenía un choiríon jugoso al que dar placer. Timandra gimió y le buscó el sexo con las manos. Nerea, al recordar una ilustración que había visto en casa de Mírrina y que representaba a dos ninfas lamiéndose mutuamente, se volvió hasta ponerse a horcajadas sobre la cara de Timandra, de tal forma que ambas podían darse gusto. Se chuparon a conciencia. Nerea cerró los labios y dobló la lengua para formar una minúscula cavidad en la que acomodó el clítoris de su compañera, y se dedicó a sorberlo como si fuera una golosina. Timandra le daba lengüetazos más largos, aunque también se detenía en el clítoris lo suficiente como para enviarle oleadas de placer. Se comieron durante un buen rato, tratando de acompasar sus ritmos. Entonces, por sorpresa, Timandra buscó su culo y le metió un dedo. Nerea trató de escapar, pero algo la retuvo, y se dio cuenta entonces de que Alcibíades estaba junto a ellas y era el que le había plantado las manos en la espalda para evitar que se moviera. La sensación era rara y dolorosa, pero también acrecentaba su placer, así que acabó rindiéndose a ella. La lengua de Timandra se aceleró, y la de Nerea también lo hizo en respuesta. Se dio cuenta de que el orgasmo empezaba a subirle desde el interior del vientre, y redobló la intensidad de sus lametones para conseguir que su compañera llegara al clímax antes que ella, en una carrera por dar más placer del que recibía. Pero no lo consiguió. Sus muslos se apretaron contra el rostro de Timandra y gimió mientras se corría. Aun así, no dejó de chupar, y esta vez fue ella la que sintió cómo las piernas de la otra mujer le apretaban las orejas en contracciones que seguían los ritmos convulsos de su orgasmo.

Después, las dos mujeres se abrazaron y besaron, intercambiándose jugos y sabores junto con la saliva. Timandra le sonrió con ternura, casi con pena.

—Eres muy hermosa, Nerea —le dijo—. Pareces una diosa bajada del cielo.

La noche no terminó allí. Alcibíades estaba más excitado que nunca y se dedicó a follarlas por turnos y en diversas posturas. Nerea olvidaría más tarde muchas de las combinaciones que formaron, pero algunas de ellas fueron tan placenteras que se le quedaron grabadas en el recuerdo. El mejor de sus orgasmos fue el que disfrutó tumbada de lado, mientras él le clavaba el miembro por detrás y le masajeaba los senos. Timandra estaba delante y, a la vez que Alcibíades la follaba, ella le lamía el clítoris y los labios, y más de un lengüetazo se le escapaba a la polla cercana. Nerea pensó que no podía sentir más placer sin acercarse a la terrible experiencia de los dioses, y en verdad aquel orgasmo fue tan intenso que acabó causándole dolor.

Mientras tanto, el vino seguía corriendo. A Nerea, que estaba cada vez más borracha, las imágenes y las sensaciones se le confundieron en una niebla de jadeos, labios, dedos, fluidos, dientes, cabellos, pezones, testículos. Tal vez fue al final cuando Alcibíades se tumbó boca arriba y ellas dos le hicieron una felación por turnos. Sobre el glande de él aprovecharon para besarse, lo regaron de saliva y cada una recogió la de la otra. Libraron una batalla de lenguas a lo largo de todo el tronco, y luego se repartieron el trabajo. Mientras una sorbía el glande, la otra recorría los testículos con la lengua, para cambiarse al rato. De vez en cuando abandonaban a Alcibíades y se besaban con gula, pero él las agarraba del cabello y las obligaba de nuevo a volver a la labor. Nerea no recordaba quién se la estaba chupando cuando él se corrió, pero sí que después ella y Timandra se besaron y jugaron con su semen como si fuera una golosina.

Nerea se despertó desorientada. Las imágenes de la noche anterior se agolpaban en su memoria como los espíritus de los muertos se habían amontonado a la invocación de Ulises. Cuando intentó incorporarse, la cabeza empezó a girarle en un torbellino de luces. Se dejó caer en el lecho y Sintió que se hundía en él como si su cuerpo fuera de plomo. Palpó a su lado buscando a Alcibíades, pero no lo encontró. En la oscuridad, no reconocía aquella habitación. Olía a vino y a sudor. Sintió repugnancia de sí misma, pero no era capaz de levantarse para buscar unos baños. De nuevo se hundió en el torbellino de su cabeza y lo olvidó todo.

Cuando volvió a despertarse alguien llamaba a la puerta. Era la voz de Crisis. Nerea se incorporó con cuidado, pues la cabeza aún le latía como un tambor. Estaba en su propia alcoba. Se preguntó qué hacía allí, cuando la última imagen que recordaba era la del triclinio de Alcibíades y un confuso montón de brazos, piernas y sexos.

—Pasa, Crisis.

La esclava entró casi de puntillas y antes de acercarse a la cama abrió los postigos para airear la estancia. A juzgar por la luz que entraba por la ventana, Nerea calculó que aún no era mediodía. Eso quería decir que no había perdido tanto tiempo.

—Parece que no he dormido mal… —musitó.

—Casi día y medio, señora.

Nerea dio un respingo. ¡Un día y medio!

—No puede ser…

—Te trajeron los criados del señor Alcibíades, señora —le explicó Crisis juntando las manos bajo la cintura y agachando la cabeza—. Estabas algo indispuesta.

—Borracha como una cuba, Crisis, puedes decirlo. ¿Por qué no me traes agua? Tengo la boca pastosa.

—Ahora mismo, señora.

Crisis se acercó de puntillas, le entregó una carta lacrada y salió de la alcoba a toda prisa. Nerea observó el sello, en el que un diminuto Eros alado armaba su arco, y el corazón se le aceleró. Pero respiró hondo, rompió el lacre y desplegó el papiro.

Mi querida Nerea:

No creas que te miento si te digo que los últimos meses han sido los más felices de mi vida. Doy gracias a los dioses por el favor que me han concedido al permitir que conociera a una mujer tan hermosa como tú. Y a ti te doy las gracias por haber nacido y por ser tan dulce y hermosa.

Cuando leas esto me hallaré rumbo al este. El dios de la guerra, al que parezco más inclinado que al del amor, me reclama para sí. Ignoro cuándo volveré a Atenas, si lo haré como triunfador o cargado de cadenas, de pie sobre el puente de la nave capitana o envuelto en una mortaja de lino.

No intentes escribirme, pues no leeré tus cartas. Insúltame si quieres, mi pequeña Nerea, y maldíceme. Huyo de ti, sí, pues tu amor es una llama demasiado intensa y siento que me está quemando. Hace tiempo descubrí que soy incapaz de amar como los demás, que sólo sé causar dolor a quienes me rodean. Ahora, por lo menos, intentaré salvar a mi ciudad en esta hora de tribulaciones. Deséame suerte en esta misión, aunque por lo demás escupas cada vez que escuches mi nombre.

Olvídame, busca a un hombre como el que tú te mereces, ten hijos y una vida próspera. Olvida también que los dioses te tocaron una vez y trata de llevar una vida feliz.

Alcibíades, hijo de Clinias.

Durante muchos días Nerea se negó a salir de la habitación, no comió y apenas bebió. No dormía ni velaba, sino que se agitaba entre confusos recuerdos de lo que fue y ensueños de lo que podría haber sido. Crisis la cuidó, a los pies de la cama cuando Nerea se lo permitía y detrás de la puerta cada vez que la echaba de la alcoba. Por más que su ama se negara, todos los días le traía caldo, pan y queso fresco, y no se inmutó cuando Nerea le tiró la sopa caliente encima.

Un día llegaron noticias de Alcibíades. Los esclavos se reunieron en una pequeña asamblea y deliberaron si habría que comunicárselas a la señora, como sostenía Grilo, el ecónomo, o mantenerla en una piadosa ignorancia, como decía Crisis. La opinión del ecónomo prevaleció, pero él no se atrevía a entrar en la alcoba de Nerea.

—Debes ser tú, Crisis. ¡Sube y díselo de una vez!

—Me niego a decirle nada hasta que se encuentre más fuerte —protestó la esclava—. No quiero romperle más el corazón.

—¿Qué es lo que creéis que puede romperme el corazón? —oyeron entonces.

Todas las miradas se volvieron hacia la escalera, por donde bajaba Nerea envuelta en una blanca túnica. Los sirvientes contuvieron el aliento y algunos invocaron a los dioses entre dientes. Nerea estaba más hermosa que nunca, como si las privaciones y el dolor hubieran alimentado su belleza. Sus ojos chispeaban como minúsculos mares al amanecer, en su piel se transparentaba el brillo opalino de una luz interior. Y sin embargo flotaba alrededor de ella un nimbo de tristeza incalculable, una nube oscura y tan vieja como el mundo.

—Señora —carraspeó Grilo—… Se han recibido noticias de Alcibíades. La flota ateniense ha sufrido una importante derrota en Notio. En la Asamblea, los oradores lo han acusado de negligencia, pues al parecer abandonó su puesto y dejó el mando en manos de su amigo Antíoco, un inepto que entró en la batalla cuando las circunstancias eran desfavorables.

—Entiendo.

—Alcibíades ha caído en desgracia. Temeroso de la ira de los atenienses, se ha retirado a sus posesiones en Tracia. —Grilo añadió, casi sin quererlo, un remate cruel—: Creo que la hermosa Timandra está con él.

—Quieres decir con eso que no volverá, ¿verdad?

—Sí, señora.

—Eso ya lo sabía.

Por fin, Nerea se bañó, comió y reanudó una vida en apariencia normal. Pero ya apenas veía a los amigos, y de los pocos a los que recibía, a ninguno le hacía un hueco en su lecho. Los sirvientes murmuraban entre sí y Grilo echaba cuentas calculando cuánto tiempo podría estar el ama sin trabajar antes de que se les acabara el dinero. Sin que Nerea se diera cuenta, empezó a ajustar los gastos. La comida siguió entrando en abundancia, pero ya no eran manjares venidos del otro lado del mar, sino lo que cualquiera podía comprar en el mercado; y el vino era un caldo de la tierra, más peleón que los dulces mostos de Lesbos y Quíos pero también mucho más barato. Vendió además parte del mobiliario y de los tapices, ya que se había dado cuenta de que Nerea deambulaba por la casa como un fantasma y no reparaba en nada de lo que la rodeaba. Así se las arreglaron un tiempo.

La guerra no marchaba bien para la ciudad y la situación política andaba cada vez más revuelta. Los espartanos habían encontrado por primera vez a un gran general, Lisandro, hombre astuto y sin escrúpulos que jugaba las bazas de la diplomacia con tanta habilidad como Alcibíades, pero a cambio lo superaba en constancia y firmeza.

La clepsidra que medía el tiempo de gloria de Atenas estaba agotando su agua.

Para Nerea la realidad exterior apenas existía. Tan sólo hablaba con Sócrates, porque la transportaba a un mundo construido con razonamientos y palabras abstractas, con luces nítidas y sombras cortantes, en el que sólo existía la mente y el corazón no tenía lugar. Pasaba el tiempo. Sus ojos se veían cada vez más tristes, pero su belleza crecía por dentro. Cuantos se cruzaban en su camino la contemplaban con anhelo y sentían el contagio de aquella inefable melancolía, pues comprendían que aquella mujer a la que deseaban desde la primera mirada estaría siempre fuera de su alcance.

Nerea empezó a soñar con la playa de su infancia. Pero en vez del arrullo de las olas, escuchaba una voz penetrante que le recordaba que aún tenía una promesa por cumplir. Haz que me representen como soy, Nerea. Cumple tu palabra.

Un día hizo llamar a Eucarpo, un joven escultor de cuyo talento todos se hacían lenguas. El artista, al encontrarse ante la mujer más bella de Atenas, se puso a tartamudear de forma lastimosa. Nerea se soltó la túnica delante de él y se quedó desnuda, como hacía mucho tiempo que no la veía un hombre.

—Quiero que me esculpas así.

—Será un honor para mí retratarte, Nerea.

—Pero no será a mí a quien retrates, sino a la diosa Afrodita.

Eucarpo tragó saliva.

—Eso va a ser más complicado, señora. Representar a una diosa desnuda es un atrevimiento al que yo… A lo más a que se atrevió el propio Fidias fue a esculpir los cuerpos de las divinidades insinuados tras telas mojadas. Pero la desnudez total, no puedo…

Nerea se acercó al escultor, que era más bajo que ella. Le tomó la mano, se la llevó a los pechos e hizo que se los acariciara. El escultor enrojeció y un bulto empezó a tomar forma bajo su túnica. Para acabar de animarle, Nerea le acarició allí y sonrió con tristeza.

—Te puedo pagar con algo que muchos te envidiarán, sin duda. Tendrás el dinero que me pidas, pero además serás el último hombre que se acueste con Nerea la cortesana. ¿Qué contestas?

La estatua estuvo terminada un mes después. En ella, Afrodita aparecía de pie, con el torso algo ladeado y los brazos en alto, recogiéndose los cabellos de tal forma que todo su cuerpo quedaba expuesto a la vista sin el menor pudor.

Nerea expuso la escultura en el pequeño jardín que rodeaba su casa, pero la colocó sobre un alto pedestal para que todo el que pasara por la calle pudiese verla desde el otro lado de la tapia.

Después llegó la denuncia del sicofanta Nicodemo, aunque todo el mundo sostenía que era Critias quien se escondía tras aquella acusación de sacrilegio. Antes del juicio, Nerea encomendó a unos marinos que se llevaran la escultura fuera de Atenas, pues temía que algún fanático la destrozara. De su paradero nunca se supo. Tal vez acabó en una pequeña isla, sobre un acantilado asomado a poniente.

En cualquier caso, aquello sucedió hace mucho tiempo.