Kore
Kore
En aquel tiempo el cielo deslumbraba. Las pestañas de Nerea eran claras, sus ojos, azules y, cuando no se resguardaba a la sombra de un árbol, la luz reverberaba blanca y punzante en cada canto, en cada nubecilla, en cada cresta de espuma. Ella guiñaba los ojos, y al cerrarlos se le marcaban unas arruguitas en las comisuras de los párpados. Su madre la regañaba: «Si sigues así, te quedarás fea para siempre». Y Nerea, que ya desde que empezó a andar era muy coqueta, se esforzaba por abrir los ojos. Pero la luz se empeñaba en entrar en ellos a raudales y la hacía estornudar y lagrimear, de modo que tenía que agachar la cabeza o cubrirse con la mano a guisa de parasol.
Había también otro azul más profundo que el del cielo que no deslumbraba. El mar visto desde los acantilados. Sobre ellos se abría una pequeña explanada cubierta de aliaga y lentisco, zarzales, y también algarrobos y olivos cuyos troncos se retorcían como los dedos de un viejo reumático. Allí subía Nerea con sus cabras, porque le gustaba apacentarlas a solas, sin mezclarse con los demás niños, que llenaban el aire de gritos y pedradas. A veces, mientras los animales mordisqueaban con aire pensativo todo lo que se ponía al alcance de sus inquietos belfos, Nerea bajaba por un estrecho sendero sembrado de cascajo y gravilla y se escapaba a una playa en forma de diminuto creciente. Allí la arena era casi blanca, y entre sus granos gruesos se entreveraban piedrecillas de colores. A Nerea le encantaba pasear descalza, hundir los pies en la arena y jugar con ella entre sus dedos, hasta que aquella sensación placentera casi se convertía en dolor. La playa era poco profunda y estaba protegida por un espolón de piedra. Las aguas quietas y limpias dejaban ver el fondo blanquecino; la combinación de agua, luz y arena creaba un azul transparente, casi del mismo color que los iris de Nerea. Pero ella lo ignoraba, pues nunca había visto un espejo. No siendo ni la mitad de hermosa de lo que llegaría a ser, había ya tal belleza en ella que hasta los cabreros más patanes de la isla enmudecían al mirarla, con ese temor reverencial que despiertan los dioses y los númenes. Pero la niña Nerea nada sabía del poder que se ocultaba en su cuerpo de junco.
Vivían junto al mar, en una casa de paredes de adobe y techo de chamiza. Su aldea era una de las pocas que salpicaban aquella isla, tan pequeña y pobre que rara vez desembarcaban en ella los mercaderes del continente. Los lugareños vivían de la pesca, pero también apacentaban rebaños de ovejas y cabras y recolectaban lo poco que aquel suelo escarpado y reseco se dignaba entregarles. Las mujeres se ocupaban de los cultivos, de moler el grano, de cardar y tejer la lana y del gobierno de las casas. Los hombres salían a pescar cuando el dios del tridente tenía a bien que el mar estuviera sereno; si no, reparaban sus redes; y si ya las habían reparado o se aburrían, se juntaban para beber vino y jugar a los dados en la pequeña taberna de Eufemón. Los niños y las niñas cuidaban del ganado; los más pequeños, si ya tenían hermanos que trabajaran por ellos, correteaban ociosos y medio desnudos de acá para allá. Pero cuando con el otoño llegaba el momento de vendimiar el dulce fruto del dios del tirso, todos colaboraban. El vino de aquel lugar no tenía comparación con los célebres caldos de Lesbos o Falero, pero para aquellos isleños apartados del resto del mundo era un don que agradecían a los dioses con fervor.
El acantilado que se asomaba a poniente y la explanada que lo coronaba eran sólo de Nerea, porque a los demás niños les gustaba quedarse más cerca de la aldea y de las anchas playas que se extendían hacia el norte. Nerea trepaba a su farallón privado con la agilidad de una cabritilla más, y un poco de pan y de queso y un pellejo de agua le bastaban para todo el día. A veces se quedaba apacentando las cabras hasta la puesta de sol, aunque su madre la regañaba si volvía cuando ya había oscurecido. A Nerea le gustaban los crepúsculos, pero aún más si había nubes en el horizonte o acababa de llover, algo poco frecuente en la isla. Entonces, al abrirse un claro entre las nubes, la luz del sol se derramaba en haces frescos y dorados, recién lavados en aquel aire diáfano. Se le antojaba que esos crepúsculos eran sólo para ella y que en el cielo habitaba un pintor que se divertía enseñándole sus efímeras obras. Pero la mayoría de las tardes, el sol no encontraba obstáculo alguno en su camino y se hundía, solitario, en el mar. Entonces su ojo púrpura se dejaba mirar de frente, y Nerea no tenía que hacer guiños ni estornudaba; y se despertaban en su delgado cuerpecillo anhelos que era demasiado pequeña e ignorante para saber expresar.
A los diez años, Nerea ya había oído hablar de «esa cosa», pero aún no comprendía muy bien qué quería decir tal expresión. Cuando se juntaba a jugar o a parlotear con las demás niñas, ellas se reían con unas carcajadas escandalosas, ponían los ojos en blanco y a veces se desnudaban, poniéndose las túnicas sobre las cabezas, se mostraban unas a otras sus tetillas en ciernes y se las pellizcaban. Aunque a veces se hacían daño con aquellas bromas, nunca dejaban de reír. A dos de ellas, Pito y Lampra, ya les había crecido vello entre las piernas, y lo enseñaban como un guerrero laconio podría haber exhibido sus heridas de guerra. Lampra, que pese a su nombre era más bien oscura de piel, lucía unos pelos tan tupidos a sus doce años que ya ni siquiera dejaban ver la línea que separaba sus labios.
A Nerea le daba vergüenza descubrir su cuerpo, pues era la más pequeña del grupo. Pero las demás porfiaban y porfiaban, fuera por envidia o por un deseo instintivo. Una tarde de verano, después de una fiesta, su madre le había dado permiso para recoger antes las cabras y salir a jugar. Estaban, ella y las demás, en una playa de arenas oscuras al norte de la aldea. Antes habían sorprendido a dos chicos que las observaban desde unos arbustos, y como no podían convertirlos en ciervos a la manera de la diosa cazadora, los habían espantado a golpe de peladillas. Después, ya solas o al menos espiadas con más discreción, empezaron a enseñarse sus cosas. También porfiaron para que lo hiciera Nerea, y le propinaron tales tirones del peplo que amenazaban con desgarrarlo. Nerea sabía que si su madre lo tenía que remendar, también le remendaría a ella el trasero, así que al final se dejó desnudar. Se rieron de ella, porque tenía el sexo mondo y liso como el culito de un bebé. Pero los pezones ya apuntaban, tímidos, y Lampra se los pellizcó en broma. Nerea sintió un extraño cosquilleo y pensó que aquello estaba mal, así que apartó a Lampra de un empellón, cogió su peplo y salió corriendo mientras se vestía.
Días después, mientras apacentaba sus cabras, se acordó de aquel pellizco. El carro del sol se había parado en lo alto y el aire vibraba con el zumbido de la chicharra. Nerea se palpó por encima de la ropa y, como sin quererlo, se apretó la tetilla entre el pulgar y el índice. Lo único que consiguió fue hacerse daño, y se le escapó un grito de sorpresa y luego una carcajada.
Oyó un ruido a su espalda, entre el ramaje. Nerea se dio la vuelta. Algo se había agitado entre los tallos del lentisco. Nerea contó las cabras: estaban todas a la vista; debía de tratarse de algún otro animal. En la isla no habitaban fieras mayores que un zorro, pero a pesar de ello rodeó el arbusto blandiendo el cayado por si tenía que defenderse. Entonces las ramas se sacudieron y de entre ellas salió corriendo una cabra. No era de las suyas. Las conocía bien a todas, y les había puesto nombre y a veces hasta apodo; pero ésta era mucho más grande y de pelaje más pardo. La bestezuela se escondió entre el ramaje y después asomó la cabeza para observarla. Bajo unos cuernecillos ridículos en un animal tan grande, se veían unos ojos demasiado juntos que miraban de frente, con una intención casi humana.
Una extraña curiosidad impulsó a Nerea a acercarse más. Entonces la cabra volvió a huir, entre crujir de ramas y sisear de hojas, y se alejó hacia la parte más elevada de la pequeña explanada. Nerea la siguió decidida.
El animal se había internado entre la maleza. La niña tuvo que agacharse, pero al final la encontró. La cabra, un macho por lo que pudo observar, se había alzado sobre las patas traseras y embestía una y otra vez contra algo que estaba tapado por un algarrobo, que Nerea imaginó serían las ancas de una cabra hembra. Ya sabía que aquellos empellones acababan convirtiéndose en cabritos, aunque nunca se le había ocurrido relacionar aquella actividad rápida y febril de los animales con el nacimiento de los niños humanos. Una vez le había preguntado a su madre de dónde venían los bebés, y ella le había propinado un capirotazo y la había mandado a por agua a la fuente.
Se acercó, buscando un agujero para ver mejor. Arrastrándose de rodillas, apartó las ramas pinchudas y las ásperas hojas, y lo que vio la dejó boquiabierta. La cabra hembra no era tal, sino una mujer desnuda. Estaba doblada sobre sí misma, con las manos apoyadas en el tronco nudoso del algarrobo, y hacía fuerzas para no caerse. Los cabellos indómitos le caían hasta el suelo; tenía la espalda arqueada, y sobre sus nalgas había unas manos fuertes y peludas que la apretaban y empujaban, delante y detrás, delante y detrás. Las piernas, estiradas, hacían esfuerzos para no caerse ante los embates. Eran flexibles y largas, pero en ellas se marcaban las líneas de los músculos cada vez que se contraían para resistir un nuevo empellón.
El macho que la empujaba era en realidad la más extraña criatura que Nerea hubiera visto en su vida. Tenía por pies unas pezuñas hendidas, pero sus patas peludas se convertían a partir de las rodillas en piernas humanas. De cintura para arriba, el cuerpo era casi normal, salvo por la cola corta y pardusca que lucía en el trasero y que se meneaba como si tuviera vida propia. El tórax era velludo y musculoso, como los brazos que sujetaban a la mujer y los gruesos dedos que le estaban dejando marcas rojas en las caderas. Una barba hendida, con pelos tan híspidos que parecían cerdas de cepillo, adornaba el huesudo rostro, y unos cuernecillos grises coronaban la cabeza.
Nerea estaba a poco más de cuatro pasos. El hombre-cabra la miró un momento, sonrió y se relamió los labios con una lengua roja como una baya. Tenía unos ojos inhumanos, de pupilas rasgadas e iris amarillos. Nerea se estremeció y pensó en huir, pero se había quedado paralizada. Tal vez era la mirada hipnótica de aquel ser, acaso la curiosidad. Intuía que no debería estar viendo aquello, que era algo sucio que manchaba a la vez a quien lo hacía y a quien lo presenciaba, pero una morbosa fascinación se había adueñado de ella. Al tiempo, debajo de su ombligo, casi entre sus piernas, se había aposentado una sensación hasta entonces desconocida, como si una mano invisible, viscosa y caliente la cosquilleara por dentro.
El hombre-cabra no cejaba en sus arremetidas. La mujer seguía resistiendo a sus embates, pero debía de estar sufriendo mucho, porque se quejaba, cerraba los ojos y se mordía los labios. Aunque, pensó Nerea, si le doliera sin duda gritaría más fuerte y no con esos gemiditos que parecían un poco ridículos. El hombre-cabra apretó más las caderas de la mujer y la obligó a girarse hasta que sus traseros quedaron apuntando de soslayo a Nerea. Sin duda, la criatura se había movido por malicia, con la intención de que la niña pudiera verles mejor, pues fue entonces cuando se apartó un poco y sacó algo de entre las piernas de la mujer.
Nerea se llevó la mano a la boca para sofocar una exclamación. Ya había visto a muchos chicos desnudos, y también a su padre, y a otros pescadores a los que se les arremangaban las túnicas al bajarse de los botes o trepar a ellos. Sabía bien que donde ella tenía esa rajita lampiña, a ellos les colgaba una especie de gusano sonrosado que se llamaba tylos, y peos, y posthe, y kaulós, y de unas cuantas maneras más que a sus amigas les encantaba pronunciar entre estúpidas risitas. Pero la posthe del hombre-cabra no colgaba, sino que apuntaba hacia arriba como una rama enhiesta. Además, Nerea nunca había visto una tan grande: era larga y gorda como una porra de madera y su piel oscura estaba surcada de venas cárdenas. En la punta no tenía piel, sino que a través de ella asomaba una cúpula de carne tan rosada y húmeda como una granada. El hombre-cabra se frotó el miembro un par de veces, y al hacerlo gruñó y arqueó las caderas, y su rabillo se movió aún más frenético. Después jugueteó con la punta entre las piernas de la mujer y la hizo gemir de nuevo. Ya era obvio que aquellos quejidos y suspiros no eran de dolor, sino fruto de un placer que debía de ser muy intenso. Nerea se fijó bien en lo que había entre las piernas de la mujer. Era una raja como la suya, pero rodeada de un vello espeso y oscuro; estaba abierta, y en el centro de la grieta asomaba una carne viva tan enrojecida como el miembro del hombre-cabra. Él empujó de nuevo y clavó su cosa en aquella velluda boca vertical. La metió bien dentro, hasta que las bolsas peludas que escoltaban su posthe chocaron contra las ancas de la mujer. Nerea ahogó otro grito. ¿Cómo algo tan grande podía caber en…, en…? Un vértigo helado se afincó en su vientre, pero a la vez se hizo más cálido aquel cosquilleo que le hormigueaba entre las piernas. Nerea apretó los muslos, como si quisiera evitar que algo penetrara entre ellos, pero al hacerlo se los frotó sin querer y una urgencia placentera le trepó hasta el ombligo.
El hombre-cabra seguía en su afán. Debía de ser aburrido clavar su posthe hasta el fondo, sacarla hasta la mitad, volver a clavarla, sacarla, una y otra vez, sin dejar de apretarle las nalgas a la mujer. Pero ni él ni la mujer parecían hartarse. Ni siquiera Nerea sentía deseos de marchar, sino que seguía allí quieta, fascinada y ansiosa por presenciar el final de aquel fantástico espectáculo.
Los movimientos del hombre-cabra eran cada vez más violentos. La mujer incorporó un poco el torso y se giró para mirar a su agresor. Él le soltó las nalgas y le estrujó los pechos. Los gemidos de ella se volvieron más agudos y apremiantes. Nerea recordó la sensación del pellizco en el pecho, y lo repitió, pero con más dulzura, y esta vez no le dolió, sino que sintió cómo la tetilla se le erizaba. El hombre-cabra la miró con una sonrisa y volvió a relamerse.
—El gran dios Pan aún está vivo —dijo con una voz áspera como la breña.
Nerea había oído hablar muchas veces del dios de los cabreros, y ella misma le había dejado ofrendas de queso y miel por encargo de su madre. Pero jamás hubiese esperado verlo, pues bien sabía que los dioses no suelen aparecerse a los mortales, y menos a niñas tan vulgares como ella. Mas allí estaba Pan, incrustando su posthe gruesa y nudosa como una tranca en el velludo sexo de aquella mujer salvaje que no podía ser sino una dríade, una huidiza ninfa de la espesura.
El gran dios Pan agarró los cabellos de la mujer como si fueran las riendas de un caballo y tiró con fuerza de ellos. Después estiró el cuello para besarla. No fue un beso cariñoso, como el que a veces Nerea veía darse a sus padres, sino una especie de combate de lenguas que se retorcían como culebras que quisieran anudarse. La niña pensó que era repugnante, pero el calor en su vientre se empeñaba en contradecirla. El dios-cabra amasaba las tetas de la mujer como si fueran panes crudos. Su posthe estaba tan dentro que Nerea ya ni lo veía; tan sólo podía distinguir aquellas bolsas velludas botando y rebotando al ritmo de sus clavadas. Sus musculosas nalgas se contraían cada vez más frenéticas. La criatura se enderezó, obligó a la mujer a agacharse de nuevo y volvió a aferraría por las ancas. Entonces las venas de su poderoso cuello se hincharon como sogas y, levantando la mirada hacia las ramas del árbol que cobijaba su cópula, exhaló una mezcla de balido y grito humano. Sus nalgas empezaron a moverse más despacio, en empujones únicos y decididos, como si con cada uno de ellos quisiera rematar a su víctima. La dríade soltó unos cuantos gemidos muy seguidos, aaah, aah, ah, ah, a-a-a-a, aaaah, y después un único grito prolongado que brotó del fondo de su garganta, y arqueó las caderas como si quisiera que el miembro del dios-cabra le saliera por la boca. El orgasmo de ambos (Nerea no sabía aún que aquello era un orgasmo, pero se dio cuenta de que estaba presenciando algo único, extraño, primigenio, casi milagroso) fue largo y bestial. Entre las convulsiones, el dios-hombre-cabra sacó su miembro, hinchado y a punto de reventar, lo rodeó con la mano y se lo frotó. Entonces brotó de su punta un chorro blanco que se derramó sobre las nalgas de la ninfa, y después otro escupitajo que saltó hasta su nuca y se enganchó en su pelo como una telaraña. Aquel líquido lechoso también goteaba entre las piernas de la mujer, pues Pan la había llenado de tal forma que incluso en esa postura su sexo rezumaba. El dios de la fertilidad salvaje tenía un caudal de esperma tan abundante que aún le había sobrado para pringar las nalgas y la espalda de la dríade y darle así un espectáculo a la pequeña, que lo observaba todo con los ojos como platos.
Así recordaba, así siguió recordando Nerea aquella primera vez en que presenció el secreto de los dioses y los hombres. En aquel mismo momento, cuando Pan se giró hacia ella apuntándola con el extremo rojo y chorreante de su posthe, Nerea se levantó y huyó de allí, y supo que no se lo iba a contar a nadie, ni entonces ni nunca. Pero jamás olvidó aquella escena salvaje, y la memoria fue siempre tan intensa y detallada (los jadeos y gemidos, el viento siseando entre las ramas, la chicharra, el olor a algarroba y a jara, a almizcle y a sudor, el rojo purpúreo de la vulva de la ninfa, las venas cárdenas del enorme falo de Pan) que durante los años siguientes llegó a pensar si aquellos detalles, con el tiempo, no habrían ido brotando como uvas crecidas en su imaginación.
Aquel día, sin aún saberlo, recibió un don. Desde entonces su destino quedaría unido por siempre a los dioses, a las potencias que controlan la naturaleza; y también al misterio que dormita entre las piernas de la mujer y que ella misma nunca terminaría de comprender.
Nerea creció, despacio para ella, demasiado rápido para su madre, en cuyo regazo ya casi nunca se sentaba para dejar que la peinara. Cumplió once años, doce, y sus piernas se estiraron como las de una garza. Como aún era niña, se dejaba el cabello suelto, que le crecía largo y con reflejos de caoba. Sus ojos azules se acostumbraron a no hacer guiños bajo el sol, aunque para ello agachaba un poco la barbilla y miraba a través de las pestañas con un efecto perturbador. Tenía la nariz larga y no del todo regular, pues tal vez se acercaba demasiado a su labio superior, pero el gracioso botón en que terminaba le daba el encanto de una ninfa. Sus orejas eran finas, con los lóbulos pequeños y casi pegados al rostro, y sus dientes relucían como la espuma del mar en una boca generosa y de labios demasiado sensuales para una niña.
Nerea estaba despertando. Sus pechos empezaron a llenarse de carne tibia. Cuando andaba, cuando corría o saltaba, el tejido del peplo le rozaba los pezones y le producía un cosquilleo que le ponía el vello de punta. A veces se le empinaban bajo la ropa como si tuvieran voluntad propia; era divertido comprobar que los hombres, y a veces también las mujeres, le hablaban sin mirarle a la cara para clavar los ojos en aquellos botones a punto de florecer.
Se aficionó más a su playa blanca, a su herradura privada. Mientras las cabras ramoneaban en la explanada, Nerea bajaba a trompicones por el angosto sendero que descendía desde el farallón. A veces, alguna cabra la seguía, pues cerca de la playa había matojos y hierbajos que podían pastar. Contemplada como mucho por ausentes ojos de chivo, Nerea dejaba caer su peplo, apilaba piedras encima de él para que el viento no lo volara, y se bañaba desnuda. Le encantaba entrar poco a poco en el mar. Si hacía calor, que era casi todos los días, el contraste del agua fría a partir de las rodillas la hacía resoplar. Pero seguía avanzando, y cuando el agua acariciaba su pubis daba un respingo y encogía la tripa. Ése era el segundo momento deseado, tras el de las rodillas. El tercero, el más fuerte, venía cuando las olitas heladas le lamían los pezones y los convertían en cuentas redondas y duras como el pedernal. Sólo entonces se sumergía por fin y buceaba con los ojos abiertos. El agua era un cristal en el que podía ver los peces y los erizos de mar, y a veces encontraba unas enormes medusas pardas cuyos tentáculos estaban plagados de puntos azules que parecían mirarla como los cien ojos del gigante Argos.
Gozando de aquel abrazo primigenio, Nerea nadaba y buceaba durante horas, y sin saberlo, con cada patada y cada braceo, modelaba la forma que la naturaleza había dado a su cuerpo. Después le gustaba secarse al sol. Mientras jugueteaba con la arena entre los dedos de los pies, la luz caía cada vez más oblicua, y a Nerea le gustaba sobre todo cuando se reflejaba en el suave vello que había brotado entre sus piernas y arrancaba de él destellos rojizos. Entonces Nerea rozaba con la palma de la mano los rizos de su pubis y disfrutaba de aquel tierno y nuevo cosquilleo. A veces le daba por revolcarse en la arena y los granos más gruesos y las piedrecillas se le clavaban en la piel, al borde del dolor. Luego tenía que volver a bañarse, pues quedaba rebozada de blanco. Sin duda, aunque ella no lo supiera, los ojos de los dioses la contemplaban desde las alturas y gozaban con ella y con aquella piel que se doraba bajo el sol del mar Jónico.
En la isla los días pasaban de forma monótona. Cada día era igual al anterior. No eran ricos ni tampoco pobres: no les sobraban ni comida ni holganza como para engordar, pero tampoco les faltaban el pan, el queso, las aceitunas, el pescado o el dulce vino. A veces llegaban las holkades, naves panzudas de velas cuadradas y grandes bodegas, y comerciaban con ellas. Gracias a eso, en los días de fiesta, las mujeres de la aldea podían vestir tejidos más suaves, adornarse con zarcillos de plata, maquillarse con carmín y albayalde y perfumarse con aromas de la lejana Siria. Nerea recordaba también unos barcos alargados que una vez pasaron a doscientos codos de la orilla, como una procesión de gigantescos ciempiés deslizándose sobre las olas al compás de los remos. Su padre había fruncido las cejas, y no las desfrunció hasta que las naves desaparecieron hacia el sur. Luego le explicó que eran trirremes, las naves de guerra de los dueños del mar. En cada una de ellas había casi doscientos hombres bogando, y tal vez otros veinte armados de hierro y bronce para expandir su imperio a los cuatro vientos.
—Será mejor que nunca se detengan aquí —concluyó.
Su padre era un hombre enjuto y pensativo, con los ojos y la mirada de color humo. Al contrario que los demás varones de la aldea, no era demasiado amigo de la charla insustancial. Había empleado la verdasca a conciencia con los hermanos de Nerea, dos de los cuales ya estaban casados y uno había muerto; pero a ella, la más pequeña y mimada, sólo le había tocado en suerte algún cachete de su madre. Ahora, en la época en que la niña dejaba de serlo, a menudo sorprendía a su padre mirándola de una forma rara. Cuando le servía el plato y el vino aguado sobre la vieja mesa de madera, el azote que le daba en el trasero seguía siendo paternal, pero había en él una suavidad untuosa que a Nerea le ponía la carne de gallina y que a su madre le hacía torcer el gesto.
—Hay que pensar en casarla —le decía a su marido cuando estaban solos en la cama.
Pero Nerea lo oía todo a través del tabique de adobe.
—Mujer, no tengas tanta prisa. Aún es una niña.
—Ya no la miran como a una niña. Ni tú tampoco.
—¡No digas tonterías!
A veces sus padres discutían, y no era raro que la discusión terminara con unos ruidos que hacían pensar a Nerea en el dios-cabra y en la dríade. Sí, sus padres también hacían eso. ¡Qué asco! Y sin embargo, le habría gustado horadar un agujerito en el tabique para verlos.
Aunque sintiera miedo y repulsión —el olor a almizcle del dios-cabra, su lengua roja, las gruesas nervaduras de su miembro, el líquido viscoso que había manado de él—, el misterio de la carne seguía llamándola. Lo que decía su madre era cierto. Sabía que los hombres ya no la miraban como a una niña: muchas veces, aunque estuviera de espaldas, sentía sus ojos reptándole como babosas por la piel, y le habría gustado arrancárselos. Pero en otras ocasiones, si el hombre que la miraba le parecía atractivo, sentía ese cosquilleo que cada día escarbaba más en su vientre. A veces, se agachaba de tal manera que el cuello del peplo caía formando una bolsa y por él se podían atisbar sus incipientes senos. Y cuando se daba cuenta de que unos ojos los descubrían, los sentía casi tan tangibles como unos dedos, y el vientre se le encogía de excitación.
Nerea seguía creciendo y tostándose bajo el sol de la tarde. Su piel era cada día más dorada; sus cabellos, más cobrizos. Sus ojos se llenaban de mar, pero con aquel tono ahumado que hacía turbia y misteriosa la mirada de su padre. No era ni niña ni mujer, y quería ser lo uno y lo otro. Jugaba con las demás chicas a la pelota y a las muñecas, y a veces también con los chicos, aunque menos, porque ellos eran unos brutos y en cuanto podían aprovechaban para pellizcarlas. Cuando se sentaba en una silla se movía como si tuviera urticaria, se rascaba cuando le picaba, aunque fuera en una nalga, estallaba en carcajadas por cualquier tontería. Pero también lloraba con facilidad por anhelos que ella misma no comprendía, contestaba a su madre con soberbia y se ganaba más de un bofetón… y entonces volvía a llorar.
Seguía sin hablar con sus amigas de eso. Cuando le preguntaban algo se ponía colorada, miraba para otro lado y no contestaba. A veces protestaba, «qué asco», y se alejaba unos pasos. Pero luego aguzaba el oído y escuchaba a las más audaces; como Pito, cuando contaba a las demás sus primeros escarceos con los muchachos de la aldea. Se enteraba de que se había dejado besar con lengua, y de que le habían tocado las tetas por encima de la ropa. Y unos días después venía Lampra y presumía de que a ella un chico, Mirsilo, le había acariciado los pezones por debajo de la túnica, y no sólo eso, sino que «se los había chupado». Nerea seguía diciendo «qué asco», pero en su interior se preguntaba cómo sería sentir allí una mano o unos labios ajenos.
Por aquella época le salió un pretendiente. Era primo suyo, tenía catorce años y se llamaba Nicón. Había descubierto el sendero que llevaba al farallón, y aunque tenía las piernas más cortas que Nerea se las apañaba para trepar a trompicones hasta la explanada y llevarle regalos un día sí y otro también: ramos de mirto; una siringa de nueve cañas pegadas con cera; barritas de pan recién tostado que traía recogidas en un pliegue de la túnica para que no se enfriaran; muñecas de terracota que modelaba él mismo, feas como engendros del averno y que acababan siempre despeñadas acantilado abajo; quesos, tarros de aceitunas, cuentas de colores, piedrecillas pulidas, hasta un diente que le arrancaron en una pelea. A Nerea unos días le fastidiaba y otros le divertía. Era un muchacho más bien feo, con los dientes mal colocados (y peor aún desde el puñetazo) y la cara llena de granos que, sin darse cuenta del efecto que ello causaba en su amada, le gustaba reventar entre sus dedos tiznados.
Pero no fue con él con quien se inició en los placeres de la piel. Cuando llegó la primavera, y Nerea tenía doce años y medio, la gente de la aldea celebró la fiesta del dios muerto por el que disputaban la diosa del amor y la de los difuntos, y que al fin acababa regresando de los infiernos. El primer día modelaron un muñeco de paja y barro, lo vistieron con ropas tejidas por las mujeres, lo llevaron por entre las casas montado a horcajadas sobre un mástil roto y lo apedrearon hasta juzgar que, sin duda, ya estaba bien muerto. Al atardecer lo enterraron cerca de la playa, y durante la noche fue velado por las mujeres entre ayes y quejidos. Algunas se mesaban los cabellos y se revolcaban por la arena; las más apasionadas incluso se desgarraban las túnicas, mostraban sus senos y se los arañaban con alfileres. Antes del amanecer, las plañideras se quedaron dormidas, lo que no les resultó difícil, pues habían acompañado su vigilia con buenos pellejos de vino. Cuando despertaron, la tumba estaba abierta y el cuerpo del dios había desaparecido. Un año más, el prodigio se renovaba. ¡El dios había resucitado! A partir de ese momento, reinó el jolgorio en la aldea. Se celebraron carreras pedestres, luchas, lanzamiento de discos, cucañas, carreras de sacos. Nadie trabajaba aquel día salvo las mujeres, que se dedicaban a asar en grandes parrillas meros, lubinas y langostas, y a repartir el vino. Incluso ellas disfrutaban de la fiesta y proferían obscenidades como las que más.
Aquel año acudió un aedo que venía de la parte este de la isla. Se ufanaba de haber estado en las grandes ciudades del continente y también en las islas que bordeaban los límites del Gran Rey. Era un hombre alto, fibroso, con unos ojos saltones y oscuros que lo miraban todo picoteando y una nuez inquieta que le trepaba por la garganta cuando empinaba el odre entre verso y verso. Se llamaba Zósimo y acompañaba sus canciones y sus cantares con una lira que él mismo había fabricado con el caparazón de una tortuga y cuerdas de tripa de ternero. Divirtió a los chicos con el épico relato de una guerra entre ratones y ranas, plagado de sesos diminutos que se esparcían por la arena y almas minúsculas que bajaban al Hades. Y a las muchachas las encandiló con versos de amor que él mismo había compuesto.
Dicen unos que una tropa de jinetes,
otros que de infantes o de naves,
es lo más hermoso de la oscura tierra.
Mas yo digo que es lo que uno ama.
Y es fácil entenderlo cuando Helena,
más hermosa que ninguna,
dejó a su muy noble marido
y a Troya navegó sin acordarse
ya de hijos ni de padres.
¡Oh tú, invencible Amor!
Con el tiempo Nerea averiguaría que los versos de Zósimo, acaso por casualidad, eran casi los mismos con los que Safo, Alceo o Anacreonte habían cantado a sus amadas y a sus amados largo tiempo atrás. Pero en aquel momento descubrió en los carnosos labios de aquel hombre las palabras que su alma anhelante llevaba tantos crepúsculos buscando, y, como tantas muchachas antes y después que ella, sucumbió bajo el embrujo del viajero de palabras aladas y mirada enigmática.
Al caer la noche encendieron hogueras junto a la playa. Degollaron cabritos, los destazaron y quemaron en honor del dios los huesos y las tripas, no sin untarlos antes con pingüe grasa. El resto se lo repartieron entre ellos, como miles de años antes les había enseñado el titán benefactor de los hombres, y se lo comieron entre bailes, acrobacias y risas. Zósimo, que mientras recitaba versos de amor no le había quitado el ojo a la muchacha espigada del cabello cobrizo y la mirada soñadora, aprovechó un momento en que todo el mundo estaba atento a un juego de manos junto a la fogata, la cogió de la muñeca y se la llevó aparte.
—¿Cómo te llamas?
—Nerea.
Zósimo siguió tirando de ella a grandes zancadas, hasta que unos arbolillos que crecían cerca del mar los ocultaron de la vista. Al llegar allí, apoyó a Nerea contra un tronco y se inclinó para besarla. Procuró hacerlo con suavidad, pues se daba cuenta de que la niña era inexperta, aunque por debajo de la túnica su erección le apremiaba tras largos días de no yacer con una mujer. Fue el primer beso de Nerea, y no tuvo mala suerte, pues Zósimo era un hombre con experiencia y bastante más considerado de lo que habrían sido los zagales de la aldea, incluso el torpe y enamorado Nicón. Al principio se limitó a cubrirle los labios con besos breves y tiernos como pellizquitos de pájaro. Pero no tardó en animarse y asomar la lengua. Para la muchacha ese contacto húmedo y tibio en sus labios fue una sorpresa, y tal vez por eso los separó y dejó que la lengua que durante la tarde había recitado versos sangrientos y eróticos se colara entre ellos y le explorara los dientes y las encías.
Se besaron durante largo rato, cada vez más pegados. Las manos del aedo recorrieron todo el cuerpo de Nerea por encima del peplo, y comprobó que tenía las carnes prietas y las nalgas respingonas. La muchacha se dejó hacer, y no pudo evitar que algunos gemidos escaparan de sus labios, pues empezaba a darse cuenta de que el contacto de unos dedos sabios era aún más placentero que el de las arenas de su playa secreta. Cuando el poeta la abrazó con más fuerza, Nerea sintió que algo duro como un bastón se clavaba en su tripa y soltó una risita nerviosa. Zósimo arrancó la fíbula que sujetaba el peplo de Nerea al hombro derecho y le bajó la prenda. La luz de la luna bañó de plata los pechos de la niña, pequeños y apretados como manzanas verdes. El poeta los contempló con ojos hambrientos e indecisos. Entre los dedos y la boca, ganó esta última. Así pues, la primera caricia ajena que recibieron los senos de Nerea fue húmeda y blanda. Zósimo apretó la espalda de la muchacha para que se arqueara, y agachó la cabeza. Primero rozó con los labios el pezón izquierdo y comprobó satisfecho que se erguía. Nerea volvió a gemir y trató de retirarse, asustada. Pero el poeta la estrechó con fuerza, abrió la boca y se tragó el pecho entero. Su lengua empezó a trazar círculos: primero por el promontorio de carne, suave como una duna, luego por la areola, que se arrugó de frío y excitación, y al fin por el pezón, que se le ofrecía como una uva agraz. Nerea se rindió a él, le clavó los dedos en la cabeza, le revolvió el pelo y lo acercó a ella para que no pudiera apartarse. El poeta la recompensó comiéndole ambas tetas a placer. Fue la primera vez que Nerea, de alguna manera, amamantó a un hombre. Muchas más veces lo haría a lo largo de su vida, aunque de sus pezones jamás manó leche, sino esa calidez inefable que siempre hará a los varones anhelar con dolor los pechos de las mujeres.
Cuando Zósimo trató de desnudarla del todo, ella volvió a resistirse, pero esta vez con más decisión. Aunque su cuerpo ya fuera apetitoso para los hombres, aún no había menstruado. De las confusas palabras de sus amigas había deducido que dejarse clavar una posthe entre las piernas antes de la primera sangre podía causarle una herida mortal. Zósimo captó su miedo, y aunque era un hombre atrevido y un tanto sinvergüenza, no le faltaba sensibilidad, así que renunció a ser el primer hombre que hiciera mujer a aquella niña de dulces pechos. En su lugar, se arremangó la túnica y se sacó el miembro para que Nerea lo acariciara. Ella al principio sintió un poco de repulsión por aquella cosa seca y dura que palpitaba bajo sus dedos, pero Zósimo apretó su mano en torno a la de ella y no dejó que la soltara. Mientras seguían besándose, Nerea le hizo una paja torpe e inocente. El poeta, que estaba ya más caliente que un venado en la berrea, no tardó en eyacular. A la fantasmal luz de la luna, Nerea observó con curiosidad aquel líquido blancuzco que brotaba dando saltos espasmódicos. Parte se quedó entre sus dedos. Aunque se los limpió con arena, luego, cuando volvió a la hoguera y su madre le preguntó dónde había estado, se dio cuenta de que le había quedado una película pegajosa entre el pulgar y el índice, como piel despellejada, y escondió las manos tras la espalda mientras se inventaba una mentira.
Aquella noche no pudo dormir, pues sus labios agrietados de tanto besar no hacían más que recordarle la lengua del poeta, y entre las piernas le corría un reguero de hormigas. Dio vueltas en la cama, a un lado y a otro, y probó a poner los pies en la cabecera y la cabeza en los pies. Para colmo, al otro lado del tabique la resurrección del dios parecía haberse contagiado a sus padres, que se dedicaron a hacer rechinar los maderos del jergón como si volvieran a tener veinte años. Al rayar el sol, sin haber pegado ojo, Nerea se levantó y buscó al poeta por la aldea resacosa, pues se había dado cuenta de que estaba enamorada de él y tenía la intención de pedirle que la llevara consigo a las grandes ciudades del continente. Pero antes, en cuanto el primer recodo del camino borrara la aldea de la vista, le diría que hiciera lo que fuese menester para calmarle ese ardor que tenía entre los muslos y que no la dejaba reposar.
En la playa, junto a los rescoldos de las hogueras, dormían los que no habían encontrado fuerzas o equilibrio para volver a sus casas. Muchos de ellos eran hombres y, mientras roncaban, sus miembros, hinchados con la sangre del sueño, les levantaban las túnicas, como pequeñas tiendas de campaña. Nerea recordó cómo había acariciado a Zósimo, el vientre se le contrajo, y algo más pequeño pero no menos sensible que una posthe se hinchó de sangre entre sus propias piernas. Pero del poeta no encontró ni rastro. Oyó hablar de él a dos hombres y se acercó a escuchar. Uno le dijo al otro que Zósimo, sin dormir, se había ido hacia otra aldea que estaba en el sur de la isla. «Hay que tener cojones», añadió. Al oírlo, Nerea salió corriendo, y no paró hasta llegar al acantilado y bajar a su playa secreta, donde lloró por haber perdido al primer amor de su vida. Pero sus lágrimas no fueron amargas, sino cálidas y dulces, pues encontró un extraño placer en sufrir de amor y abandono.
Pasaron los días y la primavera siguió su curso. El carro del sol se detenía cada mediodía más alto para descansar. El mar se fue amansando y los hombres de la aldea se alejaban más para pescar y a veces traían atunes grandes como ovejas. Fue entonces cuando llegaron los piratas.
Nerea estaba apacentando sus cabras mientras trataba de improvisar una melodía con la tercera siringa que le había regalado Nicón, aunque la mitad de las veces en vez de una nota brotaba un soplido mustio de las cañas. Entonces se asomó al cantil y vio que no muy lejos de la aldea había varado un barco, una de esas largas naves de remos que a veces veía pasar de lejos. Al recordar las palabras de su padre sintió una vaga inquietud. Apenas le había dado tiempo a preguntarse qué hacía allí aquella nave cuando oyó el chasquido de una rama tronzada. Se dio la vuelta y vio a un hombre alto y de piel oscura, cubierto con una coraza de placas metálicas, que se arrojaba sobre ella con los brazos abiertos como redes de pescar. Nerea hizo un esguince con el cuerpo, se escurrió bajo sus manos y corrió hacia el sendero que bajaba del acantilado. Pero por allí subía jadeando otro hombre, panzudo y bronceado, y Nerea se chocó contra él. El hombre se rió con una carcajada crujiente como tierra pisoteada y la agarró. Nerea, que tenía los músculos flexibles y delgados de un gato, se cimbreó entre sus brazos tratando de escurrirse. Pero el desconocido la cogía con fuerza, sin dejar de reírse y de bañarla con su aliento a ajo y dientes cariados.
—¡Ayúdame, Eudectes! ¡Este lechoncillo tiene fuerza!
El hombre alto y oscuro, al que el panzudo había llamado Eudectes, llegó por detrás y tapó la boca de Nerea con una mano de piedra. Algo frío se apoyó en su garganta, y Nerea vio con ojos desorbitados que era un cuchillo.
—Quieta, o te degüello como a una cabra —la amenazó Eudectes con una voz que le heló la sangre en las venas.
La amordazaron con un trapo sucio y le ataron las manos a la espalda. Después la bajaron por el sendero a empujones. Mientras descendían, Nerea oyó gritos lejanos que provenían de la aldea y vio cómo de los tejados salía humo y luego lenguas de fuego. Cuando llegaron a la altura del mar, la obligaron a correr hacia la playa. Entonces se juntaron con ellos otros hombres que traían sus presas: cabras, un par de cerdos y tres o cuatro cochinillos, gallinas, unos sacos que podían contener cualquier cosa menos, sin duda, oro. También llevaban entre gritos a dos muchachas. Nerea reconoció a Lampra y a una chica rolliza llamada Sósipa.
Después Nerea se enteró de que los piratas eran de la isla de Léucade y que, aunque no esperaban encontrar grandes riquezas en la aldea, les había parecido una presa fácil. Sin embargo, su capitán, un hombre grande y barbudo como un oso, venía cojeando y sangrando de una herida en el muslo, y con grandes voces los apremiaba a retirarse de allí. Tras ellos venían algunos hombres y muchachos de la aldea, los que no estaban pescando aquel día, y les arrojaban piedras y palos y hasta alguna lanza herrumbrosa. Entre ellos Nerea distinguió la figura morena y nervuda de su padre y trató de gritar para pedirle socorro, pero el pestilente trapo que la amordazaba ahogó su voz. Mientras los demás seguían huyendo, cuatro piratas clavaron la rodilla en tierra, tensaron sus arcos y dispararon. De la primera andanada un aldeano cayó muerto y otro quedó malherido, retorciéndose y maldiciendo en el suelo. Los demás se dispersaron y se escondieron tras los arbustos que crecían junto a la playa, y desde allí siguieron tirando piedras e insultando a los piratas, pero no se atrevieron a acercarse más. El hombre panzudo se echó a Nerea al hombro y entró en el agua. Mientras la subían por la borda de la nave, la última imagen que tuvo de su isla quedó velada por las lágrimas. El aldeano que había quedado tendido en la arena con el astil de una flecha saliéndole de la garganta era su padre.
Con la pericia que nace de la práctica, los piratas desencallaron la nave y se alejaron de la orilla a golpe de remo y de riñón. A Nerea y a las otras dos chicas las arrojaron sin contemplaciones a un pequeño sollado que se abría a popa, cerraron la portilla sobre ellas y las dejaron a oscuras. Allí comenzaron sus miserias. Una vez, muy niña, Nerea había montado con su padre en la barca de pesca, pero era un día en que el mar estaba liso como una tabla y apenas se habían alejado a cien codos de la orilla. Ahora, no bien dejaron atrás los arrecifes que resguardaban la costa, la nave empezó a cabecear y a dar bandazos. Durante horas, Nerea y las dos muchachas, amordazadas y con las manos atadas a la espalda, rodaron por el suelo del pequeño sollado y se golpearon entre sí y con las paredes y las vigas de madera una y otra vez. Hubo momentos en que consiguieron trabarse unas con otras a fuerza de piernas y aguantar más o menos quietas, pero los golpes no eran lo peor. Al cabo de una o dos horas de zarandeos, Sósipa echó todo lo que tenía en el estómago, y sus dos compañeras de cautiverio, que habían resistido como podían, al oler los vómitos, vomitaron a su vez.
Una eternidad después la nave dejó de moverse y se abrió la portilla. Uno de los piratas asomó la cabeza y se tapó la nariz.
—¡Cómo atufan estas lechoncillas! —exclamó con una carcajada.
Las sacaron de allí como si fueran fardos. El barco estaba embarrancado en una playa desierta orientada al sur. El sol era una bola rojiza que se hundía en el mar, pero ya no miraba a Nerea ni se compadecía de ella. Los piratas tendieron sus mantas en el suelo y prendieron hogueras para cocinar y calentarse. Lavaron a las muchachas junto con sus ropas por el sucinto procedimiento de sumergirlas en el mar, y las llevaron a la orilla. Allí, tiritando como estaban, las dejaron apartadas junto a unas piedras, lejos del fuego. Después las desamordazaron y les desataron las manos, pero sólo para volver a anudárselas delante del pecho. Uno de ellos les trajo agua, pan y un poco de pescado en salazón, y las dejó allí.
Sin apenas probar bocado, conjeturaron en susurros lo que les podría suceder. Los piratas comían y se pasaban odres de vino entre chistes y canciones, alegres como si vinieran de conquistar Troya o la Hiperbórea y no de asaltar una mísera aldea. La noche cayó y algunos se quedaron dormidos en el sitio. Pronto la propia Nerea, fatigada, cerró los ojos y se desplomó sobre la arena.
La despertaron unas voces sofocadas. Abrió los ojos bajo un cielo estrellado y a la luz de la luna menguante vio sobre su cabeza el rostro de Eudectes, el hombre alto y oscuro que la había raptado. La misma mano callosa volvió a taparle la boca y el mismo cuchillo se apoyó en su cuello.
—Chilla y ya sabes lo que te pasará —susurró el pirata.
Había más hombres a su alrededor, formando un corro. A las otras dos muchachas ya les habían arrancado la ropa. Un pirata empujaba su trasero peludo entre las piernas de Sósipa. Otro se sacó una verga corta y gruesa, la apuntó hacia el sexo de Lampra y se la clavó de un solo golpe. La muchacha gritó, pero alguien le tapó la boca. Eudectes tenía sujeta a Nerea y le sobaba los pechos por encima del peplo, pero por el momento parecía conformarse con eso.
—Mira bien lo que te espera —le dijo al oído, mientras le apretaba los pezones. El aliento le apestaba a vino.
Habría tal vez nueve o diez hombres ocupados con las muchachas. Fueron follándolas por turnos, pero había algunos muy impacientes. Uno de ellos se sacó la posthe, se la metió en la boca a Lampra y empezó a moverse como si aquello fuera una vagina más. La muchacha miraba con cara de pánico, pero no se atrevió a morder el miembro del pirata, pues también tenía un cuchillo presionando su garganta. Otro decidió imitarle y aprovechó la boca de Sósipa, que estaba libre. Los primeros ya habían eyaculado y se apartaban para dejar su puesto a otros.
—Deja que empecemos ya con la guapa, Eudectes —apremió otro pirata, que no podía reprimir la excitación y se estaba masturbando de rodillas junto a las piernas de Nerea.
—Espera. Sujétala tú por los brazos. Voy a estrenarla yo —contestó Eudectes.
Le dieron la vuelta a Nerea como si fuera un saco. Eudectes le arremangó el peplo hasta la cintura y le separó las piernas. Ella trató de juntarlas, pero el pirata tenía mucha más fuerza. Cuando le acarició el sexo con sus dedazos, Nerea no sintió nada parecido al placer, sino un frío pánico.
—¿Qué coño está pasando aquí? —rugió una voz.
Eudectes se detuvo, ya con la posthe fuera, y miró hacia arriba. Un hombre alto y de espesa barba los observaba con gesto ceñudo a la luz de una antorcha. Nerea reconoció al pirata que había sido herido y que ordenó a los demás retirarse de la isla.
—Sólo nos estamos divirtiendo un poco, Pasión —contestó Eudectes recomponiéndose las ropas.
Los demás abandonaron por un momento su tarea y esperaron a ver qué ocurría. El recién llegado se agachó, tomó la mano de Nerea y la ayudó a levantarse. Ella aprovechó para colocarse la ropa. Pasión la examinó a la luz de la antorcha.
—Hmmm. Es como había supuesto.
La pellizcó en los pechos, en los muslos y en las nalgas, pero no lo hizo con dedos lascivos, sino como lo hubiera hecho la propia Nerea con sus cabras para comprobar si tenían leche en las ubres.
—¿Eres párthenos?
Asustada, Nerea asintió con la barbilla. Pasión miró a Eudectes y dijo:
—Pues seguirá siéndolo, ¿entendido? Vamos a ganar más con esta niña que con toda la mierda que hemos recogido. Mírrina pagará un buen dinero por ella.
—Entendido, capitán —repitió Eudectes con tono envenenado.
—Es evidente que os habéis ocupado de que esas dos ya no sean párthenoi. Pero dejadlas en paz. Si las estropeáis demasiado, no nos las comprarán ni para dar de comer a los perros.
El capitán, que no se fiaba demasiado de sus hombres, se llevó a Nerea consigo. Subieron al barco y allí, sobre la cubierta, Pasión extendió una gruesa manta de lana.
—Dormirás aquí conmigo, muchacha. ¿Cómo te llamas?
—Nerea —respondió ella con voz temblorosa.
—No tengas miedo. Esos cabrones ya no te harán nada.
Pasión le puso un dedo bajo la barbilla y, casi con delicadeza, la obligó a levantar la mirada. Hasta entonces Nerea no se había dado cuenta de que llevaba tapado el ojo derecho con un parche de fieltro. El pirata volvió a examinar a la niña.
—Los dioses te han otorgado el don de la belleza, Nerea. Mi suerte es que yo puedo sacar tajada de ese don.
Nerea empezó a hipar.
—¿Y ahora qué coño te pasa?
Lloraba por ellas, explicó Nerea. Eran sus amigas. Mintió, pues no las tenía por tales, y menos a Lampra, que siempre le hacía burlas y se reía de ella. Pero desde el barco seguía oyendo las risotadas de los marinos y los gemidos de las muchachas, y estaba bien segura de que no había ningún placer en esos lamentos.
—Mierda. Quédate aquí.
Pasión bajó a la orilla con trabajo, pues la herida, aunque no era grave, le hacía cojear, y se acercó a sus hombres mientras gritaba con su vozarrón cavernoso que las dejaran en paz de una puta vez, que ya estaba bien, que les iba a cortar las pollas y colgarlas del palo, y otras lindezas parecidas. Al cabo de un rato volvió con las dos muchachas, que se tambaleaban de un lado a otro como si estuvieran borrachas, y las ayudó a subir a la nave. Se abrazaron a Nerea, sollozando, y quisieron tumbarse con ella, pero el pirata les dijo que dejaran de gimotear y que se acostumbraran a lo que les esperaba; a ver si se creían que las iban a vender como modelos para un escultor con esos culos tan gordos que tenían.
Las mandó a proa y él se quedó con Nerea en la popa, que era la parte que habían encaramado a la orilla. Se metieron bajo la manta y el pirata no tardó en roncar. Nerea se acurrucó dándole la espalda y empezó a llorar quedamente. Lloró por su padre, pues aunque en los últimos tiempos la miraba de aquella forma tan extraña jamás le había pegado, y cuando era pequeña se la subía a los hombros y corría por la playa relinchando como un caballo, y nunca había sido un mal hombre. Lloró por lo que había visto, por cómo habían violado a Sósipa y a Lampra y les habían hecho daño y les habían pringado las piernas y la cara y el cuerpo con su repugnante semen. Lloró de alivio, porque ella se había salvado. Lloró de abandono, porque no sabía si volvería a ver a su madre y también ignoraba adonde la llevarían y cuánto tardarían en hacerle lo mismo que a las otras dos chicas.
Pero entre sus piernas se había vuelto a aposentar ese calor misterioso y cosquilleante. ¿Por qué lo sentía ahora, cuando había visto morir a su padre, cuando a un palmo de ella alguien había metido su asquerosa posthe en la boca de Lampra? Se dijo que era mala, perversa, sucia, pero el calor no se disipó. En algún rincón de su mente pensó que si aquel hombre grandullón que roncaba a su lado quisiera poseerla, ella se dejaría. Tal vez sería amable, tal vez con él no sufriría demasiado.
La luna era una boca tristona que bajaba hacia el oeste. La noche estaba cuajada de luces titilantes. Una estrella fugaz atravesó el cielo y su estela se mantuvo un par de segundos antes de desvanecerse. Nerea pensó que debía ser un mensaje de los dioses, pero no sabía qué pedirles. Cuando apacentaba las cabras y oteaba el mar desde el acantilado, soñaba con salir de su isla y conocer las tierras que según decían se extendían más allá. Pero no de esa manera.
En sueños, Pasión rodó sobre su corpachón y rodeó a Nerea con el brazo. Aunque era su raptor, Nerea le agarró la mano, que era como la de su padre, dura y callosa, pero mucho más grande. Dejó de llorar, su respiración se hizo más profunda y poco a poco el sueño la venció. No era más que una niña y quería sentirse protegida. Aunque fuera por un pirata.
Poco después de que rayara el sol, los piratas deslizaron la nave sobre la arena y se hicieron a la mar. Navegaron hacia el este durante dos días por un estrecho mar. Al norte se alzaban moles montañosas, y al sur, un terreno ondulado por suaves colinas. Sósipa y Lampra seguían encerradas en la bodega, aunque ya no las ataron, pues no tenían donde escapar. En cuanto a Nerea, Pasión dejó que se quedara a popa, junto al piloto, un joven delgado de cabellos pajizos y piel tostada que se llamaba Proclo y que estaba encantado de nombrarle a aquella niña de ojos marinos todos los sitios por los que pasaban. Le señaló los promontorios de Río y Antirrío, que se elevaban a ambos lados del barco en un pasaje angosto, amenazando con encerrarlo como las Simplégades, que casi aprisionaron la nave Argos. Y le habló también de la gran batalla naval que se había librado allí unos años antes entre los atenienses, dueños del mar, y los orgullosos y sombríos espartanos. Más de cien naves se habían enfrentado por cada lado, buscándose los costados con sus espolones de bronce para hundir a sus rivales en el fondo de las oscuras aguas.
—¿Eran barcos tan grandes como éste?
El sol estaba en lo alto y Nerea agachaba la cabeza y miraba a través de las pestañas para no deslumbrarse. El piloto se rió.
—Mucho más grandes. —Le señaló a los hombres que remaban a babor y estribor, atezándose las espadas al sol, pues aquella nave no tenía cubierta superior—. Nosotros llevamos cincuenta remeros, ¿los ves? Por eso estos barcos se llaman penteconteras. Los barcos de los atenienses son trirremes. Hay una primera bancada de remeros, que se llaman talamitas, y luego, por encima de ellos, están los zeugitas y por último los tranitas. Reman tan juntos que si un tranita se tira un pedo, lo hace en la boca de un zeugita. En total, son ciento setenta remeros para impulsar un barco que no es mucho más largo que éste, pero sí más ancho y mucho más rápido.
Nerea bostezó, en parte porque le aburría hablar de barcos y en parte porque el vaivén de las olas le seguía revolviendo el estómago y necesitaba aire fresco. Proclo procuró entretenerla con relatos más interesantes para una niña. Así, cuando al norte atisbaron las picudas elevaciones del Parnaso, le explicó que allí se hallaba el santuario de Delfos. Le sorprendió que ella no hubiera oído hablar del oráculo más famoso de Grecia y sin duda del mundo entero, así que le contó su historia.
—Zeus quería saber dónde estaba el centro del mundo…
—¿Para qué quería saberlo?
Proclo parpadeó perplejo. Sin duda, nunca se había hecho esa pregunta.
—Pues no sé, tendría curiosidad…
—¿Y por qué?
—Bueno, ¿quieres que te siga contando la historia o no?
—¡Sí, sí, por favor!
Zeus, siguió explicando Proclo, llevó a los dos extremos del mundo, el oriental y el occidental, dos enormes águilas cuyas alas desplegadas habrían cubierto toda la pentecontera. Una vez allí, las soltó y les encomendó que volaran en sentidos opuestos hasta encontrarse una con otra. Durante días las águilas sobrevolaron tierras y mares, desiertos, bosques, volcanes, y por fin se reunieron en un punto que, dado que ambas habían viajado sin descanso y a la misma velocidad, no podía ser sino el centro del mundo. Y aquel lugar no era otro que Delfos.
—Por eso a la piedra que hay en Delfos se la llama ómphalos, el ombligo del mundo.
Nerea soltó una risita. Siempre le habían hecho mucha gracia los ombligos, tal vez porque en el suyo tenía muchas cosquillas. Al oírla reír nadie habría pensado que era una víctima raptada por unos crueles piratas que, tras saquear su aldea y matar a su padre, tenían la intención de venderla como esclava. Pero le habían dado bien de comer y dejaban que se moviera por el barco a su antojo («A quien le plante un dedo encima le cortaré los cojones», había dicho Pasión, y todos sabían que solía cumplir sus amenazas). El sol lucía espléndido en un cielo sin nubes, las montañas boscosas al norte, el mar oscuro, el crujido de los remos en los escálamos, el flamear de la gran vela parda, la blanca estela que dejaba la nave a popa, la brisa que se colaba por las mangas del peplo y le acariciaba los pechos en flor: todo parecía hermoso. Tenía doce años y pocas raíces, y era como una semilla llevada por el viento.
Proclo, que era pirata en primavera y verano, y pastor y poeta en los meses de invierno, cuando el mar estaba demasiado revuelto para navegar, le seguía narrando la historia de Delfos. Miles de años atrás, el oráculo había pertenecido a la diosa Tierra, y lo custodiaba Pitón, un dragón de sangre corrosiva que vomitaba llamas. (Proclo tal vez adornaba con detalles de su propia invención, pero ¿quién no lo habría hecho para conseguir que el asombro abriera aún más aquellos inocentes ojos de color azul ahumado?). Apolo pensó que asentar sus reales en aquel lugar, justo en el centro del mundo, era lo mínimo que requería su dignidad, ya que, en el fondo de su corazón, se sentía el más importante de los dioses tras su padre Zeus. Incluso en los días en que su propia y apolínea belleza lo hacía sentirse más exaltado, concebía planes para derrocarlo, aunque hasta ahora no se los había confesado a nadie ni se había atrevido a ponerlos en práctica por temor a la invencible arma de su padre, el rayo celeste.
—¿Y tú cómo lo sabes si no se los ha confesado a nadie?
Proclo miró a los lados y bajó la voz.
—Es un secreto. Los dioses susurran al oído de los poetas.
Nerea, que ya había visto al dios Pan y no tardaría en conocer a otros númenes más poderosos, asintió muy seria. Proclo siguió con su relato. Apolo se echó al hombro la aljaba y el arco y descendió de las cumbres del Olimpo. Resonaban las flechas sobre sus hombros, e iba cubierto como la noche. Cuando llegó a la entrada de la cueva que albergaba a Pitón lo desafió a grandes voces. El dragón asomó su cabeza escamosa y, al ver al dios, soltó un bramido que hizo retemblar las raíces del monte Parnaso, y después escupió unas llamaradas que convirtieron en cenizas humeantes los pinos de la ladera. Pero de entre ellas salió indemne y majestuoso Apolo; eso sí, desnudo, pues el fuego había consumido su túnica.
A Nerea le hizo gracia imaginarse al dios desnudo y volvió a reírse. Proclo prosiguió. Apolo tensó su arco y disparó una y otra vez contra la bestia Pitón: una flecha al ojo derecho, otra al cuello, una más al ojo izquierdo y, por fin, la que acabó con su vida, un certero proyectil que se clavó en su boca abierta, penetró en el paladar y atravesó su cerebro dracontino.
—Desde entonces, el oráculo de Delfos pertenece al dios Apolo. Pero en recuerdo de ese terrible dragón, las sacerdotisas que predicen el futuro en su templo reciben el nombre de pitonisas.
—Pero ¿es verdad que adivinan el futuro?
—Como te lo cuento. La pitonisa se levanta temprano, bebe las aguas proféticas de la fuente Casotis y se baña en las puras aguas de la fuente Castalia. Después se sienta sobre un trípode de bronce, al borde de una grieta de la que emanan vapores tóxicos que, sin duda, a ti y a mí nos matarían. Pero a ella, que está inspirada por el dios y ha masticado laurel, la planta de Apolo, los vapores le inspiran visiones de lo que ha de suceder.
—¿Y nunca se equivoca?
—¡Nunca!
Los peregrinos, prosiguió Proclo, acudían de todos los rincones de Grecia y aun del mundo entero para consultar al dios. Pero no siempre obtenían respuesta. Antes de que la Pitonisa se sumergiera en su trance, los sacerdotes traían un cabrito sin destetar junto al altar de Hestia y le arrojaban encima un balde de agua fría. Si el cabrito se ponía a temblar, lo sacrificaban y procedían a la consulta. Si no tiritaba, se suspendían las preguntas al oráculo hasta la siguiente ocasión.
—¡Pobre cabrito! —se compadeció Nerea, que se acordaba de Manchado, la cría aún lechal a la que había dejado en su explanada. Al recordar la isla y todo lo que había quedado atrás, se le saltaron las lágrimas. Proclo la estrechó entre sus brazos para consolarla, y le habría gustado hacerlo a solas, en la bodega del barco, pero no se atrevió a seguir pensando en ello por temor al capitán.
Un día después llegaron al final de su viaje: Lequeo, el puerto occidental de Corinto. Una vez atracada la pentecontera, los piratas se desperdigaron por las tabernas y los burdeles del puerto, donde Pasión vendió a Sósipa y a Lampra por un precio razonable. El destino de Nerea estaba tierra adentro, en la ciudad.
Lequeo sorprendió a Nerea, quien preguntó al pirata si aquélla era la gran urbe de Corinto. Pasión se rió y le dijo que esperara a ver. Un arriero, que había bajado una carga de calderos de bronce al puerto y que subía de balde a la ciudad, los montó en la parte trasera de su carro por un óbolo. Subieron a la ciudad por un sendero empedrado, entre dos muros que aseguraban la comunicación entre Corinto y su puerto. Pronto apareció la mole pétrea del Acrocorinto, la masa granítica que dominaba la ciudad, sembrada de templos cuyos tejados, en la distancia, reflejaban el sol. Según se acercaban, las formas de los edificios se iban singularizando y los ojos de Nerea se abrían aún más.
Ya en la ciudad, poco antes de llegar al ágora, el arriero detuvo su carro junto a una gran fuente adornada con losas de mármol blanco y estatuas pintadas. Allí se apearon y se despidieron de él. Pasión explicó a Nerea que aquella fuente era la Pirene, la más célebre de las muchas que había en la ciudad; algunos sostenían que si el bronce de Corinto se distinguía de los demás era por la calidad que le daba sumergirlo en su agua. La niña se agachó para beber y, tras la solanera que habían sufrido en el carro, la encontró deliciosa.
Nerea nunca había visto tal aglomeración de gente, ni sospechaba que el mundo albergara tantos habitantes. Temerosa de perderse entre la multitud, se aferró a la callosa mano de Pasión y se pegó a su brazo. Caminaron abriéndose paso merced a los codos del pirata. Nerea miraba a todas partes con la boca abierta de asombro, incapaz de concentrar la vista en ningún sitio, pues todo llamaba su atención: las casas, cuyos tejados no eran de paja, sino de madera y arcilla, con paredes encaladas que a veces trepaban hasta dos y tres pisos; las fuentes de mármol, que despilfarraban el agua potable por sus caños broncíneos; los enormes templos, rodeados por columnatas que parecían bosques de piedra, desde cuyos frontones las estatuas de dioses y terribles gorgonas parecían mirarla sólo a ella; el propio gentío, que atestaba las calles y vestía abigarradas ropas de vivos colores y lujosos tejidos. Comentó que aquél, y no Delfos, debía de ser el ombligo del mundo, pues no podía existir otra ciudad tan grande como aquélla. Pasión se rió y le explicó que Atenas era aún mayor, aunque también era más sucia y caótica.
—Pero en la Acrópolis de Atenas se encuentra el templo más grande y hermoso del mundo, el Partenón.
El pirata señaló un templo que dejaban a su izquierda y le dijo que estaba consagrado a Apolo, pero que el Partenón de Atenea lo doblaba en tamaño.
—Proclo me ha dicho que el templo de Apolo estaba en Delfos.
—Los dioses están en todas partes, niña, así que en todas partes hay que consagrarles templos. Pero a mí el que más me gusta de Corinto es aquél.
Y le señaló un hermoso edificio que se alzaba sobre las pétreas laderas del monte. Nerea preguntó cuál era, y Pasión le contestó que el de Afrodita, la diosa del amor.
—En cuanto puedas, debes visitarlo para dar gracias a la diosa.
—¿Por qué?
—Voy a llevarte a la casa más rica de todo Corinto. Allí vivirás mejor de lo que jamás habrías soñado y tendrás más lujos que muchos que se llaman a sí mismos ciudadanos libres. Y eso se lo debes a los dones que te ha otorgado Afrodita. No lo olvides nunca.
Nerea apretó más la mano de Pasión, casi agradecida. En su imaginación pseudoinfantil, deseosa de encontrar un punto de apoyo en la nueva vida que la esperaba, Eudectes era el malvado pirata que la había raptado y había asesinado a su padre, mientras que Pasión representaba el papel del capitán bondadoso que la había rescatado de sus garras. El hecho de que el capitán fuera a venderla a una meretriz y a guardarse los beneficios de la venta no lo tenía en cuenta.
Se detuvieron ante una gran mansión de dos pisos y paredes de mampostería, rodeada por una tapia embardada. Cuando cruzaron la cancela, les salió al paso un gigante pelirrojo que le sacaba a Pasión media cabeza.
—Bienvenido, señor. ¿Ha sido propicia tu navegación?
—Tú mismo puedes verlo, Tratto. Llévame ante Mírrina.
La cabaña de Nerea, que era una de las casas más lujosas de su aldea, tenía el techo de chamiza y el suelo de tierra batida. En cuanto a aquella mansión, tan sólo el recibidor era ya tan grande como toda su choza, y su suelo estaba enlosado con piedra pulida y reluciente. Había grandes ánforas de arcilla, pintadas con figuras rojas de hombres y mujeres que banqueteaban y bebían vino, y también se dedicaban a prácticas acrobáticas que a Nerea la hicieron enrojecer.
Tras atravesar un patio rodeado por columnas, en cuyo centro había un estanque donde nadaban peces de escamas rojas, llegaron a los aposentos de la dueña de la casa. Allí, el gigante Tratto los dejó solos.
Mírrina estaba esperándolos. Era una mujer de cabello negro y corta estatura; la cabeza pequeña y el cuello fino la hacían bien proporcionada. Había dejado atrás la flor de la edad, pero sus ojos brillaban con viveza y las carnes de los brazos se mantenían prietas. Vestía un quitón de telas transparentes, ceñido al cuerpo por un cinturón alto que ayudaba a enderezar sus pechos más que generosos. Las muñecas y los tobillos le tintineaban con el alegre sonido del oro, y llevaba el oscuro cabello recogido en un moño trenzado dentro de una redecilla dorada. Cuando se levantó para recibir a Pasión, su perfume llegó hasta Nerea. Entre los mil olores que había captado, en la aglomeración de la ciudad, casi todos desagradables, aquél le pareció maravilloso. Luego supo que era nardo y que Mírrina pagaba su peso en oro por hacérselo traer de un país que se encontraba más allá de donde sale el sol.
Mírrina se puso de puntillas para besar a Pasión, y éste aprovechó para magrearle las nalgas. Mientras se saludaban, una cortina de color azafrán se descorrió y durante un instante asomaron por ella tres cabezas. Eran tres muchachas, con las cejas y los labios pintados y los cabellos recogidos con pasadores de marfil. A Nerea le parecieron guapísimas y deseó maquillarse como ellas. Dos de ellas le sonrieron, pero la tercera, una morena pizpireta a la que luego conocería como Fano, le sacó la lengua.
—¡Fuera de aquí, cotillas!
El tono de Mírrina recordó a Nerea el que usaba su madre para regañarla. Para hacer más intensa aquella sensación, la mujer se acercó a ella, le tocó el pelo y arrugó el ceño con desaprobación.
—¡Gorgo!
A su llamada acudió una esclava ya entrada en años y algo encorvada; una arruga le dividía la frente en dos como una zanja y le daba un gesto perpetuo de vinagre rancio. Mírrina le ordenó que diera un baño a Nerea y descubriera qué se escondía debajo de tanta mugre.
El baño hizo que Nerea experimentara una mezcla de sensaciones contradictorias. A Nerea le encantó la bañera, que era un gran asiento de arcilla decorado con escenas en las que chicas vestidas con gasas jugaban a la pelota a orillas de un río. Pero estaba acostumbrada al frío del mar, y cuando metió los pies en el agua humeante chilló y dijo que no quería morir escaldada. Gorgo le puso la mano en la cabeza y apretó hacia abajo hasta que consiguió que plantara el trasero en el fondo de la tina.
—¡Aaaauuu!
—Estate quieta y verás qué pronto te acostumbras. El agua tiene que estar caliente para que salga bien la roña.
Lo cierto fue que al cabo de un rato la sensación le pareció deliciosa. Gorgo le cortó y le limpió las uñas de las manos y de los pies, y le frotó la espalda con un paseador. También le levantó los brazos, le examinó las axilas y comprobó que no tenía vello en ellas. Si eso le pareció bien o mal, Nerea no lo supo, porque la arruga de su frente siguió tan vertical y profunda como antes. Después, con una jarra, empezó a verterle agua sobre el cabello y se lo lavó. A Nerea no le disgustó el masaje de aquellos dedos duros en su cabeza, pero cuando la esclava empezó a cepillárselo y le dio el primer tirón, chilló y la golpeó en la muñeca. Gorgo le soltó una bofetada que hizo arder la mejilla de la niña.
—¡Modera tus modales! ¿Quieres que el ama te eche? ¿Quieres ponerles el culo a los marinos del puerto por un par de óbolos y que te peguen sus repugnantes ladillas? ¡Serás muy afortunada si el ama te admite en esta casa!
Por fin, Nerea se dejó peinar. Cuando salió de la bañera, Gorgo la secó con fricciones tan vigorosas que la hacían tambalearse sobre los tobillos. Después la ayudó a vestirse con un quitón de tela fina, casi transparente. Nerea no tenía un espejo en el que verse, pero le bastaba mirar hacia abajo para ver cómo la mancha parda de los pezones se adivinaba a través del tejido. Se le antojó que la habían vestido con una piel de cebolla.
—¿No me voy a poner nada más?
La vieja se rió y le preguntó dónde creía que estaba. Después le dio una palmada en el trasero y la sacó de los baños. Volvieron a los aposentos de Mírrina. La dueña de la casa estaba comiendo y bebiendo vino junto a Pasión. A Nerea, que siempre había comido sentada en una dura silla de madera, le extrañó que ellos lo hicieran reclinados en un lecho cubierto de cojines, y pensó que debía de ser incómodo, pues se apoyaban sobre el codo izquierdo y tan sólo podían utilizar el brazo derecho. Sin embargo, a ellos no parecía importarles, e incluso se las apañaban para cruzarse las muñecas y beber el uno de la copa de la otra. En un pebetero ardían hierbas aromáticas, mientras que en un rincón de la estancia una muchacha apenas vestida tocaba el arpa y canturreaba a media voz.
Gorgo dejó allí a Nerea, descalza sobre una piel de cordero, y se fue. Mírrina se levantó y se acercó a la muchacha. Sin decir nada, le soltó los cordones que prendían el quitón a los hombros y dejó que éste se deslizara hasta los pies de Nerea. Cuando el suave tejido rozó su pecho, los pezones se le irguieron, y eso la hizo aún más consciente de su desnudez. Nerea enrojeció y agachó la cabeza, pero Mírrina la sujetó por la barbilla y la obligó a mirar a Pasión. El único ojo del pirata la contempló con una intensidad nueva, y su nariz se dilató como si fuera un macho en celo venteando a la hembra. Mientras, Mírrina deslizó la palma de su mano por la espalda de Nerea, que sintió un escalofrío.
—Qué piel tan suave… ¿Cuántos años tienes, Nerea?
—Doce.
La mujer siguió examinándola. Caminaba dando vueltas alrededor de Nerea, a menos de un palmo de ella. De cerca, su perfume era aún más intenso. Cuando le miró los pechos y vio lo puntiagudos que se le habían puesto los pezones se sonrió.
—Esas tetas no darán tanto placer a los hombres como las mías, pero a ti sin duda te harán gozar más.
—No te entiendo, señora —dijo Nerea, y mentía, porque se había acordado de Zósimo, de cómo su boca se apoderó de sus pechos y del delicioso temblor que había estremecido todo su cuerpo.
—Ya lo entenderás.
Mírrina hizo que se diera la vuelta para que Pasión, sin levantarse, pudiera apreciar su parte posterior.
—Tiene una espalda bonita —susurró Mírrina, y le pasó un dedo por la espina dorsal, donde se abría un surco desprovisto de grasa—. Tal vez demasiado delgada, aunque hay hombres a los que les gustan más así. Y el culo es perfecto, ¿no crees? A las griegas se nos suele caer el culo pronto.
—Que dé saltos como hacen las espartanas junto al Eurotas —sugirió Pasión—. Así se le subirá el trasero.
—¿Te ha venido el periodo? —preguntó Mírrina.
—Perdona, señora, pero no te entiendo —contestó Nerea, en tono humilde, pues aún le ardía la mejilla por la bofetada de Gorgo.
Émmenon, insistió Mírrina, y le explicó lo que era. Nerea volvió a enrojecer y respondió que no.
Mientras ella misma volvía a ponerle la túnica, Mírrina le explicó en tono casi ausente que aún no la adiestrarían. Conocía a alguien que pagaría una buena suma por ser el primer varón en su lecho, pero a ese hombre le gustaba la inocencia, así que debería conservarse párthenos en todos los sentidos. La muchacha tenía un cuerpo divino; una vez perdiera el virgo, la iniciaría en las artes de Afrodita y, sin duda, le haría ganar mucho dinero.
—Pórtate bien conmigo y yo seré generosa contigo —le explicó Mírrina mientras le acariciaba los hombros y le daba un beso en la mejilla—. Yo misma fui esclava una vez y entonces pagaron quinientos dracmas por mi virginidad. Ahora esta casa es mía, y llevo pendientes y ajorcas de oro, tengo quince arcones llenos de vestidos, bebo vinos de Tasos y de Quíos en hermosas copas atenienses y en mi mesa no faltan las anguilas del lago Copáis.
—¿No podría ser yo mismo el afortunado que inaugure a esta preciosidad? —bromeó Pasión.
Mírrina se acercó a él, le acarició los labios con la lengua y, sin el menor recato, le apretó la verga por encima de la túnica.
—La chica te la ha puesto bien dura, sinvergüenza.
Pero no creo que un viejo pirata como tú quiera perder sus ganancias por beneficiarse a un lechoncillo inexperto.
Durante unos segundos se besuquearon y acariciaron delante de Nerea, que volvió a sentir entre las piernas el hormigueo que tan bien conocía. La esclava que tañía el arpa la miró y sonrió.
«Protégeme, señora Afrodita», imploró Nerea entre dientes.
La alojaron en una pequeña habitación en la planta alta, a la que se llegaba por una escalera de madera que todas las noches crujía por el constante trajín de quienes subían y bajaban. Durante mucho tiempo apenas salió de allí, así que llegó a conocer la estancia como la palma de su mano. El suelo estaba entarimado, y en el centro había una gruesa alfombra de la lejana Persia que representaba una escena erótica. En el rincón que quedaba a la izquierda de la puerta se hallaba la cama, un colchón relleno de lana sobre un armazón de madera y correas de cuero. A los pies de la cama, un arcón que servía tanto para sentarse como para guardar los vestidos. En la pared opuesta a la puerta se abría una pequeña ventana cerrada por un postigo, y a su derecha había una jofaina con agua y un objeto de metal que Nerea no había visto nunca. Tenía una base formada por tres patas de bronce, que se juntaban en una escultura de un codo de altura que representaba a un hombre y una mujer desnudos y abrazados; y por encima de ella había un disco de metal brillante. Nerea se acercó y, para su sorpresa, vio un rostro en él. Retrocedió asustada pensando que aquel artefacto había invocado a algún alma del averno, y el rostro se alejó con ella. Entonces se rió al darse cuenta de que se trataba de su propia imagen y se acercó más para contemplarla. Había oído hablar de los espejos, pero jamás había visto uno; en su aldea habrían sido un lujo inútil. Ahora se quedó fascinada ante su propio rostro, y lo examinó de frente y de medio lado, y sólo renunció a verse de perfil porque los ojos le dolían si intentaba torcerlos tanto. El espejo, un disco de estaño pulido, tenía una montura que permitía girarlo arriba y abajo. Nerea lo inclinó para verse el cuerpo. Pensó que quería contemplar sus senos desde otro ángulo, y no como lo había hecho siempre, desde encima de su propia barbilla; así que corrió el arcón para bloquear la puerta y se desnudó. Vistos de frente sus pechos le parecieron más bonitos, e incluso se dedicó a pellizcarse los pezones para que se pusieran de punta y comprobar el efecto. Se dijo que no entendía por qué les gustaban tanto a los hombres, pero lo cierto es que, de haber llegado, ella misma se los habría acariciado con la lengua.
Aquella noche le costó conciliar el sueño, pues aunque el lecho era mucho más cómodo que el de su casa y el quitón y la manta más suaves que la ropa a la que estaba acostumbrada, no dejaba de acordarse de sus padres y estuvo llorando hasta que se durmió. Muchas más noches los recordó y derramó lágrimas por ellos, aunque cada vez eran menos amargas, y el recuerdo, más borroso.
La vida en casa de Mírrina resultaba más difícil y exigente que en su perdida isla. No la obligaban a traer leña ni agua, ni a lavar ropa, ni a apacentar y ordeñar cabras. Pero a cambio se habían empeñado en hacer de ella una joven refinada. El día empezaba siempre con un baño. Ése era un momento placentero, pues acabó acostumbrándose a la temperatura y le encantaba estirarse todo lo que la bañera le permitía y disfrutar del agua caliente. La vieja Gorgo le raspaba la espalda con el rascador y la ungía con aceites aromáticos. A veces la bañaba otra esclava poco mayor que Nerea, una muchacha morena y de ojos tristes llamada Crisis. Sus dedos eran más suaves y no tenía callos en las palmas. Le gustaba entretenerse frotando la espalda de Nerea. Luego, cuando la ayudaba a vestirse, se arrodillaba y le masajeaba las pantorrillas y los muslos con dedos sinuosos, y Nerea disfrutaba de ello hasta que se acercaba demasiado a sus ingles y la apartaba porque le entraban cosquillas.
Hacía tres comidas al día, las tres muy frugales, ya que como apenas realizaba esfuerzo físico en todo el día, Mírrina temía que su silueta se estropeara antes de terminar de formarse. Comía mucho marisco, y también anguila y erizos de mar, y un pan muy especiado, pues un médico llamado Asclepíades había dicho a Mírrina que esos alimentos eran afrodisíacos. También empezaron a darle vino, aunque muy rebajado con agua. Con el tiempo, Nerea comprendería que aquella dieta, como todo lo que la rodeaba, estaba destinada a despertar su cuerpo y estimular su deseo. Sin embargo, Mírrina apenas dejaba que se juntara con las demás pupilas de la casa: comía sola, se bañaba sola y se quedaba la mayor parte del tiempo en su cuarto, donde, aburrida, podía pasarse horas contemplando su cuerpo parte por parte en el pequeño espejo de estaño.
Mírrina la obligó a caminar con cojines sobre la cabeza para que aprendiera a mover el trasero con gracia y no anduviera despatarrada como una cabrera. También le enseñó a ponerse el quitón y el manto de forma elegante, aprovechando cada pliegue y cada caída del tejido para realzar las líneas de su cuerpo. Le explicó cómo debía comer y beber, casi con desdén, como si nunca tuviera hambre y mordisqueara los alimentos sólo por obligación. Además, contrató a un maestro llamado Cefisodoro para que instruyera a Nerea en los rudimentos de la lectura y la escritura. El maestro era un hombre joven, pues sin duda no había cumplido aún los treinta años, pero llevaba la barba muy larga y se movía con lentitud, como si tuviera algún achaque. En realidad gozaba de una salud perfecta, fuera de una ocasional pirosis después de comer, pero le gustaba fingir gravedad y cachaza para dar la impresión de ser más viejo y respetable. El primer día escribió una alfa grande en una tablilla de cera y luego tomó la mano de Nerea, le puso en ella un punzón y guió sus movimientos con mimo para que siguiera la forma de la letra. Le debió de gustar el tacto aterciopelado de su muñeca, porque durante los siguientes ocho días se dedicó a hacer lo mismo, aunque cada vez con una letra diferente.
Mírrina subió una noche a su alcoba y le pidió que le escribiera algo. Nerea sacó la tablilla, cogió el punzón y le pidió que la agarrara de la muñeca para ayudarla, pues estaba convencida de que ésa era la única manera de hacerlo. Mírrina le tiró de la lengua, y cuando se enteró del método del maestro tuvo que contenerse para no tirarle a él de las barbas.
—¿Cuánto tiempo tardas en enseñar a leer y a escribir a un alumno?
—¡Es una tarea de años! —contestó ofendido Cefisodoro. Lo cierto era que demoraba la enseñanza de las letras recurriendo a ejercicios inútiles e interminables para retener el máximo tiempo posible a los alumnos y exprimirles hasta el último dracma.
Mírrina era de las que seguían la máxima de escatimar el cobre para acumular el oro. Le subió los emolumentos a Cefisodoro, pero a cambio le hizo prometer que Nerea aprendería a leer y a escribir en menos de medio año. Una vez que el maestro cambió de método, Nerea demostró ser una alumna muy dotada. No tardó en copiar sin faltas las líneas que Cefisodoro le proponía como ejemplo y empezó a aprender de memoria poesías de Píndaro, Safo y Teognis. De vez en cuando el joven agarraba su mano para corregir la posición y enderezar alguna línea. Nerea se dio cuenta enseguida de que, cuando lo hacía, el pulso y la respiración de Cefisodoro se aceleraban, y no dejó de hacerle gracia que fuera el maestro y no la discípula quien se pusiera nervioso por tal intimidad.
Cuando Nerea empezó a soltarse leyendo, aunque todavía lo hacía con la torpeza de un pajarillo recién salido del nido, Mírrina le dio papiros para que practicara a solas. De día, junto a la ventana abierta o de noche a la luz de un candil, Nerea desentrañaba, una tras otra, apretadas columnas de aquellos signos que hasta entonces le habían parecido arañazos de gato y que ahora le mostraban mundos nuevos y emociones insospechadas. En parte para mantener el interés de la niña, y sin duda también por seguir excitando su sensualidad, los libros que le dejaba Mírrina eran florilegios de poesía erótica y colecciones de cuentos licenciosos. De noche, a solas, Nerea leía palabras que hasta entonces no se había atrevido a pronunciar en voz alta, y oía por primera vez hablar de aquella pequeña muerte que seguía a la satisfacción del deseo y que era diez veces más intensa en la mujer que en el hombre. Solía leer sentada en la cama y con la espalda apoyada en la pared. Al hacerlo, doblaba sus piernas de junco hasta que un talón le quedaba debajo del trasero, y entonces se movía de tal manera que los huesos de su propio calcañal se le clavaban entre las piernas. Aquello le producía un placer que se extendía por todo su vientre y que se hacía cada vez más intenso y cálido, hasta el punto de que una vez se le escapó un gemido sin darse cuenta. Mírrina, que pasaba con un candil camino de alguna otra alcoba, oyó su involuntaria efusión y abrió la puerta sin llamar. Nerea dio un respingo en la cama y la meretriz le preguntó por qué se había asustado. Al observar el brillo de sus pupilas, lo agitado de su respiración y lo arrebolado de sus mejillas, comprendió que había estado entregándose al placer solitario, y le bastó ver la posición de sus piernas para saber cómo. Aunque en el fondo se sentía indulgente y hasta divertida, delante de la muchacha fingió un gran enfado. Si volvía a tocarse allí, la amenazó, ella misma la llevaría al puerto de Cencres y la entregaría por un óbolo al más piojoso y mugriento marinero ateniense que encontrara. Eso después de raparle el cabello al cero y despellejarle la espalda a verdascazos.
Durante unos días Nerea casi ni se atrevió a mirarse el choiríon. Para apagar el ardor que atormentaba su cuerpo, se dedicó a practicar con la lira durante horas y horas, hasta que se le acalambraban los antebrazos y se le pelaban las yemas de los dedos. Mírrina, muy ahorrativa, no había contratado a ningún maestro profesional, sino que encomendó a Sosibia, la joven que solía tocar y cantar durante sus cenas, que ejerciera de kitharistés para Nerea. Sosibia tenía una voz dulce, pero un temperamento agrio y unas manos duras, y la castigaba con palmetazos y pellizcos cada vez que daba una nota mal templada o fuera de ritmo.
Por lo general, Nerea no solía ver a las demás habitantes de aquella casa, y tan sólo podía saber de su existencia por los ruidos (risas, jadeos, gemidos, gritos prolongados que la hacían pensar en aquella pequeña muerte de la que hablaban los papiros) o por fugaces visiones que atravesaban los corredores, cuerpos semidesnudos o envueltos en gasas sutiles como rayos de luna. Pero una noche en que Mírrina había bebido más vino de la cuenta y se desplomó como un tronco sobre el triclinio, una de las pupilas más jóvenes, Fano, una morena vivaracha de nariz respingona y grandes ojos negros, aprovechó para colarse en la habitación de Nerea.
—Hola. Tú eres Nerea —afirmó—. Te vi el día en que llegaste.
Nerea se acordó de las tres chicas que se habían asomado al cuarto donde Mírrina la examinó. Fano era la que le había sacado la lengua.
—Yo también te vi —contestó Nerea, y le sacó la lengua a su vez.
Las dos se rieron, y pronto empezaron a parlotear sin respiro. Nerea estaba deseando hablar con alguien de su edad, y Fano, que sólo le sacaba dos años y medio, se mostró más que dispuesta a hablarle de cómo funcionaba aquella extraña casa y de todo lo que pasaba en ella.
Una noche, Fano la tomó de la mano y entre risitas la sacó al corredor. Iluminadas tan sólo por la luz de la luna que bañaba el patio, recorrieron la balaustrada de madera que lo rodeaba y llegaron hasta el ala norte. Caminaban de puntillas, para evitar que el suelo de madera del segundo piso crujiese bajo sus pasos furtivos. Pasaron junto a varias puertas cerradas, a través de las cuales se oía jolgorio y ruidos de canciones. Fano abrió una puertecilla más pequeña y, agachándose, se coló en una especie de despensa donde olía a cerrado. Nerea la siguió, y ambas se acurrucaron en la oscuridad. Nerea, que no llevaba más que el ligero quitón con el que se acostaba, se estremeció de frío, y Fano le frotó los brazos para que entrara en calor.
—¿Para qué me has traído aquí? —susurró Nerea.
—¡Chist!
Fano movió una tabla que bailaba sobre un clavo y se abrió una rendija por la que se coló un rayo de luz que le iluminó el ojo derecho. Miró y vio algo que la hizo sonreír; después le dijo a Nerea que se asomara por la abertura. La muchacha se retorció en la oscuridad de la pequeña despensa y acercó el ojo. Al otro lado del tabique se hallaba la sala de banquetes, en la que hasta entonces no había entrado. Había en él varios triclinios formando una especie de pi, grandes tapices con escenas eróticas en las paredes, y en el centro veladores de hierro forjado y mármol. La francachela debía de aproximarse a su apogeo, porque por las mesas había copas tiradas y en el suelo manchas de vino y raspas de pescado. Contó hasta cinco hombres, cuatro de ellos vestidos con túnicas y el quinto con un manto de lana parda. Tumbadas junto a ellos había unas cuantas chicas, con quitones de color azafrán que dejaban transparentar todo lo que había debajo. Otra, desnuda salvo por una cadena de oro en el tobillo, tocaba la flauta doble en cuclillas sobre uno de los triclinios, mientras el hombre del manto la acariciaba entre las piernas. Algo más apartada estaba Nesias, una hermosa cortesana que escuchaba con displicencia las bromas de dos de los invitados. Los hombres parecían muy borrachos, y las chicas fingían estarlo: Mírrina siempre insistía en que no debían abusar del vino, aunque no se aplicara a sí misma su consejo.
Aquella escena no le pareció demasiado divertida a Nerea, así que le preguntó a Fano por qué la había llevado allí. Por toda respuesta, la joven volvió a colocar la tabla en su sitio y luego apartó un trozo de fieltro que estaba clavado en el tabique opuesto. Allí no se abría un resquicio accidental, sino un agujero ovalado y con los bordes lijados; era evidente que la despensa servía de escondite para los mirones.
—Asómate. Esto te va a gustar más.
Nerea tuvo que acomodarse entre las piernas de su amiga. No le molestó, porque allí estaba más caliente y además Fano se dedicó a masajearle los hombros mientras miraba.
Aquel orificio se asomaba a una alcoba iluminada por dos candelabros de bronce. En el centro había un gran lecho lleno de cojines y mantas de color púrpura, todo ello revuelto y desordenado por la batalla que se estaba librando sobre el colchón. Había un hombre tumbado de espaldas, con el cuerpo robusto y muy velludo, y cabalgando sobre él una mujer cuyos abultados pechos se bamboleaban arriba y abajo al ritmo de sus movimientos. Los negros cabellos ocultaban su rostro. En un momento dado arqueó la espalda hacia atrás, apoyó las manos en las rodillas del hombre y apuntó con sus erguidos pezones hacia el techo. Su rostro quedó al descubierto y, con sorpresa, Nerea descubrió quién era.
—¡Mírrina! —cuchicheó.
—Ahí tienes a nuestra ama —susurró Fano acercándose tanto al oído de Nerea que su aliento le hacía cosquillas—. Aunque se quiera dar ínfulas de gran señora, sigue siendo tan puta como la que más.
—No hables así de ella…
Fano le dio un besito en la mejilla y luego deslizó su lengua traviesa por el lóbulo de su oreja. Nerea apartó un poco el rostro y se limpió la huella de saliva.
—¡No hagas eso!
—¡Ja, ja, ja! ¿No te guste lo que estás viendo?
Aunque su amiga lo creyera así, aquélla no era la primera cópula que presenciaba Nerea. Se le ocurrió hablarle a Fano del día en que sorprendió a Pan fornicando con una ninfa, pero pensó que tratándose de dioses era mejor guardar la eufemía, el silencio sagrado. También recordó cómo Sósipa y Lampra habían sido forzadas por la vagina y por la boca justo a su lado, pero aquella imagen le resultaba desagradable. En cambio, lo que estaba presenciando ahora era tan intenso que notó cómo algo se le agarraba entre sus piernas como un garfio y no la soltaba. No se trataba ya de un cosquilleo, sino de oleadas de placer difuso y cálido. Con cuidado de que Fano no lo notara, se metió la mano bajo el quitón y buscó su sexo. Los labios se separaron casi por sí solos al sentir sus dedos, y Nerea se dio cuenta de que tenía el choiríon empapado y el botoncito prohibido estaba tan hinchado y sensible que el contacto casi resultaba doloroso. Tuvo la tentación de seguir tocándose para ver qué sucedía, pero la cercanía de Fano y la amenaza de la propia Mírrina la disuadieron.
—Vámonos de aquí.
—No, espera.
—Si Mírrina se entera, nos despellejará.
—No digas tonterías. Este agujero lleva aquí toda la vida y Mírrina lo sabe perfectamente. Siempre lo hace en esta habitación porque le gusta que la vean follando.
Fano la sujetó entre sus piernas, pegó su mejilla a la de ella y la obligó a presenciarlo todo hasta el final. Mírrina fue acelerando sus movimientos hasta que llegó al paroxismo y profirió tales gritos que sin duda todos los habitantes de la casa pudieron oírla. El hombre se contagió de su placer y también llegó al orgasmo, pero mientras se descargaba agarró las piernas de la mujer y frenó sus movimientos.
—Mírale —susurró Fano—. Mírrina es una bestia corriéndose. Cuando lo hace, es capaz de partirle la polla a un hombre si no se anda con cuidado.
—¿Que es una bestia haciendo qué?
—Corriéndose, tonta. ¿No sabes lo que es correrse?
Nerea culebreó con el cuerpo para librarse del abrazo de Fano y alejarse de la abertura.
—No soy tan tonta. Me imagino que es lo que acaba de pasarles.
—¿Tú nunca te has corrido?
—¡Pues claro que sí!
—Ah, vaya. Pues cuéntame qué se siente.
Nerea intentó varias veces empezar a explicarse: «Es…, es…», pero al final, mientras se escurrían fuera de la despensa, confesó a Fano que Mírrina la había sorprendido acariciándose y se lo había prohibido. No podría tener un orgasmo hasta que llegara el momento de acostarse con su primer hombre.
—¡Pobrecita! —se compadeció Fano—. No sabes lo que te pierdes. Si quieres, yo misma puedo ayudarte. Si utilizo la lengua, puedo hacer que termines en menos que canta un gallo.
—¡Puaj, qué asco! ¿Cómo puedes decir eso?
Fano se rió y le dijo que se trataba tan sólo de una broma, pero Nerea sabía bien que las caricias de su amiga eran algo más que inocentes. De puntillas, llegaron a la puerta de la habitación de Nerea. Fano le preguntó si podía pasar y ella contestó que no, pues tenía mucho sueño. Lo cierto era que los ojos se le habían quedado tan abiertos como los de un búho y sabía que tardaría en dormirse, pero le daba miedo dejarse llevar por Fano. Sentía un deseo irresistible de dejarse acariciar entre las piernas, pero temía que aquello la acarreara un castigo de Mírrina o de los propios dioses. Fano la miró ofendida, se dio la vuelta y se alejó por el pasillo, difuminándose entre un aleteo de gasas. «Si me lo hubieras pedido una vez más…», se lamentó Nerea. ¿Cuándo llegaría el momento?
Al final, todo llega, se desee o no. Poco antes de cumplir los catorce años, Nerea empezó a sentirse extraña. Tenía un dolor sordo y continuo en el abdomen, por encima de las ingles, que se hacía más intenso cuando pensaba en algo excitante. También le dolían los pechos, sobre todo cuando saltaba o bajaba por las escaleras. Al tocárselos, descubrió que estaban plagados de una multitud de bultitos que se escurrían huidizos entre sus dedos. Se asustó y se lo contó a Crisis. Mientras la bañaba, la joven esclava le palpó los senos.
—¡Ay! ¡Cuidado, que me duele!
—No te pasa nada, Nerea. Es sólo que vas a tener la primera regla.
Y así fue. Unos días después, cuando se despertó, sintió que algo se desgarraba en su interior. De pronto, se encontró caliente y húmeda, con una sensación viscosa que le resultó extrañamente familiar, como si siempre hubiese estado preparada para eso. Se tocó entre las piernas y se miró. Un líquido oscuro manchaba sus dedos. Nerea llevaba unos días sintiéndose muy triste sin saber por qué, y ahora lloró. Las lágrimas parecieron disolver su pena. «Ahora sólo me falta una cosa para ser una mujer», se dijo.
Cuando Mírrina se enteró de que Nerea había tenido su primer émmenon, se frotó las manos. Unos días después le dijo que el comprador ya estaba listo. Agachando la mirada por no parecer insolente, Nerea le preguntó de quién se trataba. Un hombre muy rico, contestó Mírrina: ateniense, y uno de los más adinerados de su ciudad, que ya era mucho decir tratándose de la urbe que dominaba el comercio y los mares. A la muchacha eso le daba igual, pues sabía que no vería un mísero cobre de aquella primera transacción con su cuerpo, así que con rodeos trató de indagar si era un hombre guapo o por lo menos joven. De ninguna manera, contestó Mírrina. ¿Para qué quería que fuese guapo? Era un tipo bajito y rechoncho, de cuerpo peludo, panzón y medio calvo, pero tenía una buena posthe y no había nada mejor para inaugurar a una jovencita como ella.
Nerea se quedó mohína y alicaída, mientras Mírrina se iba muerta de risa. Al parecer, le hacía mucha gracia que su pupila fuera aplastada bajo la panza de un hombre velludo como un oso. Pero Nerea la odió por eso.
Una mañana, Nerea sospechó que había llegado el día, pues Mírrina ordenó que no se bañara. Era la primera vez, descontando los días impuros de su menstruación. Al principio pensó que el hombre panzudo querría estar con una muchacha que oliera como él: Nerea se lo imaginaba sucio y de sudor rancio, como su antiguo pretendiente, el cabrero Nicón. Las horas fueron cayendo como gotas de resina. Para almorzar le llevaron media langosta del Sigeo y dos huevos de codorniz. Aunque tenía un nudo en la garganta, procuró comérselo todo, pues la vieja Gorgo le advirtió que tal vez no cenaría. Después acudió a verla Mírrina, frotándose las manos como si ya sintiera en ellas el radiante contacto del oro.
—Hoy es tu día, Nerea. Descansa un rato y trata de dormir para estar más hermosa. Después Gorgo te bañará…
—¿No podría ser Crisis? —imploró Nerea, zalamera.
Mírrina accedió entre risas. Después dio algunos consejos a la muchacha.
—Sobre todo —insistió—, no hagas nada que no te pidan y no hables a no ser que te pregunten. Tienes que parecer una muchacha modosita. En realidad, eres una muchacha modosita, ¿verdad? Va a ser un día inolvidable para ti.
Después le dio un beso en la frente y se marchó sin esperar respuesta.
Nerea se tumbó y trató de dormir, pero le fue imposible. Se levantó y cerró los postigos para que no entrara la luz, aunque hacía calor y el aire era sofocante en el pequeño cubículo. Volvió a acostarse boca arriba y extendió manos y piernas para no agobiarse con el contacto de su propia piel. Intentó cerrar los párpados varias veces, pero los ojos se le abrían solos y se quedaban mirando el artesonado del techo, aunque ni a oscuras ni con luz había nada que ver en él. El corazón le palpitaba tan fuerte que le parecía oír el torrente de sangre en sus oídos, y donde corría con más fuerza era entre sus piernas. Pero tenía el vientre encogido de miedo.
Por fin llamaron a la puerta. Era Crisis, que la avisaba para el baño. Bajó con ella. Por el camino se abrieron puertas y se descorrieron cortinas, y los rostros curiosos de las demás chicas se asomaron para verla. Antes de llegar a los baños se cruzó con Fano, que se había hecho la encontradiza y le dio un pellizco en la cintura.
—¡Suerte! —le deseó.
La sonrisa de su amiga desató un poco el frío nudo de su vientre. Entraron en la sala de baños, donde la esperaba el agua humeante. Crisis la frotó a conciencia, le limpió las orejas con bastoncillos y también le escarbó entre los dientes buscando restos de comida. Después le limó las uñas de manos y pies y le lavó el pelo. Cuando terminó el baño, la secó con suavidad y la ungió con aceites aromáticos, sin descuidar ningún rincón. Nerea se dio cuenta de que, pese a los nervios, su cuerpo estaba aún más sensible de lo normal. Se le había puesto la carne de gallina y los pezones de punta. Crisis la observaba con admiración.
—Tienes un cuerpo precioso, Nerea. Me gustaría ser como tú.
Nerea no supo qué contestar. En verdad, gracias al espejo conocía bien su propio cuerpo, aunque fuera por partes. En los últimos meses había crecido mucho, de modo que ya le sacaba la cabeza a Mírrina y dos o tres dedos a la propia Crisis, que no era baja. Sus piernas eran largas, bien torneadas en tobillos y rodillas. En su encierro, ella misma se había dedicado a levantarlas rectas hacia atrás mientras se apoyaba en la pared y, como resultado de sus ejercicios y de la propia naturaleza, tenía las nalgas tan prietas y respingonas que ni pellizcándolas se veía un hoyuelo en ellas. Los pechos, que no habían dejado de crecerle, como si alguien tirara de ellos, habían alcanzado casi el tamaño que finalmente tendrían. No eran pesados ni grandes, sino más bien extensos, un tanto aplanados y separados, como si alguien hubiera rellenado de suave carne los pectorales de un efebo. Cabían justo en la copa de una mano y se percibían tiernos si se rozaban, pero firmes en cuanto el dedo apretaba. Lo más llamativo en ellos eran los pezones. Aunque se veían sonrosados, tenían ya una forma de guinda que pedía a los labios rodearlos en un suave pellizco. Las areolas eran planas y sensibles, y desde ellas se proyectaba la punta, gruesa y redonda como un botón. En cuanto tenía frío o se excitaba, se hinchaban, y no habría hombre que los viera que no sintiera la sangre afluir a sus ijares.
Aún no habían terminado. Tras ungirla con aceites, Crisis hizo que se sentara y separara los muslos. Después se arrodilló entre ellos, con la cabeza tan cerca de su sexo que Nerea podía sentir su aliento, y le puso los dedos en los labios para separarlos. Nerea sintió vergüenza y a la vez el deseo de juntar las piernas y frotárselas. Pero Crisis se lo impidió con sus rodillas. Después recorrió su vientre con una cuchilla afilada y fría, y Nerea contuvo el aliento. La piel se le erizó y el escalofrío le llegó hasta los pezones, que ya le dolían de rigidez. Crisis la miró de reojo con una sonrisa fugaz y siguió depilándola. Nerea tenía miedo de que la cortara en una zona tan delicada, pero Crisis tenía el pulso firme. Primero tiró de un labio, luego del otro, y fue rasurándolo todo. No era difícil, pues el vello de Nerea era ralo y suave. La cuchilla acabó convirtiéndose en una caricia. Por accidente o no, Crisis rozó con su mano el botón carnoso que crecía en medio de sus labios, donde Nerea sabía ya que se hallaba el corazón secreto de toda aquella zona, y un latigazo le recorrió la columna y le puso de punta el vello de la nuca. Después, la esclava la untó con una pasta blanquecina y la secó con un paño suave. Nerea se mordió los labios. Qué desgracia que tras aquellos deliciosos preparativos tuviera que entregarse a un comerciante tripudo y sudoroso.
—Ya estás lista, Nerea —dijo Crisis. Y bajando la vista añadió entre susurros y ruborizada—: Ojalá yo fuera hombre por un día.
Nerea subió a su habitación en una nube, sin duda como le pasó a París cuando su protectora Afrodita lo sacó del campo en plena batalla y lo llevó a la alcoba de la hermosa Helena. Cuando se quiso dar cuenta, estaba desnuda en la cama, tapada tan sólo con un leve cobertor. A cada lado ardía una lamparilla de aceite. Al cabo de un rato, se oyeron cuchicheos en el corredor. Eran dos voces, la de Mírrina y otra más grave, de hombre. Cerró los párpados con fuerza y esperó. La excitación había desaparecido; sólo quedaba la sensación de que una mano helada le oprimía el vientre.
La puerta rechinó sobre sus goznes. Unos pasos hicieron crujir la tarima. Por instinto, Nerea supo que aquellos pies cargaban más peso que los de Crisis, Fano o la propia Mírrina, que eran quienes solían entrar en la alcoba, y al imaginarse al hombre barrigón que habría de poseerla decidió que no abriría los ojos. Pero un segundo después la curiosidad la venció.
En la entrada se recortaba una silueta alta, de cintura escurrida y hombros anchos, vestida tan sólo con una túnica. El hombre dio un paso más y cerró la puerta. A la tenue luz de las lamparillas, Nerea vio que tenía el cabello crecido casi hasta los hombros y la barba recortada. Es el sirviente del hombre panzudo, se dijo, aunque el corazón le latía como un tambor rogando para que no fuera así, para que aquél fuese su comprador en persona. El hombre se acercó un par de pasos más. Nerea trató de incorporarse. Con un gesto, él le indicó que se quedara donde estaba, y después se sentó al borde de la cama.
Su visitante estaba tan cerca que Nerea ya podía percibir su olor. No apestaba a sudor revenido ni a lana sucia, como otros hombres. Olía a aceite perfumado con mirto, y, por debajo de la cintura, desprendía un aroma cálido y muy particular, como pan tostado y arena después de la tormenta, un olor que se quedaría grabado para siempre en el recuerdo de Nerea.
Pero, sobre todo, era el hombre más guapo que había visto en su vida. A la luz ambarina de las lamparillas, sus rasgos eran delicados, pero la boca revelaba la firmeza de un hombre decidido. Tenía los ojos azules, casi como la propia Nerea, y cuando los clavó en ella, la joven sintió que una fuerza casi animal la taladraba y que el aliento se le quedaba congelado en un punto diminuto por debajo de los pechos.
El hombre tomó la mano de Nerea, la volvió, la examinó como si fuera un orfebre revisando una joya. Los dedos de él eran largos y espatulados, y llevaba las uñas recortadas en una curva perfecta. Sin duda percibió el temblor de la muchacha, pues la tranquilizó.
—No tienes por qué ponerte nerviosa. Respira hondo.
Su voz era suave y de tono medio, pero había en sus rhos y en sus lambdas un curioso defecto que le añadía gracia. El hombre soltó la mano de Nerea sobre la cama y le apoyó la suya en el pecho, bajo las clavículas. De esta manera sosegó el ritmo de su aliento, acompañando sus subidas y bajadas con pequeñas presiones de la palma hasta que la respiración de la muchacha se calmó.
—Eso está mejor. ¿Cuántos años tienes?
—Trece, noble señor —contestó Nerea con una voz que a ella misma le sonó aflautada.
Él soltó una carcajada. Al reírse mostró unos dientes que en la penumbra relucían como el marfil. Nerea volvió a pensar que nunca había visto a un hombre tan guapo; pero no era la belleza de un efebo, sino la de un hombre adulto, lo más opuesto que podía existir a una mujer. Y lo que más deseaba ella en aquel momento.
—He pagado mucho dinero para tenerte aquí, pero creo que habría entregado gustoso mil dracmas más. Esperaba que fueras bella, pero no tanto.
—Gracias, señor. —Nerea enrojeció, pero añadió lo que creía que era oportuno decir—: Espero no defraudarte.
—No lo harás.
—¿Puedo preguntarte tu nombre, señor?
Él volvió a reírse antes de contestar.
—Hoy puedes llamarme Amor, mi dulce niña. Es el más poderoso de todos los dioses, y el que aparece en el centro de mi escudo de guerra.
El hombre deslizó la mano hasta el cuello de Nerea y se lo masajeó despacio. La muchacha suspiró y cerró los ojos. La sensación era tan placentera que el nudo que atenazaba su vientre se deshizo como sal en el agua. Él le acercó el rostro; aunque tenía los ojos cerrados, Nerea lo adivinó por el suave soplido de su respiración y por su aliento, en el que un suave aroma a vino se mezclaba con el olor a menta. Después vino el beso. Los labios de él abarcaron totalmente los suyos. Al principio fue una sensación cálida y tierna, y luego húmeda, porque su lengua pedía que Nerea le abriera el reducto de su boca. Besaba mucho mejor que Zósimo, o así le pareció a ella, pues su corazón se había desbocado tanto que no era capaz de escuchar ni pensar otra cosa. Él también empezó a jadear, y cuanto más rápido respiraba más le hundía la lengua en la boca.
Dejó de besarla y se apartó. Nerea abrió los ojos y estuvo a punto de pedirle que siguiera, pero recordó que tan sólo era una esclava y que lo más prudente sería seguir callada. El hombre se levantó, fue a los pies de la cama y tiró del cobertor. Éste se deslizó sobre la piel de Nerea, se enganchó un instante en sus pezones y terminó de bajar hasta sus pies. Nerea, pese a haber sido exhibida tantas veces en aquella casa, se sintió desnuda por primera vez en su vida. Era como si su piel hubiese crecido hasta abarcar el doble de superficie, o como si, a semejanza de una crisálida, hubiera perdido una capa externa y sólo entonces mostrase a la vista su verdadero ser. El hombre la observó durante un rato, y luego volvió a sentarse en la cama y recorrió su cuerpo acariciándolo con la punta de las uñas. Nerea ronroneó y se retorció. El cosquilleo le llegaba desde los talones hasta la nuca, una sensación deliciosa pero insoportable que debía cesar o crecer. Deseó un contacto más intenso, un pellizco, un mordisco, incluso un golpe. Sus muslos empezaron a frotarse por propia voluntad, pero él los separó.
—En mi ciudad hay muchos hombres que consideran esto que voy a hacer una infamia, la mayor de las porquerías. ¡Estúpidos!
Con una sonrisa de picardía, el hombre hundió el rostro entre los muslos de Nerea. Ella gritó. Por fin alguien se decidía a tocar ese botón hinchado de sangre. El placer era mucho mayor de lo que había sospechado, tanto que se encontró gimiendo enardecida, y aunque sospechaba que había más de una oreja pegada a la puerta de la alcoba, no le importó lo más mínimo. Sintió vértigo, como si el águila de Zeus la arrebatara a los cielos, y se encontró al borde de un precipicio y supo que aquello era correrse, el clímax del que había hablado con Fano. Pero su comprador no tenía la intención de llevarla tan pronto a aquel lugar desconocido. Se puso en pie y por fin se quitó la túnica. Tenía el cuerpo de una estatua, afeitado y con las líneas marcadas como una figura de bronce. Incluso llevaba recortado el vello del pubis, bajo el cual asomaba un pene largo y más bien fino. Nerea recordó la porra nervuda del dios-cabra y agradeció que el miembro de su amante no fuera tan grueso. El hombre la cubrió con su cuerpo, se sujetó la posthe con la mano izquierda y por fin la penetró.
Fue una sensación tan repentina que Nerea no se la esperaba. Hubo un instante de resistencia, y luego aquella cosa caliente se hundió en ella. Le dolía, como si algo estuviera intentando hacerse sitio en una cavidad estrecha (justo lo que estaba sucediendo), pero el placer ahogaba el dolor.
—Ha entrado muy bien. Se nota que tenías ganas de hacerlo —dijo él.
Ella no dijo nada, tan sólo abrió los brazos y las piernas y se dejó hacer.
—Contesta: tenías ganas de hacerlo…
—Sí, sí —jadeó Nerea.
—Tócame —ordenó él.
Ella le abrazó, le arañó los hombros, le apretó el pecho musculoso. Deseaba ser aplastada, poseída, absorbida, cubierta, disuelta en aquella calidez. Era mucho mejor de lo que había imaginado, y le dio gracias a Afrodita de que fuera aquel hombre tan hermoso quien gozara de su doncellez, y no el malvado Eudectes, ni el velludo Pasión, ni el comerciante tripudo que le había prometido Mírrina.
De pronto él sacó el miembro. Nerea se le agarró a los riñones para tratar de evitar que se alejara de ella, pero él, que era más fuerte, se rió y se apartó. «Ya veo que te ha gustado», le dijo, y la obligó a darse la vuelta para ponerse de medio lado. Nerea se acurrucó y sintió que él se pegaba a su espalda, a sus nalgas y a sus piernas. Cuando se quiso dar cuenta, el cálido miembro de su comprador ya estaba otra vez alojado en su húmedo choiríon.
—¿Te has tocado alguna vez?
Ella se resistió, pero ante la insistencia de él, confesó al fin que no se lo habían permitido, pues tenía prohibido llegar al orgasmós. El hombre le acercó la boca al oído y susurró con aliento cálido:
—Pues hoy te vas a correr.
Sin dejar de follarla por detrás, le deslizó una mano por el vientre, la retorció para hundírsela entre las piernas y empezó a acariciarle el clítoris, mientras con la otra le amasaba los pechos. Nerea cerró los ojos y se sintió rodeada de carne, de manos, de jadeos. El placer crecía y crecía. El águila volvió a atraparla con sus garras y la subió hacia el monte Olimpo.
Nerea chilló y después se clavó los dientes en el brazo. Creía que iba a morir de placer, y cuando, para su alivio, la sensación empezó a remitir, su amante le oprimió aún más el clítoris, que, dolorido, volvió a responder, y una segunda y una tercera oleadas sucedieron a la primera mientras algo muy cálido, que no era suyo, se expandía dentro de su cuerpo. Por fin, las fuerzas la abandonaron, se sintió morir y su cabeza se derrumbó sobre el cojín, como si los huesos de su cuello se hubieran vuelto líquidos.
El hombre le dio la vuelta, como si fuera un guiñapo. Nerea lo miró y le sonrió por primera vez. No había esperado que fuera algo tan dulce y a la vez tan intenso. Él la acarició entre las piernas. Nerea incorporó a duras penas el cuello y se vio una mancha pardusca sobre el muslo. Al mismo tiempo, algo viscoso empezaba a deslizarse entre sus piernas. Estaba demasiado cansada para avergonzarse. Pensó que, en cuanto recobrara las fuerzas, querría volver a experimentar aquella sensación embriagadora. Sin embargo, el hombre se levantó de la cama, se puso la túnica y, después de besarla casi con tristeza, se fue sin decir nada. Nerea quiso llamarlo para que no se fuera, para que volviera a la cama y la hiciera suya de nuevo, hasta que se hiciera de día o hasta que el dios Apolo se decidiera a arrebatarle el poder a su padre Zeus. Pero la voz no le salió y la puerta se cerró. Hasta muchos años después.