27
Desde que se llevó a cabo por primera vez, diez años atrás, el baile de beneficencia del padre Izaza era uno de los acontecimientos sociales más importantes de Lárida. Todos los años se reunían en el Club Bolívar cerca de quinientas personas, las más distinguidas de la ciudad, para comer, beber y bailar hasta el amanecer, en lo que podría definirse como la forma más divertida de hacer la caridad. Cada pareja pagaba la suma de mil quinientos pesos por el honor de asistir. Para la gran mayoría, dicha suma no representaba el más mínimo esfuerzo; para algunos, no obstante, era dinero sacado de un presupuesto familiar que difícilmente alcanzaba a cubrir los gastos del mes.
La orquesta de Pepe Chamaco llenaba el ambiente de música y alegría. Siete negros, cinco blancos y una cantante café con leche, componían el conjunto que se había hecho famoso en la región. No sólo tocaban y cantaban, sino presentaban todo un espectáculo caminando con gracia y en perfecta formación de un lado al otro, a veces juntos y a veces en grupos de tres o cuatro, o meciéndose al son de su propia música. Destilaban toneladas de sudor, pero no dejaban de moverse ni de sonreír. El esfuerzo no era en vano, pues transmitían su energía a la pista de baile, donde las parejas se meneaban con frenesí al compás del bongó y las maracas. Los altoparlantes reproducían a niveles estridentes los alegres sonidos de la música de la costa, con su ritmo marcado y pegajoso, capaz de hacer bailar al más inanimado de los mortales. Tan fuerte era el volumen de la música que ahogaba las voces de la gente, haciendo la conversación prácticamente imposible. Los que no bailaban y no querían hablar a gritos, tenían que conformarse con mirar a los que bailaban, lo cual no era del todo una mala distracción, pues numerosas parejas lo hacían con gracia digna de admiración. Sin embargo, muchos hombres preferían mirar a la morena que cantaba, quizá la única mujer vulgar en el recinto pero ciertamente una de las más bonitas. Era una hembra de un cuerpo extraordinariamente bien dotado, forrada en un vestido dorado que empezaba un centímetro más arriba de los pezones y terminaba en los tobillos, ceñido al cuerpo, claro está, y abierto por el lado izquierdo desde la cadera hasta abajo. La morena se movía con maestría, haciendo resaltar los encantos de su cuerpo. Por ratos se mecía sensualmente, por ratos bailaba en su puesto, mostrando la pierna bien moldeada que se asomaba por la ranura de la falda y haciendo relucir la redondez de su trasero empinado que causaba una protuberancia brillante en el vestido dorado. Juanita Lozano se llamaba la mulata, y había quienes opinaban que sin ella la orquesta de Pepe Chamaco no valía nada.
La orquesta no tocaba de balde, por supuesto. Cobraba el doble de lo que acostumbraba a pedir para fiestas particulares. Igualmente cobraban con recargo exagerado los responsables de la decoración, el importador de licores, la encargada de los arreglos florales y hasta el impresor de las tarjetas de invitación; pero nadie sabía eso, ni siquiera el padre Izaza, quien era el que pagaba las cuentas. Todos estaban contentos: Los que ganaban bien con el evento; los que gozaban de la fiesta, que dicho sea de paso gozaban doblemente porque, además de divertirse, estaban convencidos de que hacían una gran obra de caridad; los organizadores del baile que recibían los elogios; y el padre Izaza con el resto del "Comité de Ayuda para los Niños Desamparados de Santa Clara de Obondó", el cual, a pesar de las cuentas abusivas, lograba reunir una buena suma de dinero para su noble causa.
Había comida en abundancia, pero el consumo de bebidas alcohólicas superaba en mucho el de los manjares. Los meseros desfilaban con botellas de whisky, ron y aguardiente, trayendo los envases llenos y llevándose los vacíos. De vez en cuando "se iba" entre las botellas vacías alguna de las llenas que ulteriormente encontraría su destino en una juerga de pobres o─¿por qué no?─ de nuevo en compañía de ricos, reforzando de paso los magros ingresos de uno que otro mesero.
Entre tanda y tanda de piezas musicales, Pepe Chamaco se ocupaba de brindarles a los integrantes de su orquesta un buen par de copas de aguardiente. Los músicos lo tomaban como una atención de su parte, mas él lo hacía para mantenerlos "en buen estado de funcionamiento", como el motorista que vela para que no baje el nivel de aceite de su máquina.
─¿Otro traguito, Ulpiano?
─No más por ahora─se apresuró a contestar el doctor Méndez, colocando la mano sobre su copa que aún contenía algo de licor.
─¿Y vos, Joaco?─preguntó Gonzalo Villalobos al otro contertulio.
─Yo también paso─respondió el doctor Joaquín Pabón.
─Pablito, vos sí no me vas a dejar solo, ¿verdad?
Pablo Pinto sonrió y extendió su copa. Gonzalo Villalobos la llenó e hizo otro tanto con la suya.
─Bueno, salud─dijo, y se la zampó de un trago.
─Salud─secundó Pablo y tomó un sorbo─. Ya se me está subiendo a la cabeza.
─No se nos vaya a emborrachar, Pablito─le dijo Ulpiano Méndez─, porque ya estamos muy viejos para cargarte.
El latifundista más grande del país esbozó una sonrisa.
─Verdad que nos estamos volviendo viejos, Ulpiano. Tú ya empezaste a oler a suegro.
─Todavía no, Pablito, pero con una hija tan grande nada tiene de raro que un día de estos, cuando menos lo espere...
─Pues mejor es que lo vayas esperando─interrumpió el doctor Pinto a la vez que señalaba discretamente con el índice.
Los tres se volvieron a mirar hacia donde su compañero de mesa había señalado. María Cristina Méndez resaltaba entre todos los que bailaban, tal vez por su belleza, pero quizá también porque no se agitaba como los demás, sino se movía más despacio, como bailando al son de otra música, en brazos de su compañero. Ulpiano Méndez tosió.
─¿Qué es lo que estás mostrando, ah? María Cristina... está bailando.
─Sí... con el mismo, toda la noche.
─Bueno, ¿y qué? Le dio por ese muchacho esta noche. Las jóvenes tienen sus caprichos. O será que él se le pegó. ¡Vaya a saber!
─¡Vamos, Ulpiano! No me digas que no estás enterado.
Pablo Pinto era como una vieja chismosa y estaba encantado de haber encontrado un tema con el cual podía chuzar a su compadre.
─Que no estoy enterado de qué.
─Del romance de tu hija con el joven Edri. Se los ve juntos por todas partes.
Ulpiano Méndez se quedó pasmado. De veras no sabía nada.
─¿Con el joven qué?─indagó el doctor Pabón, no seguro de haber oído bien.
─David Edri─precisó Pinto─. El hijo de León Edri, el de Sileja.
─Ah...
Todos los cuatro volvieron a mirar a la pareja que bailaba como si estuviera aislada del tumulto, en medio de una isla donde la música llegaba desde lejos y sólo para su deleite, el deleite de tenerse en los brazos y mirarse con ojos de enamorado.
El primero en hablar fue el doctor Méndez; lo hizo sin decir nada.
─Pues, sí.
Quiso con eso dar por concluido el tema. Volvió la cabeza hacia el frente y se enderezó en su silla, como tratando de inducir a sus compañeros a seguir su ejemplo. Pero éstos, inmutables, seguían mirando a la pareja bailar.
─Pues, sí─repitió Ulpiano Méndez dándose por vencido, y se volvió de nuevo a mirar a su hija.
¡Qué hermosa se veía! Con frecuencia le ocurría, al mirarla de lejos, que en vez de verla a ella veía a Lucila, tal como era veinte años atrás. No es que se fijara en el parecido entre madre e hija, lo cual seguramente hacían todos los que conocieron a Lucila en sus años mozos, sino que él sufría una verdadera alucinación: Veía a su esposa en la flor de la belleza, cuando eran novios y se amaban con ardor. Tenía que contenerse para no salir corriendo hacia ella porque sabía que la realidad era otra, que lo que sus ojos veían era una ilusión.
─Hacen una linda pareja─dijo Joaquín.
─Parece que tuvieran descargadas las pilas─opinó Gonzalo Villalobos─. ¡Qué estilito de bailar!
─Lo que pasa es que el muchacho baila mal─observó el doctor Pabón─. No lleva el ritmo en la sangre.
─Hm hm─asintió Gonzalo.
─¿Desde cuándo dejan entrar judíos al club?
La pregunta de Pablo Pinto fue como una puñalada para el doctor Méndez.
─Cualquier persona tiene entrada, siempre y cuando sea invitada por un socio─puntualizó el doctor Pabón, y agregó con ese tono que asumía cada vez que se le presentaba la oportunidad de demostrar su memoria de jurista─. Artículo séptimo del capítulo tercero de los Estatutos del Club.
─Seguramente tu hija lo invitó─dijo Pablo dirigiéndose al doctor Méndez.
Ulpiano se encogió de hombros y sintió que la sangre se le subía a la cabeza.
─Carajo, Joaco, vos con esa memoria tenías que haberte dedicado a otra cosa y no a los negocios─apuntó Gonzalo Villalobos.
El presidente de la Unión Nacional de Industriales soltó una carcajada.
─Ya ves que no me fue tan mal que digamos, ¿no?
─Por lo menos mejor que a mí, que me puse a manejar la plata de los otros en lugar de la mía─repuso Gonzalo con cierta ironía, pues como presidente del Banco de la Bolsa había contribuido al progreso económico de sus amigos, por no decir nada del suyo propio.
La conversación había tomado otro rumbo, pero Ulpiano ya no escuchaba. Estaba rojo de la furia.
─Permiso─dijo poniéndose de pie, y se retiró de la mesa.
Se dirigió hacia su esposa que departía con varias señoras en una de las mesas laterales.
─Lucila...
─¿Te sientes mal?─preguntó Lucila, notando de inmediato el rubor de su marido.
─No, no...
─Ulpiano, ¿qué me dices de los centros de mesa?
Méndez se volvió para mirar a Doña Carmenza de Ávila sin entender de qué le hablaba.
─Los claveles son todos de los que cultiva Carmenza en su finca─cortó Doña Lucila para orientar a su marido.
─¿Ah, sí?─dijo Ulpiano sin saber todavía de qué estaban hablando.
Maldita vieja con sus pendejadas, pensó.
─Carmenza nos regala las flores para los centros de mesa todos los años. La idea de ponerlos este año en barquitos de papel aluminio fue de ella─precisó Doña Edelmira de Peralta, la presidenta del Comité de Ayuda para los Niños Desamparados de Santa Clara de Obondó─. Carmenza siempre sale con unas ideas tan buenas que le digo, doctor Méndez, que yo no sé qué haríamos sin ella.
─Fíjate Ulpiano qué flores tan lindas─dijo Lucila, señalándole a su marido el centro de mesa.
Él había estado sentado frente a uno igual durante casi dos horas sin haberlo notado; mucho menos había reparado que cada mesa estaba adornada de la misma manera.
─Precioso, verdaderamente precioso. Tan pronto entré en la sala me llamó la atención el gusto exquisito de los centros de mesa.
Las damas sonrieron complacidas y Ulpiano agregó antes de que tuvieran tiempo de decir algo.
─Lucila, ¿me permites unas palabras?
─Por supuesto, querido.
Méndez les hizo una reverencia a las señoras, tomó a su mujer del brazo y se retiró con ella a un lado del salón.
─¿Qué pasa, Ulpiano?
─María Cristina está con ese tipo Edri. Míralos allá. ¿Los ves? Lo invitó a la fiesta y ha estado toda la noche bailando con él.
─Sí, yo sé.
─¿Qué vamos a hacer?
─¿Cómo así, "qué vamos a hacer"?
─La gente está principiando a hablar.
─Nada malo pueden decir.
─¡Por Dios, Lucila!
─Bueno, pues, ¿qué quieres que hagamos?
─Acabar con esta estupidez ya mismo. Creo que Cristina debe irse a casa cuanto antes. No estoy dispuesto a estar en boca de todo el mundo.
─¡Cómo eres de exagerado! No estás en boca de nadie. Al fin y al cabo no ha pasado nada. Le estás dando al asunto más importancia de la que tiene.
─Ojalá sea así. De todas maneras, si no ha pasado nada, mejor cortar antes de que pase.
─Está bien. Mañana le hablaré a Cristina.
─No. Ahora mismo. Quiero que se vaya a la casa. Cuanto más la vean con ese judío más dará de qué hablar.
─Pero ¿qué le digo?
─Tú verás... ¿O prefieres que le hable yo?
─¡No!
La respuesta brotó como un reflejo. Tenía miedo de que su marido fuera a hacer un escándalo. Respiró hondo y añadió:
─Le hablaré yo... ¿Puedo decirle que te sientes mal y que quieres que te acompañemos a casa?
─Dile lo que te parezca. Yo voy saliendo. Las espero afuera.
Lucila se encaminó hacia la pista de baile. Al llegar al borde se detuvo.
─¿Vas a bailar sola, Lucila?
Era Irma Giraldo, la que le daba por cantar al final de todas las fiestas. Bailaba con su marido. Lucila respondió a la broma con una de sus mejores sonrisas.
─Sí, querida─y se adentró en la pista como quien se lanza a una alberca de agua fría.
─Cristina.
La muchacha se volvió de inmediato.
─¡Hola, mamá!
─Buenas noches, señora Méndez─saludó David.
─Eh... Buenas noches─contestó turbada, y dirigiéndose a su hija agregó─: Cristina, Ulpiano se siente mal y quiere que lo acompañemos a casa.
─¿Qué pasa? ¿Qué tiene?
─Nada grave─se apresuró a calmarla─. Nada que no se le pase con una buena dormida.
─Seguramente se le fue la mano en tragos─dijo Cristina riéndose.
─Si me permite, con mucho gusto puedo llevarlos a la casa ─aventuró David.
─Oh, no es necesario, gracias. Tenemos al chofer afuera.
─Mami, lo que pasa─explicó María Cristina─ es que ésta es una oportunidad excelente para que estemos juntos. David y yo queríamos hablarles de algo importante.
Doña Lucila sintió caérsele el alma al piso. Tuvo que haberse puesto pálida, puesto que David preguntó:
─¿Se siente mal, señora?
─No─fue todo lo que logró contestar.
Le temblaba el cuerpo.
─¿Mamá?
─No, no es nada.
Lucila se soltó de la mano de David que la había asido para darle apoyo. Trató de controlar la voz que le fallaba.
─Se me bajó la presión por un instante, pero ya estoy bien... ¿Nos vamos, Cristina?
─David, creo que debemos dejar la charla con mis padres para otra ocasión.
─Por supuesto─contestó el joven, captando el motivo de la perturbación.
─¿Me llamas mañana?
David asintió con la cabeza.
─Buenas noches, señora Méndez.
Esta vez Lucila no respondió. Se dio media vuelta y salió cogida del brazo por su hija. Su cuerpo aún temblaba.
28
La ira se había apoderado de Ulpiano Méndez. Ya no era él el amo de sí mismo, sino la cólera que dominaba su cuerpo robusto y le hacía subir la presión arterial, dándole un tinte rojizo a la cara. El potentado respiraba con ímpetu y apretaba los dientes con fuerza. Los latidos del corazón le repercutían en las mandíbulas que no dejaban de palpitar. Sus ojos lanzaban destellos de furia y las manos le temblaban a pesar de tener los puños cerrados. Nunca durante los veinte años que lo conocía había visto doña Lucila a su marido en tal grado de furor. Lo tomó por el brazo, no tanto para calmarlo sino para estar pronta a sujetarlo con todas sus fuerzas, pues temió que en un arrebato incontrolable se pusiera a golpear a su hija. Colérico como estaba, difícilmente podía dominarse.
─¿Te das cuenta de lo que dices?─bramó casi sin separar los dientes.
─Lo amo, papá.
─¡Qué cuentos de amor ni qué estupideces! Tú eres muy niña para saber lo que estás diciendo. No entiendes la vida. ¿Casarte con un judío? ¿Sabes lo que eso significa? ¿Se te olvida quién eres?
Ulpiano hizo una pausa para tratar de serenarse.
─Eres una Méndez Campo─continuó con un poco más decompostura─, el fruto de la unión entre dos de las más prestigiosas familias del país. Tu abuelo, cuyo apellido llevamos, fue el gobernador de la provincia. Tu bisabuelo, Absalón Campo Valencilla, fue presidente de la república... Presidente de la República ─repitió para que sus palabras calaran bien─. ¿Y tú, de quien se espera el sentido del honor y de la dignidad propios de tu linaje, resuelves que te vas a casar con un judío de mierda?
─¡Ulpiano, por favor!
─Mamá...
─Estás tan consternado que no sabes lo que dices, Ulpiano.
─Déjalo hablar, mamá.
─Sí, un judío de mierda, como todos los judíos. Vas a manchar el nombre de la familia; vas a deshonrarnos; vas a causarnos una gran vergüenza. ¿Eso es lo que quieres?
─Vergüenza es la que debiera darte de hablar así.
─Respeta, Cristina. Tu papá se expresa con crudeza porque está dolido, pero en el fondo tiene razón. Tú no conoces a los judíos. Es gente tan burda, tan ordinaria. No están a tu altura. Puede que David sea buen muchacho (y eso que lo dudo; creo que tú misma no lo conoces bien), pero no es ése el problema. El problema es que a través del matrimonio se unen dos familias: toda tu familia y toda la de él. ¿Sabes acaso con qué clase de gente nos estarías ligando?
María Cristina no contestó. Con sus grandes ojos negros anegados en llanto miraba a su madre retorcer nerviosamente un pañuelo; el mismo que ella le había regalado, el que tantos días le tomó engalanar con florecitas bordadas.
─Gente que no tiene el más mínimo roce social─prosiguió Doña Lucila─, que carece de modales, de delicadeza; gente baja, despreciable. Lo que más les interesa es el dinero.
─¡Y cómo!─cortó el doctor Méndez─ ¡Es lo único que les interesa! Lo puedo afirmar yo que los conozco. Ladrones, estafadores. Por plata son capaces de cualquier cosa. ¡Malditos chupa-sangre!
Cristina no sabía cómo reaccionar ante semejante diatriba.
─David no es así─se limitó a contestar entre sollozos.
─¡Todos son así!─rugió su padre.
─Pobre hijita─dijo Lucila suavemente, tratando a la vez de influir en Cristina y de indicarle a Ulpiano que cambiara de tono─. Estás enamorada, y cuando una está enamorada no puede ver la realidad. El amor es muy lindo, pero para ser feliz se requiere más que amor. Se necesita compartir ideales, principios... ¿Qué puedes tener tú en común con un judío?
─Pero tenemos mucho en común. Nos gusta la misma música, la literatura, disfrutamos de todas las...
─¡Tonterías!─interrumpió Lucila─ Puras tonterías de niña enamorada. Una mujer de sociedad no puede sentirse a gusto con un pobre diablo.
─¿Pobre? Mamá, tú no tienes ni idea de lo pudientes que son los Edri. El papá de David es un hombre sumamente rico.
─Dirás: nuevo rico. Los judíos nunca son ricos en el verdadero sentido de la palabra; no saben serlo. Son arribistas, en el mejor de los casos.
─Son avaros, miserables, por más dinero que tengan─rugió Ulpiano Méndez.
─Cristina, mi amor, estás ofuscada y no captas la gravedad de lo que dices. Estoy segura de que dentro de un par de días, si meditas con serenidad, te darás cuenta de tu error.
María Cristina se dejó caer sobre el sofá y se echó a llorar. Sus padres la observaron en silencio, luego se miraron uno al otro. Lucila dio un paso hacia su hija, pero se detuvo ante el brazo levantado de su marido.
─Hijita...─murmuró a punto de llorar también.
─Déjela─ordenó Ulpiano─. Ya se le pasará.
─¡No! ¡No se me pasará!
Cristina se había puesto de pie en forma brusca y encaraba airada a su padre. Ya no lloraba. Caminó lenta pero resueltamente hacia él. Ulpiano la observó aproximarse, gallarda, con los ojos centellantes, el mentón en alto. Los padres guardaron silencio en esos momentos dramáticos en que sólo ella hablaría. Con voz serena, sacando de lo más profundo de su ser un coraje que ni ella misma sabía que tenía, dijo:
─Amo a David y me voy a casar con él. Quisiera casarme con vuestra bendición, pero si no la tengo, igual me casaré.
Ulpiano Méndez se quedó petrificado durante unos instantes, unos instantes no más, el tiempo que le tomó volver en sí del choque. Su reacción fue retardada pero violenta. Propinó a Cristina una cachetada tan fuerte que la joven rodó por el suelo. Doña Lucila pegó un grito de horror que cortó en seco llevándose las manos a la boca. Le tenía pavor a su marido cuando se ponía violento. Su instinto de madre le hizo sentir el impulso de arrojarse sobre Ulpiano para proteger a su hija, pero se quedó paralizada. El acto heroico de todos modos no hubiera sido necesario, pues Ulpiano giró sobre sus talones y salió del recinto maldiciendo entre dientes.
Lucila se agachó y tomó a María Cristina por los brazos. La joven estaba pálida y sollozaba con la respiración entrecortada.
─Amorcito...─susurró Lucila, tratando de ayudarla a levantarse.
Cristina se desprendió del abrazo y se incorporó de un rápido movimiento, como queriendo significar que no precisaba del apoyo de su madre, ni física ni moralmente. Se dio media vuelta y caminó hacia la puerta.
─Cristina...─la voz de su madre la hizo detenerse─. Siento lo que pasó.
María Cristina se volvió y las dos se miraron unos segundos sin articular palabra.
─Ahora que no está tu papá, creo que podemos hablar con más calma.
─¿Quieres hablar de madre a hija, o de mujer a mujer?
─En nuestro caso no hace diferencia. Tú sabes que te adoro, que sólo quiero lo mejor para ti.
"Si me quieres tanto ¿por qué me haces sufrir así?", estuvo a punto de contestar, pero guardó silencio.
─El matrimonio no es un juego, hijita. Es mucho más serio de lo que tú puedes entender. Cuando se escoge un compañero para toda la vida uno no puede darse el lujo de cometer un error. Hay que ver todos los inconvenientes y preguntarse: ¿Es el hombre que escogí el compañero ideal para mí?
─Yo sólo sé que lo amo.
─Sí, pero no puedes soslayar la respuesta.
─Y tú ¿escogiste el compañero ideal? ¿Papá te ha hecho realmente feliz?
─¡Cristina! ¿Qué te pasa?
─Prefieres soslayar la respuesta, ¿verdad mamá?
─No hables tonterías, hija. Lo mío ya es historia y no vale la pena removerlo; pero tú tienes la vida por delante. ¿Quieres dañártela? ¿Sabes lo que quieres hacer, Cristina?
─Sí─respondió la joven con resolución.
─¿Sabes lo que quieres hacer?─preguntó nuevamente su madre, como si no la hubiese oído.
─Sí─respondió por segunda vez─. Quiero casarme con David.
─Tú, que provienes de un hogar creyente, que has recibido una educación cristiana, ¿cómo puedes pensar en unir tu vida a alguien que pertenece al pueblo maldito?
Tras haber recurrido en vano al prestigio de la familia, al honor de los padres, al perjuicio de su posición social y a la incompatibilidad de las culturas, Lucila ensayaba ahora un arma nueva.
─Los hebreos de hoy no tienen por qué pagar los pecados de sus antepasados─protestó la joven.
─¿Pecados? ¡Qué palabrita tan suave para la monstruosidad que cometieron! ¡Mataron a Cristo! Los judíos son un pueblo deicida y no tienen perdón. Por eso Dios los condenó a errar por la faz de la tierra.
María Cristina empezó a llorar de nuevo.
─¿Quieres echar a perder tu alma?─continuó Doña Lucila, pensando que su hija principiaba a flaquear ante la nueva línea de ataque─ ¿Buscas cómo condenarte?
─¡Por Dios! ¿Qué quieren de mí?
─Déjalo.
─¡No!... No puedo.
─Tienes que dejarlo.
─No, madre. ¿No entiendes que lo amo?
Esta vez fue Lucila la que principió a flaquear ante la defensa inexpugnable. De nada valdría raciocinar. No hay argumentos que valgan contra los argumentos de amor, ni cerebro que pueda contra el corazón.
─Hija, ¿David se convertiría?
─Estoy segura de que sí, si yo se lo pido─se apresuró la joven a contestar, alentada por el rayo de luz que alcanzaba a vislumbrar.
─¿Y se casarían por la Iglesia Católica?
─Nunca lo contemplé de otra manera.
Lucila respiró profundamente.
─Bueno─dijo─, tenemos que hablar con el padre Izaza para ver qué se puede hacer.
El rostro de María Cristina se iluminó de dicha. Tomó las manos de su madre y las besó. La gratitud se reflejaba en sus bellos ojos que, de pronto, se tornaron tristes otra vez.
─¿Y papá?
─¿Tu padre?
Doña Lucila bajó la vista y suspiró. Se veía abatida. Amaba a su hija y por encima de todo anhelaba su felicidad. María Cristina aún le sujetaba las manos y acababa de darle un cariñoso apretón. Levantó la vista e hizo un esfuerzo por sonreír. La joven, que tan bien conocía a su madre, sintió la incertidumbre y el temor que se escondían tras esa sonrisa.
─¿Tu padre? No te preocupes, mi amor. Déjamelo a mí.
29
León Edri se había quitado los zapatos, aflojado la corbata y desabrochado el botón del cuello de la camisa. Acomodado sobre el fofo sillón, permanecía inmóvil con la vista fija en el techo. David lo observó. Sólo el cuerpo descansa, pensó, pues sabía que cuando su padre asumía esa pose la mente le trabajaba a marcha forzada, analizando la situación de sus complejos negocios y planeando sus próximos pasos. En cierto sentido, David estaba haciendo otro tanto: se estaba preguntando si era ése el momento adecuado para hablarle del asunto que lo consumía por dentro y que no le daba ni un minuto de tranquilidad. Si hasta entonces no le había contado era porque no había tenido el coraje de hacerlo. Inicialmente pensó que sería mejor hablar con su madre, pero cada vez que se encontraba solo con ella le flaqueaban las fuerzas. ¿Herirla? ¿A ella que lo adoraba más que a nadie? Además, ¿cómo enfrentaría después a su padre? No, tendría que hablarle a él primero. Sabía que le asentaría un golpe mortal, pero no podía evitarlo. Tarde o temprano tendría que hacerlo. Se le acercó por detrás.
─¿En qué piensas, papi?
─Oh, en nada en especial. ¿Qué te hiciste toda la tarde? Quería mostrarte unos papeles.
─Estaba con los amigos. ¿Qué papeles?
─El contrato con Megacentros. Formaliza los pedidos por los próximos doce meses.
─¿Alguna vez piensas en algo que no sea negocios?
León sonrió.
─Sí, por supuesto.
─¿En qué?
─En ti, por ejemplo.
David devolvió la sonrisa.
─¿En qué, concretamente?
─Pues en tu futuro... Con quién te irás a casar, cuándo, cuántos hijos tendrás...
¡Ahí está! Su padre mismo le había puesto el tema. ¡Esa era su oportunidad! El momento de hablar había llegado. Se aclaró la voz... mas no alcanzó a articular palabra cuando León dijo:
─Y pienso también en Benny, en Susy, en tu mamá y en toda la familia en general... los que están y los que no están. ¿Sabes que mi familia era muy numerosa?
¡Ya! ¡Dejó pasar la oportunidad! Un segundo antes la tenía enfrente, y ahora, sin alcanzar a darse cuenta cómo, se le había escapado de las manos.
─Mi tía Dora tuvo diez hijos. La primera fue una niña que murió al nacer, luego vinieron dos varones y después otra niña que también murió cuando apenas había cumplido un año.
León disfrutaba de contarle a sus hijos historias del alte heim, "el viejo hogar", como llamaba la casa donde pasó su infancia, y sus hijos, al escucharlo, disfrutaban aún más que él. A David en especial le encantaba oír a su padre narrar cuentos de un cosmos que había dejado de ser y que a él le parecía irreal. ¡Pensar que en el shtetl donde su padre se crio no había automóviles, ni cine, ni radio, ni teléfono y que, no obstante, se trataba de Europa en pleno siglo veinte! La idea de que el mundo había cambiado más en los últimos cincuenta años que en los mil anteriores se le hacía fascinante. Los tiempos de los coches de caballos, de las lámparas de candil, de la enagua larga y el corsé, desaparecieron para siempre. Con ellos se fueron también el romanticismo, el pudor, el temor a Dios. "Era otro mundo," solía decir su padre y agregaba, no muy convencido, "pero el actual es mejor".
─Tanto quería una hija mi tío Shmuel─prosiguió León─, que mi tía Dora daba a luz todos los años hasta que le llegó la niña, en su décimo parto, después de haber perdido, cuando eran muy chiquitos, a dos niñas y un niño, y haber traído al mundo seis varones. Yo creo que si no hubiese llegado la niña─apuntó con una sonrisa─, mi tía Dora hubiera seguido teniendo hijos hasta los ochenta años de edad.
David ya había oído esa historia en más de una ocasión, pues los cuentos que contaba su padre eran siempre los mismos. En presencia de Benjamín y Susy, sus hijos menores, León narraba las divertidas aventuras de su juventud, pero cuando se encontraba solo con David, quien quizás por ser el mayor era más paciente, aprovechaba para hablar de su familia.
─Braine le pusieron a la niña. Yo nunca la conocí porque nació después de que me fui de Gólojov. De mi tío Gabriel también tuve tres primos que nunca conocí (él era un solterón que se casó cuando yo ya estaba en América); pero con los primos de mi edad la pasaba de maravilla. Si vieras, por ejemplo, lo alegres que eran los seders de Pésaj. Nunca volví a ver un séder como ésos. Éramos unas veinte personas alrededor de la mesa, en casa de mi tío Shmuel; ni sé cómo cabíamos. Y eso que mis tías Frida y Mina con sus familias no iban a ese séder, sino hacían uno aparte. Para que todos mis tíos y primos estuviésemos juntos, Shmuel hubiera tenido que construir un salón inmenso en su casa. Después de que me fui de Gólojov, ni ahí hubiésemos cabido, pues la familia siguió aumentando. Una vez calculé que al momento de estallar la guerra éramos setenta y ocho personas...
León se puso de pie y dio unos pasos por la habitación, como desorientado.
─Sí, éramos una familia muy numerosa...
La expresión de la cara se le había cambiado.
─De las setenta y ocho personas, dieciocho quedaron con vida.
David se enterneció, como ocurría cada vez que escuchaba a su padre recitar la funesta "estadística": once personas habían viajado previamente a América; de las que se quedaron en Europa sólo dos habían fallecido de muerte natural; seis murieron a consecuencia directa de las penurias causadas por la guerra (una, literalmente de hambre); cincuenta y dos fueron llevadas por los nazis a los campos de exterminio; siete lograron sobrevivir huyendo hacia el este; total, setenta y ocho personas.
─Sí─repitió León─, éramos una familia muy numerosa.
David hubiera querido consolar a su padre, pero sabía que no había manera de hacerlo. No era una tristeza pasajera la que el viejo Edri tenía, sino una pena profunda, no intensa, quizá, pero bien meditada, asentada, arraigada en lo más íntimo de su ser. Los judíos de su generación, pensó David mientras observaba el rostro melancólico, nunca podrán dejar a un lado el holocausto. Ni siquiera los que, como su padre, no lo vivieron en carne propia.
─Así es, hijo, nosotros no podemos olvidar el holocausto. No debemos olvidarlo.
"¡Me leyó el pensamiento!" se maravilló el joven, como se maravillaba siempre que su padre lo hacía, a pesar de que eso ocurría con relativa frecuencia.
─Ese fue el crimen más grande que jamás se haya cometido en toda la historia de la humanidad. No es que no se haya asesinado gente antes, en masa y con igual crueldad─explicó León, como si la explicación fuese necesaria─, pero nunca se hizo en forma sistemática, montando verdaderas "fábricas" de exterminio, donde con eficiencia satánica se combinaban la ciencia, la tecnología industrial y el engaño, para exterminar a millares de personas día tras día. ¡Seis millones de nuestros hermanos fueron muertos! Por ellos es que nosotros, los que quedamos vivos, debemos recordar.
"Sin estas cuotas de adoctrinamiento regular mi formación de judío acomplejado no sería perfecta", se dijo David, incapaz de evitar el pensamiento sarcástico. "Ahora sí que no puedo tocarle el tema, después de semejante discurso. Tendré que esperar otra ocasión."
─¿De qué querías hablarme?
(¡Diablos! ¡Me volvió a leer el pensamiento!)
─¿Yo?
─Sí. Estás por decirme algo y no arrancas.
─Bueno, es que...
Las palabras se le habían atascado en la garganta.
─Habla, hijo.
Era una invitación a hablar, pero podía interpretarse como una orden. Ahora no tenía más remedio. Esta vez sí, el momento de hablar había llegado.
─Papá, no sé cómo decírtelo, pero resulta que...
David tragó saliva. León observó el movimiento nervioso y presintió una mala noticia.
─...estoy enamorado.
El joven había terminado la frase, pero León se quedó esperando como si hubiera quedado inconclusa, forzándolo a continuar.
─...de una muchacha católica.
¡Ya! ¡Lo había dicho!
─¿Y?─preguntó el padre, tratando de estirar más la frase.
─...y la quiero mucho.
─¡Ajá!
León hizo una pausa y agregó:
─Se te pasará.
─No. No se me pasará. Me quiero casar.
David vio palidecer a su padre. El cambio fue inmediato y marcado.
─David─el viejo hizo un esfuerzo por darle un tono natural a su voz, pero ésta también se había alterado─ ¿has meditado bien lo que dices?
─Sí, papá.
─Eso es lo que te ha estado comiendo por dentro durante los últimos meses, ¿verdad?
El joven bajó la vista y agachó la cabeza. Esperó a que su padre lo cogiera por los hombros bruscamente y le hiciera levantar los ojos para que se encontraran de frente con los de él.
La toma por los hombros no se produjo. León se había dado media vuelta para dirigirse hacia la ventana, donde se mantuvo unos segundos mirando a través de la cortina de tul y moviendo la cabeza lentamente hacia los lados.
─No sabes lo que haces─se escuchó la voz apagada del viejo Edri.
─Papá...la amo.
─No sabes, no sabes...─repetía sin escuchar a su hijo.
Permaneció de espaldas a David, absorto en sus pensamientos. Ninguno dijo nada durante un buen rato.
─De acuerdo a la jurisprudencia judía, la Halajá, un converso a nuestra religión es un judío en todo el sentido de la palabra─principió a discurrir muy quedamente León, como instruyendo a su hijo y a la vez hablando consigo mismo─, pero la verdad es que no es la misma cosa.
David sintió que la sangre se le subía a la cabeza. Su padre había presumido que la mujer que amada iba a convertirse. Se mordió el labio. No podía sacarlo de su error; no en ese momento. Podría causarle una conmoción, enfermarlo tal vez.
El viejo Edri continuaba discurriendo de pie frente a la ventana, con la vista perdida en la distancia.
─En casos como éste, los conversos por lo general no son sinceros. Abrazan el judaísmo para aplacar la oposición de la familia del novio judío y facilitar el matrimonio. A veces ni se consigue un rabino que esté dispuesto a hacer la conversión...
De pronto se dio media vuelta y encaró a David.
─¿Cómo te dejaste arrastrar a esta situación?
─¿Acaso uno es dueño de sus sentimientos?
─¡Claro que sí! Uno sabe quién es uno, con quién debe juntarse, de quién no debe enamorarse. Uno debe sobreponer la inteligencia a los sentimientos, cortar los lazos antes de encariñarse, no dejarse enredar. Yo creía que tenías más sentido común. ¿No hay suficientes muchachas judías en Lárida?
─No, papá. Ninguna tan bella ni tan fina como María Cristina.
León se estremeció al oír el nombre. No era la persona quien lo impresionó, pues no tenía la menor idea de quién se trataba, sino el nombre en sí. De los miles de nombres que hay en el mundo tenía que resultar uno así: María. ¡Justo María! Más cristiano no podría ser. Y por añadidura "Cristina". El sonido goy del nombre ahondó más la herida.
─¡Qué estupideces dices! Nuestra comunidad está llena de niñas bellas. Toma a la hija de Feferbaum por ejemplo. ¡Qué niña tan preciosa! Nunca fuiste capaz de invitarla a ninguna parte, a pesar de todo lo que tu madre te rogó. O las hijas de Frenkel. Tiene cuatro, una más guapa que la otra. ¡Pero no! Ninguna era suficiente para ti. Eres tan tonto que hasta despreciaste a Mónica Mayer. Una niña tan linda no se ve en ninguna parte. ¡Y qué finura! ¡Tan delicada, tan bien educada... y sobre todo, hijo, de qué familia! Esa es la clase de nuera que me hubiera gustado tener.
No sobre belleza discutiría David con su padre. ¿Qué entendía él sobre la hermosura de la mujer? Él, que venía del shtetl, donde el concepto de la estética era casi medieval. Para los judíos de Europa oriental "blancura" era sinónimo de "belleza". Una niña muy blanca forzosamente era bella, con mayor razón si tenía las mejillas coloradas, como Mónica Mayer. En la mentalidad de un pueblo que durante generaciones había padecido la penuria, "blanco y colorado" implican "salud", la cual a su vez está ligada a la gordura que, si es moderada, también se considera una forma de belleza. Mónica Mayer, grande y blanca, no sólo que no era bonita, sino que era irremediablemente fea. Pero qué iba a saber su padre de eso; y qué iba a entender de finura y distinción, cuando él mismo, no obstante su inteligencia aguda, nunca logró adquirirlas del todo.
─Papá, ninguna de las muchachas de la colonia puede ser atractiva para mí porque las conozco desde que nacieron, jugué con ellas, crecí con ellas y no tienen ningún misterio que ofrecer─argumentó diplomáticamente, demostrando la sagacidad que heredó de su padre, y que en otras circunstancias tanto lo hubiera enorgullecido─. Enamorarme de una muchacha de la comunidad sería como enamorarme de mi propia hermana─concluyó.
─Cuando yo quise casarme no había ni una sola joven judía en Lárida. No obstante, en ningún momento contemplé la posibilidad de casarme con una mujer ajena a mi pueblo. Ya te conté cómo viajé a Eretz Israel especialmente para conseguir una esposa judía. Y créeme que en ese entonces viajar no era nada fácil, pero lo hice porque sabía que era mi deber. Bendito sea Dios que me dio a tu madre por esposa. ¿Qué clase de vida hubiera tenido yo casado con una goyá? Tú no estarías en este mundo; es decir, mis hijos serían otros, mi hogar distinto, sin tradición, sin luz...
─¿Por qué? ¿Tú también crees que somos mejores que los demás?
─No, hijo. Mejores no, pero diferentes.
─¿Y qué hay de malo si gente diferente se casa entre sí?
─¿Lo preguntas en serio? ¿Acaso no sabes que se produce un choque de culturas? ¿que forzosamente perderás tu tradición? ¿que la asimilación acabará con el poco de judaísmo que puedas aportar a tu hogar? ¿Crees que la influencia de la familia de tu esposa en ti y en tus hijos, sobre todo en tus hijos, no tendrá ningún efecto?
─Me alegro de que trajiste el tema de la familia, pues difícilmente podría encontrarse una familia mejor que la de María Cristina.
─Hijo, ¡qué poco conoces la vida! Cualquier familia judía hubiese sido mejor.
─¡Qué hablas, si ni siquiera sabes de quién se trata!
─¡Ni sé ni me importa!
─¡Papá!
─Sí, hijo. Me da lo mismo quien sea. Yo no quiero góyim en mi familia.
─No tendrás de qué avergonzarte por ese lado. Al contrario, podrás estar orgulloso.
David hizo una pausa, como para acentuar el impacto, antes de anunciar con elación:
─María Cristina es la hija del doctor Ulpiano Méndez Carrizos.
La impresión que el joven pensó causar no se produjo. León Edri clavó en su hijo una mirada cínica y preguntó:
─¿Debo entender que eso es un gran honor para nosotros?
─¡Pues sí!
─Pues no─repuso calmadamente.
─Los Méndez son de la gente más importante del país. ¿Qué crees?─profirió irritado el muchacho─ ¿que para ellos es un honor ingresar en nuestra familia? El padre del doctor Méndez fue Gobernador de la Provincia. Y el tuyo ¿qué fue? ¿el relojero de Gólojov?
─¿Sólo te remontas una generación?─bramó iracundo el viejo Edri─ ¿Por qué no te remontas cien generaciones? Entonces hallarías a mis antepasados estudiando la Torá y a los del doctor Méndez corriendo medio desnudos entre los matorrales.
David no encontró qué contestar. Permanecieron los dos en silencio, furiosos cada uno consigo mismo por haberle gritado al otro, y sufriendo por haber causado dolor.
─Lo siento, papá.
─Hijo mío, me has dado un golpe brutal esta noche. Yo espero que recapacites, que veas el daño que te vas a causar a ti mismo, por no decir nada de nosotros, tus padres, que te queremos tanto, ni de tus hermanos, en quienes influirás con tu ejemplo. ¿Has hablado con tu madre?
─No.
─Bien. No le digas nada. No la hagas sufrir. Obra con la cabeza serena y no te precipites. Deja que transcurra el tiempo... El tiempo hace lo suyo. Te hará ver tu error.
David guardó silencio. Amaba a María Cristina apasionadamente. La amaba con ese ardor que llega hasta el delirio, que no admite transigencias, que enceguece la razón. Quería casarse, unir para siempre su vida a la de ella, pero no podía decirle a su padre más de lo que ya le había dicho; no en ese momento. Esperaría un tiempo más, refrenando los llamados de su pasión.
─Deja de ver a esa muchacha por un tiempo.
─No, papá, no puedo.
León miró fijamente a su hijo.
─Prométeme por lo menos que vas a meditar, a reconsiderar el asunto.
David no respondió.
─¿Prometes?
El joven asintió con un leve movimiento de la cabeza.
─Está bien, hijo. Hasta ahora no ha pasado nada... Yo haré de cuenta que esta conversación nunca tuvo lugar.
"Habrá otra charla", se prometió David.
León Edri cerró los ojos. ¿Qué compromisos morales habría adquirido David? ¿Hasta qué punto estaría decidido? Conocía bien a su hijo y sabía que tenía una voluntad de hierro, como la suya. Si David estaba resuelto, nada le haría cambiar de parecer.
De pronto sintió que las piernas le iban a flaquear. Caminó hacia su sillón y se dejó caer en él. Tenía el rostro pálido y contraído. Una lágrima le rodó por la mejilla; la primera desde hacía muchísimos años. David lo observó en ese estado lastimoso y también lloró.
─Papá... ¿Nunca has estado enamorado?... ¿Nunca fuiste joven?
La respuesta se hizo esperar.
─Sí, hijo. Sé lo que es pasión... Yo también fui joven.