23

 

 

 

              Se encontraron en el lobbydel Hotel Astor, el más elegante de la ciudad. Era en realidad el único lugar apropiado para reunirse. León Edri no se rebajaría yendo a las oficinas de Ulpiano Méndez, como el insignificante ciudadano pidiendo audiencia ante el potentado. Hasta capaz sería─había pensado Edri─ de dejarme esperando antes de recibirme en su despacho. Bastantes millones había acumulado como para no tener que humillarse ante los económicamente poderosos. Y si León no estaba dispuesto a ir a la oficina de Méndez Carrizosa, menos aún estaba éste dispuesto a ir a la suya. Tampoco quería ninguno de los dos invitar al otro a su casa, por lo menos en esa etapa de sondeos iniciales, porque no era conveniente elevar sus relaciones al plano social. La reunión era estrictamente business. Ulpiano Méndez era miembro de varios clubes sociales de la ciudad, mientras que Edri no pertenecía a ninguno y le molestaba si lo invitaban a uno. Hablar durante la comida en un restaurante era hacer todo un evento de la entrevista, además de prolongarla demasiado. En definitiva, ningún sitio se prestaba tanto como el Hotel Astor.

              León Edri llegó solo, puntualmente a las cuatro. Cinco minutos después apareció Ulpiano Méndez acompañado de un guardaespaldas. El matón se quedó en la entrada del hotel y su patrón se dirigió al lobby. Allí lo esperaba León, de pie junto a los grandes ventanales.

             ─Hola, Don León, ¿cómo van las cosas?

             ─Bien, gracias, doctor, ¿y usted qué tal?

              Nada distorsionaba más la realidad que ese saludo amistoso. La desconfianza y la envidia eran los factores dominantes en el comportamiento del uno hacia el otro. No obstante, podría señalarse un sentimiento positivo en sus relaciones: la admiración. Edri admiraba el estilo de vida de Méndez, quien a pesar de su inmensa fortuna no era dado a las extravagancias ni a la ostentación; y Méndez admiraba de Edri la habilidad para los negocios y la tenacidad que habían hecho de él uno de los industrialesmás importantes del país. Si León Edri seguía progresando al ritmo que iba─Méndez lo sabía muy bien─, pronto llegaría a quitarle la supremacía en el mercado nacional de textiles. La riqueza del judío, hecha en tres décadas de eficiente labor, principiaba a competir con la riqueza del aristócrata, heredada de generación en generación.

             ─¿Nos sentamos en el bar? Creo que estaríamos más cómodos allá─sugirió Méndez.

             ─Vamos.

              En el breve trayecto del salón al bar, tres personas detuvieron a Ulpiano Méndez para saludarlo. Una de ellas, el diputado Rogelio Núñez, lo tomó por los brazos mientras exclamaba:

             ─¡Hooola, mi querido doctor!

             ─Hola Rogelio, ¿cómo van las cosas?─contestó Méndez afablemente, repitiendo su saludo favorito.

              León Edri esperó con no mucha paciencia a que los dos se cruzaran unas palabras de cortesía.

              El cocktail lounge estaba lleno, pero aun así era menos ruidoso que el salón principal. Se acomodaron en una mesita al fondo del bar.

             ─Por ahí me contaron que lo van a condecorar con la Cruz de Mérito Industrial, doctor Méndez─dijo Edri, tratando de hacer charla social.

              En la cara del viejo aristócrata asomó una expresión de complacencia.

             ─Cuentos, no más.

             ─Ningún cuento─prosiguió León, manteniéndose en el tema que halagaba a su interlocutor─. Lo sé de muy buena fuente. El presidente tiene tres candidatos, y parece que se inclina más por usted.

             ─¿Y cuál es su fuente de información?

             ─Alguien muy allegado al presidente─contestó León, poniéndole misterio a su respuesta.

              Sonrieron los dos: Méndez de satisfacción y Edri por su ocurrencia. Un mesero se había parado frente a ellos.

             ─¿Qué le apetece, doctor?─preguntó León.

             ─Un whiskicito... con agua─dijo Ulpiano, dirigiéndose al mesero.

             ─Lo mismo para mí, con bastante hielo, por favor.

              León por lo general no bebía. Había pedido lo que no le gustaba y se lo tomaría con la mayor naturalidad, pues sabía que al que bebe no le gusta beber solo. Edri no era hombre de descuidar detalles. Hasta tuvo en cuenta de pedir su trago con bastante hielo para que el vaso se viera más lleno.

              Hablaron sobre cuestiones de la economía nacional durante unos diez minutos. La charla social no podía durar menos, ya que había que entrar en ambiente, ni podía durar más, pues los dos eran industriales importantes que no tenían tiempo que perder ni se encontraban a gusto en su mutua compañía.

             ─Entiendo que usted hizo una oferta para comprar Hilazas del Sur por doce millones─disparó León Edri de repente.

             ─¡Qué rápido le llegan las noticias!

             ─Los propios Zambrano me lo hicieron saber. Me ofrecieron el veinte por ciento de las acciones... por cuatro millones.

             ─¿Y usted qué dijo?

             ─Nada. Quedé en pensarlo.

             ─Y... ¿ha pensado algo?

             ─Sí, que el pedido no es nada exagerado. La fábrica bien vale los veinte millones.

              Edri esperó a que su interlocutor reaccionara, pero éste se quedó mirándolo sorprendido.

             ─Era natural que se dirigieran a mí, pues su juego es ponerme a competir con usted. Obviamente, ninguno de los dos va a quedarse cruzado de brazos mientras la competencia adquiere la principal fuente de hilazas que hay en el país.

             ─No, supongo que no─gruñó por fin Méndez Carrizosa.

             ─De otra parte, meterse en el negocio de las hilazas es meterse en un mal negocio; es tener que lidiar con los algodoneros, pelear con el Ministerio de Agricultura y mil dolores de cabeza más.

             ─Me imagino que usted sabe por qué le ofrecieron el veinte por ciento. Necesitan el dinero desesperadamente.

             ─Sí. Tienen dificultades de financiación, pero no están tan desesperados como usted cree.

             ─Yo no "creo", señor Edri. Yo sé lo que digo. No sin motivo les hice mi propuesta.

             ─Seguramente me informaron para que yo supiera que tienen quien les dé dinero de inmediato; pero a la vez dijeron que la oferta no merece consideración.

             ─Era solamente mi posición de apertura para negociar.

             ─Si espera una contrapropuesta, temo que pierde su tiempo. No se la van a hacer.

              El acaudalado aristócrata tragó saliva.

             ─¿Y usted qué piensa hacer respecto al ofrecimiento de ellos?─preguntó.

             ─Por un rato pensé que podría hacerles una oferta por todo. Luego me dije: Méndez no se dejará quitar el negocio. Si yo ofrezco quince millones, él ofrecerá dieciséis. Si yo digo dieciocho, él dirá diecinueve. Al final, uno de los dos terminará pagando bien caro, o ninguno comprará nada. Y sería una lástima dejar perder el negocio.

             ─Elías Jamal podría estar interesado.

             ─Tonterías. Todo el mundo sabe que Jamal no está en condiciones de hacer una inversión de ésas. Los Zambrano no tienen ningún otro comprador. Sólo estamos usted y yo, mi querido doctor.

             ─¿Por qué me cuenta usted esto?

             ─Porque creo que podemos obrar con inteligencia... ¿Sabe?

              Se acercó más a Ulpiano, como para que nadie fuera a oír.

             ─Yo sí creo que se puede comprar Hilazas del Sur por doce millones.

              Ulpiano a su vez se acercó a su interlocutor a hizo un movimiento con las cejas que quería decir: "¿Cómo?"

             ─Dejando, tanto usted como yo, de comprarles hilazas. Ahí sí que se les pondría la situación desesperada.

              Se quedaron mirándose en silencio unos segundos, hasta que el viejo oligarca dijo en voz baja:

             ─¡Pero tendríamos que disminuir considerablemente nuestra producción!

             ─No si hacemos una importación de hilazas.

             ─El Ministerio de Comercio no nos daría las licencias de importación.

             ─Para eso necesitamos su influencia política, doctor.

             ─No creo que pueda hacer mucho.

             ─Vamos, doctor, no sea modesto. Usted tiene mucha inventiva.

              Méndez se quedó pensativo unos momentos, luego, como si estuviera hablando consigo mismo, dijo quedamente:

             ─Habría que argumentar problemas de calidad con los productos de Hilasur.

             ─Usted sabrá cómo se hacen las cosas, Ulpiano.

              Era la primera vez que el judío llamaba al aristócrata por su nombre de pila. Se echaron una sonrisa de complicidad.

             ─León─dijo el viejo, igualmente llamando por primera vez al otro por su nombre─, vamos a hacer el intento. Vamos a llevar a Hilasur a una situación en la cual la única alternativa a vender sea quebrar.

             ─Si los Zambrano le hacen una contrapropuesta, usted debe mantenerse firme en su oferta.

             ─¿Me va a enseñar a negociar a estas alturas de la vida?

             ─Perdón. Lo que quise decir...

             ─Lo que le faltó decir─interrumpió Ulpiano─ es la proposición que usted me hace a mí.

             ─Aportamos la tercera parte de lo que cueste adquirir la empresa y recibimos la tercera parte de las utilidades o pérdidas, pero el poder de tomar decisiones lo compartimos por partes iguales.

             ─Si no aportan el cincuenta por ciento, yo no veo por qué tienen que recibir la mitad de los derechos de voto.

             ─Sin la colaboración de Sileja usted no podría cerrar el trato. Es la prima que merecemos por hacer viable el negocio.

             ─León, usted es una fiera.

              Edri no supo si se trataba de un cumplido o de una reprobación. Tampoco supo si el juego de palabras era intencional o si había salido por casualidad y, en este último caso, si quien lo dijo lo notó; pero en asuntos de ingenio él no se iba a quedar atrás.

             ─Doctor Méndez, no soy tan zorro como le parezco.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

              24

 

 

 

             ─¡Tomasa!

              Desde lejos llegó la respuesta.

             ─¡Voy!

              La cocinera suspendió su oficio para acudir al llamado. Caminaba apresuradamente al mismo tiempo que se secaba las manos con un limpión. Seguía secándose cuando llegó al jardín. Era una joven negra, sumamente oscura, gorda en extremo, de piel brillante y lisa, diríase templada por la gordura, labios gruesos, nariz ancha y plana, propia de su raza, y unos hermosísimos dientes blancos, perfectamente alineados, que relucían con cada sonrisa. Vestía una blusa de mangas cortas, estampada con flores azules y amarillas, que dejaba ver el nacimiento de sus senos enormes, así como los descomunales brazos de carne fofa que a duras penas cabían por las mangas. La falda era blanca y larga casi hasta el piso, impecablemente limpia, como el delantal que la protegía.

             ─¡Tomasa!

             ─¡Voy, voy!

              La criada atravesó el jardín a la carrera hasta llegar al kiosco de paja, al otro lado de la piscina, donde María Cristina departía con una amiga.

             ─¿Llamó, señorita?

             ─Tomasa, ponga otro cubierto en la mesa. María Isabel se queda a comer con nosotros.

             ─Sí, señorita.

             ─¿Quién llamó por teléfono hace un ratito?

             ─No sé, señorita. Su mamá contestó.

             ─¿Papá ya llegó?

             ─Todavía no.

             ─Vea, Tomasita, hágame un favor. Si me llama David (usted sabe cuál es él, ¿no?) y mi papá está por ahí, no diga quién está llamando. ¿Bueno?

             ─Sí, señorita.

              A la cara de la negra asomó una simpática sonrisa de complicidad.

             ─Si tiene que hacerme pasar al teléfono, diga que me necesita Clemencia...  No; mejor diga que es del Círculo de Drama. ¿Entiende?

             ─Sí, señorita─asintió la criada, mostrando sus hermosos dientes blancos─, del Círculo de Drama.

             ─Gracias, Tomasa.

             ─A sus órdenes, señorita.

              La criada se retiró con la sonrisa de complicidad aún en sus labios.

             ─¿Sí crees que te va a llamar?─preguntó María Isabel.

             ─Yo sé que sí.

             ─Creo que estás enamorada.

             ─No seas tonta, Isabel.

             ─David es muy buen mozo.

             ─Yo no diría. Tiene buena presencia, pero nada fuera de este mundo. Lo que sí es, es muy simpático. Tiene un modo de hablar que me mata. ¡Me mata! Me encanta charlar con él.

             ─A mí también. Es muy inteligente. ¿Recuerdas la discusión que tuvo con el profesor Martinguí cuando terminó su conferencia?

             ─Lo hizo quedar mal, ¿no?

             ─¿Que si qué? Lo hizo quedar como un idiota. Lo destrozó por completo.

             ─Me encantan los muchachos así, brillantes. David me parece arrebatador.

             ─¿Seguro que no estás enamorada?

             ─¡Por Dios, Isabelita! Claro que no─exclamó María Cristina─, pero me falta poquito─añadió con picardía.

              Sonrieron las dos.

             ─Te estás buscando problemas, querida.

             ─¿Por qué lo dices?

             ─¿Cómo que por qué? ¿No ves que David es judío?

             ─¿Y acaso me estoy casando con él?

             ─No, pero te estás enamorando y una cosa conduce a la otra.

             ─Bueno, que conduzca─dijo María Cristina entre risas.

             ─Estás loca.

             ─Dicen que los maridos judíos son estupendos.

             ─¡Por favor, habla en serio!

             ─¿En serio? Yo creo que cuando se quiere de veras no se puede ser egoísta.

Si me enamorara apasionadamente, quisiera compartir mi vida con la persona que amara.

             ─Es decir que tú te casarías con cualquier hombre si estuvieras seriamente enamorada.

             ─Si estuviera enamorada de verdad, sí, pero obviamente yo no me enamoraría de cualquier persona.

             ─Por supuesto que no; pero si te enamoraras de alguien ¿estarías dispuesta a casarte sin ninguna consideración?

             ─Te dije que sí.

             ─¿Aunque fuera judío?

             ─Aunque fuera judío.

              María Isabel la miró atónita.

             ─Tu padre te mataría.

             ─¿Y tú no te casarías con un judío?

             ─No.

             ─¿Aunque estuvieras muy enamorada?

             ─Yo no podría enamorarme de un judío.

             ─¿Por qué no?

             ─Porque... no sé... son tan distintos.

             ─¿No te gustan?

             ─Pues... Digamos que no mucho.

             ─Pero ¿por qué?

             ─Por lo que te dije. Son muy diferentes a nosotros.

             ─¿En qué sentido?

             ─Tienen sus cosas raras; sus creencias; sus costumbres.

             ─¿Conoces a muchos judíos?

             ─Conozco los suficientes.

             ─¿A cuántos conoces bien, pero de veras bien?

             ─Pues al único que conozco de veras bien, es a David... Es decir, que haya charlado varias veces con él.

             ─Entonces ¿cómo puedes saber cómo son?

             ─Porque ésas son cosas que se saben.

             ─¿Y no dijiste hace un minuto que David es divino?

             ─No. Dije que David es buen mozo y que a mí también me gusta charlar con él. Y ¿qué? Eso no tiene que ver. Él puede ser muy simpático y lo que quieras, y no quita que como judío tenga sus cosas raras.

             ─Yo no le veo nada raro.

             ─¡Ay, mijita!

             ─Supongamos que conocieras a un muchacho guapísimo y simpatiquísimo y rico y bien educado y todo lo que se te ocurra, y que no pudieras saber quién es. Digamos que lo conocieras en un viaje, o algo así, y que te enamoraras locamente de él y después resultara que es judío. ¿Qué harías?

             ─Pero eso es precisamente lo que trato de explicarte: que un caso así no puede suceder porque uno se daría cuenta ahí mismo que es judío.

             ─Yo no estoy tan segura. Yo creo que un judío es como cualquier persona. ¿Acaso no es que todos los hombres fueron creados a la imagen de Dios?

             ─Eso no sé. Mejor se lo preguntas al padre Izaza. Lo único que te digo es que los judíos son distintos.

             ─Bueno, pero supongamos que sí te enamoraras de un judío. ¿Te casarías con él?

             ─No.

             ─¿Por el "qué dirán"? ¿Por la sociedad? ¿Por temor a tus padres?

             ─Por respeto a mis padres. Por respeto a mí misma. Por mil razones.

             ─Pero ¿qué tiene de malo casarse con un judío?

             ─Estás bromeando.

             ─No. Estoy hablando en serio. ¿Qué tiene de malo?

             ─Teóricamente puede que nada, pero en el caso de una muchacha de tu posición...

             ─Un judío puede convertirse y ser católico como cualquiera de nosotros.

             ─Entonces, si tuvieras un novio judío ¿exigirías que se volviera católico para casarte con él?

             ─No es cuestión de exigir. Seguramente él mismo querría convertirse. Además, ¿cómo podríamos casarnos si no fuera católico?

             ─No sólo por la iglesia se puede uno casar.

             ─¡Por Dios, Isabelita! ¿Por quién me tomas?

             ─Como te veía tan liberada...

             ─¿Pensaste que sería capaz de faltar a mi deber de católica?

             ─¿Y si él te lo pidiera?

             ─Nadie que me amara me pediría tal cosa.

              El llamado de una voz ronca las interrumpió.

             ─¡Cristina!

             ─Llegó mi papá─le dijo a su amiga, y en voz alta contestó─: ¡Ya voy, papá!

              Se puso de pie al tiempo que su padre llegaba al jardín portando algo voluminoso en las manos. María Cristina salió a su encuentro.

             ─Te traje una sorpresa.

              Ulpiano cargaba una jaula grande y estaba encantado de ver la expresión de asombro en el rostro de su hija. Justo detrás de él venían los hermanos de María Cristina: Luis Eduardo, Jorge Horacio y María del Pilar; y más atrás, Tomasa; Dominga, la otra criada de la casa; Alejandrina, la sirvienta que venía dos veces por semana a lavar y planchar la ropa; Libio, el jardinero; y Andrés, el chofer. Todos seguían al doctor Méndez, admirados del hermoso guacamayo que llevaba en la jaula.

             ─¿Te gusta?─preguntó el doctor extendiendo la jaula.

             ─Es precioso. ¿Qué te dio, papá?

             ─Hay que ponerle un poco de vida al jardín.

             ─¡Se llama Barajas!─exclamó Jorge Horacio.

             ─¿Le gusta, señorita?─preguntó el viejo dirigiéndose a María Isabel.

             ─Es muy lindo, doctor Méndez.

             ─Papá, tú recuerdas a Isabelita Palacios, ¿no?

             ─Por supuesto. La reina de belleza del Club Bolívar del año pasado, ¿verdad? Muy merecido el título, jovencita.

             ─Gracias, doctor─dijo María Isabel haciendo una leve reverencia.

             ─Isabelita está invitada a comer.

             ─Encantado─manifestó; luego se dirigió a la criada─. Coja, Tomasa─dijo pasándole la jaula con el ave multicolor─. Acomódela donde le parezca, pero no muy cerca de las ventanas. Por ratos pega unos gorjeos terribles.

             ─¿Habla?─preguntó Luis Eduardo.

             ─¡Claro que sí! Y dice cosas espantosas─replicó jocoso su padre.

              La negra tomó la jaula y se retiró con el exótico pájaro y el séquito de curiosos admiradores que principiaron a hablar al mismo tiempo tan pronto se sintieron libres de la presencia intimidadora de Méndez.

              Una hora más tarde, durante la cena, Barajas continuaba siendo el tema de la conversación. Doña Lucila Campo de Méndez era la única que no estaba encantada con el nuevo inquilino, pues el jardín contaba ya con un palomar, un tití amarrado a un guayabo y un perro consentido, tan temeroso del mono como éste del can.

             ─Lo que tengo en la casa es un jardín, pero zoológico─bromeó─. Ulpiano siempre les traía a los niños algún animalito para distraerlos cuando eran pequeños. Yo creía que esos tiempos habían pasado y resulta que ahora que los niños crecieron, viene y me sale con éstas.

             ─Mija, no se necesita ser chiquito para disfrutar de la naturaleza. Tú eres la única que se queja.

             ─Una vez, cuando Cristina tenía seis años─continuó la señora Méndez sin prestarle atención a su marido─, Ulpiano le regaló un conejo, y esta niñita se pegó tal encariñada con el animal que no lo soltaba ni un minuto. Pues un buen día va y se nos muere el animalito. ¡Imagínense qué drama! ¡Quién se aguantaba a esta niña llore que llore! No había forma de consolarla. Ulpiano le trajo otro conejo, pero no sirvió de nada porque Cristina sabía que no era el mismo.

             ─Me parece una historia muy conmovedora─dijo María Isabel.

             ─Es un cuento bastante significativo─opinó el doctor Méndez─, pues dice mucho del carácter de María Cristina. Se encariña fácilmente y es muy obstinada en asuntos del corazón.

              María Cristina sonrió.

             ─Se enamora de los conejos─concluyó Luis Eduardo, y todos se rieron del chiste infantil.

              La mesa estaba servida con los rigores de la etiqueta, a pesar de que cenaron en el comedor diario. Se puso un puesto más en la mesa que era para seis personas y se utilizó la vajilla de gala. Lo único que se veía incongruente era la silla del puesto adicional. Para la huésped de la noche─una niña, al fin y al cabo─ no se justificaba usar el comedor principal, el cual sentaba hasta veinte personas y era reservado para banquetes o huéspedes especiales. La cena era sencilla pero abundante, de acuerdo a la costumbre de la región. La alimentación en casa de la aristocrática familia no se diferenciaba en mucho de la de hogares humildes, salvo en la cantidad, presentación y forma de servir. Doña Lucila nunca ponía pies en la cocina, a no ser para impartir órdenes cuando se preparaba un banquete y había que coordinar la labor entre el personal de servicio de la casa y los cocineros del Club Bolívar que eran contratados especialmente para el evento. El día en que Ulpiano trajo el guacamayo a casa, Tomasa había preparado para la cena la misma comida que repetía dos o tres veces por semana: papaya o piña de entrada; caldo de gallina o de carne, con papa y yuca; como plato principal, lomo de ternera con arroz, fríjoles, maíz y plátano frito (siempre había alguna clase de carne en las comidas, tanto al almuerzo como en la cena y, a veces, hasta en el desayuno); para beber, refresco de guanábana, de lulo o de maracuyá; y de postre, dulce de guayaba con medio vaso de leche o una tacita de café. No obstante la regia vajilla y los cubiertos de plata, reinaba en la mesa el ambiente relajado e informal que es de esperar cuando padres e hijos se sientan a comer en familia. Por ratos había una sola conversación en la cual todos participaban y por ratos se formaban charlas aisladas entre el doctor Méndez y su señora, de un lado, María Cristina y su amiga, de otro lado, y los hermanos menores por su parte.

             ─¿Y cómo andamos de novios, señoritas?─preguntó Ulpiano Méndez de repente, buscando animar a las jóvenes.

             ─Muy mal, doctor─contestó María Isabel con una sonrisa.

             ─¡No puedo creerlo! Si yo tuviera treinta años menos me mantendría loco detrás de ustedes, señoritas.

             ─Dirías: cuarenta años menos.

             ─¡Por Dios, Lucila! Con cuarenta años menos sería menor que Cristina.

             ─A cualquier edad te aceptaría, papá.

             ─Y yo también, doctor Méndez─añadió María Isabel siguiendo el juego.

             ─Nos íbamos a bailar y dejábamos a esta vieja en casa─apuntó Ulpiano, señalando a su esposa con un movimiento de las cejas.

              Luis Eduardo se rio.

             ─Jorge Horacio me sacaría. ¿Verdad, mi amor?

             ─¡Claro que sí, mamá!

             ─¿Y a mí también me sacarías?─le preguntó María Isabel de la forma más coqueta que pudo.

              El niño se sonrojó de inmediato y no pudo ocultar su turbación. Todos se rieron de buena gana.

             ─Jorge Horacio no sabe bailar─dijo María del Pilar.

             ─Y tú menos─salió Luis Eduardo en defensa de su hermano─. Cuando bailas pareces un saltamontes con las patas al revés.

             ─Luis Eduardo, esa no es manera de hablar─intervino Doña Lucila─. Pídele perdón a tu hermana. Además, tú nunca la viste bailar.

             ─Sí la vi, en el cumpleaños de Germán; y baila horrible.

             ─Yo también lo vi bailar a él en el cumpleaños─contraatacó la niña─. Se veía ridículo. Eduardo baila tieso como un poste de la luz. Da un paso pa delante, uno pa atrás, un paso pa delante, uno pa atrás, sin voltear hacia ningún lado; ni siquiera la cabeza. Aprieta los labios, tensa el cuello y pone una cara de sonámbulo que parece un judío muerto.

              Ulpiano Méndez soltó una estrepitosa carcajada. La risa prorrumpió vibrante en la estancia o, más exactamente, dio esa impresión por haber coincidido con el timbre del teléfono. El doctor Méndez gozaba siempre de todo lo que decía María del Pilar, a su parecer, la niña más graciosa del mundo. Isabel y Cristina se cruzaron una mirada.

             ─¿Quién es, Tomasa?─preguntó Doña Lucila.

              La criada acababa de asomarse a la puerta del comedor.

             ─Es para la señorita María Cristina... de parte del Círculo de Drama.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

              25

 

 

 

              David había salido de la sala para llamar por el teléfono de la cocina, a prudente distancia de sus dos amigos. Se percibía un delicioso olor a strudel de manzana y nueces, de ése que preparaba su madre con una pizca de miel y pétalos de rosa, según la receta que venía de su abuela.

              Una criada contestó la llamada y le dijo que esperara un minuto, pero fueron varios los que pasaron hasta que escuchó la voz suave, que era como música celestial para él.

             ─¿Aló?

              David sintió la sangre subírsele a la cabeza.

             ─¿María Cristina?─susurró.

             ─¡Qué alegría de oírte! Presentí que me ibas a llamar.

              Ella también susurraba. David sabía por qué lo hacía, pero no estaba seguro de por qué él mismo hablaba tan pasito. Le parecía que hablando como ella, la protegía.

             ─Tenía que oír tu voz─dijo él─. Desde la última vez que nos vimos...

              No supo cuánto tiempo habló. A pesar de estar separados por más obstáculos que la distancia, la sentía a su lado; la boca exquisita pegada a su cara y los labios de él casi tocando el oído de ella. Tal vez por eso susurraba.

              Apenas alcanzó a colgar el auricular cuando entraron sus amigos. Jacobo Zucker, o Cobi, como lo llamaban sus compañeros, era un joven alto y buen mozo, de ojos y cabello oscuros, piel blanca y facciones muy agradables aunque algo duras, que lo hacían aparentar mayor que los veintidós años que acababa de cumplir. Tenía un marcado parecido con David, lo cual hacía que muchas personas los tomaran por hermanos. Enrique Pelman─Kique, para sus más cercanos─ semejaba a sus dos amigos en la manera de pensar y de hablar, pero en el aspecto físico era muy diferente. Sus ojos azules y vivarachos sonreían con frecuencia tras la nariz aguileña, y bajo el pelo rubio su mente alerta buscaba siempre polemizar.

             ─¿Te aceptó?

              La voz de Kique hizo girar a David bruscamente.

             ─¡Carajo! ¡Ya no se puede ni hablar por teléfono sin que ustedes estén encima de uno, pendientes de cada palabra!

             ─¡Opa!

             ─¡Sí! Es que ya me sacaron de paciencia. ¡Todo tienen que saberlo!

             ─Cuenta, pues, ¿qué te dijo?

             ─Déjalo─intervino Cobi, tirando a Kique del brazo.

             ─¿No ves que se está haciendo el bobo para no tener que contestar?─replicó éste y volvió a preguntar─ ¿Te aceptó?

             ─No─contestó secamente David.

             ─¿No te dije?─exclamó Kiquevictorioso, y agregó acentuando cada palabra─ Si es que te lo dije. Te lo dije.

             ─Déjalo─aconsejó Cobi por segunda vez.

             ─Te lo dije─seguía martillando Kique─. Ésas nunca quieren salir con uno. Nunca.

             ─Ella sí quería salir conmigo, pero no podía.

             ─¿Y por qué no iba a poder?

             ─¡No seas tarado, Kique!─cortó Cobi─ ¿Acaso no sabes que a esas muchachas no las dejan ir solas a ninguna parte? Ni siquiera a misa.

             ─Con ellas la cosa es diferente─explicó David, como si sus amigos no  lo supieran perfectamente bien─. Uno no las puede invitar al cine, o a comer un helado, como a las nuestras. Ellas no pueden salir contigo; no porque seas judío. Si fueras católico sería la misma cosa. Ellas simplemente no pueden salir solas con un hombre, a menos que sea su novio y estén comprometidas formalmente. Pero si se trata sólo de un amigo ¡olvídense! es imposible.

             ─Y si es judío, con mayor razón─añadió Kique, como si aceptara lo expuesto por David a la vez que manifestaba precisamente lo contrario.

             ─¡Qué complejo el que tienen ustedes!

             ─Ningún complejo─lo rebatió Cobi─. Ellos tienen su sociedad y no nos aceptan. Nosotros tenemos la nuestra y no los aceptamos a ellos. Y si quieren saber, a mí me parece muy bien.

             ─Pues yo los acepto en mi sociedad y soy bien recibido en la suya.

             ─Es lo que tú crees─replicó Kique─. En primer lugar, eso de que tú los aceptas en tu sociedad son tonterías, porque tú no eres dueño de la sociedad a la cual perteneces. Cada sociedad tiene sus normas y el individuo no puede controlarlas. Tu sociedad no acepta al goy, y punto. Nada puedes hacer contra eso. No es una ley ni un reglamento. No hay un acuerdo entre los miembros de la comunidad, ni siquiera tácito. Simplemente es una norma; surge en forma natural sin que nadie se preocupe por implantarla, y opera porque se ciñe a nuestra mentalidad. Y en cuanto a que te reciben en su sociedad, permíteme dudarlo. El hecho de que alguien te invite de vez en cuando a alguna reunión sólo muestra una deferencia de esa persona hacia ti; de ninguna manera una aceptación en la alta sociedad que permanecerá siempre cerrada para los judíos. A ti no te "aceptan"; te "toleran", como una excepción, por la plata de tu papá.

             ─Me aceptan; y muy bien. Tengo muchos amigos y me siento a gusto entre ellos.

             ─¿Amigos? ¡Qué va!─exclamó Cobi─ Yo también tengo muchos amigos cristianos, pero ninguno íntimo, ninguno bueno de verdad. Hay unos con los que me entiendo a las mil maravillas; buenísimas personas, de veras simpáticas, y... no sé... siento que la amistad no es profunda, que hay algo que nos separa. Es difícil precisar qué, pero se siente al conversar... Tal vez sea el modo de pensar.

             ─A mí me pasa lo mismo─dijo Kique, siguiendo el hilo del otro─. Cuando estoy entre góyim no me siento en familia. Puede que hasta la esté pasando bien, pero en el ambiente siempre se detecta algo artificial que no lo deja a uno relajarse del todo. ¿Me entienden? Algo así como que están "ellos" y estamos "nosotros".

             ─Carajo. Es increíble lo acomplejados que son ustedes.

             ─Para ti todos somos acomplejados─protestó Cobi─. Vamos. Sin cuentos. La pura verdad. ¿Quiénes son tus mejores amigos?

             ─¡Pues, ustedes, pendejos!

             ─Y entre todo ese montón de amigos góyim que tienes ¿hay alguno íntimo de verdad?

              David sonrió, moviendo la cabeza hacia los lados.

             ─¿Ves?─continuó Cobi─ Es como dice Kique. Hay algo que nos separa del goy. Yo sostengo que es cuestión de mentalidad.

             ─Mentalidad ¿en qué sentido?

             ─No sé...─Cobi hizo un gesto con las manos, como para darle énfasis a sus palabras─ Nosotros tenemos el sentido de la familia más desarrollado... somos más responsables... más juiciosos...

             ─¡Jah!─estalló David─ ¿Sentido de la familia? ¿Quién lo tiene? ¿Carlos Levy, que dejó a la mujer y a sus hijos tirados para irse con la secretaria? ¿Cuál responsabilidad? ¿La de Teddy Katz, que perdió todo su capital jugando naipes? ¿Qué otra cosa fue la que dijiste?... Ah, sí. Juicio. Pregúntale al loco Klachkin qué es juicio, a ver si tiene idea; o a Markowsky, el contrabandista.

             ─Deja de hacerte el bobo─replicó Cobi, adoptando el mismo estilo retórico de su amigo─. ¿Cuántos Carlos Levys tiene nuestra comunidad? Él es el único. Y los estafadores y contrabandistas entre nosotros ¿cuántos son? ¿Acaso entre los góyim no son más? Por no hablar de otras lacras de la sociedad. ¿Viste alguna vez a una prostituta judía? ¿Supiste de un atracador judío o de un asesino judío? ¿Oíste hablar alguna vez de un hampón judío? ¿Aunque sea una vez? ¿Una sola vez?─recalcó la pregunta para proceder a contestarla él mismo─ ¡Por supuesto que no! Porque no los hay.

             ─¡Claro que los hay, huevón! No los habrá en Lárida porque la comunidad es pequeña, pero donde viven muchos judíos sí que los hay.

             ─No existen hampones judíos─insistió Cobi.

             ─¡Cómo puedes decir semejante estupidez! Existen hampones judíos, y muchos─afirmó David encarándolo, pues la discusión en ese momento se desarrollaba solamente entre los dos─. Existen en Israel, en Rusia, en los Estados Unidos y en cualquier parte del mundo donde haya una población judía grande.

             ─No es cierto.

             ─Puedes creer lo que quieras, Cobi, pero tienes mucho qué aprender. Todo lo malo que hay en otros pueblos lo hay en el nuestro también. El hombre es fundamentalmente el mismo donde sea que se encuentre.

             ─No. El elemento humano que compone una sociedad difiere básicamente del que compone otra.

             ─Eso es una pura ilusión de perspectiva. Si tuvieras una comunidad de cristianos, pequeña y rica como la nuestra, viviendo en una ciudad de judíos, te garantizo que entre los atracadores y asesinos de la ciudad no habría ni un solo cristiano.

             ─Estás partiendo de una situación hipotética para llegar a una conclusión que en la realidad no se puede demostrar. El hecho es que somos nosotros y no ellos los que vivimos en comunidad. Y es el elemento humano el que determina el nivel de la comunidad. Tal como hay individuos mejores que otros, también hay pueblos mejores que otros.

              David sintió que empezaba a hervirle la sangre.

             ─¿Qué quieres decir? ¿que somos mejores?

             ─Sí.

             ─¡Qué falacia!

             ─Tan verdad es que salta a la vista. Fíjate no más en los hombres ilustres que le hemos dado a la humanidad; en todas las épocas, en todos los campos.

             ─Muchísimos más dieron los goyim.

             ─Proporcionalmente, no. Y si tienes en cuenta que los dieron en su mundo, donde las universidades y las oportunidades no estaban abiertas para los judíos, nuestro aporte se hace todavía más significativo.

             ─Hace un siglo que los judíos tenemos las mismas oportunidades que los demás.

             ─Las mismas no, pero, digamos, casi las mismas; y mira lo que hacemos con ellas. Míralo aquí no más, en Lárida. Nuestra comunidad no llega ni al uno por mil de la población, y fíjate cuál es el porcentaje de estudiantes judíos en la universidad. Por lo menos un cinco por ciento ¿verdad? Fíjate en la cantidad de médicos e ingenieros que aportamos a la ciudad, por no decir nada de los industriales y comerciantes exitosos que tenemos. Si todo esto no significa nada para ti, estás negando una realidad.

             ─Vete a Israel y verás la cantidad de obreros ordinarios, de campesinos bastos, de verduleros ignorantes, de camioneros patanes, de gente bruta y tosca que tenemos, como todo pueblo normal. Lo que pasa es que tú sigues cometiendo el mismo error de perspectiva que te mencioné. Tomas una comunidad judía de Latinoamérica, un microcosmo que por razones históricas mantiene un nivel por encima del promedio del pueblo en cuyo seno vive, haces comparaciones y luego aplicas tus conclusiones a la generalidad del pueblo judío.

             ─¡Qué carajadas estás hablando! ¡Pura basura intelectual!

             ─Para el que insiste en ser irracional, todo argumento es basura.

             ─¿Irracional?─vociferó Cobi.

             ─¿Cómo llamas al que se obstina en comparar zapatos con manzanas? En vez de comparar élite judía con proletariado cristiano ¿por qué no comparas más bien proletariado con proletariado, élite con élite?

             ─Si el pueblo en Israel fuera como cualquier otro, hace tiempo que los árabes habrían acabado con él. ¿O es que te parece natural que quince países árabes con cien millones de habitantes, respaldados por billones de petrodólares y armados hasta los dientes con lo mejor que tienen Rusia y el Occidente, no puedan contra un pequeño país de tres millones de judíos? Alguna explicación tiene que haber.

             ─¿Qué?

             ─Que somos mejores.

             ─Sólo en la mente torcida de un racista.

             ─¡Vaya! ¿Ahora soy un racista?

             ─¡Pues claro! ¿Cómo te atreves tú, un judío, a pensar de esa manera?

             ─Todos los judíos piensan así. Pregúntale a Kique.

             ─Yo no pienso así─dijo Kique, integrándose a la discusión.

             ─¿No dijiste antes...

             ─Dije que somos diferentes; no dije que somos mejores. Todos los pueblos son diferentes, cada uno tiene sus peculiaridades, pero no hay pueblos superiores. Nadie debiera comprender eso mejor que nosotros los judíos. Que tú puedas pensar como un nazi es algo que...

             ─¡Qué mierda estás hablando! ¿Quién piensa como un nazi? ¿Acaso creo que ser mejor te da algún derecho sobre los demás? ¿Acaso persigo a alguien? ¿o pienso que deba hacerse?... Carajo, ¿cómo diablos nos enfrascamos en esta discusión?

              Los tres amigos se miraron y sonrieron.

             ─El asunto principió porque la excelentísima señorita María Cristina Méndez no se dignó a salir con nuestro Dávidle.

             ─No pudo─corrigió el aludido.

             ─¿Otra vez?─protestó Cobi.

             ─No. No más –dijo Kique–. Pero me molesta la terquedad de David. Le advertí que no se metiera con esa clase de gente, que lo único que iba a sacar era un desaire.

             ─¡Qué exagerado! Nadie me hizo ningún desaire. Está bien: tenías razón. No aceptó salir conmigo. Pero créeme que ella lo sintió tanto como yo.

             ─Ahora no nos vas a echar el cuento de que está enamorada de ti.

             ─No, pero estoy seguro de que le gusto.

             ─Es que eres irresistible─se burló Cobi, juntando las manos frente al pecho y elevando el timbre de la voz.

             ─Irresistible es ella.

              David lo dijo en un tono tan serio que durante unos segundos sus amigos se quedaron mirándolo en desconcierto.

             ─Sí, es muy linda─dijo por fin Cobi.

             ─Hm hm, muy linda─asintió el otro.

             ─Es bellísima─afirmó David con la misma solemnidad de antes.

             ─¡Uy! La cosa como que es más seria de lo que creíamos.

             ─Te lo dije, ¿no, Cobi?

             ─¡Ah idiotas! ¿Acaso me estoy casando?

             ─Ni podrías, aunque quisieras─opinó Kique.

             ─El mundo no debiera ser así; es decir, que por toda una serie de estupideces no se puedan casar dos personas que se aman.

             ─¿Que se qué?─explotó Kique a la vez que Cobi se atragantaba.

             ─No estoy hablando de María Cristina y yo, pendejos. Estoy hablando en general.

             ─Pues el general me sonó muy particular.

             ─No te busques problemas─le advirtió Kique─. Es como dijo Cobi: ellos tienen su sociedad y nosotros la nuestra; y es mejor que sea así. Los amores imposibles no hay que dejarlos nacer.

             ─Además─agregó Cobi con una pícara sonrisa─, el mundo está lleno de mujeres hermosas y sin complicaciones.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

              26

 

 

 

              El lujoso Mercedes Benz 300 atravesó el portón de Altamira y avanzó lentamente por el camino empedrado que une la quinta señorial con la verja que la rodea. Ubicada en las laderas de la cordillera, a escasos minutos de la ciudad, la imponente mansión de arquitectura colonial armonizaba bien con el paisaje.

             ─Como que tenemos visitas─dijo el doctor Ulpiano Méndez Carrizos.

              En efecto, frente a la casa, al otro lado del prado extenso, se veían varios coches aparcados.

             ─Sí señor, parece que hay visitas─convino el motorista.

             ─¿La señora le dijo que esperaba gente?

             ─No señor. Deben ser amigos de la señorita María Cristina.

              Se detuvo frente a la mansión y dio unas breves pitadas para avisar que habían llegado. Méndez se apeó y recibió el portapapeles que su chofer le tendía a través de la ventana.

             ─Gracias, Andrés.

              El coche arrancó seguido por el Jeep que se le había mantenido todo el tiempo detrás. Haciéndoles una seña con el brazo, Méndez se despidió de sus guardaespaldas y se encaminó a la casa. Antes de que alcanzara a llegar al umbral la puerta se abrió.

             ─Don Ulpiano─saludó sonriente la criada negra, sacando a relucir su hermosa dentadura blanca.

             ─Quihubo, Tomasa.

             ─Naíta, dotor.

             ─¿Quién está en casa?

             ─Amigos de la señorita María Cristina.

             ─¿Y la señora?

             ─Está arriba en la alcoba.

              Méndez atravesó el salón de la entrada, cruzó una segunda sala y entró en el estudio. Dejó el portapapeles sobre el escritorio y miró por la ventana. Un grupo de jóvenes charlaba animadamente en el jardín, junto a la piscina. Los observó durante unos segundos, luego salió de la pieza. Subió la amplia escalera de madera cuyos escalones encerados relucían a ambos lados de la alfombra roja y entró en su habitación. Era una estancia grande con muebles de estilo rococó. A un lado de la cama doble colgaba un crucifijo.

              Doña Lucila Campo de Méndez se encontraba sentada frente al tocador, pintándose las uñas.

             ─Ulpiano, llegaste temprano.

             ─Sí. Me desocupé temprano.

             ─¡Qué bien! Así podrás descansar un rato. Acuérdate que esta noche estamos invitados donde los Peralta.

             ─Ah, sí. Se me había olvidado. ¡Qué aburrimiento! Me da pereza ir.

             ─De ningún modo, querido. Tenemos que ir. El padre Izaza llamó para asegurarse de que no fuéramos a faltar. Seguramente quiere pedirte una donación para el baile de beneficencia del mes entrante.

              Ulpiano se acercó por detrás de su esposa y le tomó los hombros. Era un saludo, una especie de abrazo perezoso, como si quisiera manifestar físicamente un sentimiento de afecto sin tener que molestarse en agacharse. Ella levantó la mano que tenía libre, cruzándola sobre el pecho, y la colocó encima de la de él, presionándola suavemente contra el hombro. Hizo eso sin volverse, mirándolo por el espejo del tocador. Le dio dos palmaditas en el dorso de la mano y continuó arreglándose las uñas. Los saludos habían concluido.

              A través de la ventana abierta prorrumpió la risa de los jóvenes. Ulpiano se acercó y miró hacia abajo, al inmenso jardín que había detrás de la casa. Su hija conversaba con un apuesto mozo que él no recordaba haber visto. Se encontraban de pie, junto al jacarandá, ella de espaldas a la ventana y él de frente. ¡Qué linda que se veía su hija! Estaba vestida deportivamente, toda de blanco, con un pantalón ceñido que destacaba su fina cintura. Su bella cabellera castaña le caía ondulada y libre sobre los hombros. Por un momento le pareció ver a Lucila, su esposa, veinte años atrás.

              Un poco más al fondo, junto a la piscina, había otra pareja que reía constantemente; pero las risas que había escuchado antes provenían de un grupo de ocho o nueve jóvenes, muchachos y muchachas, que platicaban muy animadamente alrededor de una de las mesas, bajo la sombra acogedora de un parasol.

             ─¿Quiénes son los jóvenes?

             ─Amigos de María Cristina.

             ─Yo sé. Pero ¿quiénes?

              A Ulpiano le molestaba que no le contestaran con precisión.

             ─Más o menos los mismos de siempre: Tulio Castellanos, María Isabel Palacios, Amparito, Totó...

             ─Ahí veo unas caras nuevas─insistió Ulpiano, interesado siempre en saber quiénes eran los amigos de su hija.

             ─Están Juan José Velasco─continuó su esposa─, Luz Helena, Camilo Pinto (el hijo mayor del doctor Pinto), Ana María Bedoya (que estudió con María Cristina)...

             ─¿Quién es el que está charlando con María Cristina?

              Lucila se puso de pie y miró por la ventana.

             ─No recuerdo el apellido. Se llama David. Es un judío, el hijo de los dueños de Sileja.

             ─Edri─gruñó Méndez─. Hace unos días me reuní con su padre.

             ─¿Y eso?

             ─Probablemente vamos a hacer un negocio juntos.

             ─¿Qué negocio?

             ─Un negocio.

              Con eso clausuró el tema. A Ulpiano no le gustaba hablar de negocios con los no entendidos, y en especial con su esposa.

             ─¿Dónde habrá conocido María Cristina a un muchacho judío?─dijo, haciéndose la pregunta más a él mismo que a su mujer.

             ─Quién sabe. En alguna fiesta, me imagino. Últimamente uno se encuentra toda clase de gente en las fiestas. Los tiempos han cambiado mucho.

              Se retiró de la ventana.

             ─Sí, supongo que sí─dijo él, retirándose también.

             ─La vida es mejor hoy día; es más fácil, más vivible.

             ─Eso dicen las mujeres, como si no vieran el desmoronamiento moral de nuestra época.

             ─La gente no es más inmoral hoy de lo que era hace años. Lo que pasa es que en la actualidad las cosas se dicen con mayor franqueza y se hacen más abiertamente; eso es todo.

             ─¡Vamos! No sabía que eras tan... "moderna".

             ─No soy moderna, Ulpiano, pero hay que reconocer que las normas han cambiado.

             ─Pues yo prefiero las cosas como eran antes. Por lo menos no se veía tanta putería.

              Lucila sonrió.

             ─Habló el moralista.

              Ulpiano titubeó un instante, no sabiendo si enojarse por la ironía, o tomarla a la ligera. Optó por lo segundo y le devolvió la sonrisa a su esposa. Al fin y al cabo, ¿acaso no aportaba él su cuota a lo que acababa de denominar "putería"?

             ─Ahora vuelvo─dijo.

             ─¿Adónde vas?

             ─A conocer a los muchachos.

             ─¡Déjalos, por Dios! No seas metido.

             ─Sólo un minuto.

             ─Ulpiano, no hagas el ridículo. Es una reunión de jóvenes. ¿Qué vas a hacer allá?

             ─Solamente quiero ver qué clase de gente invita María Cristina a casa y al instante regreso.

             ─Si quieres saber a quiénes invitó, pregúntaselo más tarde y ella te lo dirá.

             ─No. Quiero saberlo ya.

             ─¡Qué pesado! La vas a hacer sentir mal.

             ─No te preocupes, que yo sé lo que hago.

             ─¡Ulpiano!─alcanzó a exclamar Lucila cuando él salía del cuarto.

              Ulpiano bajó las escaleras y se dirigió al jardín. Caminó unos pasos y se detuvo. Pocos metros más adelante su hija continuaba de pie junto al mismo muchacho. Los observó. El rostro del joven estaba parcialmente obstruido por la cabeza de Cristina. Sólo él hablaba. "¿Qué tantos cuentos le echa?" se preguntó Méndez. "¿Y tiene el maldito que pegársele tanto para hablar?" Aguzó el oído, mas no pudo captar lo que decía. Difícilmente alcanzaba a llegarle el sonido de la voz, ahogado por el ruido de la brisa que se escurría entre las matas. En cierto momento el joven se apercibió de su presencia. Cesó de hablar e hizo un movimiento hacia atrás, dejando caer el brazo a su lado. Recién entonces el viejo se dio cuenta de que el muchacho había estado teniéndole la mano a su hija. María Cristina se volvió para ver lo que había turbado a su acompañante. Cuando advirtió a su padre caminó hacia él, lo abrazó y lo besó en la mejilla.

             ─¡Hola, papi! ¿Qué haces ahí tan calladito?

             ─Quihay, mi amor. Aquí, observando...

             ─¡Ajá! Espiando, ¿no?─dijo Cristina entre risas, mientras lo tiraba de la mano.

             ─Como que interrumpo una conversación muy interesante.

              Cristina lo condujo hasta donde había quedado su compañero.

             ─Te presento a David, papá.

             ─David Edri. Mucho gusto, doctor─dijo el joven.

              Ulpiano Méndez le extendió la mano.

             ─¿Edri? Conozco muy bien a su papá... Supongo que León Edri es su padre, ¿no?

             ─Sí señor, sí es.

              Ulpiano observó el rostro agradable del joven de unos veintidós años de edad. Era un rostro delgado, de piel que seguramente sería muy blanca de no estar bronceada por el sol. La frente amplia, las cejas gruesas y la nariz recta pero algo grande, daban a la cara un toque de seriedad difícil de encontrar en mozos de su edad.

             ─Edri─repitió Méndez, sus ojos fijos en los del joven─. Interesante. Yo creía que todos los hebreos tenían apellidos como Goldstein, Grinberg o Rabinovich.

              David creyó detectar un sabor antisemita en la observación, pero eligió ignorarlo. No estando seguro, era preferible no darse por ofendido. El comentario podía reflejar simplemente una curiosidad sin malicia. Al joven no se le pasó por alto el hecho que Méndez había utilizado la palabra "hebreo" en lugar de "judío". Este último vocablo en Latinoamérica todavía conservaba una connotación peyorativa y David no sabía si el aristócrata lo había evitado adrede o si la palabra escogida le había salido espontáneamente, sin consideraciones.

             ─Apellidos como los que usted mencionó son típicos askenazíes.

              El doctor Méndez se quedó mirándolo con esa mirada de inteligencia que pone la gente cuando oye una palabra que no conoce, o algo que no entiende, pero no quiere mostrarse ignorante. Aguardó a que el otro continuara, también como hace la gente, esperando captar el sentido de lo dicho con la ayuda de lo que habrá de escuchar a continuación.

             ─Mi apellido es netamente hebreo─prosiguió David, sin que la explicación etimológica que se aprestaba a dar arrojara mayor luz sobre lo que había dicho─. "Eder", que también es un apellido, quiere decir "rebaño", y "edrí" significa "mi rebaño".

             ─Ajá... Bueno, espero que la pase bien─dijo Ulpiano, buscando cambiar el tema por otro en el cual se sintiera más cómodo.

              Los idiomas extranjeros y todo lo que tuviera que ver con ellos le provocaban horror.

             ─Gracias, doctor Méndez.

             ─Cristina, ¿me quieres presentar a tus otros amigos?

             ─Por supuesto, papá. Permiso, David─dijo, y se retiró cogida de brazo por su padre.

              David los vio acercarse al grupo que charlaba alrededor de la mesa. Los muchachos interrumpieron su animada conversación mientras Cristina hacía las presentaciones. Eran todos apuestos, bien vestidos y de buenos modales, como conviene a jóvenes de la alta sociedad. Cada uno hacía una venia con la cabeza y decía algunas palabras cuando le llegaba el turno. Ulpiano ya se despedía cuando David se unió al grupo.

             ─Bueno, muchachos, ¡que se diviertan!─gritó el viejo mientras se retiraba.

              Al caminar hacia la casa alzó la vista. Desde la ventana de su habitación, en el segundo piso, Lucila lo miraba.