Gólojov

                                                                                                  6 de mayo de 1926

             

Querido Leib:

              No sabes qué alegría me dio recibir tu carta. Desde que te fuiste pasó un mes sin que tuviéramos noticias tuyas. Esta tarde, cuando recibí tu misiva, corrí a casa de tu mamá para darle las nuevas y me encontré con que ella también había recibido una carta. Se le veía la felicidad en la cara. Ya podrás imaginarte lo preocupada que estuvo hasta el día de hoy.

              Más que la carta en sí, me alegró el hecho de que me hayas escrito; quiero decir, el hecho de que cumpliste. Ahora sé que de verdad nos mantendremos en contacto toda la vida. Créeme que he pensado mucho en eso. Tú partiste hacia el Occidente y yo, tan pronto pueda, me iré al Oriente. Quién sabe si nos volveremos a ver. Tengo fe que sí. Somos jóvenes y la vida está llena de sorpresas.

              Me parece increíble que estés en París. Me imagino cómo te verás con tu traje nuevo entre tanta gente elegante. ¿De veras es París tan esplendoroso como dicen? Debe ser muy emocionante caminar por sus anchas avenidas, ver las plazas y los monumentos. He oído que los judíos de París no hablan idish. ¿Es así? ¿Cómo haces para entenderte con ellos?

              Quiero que me cuentes todo lo que veas, lo que hagas. A ti te queda mucho más fácil escribir cartas que a mí, pues tienes tanto que contar. Aquí en Gólojov nunca pasa nada... nunca pasará nada.

              A partir del mes entrante y durante todo el verano voy a trabajar ayudándole a mi tío Elimélej. Me va a enseñar el oficio de peletero. Yo quiero mucho a mi tío y aprecio que me enseñe su oficio, aunque dudo que esa profesión me sea útil en Eretz Israel.

              En el último tiempo me he topado con Rújel varias veces. A ratos me da la impresión de que los encuentros no son por casualidad, sino porque ella se las arregla para que ocurran. ¿Y sabes por qué? Porque quiere averiguar sobre ti. Siempre me pregunta, así como de paso, si recibí carta tuya. Hoy, cuando le dije que sí, puso tamaños ojos. Me pidió que se la dejara leer. Claro que le dije que no (no sé si te gustaría que se la mostrara), pero le conté a grandes rasgos lo que escribiste. Se mostró muy interesada y me solicitó que te transmitiera sus saludos en mi próxima carta. Como ves, estoy cumpliendo con el encargo.

              Parece que todo el mundo estaba esperando que yo recibiera carta tuya, porque Rújel no fue la única que me preguntó por ti. ¡Medio shtetl lo hizo! Zvi y el salvaje de Itzik no dejan pasar un día sin hablarme del amigo Leib. En el jéder todos quieren saber cómo te ha ido. Hasta el rav Zuntz me preguntó si recibí noticias tuyas.

              A propósito del lérer: Hace unos días, en la mitad de la clase, se puso blanco como la nieve y se desplomó. Creímos que le había dado un ataque al corazón; pero no. Así como estaba, caído en el suelo, nos preguntó qué hacíamos todos a su alrededor y ordenó que nos sentáramos. Luego se acomodó en su silla y le pidió al gordo Hersh que le trajera un vaso de agua. Se lo tomó y─¿has de creerlo?─ continuó con la lección como si nada hubiera pasado. Pobrecito el rav Zuntz. Quién sabe qué fue lo que tuvo. Itzik dice que el viejo está chiflado. Puede que tenga flojo un tornillo, pero no hay duda de que es un hombre extraordinario.

              Leí con sumo interés los versos que tu patrón escribió. Me parece simpatiquísimo que alguien sea a la vez relojero y poeta. Aunque ¿por qué no? Si en Gólojov hay varios casos análogos, con mayor razón debe haberlos en París. Fíjate: Tenemos a mi tío Elimélej que es peletero y también poeta; a Shloime Rubinstein que es sastre y a la vez violinista; a Marc Shostak que es carpintero y escultor; por no decir nada del rav Zuntz que es maestro de escuela y filósofo. Le mostré los versos del señor Schwarzbard a mi tío Elimélej y opinó que son muy buenos, pero no tanto como los suyos, claro está.

              Por lo que me escribes, Shalom Schwarzbard debe ser una persona muy interesante y creo que tuviste suerte de conseguir trabajo donde él. Si quieres escuchar el consejo de un amigo, debieras quedarte unos años en París para adquirir experiencia y ahorrar algo de dinero. No veo la premura de ir a América. Llegar allá sin plata no debe ser nada divertido. No cuentes con que la buena suerte que te acompañó en París te vaya a seguir por doquier.

              Casi me muero de la risa al leer tu nombre en la dirección del remitente del sobre. ¡León! Nunca pensé que ibas a traducir tu nombre. ¿Quieres que te teman en el Nuevo Mundo? "León" suena como una fiera terrible, mientras "Leib" es completamente inofensivo, como todo lo que se dice en idish. ¿Te diste cuenta alguna vez que las expresiones de furia, las amenazas y las órdenes pierden fuerza en nuestro idioma? Definitivamente, el idish es una lengua que sólo sirve para reír y llorar. "León" infunde respeto. Me gusta. Creo que te seguiré llamando así.

 

                                                                                                                Con cariño,

                                                                                                                Berl

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                      5 

 

 

 

              La primera vez que se cruzó con ella creyó no haber visto bien, pero en esta ocasión estaba seguro. Definitivamente: la desconocida le había hecho una seña con la boca. Ocurrió en la calle, temprano en la noche, poco tiempo después de haber salido del trabajo. Se dirigía a "su casa", una pequeña pieza que había tomado en alquiler pocos días antes en la rue Monge, no muy lejos del Boulevard Saint Germain, cuando la vio venir. La mujer caminaba pausadamente en dirección opuesta a la suya. Se quedó observándola porque le pareció atractiva y se sintió incómodo al ver que ella, en lugar de bajar la vista, le miraba fijamente a los ojos. Al momento de cruzarse, ella hizo un gesto con los labios. Fue una especie de beso dado al aire. El adolescente siguió de largo sin volver la cabeza, como si nada le hubiera llamado la atención, pero la coquetería de la damisela lo dejó perturbado. Unos días después se la encontró de nuevo. Se estremeció al verla. Ella pasó por su lado mirándolo fijamente y le sonrió. También esta vez León siguió de largo, pero su ánimo se había inflamado. Al llegar al final de la cuadra dobló la esquina, giró sobre sus talones y con cautela asomó la cabeza por el borde de la pared. Contempló la silueta femenina que se alejaba lentamente, fascinado por el cuerpo esbelto, la delgada cintura y el sensual caminar. Empezó a seguirla guardando una prudente distancia. La mujer se detuvo al llegar a la esquina; no dobló ni cruzó la calle, sino se quedó de pie en el andén. Fue entonces cuando León aceptó lo que antes sólo había sido una sospecha: se trataba de una prostituta. Atravesó la vía para observarla desde la acera de enfrente. ¡Qué vulgar se veía esa figura de la noche, con la blusa ceñida al cuerpo, la falda corta y los zapatos de tacones altos! ¡Qué vulgar, pero qué bella! pensó León y sintió vergüenza de su pensamiento. Notó que las personas que se cruzaban con ella se volvían para observarla. Seguramente se queda mirando a todos los hombres que pasan y les hace señas obscenas, se dijo.

              Nunca en su vida había visto a una prostituta, y la presencia de aquélla lo trastornaba. Ciertamente, en Gólojov no había ni una. Había una tal Éñele Grossman, de quien León recordaba a su padre decir ─por encima de las protestas vehementes de su madre y de sus tías─ que era una puta. Pero ¡qué va! Era una mujer como cualquier otra del pueblo. Por lo menos, él nunca le había notado nada de especial. La llamaban "Féiguele"[21] y las malas lenguas decían que la vocación le venía de su madre.

              Cuando Leib platicaba con sus amigos del shtetl, ocurría a veces que las charlas sobre deportes o travesuras terminaban en alguno de esos temas sexuales que tanto intrigan a los adolescentes. "En todas las ciudades del mundo hay putas", les había dicho en cierta ocasión Zvi. "En Varsovia hasta hay putas judías." Se desató entonces una violenta discusión entre Berl y Zvi, pues el joven idealista podía aceptar la primera afirmación, pero no la segunda. Discutíamos sin saber de qué hablábamos, recapacitó Leib. Él era el primero entre sus amigos que veía una mujer de vida licenciosa y se hallaba hechizado ante su presencia.

              Un hombre se acercó a la mujer y platicó con ella un rato antes de continuar por su camino. La mujer también continuó por el suyo hasta llegar a una vitrina iluminada, donde se detuvo de nuevo. Se encontraba casi frente a León, al otro lado de la calle, apoyándose en una sola pierna y con el brazo sobre la cadera, en una pose que realzaba las curvas de su cuerpo. Otro hombre se le acercó y cambió unas palabras con ella. Luego los dos se fueron caminando juntos. León no tuvo que seguirlos mucho. Unas dos cuadras más adelante los vio entrar en un edificio de fachada descuidada y oscura. "Hotel Etoile", decía el letrero luminoso sobre la entrada del sórdido establecimiento. La pareja desapareció tras las puertas del edificio donde habría de entregarse a quién sabe qué pecaminosas delicias.

              Día tras día, al salir del trabajo, León se veía inexorablemente atraído hacia el Hotel Etoile, donde rondaba por las calles aledañas en busca de la damisela que lo había embrujado. Se dio cuenta de que muchas mujeres que deambulaban por el barrio practicaban la misma profesión y se sorprendió de no haberlas notado antes. Pero sólo ésa, la que le pasó de cerca aquella noche sin quitarle la vista de encima, ejercía sobre él tal fascinación. Cuando la localizaba la seguía de lejos, como atraído por una fuerza magnética que lo hubiera arrastrado hasta ella, si no fuera porque su miedo constituía una fuerza aún mayor. Amparado por las sombras de la noche caminaba detrás de la hechicera hasta que, tarde o temprano, las puertas del Hotel Etoile se la tragaban junto con su compañero de ocasión. A veces no la localizaba, entonces se colocaba a prudente distancia del hotel para verla salir. Siempre salía sola; el cliente aparecía minutos antes o después.

              Una semana había transcurrido desde que León inició sus rondas, las cuales él mismo principiaba a considerar como una morbosa obsesión. Cierto día salió del trabajo y se dirigió a su casa resuelto a no buscar más a quien tanto lo seducía, pero anhelando en el fondo que la casualidad lo hiciera toparse con ella. El camino más directo pasaba por donde la damisela solía rondar, lo cual le brindaba a él la oportunidad de "ayudarle a la casualidad", sobre todo si caminaba despacio. De repente la vio aparecer en una esquina. La silueta se mecía sensualmente mientras se dirigía hacia él. El golpe seco de los tacones contra el pavimento lo hizo estremecer. Se le encendió la cara y su corazón empezó a latir violentamente. Vio la boca sonriente y los ojos fijos en él, cada vez más cerca, que parecían llamarlo.

             ─Hola─le dijo León cuando la tuvo a su lado.

              Tal vez no quiso decirlo; se le salió.

             ─Hola, buen mozo. ¿Quieres venir conmigo?

             ─Sí─dijo con voz inaudible y tragó saliva.

             ─Ven.

              El joven vaciló.

             ─Eh...

             ─¿Qué pasa?

             ─No sé si tengo suficiente dinero.

             ─¿Cuánto tienes?

             ─Veinte francos.

             ─Es suficiente─dijo ella y le tomó del brazo.

              Caminaron en silencio. León pensó que debía decir algo, pero no se le ocurrió nada. Sin darse cuenta cómo ni cuándo había llegado, se vio cruzando las puertas del Hotel Etoile.

             ─Salut, Clau.

              Era la voz del viejo en mangas de camisa que se encontraba revisando unos papeles tras el mostrador.

             ─Salut, mon chou contestó la damisela.

              El recibo del hotel era una pieza de color fucsia con un pequeño mostrador junto a la pared del fondo. De uno de los costados salía una escalera de madera entapetada en un raído y sucio tapete rojo. Un olor peculiar, como a humo de cigarro perfumado, dominaba el ambiente.

             ─Paga cinco por la pieza─le dijo la mujer a León.

              El muchacho sacó cinco francos y los colocó sobre el mostrador. El viejo tomó el dinero y puso una llave en su lugar.

             ─La ocho─dijo sin dirigirse a ninguno de los dos en particular.

             ─¿Hay que llenar el registro?─inquirió León en su francés desbaratado.

              El viejo miró a la ramera y le hizo un gesto de perplejidad con la cejas. Ella se rio. Con una mano tomó la llave y con la otra el brazo de León.

             ─Ven─le dijo, y lo tiró de la manga hacia la escalera.

              La mujer subió primero y el muchacho, asustado y encantado a la vez, seguía detrás del trasero forrado que se mecía de un lado al otro. Subieron dos pisos.

             ─¡Uf!─exclamó la mujer cuando llegaron al pasillo─ Quedé sin aliento. ¿Tú no, mi amor?

              León contestó negativamente moviendo la cabeza. Menos mal que no me llamó así delante de nadie, pensó. Ella se rio como si hubiera leído su pensamiento, luego se dirigió a la puerta número ocho y la abrió. Entraron en la habitación y ella cerró la puerta.

             ─¡Qué guapo eres! ¿sabes?─dijo poniéndole los brazos sobre los hombros.

             ─Sí─contestó el joven completamente turbado.

              "¡Vaya contestación estúpida!" se dijo. Ella sonrió y a León se le ocurrió que cuando un hombre y una mujer están tan juntos los pensamientos se compenetran.

             ─Eres gracioso.

              León la estrechó en sus brazos, pegó sus labios cerrados contra los de ella y los dejó unos instantes antes de retirarlos haciendo un ruido de beso. La mujer soltó una carcajada.

             ─¡De veras que eres gracioso!

              El muchacho se quedó mirándola sin compartir la risa. Se raspó los labios con los dientes y sintió el sabor del lápiz carmesí.

             ─No veo nada gracioso.

             ─No seas tan serio.

             ─... Es mi primera vez.

             ─Se te nota.

              León soltó lo que hasta ese momento no se había atrevido a decir:

             ─Quiero que me enseñes todo.

              Ella prorrumpió en una carcajada mayor que la anterior.

             ─¿Qué es tan chistoso?

             ─Nada─contestó ella tratando de contenerse.

             ─¿Entonces?

             ─No hay nada que enseñar. Tú simplemente haces lo que quieras... ¿Cuántos años tienes?

             ─Dieciséis y medio.

             ─"y medio". ¡Qué lindo!

             ─¿Te burlas de mí?

             ─No, mi amor. ¡Cómo se te ocurre! Digo que qué linda edad... ¿Cómo te llamas?

             ─Victor.

              Mejor que no sepa quién soy, pensó. Satisfecho de haber contestado sin titubear, se sintió un poco más seguro.

             ─Y tú ¿cómo te llamas?

             ─Claudine.

             ─¿Eres de París?

             ─Sí; pero tú no. Tienes un acento muy simpático. ¿De dónde eres?

             ─De Rusia.

             ─¡Ouais! ¿De Rusia?

             ─Sí. Hace un mes que llegué.

             ─¡Increíble! ¿Y tan rápido aprendiste el francés?

             ─A duras penas lo hablo.

             ─Hablas de una forma muy rara, pero se te entiende.

             ─¿Sí? Casi no me has oído hablar.

             ─Y no creo que te vayaa oír. No piensas que nos vamos a quedar charlando toda la noche, ¿verdad?─dijo con una sonrisa, pero sin ánimo de burla─ Ven, corazón. Ponte cómodo y espérame un momentito. Voy al baño y ya vuelvo.

              Se quitó la chaqueta, la tiró sobre la cama y salió del cuarto. Sus pasos se perdieron en el corredor. Tan pronto León se vio solo cruzó por su mente la idea de aprovechar la ocasión e irse, mas no se movió.

              Miró a su alrededor. Se hallaba en un cuarto de tamaño regular, sin servicios sanitarios ni closet. Unas cortinas largas y sucias, color vino tinto, tapaban la ventana. La sábana blanca que doblaba sobre la colcha floreada, a la cabecera de la cama doble, se veía limpia y bien planchada. También las fundas de las almohadas se veían limpias. A un lado de la cama: la mesita auxiliar con una pequeña lámpara de pantalla roja. En una esquina de la habitación: una mesa de madera, redonda, sencilla, sobre la cual reposaban en forma conspicua un jarrón lleno de agua, un platón y dos toallas pequeñas. Junto a la mesa: dos sillas, igualmente de madera y sencillas. La pared contra la cual se hallaba la cama era rosada, las otras tres, de color crema. Dos cuadros adornaban la estancia: uno de una mujer desnuda, blanca y rubia, recostada sobre un diván; el otro, un paisaje idílico.

              Desde el pasillo llegó el ruido del inodoro al bajar el agua. León se sentó en una de las sillas y esperó. Un minuto después entraba Claudine.

             ─¿Qué? ¿Todavía estás vestido? Vamos, muchacho.

              La mujer se sentó al borde de la cama, frente a él, y se quitó los zapatos. El joven principió a desvestirse y a medida que se quitaba cada prenda la acomodaba cuidadosamente sobre la silla. Ella lo observó un momento antes de empezar a desvestirse también. Mientras se despojaba de sus prendas tarareaba en voz baja una canción. León se hacía el que nada le llamaba la atención y fingía ocuparse de doblar su ropa; pero de cuando en cuando levantaba la vista por un instante para ver el cuerpo femenino desnudarse. Primero voló la blusa que fue a parar sobre la cama, junto a la chaqueta. Claudine quedó en su faldita roja y sostén negro. Luego la falda cayó al piso dejando al descubierto las medias de malla y el liguero que las sostenía. Sentada al borde de la cama, la mujer alzó una pierna, apoyó el tobillo sobre la rodilla de la otra, y se inclinó para examinarse algo en la punta del pie. A continuación se desabrochó el liguero y empezó a bajarse las medias. El adolescente se creyó enloquecer. Con tal fuerza le golpeaba el corazón que sentía en las sienes la repercusión de los latidos. Claudine se había quedado solamente con el sostén y los calzones puestos, estos últimos, como el primero, negros, pequeños y con los bordes de encaje. A León se le cayeron los pantalones al suelo y al agacharse a recogerlos tumbó la silla. Azarado, se apresuró a ponerla de pie y a acomodar su ropa de nuevo, doblándola con manos temblorosas. Todo se desarrollaba rápidamente. Claudine había acomodado sus prendas en una punta del respaldar de la cama y estaba ahora acostada sobre la colcha, totalmente desnuda. León se quedó mirándola. Era una mujer muy blanca, de unos veinticinco años de edad, bonita de cara y cuerpo. Las cejas oscuras reforzaban la belleza de sus grandes ojos pardos. Tenía el pelo rizado, castaño oscuro, y lo usaba corto, un poco caído sobre la frente. La nariz era algo larga, pero recta y bonita. Los labios gruesos y los pómulos ligeramente salientes le daban un cierto aire ordinario, mas no por eso menos atractivo. Sus senos eran grandes y los pezones oscuros y protuberantes. No era alta ni bajita, y a pesar de sus anchas caderas su cuerpo era muy bien proporcionado. Llevaba las uñas de las manos y de los pies pintadas de rojo encendido.

             ─¿Ya?─preguntó incorporándose en el lecho.

              León estaba en calzoncillos y tenía los zapatos puestos.

             ─Ya casi.

             ─¿Quieres que apague la luz?

             ─No. Está bien así.

              Se quitó los zapatos y los calcetines. Colocó los primeros debajo del asiento y los segundos encima. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se quitó los calzoncillos y los puso sobre la ropa. Inmediatamente, como quien resuelve algo mejor, sacó los calcetines por debajo del calzón y los colocó encima de los zapatos. Cuando levantó la vista vio que Claudine tenía los ojos fijos en su pene.

             ─¿Musulmán?─preguntó ella.

             ─Judío.

              Durante unos segundos ninguno se movió, ninguno dijo nada. Fue ella quien rompió el silencio.

             ─Bueno, ¿vienes?

             ─Quiero que me enseñes todo.

             ─¿Otra vez?

              Claudine le hizo una mueca de reproche y se rio.

             ─Yo sé que te lo debo meter... pero...

             ─Así como lo tienes no podrás meterlo en ninguna parte.

             ─¿Te burlas de mí?

             ─No, corazón. No digas eso. Ven, amorcito. Ven a mis brazos, dame un besito y verás como todo se arregla solo.

              El muchacho se montó en la cama y se echó sobre el cuerpo que lo esperaba con los brazos abiertos. Claudine pegó un grito y dio un salto sobre el colchón.

             ─¡Bruto! ¡Tienes las manos congeladas!

              León retiró las manos y las dejó en el aire, sin saber qué hacer con ellas.

             ─Hace frío─dijo.

             ─No hace frío. Frótate las manos. 

              León se las frotó.

             ─Frótatelas más─ordenó, temerosa de sentirlas de nuevo.

              Poniendo cara de niño regañado, el joven se estregó con fuerza una mano contra la otra.

             ─Creo que ya no están frías─dijo.

              Ella se las cogió. Prefería asegurarse antes de dejarse tocar.

             ─Están bien... más o menos. Ven, mi amor.

              Y diciendo esto le colocó las manos sobre sus senos.

             ─Siéntelos─le dijo─. ¿Te gustan?

              El muchacho tragó saliva. Los acarició. Ella le corrió las manos hacia los costados y pegó su cuerpo al suyo. León la abrazó y puso los labios contra los de ella, listo a darle un beso sonoro como el que le había dado antes. Cuando sintió la boca abierta que le chupaba los labios se turbó aún más. Le apretó el cuerpo con tal fuerza que la pobre exhaló un sonido y se quedó sin respiración.

             ─No tan fuerte, por favor─susurró ella, tratando de tomar aire.

              Él aflojó. Continuaron entrelazados, acariciándose y besándose. De pronto dejaron de moverse.

             ─¿Qué pasa?

             ─No sé... No se me para.

             ─Estás muy nervioso.

             ─No estoy nervioso.

              Se sentó en el lecho. Claudine hizo otro tanto.

             ─Estás tenso. Relájate.

             ─No sé qué me pasa.

             ─Estas cosas ocurren. No es nada, corazón. ¿Quieres irte?

             ─No.

             ─Bueno. Espera un rato y verás que todo estará bien. Relájate, amorcito.

              Sin decir más, cogió el falo del atolondrado muchacho y se dio a la tarea de propinarle un masaje. Él se dejó hacer mientras la miraba a la vez excitado, intrigado, extasiado y asustado. En cuestión de segundos vino la erección y acto seguido el orgasmo. La eyaculación los tomó a los dos por sorpresa.

             ─¡Ugh!─alcanzó a gruñir él.

              Como una fuente saltó para arriba el semen, cayó sobre el hombro de Claudine y principió a escurrir brazo abajo.

             ─¡Zut!─exclamó ella, soltándole el miembro.

              Él se quedó pasmado, incapaz de moverse o de articular palabra. La mujer corrió hacia la mesa donde reposaban la jarra y el platón. Se estaba terminando de lavar el brazo cuando León logró componerse.

             ─Perdone usted... Lo siento mucho...

             ─¡Ya lo creo que lo sentiste!

             ─No quise...

             ─Está bien.

             ─Nunca hubiera...

             ─Te dije que está bien. Ya, basta.

              El muchacho suspiró.

             ─Y ahora ¿qué?

             ─Mijito, creo que la fiesta se acabó. Si antes no podías, ahora sí que no hay esperanzas.

              León miró su pene reducido al tamaño de una habichuela y no dijo nada.

              La prostituta empezó a vestirse. Él no le quitaba los ojos de encima, pero al contrario de cuando la observaba desvestirse, esta vez la miraba con más curiosidad que entusiasmo. La fuerza magnética había desaparecido. Es bonita, pensó, pero no tanto como le había parecido cuando la vio en la calle. La oscuridad hace lo suyo. Tal vez se maquilla demasiado. Ahora ya no se veía de veinticinco años, sino de unos treinta y cinco. Aparentemente, sólo la cara reflejaba los abusos del cuerpo, pues éste se mantenía joven y bello. En Gólojov no había ni una mujer con un cuerpo así. Todas eran tan robustas, tan cuadradas...

              Claudine se encontraba en ropas menores. Se había acomodado el liguero y estaba principiando a ponerse las medias de malla. El muchacho recordó lo que había comentado Zvi en alguna ocasión: Una mujer medio desnuda es más incitante que una desnuda del todo. ¡Cuánta razón tenía!... pero ¿de dónde podía saberlo?

             ─Mirón─le dijo ella con una sonrisa y siguió vistiéndose.

              Las mallas tenían un roto por donde asomaba el dedo gordo del pie. Seguramente, pensó León, eso era lo que se examinaba cuando se las quitó. Observó que Claudine tenía un pequeño moretón en el muslo y le llamó la atención que no se lo hubiera notado antes. ¡Qué rápido se vestía ella! ¡Y tan poquita ropa que usaba! Nunca había visto a una mujer vestirse o desvestirse en Gólojov, pero estaba seguro de que todas llevaban encima más prendas que ésta. Los zapatos de tacón alto taparon el hueco de las medias; y la faldita roja, el moretón del muslo. Por la mente del joven cruzó la idea de que las putas se ven más lindas vestidas.

              De repente se sintió incómodo de estar desnudo junto a una mujer vestida. Principió a vestirse apresuradamente mientras ella se peinaba y se arreglaba la cara frente a un espejo diminuto que había sacado de su cartera.

             ─Estoy lista, amorcito.

              León sacó todo el dinero que le quedaba y se lo entregó.

             ─Eres un ángel, corazón─dijo ella, y le dio un beso en la boca.

              De nuevo percibió el sabor del lápiz labial. Quiso limpiárselo pasándose la mano por la boca, pero se abstuvo para no ofenderla. Sintió que le correspondía decir algo.

             ─Espero que nos volvamos a ver.

             ─Mi amor, tú sabes en dónde puedes encontrarme.

             ─Adiós.

             ─Au revoir, Victor.

              Claudine─o como se llamara de veras─ salió de la pieza. El niño que quedó adentro, descalzo, con la boca untada de rojo, saldría del Hotel Etoile unos minutos después, más hombre de lo que había entrado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                    6

 

 

 

              Lo llamaban Samuel, pero su verdadero nombre era Shalom. Shalom Schwarzbard no tenía una caja fuerte, como tiene todo relojero que se respeta. En su mesa de trabajo tenía un cajón cerrado con llave donde guardaba ciertos repuestos y los relojes más costosos que le entregaban para arreglar. Si alguien le traía un reloj con cadena de oro, separaba la cadena del reloj.

             ─Guarde usted la cadena ─le decía al cliente─.  Yo no la necesito para arreglar el reloj.

              Shalom le había enseñado a León el lugar donde escondía la llave del cajón, pues entre el relojero y su ayudante había una confianza absoluta.

              Se habían conocido un mes antes, cuando León se apareció en el taller provisto de una carta que le había dado su madre. El relojero simpatizó de inmediato con el joven inmigrante. Le dio tanto pesar de verlo desorientado e indefenso que le ofreció un puesto como aprendiz, a pesar de que no necesitaba ningún ayudante. Fue así como al día siguiente de su arribo a París, León Edri ya tenía trabajo. Se desarrolló rápidamente una relación de amistad entre los dos, en la medida en que pueda haberla entre un adolescente de dieciséis años y un hombre de cuarenta. No salían juntos, pero trabajaban muy a gusto. Charlaban horas enteras en la relojería y al cabo de unos días se conocían como si se hubieran criado en la misma casa. León le había contado todo sobre su familia, sus amigos y sus planes de viajar a América. Shalom, en cambio, nunca hablaba de sus planes para el futuro, ni de su familia.

             ─La perdí toda─le dijo una vez─ y prefiero no hablar de ello.

              Pero de otros temas sí hablaba, expresándose con soltura y entusiasmo. Al muchacho salido de Gólojov le fascinaba escuchar las historias de París que su patrón contaba con mucha gracia y, tal vez, algo de imaginación. Shalom sabía historias de los inmigrantes judíos de Le Marais, de los millonarios de la rue du Faubourg Saint-Honoré, del bajo mundo de Montparnasse y de la nobleza rusa que, habiendo caído en desgracia después de la revolución bolchevique, se encontraba por toda la "ciudad luz" desempeñando los más diversos oficios ante la mirada indiferente del pueblo francés. Pero las historias que más cautivaban al joven inmigrante eran las que Shalom había vivido en carne propia, cuando sirvió en la legendaria Legión Extranjera durante la primera guerra mundial.

             ─Mira─le dijo a su ayudante la primera vez que le habló de sus aventuras, y sacó del cajón de su mesa de trabajo un pequeño estuche de madera.

              León miró y se quedó perplejo. ¡En el estuche había una cruz! ¿Qué significaba eso? ¿Había Shalom renegado de su religión? Contempló la cruz dorada, la cual no era como las que conocía de Rusia y que usaban los prelados de la iglesia ortodoxa. Ésta estaba adornada con líneas de colores y tenía las extremidades ensanchadas.

             ─¿Qué es?

             ─¡La Croix de Guerre!─exclamó el ex legionario con orgullo─  Me la otorgó el gobierno francés.

              León sonrió de satisfacción... y de alivio. A fin de cuentas, el muchacho se había criado dentro del ambiente de intolerancia del shtetl, y el prejuicio religioso formaba parte de su bagaje cultural.

              Cuando Shalom se ausentaba del taller─lo cual hacía cada vez con mayor frecuencia─ León quedaba encargado del negocio, con facultad para recibir y entregar relojes. En cierta ocasión quiso abrir el cajón de la mesa de Shalom para sacar un minutero que él había guardado ahí, pero no encontró la llave. Como no podía adelantar su trabajo sin el minutero, se dio a la tarea de buscar otro que pudiera reemplazarlo. En esas estaba cuando halló la llave en una cajita llena de manecillas de reloj. Le llamó la atención que su patrón la hubiera ocultado allí y, más aún, que no le hubiese avisado. Pero la verdadera sorpresa se la llevó al abrir el cajón. En medio de los relojes y de los repuestos, junto a la Cruz de Guerra, saltaba a la vista un revólver. ¿Shalom guardando un revólver? No podía creerlo. La sola idea de que un judío pudiera tener un arma de fuego le era extraña. ¿Para qué diablos necesitaba Shalom un revólver? ¿Qué asuntos secretos podría tener su patrón?

              Formulábase esas preguntas cuando un ruido le hizo volver la cabeza. Era Shalom Schwarzbard que acababa de entrar.

             ─¿Qué haces en mi mesa?─gritó.

             ─Buscaba un repuesto... ¿Para qué tienes ese revólver?

              Shalom se acercó a la mesa y cerró el cajón de un golpe.

             ─¡No es asunto tuyo! Dame la llave.

              Aseguró el cajón y guardó la llave en su bolsillo. León regresó a su puesto. El incidente había terminado ahí. Ninguno de los dos volvió a mencionar el arma. "En verdad, no es asunto mío", se dijo el joven. Pocas cosas podían ofenderlo más que un grito. Trabajaron toda la tarde sin dirigirse la palabra, pero al día siguiente la tensión había disminuido. Se dedicaron a su faena como lo habían hecho hasta entonces, charlando sobre temas diversos, mas el ambiente ya no era el de antes. Ahora eran tres en el local: el relojero, el aprendiz y el revólver. Ese objeto inanimado que nadie veía, nadie oía, estaba allí todo el tiempo, interponiéndose entre los dos, estorbando la conversación, envenenando el ambiente.

              Cierta mañana León llegó a la relojería a las ocho, puntual como siempre en el trabajo, y encontró cerrado el local. Era la primera vez que ocurría, pues Schwarzbard madrugaba para abrir su negocio. El joven esperó en la calle, sin darle mayor importancia al atraso. Era un gusto estar al aire libre en aquel día fresco y lleno de sol. Siempre había dicho que mayo es el mes más bello del año, y ese día precioso confirmaba su opinión. Poco antes de las nueve llegó Shalom.

             ─Buenos días, Shúlem─saludó León, pronunciando el nombre en idish.

              –Hola.

              Había algo áspero en la voz.

             ─¿Qué te pasa?

              Shalom no contestó. Sacó del bolsillo un manojo de llaves, abrió las puertas del taller y se dirigió derecho a su mesa de trabajo.

             ─¿A qué se debe el mal genio?─preguntó León.

             ─No estoy de mal genio.

             ─Tenemos que terminar hoy sin falta el reloj de monsieur Foulleux─dijo el joven mientras se acomodaba─. Prometimos tenérselo listo para el veintisiete y ya estamos a veintiséis.

              Nuevamente Shalom no contestó. Fue entonces que el aprendiz se dio cuenta hasta qué punto se hallaba alterado su patrón. Estaba pálido y tenso. Movía nerviosamente las manos haciendo sonar el manojo de llaves.

             ─Toma –dijo, y se lo lanzó.

              El muchacho atrapó las llaves en el aire. Shalom se abotonó la chaqueta.

             ─Tengo que salir. Si no vuelvo en el curso del día, cierra el taller y... nos vemos mañana.

              El joven lo miró sin responder. Schwarzbard salió del local con el ceño fruncido y el paso largo, algo forzado. En ese instante León tuvo una corazonada. Se abalanzó sobre la mesa de Shalom y abrió el cajón que había quedado sin llave. El revólver no estaba. De un salto llegó a la puerta del local. Shalom se encontraba a media cuadra, alejándose a paso acelerado. Con manos temblorosas ajustó la puerta de hierro. Se demoró unos segundos hasta encontrar la llave indicada y poder cerrar. Cuando giró el cuerpo, su patrón ya se había perdido de vista. León corrió en la misma dirección y al llegar a la esquina lo vio caminando una cuadra más adelante. Pensó alcanzarlo y sujetarlo para impedirle hacer quién sabe qué locura; pero no se atrevió. Apenas si tenía el coraje de seguirlo. Caminó detrás de él durante largo tiempo, manteniéndose siempre a unos treinta o cuarenta metros de distancia. Bien hubiera podido seguirlo a un metro, pues Shalom no se volvió a mirar atrás ni una vez. Llegaron a una zona que León no conocía y que evidentemente era habitada por gente acomodada. Schwarzbard se detuvo frente a un edificio de cinco pisos, similar a todos los del barrio: fachada de piedra, portón grande de dos naves, ventanales largos con celosías y buhardillas en el techo.

              Desde lejos León le vio sacar su reloj y fijarse en la hora, levantar la cabeza y observar las ventanas de uno de los pisos altos, meterse las manos en los bolsillos, caminar nervioso de un lado al otro y recostarse contra el muro. Así, alternando siempre los mismos movimientos, pasó una hora, pasaron dos. Con frecuencia consultaba Shalom su reloj y cada vez que alguien salía por el portón sufría un sobresalto. En un momento dado apareció un individuo de mediana edad, cuyas facciones León no alcanzaba a distinguir bien. Su figura, algo corpulenta, se mantenía erguida. Usaba una chaqueta de cuero oscuro sobre un sweater de cuello alto. En sus manos llevaba un sombrero de felpa y un objeto de forma cilíndrica, como un papel enrollado. León comprendió de inmediato que ésa era la persona que su patrón había estado esperando, pues tras el sobresalto inicial Shalom se quedó inmóvil, cual fiera al acecho. El hombre miró unos instantes al relojero que parecía petrificado, se acomodó el sombrero y principió a caminar. Apenas alcanzó a dar dos pasos cuando Shalom recobró el movimiento. Algo tuvo que haberle dicho, porque el hombre se volvió súbitamente y se puso a gritarle. Shalom, a su vez, también le gritaba. León no oía claro lo que se gritaban, pero pudo captar que no era en francés. El individuo había levantado su objeto cilíndrico y lo agitaba en el aire. Al ver esto, el joven empezó a correr hacia ellos, pues presintió lo que iba a ocurrir. Schwarzbard desenfundó el arma. El hombre de la chaqueta de cuero bajó los brazos y dio un paso hacia atrás.

             ─¡Shúlem! ¡Shúlem!─gritaba León desesperadamente mientras corría con todas sus fuerzas.

              Schwarzbard también gritaba como enloquecido y no podía oír nada fuera de su propia voz. De repente, el golpe seco de un disparo percutió en el aire. La figura corpulenta tambaleó y cayó al suelo. Se escucharon voces y gritos lejanos. Ante la mirada horrorizada del adolescente, Shalom se acercó al cuerpo caído y le disparó otro tiro, y otro y otro, sin parar hasta que vació su revólver.

             ─¡Shúlem!─gritó sin aliento el muchacho cuando llegó a su lado.

              Shalom levantó la cara: el rostro tenso, los labios apretados y los ojos brillantes que aún desprendían destellos de odio.

             ─¡Leib! ¿Qué haces aquí? Tonto. Huye. ¡Huye!

              Era más que una orden; era un pedido, un consejo. León miró a su patrón por última vez, y sin decir palabra se echó a correr, esquivando a los curiosos que se dirigían hacia el lugar del acontecimiento. Corría y corría sin cesar, hasta que sintió que su cuerpo ya no daba más. Se recostó contra un barandal para no desplomarse y vio agua titilar ante sus ojos. Había llegado hasta el Sena.

              Estaba en la ribera derecha, frente al Puente de los Inválidos. Se quedó largo rato recostado contra el barandal, recuperando el aliento y meditando acerca de los acontecimientos del día, absolutamente incomprensibles para él. Atravesó el río y volteó a la izquierda, hacia la Explanada de Los Inválidos. ¡Qué lindo es París! Fue un pensamiento fugaz que se atravesó entre tantos que cruzaban por su mente atolondrada. Siguió por el Muelle de Orsay, frente a la Asamblea Nacional, y se metió por el Boulevard Saint Germain, rumbo a su casa. Caminaba lentamente por la gran arteria que nace y muere en el Sena. Dejó atrás Saint Germain des Prés y siguió a lo largo de la vía que corta por el corazón del Barrio Latino. Atravesó el Boulevard Saint Michel, pasó frente al Museo de Cluny y se detuvo unos pasos más adelante para mirar los viejos edificios de La Sorbona. Pensó que estudiar en la universidad es un privilegio que el destino no le concedió. Con la educación recibida en el jéder, más lo que la vida le enseñara, habría de quedarse y, Dios mediante, tendría que bastar. Dejando a un lado la universidad, tomó la Rue Monge. La calle estaba llena de hombres y mujeres elegantes, de bohemios, de estudiantes, de trabajadores... León aceleró el paso. No quería ver gente; deseaba estar en la tranquilidad de su cuarto. Notó a una prostituta caminando por la acera y se sorprendió de cómo había desarrollado una habilidad para reconocerlas de lejos. Menos mal que no era Claudine. Lo último que quería era encontrarse con alguien conocido.

              Oscurecía cuando llegó a su casa. Subió por las sucias escaleras de piedra los cuatro pisos y se encerró en su pieza. Desde la mañana no había probado ni un bocado, pero no tenía deseos de comer. Se recostó en la cama bocarriba, reclinando la cabeza en las manos entrelazadas, como solía hacer en Gólojov, y se puso a meditar. No podía comprender lo ocurrido. Shúlem, tan noble, tan delicado, un poeta... Increíble... ¿A quién había matado?... Y no huyó. Se quedó en el lugar, como esperando que vinieran a arrestarlo. "¡Huye!" le había gritado su patrón, y ahora León entendía mejor el sentido de ese grito: "En esta inmensa ciudad, donde nadie sabe que existes, ¿para qué tienes que estar involucrado?" Los pensamientos se producían en rápida sucesión. Tenía que averiguar qué había sido de Shalom. Tal vez podría ayudarle en algo. También tendría que procurarse otro trabajo. O quizá ya no valía la pena; quizá había llegado el momento de partir. Durante los próximos días se ocuparía de indagar sobre la mejor forma de continuar su viaje a América. Se imaginó la cara que pondría su madre al recibir su primera carta de los Estados Unidos; y los comentarios que harían los paisanos de Gólojov. Luego se puso a soñar en el viaje, en el Nuevo Mundo, en la fortuna que le aguardaba, en la felicidad... Se durmió vestido como estaba, recostado sobre la cama tendida.

              La luz del nuevo amanecer que penetraba por la ventana lo sacó de su sueño profundo. Tan pronto despertó pensó en Shalom Schwarzbard, pero fue apenas cuando bajó a la calle que el misterio de lo acontecido la víspera le fue dilucidado. En la primera plana del diario que compró se destacaba la noticia en letra titular: SIMON PETLYURA ASSASSINÉ À PARIS. El subtítulo era más explicativo: Le général Petlyura, ancien chef de l'armée ukrainienne, accusé d'être l'auteur de nombreux pogroms en Russie, a été abattu en plein jour à Paris par un immigrant juif.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                                  Gólojov

                                                                                                  28 de mayo de 1926

                           

Querido León:

              Acaba de llegarnos la noticia del asesinato de Petlyura y todo el mundo en Gólojov está conmocionado porque quien lo mató resultó ser tu patrón. ¿Es verdad? ¿No nos hemos equivocado? Me parece increíble. ¿Viste o sabes algo que la prensa no escribe? ¿Cómo te afectó el suceso? Tu madre está muy inquieta, aunque todos le hemos hecho ver que no tiene de qué preocuparse, puesto que tú no estás involucrado en el asunto. Escríbeme ya mismo. Dame detalles sobre lo que pasó; cuéntame también sobre Schwarzbard, sobre su pasado, su modo de ser.

              De aquí, como podrás imaginarte, no hay gran cosa que contar. Hace unos días principié a trabajar donde mi tío Elimelej. Yo sé que él no puede permitirse pagarle a un ayudante. Tal vez ni lo necesite, pero me recibió porque soy su sobrino. Tú sabes cómo son las cosas acá. No hay trabajo. Es casi imposible ganarse la vida y yo creo que a la larga todos se irán de Gólojov por esa razón. Zvi me contó que antes de que termine el año su familia se va a los Estados Unidos. La de Itzik hará otro tanto, aunque se demore más en partir. Los Finkelstein están preparándose para el viaje y los Stoler ya se fueron. Frimca la dispensadora de consejos se la pasa diciéndole a las matronas del shtetl que deben marcharse, y cuanto antes, mejor. Ella misma, con Rújel y toda la familia Portnoy, piensa irse a Nueva York dentro de unos meses. Llegaráel día─no muy lejano─ en que no quedarán judíos en Gólojov. Sin duda los muzhiks[22] se alegrarán mucho. Siempre consideraron que esta tierra solamente les pertenece a ellos. ¿El hecho de haber nosotros vivido aquí más de setecientos años no nos da ningún derecho? Es triste ver arrancadas del suelo las raíces que echamos, como si el tiempo no tuviera ninguna importancia. Y por ratos me pregunto: ¿Será que no echamos raíces? ¿Será que no podemos echar raíces en ninguna parte? Esta última pregunta debiera preocuparte más a ti que a mí. Yo me iré a Eretz Israel y el problema para mí no existe. Regreso a la tierra de mis antepasados, quienes al salir dejaron allá un pedazo de su alma. Por eso la adoro aún antes de conocerla. Me enseñaron a quererla desde que nací y llevo ese amor en la sangre. Pero tú te vas a tierras extrañas. Probablemente echarás raíces en los Estados Unidos, pero ¿serán profundas?  ¿Qué será de los judíos de América dentro de setecientos años, si es que perdura tanto la humanidad? ¿Estarán arraigados a su tierra? ¿O serán como nosotros, "los rusos", extraños en el país donde nacieron nuestros padres, y los padres de nuestros padres, por generaciones y generaciones?

              No sólo de Gólojov se están yendo los judíos, sino de todos los pueblos y ciudades de la región. Dicen que lo mismo ocurre en el resto de Rusia y en Rumania, Hungría, Checoslovaquia y Polonia. El éxodo es general. Por una parte, me alegro. Tengo la impresión de que los judíos que se van de Europa se están librando de un funesto porvenir, de alguna calamidad que no podría precisar. Por otra parte, me preocupo. No sé qué les tiene deparado el destino a los judíos de Occidente. Me preocupo por ti. Me preocupo por los hijos que traerás al mundo. Como diría el rav Zuntz: ¿Qué será de tu descendencia?

 

                                                                                                                  Con cariño,

                                                                                                                Berl

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

              7

 

 

 

              El día se hacía interminable. Continuaban viajando. Más de una hora llevaba la familia asomada a la ventana del tren esperando ver la llegada al pueblo.  Slavuta no podía estar ya muy lejos. Era después de las ocho de la noche, pero el sol que ese mismo día─mil horas antes─ había nacido al oriente de Trilesy todavía no se había ocultado. Grande y colorado, se había recostado sobre el horizonte para descansar unos momentos antes de hundirse en la tierra insaciable.

              Ana Lubinsky había levantado a sus hijos antes de despuntar el día, el más largo del año, ese 21 de junio de 1926. A oscuras montaron al carruaje que Yóskele Mednik había alistado la víspera, y llevando consigo dos maletas con sus pertenencias de mayor valor salieron del pueblo. "Adiós, Trilesy", se dijo Ana Lubinsky.

              Habían recorrido una buena parte del camino cuando los primeros rayos del sol iluminaron el horizonte. Jaim habría de recordar toda su vida la sensación de alivio que le trajo la luz, porque desde que montaron al coche le había mortificado la idea de que los caballos no vieran adónde se dirigían y fueran a rodar por un precipicio. No existen montañas, ni menos aún precipicios, en aquellas planicies de tierra negra, la más fértil entre las extensas llanuras de Ucrania; pero a los quince años de edad el miedo es irracional, y sólo los rayos del sol naciente pudieron calmar al joven viajero.

              El cielo esclareció apenas como para diferenciarse del campo oscuro y luego, poco a poco, la campiña empezó a surgir de las tinieblas. Jaim contempló los campos de trigo que se extendían a ambos lados del camino. Se veían diferentes ese día, borrosos, irreales. ¿Sería por algún efecto de la luz crepuscular? ¿por el letargo que causa el vaivén del carruaje? ¿o por la impresión de verlos por última vez?

              El tren no pasaba por Trilesy. Nada pasaba por Trilesy; a duras penas el tiempo. Por eso viajaban a Fastov. Era el lugar más cercano donde podían tomar el tren que venía de Kiev. Llegaron a eso del mediodía. No había gente en la modesta estación ferroviaria, a la entrada del pueblo. Yóskele Mednik le preguntó al funcionario encargado a qué hora debía llegar el tren.

             ─Ya tenía que haber llegado.

             ─Me habían dicho que el tren siempre pasa en las horas de la tarde.

             ─Ya tenía que haber llegado─repitió el funcionario.

             ─Quiero cuatro billetes a Slavuta: un adulto y tres menores.

             ─¿Quién viaja?

             ─Sólo la mujer y los niños.

             ─¿Alguno de ellos mayor de doce años?

             ─Ninguno─mintió Yoske.

             ─¿Cuántos años tiene el mayor?

             ─Cumplirá doce en agosto─contestó, mintiendo de nuevo.

              El funcionario encargado miró al judío con desconfianza. Buscó dentro de su pequeña cartera de cuero determinado talonario, arrancó tres billetes y se los pasó a Yoske, junto con otro billete del talonario ordinario.

             ─Veintidós rublos y cincuenta copeks.

             ─¡Veintidós rublos!

             ─Y cincuenta copeks.

              Yoske pagó y caminó hacia Ana y sus hijos.

             ─Tenemos que esperar─les dijo mientras cogía la maleta más grande y les indicaba con un movimiento de cabeza que lo siguieran.

              Ana tomó la otra maleta y todos caminaron hasta una de las pocas bancas que había en la estación. Allí se acomodaron, dispuestos a esperar lo que fuera necesario.

              Jaim era el mayor de los hermanos. Le seguían Berta, dos años menor que él, y Mordejai, seis años menor que ella. El chiquitín recostó la cabeza contra su madre y se quedó dormido. Jaim miró a su hermanito sin comprender cómo se puede dormir en un momento tan importante de la vida. Mordejai parecía no respirar. Profundamente dormido, con sus mejillas coloradas y sus labios carmesí ligeramente separados, semejaba un ángel. Su madre le había colocado el brazo encima, más para abrigarlo que para sujetarlo. El rostro de Ana denotaba un inmenso dolor. Siempre preocupada, pensó Jaim. Él no lo estaba. Se sentía eufórico. Consideraba que en el día que se embarcaban él y su familia en una maravillosa aventura, no se podía estar triste. Era demasiado importante, demasiado emocionante. Tenía deseos de saltar y gritar de felicidad.

             ─¿De qué te ríes, idiota?─le preguntó su hermana.

             ─¿Me río?

             ─Sí. Te mantienes todo el tiempo con esa sonrisita tonta, como un verdadero idiota.

             ─Vamos a montar en tren.

             ─¿Y qué?

             ─¿Acaso has montado en tren?

             ─No. ¿Y qué? Muchísima gente monta en tren. No tiene nada de especial.

             ─Tú ni siquiera has visto un tren.

             ─Idiota.

             ─Niños─interrumpió Ana, dando a su voz una entonación ronca y temible.

              Unas dos horas más tarde llegó el tren. Yoske subió las maletas y las acomodó en el vagón. Abrazó a los niños y tomó la mano de Ana entre las suyas.

             ─Buena suerte─le dijo.

             ─¡Que el Señor te bendiga, Yóskele! 

             ─Un abrazo cariñoso a Mahir. Dile que si Dios quiere nos volveremos a ver.

             ─Así lo espero.

             ─Adiós, Ana.

              Ella sintió el afecto en las manos que la estrechaban.

              Yoske saltó a la plataforma y se colocó frente a la ventana donde se asomaban Ana y los niños. Allí permaneció todo el tiempo, saludando con el brazo y haciéndoles muecas a los chicos, hasta que el tren se puso en marcha. Jaim pegó las narices al vidrio de la ventana para ver por más tiempo a Yoske Mednik, el viejo amigo de la familia, que se iba quedando atrás, saludando con el brazo hasta el último momento.

              El joven continuaba sonriendo solo, encantado de verse cruzando los campos a tanta velocidad y de escuchar el ruido de la locomotora.

             ─Mamá, ¿no estás contenta de que nos vamos?

             ─Claro que sí, mi amor─respondió Ana, forzando una sonrisa en su rostro siempre triste.

             ─¿Papá vendrá a recibirnos a la estación?

             ─No, mi amor. A él lo veremos más tarde.

             ─¿Cuándo?

             ─Más tarde.

             ─Entonces ¿quién vendrá a recibirnos?

             ─Un señor... Un caballero que está siempre alegre y dispuesto a ayudar.

             ─¿Como Yóskele?

             ─Deja ya de hacer preguntas estúpidas─interrumpió Berta.

             ─No lo conozco, mi amor.

             ─Entonces ¿cómo vamos a reconocerlo?

             ─Te dije que dejes de hacer preguntas estúpidas─volvió a interrumpir Berta.

             ─No, mi amor, no es una pregunta estúpida─dijo Ana, dirigiéndose a su hijita.

             ─¿Ves? Boba.

             ─Idiota.

             ─Niños─cortó su madre, con ese tono ronco y temible que ponía fin a las disputas.

              Berta agachó la cabeza. Jaim se volvió a mirar por la ventana y Ana se quedó pensativa. Sacó de un bolsillo la última misiva que había recibido de Mahir. Era una carta de dos pliegos, escritos por lado y lado en letra pequeña de rasgos bien definidos. Desdobló el papel y corrió la vista sobre los parejos renglones que tantas veces había leído. Encontró al instante la parte que buscaba: Shraga Kopelovich irá a buscarte a la estación. Él es el pariente de Boris, de quien te hablé. Shraga es todo un caballero, siempre alegre y dispuesto a ayudar. Lo reconocerás en seguida. Es bajito, pero no mucho, de pelo gris y ojos verdes muy brillantes. Para mayor seguridad, convinimos en que llevará un abrigo gris y una bufanda roja. También usará un sombrero de piel de astracán. Si por algún motivo imprevisto él no pudiera ir a recibirte, irá otra persona vestida exactamente de la misma manera.

              Ana dobló cuidadosamente la carta y la guardó en su bolsillo. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza contra el pecho. Sintió que el movimiento del vagón y el ruido del tren la arrullaban. Se fue abandonando al sueño sin preocuparse por callar a Berta y a Jaim, quienes habían principiado a reñir de nuevo. No supo cuánto tiempo durmió. Al despertar tenía el brazo entumido, pues había estado sujetando a Mordejai que dormía en su regazo y, sobre el mismo brazo, encima del chico, Berta también había sucumbido al sueño. Fascinado, Jaim seguía mirando por la ventana.

             ─Jaim, ¿no estás cansado?

             ─No, mamá.

             ─No has dormido nada.

             ─No me hace falta.

              El tren disminuyó velocidad. Estaban llegando a una población.  Se oyó el chirrido de las ruedas de la locomotora conteniendo el empuje de los vagones.

             ─¿Llegamos?─preguntó Jaim.

             ─Aún no, mi amor, pero creo que no falta mucho.

              Entraban en la estación de Sepetovka, la más grande que vieron durante la jornada. Muchos pasajeros descendieron allí para cambiar de tren y continuar ya sea hacia Bielorrusia, al norte, o hacia Podolia, al sur, pues la carrilera hacia el occidente se acercaba al confín de los inmensos territorios de la Unión Soviética. Sepetovka era la última parada que harían antes de llegar a su destino, una hora más tarde.

              La puesta del sol señalaba a la vez la finalización del día y del viaje. Ana y sus hijos se habían apiñado en la ventana para contemplar la llegada, pero la falta de luz no les permitió ver gran cosa. Tampoco había gran cosa que ver en Slavuta: Un pueblo pequeño con una estación de tren pequeña.

              Aún antes de que el vagón se hubiera detenido Ana distinguió al hombre del abrigo gris, bufanda roja y sombrero de astracán. Este último detalle sobraba, puesto que entre las pocas personas que esperaban en la estación, era la única que tenía bufanda roja. En ese exceso de precauciones Ana veía la mano de su marido. Sintió que ya estaba cerca de él y que el momento que anhelaba no tardaría en llegar.

              Mahir Lubinsky había viajado solo a Slavuta unos dos meses antes para preparar la salida de su familia. Había ocurrido ya que familias enteras que llegaban a poblaciones fronterizas, sin saber qué hacer ni a quién dirigirse, habían sido arrestadas por la policía que se mantenía al acecho de "individuos sospechosos". Millares de personas salían oficialmente de la Unión Soviética, ayudadas por organizaciones judías norteamericanas, o por sus propios parientes; pero los que no conseguían dicha ayuda o no podían obtener los documentos necesarios, tenían que idearse sistemas menos ortodoxos para salir del país.

              Ana Lubinsky bajó del tren portando la maleta más pesada y sujetando a Mordejai con la mano libre. La seguía Berta y, a su lado, Jaim cargando la otra maleta. Sólo habían llevado esas dos pequeñas valijas para no llamar la atención. Se dirigieron hacia el hombre de la bufanda roja quien miraba a los pasajeros bajar de otro vagón. De repente el hombre se volvió y los vio. Ana y sus hijos se detuvieron a escasos metros de él, cohibidos por su mirada.

             ─¡Ana!─gritó el hombre y corrió hacia ella con los brazos abiertos.

              Ana se quedó inmóvil, sin saber cómo reaccionar, mientras él la abrazaba.

             ─¡Ana! ¡Qué gusto tenerte aquí de nuevo!─exclamó el hombre, ansioso de disimular el hecho de que los recién llegados no eran del lugar, pues había informantes por doquier.

              Mordejai y Berta miraban perplejos mientras Jaim se reía sin saber exactamente por qué. Pensó que no debía reírse, pero la cara de estupefacción que puso su madre era más de lo que él podía resistir. 

             ─¡Cállate, idiota!─le susurró su hermana, mas el chico no se podía contener.

             ─¿Shraga?─murmuró Ana.

              El hombre dio un paso hacia atrás sin soltarle las manos, le hizo un guiño y continuó con su efusivo saludo.

             ─¡Te ves magnífica!─exclamó mientras la observaba.

              La atolondrada mujer empezó a reírse. Al ver que su madre también se reía, Berta hizo otro tanto.

             ─¡Cállate, idiota!─se desquitó Jaim.

              El hombre de la bufanda cogió las dos maletas y riéndose como los demás dijo:

             ─Vamos, por aquí.

              En la calle los esperaba una carreta de campo, ancha y alta, remolcada por un caballo. Un muchacho de unos quince años estaba sentado en la banca del cochero.

             ─¡Atrás, Háskel!─ordenó el hombre mientras acomodaba las valijas─ Es mi hijo. Saluda, muchacho.

              El joven dirigió una simpática sonrisa a los viajeros y saltó a la carrocería de atrás.

             ─Vosotros también─agregó el hombre, alzando a Mordejai y colocándolo al lado de Háskel.

              Jaim se montó en la carreta de un solo brinco, apoyándose en la punta del eje que sobresalía del centro de la rueda.

              Ana y Berta treparon tras él. El hombre se acomodó adelante, tomó las riendas y las sacudió; le pegó unos gritos al caballo y arrancó sin pérdida de tiempo.

              Tomaron una calle paralela a la carrilera del tren y en pocos minutos se encontraron en las afueras del pueblo. Viajaban sin cruzarse palabra, pero no necesitaban hablar para compartir la dicha que sentían. Pronto los niños verían a su padre; la madre, a su marido. El aire fresco los vigorizó, despejando sus mentes del aturdimiento inducido por el largo viaje en tren. Jaim se recostó de espaldas, estiró las piernas encima de una de las valijas y se puso a contemplar el cielo. Fijó su atención en la luna, tan redonda y tan brillante aquella noche. Un halo gigantesco la circundaba, y Jaim, quien en su corta vida no había visto fenómeno semejante, lo consideró como un presagio favorable.

              La luz de la luna permitía ver que atravesaban campo abierto. El terreno se mostraba todo negro y no se distinguían los sembrados, pero se veían claramente los árboles y de cuando en cuando una casita al borde del camino. Jaim ni pensó que podrían rodar por un abismo, como había temido cuando emprendieron la jornada antes del amanecer, en lo que parecía ser una época distante.

              Dos horas más tarde se detuvieron ante una casa de campo, de la cual lo único que podían apreciar era su gran tamaño. La puerta se abrió y un hombre alto salió corriendo hacia ellos. Obviamente, había estado pendiente de su llegada. Ana reconoció al instante la silueta.

             ─¡Mahir!

              Los rostros de los niños se iluminaron.

             ─¡Papá!─gritó Mordejai.

              Mahir llegó a tiempo para recibir el abrazo de Jaim, quien se le había lanzado desde la carreta con los brazos abiertos. Mientras sujetaba al chico, ciñó a Berta con el otro brazo. Mordejai bajó de la carreta y también quiso abrazar a su padre, pero sus hermanos lo habían acaparado y no tenía por dónde hacerlo. Entonces se le aferró a las piernas. Al sentir el cuerpo firme, experimentó una sensación de bienestar y seguridad que desde hacía tiempo añoraba. Se apretó con más fuerza contra Mahir, embriagado por las exclamaciones de alegría de su padre, de su madre y de sus hermanos. Notó que la mano que sujetaba a Berta la había soltado para posarse sobre su cabeza. Levantó la vista y vio el rostro sonriente de Mahir. Incapaz de contenerse, se puso a llorar de felicidad.

             ─¿De qué lloras, bobo?─oyó a su hermana decir.

              Se sintió levantado por los brazos fuertes de su padre, sin entender─sin importarle─ cómo había desaparecido Jaim. Ahora él ocupaba su lugar y era rey. Abrazó el cuello de ese ser todopoderoso, mezcla de ángel y titán. Agarrado como estaba, allá  arriba, había llegado a la cumbre de la dicha y lloraba más que antes. Continuaba oyendo, como en un sueño, las voces de regocijo de los otros. Su madre trató de calmarlo.

             ─¿Qué pasa, mi amor? ¿Estás contento?

              Quiso contestar, pero las palabras no le salían. Sintió que no podía dominar el llanto y optó por responder moviendo afirmativamente la cabeza.

             ─Deja de llorar, bobo─volvió a regañarlo Berta.

              Empezó entonces a reír y llorar al mismo tiempo, como hacen a veces los chicos. Jaim lo miró y se sonrió. El recuerdo de ese feliz encuentro volvería a la mente del joven muchísimas veces a lo largo de su vida.

              Entraron en la casa, Mordejai en hombros de su padre, Ana y Mahir abrazados, y Berta y Jaim saltando alrededor de ellos, compitiendo por su atención.

              La casa de Shraga y Matilde Kopelovich era grande pero modesta. Reinaba un ambiente acogedor que hizo que la familia Lubinsky se sintiera en su propio hogar. Matilde había preparado una regia cena en honor de los viajeros, los cuales llegaron tan hambrientos como cansados. Comieron y charlaron con ánimo, pues tenían mucho que contar, en especial Mahir, quien puso a Ana al corriente de sus andanzas desde que se fue de la casa. Mordejai se quedó dormido en la mesa a los pocos minutos de iniciada la cena; Berta alcanzó a terminar la comida antes de caer también ella vencida por el sueño; y Jaim, haciendo un esfuerzo por mantenerse despierto, antes de sucumbir al cansancio alcanzó a enterarse de que al día siguiente continuarían el viaje.

              Cuando Mahir y Ana despertaron, tarde en la mañana, los hijos todavía dormían. Había sido una noche de alegría, de emoción y, por supuesto, de amor.

             ─Cuanto más tarde duerman, mejor. Esta noche será difícil para ellos─dijo Mahir.

             ─¿A qué hora saldremos?

             ─Tan pronto oscurezca.

              A eso del mediodía se fueron despertando los niños. Pasaron la tarde jugando con Háskel y sus hermanos menores.

             ─¿Vendrás con nosotros?─le preguntó Berta a Háskel.

             ─Ya quisiera, pero mi papá no me deja.

             ─¿Siempre va con mucha gente?─inquirió Jaim.

             ─No. Sólo en dos ocasiones recuerdo que fue con una familia entera. Por lo general va con una o dos personas.

             ─¿Por qué no le pides que te deje acompañarnos?─insistió Berta.

             ─¿Qué creéis? ¿que es un paseo?─les gritó Shraga desde la habitación contigua.

              Se acercó a los chicos que no sabían que los había estado escuchando y les habló sobre los peligros de la travesía. Su propósito era hacerles las recomendaciones del caso.

             ─Mucho cuidado─les advirtió─. No vayan a hablar. Recuerden de mantenerse juntos y de no hacer ruido.

              Cenaron a las ocho. Una hora después, cuando oscureció, emprendieron la jornada. Era una noche despejada, de luna llena, como la noche anterior. Mahir portaba en la espalda un morral grande con todo lo que había traído Ana en las maletas. Shraga llevaba otro más pequeño, con provisiones. Era él quien caminaba adelante. Le seguían, uno tras el otro, Ana, los niños y Mahir. Se internaron en el bosque, caminando a buen paso por una senda estrecha. La visibilidad era mala y de vez en cuando alguno se chocaba con el que iba adelante. Mahir y Ana se turnaban durante tramos para cargar a Mordejai, pero cuando lo ponían en tierra el niño caminaba a la par que los adultos. Ocasionalmente Shraga se detenía de súbito y se quedaba escuchando los ruidos de la noche. En una de esas paradas, después de poner atención durante más tiempo que en las anteriores, se llevó el índice a la boca y con un movimiento del brazo ordenó que lo siguieran. Tomó la mano de Ana, se salió del sendero y se abrió camino entre la maleza. Todos caminaban lentamente e iban cogidos de la mano para no dar un paso en falso. Habrían recorrido unos cincuenta metros cuando Shraga se detuvo de nuevo y por segunda vez indicó que debían guardar silencio. La advertencia era superflua, pues todos guardaban absoluto silencio; a duras penas si respiraban. Con el brazo estirado Shraga señaló hacia un lado. Mahir y los suyos miraron en la dirección señalada, pero no distinguieron las tres sombras negras que a unos veinte metros de distancia se confundían con los negros troncos de los árboles. Sin embargo, se oían voces. No se alcanzaba a captar lo que decían, pero el idioma que hablaban era inconfundible: ruso. Fue apenas cuando uno de los guardias fronterizos prendió un cigarrillo que Mahir vio dónde se hallaban. Con sumo sigilo, los viajeros se fueron retirando hasta que las voces dejaron de escucharse. Caminaron entre la maleza un buen rato antes de salir a la misma senda por donde venían antes, pero mucho más adelante. Marcharon así toda la noche. Durante la larga caminata hubo una segunda ocasión en que tuvieron que salirse del sendero para circunvalar el camino. Ana se sentía desfallecer, mas la presencia de ánimo y la fortaleza física de sus hijos la alentaban a seguir. Rayaba el alba cuando salieron a campo abierto. Habían atravesado el bosque de un extremo al otro y experimentaron una sensación de alivio al ver que estaban próximos a culminar su jornada. Se sentaron en el pasto a descansar. Podría decirse que no se sentaron, sino se desplomaron, tan rendidos de cansancio estaban. Hasta tal punto se sentían agotados que no tenían alientos para hablar. Se quedaron simplemente sentados en el suelo, medio aturdidos, escuchando el silencio. Tan sólo Shraga sacó fuerzas para decir unas palabras. Estiró el brazo y señaló.

             ─Miren. Ahí está. Rovno. Dentro de unas dos horas estaremos en casa de Boris.

              Sí, ahí estaba. A lo lejos, en la luz crepuscular, se veía la ciudad polaca de Rovno. Una familia judía más había emigrado de "la patria soviética".

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                    8             

 

 

 

              Boris Kopelovich vivía en una casa pequeñita a orillas del río Ustye, en las afueras de la ciudad. Era un hombre alto y flaco, cuyo cuerpo contrastaba ridículamente con el de Rosa, su mujer, bajita y gorda, que escasamente le llegaba a la altura del pecho. Boris era pariente lejano de Shraga Kopelovich.

             ─Es un primo segundo de mi papá, o algo por el estilo─explicó Shraga a sus acompañantes cuando estaban llegando a la casa─. Su nombre verdadero no es Boris.  Se hace llamar así porque le queda cómodo. Boris es un nombre ambiguo: es ruso, pero lo usan también los judíos, los ucranios y los polacos.

              Nunca supieron su verdadero nombre. Tal vez ni el mismo Shraga lo sabía, a pesar de conocerlo y haber trabajado muchos años con él. Shraga se dedicaba a hacer pasar judíos por la frontera y Boris los recibía en su casa, les ayudaba a obtener documentos y los despachaba hacia el Occidente. Coordinaban sus actividades y con el tráfico de refugiados lograban ganarse la vida. 

              Shraga se quedó una sola noche en Rovno y al día siguiente emprendió el viaje de retorno, de la misma manera como había llegado, atravesando el bosque a pie en las horas de la noche. No tenía nada que hacer en Polonia, fuera de echar de menos a su familia.

             ─¿No te da miedo hacer la travesía solo?─le preguntó Ana.

             ─Si me da miedo hacerla en compañía ¿cómo no me va a dar miedo hacerla solo?

              Siempre con el sentido del humor, pensó Mahir. ¡Que Dios lo bendiga!

             ─Debieras dejar esta ocupación─aconsejó Ana.

             ─La voy a dejar, pero antes necesito ahorrar un poco de dinero. Uno o dos años más. Entonces haré mi último viaje acompañado de una familia: la mía.

              A la hora del crepúsculo salió Shraga Kopelovich de la casa. Abrazó a Mahir, a Ana y a los niños, y sin más provisiones que un pedazo de torta de miel y una botella de té, se alejó en dirección al bosque. Mahir y los suyos le siguieron con la vista hasta que se lo tragó─no estaban seguros─ la oscuridad o la distancia.

              La pequeña casa a orillas del río Ustye parecía sacada de un cuento de hadas. Era toda construida con troncos de madera. Margaritas y tulipanes crecían a su alrededor; jacintos en frente de las ventanas.  La tela de las cortinas se veía siempre recién lavada y planchada; los muebles eran rudimentarios pero bonitos;  las ollas de cobre brillaban de lo limpias, así como los adornos sobre las repisas, que eran sencillos y graciosos. El encanto de la casa se debía principalmente a los esfuerzos de Rosa, quien se mantenía limpiando y decorando su modesta morada, regando las matas y buscando infundirle belleza a todo cuanto la rodeaba.

              Rosa tenía un solo hijo, un simpático muchacho que pocos meses antes había celebrado su Bar Mitzvá. Era un chico alegre, inquieto y charlador.  La gente creía que su nombre era Motl, porque lo llamaban Motty desde el día en que nació, pero su nombre verdadero era Menashe. Tenía siete años cuando su madre, viuda desde hacía un año, se casó con Boris Kopelovich. Rosa había perdido a su primer marido durante los pogromos que padecieron los judíos de Rovno en 1919. Boris también había perdido a su cónyuge durante los mismos acontecimientos funestos, y la entrada del pequeño Motty a su vida fue un alivio para su alma atormentada. Le brindó su apellido, la protección y la comodidad que sus limitados recursos le permitían proporcionarle, y todo el amor que podía darle. En aquellas horribles matanzas de Rovno no sólo había perdido Boris a su esposa, sino al hijo que la infortunada mujer llevaba en el vientre, a los padres de ella, a los suyos propios, y a sus hermanos y hermanas con sus respectivas familias. En otras palabras, solamente Boris había sobrevivido.  Sus seres queridos cayeron con los otros sesenta mil judíos asesinados en las tropelías antisemitas de la época.

             ─Fue la forma como los cosacos celebraron su independencia─contaba Boris con ironía.

              Se refería al breve período de la historia, comprendido entre enero de 1918 y agosto de 1920, en que Ucrania se proclamó una república independiente.  Dirigidos por el presidente de la república, general Simón Petlyura, bandas de cosacos volcaron su furia salvaje contra la población judía, pillando, asesinando y quemando a diestra y siniestra hasta que el ejército rojo los dominó, poniendo fin a los "gloriosos" días de la independencia. Petlyura y sus secuaces se refugiaron en Polonia, donde la mayoría de ellos fijó residencia; algunos, sin embargo, se exiliaron en París un par de años después.

              Los desmanes antisemitas no eran novedad en esas regiones de Europa oriental, pero la violencia y la crueldad de esos últimos no se habían visto desde las masacres de Chmielnicki, a mediados del siglo diecisiete. 

              A raíz del asesinato del general Petlyura, un mes antes de que los Lubinsky llegaran a Rovno, aquellos trágicos acontecimientos volvieron a ser tema de conversación frecuente entre los habitantes de la ciudad. Boris exaltaba con ardor al judío desconocido que, como él, había perdido a su familia en los mismos pogromos y que ahora había tenido la audacia─el privilegio, se corregía él─ de ajusticiar al canalla. Mahir y Ana escuchaban absortos a Boris hablar sobre la situación política de Polonia y de Ucrania, sobre los seres queridos que desaparecieron, y sobre las tristes, vívidas y numerosas historias de horror.

             ─¿Crees que solamente los judíos de Rovno sufrieron?

              Mahir sabía que su pregunta retórica de poco serviría para consolar a Boris.

             ─A unos ochenta kilómetros al sur de Kiev─prosiguió─, cerca de donde nosotros venimos, queda la población de Belaya Tserkov, "Iglesia Blanca", en ruso. Los judíos habitan el pueblo desde que se fundó, en el siglo dieciséis. Cada par de años ha habido un pogromo en la zona. En mil novecientos diecinueve, cuando asesinaron a toda tu familia, las bandas de Petlyura y Denikin entraron en Belaya Tserkov y masacraron un millar de judíos. También yo perdí parientes y amigos. Mi tío Vélvel, hermano de mi padre, murió salvajemente descuartizado a golpes de hacha.

             ─¡Basta ya!─gritó Ana; luego, tras componerse, agregó─: Que sean ésas las últimas desgracias que nos sobrevengan.

             ─Amén─dijo Mahir, concluyendo el tema como una plegaria.

              Boris y sus huéspedes, como todos los judíos de Europa, estaban lejos de imaginarse que a escasos quince años habría de perpetrarse contra ellos el crimen más grande en la historia de la humanidad. La maquinaria de exterminio nazi, con diabólica precisión, iba a eliminar de la faz de la tierra a seis millones de hombres, mujeres y niños... un millón de niños. ¡La tercera parte del pueblo judío! En Polonia los nazis llegarían a tal grado de eficiencia que la población judía, de más de 3.350.000 almas, quedaría reducida a menos de 60.000. ¡Noventa y ocho personas de cada cien encontrarían la muerte!  Entre ellas, Boris...  el único miembro de su familia que sobrevivió el pogromo.

              Un mes vivieron los Lubinsky en la casita a orillas del río Ustye, hasta que Boris los proveyó de los documentos necesarios para continuar su viaje. Generalmente Boris lograba obtener en pocos días los permisos que los refugiados requerían, pero esta vez, debido a la presencia de una comisión investigadora que había venido de Varsovia a estudiar ciertas irregularidades en la administración pública de Rovno, la obtención de los documentos se había dificultado. El valor de éstos, así como el de la estadía en la casa de Boris, estaban incluidos en el precio que Mahir le había pagado a Shraga Kopelovich de antemano, todavía antes de que su familia llegara a Slavuta. Las cuatro semanas que los Lubinsky permanecieron en Rovno fueron unas de gran incomodidad, tanto física como sicológicamente, ya que no sólo se encontraban estrechos, sino que la imprevista demora le estaba costando a Boris una suma que el buen hombre no se atrevía a cobrar, ni los Lubinsky, conscientes de la situación, podían permitirse pagar. Solamente los chicos estaban felices. Nunca habían tenido vacaciones mejores que ésas. Jugaban sin parar desde la mañana hasta la noche. Confeccionaban máscaras y disfraces, armaban trampas para cazar roedores del bosque, elaboraban perfume de pétalos de flores... Los que más se divertían eran Jaim y Motty, quienes construyeron una "casa" en lo alto de un árbol y un "teléfono" para los que quisieran llamarlos desde abajo. Motty era el constructor, el que impartía órdenes y se ideaba los juegos, a pesar de que Jaim le llevaba dos años de edad. Entre los dos muchachos se desarrolló una estrecha amistad. Motty Kopelovich era un niño risueño y gracioso como su madre. Hacía reír a Jaim, a Berta y al pequeño Mordejai, contagiándolos con su permanente alegría.  La única vez que los Lubinsky lo vieron triste fue cuando llegó el momento de despedirse. El niño estaba callado y apretaba los labios en lo que parecía ser un esfuerzo para no llorar. Con un cariñoso abrazo Mahir y su familia se despidieron de Boris, de Rosa y de él. A los deseos de buena suerte y a las manifestaciones de afecto, Motty contestó con una sola palabra: Adiós.

              Mahir Lubinsky y su familia viajaron de Rovno a Kovel en tren. Quien hiciera ese tramo hoy en día, o en cualquier fecha después de la segunda guerra mundial, estaría viajando dentro de Rusia; pero el 20 de julio de 1926, cuando los Lubinsky lo hicieron, estaba en plena Polonia. 

              Igualmente en tren, de Kovel siguieron a Lublín. Mahir se sorprendió cuando pasaron por Chelm, pues él creía, como muchos judíos, que la ciudad sólo existía en el folklore idish. Sin embargo, ningún lugar conmovió tanto a los Lubinsky como Varsovia. La capital de Polonia era la primera gran ciudad que habían visto en su vida. Mahir, Ana y los niños estaban impresionados, no de los edificios, ni de las avenidas ni de los automóviles, sino de la cantidad de judíos. Acostumbrados a ser una pequeña minoría y vivir en comunidades cerradas, les impresionaba verse entre masas de judíos; los desconcertaba el estar rodeados de miles de correligionarios y no ver a ninguno conocido.

              En su calidad de judíos rusos, los Lubinsky no se encontraban a gusto entre los judíos polacos. Les parecía que el sentimiento de solidaridad entre estos últimos no era tan fuerte como entre los primeros. Se sentían incómodos en Varsovia, tanto dentro como fuera del ghetto, porque todo se les hacía diferente: las costumbres, la comida y hasta el idish.

              En Varsovia se quedaron tres días, apenas el tiempo necesario para vender al mejor precio posible dos copas de plata con cuyo producto podrían continuar desplazándose hacia el oeste. A medida que avanzaran irían vendiendo un objeto de valor de los pocos que portaban.

              La meta final era llegar a la América del Sur. Exactamente adónde y cómo, ni ellos mismos sabían.

              Mahir tenía un primo─Alexander Lubinsky─ que había sido su amigo inseparable. Desde la más tierna infancia se mantenían juntos todo el día y, a veces, la noche también, pues con frecuencia Alexander dormía en casa de Mahir, o viceversa. En el jéder se sentaban en la misma banca y leían del mismo libro. Estudiaban y jugaban juntos, y en más de una ocasión ocurrió que se enfermaran al mismo tiempo. Se casaron más o menos en la misma época, Mahir con Ana, y Alexander con una muchacha de Belaya Tserkov. A partir de ese entonces los dos primos no pudieron seguir viéndose porque Alexander se trasladó a Belaya Tserkov, donde se dedicó a trabajar en el pequeño negocio de su suegro. Durante los disturbios de 1919 numerosos judíos del pueblo perdieron la vida. Fue en esa ocasión que Vélvel Lubinsky, el padre de Alexander, quien se encontraba en Belaya Tserkov visitando a su familia, cayó asesinado brutalmente a golpes de hacha. Alexander, su esposa y sus hijos se salvaron de la matanza escondiéndose en el techo de la casa. Ante el horror de la tragedia, Alexander Lubinsky se hizo la promesa de irse de Ucrania en busca de un mundo mejor. Tan pronto se calmó la situación, sin avisarle a nadie, tomó a su mujer y a los niños y desapareció. Durante cuatro años nadie oyó de él, hasta que un día Mahir recibió una carta. La misiva venía del Perú y había demorado tres meses en llegar. Alexander y su familia estaban bien. Se encontraban en una tierra virgen, generosa, donde se habían acomodado a gusto. Los hijos estaban creciendo sanos y felices, y él, aunque trabajaba duro, tenía la satisfacción de ver que ganaba buen dinero y que sostenía decorosamente su hogar. Mahir, ¿qué haces todavía allá? preguntaba la carta en idish. ¿Hasta cuándo te vas a quedar viviendo entre enemigos? ¿Crees que tú, o tus hijos, sobrevivirán el próximo pogromo? Solamente aquí podrás darle una existencia decente a tu familia. Solamente aquí podrás forjarte un futuro. ¿Qué esperas? ¡Toma el destino en tus manos! Esta es una tierra bendita, llena de oportunidades. El oro está regado por el suelo, esperándote. ¡Ven a recogerlo!

              Por esa carta, la única que recibió de su primo y que guardaba entre sus papeles como si fuera un documento importante, Mahir Lubinsky, su esposa y sus hijos se hallaban ahora viajando de ciudad en ciudad, rumbo al occidente.  Se habían sumado a la ola migratoria de judíos de Europa oriental que se dirigían a las costas de América en busca de la nueva Tierra Prometida.

              En Poznan encontraron cliente para otras dos copas de plata. Las últimas dos copas de lo que originalmente era un juego de seis, las vendieron en Berlín. De la capital alemana viajaron a Hannover, para continuar a Amsterdam y seguir a Rotterdam, donde debían tomar el navío que los llevaría a Sudamérica.

              Dos semanas duró la travesía desde Rovno hasta Rotterdam. No obstante, el viaje por tierra resultó tener menos complicaciones que el que harían por mar, pues tropezaron con una dificultad que nadie había previsto: No había buques de pasajeros para la América Latina y las autoridades holandesas no permitían que gente particular abordara los navíos de carga.

             ─Existen barcos de carga que tienen un número limitado de cabinas para pasajeros─les explicó un funcionario del puerto─. Los hay de cuatro, seis y hasta doce cabinas. Cada par de días aparece uno de ésos con destino a la costa del Pacífico, vía Panamá. Estoy seguro de que podrán conseguir cupo fácilmente.

              Los Lubinsky esperaron varios días, pero no aparecía el buque que pudiera llevarlos a Sudamérica. Con angustia veían que el tiempo corría, que se mermaban sus magras reservas de dinero y que la fecha del viaje no llegaba. Comenzaron a inquietarse. Ya no pretendían conseguir un barco que se dirigiera al Perú. Cualquier destino era bueno para ellos, con tal de que fuera al mundo mágico de la América del Sur, la tierra del futuro, donde el oro se encontraba regado por el suelo, aguardando a que ellos vinieran a recogerlo. Todos los días iba Mahir al puerto y siempre le decían que probablemente algún barco con cupo a Sudamérica estaba por llegar.

              Viendo la angustia de su marido, Ana sugirió viajar a los Estados Unidos, hacia donde salían buques a diario, o quedarse a vivir en Holanda, que parecía ser también un buen país, pero Mahir la miró como si estuviera loca. Antes de partir de su casa en Trilesy Mahir se había fijado una meta y no iba a cambiarla ahora, a mitad de camino.

              Una tarde Jaim preguntó:

             ─Papá, ¿qué tal si nos vamos a los Estados Unidos y de allá seguimos al Perú?

             ─¡Cómo eres de idiota!─prorrumpió Berta─ ¿No ves que los Estados Unidos quedan hacia arriba y el Perú hacia abajo?

             ─¡Idiota eres tú! ¿No es verdad, papá, que ambos quedan hacia el mismo lado porque ambos están en América?

             ─¡Bruto!─insistió Berta─ ¿Y el doble viaje, qué? ¿Y el doble gasto, qué?

             ─No estoy hablando contigo, boba.

             ─Niños─interrumpió Ana con el tono de voz que ponía fin a las discusiones.

             ─Papá─preguntó Mordejai, quien por lo general se mantenía callado cuando sus hermanos reñían─ ¿los barcos que van al Perú sólo salen de aquí?

              Mahir se volvió hacia su hijo menor y se quedó mirándolo. "¡Diablos!" se dijo. "¿Cómo no se me había ocurrido?"