5. DIECIOCHO
No sé cuántas horas llevo durmiendo, pero tengo esa sensación que se apodera de uno cuando se gira constantemente hacia uno y otro lado de la cama, remoloneando sin parar, apurando un ratito más, mientras de fondo escucha la voz de su madre tarareando alguna canción, recogiendo la habitación e insistiendo en que es hora de levantarse. Ese punto en el que no duermes pero tampoco estás despierto y eres consciente de lo que ocurre a tu alrededor al mismo tiempo que lo mezclas con cualquier tontería con la que estuvieras soñando. Me ha ocurrido ya mil veces llegar a confundir el sueño con la realidad. Despertarme riendo a carcajadas porque ha ocurrido algo divertido en sueños, o dormirme y soñar exactamente con la misma situación en la que estaba pensando mientras intentaba caer rendido.
De algún modo, hoy es distinto. Escucho a mi madre hablar con alguien que no reconozco. Igual han venido a arreglar algo en casa, la verdad es que no presto demasiada atención a la conversación, sólo a los sonidos. Estoy tan a gusto que me cuesta tomar la decisión de espabilar y salir de la cama de una vez. Sé que es una pérdida de tiempo pero realmente me pasaría media vida durmiendo. Es una de las mejores sensaciones del mundo y es de las pocas que nos podemos proporcionar nosotros mismos sin depender de nada ni nadie, basta con estar cansados, cerrar los ojos y desconectar. Dormir es absolutamente genial, pero he de reconocer que es todavía mejor lo opuesto: vivir. Aprovechar el tiempo que tenemos cada día, cada minuto y cada hora; no dejar espacios en blancos que ocupe el azar.
Y, haciendo caso de esto último, mi cuerpo me dice que ya es suficiente, que deje de holgazanear y comience un nuevo día. Abro los ojos lentamente y la luz me ciega como nunca antes lo había hecho. Vuelvo a cerrarlos y lo intento una vez más. Me sorprendo porque no reconozco el techo. Giro ligeramente la cabeza y tampoco reconozco la habitación en la que estoy. Veo a mi madre sentada en un sofá, charlando con alguien que no alcanzo a ver y me cuesta horrores levantar el cuello para alcanzar a ver a esa persona. Igual estoy en uno de esos momentos que describía antes, mezclando sueño y realidad. Vuelvo a cerrar los ojos.
Abro los ojos de nuevo y tengo la sensación de que me he vuelto a quedar dormido porque mi madre ahora está junto a mí. Lo que no entiendo es por qué llora. Levanto la cabeza y entonces le veo, la persona con la que creo que estaba hablando antes, un hombre mayor con una bata blanca. ¿Estoy en un hospital? Y entonces llegan los recuerdos. Él.
Sobresaltado, intento incorporarme en la cama, pero mi madre me dice que no me mueva, que esté tranquilo. Es entonces cuando me doy cuenta de que tengo algo en la nariz, algo que me ayuda a respirar. Algo que no necesito. Me lo arranco y miro a mi madre, que sigue con lágrimas en los ojos pero sonríe feliz. Todo es muy contradictorio pero no quiero pensar en mí, quiero saber de él.
–¿Dón… Dón… –intengo hablar, pero siento la garganta como si hubiera tragado tierra–. ¿Dónde está? –consigo preguntar carraspeando.
–No hables, espera –me dice mi madre.
–¿Dónde está? Quiero verle. ¿Está bien? Dime que está bien –digo a trompicones.
–Está bien, cariño. Por favor, no te preocupes por eso ahora.
–Quiero verle, llévame con él.
–Ahora no es posible, Ryan. Por favor, vuelve a tumbarte –me dice el doctor–. Tenemos que comprobar que no hay daños ni secuelas. Ya tendrás tiempo de ver a quién quieras.
Mi madre me acerca un vaso de agua y me lo bebo de un trago. Le pido otro y lo dejo a medias.
–Pero quiero verle. ¿Está bien? Decidme la verdad, por favor.
–Claro que está bien, Ryan. Está en su casa, ha ido a ducharse.
–Llámale por favor. Llámale y dile que lo siento, que venga. Han ocurrido cosas, mamá.
–Ryan, por favor. No es el momento.
–¡Ay, mamá! No quería que sucediera así. Quería contártelo yo.
–Ryan, mi amor, no hay nada qué contar. Estás confundido y es normal. Todo está bien.
–¿Seguro? ¿Me lo prometes? –pregunto aún algo asustado.
–Te prometo que todo está bien. Tú sólo relájate y respira.
Vuelvo a tumbarme en la cama y, en cierto modo, me siento aliviado. Me esperaba lo peor, que hubiéramos sufrido los dos. No tengo claro exactamente qué ha pasado, no lo recuerdo bien. Pero me alegra saber que él está bien. El mismo doctor de antes vuelve a la habitación, me inspecciona las pupilas con una pequeña linterna y comprueba cosas en los monitores que hay a mi lado. Me siento débil, de hecho me noto mucho más delgado. Miro debajo del pijama del hospital que llevo puesto y compruebo que, efectivamente, mi cuerpo ha cambiado. Aunque, y sonará frívolo, lo que más extrañeza me produce es la cantidad de vello corporal. No es que me haya despertado siendo el hombro lobo, porque nunca he sido muy peludo, pero, que yo recuerde, antes de llegar al hospital tenia el torso depilado y ahora no.
–¿Cuántos días llevo aquí, mamá?
–Cariño… –se emociona.
–¿Qué pasa? Siento como si me estuvieras ocultando algo.
–No te alarmes, ¿vale? –me advierte–. No sé si será algo fácil de asimilar.
–Si estoy bien y él también, no creo que sea para tanto. ¿Ha ocurrido algo más?
–Ryan, no sabíamos si ibas a despertar.
Me bloqueo. De pronto no puedo pensar. Me he quedado completamente en blanco. ¿Qué es lo que tengo que asimilar? Por un momento pienso en que a mi cuerpo le pasa algo, así que levanto la sábana de la cama y echo un vistazo a mis pies. Puedo moverlos. Si es que llevo un rato diciéndolo, me siento bien. Débil, raro y flaco, pero bien.
–Después del accidente, entraste en coma. Han pasado cinco meses.
–¿Cinco meses? –pregunto sorprendido–. ¿Llevo todo ese tiempo durmiendo?
Mi madre asiente con la cabeza.
–Pero da igual, Ryan. Todo está bien. Podrás recuperar ese tiempo ahora que por fin has despertado.
–Sí, supongo.
No sé muy bien qué pensar. Cinco meses perdidos de mi vida. Por un lado doy gracias de estar vivo, aunque sigo sin recordar bien qué ocurrió, pero al mismo tiempo no soy consciente del peligro que he corrido, por lo que, egoístamente, quiero esos cinco meses que me han sido robados. Intento ser objetivo y pensar que mejor cinco meses no vividos que haber muerto.
–Quiero verle, mamá. Lo necesito.
–Ya le he llamado. Viene de camino.
–¿Y papá? ¿También está aquí? ¿Dónde estamos? ¿En casa?
–Sí, estás en Norwalk. Y tu padre está abajo en la cafetería. ¡Ay, cuándo te vea!
–¿No está enfadado conmigo?
–¿Cómo va a estarlo? Está preocupado por ti, todos lo hemos estado. No sabe que ya estás despierto, su teléfono lo tengo en el bolso.
Justo en ese momento, se abre la puerta de la habitación y veo la figura de mi padre, que lleva dos vasos de café en cada mano. Según se cruzan nuestras miradas, los vasos caen al suelo y el contenido, que realmente no parece que sea café, mancha el suelo y sus zapatos. Su rostro serio y ojeroso cambia de golpe y una sonrisa brilla como hacía tiempo que no veía.
–¡Estás… Estás despierto! –exclama emocionado.
Se acerca a la cama y me da un abrazo y un beso en la frente.
–Estás despierto –susurra–. ¿Estás bien? –me pregunta cariñoso.
–Eso parece. Un poco en shock ahora mismo, la verdad. Me acabo de enterar del tiempo que llevo aquí.
Lo cierto es que les veo a ambos algo desmejorados. Supongo que es por lo que han sufrido y quizás es cierto eso de que las desgracias envejecen, porque no son tal cual los recuerdo. Y, aunque hayan pasado cinco meses, me cuesta asimilar que puedan haber cambiado tanto. Aunque viendo mi propio cuerpo, me puedo hacer una idea de lo que ellos han podido haber pasado. Medio vivir en un hospital durante tanto tiempo no debe ser reconfortante para nadie, mucho menos si no sabes si tu hijo va a despertar en algún momento.
–Qué susto nos has dado –me dice mi padre acariciando el pelo, que también tengo bastante más largo aunque no me había percatado de ello hasta ahora.
–Lo siento, de verdad. No era mi intención.
–No tienes nada que sentir. No es culpa de nadie –me dice–. Lo importante es que estás aquí, que estás vivo, que estás despierto, que estás.
Y qué cierto. Tan sólo una palabra para definirlo todo: estar. Eso es lo importante. Cuando las personas dejan de estar es cuando hay que preocuparse.
Irónicamente, me siento muy cansado y quiero seguir durmiendo. Tengo miedo de volver a dormirme y no despertar, no sé cómo funcionan estas cosas. Pregunto al doctor y me cuenta que todas las pruebas han salido bien y que no tengo por qué volver a entrar en coma sólo por dormirme; que, aunque para mí sea lo mismo, son conceptos médicos distintos y no va a ocurrirme nada. Extrañamente sus palabras no sólo me producen confianza, sino que me ayudan a relajarme. Necesito desconectar y asimilar lo que ha pasado, al menos hasta que llegue él y pueda volver a verle, abrazarle, decirle que le quiero.
No sé si minutos u horas después, vuelvo a despertar. Abro los ojos y veo de nuevo a mi madre en el sofá, sentada, hablando con un chico que, por su aspecto, debe de ser algún enfermero en prácticas o que recién ha empezado a trabajar. Quizás es alguien que me ha estado cuidando todos estos meses y, aunque yo no conozca a nadie, ellos sí me conocen bien a mí y también se han alegrado de que haya despertado. Se agradece si es así. Sigo en silencio, con los ojos entreabiertos porque me gusta ver a mi madre así, feliz, dicharachera, dialogando y gesticulando como ella siempre hace. Incluso diría que la veo más joven que antes.
–Tengo hambre –digo finalmente.
Según salen las palabras de mi boca, soy consciente de que mi estomago y mi organismo en general estará totalmente oxidado por llevar cinco meses conectado a una botella de suero. Y pienso en la horrible comida que me harán tragar hasta que mi cuerpo vuelva a asimilar una alimentación normal. Se me pasa el hambre por momentos o, más bien, las ganas de comer.
–No sé cómo va esto, Ryan –me responde mi madre–. Voy a avisar de que tienes hambre a ver si puedes comer algo. ¿Me lo cuidas? –le pregunta al chico antes de irse.
–Siempre.
Pues sí que es uno de los enfermeros. Y no puedo evitar fijarme en lo guapo que es, aunque no tanto como él. Debe de estar en su día libre, o quizás empezando o terminando su turno porque no lleva uniforme. Sus ojos tienen un brillo especial, algo familiar. Como si, aunque nunca le haya visto, mi subconsciente le reconozca de estos meses cuidando de mí.
–Hola –me dice acercándose hasta mí.
–Hola… –respondo tímidamente.
–¿Cómo estás? –me pregunta apoyando su mano en mi cabeza y acariciándome el pelo como hizo mi padre.
–Bien, bien. Gracias. Un poco mareado, extrañado, desorientado.
–Es normal –sonríe–. Ha pasado mucho tiempo.
–Eso me han dicho. ¿Has estado todo ese tiempo por aquí? –le pregunto para saber si, efectivamente, es uno de los enfermeros que me ha estado cuidando.
–Sí, claro. Desde el primer día.
–Gracias entonces.
–No tienes que darlas, tonto.
–Lo sé –es su trabajo, después de todo–. Pero aún así hay que ser agradecido.
–Hemos pasado mucho miedo, Ryan.
–¿Tú también?
–¡Pues claro! –exclama como si fuera algo obvio–. ¿Cómo no iba a pasar miedo? Creía que te perdía.
–Perdona, tal vez sueno un poco seco o antipático –le respondo–. Igual es porque aún estoy un poco somnoliento y en shock, pero… ¿Nos conocemos?
–¿Cómo? –pregunta sorprendido.
–Es que las caricias en el pelo pues… Vale. Pero la forma en la que me hablas es como si fueras algo más que un enfermero.
En ese momento entra mi madre con el doctor.
–¡Ryan! –continúa el chico.
–Espera –le interrumpo–. Mamá, ¿cuánto más va a tardar en venir? ¿Dónde está?
–¿Dónde está quién? –pregunta extrañada.
–Él –respondo–. ¡Matt! Dijiste que estaba de camino.
Los ojos de mi madre se abren de par en par y su bolso se cae al suelo. La cara del enfermero se torna horrorizada.
–¿Cómo que Matt? –pregunta mi madre–. Pensé que preguntabas por Mike.
–¿Quién es Mike? –pregunto.
–¡Yo! –me responde el enfermero.
–No entiendo nada.
Miro a mi alrededor y la situación se convierte en el circo de los horrores. Mi madre se lleva las manos al pecho, el doctor pone cara de no entender qué está pasando y el enfermero, o Mike, como se llame, rompe a llorar.
–¡No es momento de bromas! –exclama Mike.
–¡Eso digo yo! –exclamo–. ¿Dónde está Matt y por qué iba yo a querer ver a este chico que no conozco de nada? Mamá, ¿qué está pasando? ¡Llámale!
–¡Ay, Ryan! –exclama rompiendo a llorar ella también–. Cariño… Esto no lo esperaba. Cómo… No sé… Matt…
–Vamos a ver –reacciona el doctor–. Pongamos orden en este asunto porque estoy viendo venir algo que no esperábamos pero que suele ocurrir. Ryan, ¿de verdad no reconoces a este chico?
–No. ¿Debería?
Mike se derrumba en el sofá de la habitación, con los ojos rojos y la cara empapada por las lágrimas. Yo no entiendo nada de lo que está pasando y sólo quiero saber donde está Matt.
–¿Qué es lo que recuerdas?
–Pues a mi madre, a mi padre…
–No, no –me interrumpe–. ¿Qué es lo último que recuerdas antes de despertarte?
–No estoy seguro. Tengo recuerdos difusos. Estábamos Matt y yo en la playa, nos habíamos reconciliado… Me da mucha vergüenza contar esto ahora. Mamá, pensé que ya lo sabías. Algo ocurrió, no me acuerdo bien. Sé que había luces azules, policías, ambulancias. Algo nos ocurrió. Recuerdo estar tumbado en la arena junto a Matt, cogido de su mano. Algo había pasado, no recuerdo el qué. ¿Qué pasó, mamá? ¿Por qué he estado en coma? –ahora soy yo el que empieza a llorar–. ¿Qué nos ocurrió y dónde está Matt? ¿Por qué no le has llamado?
–Ryan –me interrumpe el doctor mientras mi madre sigue horrorizada, apoyada en la pared, tapándose la boca con la mano, entre lagrimas–. Tienes amnesia. Has perdido una parte de tus recuerdos, pero esto será mejor que te lo explique el gabinete psicológico. Ellos sabrán hacerlo con mejor tacto y de la mejor manera para lograr que el trauma sea el menor posible.
–No quiero recordar qué pasó, quiero saber donde está Matt.
Mi madre se acerca hasta la cama, a mi lado, y me coge de la mano.
–Ryan… No estamos en 2012.
–Eso ya lo sé. Si han pasado cinco meses, ya será 2013. ¿En qué fecha estamos?
–16 de julio.
–No lo entiendo. Debería ser enero. Febrero como mucho.
–16 de julio de 2015, Ryan. Hace ya tres años de ese verano del que estás hablando.
–No puede ser… ¿Y todo ese tiempo?
–Creo que deberían dejar esto en mano del equipo de psicólogos del hospital –sugiere el doctor–. Puede ser contraproducente y entrar en shock.
–¡Ya estoy en shock! –exclamo.
–Uno peor, uno traumático –responde el doctor abandonando la habitación, supongo que en busca de algún psicólogo o psiquiatra. Mi madre le sigue.
–Esto no puede estar pasando. Antes desperté y me volví a dormir, seguro que estoy soñando.
–Ojalá –añade Mike desde el sofá.
–¿Entonces quién se supone que eres tú? –le pregunto.
–No quiero causarte un trauma.
–No va a pasarme nada, diga lo que diga el médico.
–Soy tu novio, Ryan.
No puedo evitar reírme. Ya, claro. Mi novio. Cómo si un chico así fuese a fijarse en un niñato de dieciocho años como yo. Y, según lo pienso, me doy cuenta de que, entonces, ya no tengo esa edad. ¡Tengo… –calculo mentalmente– veintiún años! Qué fuerte me parece todo.
–¿En serio eres mi novio? –pregunto incrédulo.
Mike asiente con la mirada, secándose las últimas lágrimas con un pañuelo.
–¿Y por casualidad no te habré contado qué ocurrió con Matt? ¿Por qué no estamos juntos?
–Ryan, esto no es cómodo para mí.
–Lo entiendo. Aunque yo no te reconozca, supongo que no es plato de buen gusto tener que hablar de mi ex novio como si tú no existieras.
–No es por eso… Aunque también. Me duele que, para ti, ahora mismo no existo, ni existe nada de lo que vivimos en estos años. Pero no es por eso, Ryan.
–¿Entonces? ¿Sabes algo o no?
–Lo sé todo.
–Cuéntamelo, por favor.
–No creo que estés preparado para eso ahora.
–¡Dejad de tratarme como si fuera un niño de cinco años, por favor! Me duele, pero puedo soportar otra ruptura. Ya rompimos durante el verano por culpa de Nathan, no me voy a morir por oírlo.
–Pero el sí –dice Mike y acto seguido se cubre la boca con la mano. Mientras tanto, mi madre sigue sin regresar a la habitación.
–¿Qué quieres decir?
–Nada. Olvídalo. Ya hablarás con los psicólogos.
–Si de verdad eres mi novio, sabrás que no voy a dejar de insistir hasta que me cuentes lo que sabes. Soy así.
–Y si tu recordaras quién soy, sabrías lo duro que es esto para mí y tener que ser precisamente yo el que te lo cuente –se queja.
–Siento no acordarme de ti. Pero, por favor, dímelo.
–¿Estás seguro?
–Completamente.
–Los recuerdos que tienes, los de la playa… Eso que dices de estar tumbado con Matt en la arena cogidos de la mano.
–Si…
–No es exactamente así.
–Por favor, continúa. Necesito saberlo. Quizás sabiendo eso empiece a recordar todo lo demás.
–Estabais celebrando vuestra última noche juntos, el fin del verano, la despedida de la playa.
–Me acuerdo de eso. Cenamos en el porche de la casa de la playa y se quemó el mantel. No, espera, eso fue otro día.
–De esa historia no sé nada. Esa noche, la que te estoy contando, bebisteis más de la cuenta, Matt se adentró en el mar y…
–¡No!
Mike se queda en silencio, con las manos sobre la cara.
–No pudiste hacer nada. Tenía una enfermedad y no fue responsable.
–¡No! –repito con lágrimas en los ojos–. Mientes.
–Me has dicho que querías saberlo, no me acuses de mentir.
–¡No, no, no, no y no! Dime que no…
–Lo siento, Ryan. Intentaste salvarlo pero no pudiste. Cuando lo sacaste del agua ya era tarde.
Me estremezco.
–¡No digas eso!
–Perdón. Ryan, lo siento. Has insistido. Cuando llegó la policía y la ambulancia sólo pudieron ayudarte a ti, que estabas agotado y con hipotermia. No pudieron salvarle.
No me lo puedo creer. ¿Cómo es posible? Matt no puede estar muerto. No entiendo cómo puedo haber olvidado algo así. Cómo pueden haber pasado ya tres años. Cómo puedo estar aquí, en una cama de hospital, sobreviviendo a lo que sea que haya ocurrido en este futuro que realmente es un presente que no conozco, mientras él ya no está. No está. Justo lo que decía antes. Estar. No estar. La importancia de una palabra tan simple que se torna aterradora al añadirle un “no” delante. Me duele el pecho. Siento angustia. Esto no puede estar sucediendo. Y la vida encima es tan hija de puta que me hace sufrir esto dos veces, porque se supone que ya lo he sufrido y no lo recuerdo. ¿Qué mal tan grande he hecho que merezco pasar por esto dos veces? ¿Y qué mal tan grande hizo Matt que mereció un final prematuro de esa forma?
Quiero despertar de nuevo, que me vuelva a cegar la luz de la habitación, volver a ver a mi madre sentada en el sofá en el que ahora veo a Mike, y que me diga que todo va bien; pero que sea cierto. Todo no va bien, todo va mal. Todo va fatal. No puedo soportarlo. No puedo respirar. Me siento cada vez más débil. Siento que pierdo la consciencia. Me mareo y veo que Mike se levanta a cogerme en el aire mientras me caigo de le cama hacia el suelo.
Cuando despierto de nuevo, es de noche. Miro hacia el sofá y no hay nadie. Estoy solo en la habitación. No sé ni qué hora es. Me pregunto cómo he podido llegar a este punto. Pienso en Matt, en sus ojos y su sonrisa, mi perrito abandonado que no volveré a ver jamás y del que no me pude despedir. Y la empatía que siempre me ha caracterizado me hace pensar en Mike, un pobre chico que no reconozco pero que me quiere lo suficiente como para haber estado cinco meses pendiente de mi estado, deseando que despertara. Pienso en lo complicado que tiene que ser para él vivir esta situación. No acierto a adivinar qué es peor, si no recordar los tres últimos años de tu vida o que la persona con la que los has vivido no recuerde nada de ti. Quizás no he sido justo haciendo tantas preguntas sobre Matt a la persona que se supone que ahora comparte su vida conmigo. Quizás debería haber reaccionado de otro modo. Quizás le doy demasiadas vueltas. Acabo de salir de un coma y ya estoy comiéndome los sesos con cuestiones y lamentos que no aportan ningún beneficio a mi estado. Y Matt… Pobre Matt. No me lo creo. Habrán pasado tres años pero para mí se ha ido hace dos días. No dejo de pensar en que toda esta pesadilla terminará y aparecerá por esa puerta.
Casualmente, se abre y enseguida reconozco esos rizos pelirrojos.
–¿Estás despierto? –pregunta susurrando.
–Eso parece –le respondo a Sussan, mi mejor amiga.
–Cinco meses… ¡Cómo se pasa la Maléfica!
–¡Estás loca!
–Hay cosas que nunca cambian, querido.
–Pues será por dentro, porque por fuera…
–¿Ya te vas a meter conmigo?
–Entiéndelo, mi último recuerdo tuyo es en mi casa de la playa. Ahora te veo más… Más…
–Dilo, estoy gorda.
–Lo has dicho tú, no yo. Pero estás guapa.
–Es que no es el tipo de gordura que piensas –añade acariciándose la barriga.
–¿Estás embarazada?
Asiente.
–¡Pero si eres una cría! –exclamo–. ¡Ay, no! Espera… La edad. Los tres años… ¿Y Nathan?
–¡Ay, Ryan! –se ríe–. Eres de lo que no hay. Va a ser cierto eso de que tienes amnesia.
–¡Claro que lo es!
–Nathan hace ya tiempo que desapareció de nuestras vidas.
–¿También ha muerto? –siento que voy a volver a llorar.
–No, no, cariño, no. Tranquilo –se apresura–. Sigue vivo y coleando, de hecho lo vi hace un par de días. Pero ya no estamos saliendo, ni sois amigos.
–Eso si lo suponía, lo de no ser amigos. Recuerdo lo que hizo.
–Bueno… Llegaste a perdonarle. Pero todos hemos seguido caminos distintos.
–¿Tú y yo también? –pregunto con miedo a la respuesta.
–Claro que no. Tú y yo juntos hasta el fin.
–Me alegra oír eso.
Se acerca, me da un abrazo y me acaricia el pelo. Qué obsesión tienen todos con mi pelo.
–Qué guapo estás con el pelo así, no es por nada.
–Gracias. Pero es lo único… Mira qué cuerpo se me ha quedado.
–Eso lo recuperas en un par de meses, no te preocupes. Te aseguro que para llevar cinco meses aquí dentro, ya quisiera yo estar así de estupenda. En serio, cuando salgas, no te cortes el pelo.
–Dejando mi pelo aparte… ¿Quién es el padre entonces?
–Cariño, eso ya te lo contaré porque son muchos cafés.
–¿Me vas a hacer esperar hasta que me saquen de aquí?
–No me queda otra. Nos han dicho que no te demos mucha información hasta que hablen contigo los psicólogos.
–Pues tú bien que estás contando cosas. ¿Te parece poco que vayas a ser madre?
–¡Y no es el primero! –exclama.
Me echo a llorar, en parte por la alegría y en parte por la rabia que me da haberme perdido tantas cosas. O, más bien, no recordarlas.
–Pero a mí me han dejado contarte lo que quiera, porque sé cómo hacerlo y qué proceso seguir.
–Claro, ahora vas a ser experta en psicología traumática.
–¿Experta? Lejos aún, pero es lo que estoy estudiando en Nueva York.
–¿Nueva York? –pregunto sorprendido–. ¿Ahora vives en Nueva York?
–¡Vivimos!
–¡Mentira!
–Cariño… Es cierto.
–¿En serio vivo en Nueva York? ¿Y ese chico, Mike, es mi novio?
–Tan cierto como que esto que llevo dentro es un ser vivo que da patadas constantemente.
–Me va a estallar la cabeza…
–Ryan, cariño. Sé que estás en shock, sobre todo por lo que le ocurrió a Matt. Pero créeme cuando te digo que ya has pasado por todo lo que tenías que pasar para aceptarlo y seguir adelante. He de ser sincera y decirte que no lo has superado del todo, pero has continuado tu vida y el camino te ha llevado hasta lugares que no esperabas. Por suerte, hemos hecho ese camino cogidos de la mano y seguimos como siempre, te lo aseguro. Pero de resto todo ha cambiado. Tu familia, para bien, tus amigos, tus relaciones, tus estudios… Todo. Lo único que queda del Ryan que crees ser ahora es tu testarudez y esa mente tan brillante que tienes y que sé que volverás a tener completa tarde o temprano.
Levanto los brazos para que se acerque hasta la cama y me de un abrazo. Hundo mi cara en su melena rizada que huele a champú y le doy un beso en el cuello.
–¿Quién te ha enseñado a hablar así de bien, pelirroja?
–Es curioso, me hiciste esa misma pregunta poco antes de tu accidente. Y la respuesta sigue siendo la misma: tú.
Hablar con Sussan ha hecho que ponga los pies ligeramente en la tierra de nuevo. Sigo sin entender lo que está pasando, cómo he llegado hasta aquí, por qué ha ocurrido; pero sus sinceras palabras consiguen que, consciente e inconscientemente, crea en lo que me dice y se calme mi angustia interior. Al menos durante un rato. Luego vuelvo a pensar en Matt y me echo a llorar de nuevo en cuanto Sussan sale de la habitación. No diré que nadie merece morir, pero sí tengo claro que el no lo merecía. Me cuesta asimilar que tenga que hablar de él en pasado, un pasado de hace ya tres años pero que siento vivo en mi interior. No lo comprendo, pero intento ser sensato y decirme a mí mismo que, si realmente esto ya lo viví y lo superé, seré capaz de hacerlo de nuevo. Se lo debo a él.