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7. CABINA CINE DELICIAS. INTERIOR. DÍA. El zumbido del proyector ahoga los diálogos de la película. En la penumbra, detrás de la maquinaria, Sicart se prepara un bocadillo sentado a la mesa de la empalmadora. Sobre una hoja de periódico parte una barra de pan, abre una lata de anchoas y se sirve vino de una botella en un vaso.
SICART: ¿Un vinito, señor Augé?
Junto al proyector, revisando una bobina, Augé se limpia las manos con un trapo y mira a Sicart achicando los ojos, esforzándose por verle.
AUGÉ: Ahora no. Tengo…
Como si le aturdiera el ruido del proyector, Augé menea la cabeza y busca un asidero con mano temblorosa. Llega desde la platea el pataleo y los silbidos del público, y una voz gritando: «¡Foco!». Con evidente torpeza y mostrando gran dificultad para fijar la vista y controlar el temblor de las manos, Augé se rehace y se dispone a corregir el foco, sin conseguirlo.
Sicart se da cuenta y acude rápidamente en su ayuda. Lo aparta con gesto suave y se hace cargo del problema.
SICART: Tranquilo. Déjeme a mí.
Ajusta el foco y se acallan el pataleo y las protestas en la sala. Sicart mira por la ventanilla, comprueba que en la platea todo sigue en orden y luego atiende a su operador jefe, que se muestra desorientado y abatido.
AUGÉ: ¡Joder! Tengo telarañas en los ojos…
SICART: ¿No se encuentra bien? Venga aquí, siéntese.
Le coge del brazo y le ayuda a sentarse a la mesa. Augé se frota los ojos.
AUGÉ: Tú no te distraigas. Todavía nos quedan dos rollos… Estoy bien, no te preocupes, se me pasará enseguida…
SICART: No, no está bien. Será mejor que salga un rato y que le dé el aire. Váyase al bar de la esquina y tómese un carajillo.
AUGÉ (se levanta con esfuerzo): Estás esperando compañía, pillastre, por eso quieres que me vaya. No creas que me chupo el dedo… Cuidado, que esas putas te van a pegar una mierda.
Tentando discretamente a su alrededor, se deja llevar por Sicart hacia la puerta.
SICART: Quédese un rato abajo con Matilde, en la taquilla. O váyase a casa, y mañana será otro día. Aquí queda poco que hacer y puedo arreglármelas solo…
Augé, abatido, cabizbajo, se para en la puerta antes de salir, y mira a su joven ayudante con afecto. Le da un cariñoso cachete.
AUGÉ: No olvides ponerte los guantes para los empalmes. Y ten mucho cuidado… No lo digo solo por el trabajo, sé que te apañas bastante bien. Lo digo por esas furcias que te sacan los cuartos…
SICART: No diga eso, porque no es verdad. Ya se lo expliqué, son buenas chicas… Ande, váyase a casa. Y a cuidarse, señor Augé, que ya van siendo muchos años.
8. CLUB PANAM’S. PENUMBRA. INTERIOR. DÍA. El cabaret Panam’s, finales de septiembre de 1947, según indica el calendario colgado detrás de la barra que veremos en su momento. Rumor de dados agitados en un cubilete y suave música bailable acompañan el travelling por los escalones mal iluminados del local, al final de los cuales, a la derecha según se baja, una vieja de rostro agitanado que vende tabaco y cerillas dormita sentada en una sillita plegable. Sigue el travelling a lo largo de la barra, atendida por un barman bajito de cara de palo, que tira los dados frente a un cliente gordo de risa fácil encaramado a un taburete, con el puro en la boca y empuñando una panzuda copa de coñac. Sentadas a una mesa al borde de la pista de baile, Carol (la llamaremos por su nombre, aún no hemos decidido el falso) y su amiga Encarnita conversan con aire aburrido a la espera de clientes. Las demás mesas están vacías y la pista también. Es a primera hora de la tarde. Carol se pinta los labios con una barra de carmín. Encarnita bebe grosella en vaso alto, luego tienta el encendedor sobre la mesa con gesto de cegata y enciende un cigarrillo mentolado.
ENCARNITA: Dime una cosa, Carol. ¿Por qué te llaman la Gata? ¿Quién te puso este apodo?
CAROL (sonríe con tristeza): Era mi nombre artístico, cuando trabajaba en el teatro. Yo era Chen-Li, la Gata con Botas.
ENCARNITA: Mi madre me dijo que te vio una vez en las varietés del cine Selecto. Actuabas con tu marido, ¿verdad?
CAROL: No era mi marido. Tampoco era el padre de mi hijo, como creían algunos. Y no actuaba conmigo. Yo bailaba sola, con mis piernas pintadas de purpurina, mi antifaz y mis botas rojas… Estaba monísima. Él hacía teatro del serio, bueno, de aficionados. Pudo haber sido un buen actor de carácter, apuntaba maneras y tenía pinta de galán… Pero era un hombre sin suerte.
Su voz se ha ido debilitando y calla de pronto, como si le doliera recordar. Con mirada cariñosa, Encarnita busca sobre la mesa la mano de su amiga hasta dar con ella y se la aprieta. Carol acerca el cenicero a la cegata, que no acierta a echar dentro la ceniza del cigarrillo.
CAROL: ¿Qué esperas para ponerte gafas, cariño? ¿O todavía suspiras por un perro guía?
ENCARNITA: ¡Sí, bonita! ¡Un perrito guía cariñoso, un labrador!
En este momento entra en el Panam’s el falangista Ramón Mir Altamirano con paso resuelto pero inestable. Chaquetón de cuero negro, camisa azul, tez pálida, el mentón cuadrado y enhiesto, pelo negro repeinado hacia atrás, fino bigote sobre una mueca hostil. Lleva varias copas de más y tiene un aspecto enfermizo, aunque mantiene su conocido aire bravucón. Se sacude la ropa mojada y masculla algo así como: «¡Llueve la hostia y hace un frío de tres pares!». Al pasar junto a Carol se detiene un instante para acariciar su nuca, o más bien atenazarla con un gesto burdamente posesivo. Ella musita un saludo desdeñoso y hace por levantarse, pero el hombre la mantiene sentada presionando su nuca con la mano y luego sigue andando hasta la barra, donde se enfrenta al barman, que agita el cubilete de dados.
MIR: Quiero la puta más fea que tengas, Paco.
BARMAN (inmutable cara de palo): La más fea no la busque aquí, camarada.
MIR (sonríe mirando a Carol): Bueno, pues una con las tetas pequeñas.
BARMAN (al cliente gordo): ¡Un cliente rarito, ¿verdad?! (A Mir). Oiga, aquí solo viene gente guapa y educada, entérese…
MIR: ¡Pues oye, una que sea bizca, o tenga dentadura postiza, o granos en la cara! Venga, me conformo con eso. (Se carcajea y palmea la espalda del cliente gordo). ¡Y que se vista de lagarterana, ja, ja, ja!
CLIENTE GORDO: Oiga, amigo, vaya a dormirla a otra parte…
MIR (se encara con él, brazos en jarras): ¡Me cago en la puta de oros! ¡A ver, usted! ¡Sí, usted! ¡Documentación!
CLIENTE GORDO: ¡Venga ya, camarada, no fastidie!
MIR: ¡Nombre y apellidos! ¡Rápido!
CLIENTE GORDO: ¡Pero bueno, joder, ¿qué mosca le ha picado?!
MIR: ¡Cállese y conteste! ¿Es usted español?
CLIENTE GORDO: ¿Yo…? Al contrario.
MIR (sorprendido): ¿Qué quiere decir con eso? ¿Que es catalán?
CLIENTE GORDO: No, señor. Soy estéril de nacimiento.
MIR (enérgico): ¡Y encima pitorreo, ¿no?! ¡¿Sabe lo que es usted?! Se lo diré escuetamente, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo: ¡Un majadero! ¡Un mentecato! ¡Documentación, venga!
A CONSIDERAR: Tenemos aquí a Ramón Mir Altamirano —personaje real al que en su momento se le otorgará nombre y apellidos falsos, lo mismo que a Fermín Sicart y a Carolina Bruil Latorre—, un secundario que presiento podría acabar asumiendo un rol importante en la trama, o lo que fuere que sustituya a la trama. Falangista pirado, lejana ya su heroica campaña en la estepa rusa liquidando bolcheviques codo con codo con los nazis, agotada la munición y apagados los gritos de rigor, cumplidas sus juveniles guardias e imaginarias allá arriba con los luceros, ha iniciado su periplo etílico hacia un desdichado final; ya presumió mucho de uniforme y camisa azul, ya desfiló y cantó y pendoneó lo suyo, apuntándose a los fastos patriótico-comulgantes cuantas veces fue requerido, ya denunció a cuantos rojillos y desafectos había en el barrio, ya mangoneó y calumnió y requisó todo lo que pudo, ya convirtió a su amante en puta y confidente de la policía y también trasnochó y mamó todo lo que pudo del compadreo y las prebendas de los vencedores, y ahora empieza a dar señales de una chaladura y un desmadre que acabará por arrebatarle la alcaldía de barrio y la autoridad que todavía le otorgan el correaje y el pistolón, el yugo y las flechas y el escudo bordado en rojo que exhibe sobre el corazón, que a su vez no tardará también en decir basta. En este tramo de la historia no sabemos todavía gran cosa del fachendoso personaje, pero considero que no importa.
Además, de repente suena el teléfono en el Panam’s. La llamada es de Fermín Sicart desde el cine Delicias. Cuando se oye el timbre en un extremo de la barra, Encarnita está alternando con un cliente en el otro extremo. El hombre tiene una mano activa en su trasero. Se ríen. El barman atiende la llamada y le hace una seña a Encarnita. La chica acude al teléfono tanteando el aire y recibe el mensaje de Fermín: que la está esperando, como habían quedado, le dice, y que se dé prisa porque se están enfriando los churros y el café con leche. «Hoy no me esperes, rey mío —responde Encarnita—, esta tarde no puedo». Mientras se disculpa mira a Carol, que permanece sentada a la mesa, sola, ahora bebiendo una copa de coñac, y añade: «Si quieres te envío a mi amiga Carol, ya te hablé de ella, está más buena que yo y es una chica estupenda, te va a gustar, pero tendrás que ofrecerle algo más que un café con leche y churros calientes, está pasando una mala racha, con mogollón de problemas».
El cliente la reclama y Encarnita cuelga y corre a su lado, choca con él riéndose, medio cegata le prodiga mimos y lo soba y le pide que espere un minuto, seguidamente se orienta hacia Carol y le propone que vaya en su lugar, se lo pasará fetén, le dice: «Fermín es un chico divertido y cariñoso, siempre paga bien y además el servicio incluye merienda y a veces cena, y si quieres puedes ver la peli». Carol le responde que hoy tiene pocas ganas de compañía, está cansada y triste. Pero Mir, que ha estado al tanto de la conversación, le sugiere que vaya, puesto que no tiene nada mejor que hacer, revelando una recelosa curiosidad por ese cliente que ofrece merienda: «¿El proyeccionista del Delicias, el cine donde también trabaja un tal Augé?». Encarnita dice que sí, y temiéndose algo del belicoso falangista añade, por si acaso, que Fermín es un buen chico, de toda confianza. Mir exhibe su condición de chulo y obliga a Carol a acudir a la cita. «Te conviene, le dice, allí no te mamarás, mira cómo te estás poniendo, así que andando, si le haces lo que tú sabes ganarás un nuevo cliente y de paso meriendas con churros y te distraes un rato, ya que todo parece indicar que esta lluviosa tarde no va a propiciar trabajo».
La secuencia del Panam’s podría terminar así:
MIR (a Carol): Vamos, nena, tienes trabajo. ¿No has oído? Te esperan en el cine Delicias.
CAROL: No puedo, no me da tiempo…
MIR: Debes ir, es importante. Luego te diré por qué.
CAROL: Es que tengo que recoger a mi niño…
MIR (le mueve la silla): ¡Pero qué niño ni qué leches! ¡Te llevo, venga!
CAROL: No hace falta. Puedo ir sola.
MIR: ¡¿Es que hablo en chino?! He dicho que te llevo.
CAROL: Vete con tus luceros, Ramón, y déjame tranquila.
MIR (furioso, le suelta una colleja): ¡No bromees con eso, o te rompo los morros! Estoy de los putos luceros y las montañas nevadas hasta los cojones, ¡pero, joder, no consiento que nadie me lo recuerde! (Se calma). El cine está cerca de casa, me coge de paso. Y alegra esa cara, coño. Vas a comerte unos buenos churros, qué más quieres.
Carol se levanta con gesto abatido. Encarnita la mira con pena.
9. CINE DELICIAS, 1947. EXTERIOR. DÍA. Bajo una llovizna luminosa, Carol abre su paraguas verde delante del cine y contempla el panel con los fotogramas en blanco y negro de una de las dos películas programadas. Viste abrigo negro de astracán, falda blanca muy ceñida, jersey rosa de angorina, zapatos de tacón alto y medias negras.
Tras la ventanilla de un taxi parado cerca del cine, Ramón Mir la observa y reflexiona mientras se hurga los dientes con un palillo. Hace una seña al conductor y el taxi arranca.
Nos quedamos con Carol, que parece dudar antes de entrar en el cine. Da media vuelta y se encamina al bar de la esquina. A través de los cristales salpicados de gotas de lluvia la vemos pedir una copa de coñac en la barra, bebérsela de un trago, pintarse los labios bajo las miradas de los parroquianos, apurar la segunda copa, pagar y salir de nuevo a la calle.
Desanda la acera despacio y nuevamente se para delante del cine a contemplar en la fachada el cartel de la película programada, donde la silueta de Gilda se yergue en medio de la noche, sonriendo bajo un foco de luz con su ceñido vestido de satén y el humeante cigarrillo en la mano. Haciendo rodar el paraguas verde sobre su cabeza, Carol contempla las espirales de humo que, ensortijándose en medio de la luz del foco, rondan la hermosa cabellera dorada. Saca del bolso un espejito y una barra de carmín y se repasa los labios. Se abre el abrigo, se estira los bordes del jersey. Pasa un tipo de cara risueña y mofletuda y, sin pararse, se le arrima y le susurra algo que no oímos. Ella ni le mira. Acto seguido entra en el vestíbulo del cine cerrando el paraguas, pregunta algo a la taquillera, sube por una oscura y angosta escalera lateral (inicia ruido del proyector y banda sonora de la película: Put the Blame on Mame). Se para delante de la puerta de la cabina de proyección. Antes de llamar con los nudillos, levanta el borde de la falda, se estira la media negra y ajusta la liga sobre el muslo.
PREGUNTA para ganarle un duro a Felisa: ¿cómo se llama la actriz francesa que convirtió en gran arte la operación de quitarse las medias y el liguero sentada al borde de una cama? Seguro que no lo sabe.
A CONSIDERAR: añadir las referencias a Liberto Augé en la segunda versión de esta secuencia, que más adelante habrá que revisar a criterio del director. Por ejemplo, ¿sabe Carolina Bruil que su marido y Liberto Augé compartían tareas subversivas en el Comité de la CNT clandestina?