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Afortunadamente disponía de tiempo para hacerme el remolón, de modo que decidí alternar la trágica historia de Carolina y Fermín con un proyecto personal que me estimulaba mucho más: retomar el segundo borrador de una novela que avanzaba con mucha dificultad desde hacía seis meses, con frecuentes períodos de sequía —períodos que tiempo después aumentarían su frecuencia, hasta el punto de que el borrador acabaría abandonado en un cajón y no sería rescatado hasta pasados veinticinco años—. Se trataba de una compleja trama de ficciones que no surgía de ningún maldito encargo y que a ratos me permitía olvidar la película y recuperar cierta dignidad y decoro en la escritura. Pero solo a ratos, ya he dicho que últimamente tampoco por ese lado las palabras se me daban mejor. Por alguna razón, al convocar el tiempo ido, sentía el peso de una castradora censura oficial que, paradójicamente, ya había sido abolida, ya no existía en 1982: aquel insidioso mandato de no llamar a las cosas por su nombre. Ocurría que algunas palabras demasiado tiempo evitadas y arrumbadas, como si aún les afectara el expolio y el descrédito sufrido durante tantos años, perdían de pronto su referente ante mis propios ojos y mudaban de significado, enmascaraban su verdadero sentido y me daban insidiosamente la espalda. Tenía la impresión de extraerlas penosamente una tras otra del fondo de un pozo negro. Las palabras estaban ahí, en el papel, pero permanecían embozadas, mirando hacia otro lado y persistiendo en su falsedad. Me invadía en estos momentos la sensación de que las palabras que necesitaba, las precisas y pertinentes, las insustituibles, las únicas que me valían, las que no me dejarían desarmado ante la página en blanco, restaban en el fondo del pozo negro sometidas a la censura y al escarmiento. Aquellas vivencias y emociones que habían sido durante tantísimo tiempo innombrables y enterradas en el silencio, aquellas palabras condenadas hasta ayer mismo al mutismo dictatorial, y que ahora ya podían y debían ser convocadas inexcusablemente sin temor a represalias, persistían en mantener su impostura y en traicionar el sentido al que se debían.
Tal era la sensación de impotencia que me invadía esa calurosa tarde del mes de julio, después de cinco horas amarrado al escritorio frente a media docena de folios manuscritos. Y es que eran tiempos en los que muchas cosas y las palabras que designan tales cosas no estaban todavía unidas del todo; y debo aclarar que no estoy hablando de una obra testimonial o de denuncia, arriesgada y significante, que se supone habría guardado el amedrantado escritor en el fondo de un cajón durante años en espera de publicarla tras la caída del Régimen, y que, al llegar por fin el día de exponerla a la luz de la libertad, se revela justamente ni significante ni testimonial ni arriesgada, fatalmente urdida con palabras que tampoco ellas, ni siquiera en la clandestinidad y a espaldas de la censura, pudieron librarse del expolio, la distorsión o la propia impostura. No, no es este el caso. Me estoy refiriendo a un borrador escrito ayer mismo y que está comportándose aviesamente, como si hubiera sido redactado en plena dictadura: cautivas, marrulleras, afásicas, las palabras no decían más que vaguedades. Acabé por apartar los ojos y el pensamiento ante su clamorosa falsía y molicie, y, seguramente para contrarrestar de algún modo tan persistente penuria verbal, síndrome remanente de casi cuarenta años de autocensura (en mi imaginación, al menos, aunque soy consciente de mis tenaces deficiencias), se me ocurrió gastarle a nuestra vieja asistenta una broma inocente y bastante burda.
—Felisa, cuando llegue el asesino —dije impostando pérfidamente la voz—, hágalo pasar a la terraza. Le sirve una cerveza y que me espere.
Felisa acababa de entrar en el estudio escoba en mano con el pretexto de barrer, como solía hacer todos los días al caer la tarde, aunque hoy sabía muy bien que el parqué estaba impoluto, pues ella misma había pasado el aspirador hacía apenas tres horas. Escuchó la orden, apoyó las manos y el mentón en el palo de la escoba y se quedó mirándome con sus grandes ojos inteligentes. «Asesino» era una palabra que tal vez para ella también se había vaciado de sentido. Horas antes, al comunicarle que esa tarde esperaba una visita importante, instándola a comprobar el contenido de cervezas y refrescos en el frigorífico, no consideré necesario ni oportuno añadir que el visitante esperado, el señor Fermín Sicart, había estrangulado a una mujer hacía más de treinta años, pero ahora, al calificarle de asesino sin previo aviso, lo normal habría sido un respingo de su parte, cuando menos algún signo de sorpresa o de mera curiosidad. Sin embargo, la nada ingeniosa bromita, una distracción inocente que se concede un palabrero vocacional después de perder una tarde entera emborronando papeles, no surtió el menor efecto. Sin inmutarse lo más mínimo, con el cigarrillo humeando en las burlonas comisuras de la boca y con las manos firmemente asentadas sobre el palo de la escoba, mi asistenta me dedicó el conocido y bien lubricado parpadeo de sus grandes ojos grises, una mirada esquinada y malévola que ni la mismísima Bette Davis en su mejor época habría superado.
—¿Con la copa helada o normal? —preguntó.
—Pues no sé, como él prefiera. Es probable que le guste la cerveza helada. —Y añadí, incongruentemente—: Mujer, se trata de un asesino.
—¿Cómo lo sabe?
La miré un tanto confuso.
—¿Cómo sé que el visitante es un asesino?
—No —dijo—. Cómo sabe que le gusta la cerveza helada.
Ninguna señal de alarma, ni siquiera la sombra de un leve escalofrío. O su anciano oído estaba hoy peor que de costumbre, o bien le daba lo mismo abrirle la puerta a un criminal convicto y confeso que a su ángel de la guarda. Intuí que Felisa tenía una de esas tardes en las que su peliculera cabeza se regía por una sola idea: sacarme unos duros con sus acertijos de celuloide, así los llamaba ella, un entretenimiento que yo aceptaba por complacerla, no sin cierta deprimente sensación de estar haciendo méritos para mi pronto ingreso en un geriátrico.
—Ahora corre y dile a tu madre que todo está arreglado, y que ya no queda ninguna pistola en el valle —entonó con su voz pastosa.
—Ahora no, Feli, por favor —supliqué.
—Un duro si sabe quién le decía eso a un niño rubio de ojos asombrados. Piénselo, y verá que es muy fácil.
—En otro momento —me excusé amablemente—. ¿No ha oído lo que le he dicho? Espero una visita muy especial.
—Ya, muy especial.
La observé de reojo mientras nuevamente simulaba barrer, cabizbaja, sin duda rumiando alguna estratagema. Pensé en mi mujer: siempre había tenido razón, desde el primer día dijo que Felisa nunca se comportaría como una sirvienta al uso, y ahora ya era demasiado vieja y resabiada para someterla a ninguna disciplina. Además, aún presumía de haber vivido siempre su soltería y su soledad como una militancia, incluso cuando la pretendía un novio tardío, un tal señor Pàmias, cinéfilo maduro y facha muy repeinado que la piropeaba diciéndole que se parecía a una bella actriz de confuso origen italiano llamada Irasema Dilián, reciclada en el acartonado y purulento cine español de los años cuarenta y hermana secreta —según le reveló un lejano día el señor Pàmias en tono confidencial, no exento de cierta tórrida excitación— de Claretta Petacci, la infortunada amante de Benito Mussolini; fantasía que se me antojaba una secreción erótica y surrealista del italianizante fascismo español de aquellos años.
En aquel entonces Felisa ya había superado la treintena de largo y seguía ayudando a su padre viudo en una pequeña tienda en la calle Urgell, dedicada a la compraventa de fotos y viejos carteles de cine y toda clase de revistas antiguas, películas noveladas, postales y programas de mano para coleccionistas. Solía vérsela en un rincón al fondo de la tienda, inclinada sobre los ficheros de un completísimo archivo que su padre había iniciado en tiempos del cine mudo y en el que uno podía encontrar de todo, según Felisa, incluso el dato más recóndito e insólito, por ejemplo el nombre de los actores secundarios o del montador de la versión fílmica de María Rosa, el drama del catalán Àngel Guimerà rodado en Hollywood en 1916 por Cecil B. DeMille. Por cierto que aquella filial y constante dedicación al archivo me estaba costando no pocos duros, como se verá más adelante. La tienda de su padre, hijo de inmigrantes andaluces que vinieron a Barcelona a trabajar en las obras de la Exposición Universal de 1889 y se asentaron a la vera de Montjuïc, fue durante mucho tiempo una referencia ineludible para cualquier coleccionista cinéfilo. Cuando el hombre murió, en el año cuarenta y siete, ella sostuvo el magro negocio un par de años más, luego lo liquidó y el dinero que obtuvo se lo gastó en un viaje a Venecia. Al volver se puso a servir en casa del señor Pàmias, ya casado y con hijos, en una torre con jardín en el barrio de Horta, y años después, en las navidades de 1964, se presentó en casa enviada por una agencia de colocación cuyos servicios había solicitado mi mujer. Sus referencias eran buenas, pero nunca nos explicó por qué se despidió a la francesa del anterior trabajo en casa de su antiguo adorador, el señor Pàmias. Una vida de cine.
—Todo el día encerrado aquí —dijo Felisa dando escobazos a nada—. Esto no puede ser bueno. Desde que Carmen y los niños se fueron no ha salido a la calle. Y si viera la pinta que tiene… ¿Se ha mirado al espejo?
—Felisa, sea buena conmigo, que me queda aún bastante trabajo…
—Le prometí a su mujer que le cuidaría.
—Está bien, pero no necesito una enfermera ni una esposa suplente, y mucho menos una suegra.
—¿Hoy no va a nadar?
—Hoy no toca.
—Debería ir todos los días.
—¿Quiere por el amor de Dios tener compasión —le rogué en tono de guasa— y limitarse a ser la queridísima Feli que siempre ha sido para los niños y para mí, con más de quince años de impecable servicio en esta casa?
—Humm —gruñó. Se mantuvo callada un ratito antes de volver a la carga—: Tengo otra muy fácil.
—No estoy para adivinanzas, Felisa, hoy no, de verdad. Y oiga, pocas bromas con el individuo que espero.
—Quienquiera que sea, siempre he confiado en la bondad de los desconocidos. ¿Quién dijo eso? Seguro que lo recuerda. ¿Quién es esa pobre mujer que se declara tan desvalida, y en qué película? Cinco segundos, y va un durito en la apuesta.
Me armé de paciencia.
—Pero bueno, ¿qué le he dicho? ¿Se ha enterado de lo que hay que hacer cuando llegue este hombre, sí o no?
—No se enfade, puñeta. A ver, lo hago para distraerle un poco. Trabaja demasiado. —Carraspeó y empezó a toser—. La bondad de los desconocidos. Y se deja llevar por el anciano caballero, cogida de su brazo. Lloré viendo este final. ¿Quiere una pista? Diez segundos.
Se tocó con la mano la melena corta y negra como ala de cuervo, misteriosamente juvenil. El flequillo inmemorial sobre la frente parecía pintado. Trasladó hábilmente el cigarrillo desde una comisura de la boca a la otra mientras seguía esperando con mirada burlona y falaz que reconsiderara mi negativa a colaborar.
—Veinte segundos, va —dijo achicando aún más los ojos y dejando que el humo del cigarrillo se enroscara en su carita aniñada y llena de arrugas—. Treinta segundos.
—Que no.
Como si oyera llover. Yo llevaba más de una hora bloqueado frente a media docena de folios esparcidos sobre el escritorio y masacrados de arriba abajo con anotaciones a mano. La profusión de tachaduras y correcciones garabateadas entre líneas y en los márgenes era tal que no quedaba ni un solo espacio en blanco, y lo que es peor, ninguna duda sobre la inutilidad de semejante esfuerzo. El deprimente espectáculo tampoco ofrecía ninguna novedad. Palabrería y humo. Me he pasado media vida embrollando borradores y otra media escarbando en ellos, y nunca abrigué esperanzas de que la cosa iba a mejorar con la edad y un supuesto dominio del oficio. Por el contrario, durante los últimos años la conciencia del fracaso personal no ha hecho más que consolidarse y a menudo siento como si arrastrara el pesado fardo de una impostura y una impericia que ya sería hora de asumir públicamente de una vez. No sabría explicar por qué, pero siempre llega un momento, cuando trabajo en un libro y me invade el desaliento, en que me siento como un impostor, una máscara, una persona disfrazada de escritor, alguien que ha usurpado la autoría de ese montón de páginas torturadas.
Fijé la atención en un párrafo reiteradamente corregido, removiendo los rescoldos en busca de un poco de calor. Ciertamente no había ni rastro de sentimentalismo, ni sombra de melancolía personal o de melosa querencia por nada, y eso era bastante alentador, pero tampoco parecía haber ni una brizna de tensión narrativa. Oraciones simples convertidas en ceniza, eso era todo lo que tenía después de casi cinco horas de trabajo. La forma no se adecuaba al contenido y las palabras seguían empeñadas en no decir lo que debían, sobre todo en ese párrafo, sinuoso y lleno de vacuas resonancias, y, por supuesto, tan lejos de alcanzar alguna dignidad literaria como yo de merecer un Premio Nobel de Física Cuántica.
«Algo terrible, en efecto —releí una vez más, rescatando la segunda o tercera versión enterrada bajo las tachaduras—, se estaba cociendo debajo de aquellos rizos oxigenados, pues aunque la primera impresión de los transeúntes había sido una muestra de sobresaltado estupor y de compasión al ver a la mujer recostada sobre los raíles del tranvía con las manos cruzadas sobre el pecho, tan indefensa, tan a merced de su propio desvarío, la escena, pensándolo ahora fríamente, era para echarse a reír de buena gana, pues nadie en sus cabales habría imaginado un dislate semejante, una muerte por atropello más imposible y estúpida».
A ver, me dije, tal vez, si consigues dejar brevemente en suspenso la atención del lector mediante, por ejemplo, alguna observación pertinente sobre las sonrosadas manos de la suicida cruzadas tranquilamente sobre el pecho, o viéndola juntar los pies con rigurosa simetría sepulcral, o cerrando los mórbidos párpados tan despacio, tocados por el dedo frío de la muerte… Pero a todo esto, ¿qué papel me asigno yo, con quién me identifico, dónde me sitúo en ese meticuloso recuento de anodinos despropósitos? ¿Soy ese chico de pelo rizado, con alpargatas y camisa blanca, ese que vemos de espaldas con un libro bajo el brazo y abriéndose paso entre el grupo de vecinos y curiosos que rodea a la mujer tumbada sobre las vías, ese que mira de soslayo y aparentando indiferencia la cara interna del muslo que la bata mal abrochada deja ver? Bueno, no es fácil que uno se reconozca a sí mismo visto de espaldas, sobre todo en medio de otras imágenes ligadas al singular suceso que persisten con más fuerza, por ejemplo los tobillos un poco gruesos y suavemente sonrosados junto a los grises adoquines, el cutis de porcelana que sigue enviando su pálido fulgor a través del tiempo y los párpados de cera cerrándose despacio con alguna placentera visión que deja los labios entreabiertos ante la proximidad, el roce o la cadencia de otros labios, el aire de un beso anhelado. ¿Y no fue aquí, mirando el carmín derramado en esa boca y el puñal de seda en ese muslo, con los cuervos olisqueando todavía la carroña y la muerte al pie del Kilimanjaro y con el aullido de la hiena en medio de la noche, no fue aquí, con el libro primordial sujeto bajo el brazo y la controversia sanguínea entre el corazón y el sexo latiendo en las venas, donde le nació al chico su nostalgia de futuro, la ensoñación secreta que marcaría su destino, aquella otra calentura juvenil que iba más allá de la que podía suscitar el cuerpo yacente de la señora Mir o el de su hija Violeta dejándose acariciar los pechos en un callejón oscuro?
Pero la maulería y la impostura de las palabras persistía. Tiré el bolígrafo sobre los papeles y me recosté en el respaldo de la silla entrelazando las manos en la nuca. El problema, me dije, radica tal vez en la discrepancia entre el hombre domado y descreído que hoy intenta revivir aquel episodio, y el muchacho indómito y febril que lo vivió hace muchos años.
Y nuevamente la voz de Felisa, como si llegara desde la otra cara de la luna:
—«Si yo fuera un rancho me llamaría Tierra de Nadie» —entonó con un matiz de coquetería pasado de rosca. Había dejado de barrer y me miraba fijamente—. Lo dice una seductora pelirroja que en la vida real fue muy desgraciada. Adivine.
—No tengo ni idea.
—No es posible que haya olvidado aquel deslumbrante golpe de melena que erotizó a toda una generación…
—¿Por qué insiste, mujer despiadada?
—Le conviene ventilarse un poco.
—Lo que de verdad me conviene es un whisky con un poco de agua.
—Normalmente, a esta hora el señorito ya se ha ido a nadar o se ha tumbado en la terraza con un libro.
De nuevo me armé de paciencia.
—Por favor, Felisa. ¿Ha oído lo que he dicho?
—El señorito tendrá su whisky en un minuto. Pero antes nos jugamos el duro, venga.
—Yo no me juego nada con una estafadora. Esto es un abuso, que conste.
Sabía que no iba a darse por vencida. En ocasiones, al caer la tarde, con los primeros murciélagos rondando la terraza, la compañía y los acertijos de la querida e imbatible cinéfila podían constituir un amable entretenimiento, pero también podían convertirse en una pesadilla.
—Un rancho abierto para todos —insistió—. ¿Le doy una pista? Ocurre en Buenos Aires… ¿No? Bueno, a ver esta otra: «No me interesan los patriotas, llevan la bandera en una mano y con la otra van vaciando los bolsillos de la gente». Lo dice una sueca hermosa y sana como una manzana… ¡Venga!
Exhausto y sin esperanzas, como un condenado a galeras, adelanté los brazos y me acodé otra vez en el escritorio con la frente rendida. Pero no le dediqué a la maldita adivinanza ni un segundo, porque, súbitamente, en el tercio inferior de uno de los folios más emborronados, en medio de un párrafo de seis líneas convertido en un galimatías de palabras tachadas, remendadas y finalmente sustituidas, algo había empezado a moverse reclamando mi atención. Urgido por signos que remitían a pequeños bloques de anotaciones en los márgenes del papel, uno de los renglones desechados y machacados se incorporó y con su negra pezuña me abofeteó, luego se encaminó muy tieso y ufano hacia la parte alta del folio y, abriéndose paso a codazos, se acomodó entre las líneas tercera y cuarta y allí se recostó, en el lugar que ciertamente, pensándolo bien, le correspondía. Enseguida, algunas oraciones perdieron la máscara de la antigua impostura y empezaron a mirar en la buena dirección. Levanta ese ánimo, pelmazo, me dije, no todo está perdido: debajo de tan insidiosos borrones aún transpira el sueño de otra vida, más intensa y más verdadera que esta. Ya no hay imágenes ni asuntos prohibidos ni palabras clandestinas, ya no hace falta encubrirlas o suplantarlas o decirlas en voz baja, de modo que después de recostar la cabeza sobre el raíl del tranvía, sobre ese hierro inmemorial oxidándose semienterrado en los viejos adoquines de la calle Torrent de les Flors, la pobre señora vuelve a cruzar las manos sobre el pecho con devoción aparentemente suicida y se queda quieta, esperando una muerte imposible…
La voz de humo de Felisa me sacó de mis reflexiones:
—Así pues, debo comportarme con naturalidad al abrirle la puerta a este señor. —Apagó el cigarrillo en el cenicero de mi mesa, se aclaró la garganta y añadió—: ¿Es eso lo que quería decirme?
—Más o menos. Pero tranquila, no corremos ningún peligro.
—Ahora comprendo por qué su mujer cogió a los niños y se fue tan lejos. Para no verse obligada a atender a un criminal en su propia casa.
Carmen había viajado a Holanda a visitar a su hermano. Hacía veinte años que no se veían. De buena gana me habría ido con ella y los chicos a pasar las vacaciones allí, dos meses sin hacer otra cosa que pasearme entre tulipanes y navegar por los canales de Amsterdam, pero el jodido guión me iba a retener en esta ruidosa ciudad en compañía de un viejo asesino y recibiendo puntuales visitas de peliculeros envanecidos y sin escrúpulos, lo cual no parecía conmover a Felisa en absoluto.
—¿No le parece suficiente sacrificio a doña metomentodo?
—Servidora no sabría decirle.
Pensé que era hora de dejarse de bromas y que debía ponerla al corriente del asunto, evitando cualquier alarma o equívoco. Me habían encargado el argumento de un guión cinematográfico basado en un suceso real, le dije, un crimen cometido años atrás en un cine de esta misma barriada, y tenía que documentarme. No le dije que llevaba dos semanas sin meterme de lleno en el asunto, por falta de datos y de ganas, y que prefería dedicarme a lo mío.
—Y puesto que aún vive el asesino… —añadí, y me corté. De pronto, «asesino» se me antojó otra palabra que salía de la oscuridad, espectral, cubierta de polvo y telarañas y ciertamente vacía de sentido—. Bueno, es una forma de hablar… El caso es que el hombre que espero tiene información de primera mano sobre el suceso, y me va a asesorar. Tan de primera mano, Felisa —añadí vengativamente, midiendo las palabras—, que el autor de aquel crimen horrendo es precisamente él en persona. En carne y hueso, vaya. Se llama Fermín Sicart y era proyeccionista en la cabina del cine donde ocurrió todo hace más de treinta años… Sí, no ponga esa cara. ¿Quién podría informarme mejor sobre lo ocurrido?
Y por supuesto no había por qué alarmarse, me apresuré a añadir, el hombre había pagado por el crimen a su debido tiempo. En su día fue juzgado y cumplió condena, y es de suponer que hoy era otra persona. La idea de asesorarme directamente con el asesino me la había sugerido el productor de la película, que años atrás inició contactos con él para un proyecto que entonces no prosperó. Me dijo que sabía de seguro que el señor Sicart accedería gustoso a proporcionarme información a cambio de algún dinero, poco o mucho, eso no lo sabía; en todo caso me dio su teléfono, yo le llamé a su casa y él se había mostrado amable y dispuesto.
—Así que ante él procure comportarse con naturalidad —previne a Felisa—, sin mirarle con el rabillo del ojo ni nada de eso, y mucho menos acosarle con preguntas. Que en tiempos fuera proyeccionista de cine no quiere decir que sepa de películas, quizá ni le gustan. Y yo por mi parte he de ganarme su confianza, de lo contrario habré perdido el tiempo y el dinero.
Una vez informada, después de parpadear con un ritmo ligeramente más rápido que el habitual, mi asistenta consideró insuficiente lo oído y quiso conocer más detalles, pero le dije que de momento no había gran cosa más. ¿No se acordaba de aquel crimen? Seguro que sí, fue muy comentado en la ciudad.
—Ella era una pobre fulana, ¿no? —inquirió entornando los sobrados y pesarosos párpados, como si repelieran el recuerdo—. Sí, fue horrible. Estrangulada con una película, creo… ¡Uf! Hace la tira de años.
Le refresqué la memoria. Ocurrió a principios de enero de 1949. Yo tenía dieciséis años recién cumplidos y recuerdo que en el barrio no se habló de otra cosa durante mucho tiempo. Dos amigos míos, dos chavales de mi calle, estaban aquella tarde en el cine Delicias y me contaron que, poco antes de que ocurriera todo, la proyección se interrumpió porque la película se había quemado. Trincaron al asesino enseguida, le cayeron treinta años, cumplió un tercio de la pena y, al salir de la cárcel, pudo rehacer su vida. Hoy el señor Sicart era un apacible jubilado que jugaba a la petanca en el paseo de Sant Joan, no lejos de esta casa. Vivía en una modesta pensión de la calle Indústria, solo, y solía dar largos paseos.
Mientras escuchaba, Felisa cargó con la papelera repleta y retiró de mi mesa el cenicero que solo había usado ella.
—Ya —dijo—. ¿Y hoy ha estado trabajando en eso?
—Más o menos. —Lancé una torva mirada a los folios torturados—. Pero hay demasiadas cosas que no sé todavía. Necesito hablar con el señor Sicart y que me las aclare.
—Se está haciendo usted viejo —dictaminó Felisa—. Bueno, regaré las plantas de la terraza antes de que llegue ese… como se llame. ¿Necesita algo? ¿Quiere un té?
—No.
—¿Lo quiere con limón?
—¡No! A ver, ¿en qué habíamos quedado, querida Feli?
—Tenía ocasión de ganarse otro durito, y la ha perdido. Lástima. ¿Lo quiere con azúcar?
—No quiero nada. Luego tomaré una cerveza con el señor Sicart.
—Como guste.
Antes de salir del estudio, ya en la puerta, se volvió a mirarme con la papelera en la cadera y el cenicero y la escoba en la otra mano. Empezaba a oscurecer, y la escasa claridad que aún entraba por la ventana ponía un tinte rojizo en su expresión pícara y afectuosa, no desprovista de recelo. Pensé que mi mujer tenía razón cuando me dijo hace dos semanas, al emprender el viaje a Holanda, que Felisa se sentiría sola sin los chicos y sin el trajín habitual de la casa, y que yo haría bien procurándole alguna ocupación extra que la hiciera sentirse necesaria.
Pero me temo que lo único que hice fue meterle miedo en el cuerpo. Tal vez era verdad que desde la muerte del dictador las palabras decían otra cosa, y yo aún no me había enterado.