5

—Ya lo tenemos aquí —dijo Felisa.

Habría jurado que al oír el timbre de la puerta mi asistenta daría un respingo y acudiría a abrir remolona y con el corazón en un puño, arrastrando la escoba con desgana y perorando en voz baja, y que al encontrarse por vez primera en su vida frente a un asesino retrocedería dos o tres pasos, no por excederse en su actitud precavida, no exactamente por miedo, sino por un reflejo automático dictado por su propia naturaleza trapacera, por el gusto irrefrenable de actuar. Sin embargo, al anunciarme que efectivamente era él, el señor Fermín Sicart, pude leer en sus ojos que no había sufrido ni simulado el menor sobresalto. Parecía más bien decepcionada, cumpliendo un tedioso trámite, aunque se comportó según lo ordenado: condujo al visitante en silencio y con paso vivo a través del salón hasta la terraza y allí lo dejó, de pie junto a la barandilla y enfrentado a la ciudad, contemplando el panorama de las nuevas azoteas alrededor del cercano campo de fútbol del C. E. Europa.

Me demoré un instante para observarle discretamente a través de la cristalera del estudio que da a la terraza. Le vi darse vuelta y acercarse con andares toreros a la mesa y a las cuatro sillas metálicas bajo el parasol naranja, pero no se sentó. Fumaba un cigarrillo con gestos parsimoniosos y expresión reflexiva. Que treinta años atrás este hombre resultara atractivo para las mujeres, según se deducía de su expediente y de algunas fotografías de la época, resultaba difícil de creer. Nuestro asesino era un hombre que andaría en los sesenta y aparentaba muchos más, de escasa estatura y más bien canijo, pero muy tieso todo él, como arañando centímetros en el aire con la cabeza, el cuello largo y estirado y los hombros caídos, con un rictus amargo en la boca y el pelo negrísimo teñido y repeinado hacia atrás. Se escudaba en unas gafas oscuras de montura metálica, redondas y anticuadas, de vendedor de cupones, y su envaramiento corporal se veía virilmente magnificado por la gabardina echada sobre los hombros y por algunos toques en la vestimenta no exentos de una coquetería demodé, como llevar el cuello de la camisa blanca alzado en la nuca y aplanado sobre las solapas de la americana gris marengo. Los pantalones de dobladillo y con raya le quedaban algo cortos sobre unos impecables zapatos marrones y blancos. En general, pese a las gafas oscuras y a la apostura hierática, aplomada, su aspecto resultaba bastante cómico y desde luego inofensivo. Todo él parecía una reliquia de la España triste, remendada y presumidita de la posguerra, y solamente su persistente tiesura sugería un amago de violencia contenida, o por mejor decir, empaquetada.

—Ahí le tiene —dijo Felisa a mi espalda.

—¿Le ha ofrecido algo de beber?

—No quiere nada.

Felisa sacó del bolsillo de la bata un paquete de cigarrillos, encendió uno y se quedó mirándome, achicando los ojos a través del humo. Esperé a ver si tenía algo que añadir, pero guardó silencio.

—Vamos, vamos, no actúe —le dije—. Seguro que este hombre no la ha dejado indiferente.

—¿Cómo iba a dejarme indiferente con esa pinta, esas gafas negras y esa gabardina del año catapún, en un día tan caluroso? ¿Lo ha mirado bien? ¡Es un condenado psicópata!

—No, en serio. ¿Qué impresión le ha causado?

Se encogió de hombros.

—Se parece al hombrecito que merecía mejor suerte. Lo envenenan, ¿recuerda? —dijo dándome bruscamente la espalda—. Piénselo. Estaré en la cocina.

Creía saber a qué hombrecito se refería, una sombra secundaria del buen cine negro de antaño, pero ya estaba hasta el gorro de adivinanzas.

Dos minutos después estrechaba la mano de Fermín Sicart y le agradecía su buena disposición a colaborar en un asunto que, añadí a modo de disculpa, no debía serle grato. Nos sentamos bajo el parasol de la terraza y le expuse con cierto detalle para qué le requería, añadiendo que esperaba que los muchos años transcurridos le permitirían hablar de aquel desgraciado suceso sin sentirse agraviado en ningún momento.

—No se preocupe por eso —respondió presto.

—En todo caso, permítame insistir en lo que ya le dije por teléfono. Si en cualquier momento tiene usted algún reparo en hablar de lo que sea, quiero que me lo haga saber de inmediato…

—Tranquilo —dijo con un leve gesto de impaciencia—. Usted pregunta, y Fermín responde.

Hablaba sin apenas mover los labios y con una voz rota que le nacía en el estómago. En mi tono más persuasivo, puro camelo, le expliqué que yo no estaba habituado a esta forma de trabajo, que nunca había recabado información de manera tan directa en un asunto tan delicado y emotivo. Emotivo para él, claro.

—Tendremos que revisar episodios de su vida que seguramente usted se ha esforzado en olvidar…

—Pregunte lo que quiera. —Cerró el puño sobre la mesa y carraspeó—. Lo que le venga en gana. —Guardó silencio, sonrió, carraspeó de nuevo y finalmente añadió—: Mucha pela, en este asunto, ¿no?

—¿Cómo dice?

—Que tienen pela larga. Los del cine.

—Ah. Pues supongo que sí. Cuando menos, ciertos productores. Pero se hacen muchas películas subvencionadas. Seguro que esta también.

Asintió en silencio. Supe de inmediato qué bullía en su cabeza. El día antes, por teléfono, le había hablado de una compensación económica por el tiempo que le haría perder, y ahora era el momento de preguntarle si había pensado en una cantidad determinada. Lo hice, y su respuesta fue encogerse de hombros con aire displicente. Pero me habría gustado ver sus ojos tras las gafas de ciego. Dejó pasar unos segundos y dijo:

—Lo que usted considere justo.

—No nos llevará mucho tiempo. Bastará una semana, tal vez dos, como máximo… —Pensé: dependerá de lo que esté dispuesto a contarme, pero lo que dije fue—: Dependerá de si oriento bien mi trabajo. Y de su memoria, claro. En fin, había pensado ofrecerle cinco mil pesetas. ¿Le parece bien?

Por primera vez percibí un amago de sonrisa en sus labios delgados.

—¿Por una semana?

—Podrían ser dos. —Y me apresuré a añadir—: En tal caso le pagaría el doble, por supuesto. ¿Tiene usted las tardes libres?

—¿Toda la tarde?

—Pues no sé… Digamos un par o tres de horas. A su aire, sin prisas. Cuando se canse, o se sienta agobiado por algo, paramos y lo dejamos para otro día.

Asintió, pensativo, frotándose el lóbulo de la oreja.

—¿Por una semana…? ¿Por qué no redondeamos la cifra y lo dejamos en seis mil?

La cifra no redondeaba nada y además me pareció abusiva. Adiviné su mirada escrutadora detrás de las gafas, esperando mi respuesta.

—De acuerdo.

—Estupendo. —Pareció relajarse, guardó silencio un rato y después, en tono animoso—: Y dígame, ¿quién va a hacer la película?

—Oh, un director de mucho prestigio.

—No, quiero decir quién hará mi papel.

—Ah. Todavía no han escogido a los actores. Es pronto para eso. ¿Acaso piensa usted en alguien en especial…?

—No, qué va. Desde que salí de la cárcel, hace casi veinticinco años, habré ido al cine media docena de veces. Antes estaba al día de las novedades, pero ya no. —Cruzó y descruzó las piernas con una calculada parsimonia, y añadió, con aire de no importarle la respuesta—: ¿Y el director de la película, dice usted que es bueno?

—Oh, sí. Buenísimo. —Llené mis pulmones de aire, como suelo hacer agarrado al borde de la piscina del club antes de dar la vuelta y sumergirme de nuevo para otro largo: propiciando más una ventilación mental que pulmonar. Aunque la verdad es que nadar me resulta mucho menos fatigoso y aburrido que definir el talento de Héctor Roldán. Quizá por eso, secretamente vengativo, añadí—: Ese director fue en su día todo un emblema del antifranquismo militante, y todavía lo es. Aunque, si nos atenemos al arte, un solo plano de Raoul Walsh, por citar a uno que hizo películas de aventuras, es mejor que toda su filmografía.

Ni siquiera pestañeó. Nombré un par de películas de Héctor Roldán, que al antiguo proyeccionista le sonaban, pero eran de la época que estuvo preso y no creía haberlas visto. Se expresaba bien, de una manera seca y directa. Confesó que no había leído ninguna de mis novelas y no cometió la tontería de disculparse por ello. Hierático, precavido y cortés, la espalda muy tiesa en la silla, seguía con la gabardina cuidadosamente echada sobre los hombros. Se me antojó de pronto que cualquiera de sus posturas no era otra cosa que una estudiada impostura, la sobrecarga fantasiosa o el perfume de un peligro dormido que, a pesar del tiempo transcurrido desde el crimen, él se creía aún capaz de sugerir: un guiño a su propia mitología personal, una especie de autohomenaje a su tenebroso pasado, del que no podía o no quería desprenderse. Decidí ir con tiento y empecé con preguntas sobre su trabajo como proyeccionista de cine. Conservaba recuerdos muy precisos del oficio.

—Ahora todo está modernizado, pero antes se necesitaba un buen aprendizaje —dijo con un calculado desdén—. Ahora tienes la película entera en una lata y la máquina lo hace todo. Solo hay que apretar un botón. Antes había que cambiar de bobina cada veinte minutos, porque cada bobina llevaba veinte minutos de película, ¿sabe usted?, y había dos proyectores, así que al hacer el cambio de uno a otro había que andar listo si no querías cargarte un pedazo de película y oír las protestas del público… No es por decirlo, pero yo era de los buenos al empalmar los rollos. Perdí muy pocos fotogramas. Y otra cosa importante: ahora ya no, pero en aquellos tiempos, las películas eran de nitrato y se inflamaban con facilidad. ¿Sabe usted qué solución teníamos en caso de incendio?

—Un extintor, supongo.

—No, señor. Un sifón.

—¿En serio? No puedo creerlo.

—Pues sí. Los carbones producían chispas, y si brotaba una llamita, ¡sifonazo que te crío! Yo tenía dos en la cabina y siempre los probaba antes de empezar la sesión. Sí, señor; siempre había un par de sifones cerca de los proyectores. Hablo de cines de barrio, claro. Y en el armario teníamos una manta húmeda para sofocar un posible incendio.

—Vaya, muy interesante.

—Es que había peligro de verdad. Sobre todo si tenías compañía femenina… —Sonrió, solicitando mi complicidad—. Ya me entiende.

—Oh, claro. —Me removí en la silla—. Verá, antes de abordar la cuestión principal, lo ocurrido en la cabina del cine Delicias aquel once de enero, me gustaría aclarar algunas cosas acerca de esa mujer…

—¿Se refiere a Carol?

—A Carolina Bruil Latorre, sí. Necesito saber de su vida, antes de dedicarse a la prostitución. Sabemos que actuó en teatros de variedades, y que fue confidente de la policía. Usted declaró que no tenía nada contra ella, y que la vio por primera vez aquel nefasto día…

—Mentí —cortó secamente.

—Ah, vaya. ¿Y por qué mintió?

—Pues bueno, no lo sé. Supongo que me pareció conveniente.

—Pero ¿por qué razón?

—Para protegerla. Aunque era una puta, la quise mucho, ¿sabe usted?

—¿Cuándo se conocieron? ¿Dónde?

—En el Panam’s, un local de alterne de las Ramblas. Fue mucho antes de que ocurriera todo. En el año cuarenta y siete, creo recordar. Me la presentó una amiga, también del ramo, la Encarnita. Pero aquel día apenas me fijé en ella… Carol tenía un fulano fijo. Un falangista muy fardón, un chulo.

—Lo sé. Hablaremos de eso más adelante. El Panam’s lo frecuentaban prostitutas, y usted llamaba por teléfono a ese local cuando quería compañía. Incluso durante el trabajo. ¿Digo bien?

—Es que allí estaba Encarnita, una puta ciega que vivía en mi calle…

—¿Ha dicho ciega?

—Bueno, entonces aún veía algo. Acabó ciega del todo, pero se las apañaba la mar de bien. En serio. Te lo hacía palpando, así al tacto… Y estaba muy solicitada, no crea.

—¿De veras?

—Tenía una manera de palpar, que…, bueno. —Sonrió, empujando las gafas sobre la nariz con el dedo corazón—. ¡De buten! Había sido masajista. Mi madre decía que sus manos tenían radiaciones curativas, o algo así.

—¿En serio?

—Mi madre la quería mucho, Encarnita era como de la familia. Cuando niña ya venía por casa…

—Bien, veamos. Usted solía invitar a esas prostitutas al cine, y luego merendaba o cenaba con ellas en la cabina, ¿no es eso?

—De vez en cuando. Si no les salía otro servicio, claro.

—¿Cuándo fue la primera vez que citó a Lina en el cine Delicias?

—¿Lina? Ah, es que yo la llamaba Carol. También le decían la Gata, o la China. Era su nombre artístico, de cuando trabajaba en las variedades. —Soltó un amago de risa gutural, agachó la cabeza y permaneció un rato callado—. A ver, déjeme pensar… Sí, la primera vez fue una tarde que Encarnita había quedado en venir al Delicias a merendar conmigo, o sea…, bueno, ya me entiende. Pero ese día Encarnita se puso enferma, o le salió trabajo, no recuerdo. El caso es que envió a su amiga Carol en su lugar.

—Y a partir de ese día, ¿cuántas veces?

—¿En el cine, o por ahí? Porque después nos vimos con frecuencia, casi siempre en el Panam’s

—No, en la cabina del Delicias.

—Carol me gustaba un montón, ¿sabe? Se hacía querer. Solo tenía un defecto, bebía mucho, se mamaba la hostia…

—Ya. ¿Cuántas veces?

—¡Oiga, esto tiene gracia! —Soltó una risotada bronca, con mucha carraspera—. ¡Es la jodida pregunta que nos hacía el puñetero cura en el confesionario cuando éramos niños!

—Pero no es lo mismo, ¿eh? —Y también me reí.

—¡Pues claro! Veamos… No sé cuántas. Yo diría que tres o cuatro.

—¿Solamente? Del año cuarenta y siete al cuarenta y nueve, cuando todo acabó, van dos años. Dice usted que le gustaba mucho, que llegó incluso a quererla, ¿y en esos dos años requirió sus servicios solamente tres o cuatro veces?

Se quedó perplejo un instante.

—No, fueron más. Seguro. Verá, Carol era una de esas putas finas que te pueden robar el alma… No sé si me entiende. Aunque usted no lo crea, se hacía querer de verdad.

—¿Quiere decir que usted se enamoró?

—Pues sí, yo diría que sí —admitió Sicart—. ¿Sabe qué era lo más bonito de su persona? Bueno, me lo callo… Era una puta muy cariñosa. Tenía un no sé qué oriental, unos ojos de chinita guapa. No sé cómo decirle. Una chinita callada y astuta, que se las sabe todas, ¿me entiende?, y es que también había trabajado en el teatro, como su marido, había sido bailarina en revistas del Paralelo y en locales de varietés. Sí, me sentía bien a su lado… Era una mujer que te escuchaba, que no daba ninguna lata, de esas que mientras follas con ella puedes seguir pensando en tus cosas, no sé si me entiende… Habría sido una buena esposa.

Me quedé mudo unos segundos. Luego comenté:

—Sin embargo, usted ha dicho que no se vieron mucho.

—Sí, perdone, he dicho tres o cuatro veces, pero seguramente fueron más. Verá, es que yo, follar con mi Carol, pero hacerlo de verdad, lo que se dice hacerlo con alma y corazón, y no solo con…, ya sabe, y perdone la expresión, quiero decir que follar así solo lo hice dos o tres veces en toda mi vida, y entonces, ¿sabe qué pasa?, pues pasa que uno guarda memoria sobre todo de esos dos o tres polvos, porque fueron la rehostia, lo que se dice polvos inolvidables, como de enamorados, digamos. Qué quiere, es la cochina verdad…

—Está bien, lo entiendo.

—… y usted perdone, a veces no sé explicarme.

—Se explica perfectamente. En todo caso, ¿siempre fue en la cabina del Delicias?

—Casi siempre.

—No parece un sitio muy adecuado para…

—Para lo que usted piensa, quizá no. Pero todo es ponerse —dijo con total convencimiento—. Todo es acostumbrarse en esta vida, ¿no cree? Yo aprendí a follar en la calle de las Tàpies, de pie, contra la pared… No es coña. Pero no es eso, claro. En la cabina se agradece la compañía, sobre todo en invierno. Eran mis amigas, yo vivía entonces en el barrio chino, en la calle Sant Ramon, y había dos putas que hacían la calle y vivían al lado de casa. Nos conocíamos desde niños, nos habíamos criado juntos. No sé si me explico. Algunos días escaseaba la faena y se aburrían, y yo las invitaba a merendar en el cine. El ruido del proyector era muy molesto, para ellas sobre todo, yo estaba acostumbrado. Y no crea usted que era solo por ganas de follar, no siempre nos juntábamos para eso… Aunque yo entonces estaba en plena forma, a los veinticinco años uno va por la vida a toda hostia, no sé si me explico…

—Ya. Me pregunto dónde se metía su compañero mientras usted y ella… —practicaban sexo, iba a decir, pero me tragué la estupidez a tiempo— se lo hacían. Porque usted no trabajaba solo.

—No, éramos dos. Pero no crea, entonces un buen operador se las apañaba solo, si se lo proponía. Y yo era de los buenos, no es por decirlo.

Me había corregido y no me pasó por alto: los del oficio no dicen proyeccionista, sino operador.

—Yo había sido el ayudante del señor Augé —añadió—. En el sindicato le decían Germán, pero se llamaba Liberto Augé. Él me enseñó el oficio, fue mi jefe de cabina durante años, pero cuando nos encargaron el cine Delicias ya estaba muy cascado, su vista era muy mala y cada dos por tres tenía que plegar antes de hora. Entonces yo me las apañaba solo.

—¿El señor Augé aprobaba que recibiera usted a prostitutas en la cabina?

—¡No, qué va! Me decía, nano, esas furcias te traerán problemas… —De pronto bajó la cabeza y retocó la posición de las gafas oscuras, como para asegurarse de que yo no viera sus ojos—. Era una buena persona. Estaba perdiendo la vista a causa de la diabetes, tenía problemas con el foco y se disgustaba mucho al oír las protestas del público. Normalmente, cuando le veía jodido, le dejaba cambiar las dos primeras bobinas y después lo mandaba abajo, a charlar con la taquillera, o a tomarse un carajillo en el bar de la esquina… Era todo lo que se podía hacer por él. —Permaneció un rato cabizbajo, ensimismado—. Tenía un perro que se llamaba Chispa, y lo quería mucho. Era un buen hombre.

—Parece que usted le apreciaba de verdad —dije—. ¿Me equivoco?

—Fue un gran operador jefe. El mejor. Él me enseñó todo lo que sé.

—¿Conoció Augé a Carolina Bruil? ¿La trató?

—Apenas la vio dos o tres veces.

—Bien. Hablaremos de Liberto Augé más adelante… ¿Le apetece una cerveza, o un refresco?

—¿Tiene vino?

Felisa trajo una botella de Rioja y dos copas en una bandeja. Sicart se había quitado las gafas de sol y limpiaba los cristales con un pañuelo, y mientras lo hacía pude fijarme en sus rugosos párpados de tortuga sobre unas pupilas grises, apagadas. No hubo por parte de Felisa ninguna injerencia inoportuna o mirada esquinada, pero se demoró en el servicio más de lo necesario. Se me había anticipado para descorchar la botella, y lo hizo tan cerca del rostro de Sicart y mediante un tirón tan violento que casi estrelló el codo en su nariz. Sicart esquivó el golpe con una finta y se quedó mirándola con una risueña curiosidad.

—¡Carajo, señora!

—Gracias, Felisa, yo serviré. —Y me apresuré a quitarle la botella de las manos, porque me estaba temiendo algo. Pero ya era demasiado tarde. Felisa miró a mi invitado, me miró a mí, y, con la bandeja ya bajo el brazo, carraspeó tres veces.

—¿Recuerda que ayer no me aclaraba con el escorpión? Pues acabo de acordarme. Es así: un escorpión quería atravesar un río y le pidió a una rana que lo llevara sobre su espalda…

—Luego, Felisa.

—Luego tengo cosas que hacer. —Me miró decepcionada y se encogió de hombros—. Pero bueno…

—Llamaré si necesitamos algo —le dije. Mientras Felisa se retiraba refunfuñando, llené las copas y dediqué una sonrisa ratonil a Sicart—. No tema, es inofensiva. Lleva tantos años en casa que es como de la familia.

Sicart levantó a copa y soltó un bufido.

—¡Hostia! ¡Hay que ver cómo descorcha las botellas!

—Debo insistir en que, si en algún momento, se siente a disgusto…

—No se preocupe por eso.

Era sin duda su frase favorita, que en esta ocasión soltó con un deje de impaciencia. De todos modos, aunque el relato del crimen era mi objetivo prioritario, yo no pensaba pedirle de buenas a primeras que me contara cómo lo hizo, cuándo lo decidió y en qué estado de ánimo; no antes de establecer una relación de confianza mutua. Prefería tantear el asunto manejando otras cuestiones, mostrando interés por personajes secundarios, propiciando el clímax. Por ejemplo: ¿al salir de la cárcel reemprendió el oficio de operador de cabina?

—No. Trabajé un par de años en una planta de eliminación de residuos, en Badalona. Después me asocié con un mallorquín del barrio de la Ribera que tenía un negocio de cabellos.

—¿Negocio de cabellos?

—Postizos. Pelucas y bisoñés, todo eso. Nos fue bastante bien. Se sorprendería usted de la cantidad de hombres y mujeres que lucen un pelo que no es suyo.

—Ya. —Intenté reconducir el asunto—. Dígame una cosa. ¿Por qué cree usted que intervino la Brigada Político-Social en un caso que competía más bien a la sección de homicidios?

—No lo sé. Hubo cosas muy raras. Se dijo que yo podía haber actuado por encargo de alguien interesado en hacer callar a Carol para siempre, porque era una puta que sabía demasiado… Cosas así se decían. Que ella había sido confidente de la bofia, y que acabó pagando… Mentiras.

—¿Qué puede contarme de su fulano, un tal Ramón Mir?

—Ya se lo he dicho. Era un falangista fardón. El tío iba siempre bien peinado y con mucho fijapelo. Decían que estaba majara.

—¿Lo trató mucho?

—Nos cruzamos alguna vez en el Panam’s. Yo no quería tratos con él.

—A finales del cuarenta y siete, cuando usted conoce a Carolina, ella llevaba dos años liada con ese hombre. Y siguió con él. ¿A usted no le importaba? ¿No tuvo celos?

—Al principio no. A ver, Carol era una prostituta, para qué vamos a decir otra cosa. Y se sentía muy desgraciada, necesitaba protección. Que su chulo fuera un falangista, a mí me la traía floja, pero a ella le venía bien. Luego supe que además era un mala bestia, que la obligó a participar en parrandas que montaba para un jefazo de la Falange, o del Gobierno Civil, no me acuerdo, amigos suyos… Ella misma me lo contó.

Y así lo declaró cuando fue interrogado por la policía, añadió, en la requisitoria fiscal y también cuando fue sometido a examen psiquiátrico, pero me advirtió que no perdiera el tiempo buscándolo en su expediente porque no hallaría la menor referencia. La instrucción policial sobre la carrera de Carolina Bruil como prostituta no lo recogía, y tampoco en las actas del juicio encontraría ni rastro del asunto.

—Vaya. Sí que parece interesante.

También necesitaba toda la información posible sobre su trabajo en el cine Delicias, le dije: cómo se manejaba, treinta o cuarenta años atrás, el proyector en un cine de sesión continua, qué hacía el operador cuando se rompía la película, y también qué hacía en los ratos que la proyección marchaba por su cuenta, sin necesidad de mucha vigilancia, en qué se entretenía cuando estaba solo, etcétera.

—Quizá, si empezamos por ahí, a usted le será más fácil explicar…

—Pues verá, no estoy seguro de eso —me cortó—. Me temo que, en lo que más le interesa, no podré serle de mucha utilidad.

—No le comprendo.

Bebió otro trago de vino y se quedó pensando unos segundos.

—Quizá debería haberle aclarado antes una cosa. Vamos a ver.

Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas con una parsimonia elegante, sacó una pitillera plateada del bolsillo interior de la americana y me la ofreció abierta. ¿Cuántos años hacía que no veía a alguien usar pitillera? La última vez debió de ser en alguna película. Cogí un cigarrillo rubio, él se hizo con otro, sacó un mechero y encendió mi cigarrillo y luego el suyo. No se guardó la pitillera, la sostuvo entre los dedos dándole vueltas. Después de soltar lentamente el humo por la nariz, con aire pensativo añadió:

—Usted ha leído todo lo referente al proceso, ¿cierto?

—Sí. Y varios expedientes policiales.

—Entonces sabrá que sufrí un serio trastorno mental a poco de ser detenido.

—Consta en el informe que sufrió usted alteraciones de lenguaje y trastornos de visión, con lo que su primera confesión quedaría un tanto en entredicho…

—Bueno, verá, no podía quitarme de la cabeza la bestialidad que había cometido… —Se quedó pensando, y, por un instante, me pareció totalmente ido—. Aquella película ensangrentada alrededor de su hermoso cuello… Disculpe el detalle… Ahora mismo no sé… Vaya. Disculpe.

—No se preocupe. Hablamos de otra cosa, si le parece.

—No. Ya sé. Es que después probé de matarme cinco veces, nada menos, cinco —repitió, y yo recordé que, en las actas del juicio, constaba que solo lo había intentado dos veces, pero no quise interrumpirle—. Así que los médicos me sometieron a una terapia intensiva tan agresiva que olvidé incluso mi nombre durante bastante tiempo. Pero usted ya sabe todo eso, ¿no?

—Más o menos. Sé que estuvo ingresado en el centro psiquiátrico de Ciempozuelos. Hábleme de esa terapia agresiva.

—Psicoterapia de choque, así llamaban a esa cabronada. Mucha conversación y mucha química. Me hicieron…, ¿cómo se dice?, un lavado de cerebro. Me pedían que contara lo sucedido, una y otra vez, durante tres meses, luego mutis y dosis diarias de olvido en pastillas de color rosa, un empacho de cojones, me salían las pastillas rosa hasta por la orejas…

—Ya. ¿Y quién decretó el olvido como terapia?

Sicart levantó nuevamente su copa y simuló un brindis al recuerdo.

—El doctor Tejero-Cámara, un médico militar con grado de coronel. Dirigía un equipo de investigación para no sé qué puñeta de estudios relacionados con eso, con la facultad de olvidar. El pájaro era toda una eminencia, oiga. Había en su despacho una pared llena de diplomas y fotos con el Caudillo y doña Carmen, tenía un gran prestigio, catedrático de psicología en una universidad…

—Sé quién era ese señor.

—Estudió mi caso y decidió que yo era un degenerado que mamó en el anarquismo, un débil mental con carnet de la FAI. Empleaba un método curativo de su invención, que decían que empezó a poner en práctica con prisioneros rojos durante la Guerra Civil. Al parecer les vaciaba la mollera, les extirpaba las ideas bolcheviques, aquello que les había llevado al marxismo o al anarquismo, el…, ¿cómo lo llamaba?, el gen rojo. —Cabeceó, pensativo—. ¡Yo un anarquista y con el gen rojo! ¡Joder, ni de coña! Lo que hacían era injertarme el mal de la demencia senil, el mal de los viejos.

Le miré a los ojos. La pitillera seguía dando vueltas en sus manos.

—No es broma —añadió—. ¡El gen rojo! ¡Lo jodido que debe de ser eso! A los anarcosindicalistas catalanes nos la tenía jurada, el muy cabrón…

—¿Usted se declaró anarcosindicalista?

—¡No, claro que no, pero el equipo médico dictaminó que lo era! Y fui sometido a un proceso de despersonalización, así lo llamaban, algo que venía a ser lo mismo que estar demenciado… Bueno, me libraron de la terrible carga del pasado, eso sí. Si uno lo piensa bien, es una gran cosa, ¿no cree?, por lo menos para lo que yo me sé…

Yo había leído cosas tremendas sobre las prácticas de ese médico, terapias abusivas que sufrieron no pocos cautivos republicanos de la Guerra Civil, incluso había leído algo acerca del famoso gen rojo, pero suponía que en el año cuarenta y nueve, cuando Sicart ingresó en el centro de Ciempozuelos, ya habían dejado de aplicarse. Sin descartar una amnesia inducida, justificada o no por el estado mental de un paciente al borde del suicidio, consideré la posibilidad de una dolencia mental congénita, un deterioro por razón de la edad —lo que poco después se conocería con el nombre de alzhéimer—, lo cual complicaba el asunto.

—Su informe psiquiátrico lo firmó un tal doctor Suárez y Gil, que murió hace tres años —le dije—. Y el doctor Tejero-Cámara murió hace más de veinte. Me habría gustado hablar con ellos. Porque, verá usted, si quiere que le diga la verdad… —Hice una pausa mirándole apurar la copa de vino—, su dictamen presenta algunos puntos muy dudosos.

—¿Le parece?

—Bueno, esa amnesia que finalmente le fue diagnosticada cuesta de creer. No soy ningún experto, pero como solución al problema, pues no sé, parece más bien una excusa. —Esperé que dijera algo, no lo hizo y aventuré—: ¿Algún neurocirujano le hizo algo…?

—¿Cómo algo?

—Si le tocaron la cabeza. Alguna operación.

—¿Se refiere a…?

—Sí. Una lobotomía.

—¡Ah, eso! No, señor. Verá, mucho cerebro no tengo, pero está entero. —Sonrió abiertamente y su frente despejada se llenó de arrugas—. No, tranquilo. He estudiado el jodido asunto, sé que las personas que sufren una lobotomía son incapaces de aprender nada nuevo, en cambio recuerdan muy bien lo que vivieron antes de la operación… No, el doctor Tejero-Cámara tenía otros métodos. Me decía: «Sicart, no cultive usted la memoria, esa flor venenosa, a todos nos han pasado cosas que es mejor olvidar». Y es cierto, hay cosas que es mejor no guardar en la memoria, ¿no cree?

Seguía con la pitillera en las manos, dándole vueltas.

—Sí, tal vez. Bien, hablemos del famoso impulso irreflexivo. En su historial clínico consta que ese impulso fue el responsable de lo que hizo, la causa que explicaría lo ocurrido… Resulta un tanto extraño, ¿no le parece?

—Pues no sabría decirle.

Le observé en silencio durante unos segundos.

—¿Sabe?, hoy en día, mucha gente sostiene que el pasado debería ser intocado e inviolable. ¿Usted qué opina?

Sin dejar de darle vueltas a la pitillera, se encogió de hombros.

—A mí me da igual. Pero pienso que todos tenemos derecho a olvidar según qué cosas, ¿no le parece?

—Por supuesto. La cuestión es si lo que uno quiere olvidar es de su exclusiva pertenencia, o lo comparte con otras personas. Y no me refiero tanto al olvido como a la desmemoria…

—¿Qué quiere decir? ¿Acaso no se trata de lo mismo?

—No. El olvido puede ser involuntario. La desmemoria, sobre todo en este país, suele ser una falacia perfectamente planeada… Pero dejémoslo. No crea que no me interesa. Volveremos a ello más adelante.

—Usted manda.

—Hábleme un poco de Carolina Bruil. ¿Cómo la recuerda?

—Huy… ¿Ahora?

—Veamos qué puede contarme. Le cedo la iniciativa.

—No sabría por dónde empezar. —De pronto parecía muy confuso—. Prefiero que usted me pregunte.

Permaneció un rato con la cabeza gacha, como esperando un golpe de lo alto.

—Me pregunto por qué ella le dijo: «Date prisa», justo poco antes de…

—Yo también. Y si quiere que le diga la verdad, prefiero no saber por qué lo dijo.

—Bueno, no importa. Tenemos tiempo. —Cogí la botella de vino—. ¿Le apetece otra copa? —Asintió, pensativo, y le serví—. Hay muchas otras cosas que necesito saber. Por ejemplo, ¿cómo era el escenario donde ocurrió todo…? Me refiero a la cabina de proyección del cine Delicias. ¿Cómo la describiría?

—Ah, una ratonera. —Alzó la cabeza, ajustó las gafas sobre la nariz con un golpe del dedo índice, bebió un sorbo de vino lentamente, sin soltar la pitillera, y añadió con un amago de sonrisa—: Déjeme recordar… Había una mesa, dos sillas, el armario para los rollos, el reloj, el botijo, el perchero, el botiquín… ¿Ve?, teníamos de todo. Y en la mesa siempre había un frasco de acetona, un pincel, tijeras, cuchillas de afeitar, la empalmadora y unos guantes blancos… y, bueno, lo necesario para el trabajo. El señor Augé tenía un hornillo eléctrico para calentar la cena y una jaula con un periquito, que todavía me pregunto cómo resistía el ruido del proyector. A Carol no le gustaba ver al pobre pájaro allí encerrado, más de una vez lo quiso soltar. Siempre que venía, yo tapaba la jaula con un trapo… ¿Pero sabe qué es lo que Fermín tiene más presente, lo que el pobre Fermín recuerda con más detalle, y a veces, si me permite usted la sinceridad, incluso con lágrimas en los ojos…?

No sabía qué responder.

—Los dos sifones —dije.

—Los muslos de Carol, y perdone la expresión. Sus muslos calientes alrededor de mi cuello. Sí, señor; nadie puede imaginarse lo cariñosa que puede llegar a ser una puta. ¡Ah, mi querida y desdichada Carol! —La pitillera no estaba quieta en sus manos—. Aunque le gustaba hacer de las suyas, no crea… ¿Sabe qué hacía? Me cogía los fotogramas que yo tenía colgados con pinzas y algunos que había tirado en el suelo y los miraba a contraluz detenidamente, y si veía en ellos a una artista que le parecía guapa, se subía a una silla y los tiraba por la claraboya que daba a la calle. Para mis chicos, decía. Y abajo, en la acera, los chavales se peleaban por cogerlos…

Se levantó meneando tristemente la cabeza. Decidí observarle sin decir nada. Se quedó mirando la pitillera en sus manos con repentina extrañeza, como si la viera por vez primera, como si fuera un objeto que no le pertenecía, que incluso le producía estupor. De pronto, con un gesto casi violento, alargó el brazo y me la ofreció, excusándose:

—Perdone. Vaya, no creería usted que se la iba a mangar…

Reaccioné tarde y mal. Inconscientemente, en un acto reflejo, tendí la mano abierta y acepté la pitillera.

—No, claro, ¿por qué iba yo a creer tal cosa, si la pitillera es suya? —Sonriendo, añadí—: ¿O debo considerarlo un regalo de su parte?

Su rostro acusó un sobresalto, miró la pitillera en mi mano, me miró a mí, volvió a mirar la pitillera y seguidamente la recuperó con rapidez, devolviéndome la sonrisa.

—¡Nooooo! —La guardó en el bolsillo y añadió, ahora con un simulacro de carcajada—: Pensará usted, ¡hostias!, qué bromitas más raras gasta el Fermín. En fin, me voy. Entonces…, ¿cuándo empezamos?

—¿Qué le parece el martes de la semana próxima? Antes debo hacer algunas gestiones y disponer de más información… Le espero a partir de las cinco de la tarde.

—Muy bien. Lo que usted diga.