II.- Lanza

Uno nunca sabe del todo si se gana la confianza de nadie, y menos aún cuándo la pierde. Quiero decir la de alguien que jamás hablaría de eso, ni haría protestas de amistad ni reproches, ni emplearía nunca esas palabras —desconfianza, amistad, enemistad, confianza—, o sólo como elemento burlón de sus naturales representaciones y diálogos, como resonancia y cita de parlamentos y escenas de los tiempos pasados que nos parecen ingenuos siempre, también el hoy lo será mañana para quienes quiera que vengan, y sólo quienes bien lo saben se ahorran las aceleraciones del pulso y la suspensión del aire, y así no someten sus venas a los sobresaltos. Pero es difícil aceptar o ver eso, de modo que los corazones perpetúan sus vuelcos y las bocas sus pastosidades y vahos y sus temblores las piernas, cómo pude o he podido —se dicen los hombres para sus adentros— ser tan tonto, ser tan listo, tan resabiado, tan crédulo, tan pánfilo, tan escéptico, no es por fuerza más ingenuo el confiado que el receloso, no lo es menos el cínico que el rendido sin condiciones que se ha puesto en nuestras manos y nos ofrece ya el cuello para el último o primer tajo, o el pecho para que lo atravesemos con nuestra más puntiaguda lanza. Hasta los más descreídos y astutos y los más taimados resultan un poco ingenuos una vez expulsados del tiempo, una vez que han pasado y su historia se conoce (corre de boca en boca, y así se va configurando). Tal vez sea eso, el final y saberlo, saber qué ha ocurrido y en qué pararon las cosas, quién se llevó las sorpresas y quién condujo el engaño, quién salió favorecido o maltrecho o bien hizo tablas, y quién no apostó ni por tanto corrió ningún riesgo, quién —aun así— salió perdiendo porque lo arrastró la corriente del ancho río más fuerte, poblado por tantos tahúres siempre, tantos que acaban involucrando siempre a todos los pasajeros, aun a los más pasivos, a los indiferentes, a los desdeñosos y reprobatorios, a los adversos y a los más reacios; y también a los ribereños. No parece posible mantenerse aparte, en la margen, encerrarse en casa y no saber nada ni querer nada —no querer ni querer siquiera, eso de poco sirve—, no abrir el buzón ni contestar nunca el teléfono, ni descorrer el cerrojo por mucho que llamen y parezca que van a echarnos la puerta abajo, no parece posible simular que no hay nadie o que el que había se ha muerto y no te oye, resultar invisible a voluntad y cuando elige uno, no lo es callar y contener eternamente la respiración mientras está uno vivo, tampoco es del todo posible cuando creyó no habitar ya más la tierra y desprenderse aun del propio nombre. No es tan fácil que eso ocurra, no es tan fácil borrarlo y borrarse y que no quede ninguna huella, ni siquiera la curva última o último fin del cerco, no es sencillo ser sólo como la mancha de sangre que se lava y se frota y se suprime y entonces..., entonces puede empezar a dudarse de que jamás haya existido. Y en cada vestigio se rastrea la sombra de una historia siempre, tal vez no completa o incompleta sin duda, llena de lagunas, fantasmal, jeroglífica, cadavérica o fragmentaria como trozos de lápidas o como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas, y hasta puede ignorarse la forma de su final cabalmente, como en el caso de Nin y en el de mi tío Alfonso y en el de su amiga joven con una bala en la nuca y sin nunca nombre, y en el de tantos otros de los que yo no sé y no cuenta nadie. Pero una cosa es la forma y otra es el final mismo, que se conoce siempre: como una cosa es el tiempo y otra su contenido, nunca repetitivo, variable infinitamente, mientras que el tiempo es homogéneo, y no se altera. Y es ese final sabido lo que nos permite tildar a todos de ingenuos y de baldíos, a los listos y a los tontos, a los entregados y a los huidizos y esquivos, a los incautos, a los precavidos y a los que urdieron conspiraciones y tendieron trampas, a las víctimas y a los verdugos y a los fugitivos, a los inocuos y a los que fueron dañinos, desde la falsa superioridad —el tiempo la rematará, será el tiempo, el tiempo lo que le pondrá remedio— de los que no han llegado a su fin y todavía caminan a tientas tuertos o marchan ligeros con escudo y lanza, o ya cansinos y lentos con el escudo abollado y la lanza roma y sin filo, sin darnos apenas cuenta de que pronto estaremos con ellos, con los expulsados o que ya han pasado y entonces..., entonces hasta nuestros juicios tan conmiserativos y agudos serán a su vez tildados de baldíos y de ingenuos, para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento, y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias, para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, y tantas las dudas, y tal tormento.

Y así es y será sin embargo siempre, eso vino a decirme Tupra en alguna ocasión y me dijo claramente Wheeler a la mañana siguiente y durante nuestro almuerzo. Y si Tupra no lo dijo con igual claridad fue sin duda porque él jamás hablaría de eso ni emplearía palabras como desconfianza, amistad, enemistad, confianza, o no en serio, no relacionadas consigo mismo, como si ninguna pudiera incumbirle o tocarlo ni cupiera en sus experiencias. 'Es el estilo del mundo', decía a veces, como si fuera en verdad cuanto podía decirse al respecto y todo lo demás fuera adorno y quizá innecesario tormento. No esperaba nada, yo creo, no lealtad pero tampoco traiciones, y si se encontraba con lo uno o lo otro no parecía sorprenderse, ni tomar más medidas que las recomendables de tipo práctico. Y no esperaba aprecio ni afecto pero tampoco malquerencias ni inquinas, pese a bien saber que de éstas y aquéllos está infestada la tierra, y que a menudo los individuos no pueden evitar unos ni otras y además no quieren hacerlo, porque son mecha y pábulo de su combustión, también su razón y su lumbre. Y que no precisan de motivo ni meta para nada de ello, de finalidad ni causa, de agradecimiento ni agravio o no siempre, o según Wheeler, que fue más explícito, 'llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento'.

Nunca supe, así pues, si me gané nunca la confianza de Tupra, ni si la perdí ni cuándo, no hubo posiblemente un momento ni otro para esas dos fases o movimientos del ánimo, o no podría habérseles dado un nombre, esos nombres, el de ganancia, el de pérdida. El no hablaba de eso, en realidad no hablaba a las claras de casi nada, y de no haber sido por las explicaciones preliminares de Wheeler aquel domingo oxoniense, es posible que nunca hubiera sabido nada preciso ni impreciso de mis funciones, y que no hubiera ni adivinado su sentido u objeto. Desde luego no llegué nunca a saberlo ni a entenderlo todo: qué se hacía con mis dictámenes o impresiones o informes, a quién iban destinados en última instancia o exactamente para qué servían, qué consecuencias traían ni si traían alguna o pertenecían por el contrario a esa clase de tareas y actividades que se realizan en algunos organismos e instituciones porque se han venido haciendo desde hace mucho, pero sin que nadie recuerde por qué se iniciaron ni se plantee por qué seguirlas. A veces pensé que se archivaban tan sólo, por si acaso. Qué fórmula rara, pero que lo justifica, todo por si acaso. Hasta lo más absurdo. Creo que ahora ya no sucede, pero antiguamente, cuando se visitaban los Estados Unidos, una pregunta que se formulaba a su entrada a todo viajero era si tenía intención de atentar contra la vida del Presidente de ese país. Como es de imaginar, nunca nadie la contestó afirmativamente —era una declaración bajo juramento— a no ser por gastar una broma que solía salir cara en tan adusta frontera, y el que menos el hipotético magnicida o chacal que desembarcara precisamente sin otro propósito o misión que esa. El motivo de la disparatada pregunta era al parecer que, si a algún extranjero se le ocurría atentar contra Eisenhower o Kennedy o Lyndon Johnson o Nixon, al cargo principal se le añadía el de perjurio; es decir, que la pregunta se hacía con mala intención y por si acaso. Nunca comprendí, sin embargo, la relevancia o ventaja de esa agravante suplementaria contra alguien acusado de cargarse o intentar cargarse a la persona de esa nación de mayor rango, lo cual se diría delito en sí mismo de gravedad difícilmente superable. Pero así funcionan las cosas que son por si acaso, supongo. Se prevén los hechos más inverosímiles e improbables y se obra contando con ellos aunque casi nunca se den, casi siempre inútilmente. Se llevan a cabo infructuosas o superfluas tareas que seguramente jamás sirvan ni se aprovechen, se trabaja sobre eventualidades y figuraciones e hipótesis, sobre la nada y lo inexistente y sobre lo que no sucede ni tampoco ha sucedido antes. Y eso es contar con el acaso.

Al principio fui llamado, tres veces en el corto plazo de unos diez días, para ejercer de intérprete, aunque sin duda disponían de otros para alquilarlos por horas y de alguno medio en plantilla, como la joven Pérez Nuix, a la que conocí algo más tarde. En dos de las ocasiones no tuve que intervenir apenas, pues los dos individuos chilenos y los tres mexicanos con los que Tupra y su subordinado Mulryan compartieron sendos almuerzos rápidos —hombres los cinco de aburridos negocios, vagamente diplomáticos, vagamente legislativos y parlamentarios— hablaban un bastante aceptable inglés utilitario, y mi presencia en el restaurante sólo se hizo necesaria para despejar algún titubeo de tipo léxico y para que los términos finales de los preacuerdos a que por lo visto llegaron estuvieran bien claros para ambas partes y no hubiera lugar a posteriores malentendidos, voluntarios o involuntarios. En realidad sólo fui requerido para hacer el resumen. No me enteré mucho de lo que trataban, como me sucede en cualquier idioma cuando no me logro interesar por lo que mis oídos oyen. Quiero decir que entendía desde luego las palabras y también las frases, y podía convertirlas y reproducirlas y transmitirlas sin ningún problema, pero no comprendí los asuntos ni sus respectivos fondos, me traían sin cuidado.

La tercera ocasión fue más extraña y entretenida y también me gané más la paga, porque fui convocado al despacho de Tupra y allí hube de traducir lo que a todas luces me pareció un interrogatorio. No el de un detenido ni el de un prisionero ni tan siquiera el de un sospechoso, pero sí tal vez —como si dijéramos— el de un infiltrado o un tránsfuga o un confidente del cual Tupra y Mulryan aún no se fiaran enteramente, los dos hacían las preguntas (pero más Mulryan, Tupra se reservaba) que yo le repetía en español a aquel venezolano alto y sólido de mediana edad, vestido de paisano y algo incómodo en esas ropas, o digamos desasosegado, forzado, como si fueran prestadas y pasajeras o adquiridas recientemente, como si se sintiera inestable y tal vez un farsante sin el más que probable uniforme al que debía de estar acostumbrado. Con su bigote rígido y su cara ancha y tostada, sus cejas veloces separadas tan sólo por dos mínimas pinceladas cobrizas que le flanqueaban un entrecejo breve como una mosca trasladada de la barbilla a la frente, con su tórax muy convexo perfecto para sostener y realzar medallas y en cambio demasiado henchido para soportar tan sólo camisa blanca, corbata oscura y chaqueta clara cruzada (rara de ver en Londres, parecía a punto de estallarle, los tres botones abrochados como reminiscencia de la guerrera), no me costaba imaginarlo con una gorra de plato de militar sudamericano, o es más, su pelo de gruesas púas negras y blancas que le nacía demasiado bajo pedía a gritos una visera de buen charol que concentrara toda la atención en ella y le ocultara o disimulara su tan invasor arranque.

Las preguntas de Mulryan, más alguna ocasional de Tupra, eran educadas pero muy rápidas y muy al grano (al grano parecían ir ambos siempre, también en sus conversaciones con los juristas o senadores o diplomáticos chilenos y mexicanos, no estaban dispuestos a emplear más tiempo del justo, se los notaba duchos en las negociaciones, entrenados, sin que les importara resultar algo abruptos), y vi que de mí esperaban lo mismo en mis traducciones, que reprodujera con exactitud no sólo las palabras sino también la premura y el tono más bien tajante, y si vacilé un par de veces porque a mi lengua no le sienta bien siempre la absoluta falta de preámbulos y circunloquios, Mulryan me hizo en ambas ocasiones un gesto suave pero inequívoco, con dos dedos juntos, indicándome que me apresurara y no pensara en formulaciones de mi cosecha. Aquel milico venezolano no sabía nada de inglés, pero prestaba tanto oído a las voces de los británicos mientras preguntaban como a la mía cuando le proporcionaba la comprensión de sus interrogaciones, aunque inevitablemente me miraba a mí, se dirigía a mí, que era sólo el recadero, a la hora de dar sus respuestas, demasiado consciente de que yo era el único que de entrada se las entendía. No es que con él me enterara mucho más del conjunto de lo tratado o comprendiera con total precisión cuál era el fondo de los asuntos, pero mi curiosidad se despertó más, sin duda, que durante los dos almuerzos, en verdad soporíferos y de contenidos más abstrusos para un profano. Recuerdo haberle trasladado preguntas, a aquel militar disfrazado y desazonado, sobre las fuerzas con que contaban él y los suyos, quienes quisiera que fuesen, las seguras y las probables, y que él contestó que, seguro no había nunca nada en Venezuela, que lo considerado seguro era sólo probable siempre, y lo llamado probable era una incógnita siempre. Y recuerdo que esta respuesta impacientó a Mulryan, que tendía a concretar y precisar al máximo, y que propició una de las intervenciones de Tupra, quizá más hecho a las vaguedades y evasivas por sus posibles andanzas de años en el extranjero, y sus trabajos y misiones de campo, y sus pactos con insurrectos varios, eso pensé, yo le había construido ese pasado desde el primer momento, en casa de Wheeler. 'Dígame entonces las fuerzas probables', así de sencillamente había sorteado las reservas del interrogado y el malhumor de Mulryan. También se le preguntó, a aquél, acerca del apoyo logístico garantizado 'from abroad', que yo traduje como 'desde el extranjero', pero añadí 'exterior, de fuera', para que no hubiera dudas. Él entendió a buen seguro lo mismo que yo, a saber, que aquello era un eufemismo para referirse a un solo apoyo concreto, el estadounidense. Contestó que eso dependía en gran medida del resultado y popularidad de la primera fase de operaciones, que la gente de fuera' aguardaba siempre hasta el último instante antes de comprometerse a las claras y participar 'con armas y bagajes' en cualquier empresa, utilizó esa expresión, quizá aquí tanto en sentido literal como figurado. Pero ante la visible y creciente irritación de Mulryan agregó que 'el Ambásador' —así me lo llamó, con dicción hispana pero en inglés supuesto, despejando cualquier asomo de duda respecto a quién aludía— les había prometido el reconocimiento oficial inmediato si no había oposición apenas o ésta quedaba 'emburbujada' desde el principio, jamás había oído ese ridículo participio en mi lengua pero capté sin problemas su significado. Poco marcial me parecía el término, más propio de un político camelista entontecido o de un alto ejecutivo asimismo entontecido, versiones modernas de los vendedores de crecepelos.

—¿Y usted cree eso posible, que no haya resistencia o que se reduzca a focos aislados? —le preguntó Mulryan (había traducido de este modo el absurdo, aquí la fidelidad no sólo se hacía difícil, sino que me habría avergonzado). Y añadió—: No parece muy factible, con ese jefe tan pendenciero y obstinado y tan idolatrado en su día, aún le quedan muchísimos incondicionales, ¿no es cierto? Y si la resistencia es fuerte, la gente de fuera no moverá un dedo ni reconocerá a nadie hasta ver que la situación se haya decantado hacia uno u otro lado, y eso podría ir para largo. Esperarían acontecimientos, es eso lo que también han venido a decirles. ¿O no?

—Bueno, puede que sí, que así debiéramos entenderlo. Pero si al patrón lo respetamos, quiero decir su persona física, no creo que muchas unidades se jueguen la supervivencia por defenderle tan sólo la silla, ni tampoco muchos venezolanos. Obraría a nuestro favor el hartazón amplísimo, y la clase política tradicional nos respaldaría en pleno, eso es seguro, en cuanto anunciáramos elecciones prontas.

—Quiere usted decir probable —intervino Tupra.

—Quiero decir muy probable, efectivamente —se corrigió el militar, turbado y sin esbozar ni media sonrisa, se lo notaba muy pendiente de sí mismo, tenso y frágil como si se sintiera en falta, o con lealtades encontradas.

No se me escapó durante el interrogatorio que ni Mulryan ni Tupra utilizaron nunca ningún vocativo, no llamaron de ninguna forma a aquel paisano mal fingido, ni una vez le dijeron 'Señor Tal', ni por supuesto 'General', o 'Coronel', o 'Comandante', o lo que quisiera que fuese de graduación el individuo. Imaginé que preferían que yo ignorase al menos con quién hablaban, ya que me estaba enterando de todo lo hablado.

—Vamos a ver si le entiendo una cosa que es importante, o aún es más, es decisiva —siguió entonces Tupra—. Ustedes no irían en ningún caso contra el patrón, contra su persona, ¿es así? Sólo irían por su asiento, según ha dicho. Contra él, contra su integridad física, bajo ninguna circunstancia. ¿He entendido bien?

Aquel señor venezolano se aflojó la corbata, de manera instintiva, casi no llegó a hacerlo, fue más el gesto de desahogarse; se removió en su butaca; estiró un poco las piernas como si de pronto se diera cuenta de que la raya del pantalón se le estaba torciendo, de hecho se enderezó las dos perneras con tacto y con los pies en alto, uno y otro seguidamente, y entonces me fijé en que calzaba unas botas cortas de un verde oscurísimo, como de piel de cocodrilo, no sé si de imitación, yo no distingo. Pensé que rumiaba y ganaba tiempo, que no estaba seguro de lo que le convenía responder ahora. Pensé que Tupra era más hábil que Mulryan y por eso no se prodigaba, para no darse a conocer ni gastarse y estar fresco siempre, supervisando a cierta distancia.

—Sería tentar demasiado al diablo, no sé si me entiende. Sería peligroso, podría resultar contraproducente, prender una llama que nunca debería encenderse, ni al tamaño de un solo fósforo. El no debería sufrir ningún daño, eso lo tenemos todos muy claro, guante blanco, no se preocupe, a él no puede tocárselo. De otro modo, los apoyos con que contamos se tambalearían. No todos, desde luego. Pero parcialmente.

Recuerdo que Tupra sonrió con afectada lástima e hizo una pausa, y que Mulryan no se atrevió a reanudar las preguntas mientras no tuvo claro que su superior se había retirado del interrogatorio de nuevo, momentáneamente. E hizo bien, porque Tupra no se había hecho todavía a un lado.

—Pues entonces los veo muy poco determinados —dijo—. Y en estas aventuras la falta de determinación equivale al fracaso seguro, ni siquiera probable. Tanto como la falta de odio, usted debería saberlo, señor, por estudios o por experiencia. Según la mía, al menos, uno tiene que estar dispuesto a ir más lejos de lo necesario, aunque luego no vaya, o decida frenarse llegado el momento, o no haga falta que vaya. Pero la predisposición ha de ser esa, no la contraria. No puede uno ponerse el límite de antemano, y por debajo de lo que fácilmente podría resultar necesario, ¿tengo razón? Si así están la resolución y los ánimos, mi opinión es que no se intente. Y desaconsejaré, de momento, cualquier financiación y respaldo.

Aquel militar algo desnaturalizado negó vehementemente con la cabeza mientras iba escuchando mi versión española de las palabras de Tupra, tal vez como quien no da crédito y se desespera ante un malentendido muy caro, pero tal vez —también— como quien se da cuenta tarde de que equivocó la respuesta y de que con ello ha propiciado un desastre para el que quizá no haya remedio, porque toda retractación o rectificación o matización sonará siempre insincera e interesada —arriadas velas—, tras según qué pifias. Aquel falso paisano o soldado falso bien podía estar pensando: 'Maldita sea, lo que querían oír estos tipos es que no pestañearíamos si tuviéramos que liquidarlo, y no, como yo creía, que íbamos a respetarle el pellejo al pendejo, por mal que se nos pusiera'. Sí, podía estar pensando eso, u otra cosa que no me dio imaginación" ni tiempo a elaborar mentalmente, porque en cuanto cesó mi español él se apresuró a hacer protestas: —Pero no, ustedes no me entendieron, señores —dijo con agitación y mayor expresividad que hasta entonces. Quizá no hablaba así, pero es así como lo recuerdo, los léxicos y los acentos de América se confunden mucho en la memoria, y en los relatos—. Claro que estaríamos listos para suprimirlo, si no quedara más remedio. Determinación no nos falta, y en cuanto al odio, miren, el odio se convoca en un santiamén, en cualquier instante, basta una chispita, cuatro frases bien juntadas y ya se extiende, y es mejor no llevarlo desde el principio en llamas, que no se gaste, mejor la cabeza fría antes del cuerpo a cuerpo, ¿verdad usted? Sólo dije que no creemos que hacerle daño al patrón pudiera nunca precisarse, sería muy improbable, y preferible para todos, eso seguro, que no nos hiciera falta. Pero créanme, si se nos pusiera mal mal todo, y para ponérnoslo bueno hubiera que liquidarlo, tampoco el pulso iba a temblamos. Miren, se le descerraja un tiro y listos, es rápido y no es difícil, tenemos unos cuantos acostumbrados a eso. Y que luego vengan los suyos a lamentarse, el libertador ya está extinto. Se pongan como se pongan, ya no hay qué hacer, ya no hay tirano, se fue al carajo.

'Es rápido y no es difícil', pensé. 'Ya lo creo, lo sé bien, siempre hubo unos cuantos acostumbrados a eso. En la sien, en el oído, en la nuca, un chorro de sangre, pero luego se limpia.' Traduje con tanta expresividad como me fue posible, Tupra y Mulryan no me miraban a mí mientras lo hacía, sino a él, al venezolano, eso siempre me llamó la atención en ellos, porque el instinto de todo el mundo lo lleva a dirigir la vista hacia el que emite el sonido, el que habla, aunque esté sólo traduciendo, aunque sea sólo quien reproduce y repite y no quien dice, y ellos se fijaban en cambio, invariablemente, en el responsable original o último de las palabras, aunque permaneciera callado por fuerza durante la transmisión de éstas. Más de una vez observé que eso ponía nerviosos a los interrogados, los cuales sí me miraban a mí pese a entenderme sólo por deducción entonces (para ellos la deducción muy fácil).

El paisano o militar postizo no fue excepción en el nerviosismo (para mí fue de hecho el primero), pero quizá lo alteró, más que los cuatro ojos en él posados mientras yo lo emulaba, la inmediata contestación de Tupra, que dijo:

—Pero ustedes ya se dan cuenta de que si le meten a él un tiro también tendrán que metérselos a bastantes compatriotas, con odio y sin él, en caliente y en frío, en combates y quién sabe si en ejecuciones, también rápidas pero más difíciles. Y eso no iba a caerle bien a nadie, y menos que a nadie a la gente de fuera, verdad, incluidos nosotros. Con semejante riesgo de carnicería, y sin la certeza de que al final sirviera, mi opinión es que no debe intentarse. Y me temo que habré de desaconsejar por ahora cualquier financiación y respaldo.

El venezolano frunció mucho las cejas veloces, aspiró hondo y lento y se le infló aún más el pecho como el de un batracio, hizo amago de desanudarse la corbata (no ya aflojársela), ocultó sus botas verdes bajo la butaca como quien las aparta y salva del mordisco de un bicho, o, más simbólicamente, como quien emprende una retirada instintiva vencido por el desconcierto. Pensé que podía estar pensando: 'A qué me están jugando estos hijos de la Gran Bretaña. Ni lo uno ni lo otro, pues qué querrán que les conteste, hijastros de la Grandísima'.

—Pero ustedes qué quieren —dijo al cabo de unos segundos, como quien se cansa de adivinar y ya abandona, ni siquiera llegó a ser interrogativo el tono.

Fue todavía Tupra quien le respondió:

—Que nos diga la verdad, nada más. Sin interpretarnos. Sin intentar complacernos.

La reacción del militar fue instantánea, la traduje con precisión, aunque no era del todo fácil:

—La verdad, la verdad. La verdad es lo que sucede, la verdad es cuando pasa, cómo quieren que se la diga ahora. Antes de suceder no se conoce.

Tupra pareció algo sorprendido y algo divertido por aquella respuesta entre filosófica y ramplona, o meramente confusa. Pero no varió su exigencia. Eso sí, sonrió, y no se privó de su apostilla:

—Y ni siquiera después, tantas veces. Y a veces ni siquiera pasa. No sucede, la verdad. Aun así es lo que queremos, ya ve: se le pide un imposible, según usted. Y si ahora mismo no está en condiciones de satisfacerlo, si quiere consultar con sus camaradas y ver si el tal imposible se le va haciendo algo posible —se detuvo—, no faltaría más. Entiendo que aún permanecerá unos días en Londres. Antes de su marcha lo llamaremos, por si lo ha conseguido: la hazaña, la imposibilidad. Tenemos su número. Si eres tan amable, Mulryan, puedes acompañar al señor. —A continuación se dirigió a mí, sin cambiar de tono y sin apenas pausa—: Mr Deza, le importaría quedarse un momento, por favor.

El falso o verdadero militar se levantó, se alisó la corbata, la chaqueta, los pantalones, hizo un gesto innecesario de remeterse la camisa en éstos, cogió del suelo una cartera que había depositado junto a su butaca y que no había llegado a subir ni a abrir. Estrechó la mano de Tupra y la mía de manera distraída, cavilatoria, ausente (una mano mullida, algo floja, quizá sólo por la cavilación). Dijo:

—Me parece que yo no tengo su número, el de ustedes.

—No, creo que no —fue la contestación de Tupra—. Adiós.

—¿Señor? —murmuró Mulryan antes de desaparecer, mientras desde fuera cerraba con ambas manos las dos hojas de la puerta de aquel despacho nada burocrático, recordaba más bien a los de los dons de Oxford que yo había conocido, al del propio Wheeler, al de Cromer-Blake, al de Clare Bayes, lleno de estanterías rebosantes de libros, con un globo terráqueo que en verdad parecía antiguo, dominaban por todas partes la madera y el papel, no vi materiales innobles ni tampoco metal, no vi ficheros, ni ordenador. Mulryan lo murmuró como si preguntara, a la manera de un mayordomo, '¿Nada más, señor?', pero hizo más bien el efecto de que se cuadraba (taconazo no hubo, eso no). Saltaba a la vista que le tenía devoción, a su superior.

Y fue entonces, cuando ya estuvimos a solas, Tupra tras su amplia mesa y yo sentado enfrente de él, cuando por primera vez requirió de mí algo parecido a lo que después fue mi principal tarea durante el tiempo que permanecí a su servicio, y también algo relacionado con lo que me había medio explicado Wheeler aquel domingo de Oxford, por la mañana y durante el almuerzo. Tupra se frotó con una sola mano sus mejillas de color cebada, siempre tan afeitadas y oliendo siempre a bálsamo after-shave como si éste se le quedara impregnado o él renovara continuamente a escondidas su aplicación, sonrió de nuevo, sacó un cigarrillo que se colgó de los amenazantes labios (parecían siempre en trance de ir a absorber), por el momento no lo encendió, yo tampoco me atreví con el mío.

—Dígame qué le ha parecido. —E hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta de doble hoja—. Qué ha sacado usted en limpio. —Y como yo vacilara (no estaba seguro de a qué se refería, no me había preguntado nada tras los chilenos y los mexicanos), añadió—: Diga lo que sea, lo que se le ocurra, hable. —Por lo general soportaba muy bien el silencio, excepto cuando era del todo ajeno a su voluntad y su decisión; entonces su vehemencia o su tensión permanentes parecían exigirle llenar todo el tiempo de contenidos palpables, reconocibles o computables. Era distinto si el silencio venía de él.

—Bueno —contesté—, yo no sé lo que quiere exactamente de ustedes ese señor venezolano. Respaldo y financiación, entiendo. Supongo que se está preparando, o barajando la posibilidad de un golpe de Estado contra el Presidente Hugo Chávez, eso he sacado más o menos en limpio. Ese señor iba de paisano, pero por su aspecto y por lo que decía podría ser un militar. O bueno, imagino que se ha presentado ante ustedes como militar.

—Qué más. Eso lo habría deducido también cualquier otro, Mr Deza, en su lugar, en su función.

—¿Qué más de qué, Mr Tupra?

—¿Qué lo induce a pensar que era militar? ¿Ha visto alguna vez a un militar venezolano?

—No. En fin, en televisión, como cualquiera. El propio Chávez es militar, se hace llamar Comandante, ¿no?, o Subteniente, no sé, Paracaidista en Jefe, tal vez. Pero no estoy seguro de que ese caballero lo fuera, claro está, militar. Digo que ante ustedes probablemente se habrá presentado como tal. Me lo imagino.

—Luego iremos con eso. ¿Qué efecto le produce la trama, la amenaza de un golpe contra un gobernante elegido en votación popular, y además por aclamación?

—Muy malo, el peor. Recuerde que mi país padeció cuarenta años por un golpe así. Tres de guerra romántica tal vez (vista con ojos ingleses), pero luego treinta y siete de abatimiento y opresión. Pero dejando la teoría de lado, es decir, los principios, en este caso concreto me traería más bien sin cuidado. Chávez intentó dar un golpe en su día, si no recuerdo mal. Conspiró y se sublevó con sus unidades contra un Gobierno elegido, y de civiles. Aunque fuera corrupto y ladrón, cuál no lo es hoy, manejan todos demasiado dinero y son como empresas, y los empresarios quieren sus beneficios. Así que no podría quejarse si lo desalojaran. Otra cosa son los venezolanos. Ellos sí. Pero parece que ya se quejan bastantes, de quien eligieron por aclamación. Ser elegido no vacuna contra ser también un dictador.

—Lo veo enterado.

—Leo los periódicos, veo la televisión. No más que eso.

—Dígame más. Dígame si el venezolano decía la verdad.

—¿Respecto a qué?

—En general. Por ejemplo, respecto a si tocarían al Comandante o no, en caso de necesidad.

—Dijo dos cosas distintas respecto a eso.

Tupra pareció impacientarse un poco, pero muy poco. Me daba la impresión de estar a gusto, de que le agradaba el diálogo y mi rapidez, una vez vencida mi vacilación inicial y una vez estimulado por su preguntar, Tupra era un gran preguntados jamás olvidaba nada de lo ya contestado y así era capaz de volver sobre ello cuando menos lo esperaba el interrogado y cuando éste sí se había olvidado, olvidamos lo que decimos mucho más que lo que escuchamos, lo que escribimos mucho más que lo que leemos, lo que enviamos mucho más que lo que nos alcanza, por eso no contamos apenas con las ofensas que infligimos y sí en cambio con las que sufrimos, y por eso casi todo el mundo le tiene alguna guardada a alguien.

—Eso ya lo sé, Mr Deza. Le pregunto si alguna de las dos era verdad. En su opinión. Por favor.

Aquel 'por favor' me sonó inquietante. Más adelante comprobé que solía recurrir a esas fórmulas, 'tiene la bondad', 'se lo ruego', antes de irritarse del todo. En esta ocasión lo intuí tan sólo, de modo que me apresuré a responder, sin pensármelo mucho entonces ni haberlo pensado nada con anterioridad.

—En mi opinión, una no lo era en absoluto. La otra sí, pero en un contexto que tampoco era verdad.

—Explíqueme eso, haga el favor. —Seguía sin encender su cigarrillo colgante, estaría todo mojado pese a ser con filtro, conocía la extravagante marca, Rameses II, cigarrillos egipcios de tabaco turco, un poco picantes, el faraónico paquete rojo parecía sobre la mesa un dibujo de Tintín, hoy en día salían muy caros, los compraría en Davidoff o en Marcovitch o en Smith & Sons (si aún existían las últimas dos), no me sonaba habérselos visto en casa de Wheeler, quizá los fumaba tan sólo en privado. Tampoco yo le daba fósforo al mío más vulgar, que sin embargo estaba seco, no son húmedos mis labios.

No hice otra cosa que improvisar, es lo cierto. No tenía nada que perder. Ni que ganar, había sido llamado como traductor y ya había cumplido con mi función. Seguir allí era una deferencia por mi parte, aunque Tupra no me hiciera sentirlo así, si acaso al contrario, era uno de esos raros individuos que piden un préstamo y consiguen que sea quien se lo concede el que se sienta deudor.

—No me pareció verdad en absoluto que estuvieran dispuestos a pasar por las armas a su Paracaidista Máximo, ni aunque dependiera de ello el éxito o fracaso de la operación. Sí tomé por cierto, en consecuencia, que no fueran a hacerle el menor daño físico en ningún caso, así se les torcieran las cosas por no quitarlo de en medio.

—¿Y cuál sería el contexto no verdadero de esa verdad?

—Bueno, ya le digo que no sé cómo se ha presentado ante ustedes ese señor, ni qué es lo que quiere sacarles...

—A mí nada, a nosotros nada, no tenemos nada que dar —me interrumpió Tupra—. A nosotros nos lo envían sólo para que dictaminemos, es decir, opinemos, sobre su grado de convencimiento y su veracidad. Por eso me interesa conocer su juicio, ustedes hablan la misma lengua, ¿o no es la misma ya? En algunas películas americanas yo no me entero ni de la mitad de los diálogos, pronto tendrán que subtitularlas para su exhibición aquí, no sé si pasa lo mismo con el español de allí. En fin, hay matices de vocabulario, expresiones que yo no puedo distinguir ni apreciar en traducción. Otro tipo de matices en cambio sí, precisamente gracias a no entender lo que alguien dice mientras lo está diciendo, eso puede ser muy útil. La letra, vea, distrae a veces, y oír sólo la melodía, la música, con frecuencia es fundamental. Ahora dígame lo que piensa.

Para entonces ya estaba armado de atrevimiento y despreocupación, así que me animé a improvisar más. Pero ya no pude aguantar y encendí el cigarrillo, no sin embargo el mío, sino un valioso Rameses II que le pedí permiso para coger (me lo dio desde luego, y sin poner mala cara, cada uno de aquellos podía costar media libra o por ahí).

—Mi impresión es que tal vez ni siquiera se esté planeando en serio ese golpe de Estado. O que si en verdad se prepara, ese hombre no tomará parte en él o apenas tendrá qué decir. Imagino que habrán comprobado su identidad. Si es un militar exiliado o apartado del cuerpo o ya retirado, un opositor con contactos en el país pero que actúa desde el exterior, lo más probable es que esté dedicado a recaudar fondos a partir de la nada, o de muy vagos propósitos y muy tenue información. Y que sean sus propios bolsillos el destino final de lo que logre recolectar, no se suelen pedir ni rendir muchas cuentas sobre los gastos de lo clandestino abortado. Si por el contrario es un militar en activo, y tiene mando y está en el país, y aquí se nos presenta como un traidor a su jefe por el bien de la patria y muy a su pesar, entonces no sería imposible que lo enviara el Comandante en persona, para sondear, para anticiparse, para indagar, para prevenirse, y, si se terciara la cosa, para recaudar asimismo fondos del extranjero que seguramente acabarían en los bolsillos del propio Chávez, la jugada no estaría mal. Pienso que también puede no ser ni lo uno ni lo otro, es decir, que no sea ni haya sido nunca militar. En cualquier caso, no creo que esté detrás de nada serio, de nada que llegue a tener lugar. Como él mismo dijo, la verdad es cuando pasa, una ruda forma de expresarlo. Pues yo diría que la suya, esa suya, no va a suceder jamás, con o sin respaldo, con o sin financiación, de dentro, de fuera o interplanetaria. —Me había dejado llevar por el atrevimiento, me frené. Me pregunté si Tupra no iba a soltar prenda, ni siquiera respecto al título con que se hubiera presentado el venezolano ante él (yo había dicho 'se nos presenta' a conciencia, por ver de incluirme ya). 'Si no lo hace', pensé, 'será de esos individuos a los que no es posible enredar, y que sólo dicen lo que en verdad quieren decir o saben que no importa nada dejar saber'—. Bueno, todo esto son especulaciones, claro está —añadí—. Impresiones, intuiciones. Usted me ha preguntado mi impresión. Ahora sí encendió su precioso y ensalivado Rameses II, él también. No debió de soportar verme a mí disfrutar del mío, que además era suyo, media libra convertida en humo por boca ajena y continental. Tosió un poco tras la primera calada, picor egipcio, quizá fumaba dos o tres al día nada más y nunca se acostumbraba a él.

—Sí, ya sé que usted no puede saber —dijo—. No crea. Tampoco yo, o no mucho más. Por qué piensa eso, dígame.

Seguí improvisando, o eso creí.

—Bueno, el hombre daba sin duda el tipo de militar sudamericano, me temo que no se diferencian mucho de los españoles de hace veinte o veinticinco años, lucían todos bigote y no sonreían jamás. Su aspecto desde luego pedía uniforme, y gorra, y condecoraciones sobre la pechera como si fueran cananas, en sobreabundancia. Pero algunos detalles no me casaban. Me han hecho pensar que no era un militar disfrazado de civil, como me pareció al principio, sino un paisano disfrazado de militar disfrazado de civil, no sé si me sigue lo que quiero decir. Son detalles insignificantes —me disculpé—. Y no es que yo haya tenido mucho trato con militares, no soy ningún experto. —Me interrumpí, se me estaba disipando la momentánea osadía.

—Eso no importa. Sí le sigo. Dígame qué detalles.

—Bueno, son mínimos, la verdad. Verá, ha empleado algunas palabras impropias, cómo decir. O bien los soldados ya no son lo que eran y se han contagiado de las pedanterías ridículas de los políticos y los locutores de televisión, o este individuo no era militar; o bien sí lo fue, pero hace ya tiempo que no está en activo. Después, le salió demasiado espontáneamente un gesto de ir a remeterse la camisa, como de alguien acostumbrado a la indumentaria civil. Ya, es una tontería, y los militares van a veces con corbata y traje, o en camisa si hace calor y en Venezuela hace calor. Pero pensé que él no lo era o bien que llevaba ya tiempo de baja y sin ponerse una guerrera, apartado del cuerpo, no sé. Ni siquiera una guayabera o un liki-liki o como lo llamen allí, todas esas prendas van por fuera. También lo vi excesivamente preocupado por la raya del pantalón, y por su planchado en general, pero en fin, en todas partes hay oficiales muy atildados y presumidos.

—No se figura hasta qué punto —dijo Tupra—. Liki-liki —repitió. Pero no preguntó—. Continúe.

—Y bueno, quizá haya usted reparado en sus botas. Botas cortas. Se las podría ver negras a distancia o con mala luz, pero eran de color verde botella y como de piel de cocodrilo, o tal vez de caimán. Yo no me imagino a un militar de jerarquía así calzado, ni en sus días de absoluto asueto y de juerga mayor. Parecían más propias de un narcotraficante o de un ranchero en la ciudad, qué sé yo. —Me sentí como un Sherlock menor, o más bien como un Holmes impostor. Y entonces eché mi silla un poco hacia atrás, en la repentina esperanza de poder verle a Tupra los pies. No me había fijado en cómo calzaba, y de pronto se me ocurrió que lo mismo gastaba parecidas botas también y yo estaba patinando con gravedad. Un inglés: era improbable, pero nunca se sabe, y él tenía apellido raro. Y llevaba chaleco siempre, mal indicio era ese. De cualquier forma no hubo suerte, no hubo distancia, la mesa me impedía divisar sus pies. Maticé, pero si su calzado era excéntrico debió de resultar peor—: Claro que en un lugar en el que el Comandante en Jefe aparece públicamente disfrazado de bandera nacional y tocado con una boina de color rojo burdel, como lo vi hace poco en televisión, no es descartable que sus generales y coroneles lleven botas de esas, o zuecos, o zapatillas de ballet, cualquier cosa en estos tiempos histriónicos y con semejante modelo para imitar.

—¿Zuecos? —preguntó Tupra, tal vez más por diversión que por no haberme entendido. 'Sabots? ', dijo, era el término que había empleado yo: gracias a mis antiguas clases de traducción en Oxford y a mis ocasionales prácticas para negreros, conozco las palabras más absurdas en inglés.

—Sí, ya sabe. Esos zapatos de madera, con la punta acebollada. Las enfermeras los llevan, y los flamencos, claro, por lo menos en sus cuadros. Creo que también las geishas, con calcetines, ¿no?

Tupra rió brevemente, y también yo. Quizá se figuró durante un instante con zuecos al señor venezolano que acababa de salir. O acaso al mismísimo Chávez, con macizos zuecos y calcetines blancos. En primera instancia y en una fiesta resultaba un hombre simpático. También lo era en segunda y en su despacho, aunque allí dejaba entender que nunca podía perderse del todo la seriedad del trabajo, tampoco vivir instalado tan sólo en ella.

—¿Ha dicho disfrazado de bandera? Envuelto en la bandera, ¿no habrá querido usted decir? —añadió.

—No —respondí—. El estampado de la camisa o de la guerrera, no recuerdo, era la bandera misma, con estrellas y todo, se lo aseguro.

—¿Estrellas? No recuerdo ahora mismo la bandera de Venezuela. ¿Estrellas? —No parecía haberse sentido aludido por lo del calzado, lo cual me alivió.

—Es a franjas, no sé bien. Una roja, amarilla, me suena, quizá una azul. Y unas estrellas apiñadas en algún lugar. El Presidente iba ataviado de estrellas, de eso estoy seguro, a franjas anchas, una guerrera o una camisa a franjas horizontales con esos colores u otros así. Y estrellas, ya ve. A lo mejor era un liki-liki, vestimenta de gala, creo que es, no sé si en Venezuela también, en Colombia sí.

—Estrellas. De veras. —'Indeed', fue lo que dijo, sin interrogación. Volvió a reír brevemente, y yo también. La risa une a los hombres desinteresadamente entre sí, y entre sí a las mujeres, y lo que establece entre mujeres y hombres puede ser un vínculo aún más fuerte y más tensado, una unión más profunda, compleja, y más peligrosa por más duradera o con mayor aspiración de durabilidad. Lo duradero desinteresado acaba por enrarecerse, a veces por volverse feo y difícil de tolerar, alguien tiene que estar en deuda a la larga y sólo así marchan las cosas, uno u otro un poco más, y la entrega y la abnegación y el mérito pueden ser un camino seguro para hacerse con el puesto del acreedor. Así me he reído yo con Luisa en oportunidades sin fin, breve e inesperadamente, viendo la gracia los dos en lo mismo sin acuerdo previo, los dos brevemente a la vez. También con otras mujeres, la primera mi hermana; y unas pocas más. La calidad de esa risa, su espontaneidad (su simultaneidad con la mía tal vez), me han hecho saber y aproximarme o bien descartar al instante, y a algunas mujeres las he visto ahí en su totalidad antes de conocerlas, sin apenas hablar, sin ser yo mirado o sin apenas mirar. Una leve dilación, en cambio, o la sospecha de mimetismo, de complaciente respuesta a mi estímulo o mi indicación, la percepción de una risa educada u ofrecida para halagar, la que no es del todo desinteresada y está azuzada por la voluntad, la que no tanto ríe cuanto quiere reír o se presta o ansia o aun condesciende a reír, de esa me he apartado muy pronto o le he asignado un lugar secundario, sólo de acompañamiento, o hasta de cortejo en épocas mías de debilidad. Mientras que a esa otra risa, a la de Luisa, la que se adelanta casi, a la de mi hermana, la que nos envuelve, a la de la joven Pérez Nuix, la que se confunde con la propia nuestra y nada tiene de deliberación y sí de olvido de nosotros dos (sí en cambio todo de desprendimiento y gratuidad y de nivelación), a esa he solido darle un lugar principal que luego ha resultado ser duradero o no, peligroso a veces, y a la larga (cuando ha habido larga) difícil de tolerar sin que apareciera o mediara una pequeña deuda simbólica o real. Pero se soportan aún menos la ausencia o la disminución de esa risa, y eso a su vez lo trae siempre, lo uno o lo otro, el día en que toca endeudarse un poco más, uno de los dos un poco más. Hacía tiempo que Luisa me la había retirado o me la racionaba, la suya, no podía creer que la hubiera perdido en toda ocasión, se la brindaría a otros, cuando alguien nos la retira es señal de que no hay más que hacer. Esa risa desarma. Desarma con las mujeres, y de modo distinto con los hombres también. He deseado a mujeres por su risa tan sólo, intensamente, ellas lo han solido ver. Y a veces he sabido quién era alguien sólo por escuchársela o por no escuchársela nunca, la risa inesperada y breve, y hasta lo que iba a pasar o a haber entre ese alguien y yo, si amistad o conflicto o aborrecimiento o nada, no me he equivocado mucho, ha podido tardar pero ha acabado por ocurrir, y además se está siempre a tiempo mientras no se muera o no nos muramos ese alguien ni yo. Esa era la risa de Tupra y también era la mía, y así hube de preguntarme durante un instante si en el futuro quedaría desarmado él o lo quedaría yo, o tal vez los dos—. Liki-liki —repitió. Imposible no repetir tal palabra, es irresistible—. Bueno, no se pueden juzgar los usos de ningún lugar desde fuera, ¿verdad? —añadió, con desganada o poco seria seriedad.

—Verdad. Verdad —contesté yo, a sabiendas de que esa frase no lo era (quiero decir verdad) para ninguno de los dos.

—¿Algo más? —preguntó. No había soltado prenda, no ya sobre la identidad (no lo esperaba), sino sobre la supuesta condición o cargo del venezolano al que había servido doblemente de intérprete. Hice una tentativa:

—¿Podría darle un nombre a ese señor? Más que nada por si tuviéramos que referirnos a él otra vez.

Tupra no vaciló. Como si ya hubiera tenido preparada una respuesta a mi probatura, más que a mi curiosidad:

—No me parece probable. Para usted, Mr Deza, se llamará Bonanza —dijo con aún más irónica seriedad.

—¿Bonanza? —Debió de notar mi estupefacción, no pude evitar pronunciar la z como en mi país, o en parte de él y desde luego en Madrid. A sus oídos ingleses sonaría como 'Bonantha', algo así, como Deza sonaría 'Daetha', algo así.

—Sí, ¿no es ese un nombre español? Como Ponderosa también, ¿no? —dijo—. Pues Bonanza para usted y para mí. ¿Nada más que haya podido observar?

—Sólo confirmarle esta impresión, Mr Tupra: el General Bonanza nunca atentaría contra la vida de Chávez, o Mr Bonanza, sea quien sea en realidad. De eso puede estar seguro, tanto si es bueno para los intereses de ustedes como si no. Lo admira demasiado, incluso si es su enemigo, y yo creo que no lo es.

Tupra cogió su llamativo paquete rojo con faraones y dioses y me ofreció un segundo Rameses II, un gesto poco común en las islas, gran dispendio a no dudar, brizna turca, picor egipcio, se lo cogí. Pero era para el camino, no para continuar, porque a la vez que me lo brindaba se puso en pie y bordeó la mesa para acompañarme hasta la salida, señaló la puerta con un ligero ademán. Aproveché para mirar entonces sus zapatos de refilón, eran sobrios, de cordones, marrones, no había cuidado. Él lo advirtió, lo advertía casi todo, sin cesar.

—¿Pasa algo con mis zapatos? —me preguntó.

—No, no, son muy bonitos. Y están muy limpios. Espléndidos, envidiables —le contesté. Contrastaban con los míos negros, de cordones también. En Londres no conseguía disciplinarme para cepillarlos a diario, esa es la verdad. Hay cosas para las que se vuelve perezoso uno, cuando no está en casa y vive en el extranjero. Pero yo sí estaba en casa, o al menos no había otra por el momento, lo olvidaba demasiado a menudo, la fuerza de mi costumbre se empeñaba en sentir lo imposible a veces, que aún podía regresar.

—Le diré dónde encontrarlos, otro día. —Iba a abrirme la puerta, aún no lo hizo, se quedó unos segundos con las manos apoyadas sobre los respectivos pomos de las dos hojas. Torció la cabeza, me miró de lado pero sin llegar a verme, no podía, yo estaba justo detrás de él. Era la primera vez en todo aquel rato que sus ojos activos, acogedores, burlones aun sin querer, no se encontraban con los míos. Sólo veía sus pestañas largas, de perfil. La envidia de las damas, más aún de perfil—. Antes dijo usted 'dejando los principios de lado', si no recuerdo mal. O 'dejando la teoría de lado', ¿puede ser?

—Sí, creo que dije algo así.

—Me preguntaba. —Seguía con las manos sobre los pomos—. Déjeme preguntarle: ¿hasta qué punto es usted capaz de dejar los principios de lado? Quiero decir, ¿Hasta qué punto suele usted? Prescindir de eso, de la teoría, ¿verdad? Todos lo hacemos de vez en cuando, o no podríamos vivir: por conveniencia, por temor, por necesidad. Por sacrificio, por generosidad. Por amor, por odio. ¿En qué medida suele usted? —repitió—. Entiéndame.

Fue entonces cuando comprobé que no sólo lo advertía casi todo sin cesar, sino que lo registraba y guardaba también. La palabra 'sacrificio' no me gustó, me causó un efecto parecido a aquella expresión suya en casa de Wheeler, 'rindiendo a mi país servicio'. Además había añadido: 'uno debe procurar eso si puede, ¿no?' Si bien lo había rebajado en seguida: 'aunque sea lateral el servicio y uno vaya antes que nada tras el beneficio propio'. También yo registraba y guardaba, más de lo que es normal.

—Según para qué —respondí, y a continuación utilicé un plural ('them') porque era por los principios tan sólo por lo que me preguntaba, eso entendí—. Puedo dejarlos bastante de lado, para opinar en una conversación. Algo menos, para juzgar. Para juzgar a amigos, mucho más, soy parcial. Para obrar, mucho menos, creo yo.

—Mr Deza, gracias por su cooperación. Estaremos en contacto con usted, espero que sí. —Me lo dijo en tono apreciativo, o con leve afectuosidad. Ahora sí abrió la puerta, las dos hojas a la vez. Volví a verle los ojos, más azules que grises a la luz de la mañana, pálidos siempre, divertidos en apariencia ante cualquier diálogo o situación, atentos, succionadores siempre, era como si honraran lo que estuvieran mirando, o no hacía falta que miraran siquiera: lo que entrara en su campo visual—. Pero aquí no tenemos intereses, lo entenderá, por favor —añadió sin transición, aunque ahora se refiriera a algo no inmediatamente anterior. La mayoría de la gente no habría ya vuelto a ello, no habría recuperado aquel comentario mío tan marginal ('tanto si es bueno para sus intereses como si no'), es increíble lo rápidamente que las palabras, pronunciadas o escritas, livianas o graves, todas, insignificantes o con significación, se extravían y se tornan lejanas y quedan atrás. Por eso hay que repetir, eterna y disparatadamente hay que repetir: desde el primer vocablo, desde el primer balbuceo humano y aun desde el primer dedo índice que señaló sin decir. Una y otra y otra vez, e inútilmente una vez más. A nosotros no se nos extraviaban con tantísima facilidad, a él y a mí, sin duda una anomalía, una maldición—. Nos limitamos a dar nuestro parecer, y sólo cuando se nos solicita, claro está. Como usted tan amablemente acaba de hacer, al pedírselo yo. —Y rió brevemente otra vez, dientes pequeños con luminosidad. Me sonó a risa educada o quizá impaciente, así que la mía no lo acompañó, aquella vez.

Nunca supe a las claras si había acertado en algo, con el Coronel Bonanza de Caracas o bien del exilio y de fuera, no se me comunicaban los resultados, y aún menos a las claras: no me atañían a mí, y puede que tampoco a nadie. A veces no debía ni de haberlos, y los dictámenes o informes serían meramente archivados, por si acaso. Y si había que tomar decisiones respecto a algo (el respaldo y la financiación de un golpe, por ejemplo), es probable que las tomaran los responsables diversos —quienes hubieran hecho en cada caso el encargo, o hubieran solicitado los pareceres nuestros— sin posibles constatación ni certeza y sólo por su cuenta y riesgo, es decir, fiándose o no fiándose, apostando a favor o en contra de lo que Tupra y los suyos hubieran visto y opinado, o quizá recomendado.

En un primer momento, sin embargo, supuse cándidamente que en algo habría acertado, porque no pasaron muchos días tras aquella mañana de interpretar doblemente, la lengua y las intenciones —inexacto lo segundo, pero digámoslo así en principio—, sin que se me propusiera abandonar ya mi puesto de la BBC Radio y trabajar en exclusiva para Tupra (o eminentemente), junto a él y su devoto Mulryan, la joven Pérez Nuix y los otros, con horarios muy flexibles en teoría y bastante mayor ganancia, ninguna queja en ese aspecto, al contrario, podía enviar más dinero a casa. Fue inevitable la sensación de haber aprobado un examen, y de que se me incorporaba a lo que quisiera que fuese aquello, entonces no me pregunté mucho al respecto ni tampoco más tarde ni tampoco ahora, porque aquello fue quizá siempre impreciso (y la indefinición era su esencia), y porque algo me había advertido Sir Peter Wheeler, o suficientemente: 'De esto no te hablarán los libros, ninguno de ellos, ni los más antiguos ni los más modernos, ni los más exhaustivos que se publican ahora, Knightley, Cecil, Dorril, Davies, no sé, Stafford, Miller, Bennett, tantos, ni crípticamente los que en su día fueron más crípticos, Rowan, Denham, y lo siguen siendo. No busques en ellos. Casi ni alusiones encontrarás. Sólo perderás la paciencia y el tiempo'. A lo largo de aquel domingo de Oxford no puedo decir que me hablara siempre con medias palabras, pero quizá sí con tres cuartos, a lo sumo con tres cuartos, nunca con las completas palabras. Puede que él tampoco las conociera o tuviera enteras, puede que no las tuviera nadie, ni siquiera Tupra, ni Rylands cuando vivía. Puede que no las hubiera.

La incorporación no fue de golpe, quiero decir que una vez acordada mi contratación se me fueron encargando o pidiendo tareas sueltas, cada vez más, gradualmente pero a un ritmo siempre creciente y vivo, y al cabo de un mes, acaso menos, mi colaboración sí fue ya plena, o así llegué yo a sentirla. Las modalidades de esas tareas variaban, su esencia en cambio poco o nada, consistía en escuchar y fijarme e interpretar y contar, en descifrar conductas, aptitudes, caracteres y escrúpulos, desapegos y convicciones, el egoísmo, ambiciones, incondicionalidades, flaquezas, fuerzas, veracidades y repugnancias; indecisiones. Interpretaba —en tres palabras— historias, personas, vidas. Historias por suceder, frecuentemente. Personas que se desconocían, y que no podrían haber aventurado sobre sí mismas ni una décima parte de lo que yo les veía, o se me instaba a verles y a expresar, era el trabajo. Vidas que aún podían malograrse jóvenes y no durar ni para llamarse tales, vidas incógnitas y por ser vividas. A veces se me pedía que estuviera presente y ayudara a hacer preguntas, las que se me ocurrieran, en entrevistas o encuentros (o eran interrogatorios modosos, sin intimidaciones), aunque no hubiera por medio dificultades de comprensión, ningún idioma que traducir, todo en inglés y entre británicos. Otras sí se me utilizaba como intérprete de la lengua, la española y aun la italiana, pero en el amplio conjunto de charlas y supervisiones (la callada actividad así llamada), pronto esas veces pasaron a ser las menos, y en todo caso nunca me limitaba ya sólo a trasladar palabras, se me requería mi punto de vista al término, casi mi pronóstico en ocasiones, cómo decir, una apuesta. En otras oportunidades se me prefería como presencia ausente, y asistía a las conversaciones de Tupra o de Mulryan o de la joven Nuix o de Rendel con sus visitantes desde una especie de cabina contigua al despacho del primero, que permitía ver y oír lo que ocurría allí sin ser visto, igual que en las comisarías. Lo que en el estudio de Tupra era un espejo oval y apaisado, en aquel cuarto se correspondía con un ventanal de idénticos tamaño y forma: cristal transparente desde un lado, desde el otro uno azogado que no invitaba a la menor sospecha en medio de tantos libros, y en lo que más que una oficina parecía un club o salón privado. Era aquel escondite una modalidad antigua y casera de las invisibles guaridas desde las que las víctimas de un atraco o los testigos de un crimen identifican a los sospechosos en fila, o desde las que los superiores controlan ocultos los interrogatorios de los detenidos, y que no se suelten las manos mucho en las bofetadas o toallazos mojados de los policías. Debía de ser una cabina pionera, quién sabía si adecuada o hecha en los años cuarenta o hasta en los treinta: parecía haberse concebido como imitación reducida de un compartimento de tren de esas épocas o aun de anteriores, toda en madera, con dos estrechos bancos corridos frente a frente, perpendiculares a la ventana ovalada, y entre los dos una mesita fija para tomar apuntes o apoyar los codos. Así que uno supervisaba forzosamente en posición algo oblicua o ladeada, con la inevitable sensación de estar mirando por la ventanilla de un vagón de ferrocarril mientras viajaba, o más bien mientras permanecía parado en una estación todo el tiempo, una extraña estación-estudio, tan acogedora como jamás las hubo, el paisaje un interior y siempre el mismo, en él sólo cambiaban los personajes, los visitantes y los anfitriones, en limitada variedad estos últimos, que solían ser dos o a lo sumo tres, Tupra y Mulryan, o ellos dos más yo mismo (como había ocurrido con el Comandante Bonanza), o Tupra con la joven Nuix y con Rendel si había que hablar alemán o ruso u holandés o ucraniano (se decía que Rendel era austríaco de origen, y que su apellido había sido inicialmente Rendí o Randl o Redi o Reinl o incluso Handl, se lo habría britanizado a medias, Randall o Rendell o Rendall o Randell habrían sido más verosímiles, no así Haendel), o Mulryan y yo y algún otro menos asiduo, o la joven Nuix, Tupra y yo... Él y Mulryan (o más bien uno de los dos) nunca faltaban. Y dado que a mí me tocaba ocupar la garita a veces, hube de suponer que cuando estaba del otro lado, en la estación-estudio, uno de los ausentes se apostaría allí y nos vigilaría, aunque total certeza no tuviera al principio; y hube de imaginar que en aquella primera ocasión con el Capitán Bonanza, Rendel o la joven Nuix (y pensé: 'Ojalá fuera ella') habrían estado en el vagón-reservado, fijándose en el Teniente pero también en mí casi seguro, y que después habrían dado su objetivo informe sobre mi persona además de sobre el Sargento (se me iba degradando en la memoria, aquel hombre), siempre más objetivo y desapasionado y fiable el informe de quien resulta invisible y no está y mira a sus anchas impunemente, siempre más que el de quien a su vez es mirado por sus interlocutores e interviene y habla, y nunca puede demorarse mucho en su observación callada sin crear grandes tensiones, una situación violenta.

Ese es el éxito de la televisión sin duda, porque en ella se ve y se mira a la gente como jamás puede hacerse en la realidad a menos que se oculte uno, y aun así en la realidad no se dispone más que de un solo ángulo y una sola distancia, o de dos si se usan prismáticos, yo a veces me los echo al bolsillo al salir de casa, y en casa los tengo a mano. Mientras que en una pantalla se ofrece la oportunidad de espiar sin cuidado y ver más y saber más por tanto, porque uno no está pendiente de las miradas devueltas ni se expone a su vez a ser juzgado, ni ha de repartir su concentración o atención entre un diálogo en el que participa (o su simulacro) y el frío estudio de un rostro, de unos gestos, de las inflexiones de voz, de unos poros, de los tics y los titubeos, las pausas y las bocas secas, la febrilidad, falsedades. E inevitablemente uno juzga, emite en seguida algún juicio de la clase que sea (o no lo emite y es para sus adentros), apenas tarda uno segundos y sin poder remediarlo, aunque sea rudimentario y adopte la forma menos elaborada de todas, que es el gusto o el desagrado (los cuales sin embargo ya son juicios o su anticipación posible, lo que suele antecederlos, aunque mucha gente no dé nunca el paso ni cruce la raya, y así nunca salga de sus simples e inexplicables atracción o rechazo: para ellos inexplicables, al jamás dar ese paso y detenerse en lo epidérmico siempre). Y uno se sorprende diciéndose, casi sin querer, a solas ante la pantalla: 'Me cae bien', 'A este tío no lo aguanto', 'Me la comería a besos', 'Me cae como un tiro', 'A ese lo que me pidiera', 'La abofetearía por esa cara', 'Un engreído', 'Está mintiendo', 'Su compasión es falsa', 'Qué mal le va a ir en la vida', 'Menudo capullo', 'Es un ángel', 'Es un creído, un soberbio', 'No soporto a estos dos cursis', 'Pobre, pobre', 'Lo fusilaría sin pestañear, en el acto', 'Me da lástima', 'Me revienta', 'Finge', 'Qué ingenuidad', 'Vaya jeta', 'Qué mujer inteligente', 'Qué asco me da', 'Me hace gracia'. El registro es infinito, cabe todo. Y el veredicto instantáneo es certero, o así se siente cuando llega (en el segundo instante ya no tanto). Se tiene una convicción, sin pasar por un solo argumento. Sin qué razón alguna la sostenga.

Por eso también se me entregaban vídeos.

A veces los veía allí mismo, en el edificio sin nombre y nada más que con número, sin letreros ni rótulos ni función aparente, a solas o acompañado por la joven Nuix o por Mulryan o Rendel; y a veces me los llevaba a casa, para mirarlos con más detención y mejor desentrañarlos y presentar luego mi opinión

En aquellos vídeos había de todo, material muy heterogéneo, con frecuencia mezclado, casi apelotonado en algunas cintas, en otras agrupado y distribuido con mayor criterio y aun con tendencia a la monografía: fragmentos de programas o de informativos que se habían emitido públicamente, grabados de la televisión, cortados y montados más tarde (o bien programas enteros que debía tragarme, recientes o antiguos y hasta de gente ya muerta, como Lady Diana Spencer con su pésimo inglés lleno de faltas y el escritor Graham Greene con su inglés excelente); intervenciones parlamentarias, discursos o ruedas de prensa de políticos destacados u oscuros, británicos y extranjeros, de diplomáticos también; interrogatorios de reos en dependencias policiales y sus posteriores deposiciones ante el tribunal de turno, así como las sentencias o amonestaciones de empelucados jueces, bastantes vídeos de severos jueces, no sé por qué; entrevistas con celebridades que no siempre parecían hechas por periodistas ni destinadas a la exhibición, algunas tenían todo el aire de conversaciones informales o más o menos privadas, quizá con curiosos o con admiradores fingidos (recuerdo haber visto una inefable con el cantante Elton John sumamente alegre, otra muy simpática con el actor Sean Connery, el auténtico James Bond que pateó Rosa Klebb en Desde Rusia con amor, mortales pinchos, y otra asimismo graciosa con el ex-futbolista bebedor George Best; una espeluznante con el empresario Murdoch y una bastante pomposa y cómica con Lord Archer, el ex-político —condenado ya entonces por mentir en algo, he olvidado qué cosa— y novelista de voluntariosa acción); otras veces me sonaban las caras, pero no eran lo bastante famosas para que yo las identificase, acaso glorias en exceso locales (no siempre aparecía un carrito con el nombre de quien hablara, podía no haber la menor indicación y sólo unas letras y números para cada rostro señalado como de interés o sujeto a interpretación —A2, BH13, Gm9 y así—, a los que poder hacer referencia en mis informes luego); y había también entrevistas o escenas con personas anónimas en circunstancias variadas, filmadas a menudo, yo creo, sin su conocimiento ni por tanto su consentimiento: alguien que solicitaba empleo o se ofrecía para lo que fuese, los había muy desesperados; un funcionario granítico (ojos en blanco) escuchando a un ciudadano con cuitas, probablemente en su oficina municipal o ministerial; una pareja discutiendo en una habitación de hotel; un individuo pidiendo un desventajoso crédito en una entidad bancaria; cuatro hinchas del Chelsea en un pub, preparándose para machacar al Liverpool a base de ingerido alcohol y vociferado ardor; un almuerzo de negocios a cargo de alguna empresa, con una veintena de comensales (por fortuna no íntegro, sólo highlights y un discurso final); un don dando una pestífera clase; ocasionalmente una conferencia (por desdicha no íntegra, vi una muy interesante de un profesor de Cambridge, sobre la literatura que nunca existió); el sermón de un obispo anglicano que parecía algo beodo (íntegro el sermón, esto sí); prelims orales a estudiantes que aspiraban a entrar en tal o cual Universidad; un médico diagnosticando con suficiencia, detalle y verbosidad; muchachas contestando preguntas raras durante sesiones de casting, quién sabía si para un anuncio o una bajeza mayor, demasiado monosilábico todo para ver de averiguar. A veces aparecían vídeos indudablemente caseros o muy personales, más misteriosos en consecuencia (no podía evitar preguntarme cómo habían llegado a nosotros y así hasta mis ojos, a menos que entre nuestros clientes pudiera haber particulares también): la patriarcal felicitación navideña de algún ausente que se creía añorado y por tanto en falta; el mensaje de un hombre rico (era de suponer que póstumo o destinado a serlo) explicando a sus herederos y desheredados el porqué de su testamento arbitrario, caprichoso, decepcionante, injusto con deliberación; la declaración de amor de un enfermo de timidez confeso (pero más bien presunto), que aseguraba no ser capaz de soportar 'en vivo' el 'No' de la destinataria que decía esperar sin remedio y a la vez no esperaba en modo alguno, cuan seguro se lo veía al hablar. Eso en lo que respectaba al material británico, que por supuesto era el grueso. Tuve conciencia de la cantidad de ocasiones y sitios en que la gente es grabada y filmada o puede serlo: para empezar, en casi todas las situaciones en que nos sometemos a una prueba o examen, por así decir, y en que solicitamos algo, sea trabajo, un préstamo, una oportunidad, un favor, una subvención, una recomendación, una coartada. Y desde luego clemencia. Vi que cada vez que pedimos estamos expuestos, vendidos, a merced casi absoluta del que concede o niega. Y hoy se nos registra, se nos inmortaliza a menudo en el momento de la mayor humildad, o si se prefiere en el de la humillación. Pero también en cualquier lugar público o semipúblico, lo más llamativo y escandaloso eran las habitaciones de hotel, uno ya cuenta en principio con que tomarán su imagen en un banco, un comercio, una gasolinera, un casino, un recinto deportivo, un aparcamiento, un edificio gubernamental.

Rara vez se me advertía con antelación en qué debía fijarme, qué rasgos de carácter, o qué grado de sinceridad, o qué intenciones concretas de cada señalada persona o rostro debía procurar descifrar, quiero decir cuando me llevaba tarea a casa. Al día siguiente, o unos pocos más tarde, dedicaba a ello una sesión con Mulryan o Tupra o con ambos, y me preguntaban entonces lo que fuera de su interés, a veces una sola y mínima cosa y a veces muy por extenso, según, refiriéndose a los personajes de aquellos vídeos por sus respectivos nombres si éstos figuraban en las películas o eran inconfundibles de tan conocidos, o bien, si no, por sus asignadas letras y números: '¿Le parece que Mr Stewart está defraudando otra vez al fisco, pese a sus palabras de contrición? Fue descubierto hace cinco años, se llegó a un acuerdo, pagó por encima del máximo para ahorrarse problemas, ¿podría él pensar que está libre de sospechas por ello?' '¿Cree que FH6 tenía el propósito de devolver el crédito en el momento de pedírselo a Barclays? ¿O no tenía ya la menor intención? Le fue concedido, ha de saber, y hace tres meses que no hay rastro de él'. Yo contestaba lo que creyera o pudiera y se pasaba al siguiente, esto en los casos más breves, prácticos y prosaicos. La mayoría, sin embargo, no eran nada de esto, sino evasivos y de complejo aspecto, con facilidad vagarosos e incluso etéreos, arriesgados siempre de responder, más parecidos a los que Wheeler había dilucidado en sus tiempos y había anunciado para los míos también, o más bien había dado a entender que me llegarían, aunque ahora no hubiera guerra; que vendrían a mi discernimiento antes o después. Y para esa mayoría se necesitaba en efecto lo que él había llamado distraídamente, como para restar solemnidad a aquellas dos expresiones sólo contradictorias en primera instancia o ni siquiera en esa, 'el valor para ver' y 'la irresponsabilidad de ver'. Yo sentí mucho más lo segundo durante bastante tiempo, hasta que un día me acostumbré, y al acostumbrarme me despreocupé. Y entonces... Ah sí, entonces, es cierto, la gran irresponsabilidad.

Ese proceso de acostumbramiento, con todo, lo había iniciado ya Wheeler aquel domingo oxoniense en que también me habló de mí. O quizá Toby Rylands, que le había hablado a su vez a Wheeler con anterioridad de mí, y me había apuntado como a su semejante, hecho de la misma pasta con que se había moldeado a ellos dos. Pero no, Rylands no fue, porque lo que cambia las cosas no es lo que se diga de uno sin uno saberlo —no lo que las varía en nuestro interior—sino lo que alguien con autoridad o tan sólo insistencia nos dice a la cara sobre nosotros mismos, lo que descubre y explica y nos induce a creer. Es el peligro que acecha a todo artista o político, o a todo individuo que reciba opiniones e interpretaciones acerca de su actividad. A un director de cine, a un escritor, a un músico empieza a llamárselos genios, lumbreras, reinventores, gigantes, y no es difícil que acaben por admitirlo todo como posibilidad. Se hacen entonces conscientes de su valía, y les entra el miedo a defraudar, o —lo que es más ridículo e insensato, pero no otra es la formulación— a no estar a la altura de sí mismos, es decir, de quienes resulta que fueron —ahora les cuentan, se dan cuenta ahora— en su tan elevada obra anterior. 'Así que no fue producto de la casualidad, ni de mi intuición, ni siquiera de mi libertad', pueden pensar, 'sino que había coherencia y propósito en cuanto yo iba haciendo, qué honor enterarme pero también qué maldición. Porque ahora no me queda sino atenerme a ello y alcanzar cada vez ese condenado nivel para no desmerecer de mí mismo, que desastre, qué enorme esfuerzo, y cuánta desolación para mi quehacer.' Y eso mismo puede ocurrirle a cualquiera, aunque no sean públicos su trabajo ni su personalidad, basta con que oiga una explicación plausible de sus inclinaciones o su proceder, una incantatoria descripción de sus actos o un análisis de su carácter, una valoración de su método —saber que eso existe, o se le atribuye—, para que cualquiera pierda su bendito rumbo mudable, imprevisible, incierto, y con ello su libertad. Tendemos a pensar que hay un orden oculto que desconocemos y también una trama de la que quisiéramos formar parte consciente, y si de ella vislumbramos un solo episodio que nos da cabida o así lo parece, si percibimos que nos incorpora a su débil rueda un instante, entonces es fácil que ya no sepamos volver a vernos desgajados de esa trama entrevista, parcial, intuida —una figuración—, ya nunca más. Nada peor que buscar el sentido o creer que lo hay. O sí lo habría, aún peor: creer que el sentido de algo, aunque sea del detalle más nimio, dependerá de nosotros o de nuestras acciones, de nuestro propósito o nuestra función, creer que hay voluntad, que hay destino, e incluso una trabajosa combinación de ambos. Creer que no nos debemos enteramente al más errático y desmemoriado, divagatorio y descabezado azar, y que algo consecuente se puede esperar de nosotros en virtud de lo que ya dimos o hicimos, ayer o anteayer. Creer que puede haber en nosotros coherencia y deliberación, como cree el artista que las hay en su obra o el poderoso en sus decisiones, pero sólo una vez que alguien los ha convencido de que sí las hay.

Wheeler había empezado por el principio al fin, si es que hay principio de algo alguna vez. Como quiera que sea, aquella mañana de domingo en que amanecí más tarde de lo que habría querido y desde luego de lo que esperaba él, ya no se permitió más preámbulos ni aplazamientos ni circunloquios, en la medida en que le era posible renunciar del todo a esos rasgos tan estables de su pensamiento y su conversación. Ya tenía misterio y limitación suficientes, supongo, con las incompletas palabras de que disponía para contarme lo que me iba a contar. En cuanto me vio descender por la escalera, mal afeitado y con cara de sueño (sólo un repaso rápido de la maquinilla para aparecer presentable, o no patibulario al menos), me instó a tomar asiento enfrente de él y a la derecha de la señora Berry, que ocupaba una cabecera de la mesa en la que ya habían acabado los dos de desayunar. Aguardó a que ella me sirviera amablemente café, pero no a que yo lo bebiera ni me despejara un poco más. Sobre la mitad de la mesa libre de mantel y de platos y tazas y mermeladas y frutas había, abierto, un volumen alto y grueso, siempre libros por doquier. Bastó que lo mirara yo de reojo (la atracción por la letra impresa) para que Peter me dijera en tono apremiante, probablemente debido a aquel retraso con el que no había contado en mi despertar:

—Cógelo, anda. Es para que lo veas tú. Atraje hacia mí el volumen, pero antes de leer una línea lo entrecerré —dedo en medio— para echarle una ojeada al lomo y saber qué libro era aquel.

—¿El Who's Who? —Fue una pregunta retórica, porque era sin lugar a dudas el Who's Who, con sus tapas de color rojo intenso, la guía de nombres más o menos ilustres, la edición de aquel año en el Reino Unido.

—Sí, el Who's Who, Jacobo. Seguro que nunca se te ha ocurrido buscarme en él. Mi nombre está ahí en esa página, donde está abierto. Lee lo que pone, anda, haz el favor.

Miré, busqué, había unos cuantos Wheeler, Sir Mark y Sir Mervyn, un tal Muir Wheeler y el Honorable Sir Patrick y el Reverendísimo Philip Welsford Richmond Wheeler, y allí estaba él, entre estos dos últimos: 'Wheeler, Prof. Sir Peter', a lo que seguía un paréntesis que no entendí a la primera, decía: '(Edward Lionel Wheeler)'. Pero sólo tardé dos segundos en recordar que Peter solía firmar sus escritos como 'P E Wheeler', y que la E era de Edward, luego el paréntesis se limitaba a consignar el nombre en su integridad oficial.

—¿Lionel? —pregunté. Fue de nuevo una interrogación retórica, aunque no tanto. Me sorprendió ese tercer nombre de pila, que siempre me pareció de actor, por Lionel Barrymore a buen seguro, y por Lionel Atwill que fue el archienemigo Profesor Moriarty contra el gran Basil Rathbone como Sherlock Holmes, y por Lionel Stander que fue perseguido en América por el Senador McCarthy y hubo de exiliarse a Inglaterra para poder trabajar (convertirse en postizo inglés). Y luego estaba Lionel Johnson, pero éste era un poeta amigo de Wilde y Yeats y del que descendía John Gawsworth, según contaba él (John Gawsworth, el pseudónimo literario de quien fue en la vida Terence Ian Fytton Armstrong, aquel escritor recóndito, mendigo y rey, que me había obsesionado un poco durante mi tiempo de enseñante en Oxford, tantos años atrás: claro que su fantasiosa ascendencia también incluía a nobles jacobitas, esto es, Estuardos, y al dramaturgo Ben Jonson contemporáneo de Shakespeare, y a la supuesta 'Dama Oscura' o 'Dark Lady' de los sonetos de éste, Mary Fitton la cortesana)—. ¿Lionel? —repetí con ligerísima guasa que Wheeler notó.

—Sí, Lionel. Nunca lo uso, ¿qué pasa con eso? No te entretengas con tonterías, no es eso lo que interesa, lo que quiero que veas. Continúa, vamos.

Volví a la nota biográfica, pero al instante hube de pararme y alzar la vista otra vez, tras leer los datos relativos a su nacimiento, que así decían: 'Nacido el 24 de octubre de 1913, en Christchurch, Nueva Zelanda. Hijo mayor de Hugh Bernard Rylands y de la difunta Rita Muriel, de soltera Wheeler' —'née' ponía, a la francesa en inglés—. 'Adoptó el apellido Wheeler mediante escritura legal en 1929.'

—¿Rylands? —Esta vez ya no hubo nada de retórico en la pregunta, sólo espontánea y sincera estupefacción—. ¿Rylands? —repetí. Debieron de mostrar desconfianza mis ojos, y quizá algo de reconvención—. No es, no será, ¿verdad? No puede ser una coincidencia.

La mirada que me devolvió Wheeler reflejó una mezcla de impaciencia y paciencia, o de contrariedad y paternalismo, como si ya tuviera previsto que yo iba a detenerme en aquello, en el inesperado apellido de su padre Rylands, y aceptara o comprendiera mi reacción, pero esa cuestión lo aburriera, o la viera como un engorroso trámite antes de centrarse en la que entonces deseaba abordar. A juzgar por su expresión, perfectamente me podía haber dicho: 'Tampoco es eso lo que interesa, lo que quiero que veas, Jacobo. Sigue'. Y más o menos llegó a decírmelo, pero no de inmediato, me tuvo algo de consideración; no sin antes hacer una tentativa leve de ponerse a salvo de mis reproches:

—Oh vamos. No vas a decirme ahora que no lo sabías.

—Peter. —Mi tono fue de advertencia seria y aun de clara reconvención, como el que empleaba con mis hijos a veces cuando insistían en hacerse los despistados para así no obedecer.

—Bueno, bueno, creía que estabas enterado, habría jurado que sí. De hecho: me extraña enormemente que no.

—Por favor, Peter: nadie está enterado, no en Oxford. O si lo están se lo callan, se lo callaron con insólita discreción. ¿Cree que de haberlo sabido no me lo habrían contado Aidan Kavanagh o Cromer-Blake, Dewar o Rook o Carr, Crowther-Hunt, la propia Clare Bayes? —Eran antiguos amigos o tan sólo colegas de mi tiempo en la ciudad, algunos menos chismosos que otros. Clare Bayes había sido mi amante también, hacía mucho que no la veía ni sabía de ella, ni de su niño Eric que ya no sería niño, ya no más, habría terminado de crecer. Tal vez ya no me gustaría, mi remota amante, si la viera. Ni yo a ella tampoco, tal vez. Mejor no verse, mejor así—. ¿Usted lo sabía, Mrs Berry?

La señora Berry se sobresaltó un poco, pero en seguida no dudó en responder:

—Sí, estaba al tanto. Pero tenga en cuenta que yo he estado al servicio de los dos hermanos, Jack. Y luego, yo no suelo contar. —Ella, como todos los ingleses que tenían dificultades para pronunciar el nombre de Jacques y desconocían el español para convertírmelo en Jaime o en Jacobo o en Diego, me llamaba así (una aproximación fonética), por ese diminutivo de John o Juan, que no de James. Cuando se dejaron de sus 'Mr Deza' (muy pronto fue), Tupra y Mulryan me llamaron Jack también. Rendel no, él nunca se permitía confianzas con nadie, no al menos en el edificio sin nombre ni aparente función. Y la joven Nuix, al igual que Luisa, se inclinó por Jaime, o a veces por el apellido tan sólo, Deza a secas, igual que Luisa también.

—Hermanos —murmuré, y en esta ocasión logré no convertir en pregunta la repetición—. Hermanos, ¿eh? Usted sabe bien que yo no sabía nada, Peter. Ni siquiera sabía que fuera neozelandés de origen, me lo mencionó por primera vez en la vida hace sólo unos días, por teléfono. —Según hablaba me fue viniendo memoria rauda de Rylands, los recuerdos se convocan a veces con temible rapidez—. Y entonces Toby —dije acordándome—: de él se rumoreaba que había nacido en Sudáfrica, y lo tomé por cierto cuando en una ocasión le oí decir de pasada que hasta los dieciséis años no había salido de ese continente, de África. La misma edad con la que llegó usted aquí, también eso me lo mencionó de pasada por primera vez en esa conversación telefónica de hace nada. Ahora no me dirá que eran gemelos, ¿verdad?

Wheeler volvió a mirarme sin hablar, sus ojos dijeron que no estaba por la labor de escuchar reproches ni cuasi ironías, no aquella mañana, tenía otras cosas en el pensamiento, o en el repertorio programado para aquella función.

—Bueno, si en efecto no sabías... Supongo que tú nunca me habrás preguntado, entonces —contestó—. No es que yo lo haya ocultado. Tal vez Toby, él podía preferirlo, tal vez él sí te ocultó. Yo no. Tampoco veo por qué debería haber estado obligado a contarte. —Esta frase la dijo en el mismo tono casi exculpatorio de sí, sin alteración; pero yo la aislé, la reconocí: era una frase para pararme los pies—. No éramos gemelos. Yo era casi un año mayor. Ahora ya lo soy bastantes más.

Conocía a Wheeler cuando algo lo incomodaba o se ponía evasivo, insistirle era perder el tiempo, irritarlo acaso, él siempre decidía lo que se hablaba.

—Como quiera, Peter. Si tiene la bondad de explicármelo, soy todo oídos, curiosidad e interés. Supongo que es esto lo que quería que viera en el Who's Who, confío en que me dirá por qué. Por qué ahora, quiero decir.

—Ah no, en absoluto —respondió—. Te aseguro que de esto te creía enterado, de otro modo no me habría arriesgado a que nos encalláramos aquí. No. De lo que quiero hablarte es de otro asunto, aunque indirectamente tenga que ver con Toby, algo tenga que ver. Anoche te aplacé alguno, ¿no es verdad?, para hoy. Anda, sigue leyendo, no has acabado, haz el favor. —Y con un índice imperativo que se movió de arriba abajo como si fuera autónomo y lo dirigiera su gravedad (casi a plomo lo dejó caer), tocó el grueso volumen que tenía abierto ante mí.

—Peter, no puede dejarme ahora así —me atreví a protestar.

—Ya saldrá eso luego, Jacobo, descuida, no te quedarás sin saber. Pero la historia es trivial, te decepcionará. Anda, sigue ya. Y léeme en voz alta, por favor. Tampoco quiero que sigas hasta el final, qué aburrimiento. Y así te diré dónde parar.

Volví a la nota biográfica, al siguiente apartado, que era el de 'Education' o 'Estudios'. Y leí en voz alta y en inglés, pero saltándome las abreviaturas y siglas incomprensibles para mí:

'Cheltenham College; Queen's College, Oxford; Lecturer of St John's College, 1937-53, and Queen's College, 1938-45. Enlisted, 1940'. —Y aquí no pude evitar detenerme, tan pronto, aunque él no me hubiera indicado aún que lo hiciera. Levanté la vista—. Se alistó en el 40, no sabía —dije—. Y veo que no aparece por ningún lado el año 36. ¿Fue entonces quizá cuando estuvo en España? Muchos británicos que fueron allí se marcharon a principios o mediados del 37, espantados, o heridos, no duraron, el propio George Orwell entre ellos. —Entonces me acordé de que también había buscado por si acaso, sin éxito, el apellido Rylands en los índices onomásticos de los volúmenes consultados durante la noche, luego tampoco había sido su posible primer o verdadero nombre, Peter Rylands, el que Wheeler había llevado en la Guerra de mi país. O quizá sí, pero nada destacado había hecho en ella para merecer posteriores menciones en los libros de Historia, y sólo por diversión me había permitido imaginar que sí.

Wheeler pareció leerme los pensamientos, además de oír mi extemporánea pregunta.

—Muchos no se marcharon nunca, allí continúan espantados y heridos. Malheridos hasta morir —contestó—. Pero dejemos ahora la Guerra de España, por mucho que anoche te empaparas de ella, te lo suplico. Casi nadie utilizaba su nombre allí, y tampoco tantos durante la Segunda Guerra Mundial. Ni siquiera Orwell se llamaba George Orwell, como recordarás. —No lo recordaba, y como él notara mi desmemoria, añadió—: ¿No? Su verdadero nombre era Blair, Eric Blair, yo lo conocí levemente, durante la Guerra estuvo en la Sección India de la BBC. Eric Arthur Blair. Había nacido en Bengala, y había vivido en Birmania en su juventud, conocía el Oriente bien. Era diez años mayor que yo. Ahora yo lo soy infinitamente más. Murió joven, eso lo sabes, ni a los cincuenta llegó. —'Otro más', pensé, 'otro británico forastero o postizo inglés'—. Está bien, vamos, continúa leyendo o no hablaremos nunca de lo que hay que hablar.

—Discúlpeme, Peter. —Y leí—: 'Commissioned Intelligence Corps, December 1940; Temporary Lieutenant-Colonel, 1945; specially employed in Caribbean, West Africa and South East Asia, 1942-46. Fellow of Queens College, 1946-53...'

—Basta. —'That's enough', fue en inglés, la lengua en que hablábamos, otra cosa habría sido una descortesía hacia la señora Berry, me extrañaba un poco que no se retirara, solía hacerlo por lo regular, incluso en conversaciones más convencionales o no encaminadas hacia algún lugar, todavía ignoraba hacia cuál esta vez. Así que era eso lo que Wheeler me quería mostrar: 'Asignado al Cuerpo de Información en 1940' (hoy los malos traductores dirían 'Cuerpo de Inteligencia', da lo mismo, ambos serían el Servicio Secreto, el MI5 y el MI6, Military Intelligence significan las iniciales, para algunos una contradicción en los términos, el equivalente británico de las soviéticas GPU, OGPU, NKVD, MGD, KGB, infinitos sus nombres a lo largo del tiempo: el MI5 para el interior y el MI6 para el exterior, el primero atento a lo nacional y el segundo a lo internacional); 'Teniente Coronel Provisional en 1945; encargos especiales' (es decir, 'misiones') 'en el Caribe, el África Occidental y el Sudeste Asiático entre 1942 y 1946'. Eso era lo que acababa de leer—. El resto no nos concierne ahora, son mis méritos y publicaciones y empleos, bla bla bla —añadió.

—También Toby estuvo en el MI5, eso se contaba cuando yo enseñé aquí —dije—. Y bueno, la verdad es que en una ocasión él me lo confirmó.

—¿Te habló de eso? —preguntó Wheeler—. Es raro. Raro y hasta muy raro, debiste de ser de los pocos a los que habló. El estuvo más bien en el MI6, los dos estuvimos en él durante la Guerra, como casi toda la gente de Oxford y Cambridge, quiero decir los que teníamos suficiente formación y desenvoltura y sabíamos lenguas, y habríamos sido de utilidad mucho menor en los frentes, además, aunque alguno nos tocó pisar también. Que nos reclutaran o reclamaran el MI6 o el SOE pronto no tuvo nada de particular, es más, se empezaron a nutrir de nosotros para las tareas y puestos de responsabilidad. —Se percató de que yo no conocía estas últimas siglas y me las aclaró—: Special Operations Executive, funcionó durante la Guerra tan sólo, del 40 al 45. No, miento, fue desmantelado oficialmente en el 46. De verdad y del todo, bueno, supongo que nada de lo que existe se desmantela nunca del todo ni de verdad. Eran eso, ejecutores, y bastante brutos: el MI6 se dedicaba a la investigación y la información, bien, llámalo espionaje y premeditado engaño; el SOE al sabotaje, la subversión, los asesinatos, la destrucción, el terror.

—¿Asesinatos? —Me temo que ante esta palabra uno nunca sabe reprimirse y callar, aún menos que ante su compañera el terror.

—Sí, claro. Ellos acabaron con Heydrich, por ejemplo, el Protector del Reich en Bohemia y Moravia, una de sus mayores hazañas, qué ufanos estaban, el año 42. Fueron dos resistentes checos los que lanzaron granadas contra su automóvil y lo ametrallaron, pero la operación la había concebido y organizado el Coronel Spooner, uno de los jefes del SOE. Con escasa previsión, mal cálculo y regular ejecución, por cierto, quizá hayas oído hablar de ese episodio o lo hayas visto en películas, no sé si te ha interesado mucho la Segunda Guerra Mundial. Heydrich no recibió heridas mortales de necesidad; se creyó que salvaría la vida, y cada día de su convalecencia (resultó ser su agonía, bien) lo pagaban cien rehenes fusilados al anochecer. Tardó en morirse una semana, imagínate, y si de hecho murió fue, se dice, porque acabó por hacerle muy lento efecto el veneno que llevaban las balas. Bueno, eso según los alemanes: dijeron que habían sido impregnadas de toxina botulínica traída desde América por el SOE, no lo sé, puede que los médicos nazis metieran la pata, quisieran salvar el cuello y se inventaran eso. Pero si la historia es cierta y Frank Spooner mandó en efecto envenenar la munición, ya podrían haberla untado con algo más rápido y fulminante, ¿no?, quizá con curare, como los indios sus flechas y lanzas, ¿no? —Y Wheeler se rió un poco, sin alegría: por primera vez su risa me recordó a la de Rylands, que era breve y seca y un poco diabólica y no sonaba aspirada (ja, ja, ja), sino plosiva, con una t claramente alveolar, como es siempre la t en inglés: Ta, ta, ta, hacía. Ta, ta, ta—. Claro que habría dado lo mismo, la rapidez. Cuando Heydrich murió por fin, los nazis exterminaron a la entera población de Lidice, la aldea en que habían aterrizado con sus paracaídas los agentes del SOE que dirigieron el atentado in situ. No quedó un alma viva, pero eso no les bastó, así que redujeron el lugar a escombros, lo nivelaron, lo borraron del mapa, resultaba extraño su fuerte sentido espacial, una cosa malsana, su inquina a los sitios, como si creyeran en el genius loci, su odio espacial" —'Eso también lo tenía Franco', pensé; 'y por encima de todo odió a mi ciudad, Madrid, porque no lo quiso ni se le rindió hasta el final'—. Eran algo brutos los hombres del SOE, a menudo actuaban sin calibrar si las consecuencias compensaban o no la acción. Algunos soldados los detestaban, los despreciaban. Leí hace unos meses en un libro de Knightley que el Jefe de Bombardeos, Sir Arthur Harris, los tildaba de aficionados, ignorantes, irresponsables y mendaces. Otros dijeron cosas peores. Su efecto más beneficioso fue psicológico, en realidad, y eso no es desdeñable: saber de su existencia y de sus proezas (que eran más bien leyenda) elevaba la moral en los países ocupados, allí se les suponían poderes de los que carecían, y mucha más inteligencia e infalibilidad y astucia de las que jamás tuvieron. Fallaron mucho, ya lo creo. Pero la gente cree lo que necesita creer, eso lo sabemos, y todo tiene su tiempo para ser creído. ¿Dónde estábamos? ¿Por qué hablamos de esto?

—Me contaba de la gente de Oxford y Cambridge que ingresaba en el MI6 o en el SOE. —Basta con que a uno le mencionen y expliquen un nombre para pasar a emplearlo con casi familiaridad. Wheeler había dicho la misma frase que Tupra, 'todo tiene su tiempo para ser creído', pensé si sería un lema, conocido por ambos. Mientras Wheeler hablaba yo había ido echando vistazos al resto de su nota biográfica que ya no nos concernía: un hombre lleno de distinciones y honores, españoles, portugueses, británicos, norteamericanos, Comendador de la Orden de Isabel la Católica, de la del Infante Dom Henrique. Vi que entre sus escritos estaba este título de 1955: The English Intervention in Spain and Portugal in the Time of Edward III and Richard II. 'Lleva la vida entera estudiando las injerencias de su país en el extranjero', pensé, 'desde el siglo XIV, desde el Príncipe Negro, quizá le surgió el interés tras su paso por el MI6'—. Dijo que Toby perteneció al primero.

—Ah sí. Ah ya. Bueno, tú sabes de nuestro privilegio: se nos considera preparados, capacitados por principio para cualquier actividad, tenga o no relación con nuestros estudios o nuestras disciplinas. Y, bueno, esta Universidad lleva demasiados siglos interviniendo a través de sus vástagos en la gobernación de este país para que nos negásemos a colaborar cuando más se nos necesitaba. Tampoco se podía elegir entonces, no eran tiempos de paz. Aunque hubo quien lo hizo, hubo quien se negó. Y lo pagó, muy caro. Toda la vida. También quien fue agente doble y quien traicionó, habrás oído hablar de Philby, Burgess, Maclean y Blunt, su escándalo dosificado a lo largo de los años cincuenta y sesenta, y aun en los setenta, de Blunt nada se supo hasta el 79, cuando Mrs Thatcher decidió incumplir su pacto heredado y hacer público lo que él había confesado en secreto quince años antes, y así hundirlo bien, lo desposeyeron de todo, empezando ridículamente por su título de Sir. En fin, siendo tantos los enrolados, nada hay de extraño en que surgieran cuatro traidores de nuestras Universidades, por suerte fueron de la otra los cuatro, no de la nuestra, eso lleva medio siglo favoreciéndonos calladamente, un poco más. —'El rencor espacial, el castigo al lugar', pensé, 'también aquí'—. Bueno, cuatro: los Cuatro de la Fama del Círculo de los Cinco, pero ha habido muchísimos más. —No entendí a qué se refería: 'The Four of Fame from the Ring of Five', habían sido sus palabras en inglés. Pero esta vez mi ignorancia la disimulé hasta en el gesto, no deseaba que por ella tuviese que interrumpirse más. 'Ring podía ser 'anillo' también—. Yo entré, Toby entró, como tantos otros, no ha dejado de ser algo común, ni siquiera después de la Guerra, siempre han necesitado de todo y han ido a buscarlo a los mejores sitios, a los indicados. Y han necesitado siempre lingüistas, descifradores, gente que supiera idiomas: no creo que haya nadie de la SubFacultad de Eslavas aquí que no les haya prestado algún servicio alguna vez. No de campo, desde luego, ninguna misión, alguien de Eslavas estaba ya demasiado marcado por su profesión para serles útil allí, habría sido como enviar a un espía con un cartel en la frente que dijera 'Espía'. Pero sí los han requerido para traducir, hacer de intérpretes, descifrar, autentificar grabaciones y pulir acentos, realizar escuchas e interrogar, allí en Vauxhall Cross, o en Baker Street. Antes de la caída del Muro, claro está, ahora ya no los necesitan tanto, es el turno de los arabistas y los eruditos del Islam, éstos no se hacen aún verdadera idea de lo que les cae encima, no los dejarán en paz. —Me acordé entonces del cabezudo Rook, eterno traductor de Tolstoy y presunto e inverosímil amigo de Vladimir Nabokov, y de Dewar el Destapador, el Matarife, el Martillo y el Inquisidor (pobre Dewar aquejado de insomnio, y cuan injustos sus alias), que era hispanista pero leía a Pushkin en ruso, según descubrí, deleitándose con sus estancias yámbicas en alta o a media voz. Viejos conocidos de la ciudad de Oxford en la que había permanecido dos años pero siempre de paso, con casi todos había interrumpido el trato al regresar a Madrid. Cromer-Blake y Rylands muertos, con quienes había entablado mayor amistad. Clare Bayes de vuelta a su marido Edward Bayes, tal vez, o con un nuevo amante, en todo caso no quedaba hueco para mí como amigo, o para mí no había justificación, había sido secreta nuestra efusividad. Mantenía con Kavanagh un contacto esporádico, el jefe de mi SubFacultad, hombre divertido, gran hipocondriaco, quizá por eso escribía bajo aquel pseudónimo sus novelas de terror, dos formas distintas de adicción al pavor. Y Wheeler. Pero en realidad él era' ya posterior a mi estancia, más bien una herencia de Rylands y su sucesor, su sustituto o relevo en mi vida, me enteraba ahora de su carácter familiar, el de la herencia y la sucesión, quiero decir./Wheeler se quedó pensativo un momento (quizá se apiadaba de algún arabista conocido suyo, y de su inminente sino acosado por el MI6), y luego retrocedió a algo anterior, insistió—: Es muy raro que Toby te contara nada de eso. A él no le gustaba que se supiera, ni recordar. Como de hecho tampoco a mí, no creas ahora que voy a relatarte andanzas en el Caribe ni en el África Occidental ni en el Sudeste Asiático, según las imprecisas acusaciones del Who's Who. ¿Qué te dijo en aquella ocasión? ¿Te acuerdas de cómo fue?

Sí me acordaba, palabra por palabra casi, en ninguna otra ocasión Rylands me había hablado con tanta intensidad, tan entregado a su memoria y prescindiendo tanto de su voluntad. Era cierto: no le gustaba recordar en compañía, y no quería dejar saber.

—Hablábamos de la muerte —dije. 'Lo grave de que la muerte se acerque no es la propia muerte con lo que traiga o no traiga, sino que ya no se podrá fantasear con lo que ha de venir', había dicho Rylands sentado en una silla de su jardín junto al mismo río pausado que ahora veíamos, el río Cherwell de terrosas aguas, sólo que la casa de Rylands daba a un tramo más selvático, más feérico, y mucho menos sosegador. A veces aparecían cisnes, a los que él lanzaba trozos de pan.

—¿De la muerte? También eso es raro —comentó Wheeler—. Es raro que hablara Toby, y es raro que nadie hable, más aún si ya se cuenta con ella, por enfermedad o por edad. O por carácter, también. —'Wheeler ya cuenta', pensé, 'pero más por su inteligencia que por su edad.'

—Cromer-Blake estaba ya muy enfermo, nos temíamos lo que luego pasó. Hablar de eso, y del poco tiempo, llevó a Toby a hacer recapitulación. —'Yo he tenido lo que se llama comúnmente una vida plena, o así la considero yo', había dicho Rylands. 'No he tenido mujer ni hijos, pero creo haber tenido una vida de conocimiento, que era lo que me importaba. Nunca he dejado de saber más de lo que sabía antes, y es indiferente dónde quieras poner ese antes, aunque sea hoy, aunque sea mañana.'

—¿Y te contó entonces lo que había hecho, te contó de sus andanzas? —me preguntó Wheeler, creí notar un poco de aprensión en su voz, como si pudiera estarse refiriendo a algo más concreto que haber colaborado con el MI6, que en el fondo, en Oxford, era algo intrascendente, vulgar.

—Quiso explicarme que él había tenido una vida plena, que no se había limitado al estudio y al conocimiento y a la enseñanza, como podía parecer —contesté. 'Pero también he tenido una vida plena porque esta vida ha tenido acción, e imprevistos', había dicho Rylands—. Y fue entonces cuando me confirmó lo que yo había oído como rumor por ahí: que había sido espía, esa fue la palabra que usó. Y yo deduje que había pertenecido al MI5, no se me ocurrió pensar en el MI6, quizá porque éste nos suena menos a los españoles.

—Eso te dijo. —No hubo tono de interrogación—. Usó esa palabra, hmm —murmuró Wheeler, como hacía tanta gente en Oxford, y Rylands también—. Hmm. —Vi a Peter tan meditativo y curioso que me pareció egoísta y de mal amigo no ampliarle el contexto, que tan bien recordaba, y no citarle verbatim a su hermano menor—. Hmm —musitó otra vez.

—'Yo he sido espía', me dijo, 'como seguramente has oído y como lo han sido tantos de nosotros porque eso puede ser parte de nuestra tarea; pero no de oficina, como lo son ese Dewar de tu departamento y la mayoría, sino de campo'. —Noté en los ojos de Wheeler que acusaba la coincidencia con algunas de las expresiones que acababa él de emplear.

—¿Dijo algo más? —preguntó.

—Sí, dijo más: habló un rato seguido, casi como si yo no estuviera, y añadió algunas cosas. Por ejemplo dijo: 'Yo he estado en la India y en el Caribe y en Rusia, y he hecho cosas que ya no puedo contar a nadie porque resultarían ridículas y no se creerían, yo sé bien lo que se puede contar y lo que no se puede según los tiempos, porque he dedicado mi vida a saberlo en la literatura, y lo distingo'.

—Tenía razón Toby en eso, hay cosas que ya no pueden contarse aunque hayan pasado, o difícilmente. Los hechos de guerra suenan pueriles en los tiempos de relativa paz, y que algo haya ocurrido no es suficiente para admitir su relato, no basta con que sea cierto para resultar plausible. La verdad se vuelve inverosímil a veces con el paso del tiempo; se aleja, y entonces parece fábula, o ya no más la verdad. A mí mismo me parecen ficticios episodios que yo he vivido. Episodios importantes, pero de los que el tiempo que sigue comienza a dudar, quizá no tanto el propio, el de uno, cuanto las épocas, son las épocas nuevas las que rebajan lo anterior y lo que ellas no vieron, no sé, casi como si le tuvieran celos. A menudo el presente infantiliza el pasado, tiende a convertirlo en fantasioso y pueril, y así nos lo deja inservible, nos lo estropea. —Hizo una pausa, asintió con la cabeza al cigarrillo que dubitativamente me había llevado a los labios tras beberme el café (no sabía si podía molestarlos el humo a aquellas horas). Miró por la ventana hacia el río, hacia su tramo de río más civilizado y armónico que el de Toby Rylands. Había perdido momentáneamente toda prisa y toda impaciencia, suele ocurrir eso cuando se rememora a los muertos—. Quién sabe si no morimos por eso, en parte: porque se nos anula del todo lo que hemos vivido, y entonces caducan hasta nuestros recuerdos. Caducan las vivencias primero. Y luego también nuestros recuerdos.

—También todo tiene su tiempo para no ser creído, es eso, ¿verdad?

Wheeler sonrió vagamente, como a su pesar. No le pasó inadvertida mi inversión de su frase de hacía poco, del lema posible que compartía con Tupra, si es que era un lema y no una coincidencia de sus pensamientos, una afinidad más entre ambos.

—Pero aun así te contó —murmuró entonces Wheeler, y más que aprensión creí notar ahora fatalidad o vencimiento o resignación en su voz, es decir, rendición.

—No se crea, Peter. Contó y no contó. Aunque se abstrajera a veces, él nunca perdía del todo su voluntad, creo yo, ni decía más de lo que tenía conciencia de querer decir. Aunque fuera una conciencia remota o recóndita, o amortiguada. Exactamente igual que usted.

—¿Qué más contó y no contó, así pues? —Dejó de lado mi última observación, o se la guardó para más adelante.

—En realidad no contó, sólo dijo. Dijo: 'Nada de esto debe ya ser contado, pero yo he corrido riesgos mortales y he delatado a hombres contra los que no tenía nada personalmente. Yo he salvado vidas y a otra gente la he enviado al paredón o a la horca. Yo he vivido en África, en lugares inverosímiles y en otras épocas, y he visto matarse a la persona que amaba'.

—¿Eso dijo, 'he visto matarse...'? —No repitió entera la frase. Era grande la sorpresa de Wheeler, o era irritación acaso—. ¿Y eso fue todo? ¿Dijo quién, cómo fue?

—No. Recuerdo que se paró en seco entonces, como si su voluntad o su conciencia le hubieran dado a su memoria un aviso, para que no se extralimitara; luego añadió: 'Y asistí a combates', me acuerdo bien. Después siguió hablando, pero de su presente. Ya no dijo más de su pasado, o sólo en términos muy generales. Aún más generales.

—¿Puedo saber qué términos fueron esos? —La pregunta de Wheeler no sonó autoritaria, sino más bien tímida, como si me pidiese permiso; fue casi un ruego.

—Cómo no, Peter —le contesté, y en verdad no hubo reserva ni insinceridad en mi tono—. Dijo que su cabeza estaba llena de recuerdos nítidos y fulgurantes, espantosos y exaltadores, y que quien pudiera verlos en su conjunto como él los veía pensaría que eran suficiente para no querer más, para que la sola rememoración de tantos hechos y tantas personas emocionantes llenara los días de la vejez más intensamente que el presente de tantos otros. —Me detuve un instante, para darle tiempo a escuchar las palabras interiormente—. Con bastante aproximación, esos fueron sus términos o eso vino a decir. Y añadió que no era así, sin embargo. Que no era así, en su caso. Dijo que seguía queriendo más. Dijo que aún lo quería todo.

Ahora Wheeler pareció a la vez aliviado y entristecido e inquieto, o tal vez no era una cosa ni la otra ni otra, sino conmovido. Seguramente en su caso tampoco era así, por muchos recuerdos fulgurantes y nítidos que conservara. Seguramente nada llenaba bastante los días de su vejez, pese a sus maquinaciones y esfuerzos.

—Y tú le creíste todo eso —dijo.

—No tenía por qué no —contesté—. Y además habló con verdad, eso lo sabe uno a veces sin asomo de duda, que alguien habla con verdad. No son muchas, eso es cierto —añadí—. En las que no quepa ni la menor duda.

—¿Recuerdas cuándo fue eso, aquella conversación?

—Sí, era Hilary de mi segundo curso aquí, hacia finales de marzo.

—Eso es un par de años antes de su muerte, ¿verdad?

—Más o menos, quizá algo más. Puede que por entonces ni siquiera nos hubiera presentado aún, a usted y a mí. Usted y yo debimos de coincidir por primera vez ya en Trinity de aquel año, poco antes de mi regreso definitivo a Madrid.

—Teníamos ya edad, Toby y yo, muy eméritos los dos. Nunca creí que yo fuera a tener tanta más, no sé cómo la habría él llevado, toda esa que se me ha añadido, y a él no. Probablemente mal, peor que yo. Era más quejoso porque también era más optimista, y por lo tanto más pasivo, ¿no le parece, Estelle?

Me sorprendió que de pronto llamara a la señora Berry por su nombre de pila, nunca se lo había oído, y no eran pocas las veces en que él había estado solo conmigo y aun así se había dirigido a ella siempre como 'Mrs Berry'. Pensé si la índole de la conversación no tendría algo que ver. Como si con ella me estuvieran abriendo una puerta o varias (no sabía aún cuál ni cuántas), entre ellas la de su cotidianidad sin testigos. Ella siempre lo llamaba 'Professor', que no significa 'profesor' en Oxford, sino más bien catedrático o jefe de departamento, luego hay tan sólo un Professor en cada SubFacultad, y los demás son meros dons. Y esta vez la señora Berry le correspondió y le dijo asimismo 'Peter' a secas. Así debían de llamarse cuando estuvieran a solas, Peter' y Estelle, pensé. Imposible saber si se tuteaban, en cambio, ya que en el actual inglés no hay distinción alguna entre el 'tú' y el 'usted', only 'you'.

—Sí, Peter, tiene razón. —Decidí imaginar que habrían conservado el 'usted', de haberse hablado en español, como yo se lo conservaba mentalmente a Wheeler cuando me dirigía a él en su lengua—. Él confiaba en que las personas vinieran y las cosas llegaran por sí solas, así que se decepcionaba más. No sé si era más optimista o más orgulloso. Pero no iba por ellas. No iba a buscarlas como usted. —Él tono calmado y discreto de la señora Berry fue sin embargo el habitual, no percibí la menor variación.

—No son características excluyentes, Estelle, el orgullo y el optimismo —le respondió un Wheeler levemente profesoral—. Fue él quien me habló de ti —dijo a continuación mirándome, y en él sí hubo un claro cambio de tono respecto a los últimos que había empleado: se le había disipado la bruma (la aprensión o la irritación posible o la fatalidad), como si tras unos momentos de alarma lo hubiera tranquilizado comprobar que yo no sabía demasiado de Rylands pese a sus confidencias improvisadas de aquel día de Hilary de mi segundo año en Oxford. Que su rememoración no había traicionado del todo a su voluntad en mi presencia, y quizá en la de nadie nunca, así pues. Que yo sabía de su pasada condición de espía y de algunos imprecisos hechos sin fecha ni lugar ni nombres, pero nada más. Volvió a sentirse con dominio de la situación tras su breve desequilibrio, se lo noté en los ojos, se lo noté en el dejo algo didáctico de la voz. Sin duda lo desazonaba descubrir que no poseía todos los datos, si había creído que sí, y ahora dio por sentado que de nuevo contaba con todos, con los que le hacían falta o le proporcionaban holgura y comodidad. A la luz de la mañana algo avanzada se le veían muy transparentes los ojos, no tan minerales como solían sino mucho más líquidos, como eran los de Toby Rylands o su derecho al menos, el que tomaba el color del jerez o el color del aceite según lo iluminara el sol, y predominaba y asimilaba al otro cuando se los contemplaba a distancia: o quizá es que uno se atreve a encontrar más parecidos entre las personas cuando se sabe apoyado por la consanguinidad de éstas. Wheeler no me había explicado todavía nada de aquel parentesco ignorado hasta entonces, pero apenas si me había costado aplicarle esa corrección a mi pensamiento y no verlos ya más como amigos, sino como hermanos. O como hermanos además de amigos, esto en todo caso debían de haberlo sido. Los ojos de Wheeler me parecieron ahora casi dos gotas gruesas de vino rosado—. Fue Toby quien me adelantó que tú podías ser como nosotros, tal vez —añadió.

—¿En qué sentido como nosotros? ¿Qué quiere decir? ¿Qué quiso decir?

Wheeler no me contestó directamente. La verdad es que lo hacía muy rara vez.

—Ya no queda apenas gente así, Jacobo. Nunca hubo mucha, más bien poquísima, de ahí lo reducido que siempre fue el grupo, y lo disperso. Pero en estos tiempos la escasez es absoluta, no es tópico ni exageración decir que estamos en vías de galopante extinción. Nuestros tiempos se han hecho ñoños, melindrosos, en verdad mojigatos. Nadie quiere ver nada de lo que hay que ver, ni se atreve a mirar, todavía menos a lanzar o arriesgar una apuesta, a precaverse, a prever, a juzgar, no digamos a prejuzgar, que es ofensa capital, oh, es de lesa humanidad, atenta contra la dignidad: del prejuzgado, del prejuzgador, de quién no. Nadie osa ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto. Nadie quiere saber; y a saber de antemano, bueno, a eso se le tiene horror, horror biográfico y horror moral. Se requieren para todo demostraciones y pruebas; el beneficio de la duda, lo que así se ha llamado, lo ha invadido todo, sin dejarse una sola esfera por colonizar, y ha acabado por paralizarnos, por hacernos formalmente ecuánimes y escrupulosos e ingenuos, y en la práctica idiotas, completos necios. —Esta última palabra la dijo así, en español, sin duda porque en inglés no existe ninguna que se le asemeje fonética ni etimológicamente: 'utter necios', le salió al mezclar—. Necios en sentido estricto, en el sentido latino de nescius, el que no sabe, el que carece de ciencia, o como dice vuestro diccionario, ¿conoces la definición que da? 'Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber', te das cuenta: lo que podía o debía saber, es decir, el que ignora a conciencia y con voluntad de ignorar, el que rehúye enterarse y abomina de aprender. El satisfecho insipiente. —Y tanto para la cita como para este adjetivo último recurrió también al español: siempre se recuerdan términos de las lenguas ajenas que sus hablantes ya no usan ni casi conocen—. Y es así, para necia, como se educa a la gente desde la niñez, en nuestros países tan pusilánimes. No es una evolución ni una degeneración naturales, no es casual, sino algo procurado, deliberado, institucional. Todo un programa para la formación de conciencias, o para su anulación (para la anulación del carácter, ça va sans dire!). Hoy se detesta la certidumbre: eso empezó como moda, quedaba bien ir contra ellas, los simples las metieron en el mismo saco que a los dogmas y las doctrinas, los muy ramplones (y hubo entre ellos intelectuales), como si todo fueran sinónimos. Pero la cosa ha hecho fortuna, ha arraigado, y hasta qué punto. Hoy se aborrece lo definitivo y seguro, y en consecuencia lo ya fijado en el tiempo; y es en parte por eso por lo que también se detesta el pasado, a menos que se logre contaminarlo con nuestra vacilación, o que pueda contagiárselo de la indefinición del presente, ya se intenta sin cesar. Hoy no se tolera saber que algo ha sido; que haya sido ya y haya sido así, como fue, a ciencia cierta. En realidad no se tolera no ya saberlo, sino su mero haber sido. Sin más, sólo eso: que haya sido. Sin nuestra intervención, sin nuestra ponderación, cómo decir, sin nuestra indecisión infinita ni nuestra escrupulosa aquiescencia. Sin nuestra tan querida incertidumbre como imparcial testigo. Esta época es tan soberbia, Jacobo, como no ha habido otra desde que yo estoy en el mundo (ríete tú de Hitler), y se me hace difícil creer que la pudiera haber antes. Ten en cuenta que cada día que me levanto he de hacer un notable esfuerzo, y recurrir a la ayuda de amigos más jóvenes como tú mismo, para olvidarme de que guardo memoria directa de la Primera Guerra Mundial, o como la llamáis vosotros para mis mayores escozor y escarnio, de la Guerra del 14. Ten en cuenta que una de las primeras palabras que yo aprendí o retuve, a fuerza de oírla, fue 'Gallípoli', parece increíble que ya viviera cuando ocurrió aquella matanza. Tan soberbia es la época que en ella se da un fenómeno que yo imagino sin precedentes: el rencor que hacia el pasado siente el presente hacia lo que osó suceder sin nosotros aquí, sin nuestra cauta opinión ni nuestro dubitativo consentimiento, y lo que todavía es peor, sin nuestro provecho. Lo más extraordinario es que ese resentimiento no obedece, en apariencia al menos, a la envidia de esplendores pretéritos que se fueron sin incluirnos, a la aversión por una excelencia de la que tuviéramos percepción y a la que no contribuimos, que no probamos y nos perdimos, que nos desdeñó y no presenciamos, porque la jactancia de nuestro tiempo es de tal calibre que no puede admitir la idea, ni siquiera la sombra o la niebla o el vaho de ninguna superioridad antigua. No, es tan sólo el rencor hacia lo que no ha podido abarcarse y nada nos debe hacia lo que ya concluyó y por tanto se nos escapa. Escapa a nuestro control y a nuestras maniobras y decisiones, por mucho que los gobernantes vayan hoy pidiendo perdón por las tropelías de sus antecesores, y hasta viendo de repararlas con ofensivos dineros a los descendientes de los dañados, y por mucho que esos descendientes se los embolsen de grado y aun los reclamen, a su vez unos aprovechados, unos caraduras. No se ha visto estupidez mayor ni mayor farsa, por ambas partes: cinismo en los que dan, cinismo en los que reciben. Y un acto más de soberbia: ¿cómo se arrogan un Papa, un Rey o un Primer Ministro el derecho a atribuir a su Iglesia, a su Corona o a su país, a los de su tiempo, las culpas de sus predecesores, las que éstos nunca vieron así ni reconocieron hace siglos? ¿Quiénes se creen que son nuestros representantes, nuestros gobiernos, para pedir perdón en nombre de quienes fueron libres de hacer e hicieron, y ya están muertos? ¿Quiénes son para enmendarlos, para contradecir a los muertos? Si fuera sólo simbólico, sería una memez, nada más, engolamiento y propaganda. Pero no hay simbolismo posible si además hay 'compensaciones', grotescamente retrospectivas y nada menos que monetarias. Cada persona es cada persona y no se prolonga en sus remotos vástagos, ni siquiera en los inmediatos, que a menudo son infieles; y de nada sirven estas transacciones gestos a quienes fueron damnificados, a quienes se persiguió y torturó, se esclavizó y asesinó de veras en su única y verdadera vida: esos están bien perdidos en la noche de los tiempos y en la de las infamias, que sin duda no será menos larga. Ofrecer o aceptar disculpas ahora, vicariamente, exigirlas o presentarlas por el mal infligido a unas víctimas que nos son ya informes y abstractas, es una burla, y no otra cosa, de sus carnes chamuscadas concretas y sus cabezas segadas, de sus pechos agujereados concretos, de sus huesos partidos y sus gargantas cortadas. De sus concretos y desconocidos nombres de los que fueron privados o a los que renunciaron. Una burla del pasado. No se lo soporta, no, el pasado; no soportamos no poder remediarlo, no haberlo podido conducir, dirigir; ni evitarlo. Así que se lo tergiversa o se lo truca o altera si resulta posible, se lo falsea, o bien se hace de él liturgia, ceremonia, emblema y al final espectáculo, o simplemente se lo mueve y remueve para que parezca que intervenimos a pesar de todo y aunque esté ya bien fijado, de eso hacemos caso omiso. Y si no lo es, si no es posible, se lo borra entonces, se lo suprime, se lo destierra o expulsa, o se lo sepulta. Eso se consigue, Jacobo, lo uno o lo otro se logra demasiadas veces porque el pasado no se defiende, no está en su mano. Y así hoy nadie quiere enterarse de lo que ve ni de lo que pasa ni de lo que en el fondo sabe, de lo que ya se intuye que será inestable y movible o será incluso nada, o en un sentido no habrá sido. Nadie está dispuesto por tanto a saber con certeza nada, porque las certezas se han abolido, como si estuvieran apestadas. Y así nos va, y así va el mundo.

La mirada de Wheeler se había adensado e iluminado mientras hablaba, sus ojos me parecieron gotas de moscatel ahora. No era sólo que le gustara perorar, como a cualquier antiguo conferenciante o docente. Era también que la índole de aquellas reflexiones suyas lo encendía por dentro y un poco por fuera, como si la cabeza ardiente de una cerilla le chisporroteara en cada pupila. Él mismo se dio cuenta, cuando se detuvo, de que estaba agitado, y por eso no tuve reparo en enfriarlo con mi respuesta, o en decepcionarlo, la expresión inquieta de la señora Berry —entre los dos escindida— me recordó que mucha excitación dialéctica lo perjudicaba.

—Usted me perdonará, Peter, pero lamento confesarle que no entiendo del todo lo que me está diciendo —le contesté, aprovechando su pausa (que en principio quizá era sólo para tomar aliento) —. No he descansado mucho y debo de estar muy torpe, pero la verdad es que no sé bien de qué me habla.

—Dame un cigarrillo —dijo. No solía fumarlos. Le alcancé mi paquete. Cogió uno, se lo alumbré, lo sostuvo entre los dedos con poca mafia, dio dos caladas y en seguida lo vi apaciguarse, para eso sirve el tabaco a veces, digan los médicos lo que quieran—. Ya sé, ya sé. Parece que divago, pero no estoy divagando, no en realidad, Jacobo. He estado hablándote de lo que estamos hablando, no me retires la atención, no te equivoques. No he olvidado lo que me has preguntado. Qué he querido decir, y a qué se refería Toby cuando me avisó de que tú podías ser como nosotros, es eso, ¿no?

—Eso es, exacto. ¿Y qué fue lo que quiso decir? Aún no me lo ha explicado.

—Sí te lo estoy explicando. Pero espera. —La ceniza empezó ya a crecerle. Le arrimé el cenicero, pero aún no hizo caso—. Aunque estuvimos separados durante bastantes años y sin saber uno del otro, conocía bien a Toby, y en algunas cuestiones me fiaba mucho de su criterio (no en todas, desde luego, poca confianza tenía en sus juicios literarios). Pero lo conocía más o menos, tanto al niño que ya estaba también en el mundo cuando mandaron a nuestros mayores al matadero en Gallípoli con los australianos..., todos como cochinos, algunos con sus bayonetas tan sólo, sin balas..., cuanto al jubilado colega universitario y vecino del río de sus últimos años; vecinos cuando yo venía, claro. Cuando coincidíamos. —Hizo un breve inciso rememorativo e histórico, tal vez el que había aplazado para acabar su anterior frase; hizo, así, otra pausa—: ('Anzac', los llamaron, no sé si lo sabes: un acrónimo de Australian and New Zealand Army Corps; y los Anzacs, así en plural, fue el nombre hoy glorioso de aquellos inútiles sacrificados nuestros, los de Chunuk Bair, los de Suvla... Tantos ha habido en mi tiempo, y tantos por eso, por no ver lo que estaba a la vista y no saber lo que era sabido, tantos en el transcurso de una sola vida. La mía es larga, de acuerdo, pero es sólo una. Da miedo pensar en los sacrificados que ha habido y que seguirá habiendo por eso, por no atreverse y no querer... Cuánto desperdicio.) Llevamos vidas sorprendentemente paralelas, Toby y yo, para habernos despedido el uno del otro en la preadolescencia, y haberse él mudado de país y de continente. Quiero decir en nuestras carreras, en lo accesorio, fue gracioso que obtuviéramos sendas cátedras en la misma Universidad inglesa (y no cualquiera) al cabo del tiempo. No fue tan casual, en cambio, que ambos formáramos parte del grupo, yo lo recluté a él, supongo. La historia de nuestros apellidos es trivial, te lo he advertido, no gran misterio. Nuestros padres se divorciaron cuando teníamos unos ocho y nueve años respectivamente, hacia 1922 o por ahí, él un año menor, ya te he dicho. Nos quedamos con mi madre, entre otras razones porque nuestro padre corrió a apartarse, yo creo que no quiso ver cómo mi madre iba a acercarse a otro hombre más pronto o más tarde, él estaba seguro (aunque eso lo creo ahora; bueno, y desde hace tiempo). Se trasladó a Sudáfrica, y pareció no echarnos demasiado en falta. Tanto lo pareció, y durante años eternos, que lo tomé por indudable y cierto, y el rencor se me hizo fácil. Nuestro abuelo materno, nuestro abuelo Wheeler, decidió hacerse cargo de sus dos nietos, económicamente hablando. Y como sólo tenía esos, apellidados Rylands como era lógico, mi madre, nada experta sin duda en la psicología de los preadolescentes, cambió su nombre y el nuestro, es decir, recuperó el suyo de soltera y también nos lo colocó a nosotros: una forma de perpetuar al abuelo, imagino, nominalmente; quién sabe si él no la impuso. La cosa se hizo oficial a todos los efectos en 1929, mediante escritura legal —'by deed poll', fue la expresión inglesa, la había visto en el Who's Who—, pero ya veníamos utilizando ese apellido Wheeler desde poco después del divorcio. Así estábamos inscritos en el colegio, y así se nos conocía ya en Christchurch, donde nacimos. La medida de la pobre Rita, mi madre, fue una probable muestra de gratitud o una compensación al abuelo, su padre, y una más probable y pueril represalia contra el nuestro, su ex-marido Hugh. Casi de un día a otro pasamos de sentirnos Peter y Toby Rylands a ser los hermanos Wheeler, sin padre y sin patronímico sensu stricto. Pero así como yo no protesté por ello (luego me he dado cuenta de la turbación, de los desarreglos, cómo decir: de que el rótulo de una identidad no se cambia impunemente), Toby se rebeló desde el primer momento. Seguía contestando 'Toby Rylands' cuando le preguntaban su nombre y así seguía firmando en el colegio, hasta en los exámenes. Y al cabo de dos o tres años de forcejeos y de infelicidad evidente, no sé, a los once, expresó su estridente deseo no sólo de conservar su apellido de siempre, sino de irse a vivir con su padre. Le tuvo más afecto que yo, más admiración, más camaradería y más dependencia; era más sentimental, a la media o a la larga no debió de tolerar perdernos a mí y a mi madre, aunque jamás me lo dijo, en efecto era orgulloso; pero a su padre lo echó más de menos, inmensamente; y el rencor que yo desarrollé en contra de él, a Toby fue creciéndole contra nuestra madre. Por asimilación o por intuición, también contra nuestro abuelo Wheeler, al que nunca consiguió no ver como a un suplantador o rival de su padre, quizá el abuelo no era tan paternal con su hija. Y yo no me salvé tampoco, ningún Wheeler. El disgusto y la hostilidad de Toby se hicieron tan insoportables, para él y para nosotros, que al final mí "madre accedió a su traslado, en el caso de que nuestro padre estuviera dispuesto a llevárselo y cargar con él, lo cual parecía improbable. Que mi padre lo aceptara contra todo pronóstico (o contra el mío, un desideratum más que otra cosa, he comprendido más tarde) contribuyó no poco a que quisiera eliminarlo a él de mi conciencia enteramente, como si nunca hubiera existido, y asimismo, por asimilación y por despecho, a que casi lograra suprimir a mi hermano de mis recuerdos, que lo había preferido a él y se había marchado. Bueno, ya sabes, nos ocurre siempre, en la edad adulta y aun en la vejez, te lo aseguro: pero en la infancia es aún más acusada la sensación de abandono y desdicha y de traición: es eso: de deserción sufrida) para el que permanece quieto, allí donde estaba, mientras otros se largan y desaparecen. También cuando los otros se mueren, la impresión no es muy distinta, para mí al menos, algo de rencor guardo a mis muertos. Él se fue a Sudáfrica y yo me quedé en Nueva Zelanda. No es que aquello fuera mejor, Sudáfrica, ninguna razón objetiva para creerlo, pero para mí se convirtió entonces en un lugar infinitamente más atractivo, y pronto empecé a impacientarme, a desear que me llegara la edad universitaria que me haría salir del país, tal vez, en mi percepción, ensombrecido y menguado por las ausencias, y venir aquí. Lo hice por fin a los dieciséis años, metido en un barco tan lento que pareció no ir a arribar a destino, llamándome ya Wheeler oficialmente. Yo no lo recuerdo ni tampoco lo creo cierto, porque alguna clase de posterior agravio he sentido respecto a mi cambio de nombre, el cambio defacto más que el de iure, pero decía mi madre que la escritura legal se tramitó por mi conveniencia, si es que no por complacerme. Es verdad que en los años veinte y aun en los treinta todo era más fácil y natural, y en muchos aspectos se era más libre que ahora: ni el Estado ni la justicia regulaban ni intervenían tanto, dejaban respirar y moverse, eso está hoy acabado, nuestra obsesión tutelar no existía, ni se habría consentido. Así que es posible que al cabo del tiempo mi nombre hubiera sido Wheeler de todas formas y a cualquier efecto sin necesidad de papeleos, sancionado por el uso y por la costumbre, del mismo modo que Toby pudo irse con su padre tras el mero acuerdo de los progenitores y el visto bueno de mi madre, sin que ninguna autoridad ni juez, que yo sepa, se entrometieran en cuestión tan privada. Fuera como fuese, fue entonces cuando pasé a llamarme Wheeler también legalmente, y de muy buen grado. No hace falta decir que la escritura me afectó a mí nada más, y no a Toby (sólo habría faltado), de quien hacía ya cuatro años que apenas sabía. No mantuvo contacto directo, o bueno, ni él ni yo lo procuramos. De tarde en tarde tenía alguna vaga noticia suya a través de mi madre, a quien a su vez llegaban sobre todo, me temo, a través de nuestro padre. Y él tendría algunas mías por el mismo conducto a la inversa. Vagas, siempre vagas. Así que yo nací 'Peter Rylands' y lo fui hasta los nueve o diez años, si es que no hasta los dieciséis in partibus. Pero no te creas, él también fue 'Toby Wheeler' durante un periodo, bien que a su pesar, desde luego: no sabes cómo se mortificaba con eso en nuestro colegio de Christchurch, por ejemplo cuando pasaban lista. No suele ocurrir con el que al nacer le dan a uno, pero de Toby puede decirse en justicia que, además de recibirlo, conquistó o se ganó su nombre. —Wheeler cambió de expresión un instante, y ya supuse, al ver la nueva, que ahora venía alguna observación irónica o humorística—. Y eso que con el de pila nunca estuvo muy conforme, el mismo que el de nuestro abuelo Wheeler, le tocó a él, mala suerte. De haber sido ese el sometido a cambio, lo habría aceptado con gusto, estoy seguro. Y a lo mejor habríamos seguido juntos entonces, quién sabe. Decía que le recordaba al pesadísimo caballero de Noche de Reyes, Sir Toby Belch —en realidad dijo 'Twelfth Night', no iba a llamar él de otro modo a esa obra de Shakespeare—, sabes lo que significa 'belch', ¿verdad? Luego, ya de adulto, se reconcilió con el nombre un poco, cuando leyó Tristram Shandy, gracias al personaje del Tío Toby. —Y Wheeler pareció dar por terminadas aquí sus explicaciones sobre Wheeler y Rylands, porque añadió a manera de cierre—: Ya ves. Te lo he dicho. Una historia trivial. Un divorcio. El apego a un nombre. A una madre. A un padre. Una segregación. La aversión a otro nombre. A una madre. Y a un abuelo. A un padre. —Estaba mezclando las dos subjetividades, la suya y la de su hermano—. No gran misterio. —Tuve entonces la impresión, por la lentitud con que las fue soltando, de que esperaba una refutación mía a esas palabras, ahora que me había relatado la historia; pero si fue así, no la obtuvo. Él debía saber que no era trivial en modo alguno (aquella separación de los bandos tan drástica; Rylands diciéndome en su día 'cuando salí de África por primera vez', como si allí hubiera nacido y negando sin más, por tanto, sus diez u once iniciales años en Nueva Zelanda, en otro continente aunque fueran islas), y que en ella sí había misterio, por mucha naturalidad que hubiera puesto al contarla. Y la debía de haber contado tan sólo en parte: no había contado el misterio mismo, sino la parte que lo bordeaba, o que como una flecha lo señalaba.

—¿Y luego? —le pregunté— ¿Cuándo volvieron a encontrarse?

—Ya en Inglaterra, mucho más tarde. Para entonces yo era ya Wheeler de veras y él era Rylands. Creo que ya era el que soy, si soy el que creo ser. Yo lo busqué, no nos encontramos. No exactamente. Pero esa es otra historia.

—Seguro que lo es —respondí, acaso un poco impacientado sin querer estarlo: el escaso sueño me pasaba factura en algunos momentos, y lo que a uno lo atañe tiene mala espera, aunque sea sólo un comentario—. E imagino que en algún punto de ella se esconderá la respuesta a mi ya vieja y por usted provocada pregunta: en qué podía ser yo como ustedes dos, según Toby. No irá a decirme que era por mi variable nombre de pila, ya sabe: usted y otros me llaman Jacobo, pero Luisa y muchos más me dicen Jaime, y hasta los hay que me conocen por Diego o Yago. Por no hablar de Jack, aquí en Inglaterra. No es nada infrecuente.

Wheeler notó mi leve impaciencia, esas cosas no se le escapaban. Vi que lo divertía, en absoluto lo azoraba, ni lo apremiaba.

—Yo lo llamo Jack, por ejemplo —dijo tímidamente la señora Berry—. Espero que eso no lo incomode..., Jack. —Y esta vez dudó al pronunciar el nombre.

—En modo alguno, Mrs Berry.

—¿Y por cuál te conoces tú a ti mismo? —aprovechó Wheeler para preguntarme.

No lo tuve que pensar ni un segundo.

—Por Jacques. Es así como me lo aprendí, y lo hice mío de niño. Aunque así no me haya llamado casi más que mi madre. Ni siquiera me lo concede mi padre.

—Ahí lo tienes —dijo Wheeler en tono absurdamente demostrativo. 'Thereyou are', fue su expresión, que no se me ocurre traducir aquí de otra forma—. Pero no, Toby no se refería a eso, ni yo tampoco —añadió en seguida—. Él me había hablado bastante de ti, antes de que tú y yo nos conociéramos. De hecho, en parte, llegamos a conocernos por eso, él despertó mi curiosidad. Que tú podías ser como nosotros acaso... Eso me lo había adelantado, y me lo confirmó después en alguna ocasión en que surgió hablar del viejo grupo. Pero claro, tú ya no vivías aquí por entonces, ni podía pensarse que fueras a regresar algún día para quedarte. Descuida, no quiero decir que ahora te vayas a quedar para siempre, estoy seguro de que volverás a Madrid más pronto o más tarde, los españoles no aguantáis alejados de vuestro país demasiado tiempo; aunque seas madrileño, sois los menos añorantes. Pero has regresado para quedarte indefinidamente en principio, valga la contradicción relativa, y eso ya es mucho regreso. Así que lo que Toby opinaba adquiere de pronto postumamente, cómo decirlo, un suplemento de interés práctico. Sobre todo porque yo también lo opino (al fin y al cabo él ya no tiene influencia, ni ya pueden apretarlo), tras haberte frecuentado bastante desde su muerte. Intermitentemente, desde luego, pero van siendo muchos años. En sus juicios literarios no confiaba gran cosa, ya te he dicho. Pero sí en cambio en los personales, en sus juicios sobre las personas, en su interpretación y anticipación, las veía, o como decís vosotros, las calaba. —Y estas últimas dos palabras las dijo en mi lengua—. En eso rara vez se equivocaba, era poco menos que infalible. Casi tanto como yo —Rió un segundo estudiadamente, para anular o rebajar la inmodestia—. Posiblemente más que nuestro amigo Tupra, que es muy bueno, o que esa chica que tiene tan competente, supongo, a vosotros os ha tocado una época que no pone tanto a prueba: también española, esa chica, o sólo a medias, me ha hablado varias veces de ella pero nunca consigo recordar su nombre, dice que será con el tiempo la mejor del grupo, si se las apaña para retenerla lo suficiente, esa es una de las dificultades, la mayoría se cansa y lo deja pronto. Toby era casi tan infalible como tú debes de serlo, en tu época de menor exigencia. Bueno, según él. Él creía que lo serías más que él mismo, que podrías superarlo en cuanto tomarás conciencia primero, y te desprendieras luego de ella, ó te la aplazaras al menos, como hicimos los que la teníamos, los que la tenemos, conciencia. Indefinidamente en principio, valga también esa contradicción relativa para el aplazamiento de las conciencias. Pero la verdad, no sé yo si llegarías a tanto.

—¿De qué grupo habla, Peter? Lo ha mencionado ya varias veces. —Intenté cambiar de pregunta. Pero ya no sentía impaciencia, había sido refleja, un instante. Y si a él le había entrado antes prisa, era seguro que se había debido sólo a mi tardanza en bajar despierto, con la que no había contado, los incumplimientos de sus horarios y planes mentales lo alteraban y fastidiaban. Pero ahora que me tenía delante, disfrutaba intrigándome, y con mi expectativa: no iba a arruinar su representación prevista, quizá soñada, acelerándola. Como era de esperar, no me contestó a la pregunta nueva, sino por fin a la antigua. Claro que con medias palabras tan sólo, o a lo sumo con tres cuartos. Enteras, ya lo he dicho, no debía de conocerlas. No debían de existir siquiera.

—Toby me dijo que siempre admiraba, a la vez que temía, el don especial que tenías para captar los rasgos característicos y aun esenciales, tanto exteriores como interiores, de tus amigos y conocidos, a menudo inadvertidos, ignorados por ellos mismos. O incluso de gente que sólo habías visto de refilón o de paso, en una asamblea o en una high table, o con la que te habías cruzado en un par de ocasiones por los pasillos o las escaleras de la Tayloriana sin intercambiar palabra. Creo que además le escribiste una vez, al poco de irte, unas breves semblanzas de algunos colegas nuestros, para su diversión, ¿no es cierto?

Aquello me sonó vagamente. Hacía tanto tiempo que se me había borrado cualquier vestigio. Uno olvida mucho más lo que escribe que lo que lee, si le va dirigido; lo que envía que lo que recibe, lo que dice que lo que escucha, cuando agravia que cuando es ofendido. Y aunque uno crea que no, va borrando más de prisa lo habido con los que ya están muertos. Unas pequeñas viñetas, tal vez, unas pocas líneas, sí, sobre mis colegas de la época en Oxford, los de la SubFacultad de Español, que Rylands, Professor de Literatura Inglesa recién retirado entonces, conocía bien, aunque no tanto como el propio Wheeler, jefe directo de la mayoría de ellos durante años y hasta su jubilación, sobre todo de los que ya eran veteranos en aquel tiempo. Me dio repentina vergüenza retrospectiva, iba haciendo memoria difusa: quizá habían sido unas semblanzas festivas, afectuosas pero una pizca maliciosas o irónicas. Por eso debí de negarlo, en primera instancia.

—No recuerdo yo eso —dije—. No, no creo haberle escrito ninguna semblanza de nadie. Puede que de viva voz, eso puede. Hablábamos mucho de todo, de todos.

—¿Me pasa la carpeta, por favor, Estelle? —le pidió Wheeler a la señora Berry, y ésta sacó una y se la alcanzó al instante, como si fuera el instrumental de un médico que su enfermera le tiene listo. Debía de haberla guardado todo aquel rato sobre su regazo, como un tesoro. Wheeler se la echó bajo el brazo o más bien bajo la axila. Se levantó a continuación y me dijo—: Salgamos al jardín un poco, caminemos por el césped. Me conviene el ejercicio y Mrs Berry necesitará libre la mesa si queremos almorzar más tarde. No hace mucho frío ahora, pero mejor que te abrigues, ese río es traicionero, cala los huesos sin que se dé uno cuenta.

—Y con sus ojos mineralizados de nuevo, añadió serio y con calma (o fue con tiento más bien, como si me sujetara con sus palabras pero no quisiera ahuyentarme)—: Escucha, Jacobo: según Toby, tú tenías el raro don de ver en las personas lo que ni siquiera ellas son capaces de ver en sí mismas, o no suelen. O, si lo ven o vislumbran, acto seguido rehúsan verlo: se dejan tuertas por el fogonazo y luego se miran ya sólo con el ojo ciego. Ese es un don hoy rarísimo, cada vez más infrecuente, el de ver a la gente a través de ella misma y directamente, sin mediaciones ni escrúpulos, sin buena voluntad ni tampoco mala, sin esforzarse, cómo decir, sin pre disposiciones y sin hacer dengues. Es en eso en lo que tú podías ser como nosotros, Jacobo, según Toby, y yo estoy ahora de acuerdo. Los dos veíamos así, nosotros, sin mediaciones ni escrúpulos, sin buena voluntad ni mala. Veíamos. Con ello prestamos servicio. Y yo sigo todavía viendo.

Una noche en Londres creí haberme asustado a mí mismo, tras antes haber creído que me venían siguiendo, y tal vez amenazando. Puede haber sido la lluvia, pensé al creer lo primero, que hace sonar los pasos sobre el pavimento como si echaran chispas o sacaran brillo, el cepillado raudo de los limpiabotas antiguos; o el roce de mi gabardina contra el pantalón al andar ligero (el roce de los faldones sueltos, danzantes, desabrochada la gabardina, que golpeaban también las ráfagas); o la sombra de mi propio paraguas abierto, que sentía todo el rato como una inquietud demorada a mi espalda, lo sostenía algo inclinado, de hecho recostado en el hombro como se llevan un fusil o una lanza cuando se desfila; o acaso el chirriar muy leve de sus esforzadas varillas, de tan sacudidas. Tenía la sensación incesante de que me seguían de cerca, en algunos momentos oía como veloces pisadas breves de perro, que parecen siempre caminar sobre brasas y tender hacia el aire, tan poco apoyan en el suelo sus dieciocho invisibles dedos, uno diría que están a punto de saltar o elevarse, permanentemente. Tis tis tis, ese era el ruido que me acompañaba, era eso lo que iba oyendo y lo que me hacía volverme cada pocos pasos, un rápido giro del cuello sin detenerme ni aminorar la marcha, por culpa del viento el paraguas cumplía con su función sólo a medias, caminaba con celeridad estable, tenía prisa por llegar a casa, regresaba de una jornada demasiado larga en el edificio sin nombre y era tarde para Londres aunque no para Madrid, en absoluto (pero yo en Madrid ya nunca estaba); no había almorzado más que unos sandwiches, hacía muchas horas y muchísimos más rostros, alguno observado desde el compartimento de tren inmóvil o garita enmaderada, pero la mayoría en vídeo, y sus voces oídas o más bien atendidas, sus tonos sinceros o presuntuosos, apocados o falsos, taimados o fanfarrones, dubitativos o desahogados. El esfuerzo de captación, de afinación a que se me iba obligando no era menor, y tenía la impresión de que podría ir siempre en aumento: cuanto más se satisfacen las expectativas, más éstas se agrandan y mayores sutilezas y precisiones se exigen. Y si ya desde pronto (quizá desde el mismísimo Cabo Bonanza) había fabulado a partir de mis intuiciones, ahora el grado de irresponsabilidad y ficción a que me forzaban o inducían Tupra, Mulryan, Rendel y Pérez Nuix me creaba tensión, casi angustia en algunos ratos, por lo general antes o después, y no durante mis tareas de invención, llamadas interpretaciones o llamadas informes. Me daba cuenta de que iba perdiendo más escrúpulos cada día, o, como había dicho Sir Peter Wheeler, de que iba aplazando mi conciencia y desdibujándola, aplazándola indefinidamente; y de que me estaba aventurando sin su acompañamiento, cada vez más lejos y con menor reserva.