Pero Wheeler se iba poco a poco acercando al término de su digresión, pensé. En realidad siempre sabía dónde se hallaba, y lo que en él parecía azaroso o involuntario, consecuencia de la distracción, de la edad o de una percepción algo confusa del tiempo, de sus tendencias divagatorias y discursivas, solía estar calculado, medido y sujeto, y ser parte de su maquinación y de sus recorridos trazados y ya previstos. Me dije que no tardaría mucho más en volver a la careless talk y a las viñetas, las miraba con intensidad de nuevo, puestas sobre la lona impermeable que cubría la mesita como si fueran los naipes para un solitario, nosotros también sentados sobre las telas que protegían nuestras butacas, y aquellos arrugados ropajes le romanizaban un poco la figura al falso anciano e imagino que a mí la mía, quizá nos daban un aire remoto de senadores al fresco, a nuestros pies los faldones de muy largas y exageradas túnicas que casi nos envolvían. De modo que no me escuchó o no me quiso hacer caso, o no le llamaron la atención mis frases que no eran mías sino de otro, eran de un muerto cuando habló de vivo.

'Y ni siquiera fue así siempre', prosiguió él con las suyas. 'A lo largo de los siglos también ellos lo compartieron, en la imaginación de los vivos al menos, es decir, en la de los futuros muertos. No son sólo los charlatanes fantasmas y los aparecidos locuaces, los parlanchines espíritus y los espectros gárrulos de casi todas las tradiciones. También se preveía que se hablara y se dijera y contara con naturalidad en el otro mundo. En esa misma escena de Shakespeare, sin ir más lejos, uno de los soldados con los que el rey conversa antes de su soliloquio, anuncia que éste se verá en aprietos para rendir cuentas si no es buena causa la de su guerra: "Cuando todas esas piernas y brazos y cabezas segadas en la batalla", dice, "se junten el último día y griten todas «Morimos en tal lugar»". Ya lo ves, era creencia, no sólo que hablarían y hasta protestarían los muertos, sino incluso sus cabezas y miembros desperdigados y sueltos, una vez reunidos para presentarse con decoro ajuicio.'

'"We died at such a place".' Eso fue lo que citó ahora en su lengua Wheeler, y entonces yo completé la otra cita para mis adentros, de Cervantes en la mía, que él no me había dejado acabar y que testimoniaba también esa creencia: 'Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida'. Eso esperaba Cervantes, pensé, no quejas ni acusaciones, no reproches ni ajustes de cuentas ni resarcimiento por los sinsabores y agravios terrenos, a él le tocó sufrir unos cuantos. Ni tan siquiera justicia última, que es lo que más se echa en falta desde el descreimiento. Sino la reanudación de las gracias y de los donaires, del regocijo de los amigos, contentos también en la otra vida. Es lo único de lo que se despide, lo único que desearía seguir conservando en la eternidad, allí donde vaya. Varias veces había oído hablar a mi padre de esos adioses escritos no tan célebres como deberían serlo, están en el libro que casi nadie lee y que quizá, sin embargo, sea superior a todos, hasta al Quijote. Me habría gustado recordarle a Wheeler esa cita entera, pero no me atreví a insistir, a desviarlo de su camino con eso. Así que me limité a acompañarlo, y dije:

'La misma idea de Juicio Final anunciaba que era eso lo que más iba a hacerse según las expectativas comunes, después de muertos: contar las historias enteras de todos, luego hablar, relatar, exponer, argumentar, refutar, apelar, y al término escuchar sentencia. Y además un juicio tan monumental, a cuantos por el mundo pasaron en una sola jornada, todos al mismo tiempo, los faraones egipcios mezclados con nuestros ejecutivos y nuestros taxistas, los emperadores romanos con nuestros pordioseros y nuestros gangsters y nuestros astronautas y nuestros toreros, no sé. Imagínese qué algarabía, Peter, convertida en un gallinero la historia entera del mundo con todos sus casos particulares. Y hartos de esperar los muertos más remotos y antiguos, de contar el incontable tiempo que faltaba para su Juicio, sublevados seguramente por la tardanza infinita, nunca mejor dicho. Ellos sí callados y solitarios durante millones de siglos, a la espera del último muerto y de que no hubiera ya ningún vivo. En realidad esa creencia nos condenaba a todos a un muy largo silencio. Eso sí que eran "the whips and scorns of time", eso sí que era "the law's delay'", y ahora fui yo quien citó a su poeta, 'los azotes y los escarnios del tiempo', 'la dilación de la justicia', dije en su lengua. 'Y según ella, según esa creencia, a día de hoy estaría aún contando sus horas de soledad enmudecida, las pasadas y las por pasar, el primerísimo muerto de todos los tiempos; y si yo fuera él, estaría deseando con egoísmo que se acabara de una vez el mundo y por fin no hubiera nada.'

Wheeler sonrió. Algo le había hecho gracia, de lo que yo había dicho, o quizá más de una cosa.

'Eso es; justamente', me contestó. 'Un silencio sine die: eso en el mejor de los casos y cuando la fe era firme. Pero todo con la agravante de que por entonces, durante nuestra Segunda Guerra, no se creía ya apenas en ese parlamento o justificación o relato último de cada individuo al final de los tiempos, y costaba mucho pensar que las cabezas y miembros que noche tras noche despedazaban las bombas arrojadas sobre estas ciudades pudieran reunirse alguna vez, y gritar más tarde: "Morimos en tal lugar"; y consolaba poco que las causas fueran justas, y menos importaba si eran o no buenas, cuando la principal causa del morir y el matar pasó a ser sólo la supervivencia, de uno mismo o de quienes quería uno. Lo más probable es que se creyera ya poco desde bastante antes, tal vez desde la Primera, que no fue menos atroz para el mundo que la contempló y que también es el mío, no lo olvides, tanto como este que nos tolera hoy a ti y a mí, o que nos arrastra. Las atrocidades vuelven incrédulos a los hombres en el fondo de sus conciencias y en el de sus sentimientos, incluso si deciden aparentar lo contrario por un reflejo de superstición, otro de tradición y otro de rendición mezclados, y se congregan en las iglesias a cantar himnos para sentirse más juntos e infundirse entereza y conformidad más que coraje, de la misma manera que los soldados cantaban al avanzar casi indefensos con sus bayonetas en ristre, más que nada para anestesiarse un poco con sus alaridos antes del impacto o del golpe o de volar por los aires, para aturdirse el pensamiento herido mucho antes que la carne, y acallar los ruidos de la muerte variados que andaba por allí de caza fácil. Eso yo lo sé, yo he visto eso en los campos. Pero no son sólo las salvajadas, las crueldades, las que se padecen y las que llega a cometer uno mismo, por la tan justa como injusta causa de la supervivencia. Es también la terquedad de los hechos: que nadie haya venido nunca a hablarnos después de muerto, por mucho que se empeñen los espiritistas, los visionarios, los fantasmófilos, los milagristas y hasta nuestros actuales y descreídos creyentes, residuales o por inercia todos aunque aún queden millones de ellos...; toda esa larga experiencia nos ha obligado a saber al correr de los siglos, tal vez en lo más recóndito y acaso sin pronunciárnoslo, que los únicos que no poseen la lengua y jamás hablan ni cuentan ni dicen nada son ellos, son los muertos.' Peter se detuvo y bajó de nuevo la vista, y añadió en seguida sin alzarla: 'También, así pues, nosotros, cuando engrosemos sus filas. Pero sólo entonces, y no antes'.

Se quedó así, mirando la hierba. Parecía esperar que comentara yo algo, o que le hiciera una pregunta. Pero no sabía yo cuál, cuál quería o me pedía en silencio, o si necesitaba en verdad alguna. Así que sólo se me ocurrió susurrar lo que me vino a la mente, y lo susurré en mi lengua en la que no fue escrito, pero la única en que me lo sabía:

'Extraño no poder habitar más la tierra. Extraño no ser más lo que se era y tener que desprenderse aun del propio nombre. Extraño no seguir deseando los deseos. Y penosa la tarea de estar muerto.'

Pero por fortuna, supongo, Wheeler tampoco hizo caso a esto.

'Sólo nos hablan en sueños, eso es cierto', continuó entonces, como si mis medios versos no atendidos le hubieran reactivado sin embargo un resorte. 'Y los oímos tan claramente, y su presencia es tan vivida en ellos, que mientras dura el dormir parece que sean esas personas con las que no hay forma de cruzar frase o mirada despiertos, ni manera de establecer contacto, las que en efecto nos cuentan y nos escuchan y hasta nos alegran el ánimo con sus añoradas risas idénticas a las que tuvieron en vida en esta tierra: son las mismas, esas risas; sin vacilación las reconocemos. Desde luego es bien extraño; si me apuras inexplicable, uno de los escasos misterios que nos van quedando intactos. Pero de lo que no cabe duda, al menos para los racionalistas como tú y como yo, y como lo era Toby y también lo es Tupra, es de que esas voces y sus nuevas palabras están en nosotros y no fuera en ningún sitio. Están en nuestra imaginación y en nuestra memoria. Digámoslo así: es la memoria imaginando, y que por una vez no sólo recuerda, o lo hace impuramente y con mezcla. Están en nuestros sueños, esos muertos; somos nosotros quienes los soñamos, los trae nuestra conciencia dormida y nadie más puede oírlos. El hecho más se asemeja a una encarnación, a una suplantación, a una personificación por nuestra parte' (fue en realidad un solo término el que Wheeler empleó en inglés: 'impersonation'), 'que a supuestas visitas o advertencias de la ultratumba. No nos es desconocido del todo ese mecanismo, quiero decir en la vigilia. A veces quiere tanto uno a alguien que le cuesta poco esfuerzo ver el mundo con sus ojos y sentir lo que siente ese alguien, hasta donde son reconocibles los sentimientos ajenos. Prever a esa persona, anticiparla. Ponerse en su lugar, literalmente. Por eso existe esa expresión, y casi ninguna es de balde en las lenguas. Y si eso lo hacemos despiertos, no es tan raro que se obren esas fusiones o conversiones o yuxtaposiciones dormidos, o son casi metamorfosis. Acuérdate del soneto de Milton, ¿lo conoces? Milton lleva ya tiempo ciego cuando lo escribe, sueña una noche con su esposa Catherine muerta y la ve y la oye perfectamente en esa dimensión, la del sueño, que tan bien acoge y tolera la narración poética. Y en ella recupera la visión triplemente: la suya, como facultad y sentido; la imagen de su mujer imposible, pues no sólo él, sino nadie puede verla ya en el presente, se ha borrado de la tierra; y sobre todo el rostro y la figura de ella, que en él no son recordados siquiera sino imaginados, nuevos y nunca antes vistos, porque él jamás la había contemplado en vida más que con la mente y el tacto, fueron sus segundas nupcias y estaba ya ciego al casarse. Y al inclinarse ella para abrazarlo en el sueño, entonces "Iwak'd, she fled, and day brought back my night", así termina.' ('Desperté, ella se deshizo, y el día devolvió mi noche'.) 'Con los muertos se vuelve a la noche siempre, y a no oír más que su silencio, y a no obtener nunca respuesta. No, no hablan, son los únicos; y son también la mayoría, si contamos a cuantos atravesaron y dejaron atrás el mundo. Aunque todos hablaran sin duda, durante su estancia.' Wheeler tocó las viñetas de nuevo, les dio unos golpes con el índice, señalándolas con vehemencia como si fueran más de lo que eran. '¿Te das bien cuenta, Jacobo, de lo que significaba esto? Se pidió a los ciudadanos que se callaran, que se cosieran los labios, que cerraran bien el pico a cal y canto, que se abstuvieran de toda conversación imprudente y aun de las que no parecieran serlo. A todos se les metió miedo, incluso a los niños. Miedo a sí mismos y a traicionarse, y por supuesto miedo al otro, hasta al más querido y más cercano y al de mayor confianza. Así que yo no sé si te das cuenta, pero lo que se les estaba pidiendo con estas consignas no era sólo que renunciaran al aire, sino que se asimilaran con ello a los muertos. Eso además en un tiempo en que cada día nos llegaban noticias de tantos nuevos, los de los infinitos frentes esparcidos por medio globo, o en que se los veía aquí mismo en el barrio, en tu propia calle, víctimas de los bombardeos nocturnos y cualquiera podía ser el siguiente. ¿No bastaban esos muertos? ¿No bastaba con el definitivo e irreversible silencio impuesto a tantos, para que los todavía vivos tuviéramos además que imitarlos y enmudecer antes de tiempo? ¿Cómo podía pedirse eso a un país entero ni a nadie, ni siquiera a un individuo aislado? Si observas estas viñetas (y hubo más), verás que no quedaba excluido nadie por insignificante que pareciese. ¿Qué podían saber de interés o de riesgo, por ejemplo, estas dos señoras que van en metro charlando probablemente de sus sombreritos o de su cotidianidad más inocua? Ah, podían tener alistados a un marido, a un hermano, a un hijo, de hecho era lo más corriente, y aunque sus hombres ya prevenidos no les contaran mucho, algo podían saber ellas de aprovechable importancia, cómo decir: sin saber que lo sabían o ignorando que lo fuese. Todo el mundo puede saber algo, hasta el mendigo más misantrópico y al que no habla nadie, no solamente en la guerra sino siempre, y aunque la mayoría ni siquiera tenga conciencia de su caro conocimiento. Y cuanto menos consciente se sea, más peligroso uno se vuelve. Parece una exageración, pero en realidad nadie está a salvo de desencadenar calamidades, desastres, crímenes, malentendidos trágicos y venganzas por hablar tan sólo, inocente y libremente. Siempre es posible y aun fácil irse de la lengua, qué expresión tan hermosa, a la vez amplia y precisa, tenéis vosotros en el castellano, que cubre tanto la intencionalidad como la involuntariedad del hecho.' Y Wheeler lo dijo obviamente en mi idioma, irse de la lengua, la expresión hermosa. 'En cualquier época y circunstancia, de eso no está a salvo nadie. Y además no olvides esto: que todo tiene su tiempo para ser creído, hasta lo más inverosímil y lo más anodino, lo más increíble y lo más necio.' Wheeler volvió a levantar la vista, como si hubiera oído antes que yo lo que yo oí en seguida pero al cabo de unos segundos, un ruido de motor en el aire y también ruido de hélice, quizá él se había acostumbrado a percibir el más mínimo sonido o vibración aérea durante la Guerra o sus guerras, antes de que resultara audible, supongo que también se aprende a presentir los presentimientos. Vimos surgir entonces sobre los árboles un helicóptero que volaba bajo, era extraña esa visión en el cielo de Oxford y más aún en jornada festiva, en uno de aquellos domingos desterrados del infinito, tal vez se celebraba alguna ceremonia académica con presencia del Primer Ministro o de otro elevado cargo o de un individuo u otro del denso escalafón monárquico (el Duque y la Duquesa de Kent tienden a multiplicarse, con ayuda sobrenatural, se cuenta) y no estábamos al tanto, Wheeler ya tan jubilado que las autoridades universitarias se olvidaban más cada año de invitarlo a sus fastos. Los Premiers británicos han tenido querencia hacia nuestra Universidad tradicionalmente, aún me acordaba de cuando en mi periodo docente los miembros de la congregación le habíamos negado el doctorado honoris causa, en votación nada reñida, a la recatada Mrs Thatcher (rencorosa Margaret Hilda) cuando era sólo señora y no Baronesa ni Lady. Ella había estudiado allí y mandaba por entonces, pero eso le sirvió de poco. Yo tenía momentáneo derecho a voto y lo uní con zozobra y gusto al de la mayoría denegadora. Aquella mujer encajó mal el feo, y luego pareció vengarse con restricciones y leyes perjudiciales para la Universidad y no sólo la nuestra, pero fue la primera Premier a quien se rehusó ese título, que de hecho se había otorgado a todos o casi todos sus predecesores sin oposición apenas, un trámite, o digamos graciosamente.

El ruido de las aletas se hizo insoportable en un instante, Peter se llevó las manos a los oídos y a la vez guiñó los ojos con fuerza, como si el estruendo dentado —una carraca gigante— le dañara también la vista, de manera que no pudo impedir que las viñetas se nos volaran por la turbulencia del aire. No lo vio siquiera. Yo intenté parar las que pude con mis manos, muy pocas. El helicóptero empezó a dar pasadas, como si fuéramos nosotros el objeto de su vigilancia, quizá se divertía el piloto al ver a un anciano espantado, y a su acompañante correr tras papelitos esquivos que se iban hacia el río. Hube de tirarme a la hierba en plancha (no una vez ni dos tampoco) para frenar y pillar los más posibles antes de que cayeran al agua, mientras el helicóptero raseaba con lo que percibí como burla según me iba yo lanzando, puede que erróneamente. Luego se alejó y desapareció en pocos segundos, igual que había surgido. Algunas viñetas todavía volaban, sobre todo la que era de papel de diario y por tanto la más ligera, la Información al enemigo' de Fraser, temí que se desmenuzara como un papiro (tenía sesenta años largos, aquel trozo), aparte de que se mojara. Iba tras unas y otras cuando vi que Wheeler había abierto por fin los ojos así como los oídos, y —de nuevo libres las manos— cómo ahora se llevaba un brazo a la frente —o era la muñeca a la sien—, como si le doliera mucho o estuviera comprobando si le había venido fiebre, o era un gesto de pesadilla acaso. Y el otro brazo se lo vi extendido, señalando con el dedo índice de la misma forma en que lo había hecho la noche anterior cuando no le salió una palabra y tuve yo que adivinársela, o que tanteársela. Habría pensado que era otra vez sólo eso, aquella afasia momentánea, de no haberla precedido el vuelo del helicóptero y las buscadas sordera y ceguera de Peter mientras la hélice nos aturdía, lo había visto, cómo decir, indefenso y desamparado, y no sabía si transportado. Me acerqué a él temeroso, abandoné los papelitos por tanto, la caza de los aún rebeldes:

'Peter, ¿se siente usted mal, le pasa algo?' Negó con la cabeza y siguió señalando con expresión de alarma hacia la orilla del apacible Cher-well, no necesité esta vez de aproximaciones: 'The cartoon?', fue mi pregunta, y asintió en seguida pese a que creo que me equivoqué de término, era la viñeta auténtica lo que lo preocupaba, se había dado cuenta del riesgo sólo al abrir los ojos tras su susto o su recuerdo relámpago, no antes; así que corrí de nuevo, salté, caí, la alcancé, la atrapé con dos dedos intacta al borde de la corriente mansa, debí de parecer un jugador de cricket de los que vuelan y se arrojan al prado, ese juego tan inglés que no comprendo, o bien un portero de fútbol en su estirada, ese otro juego ya no tan inglés que comprendo perfectamente. El aire se había calmado, recogí dos o tres papeles más del suelo, estaban todos a salvo, ninguno se había perdido, ni mojado, sólo se habían arrugado unos cuantos. 'Tenga, Peter, creo que están todos, no se han estropeado apenas, me parece', le dije mientras alisaba algunos. Pero a Wheeler no le salían aún las palabras, y me señaló con su dedo repetidamente como a un heredero o destinatario, entendí que esas viñetas eran para mí, me las daba. Abrió su carpeta y en ella fui echándolas, menos la de Fraser, la que no era reproducción sino original recorte, porque él alzó el índice deteniéndome cuando iba a depositarla junto a las otras, y acto seguido se tocó con el pulgar el pecho. 'Esa no, esa es para mí', dijo aquel gesto. '¿Esta se la guarda usted?', quise ayudarlo. Asintió, la puse aparte. Era extraño que se quedara de repente sin habla, justo cuando estaba hablando de los pocos o muchos —según se mire— que eran así, sin habla. La noche anterior, cuando se le había atascado el vocablo 'cojín', había explicado luego, al recuperar la voz o la soltura: 'Me sucede de tarde en tarde. Es sólo un instante, como si la voluntad se me retirase'. Y era entonces cuando había utilizado aquel cultismo infrecuente, no tanto en inglés como en mi lengua: 'Es como un anuncio, o una presciencia...', sin llegar a completar la frase, ni siquiera cuando yo le había insistido poco después para que lo hiciera; a eso me había contestado: 'No preguntes lo que ya sabes, Jacobo, no es tu estilo'. Presciencia era el conocimiento de las cosas futuras, o el saber previo de los acontecimientos a ciencia cierta. No sé si eso existe, pero a veces también se nombra lo que no existe, y entonces nace la incertidumbre. Ahora no me cabía duda respecto al final de su frase, me lo había preguntado o lo había intuido la víspera, hoy tenía la respuesta segura aunque él no me la hubiera dado: 'Es como un anuncio, o una presciencia de lo que es estar muerto'. Y acaso podría haber añadido: 'Es no hablar, aunque se quiera. Sólo que además ya no se quiere, la voluntad se ha retirado. No hay querer ni no querer, ambos se han ido'. Miré hacia la casa, la señora Berry había abierto una ventana de la planta baja y nos hacía señas con el brazo en alto. Quizá se había asomado nada más oír el estrépito de la hostigadora hélice y había asistido a mis carreras y zambullidas sin que nos diéramos cuenta. Elevé la voz, para preguntarle: '¿Hora de almorzar?', y acompañé mi grito de un gesto de la mano a la altura de la boca más bien absurdo, como de quien enrolla en el tenedor spaghetti. No creo que me oyera, pero me entendió. Con la mano negó y luego la colocó un momento en posición de espera, como diciéndome 'No, aún no', y a continuación señaló hacia Peter con ademán de inquietud, o de duda, '¿El está bien?', era la traducción de aquello. Afirmé con la cabeza varias veces, tranquilizándola. Ella levantó las dos manos al tiempo, como ante un atraco, 'Ah bueno', y cerró ya la ventana y desapareció hacia dentro. Entonces Wheeler recobró la palabra:

'Sí, esta me la guardo, te daré una copia si la quieres', dijo refiriéndose al dibujo de Fraser. 'Las demás puedes quedártelas, las tengo repetidas, o reproducidas mejor en libros; algún otro original también conservo. Este de la araña gamada me gusta especialmente. Qué demonio de helicóptero', añadió sin pausa y con fastidio, 'qué se le habrá perdido por aquí, esto es zona de conocimiento. Espero que no venga más a despeinarnos, ¿no tendrás un peine a mano? Los latinos soléis llevarlos.' El pelo de Wheeler se veía, en efecto, como la espuma rabiosa en la cresta de una ola, y el mío me lo notaba como si me lo hubieran convertido en nudos. '¿Qué quería Mrs Berry?', esto también lo enlazó sin pausa. Volvió a llamarla como en sociedad. Se estaba recomponiendo y debía ayudarse a ello; o era la fuerza de la costumbre del disimulo. '¿Nos llamaba ya para el almuerzo?' Miró el reloj sin detenerse a mirarlo, trataba de salir de su sobresalto sin comentarios míos, aunque bien sabía que yo no iba a soltarlo sin hacer una tentativa al menos.

'No, todavía no está listo. Supongo que la asustó el ruido, no sabría lo que era', contesté, y añadí a mi vez sin pausa: 'Se le ha atragantado la voz de nuevo, Peter. Anoche me dijo que le ocurría sólo de tarde en tarde. Pero ya van dos veces este fin de semana'.

'Bah', respondió huidizo, 'ha sido casualidad, mala suerte, ese maldito helicóptero. Son atronadores, ese sonaba casi como un viejo Sikorsky H-5, su solo ruido provocaba el pánico. Y también es que hablo mucho, contigo hablo demasiado y me acabo resintiendo, no tengo ya tanta costumbre. Tú me dejas y me dejas, pones cara de interesado y yo te lo agradezco mucho, pero deberías cortarme más, obligarme a ir más al grano. Estoy un poco solo aquí en Oxford, me imagino, últimamente, y con Mrs Berry está todo hablado, lo que puede hablarse con ella, claro, o lo que ella quiere que hablemos. No te creas que me viene a visitar tanta gente. Muchos han muerto, otros se fueron a América nada más jubilarse y viven allí como parásitos, yo no quise eso, se limitan a esperar tomando el sol lo más que pueden, se consienten bermudas, se aficionan por televisión a ese fútbol de allí con mucho postizo y casco, se preocupan por sus intestinos y se alimentan sólo de brécoles, merodean por la biblioteca y el campus que les hayan tocado en suerte, dejan que sus departamentos los exhiban de tarde en tarde como prestigiosas momias ultramarinas o como ajados trofeos de unos difusos tiempos heroicos que nadie sabe allí en qué consistieron. En suma, como antigüedades, es de lo más deprimente. Sí me gusta hablar contigo. Los ingleses rehúyen cuanto no sea anécdota, dato, hecho y apostilla o glosa irónica; la especulación les desagrada, el razonamiento les es superfluo: lo que a mí más me divierte. Sí, me gusta mucho hablar contigo. Deberías venir más a menudo: aparte de todo, estás muy solo ahí en Londres. Aunque quizá lo estés pronto bastante menos. Aún he de proponerte algo, y pedirte el favor de que lo aceptes sin darle demasiadas vueltas ni hacerme muchas preguntas. Tampoco vas a perder un tiempo que ya das por perdido, el de las convalecencias sentimentales se llena con lo que sea, el contenido es lo de menos, con lo que esté más a mano y más ayude a empujarlo, se tiene poca exigencia, ¿no es cierto? Luego no se recuerdan apenas, esos periodos, ni lo que se hizo en ellos, como si hubiera estado permitido todo, uno se justifica mucho por la desorientación y el sufrimiento; es como si no hubieran existido y en su lugar hubiera un blanco. También un vacío de responsabilidades, "¿Sabe? Yo no era yo entonces". Oh sí, el padecimiento ha sido siempre nuestra mejor coartada, la que mejor finge exculparnos de cualquier acto. Quiero decir a los hombres, la mejor coartada del género humano, de los individuos y de las naciones.'

Todo esto lo dijo como si nada, pero no pude evitar sentir una pizca de emoción y otra de orgullo, al fin y al cabo yo pensaba que lo distraía y le era simpático y tal vez lo halagaba a ratos, que me toleraba sin esforzarse, pero nunca más que eso. El tenía mucho que contar y que argumentar siempre, aunque hiciera lo primero con cuentagotas tan sólo; su conversación me enseñaba, me instruía y me deslizaba ideas o me las renovaba, por no decir que me cautivaba. Yo no le ofrecía gran cosa a cambio, creo, más que nada compañía y oídos atentos, mi cara de interés no era fingida. Rylands me lo había dejado en herencia y además resultaba ser su hermano. Quizá Peter me miraba con ojos benévolos y afectuosos por verme a su vez, en parte, como una herencia de Toby, aunque yo no pudiera convertirme en figura sustitutoria de éste, como sí lo era "Wheeler para mí de Rylands. Me faltaba edad, pasado común, agudeza, conocimiento, misterio. Me azoré levemente, no supe qué contestar, así que saqué del bolsillo interior de mi chaqueta el latino peine que me había solicitado.

'Tenga, Peter', dije. 'Un pequeño peine.' Lo miró un segundo con desconcierto, se le habría olvidado ya que lo necesitaba. Luego lo cogió con tiento, lo escudriñó al trasluz (estaba limpio) y se recompuso el cabello lo mejor que supo, no es muy fácil sin espejo y con pequeño peine. La corona le quedó apañada, no así los lados, el aeronáutico viento se los había echado hacia adelante y le invadían rebeldemente las sienes, dándole un aire aún más romano. 'Si me permite', dije. Me entregó sin recelo el peine, con tres o cuatro movimientos rápidos se los amansé del todo, los laterales. Confié en que la señora Berry no nos estuviera observando, me habría tomado por un peluquero loco frustrado.

'Más vale que te des también tú un repaso', dijo Wheeler mirándome a la cabeza críticamente o casi con grima, como si me hubiera puesto un loro en ella. 'Y no sé cómo lo has conseguido, pero te has manchado todo de hierba. Ni siquiera te has dado cuenta', y me señaló la pechera de mi camisa clara, dejando ver que no asociaba mis dos o tres tiznes verdes con mi salvamento de sus viñetas. Entre la noche de fiesta y estudio y copitas, el poco sueño, el afeitado rápido y los avatares al fresco, debía de parecer un pordiosero en las últimas o un hampón caído en desgracia y venido a menos que nada. La chaqueta y los pantalones se me habían arrugado al rodar por el césped. 'Hay que ver', añadió Wheeler, 'igual que un crío.' Sin duda me tomaba el pelo, eso también lo animaba. Pasé dos dedos por el pequeño peine (un gesto mecánico) y luego me desenredé el cabello, adivinando. Cuando terminé se lo sometí a consulta:

'¿Está bien así?', y le mostré teatralmente mis dos perfiles.

'Puede pasar', dijo tras echarme una condescendiente ojeada, como un superior que inspeccionara con prisa el casco de su soldado. Y a continuación volvió a donde estaba justo antes del ataque aéreo, él nunca perdía el hilo a menos que así lo quisiera. Pese a los muchos rodeos, meandros, desvíos, sus trayectos los concluía. '¿Qué pasó con esa campaña?', preguntó retóricamente. 'Fracasó en conjunto, como estaba mandado. A eso nació condenada, irremisiblemente. Bueno, sirvió de algo, sí, claro, de no poco seguramente: la gente tomó conciencia del peligro que se corría por hablar de más, a la mayoría ni se le había ocurrido. Surtió efecto sin duda en muchas tropas y lo principal era eso, al ser ellas las más informadas y las más expuestas a sufrir las consecuencias de los descuidos y excesos verbales. Y por supuesto los mandos, políticos y militares, se anduvieron con gran cuidado. Se incrementó la costumbre de comunicarse en clave, o mediante meros dobles sentidos y transposiciones semánticas, con sinécdoques y metalepsis improvisadas y de andar por casa, y eso ya fue cosa espontánea de la población entera, cada uno dentro de sus ocurrencias y posibilidades. Se creó, se implantó la sugestión de que cualquiera podía estar escuchando con intención enemiga. Sí, puede decirse (y eso ya fue insólito y admirable en sí mismo) que se adquirió plena y colectiva conciencia, por transitoria que fuese, de lo que ilustra la viñeta del marinero y la chica y la posterior secuencia: de que nuestras palabras, una vez soltadas, ya no tienen control posible. Es lo que más deja de pertenecemos, mucho más que nuestros actos, que, por así decir, en nosotros se quedan, buenos o malos, sin que otro pueda apropiárselos más que en los casos flagrantes de usurpación o impostura, que siempre cabe denunciar, abortar, desfacer o desenmascarar, aunque sea tardíamente.' Wheeler dijo 'desfacer' en mi lengua, desde luego, y si no en qué otra. También había dicho en ella 'como estaba mandado' y 'de andar por casa', le gustaba "hacer gala de su español coloquial y de su español libresco, como de su portugués y su francés, supongo, esos tres idiomas los conocía a fondo y tal vez otros, por lo menos tenía nociones de hindi, alemán y ruso, que yo supiera. 'Nada se entrega tanto ni tan cabalmente como las palabras. Uno las pronuncia y al instante se desprende de ellas y las deja en posesión, o mejor dicho en usufructo, de quien se las ha escuchado. Ese puede suscribirlas, para empezar, lo cual ya no es grato porque en cierto sentido se las adueña; o rebatirlas, que no lo es tampoco; pero sobre todo puede transmitirlas a su vez ilimitadamente, citando la fuente o haciéndolas suyas según le convenga, según su decencia o según quiera perdemos y delatarnos, depende de las circunstancias; y no sólo eso, también puede adornarlas, mejorarlas o empeorarlas, tergiversarlas, sesgarlas, sacarlas de contexto, cambiarlas de tono, desplazarles el énfasis y así darles un sentido distinto y hasta fácilmente contrario del que tuvieron en nuestros labios, o cuando las concebimos. Y por supuesto repetirlas con absoluta exactitud, verbatim. Eso era lo más temido durante la Guerra, por eso muchos procuraron hablar sólo con medias palabras, de forma metafórica o nebulosa, con voluntarias imprecisiones o en lenguajes secretos directamente. Muchos aprendieron a decir sin decir, y se acostumbraron a ello.'

'Algo así pasó durante la dictadura de Franco en España, para sortear a la censura', dije yo; Wheeler me había invitado a interrumpirlo con más frecuencia: 'mucha gente pasó a hablar y a escribir de manera simbólica, alusiva, parabólica o abstracta. Había que hacerse entender dentro del oscurecimiento deliberado de lo que se decía. Un sinsentido: camuflarse, velarse, y aun así, sin embargo, pretender el reconocimiento y que fueran captados los mensajes más difusos, crípticos y confusos. La gente no tiene paciencia para las labores de desciframiento. Duró demasiados años, llegó a dar la impresión de no ser transitorio, sino definitivo. Hubo quien ya no pudo desacostumbrarse luego, y fue entonces cuando se quedó callado.'

Wheeler me escuchó, y pensé que si me hacía caso podría desviarse de su trayecto de nuevo. Pero ahora parecía resuelto a seguir con él, bien que a su medido paso:

'Muchos aprendieron a decir sin decir, repitió esa frase; 'pero a lo que no aprendió casi nadie fue a no decir, a callarse, que era lo que se pedía y lo conveniente. Era normal, es natural: ese es un aprendizaje imposible para el común o grueso de los mortales, no te quepa duda, es demasiado exigirles, ir contra su propia esencia, por eso la campaña estaba abocada al más que parcial fracaso. Fue corno si se dijera a la gente: "Bien, no sólo tienen ustedes que soportar la escasez de todo y la penuria y el racionamiento, y padecer los bombardeos de la aviación enemiga sin saber a quiénes tocará no despertar ya mañana ni esta noche quizá siquiera con el aullido de las sirenas, y ver sus casas incendiadas o reducidas a escombros en un instante tras los relámpagos y el estruendo, y sepultarse durante horas en los refugios profundos para no abrasarse en sus calles que aún parecen las de siempre, y sufrir la pérdida de sus maridos e hijos y en todo caso su ausencia y la zozobra mortificante respecto a sus diarias supervivencia o muerte, y subirse a aviones para que los ametrallen según batallan con el aire y hagan ferocidades por derribarlos, y hundirse en submarinos y en destructores y en acorazados bajo las aguas lejanas y llameantes, y asfixiarse o arder en el interior de un tanque, y lanzarse en paracaídas sobre territorio ocupado y recibir el fuego de las baterías o la persecución de los perros luego si llegan a poner pie salvo en tierra, y estallar en pedazos si tienen la mala pero posible suerte de ser alcanzados por un obús o una granada, y afrontar tortura y verdugo si visten por su misión de civiles y los capturan en país prohibido, y combatir cuerpo a cuerpo en el frente con la bayoneta calada, en los campos, en los bosques, en las selvas, en las marismas, en los hielos y en los desiertos, y volarle la cabeza rápido al muchacho que asoma con el casco y el uniforme odiados, e ignorar cada día y la noche si perderán esta guerra y al final habrá sólo servido para que sean cadáveres no recordados o prisioneros perpetuos o esclavos de sus vencedores, y pasar frío y hambre y sed y calor extremos y ahogo y sobre todo miedo, todos miedo y mucho miedo, un continuo pavor al que acabarán por acostumbrarse aunque lleven así ya varios años y nunca llegue ese acostumbramiento..." Sí', añadió Peter tras frenarse en seco y hacer una mínima pausa y luego tomar mucho aliento, 'fue como si se dijera a la gente: "Pues además de todo esto, deben ustedes callarse. Ya no hablen, ya no cuenten, no bromeen, no pregunten ni todavía menos respondan, no a su mujer, no al marido, no a sus hijos, no a su padre ni en modo alguno a su madre, no al hermano ni al mejor amigo. Y a su amor..., a su amor no le susurren ni tan siquiera al oído, no le expliquen con verdades ni con dulzuras ni con mentiras, no le digan adiós, y no le den ni el consuelo de la voz y el verbo, no le dejen en recuerdo ni el rumor de las últimas promesas falsas que siempre hacemos al despedirnos".' Wheeler se detuvo y se quedó repentinamente abstraído, se daba con los nudillos en la barbilla, unos golpecitos suaves, como si estuviera rememorando, pensé, como si a él le hubiera tocado vivir eso, retirarle a su amor las principales palabras, las que desean oírse y las que quieren decirse, las que luego se olvidan tan fácilmente o se confunden con otras o se repiten a otros con idéntica ligereza y la misma alegría, pero que en cada último instante parecen tan necesarias, aunque sean exageradas dulzuras y por lo tanto algo insinceras, es lo de menos eso, en cada instante último. 'Eso vino a ser, o anduvo cerca. No expuesto tan crudamente, no así planteado. Pero así fue entendido por muchos, así lo entendieron y lo asumieron los más pesimistas y desmoralizados, los muy asustados y los muy abatidos y los ya derrotados, y en tiempo de guerra esos suman la mayoría. En el de las guerras indecisas, claro, las que temen perderse a cada minuto con fundamento y siempre penden de un hilo, un día tras otro y una noche tras otra a lo largo de años eternos, las que son de veras a vida o muerte, a exterminio absoluto o a maltrecha y manchada supervivencia. Entre ellas no se cuentan, seguro, todas estas más recientes, la de Afganistán ni la de Kosovo ni la del Golfo, ni la de las Islas Falkland, vaya broma. O Malvinas, como quieras, tendrías que haber visto cuan patéticamente se encendió aquí la gente, quiero decir ante sus televisores, para mí fue muy penoso. En estas guerras de ahora abundan los eufóricos, que asisten complacidos a ellas desde sus sillones en casa. Eufóricamente, sí. Los muy imbéciles. Y criminales. No sé. Pero entonces era demasiado pedir, ¿no te parece? Que la gente lo aguantara todo y además guardara silencio sobre aquello que la atormentaba sin una sola hora de tregua. Ya callaban bastante los incontables muertos.'

'¿Lo hizo usted mismo, guardar silencio?', le pregunté. '¿Le hizo mella la campaña?'