CAPITULO VII EL PRISIONERO DE MONTE BRUMAS

Freed cabalgó junto a sus captores sin ofrecer ninguna resistencia. Era inútil intentar la huida y, por otra parte, tampoco le interesaba huir. Intentó colocarse junto al enmascarado jefe; pero no se lo permitieron y así llegó a las estribaciones de Monte Brumas, pasando por entre los puestos de vigilancia sin perder detalle del camino y de las fuerzas que defendían aquella fortaleza.

Cuando llegaron a la parte más alta, donde estaba instalado lo que se podía llamar campamento, Arthur Freed observó que no reinaba una disciplina muy severa. Y, lo que era peor, que entre los hombres de Corrigan había bastantes mujeres. Esto era una seguridad para Lorena; pero también una prueba de que el orden en el campamento no podía ser mucho.

El enmascarado le hizo una seña de que le siguiese hasta debajo de un roble, junto al cual había una tienda de campaña. Aquél era el puesto de mando del jefe de la partida.

- ¿Me va a hacer fusilar?-preguntó Freed al otro.

Corrigan se encogió de hombros.

- Si no piensa matarme, ¿por qué me ha detenido? -insistió Freed.

- Será usted menos peligroso para mí aquí que fuera. Le puedo vigilar. Usted sabía lo que intentaba cuando envió el mensaje,¿no?

Freed comprendió que el otro no estaba seguro de que realmente los mensajes hubieran sido interceptados; pero creyó más conveniente decir la verdad.

- Estaba seguro de que usted lo leería y descubriría su verdadera identidad.

- ¿Creyó que caería en la trampa?

- No estaba seguro.

Loreto acercóse a los dos hombres y les sirvió café.

- ¡Más azúcar! -pidió Corrigan en castellano.

- Yo tengo bastante -dijo Freed en inglés, pero en el mismo tono que hubiera empleado para pedir más.

Loreto lo interpretó así y acercóse al hombre para servirle el café.

- He dicho todo lo contrario -explicó Freed.

Loreto le miró, sin comprender.

- No entiende el inglés -dijo Corrigan.

En seguida él mismo indicó a Loreto que Freed no quería más azúcar. La joven se retiró, mientras Freed preguntaba a Corrigan:

- ¿Cómo tiene criados que no entienden nuestro idioma?

- Son fieles y no voy a prescindir de ellos si puedo hacerme entender fácilmente utilizando su idioma. ¿Por qué envió el mensaje diciendo que viajaba con la señora Corrigan?

- Porque si usted era Dale Corrigan, como yo sospechaba, usted acudiría en seguida a impedir que utilizáramos a su esposa contra usted.

- ¿Y qué beneficio sacan sabiendo quién soy?

- Siempre es mejor saber contra quién se lucha, Corrigan. ¿Se entregará a la Justicia?

- ¿De qué se me acusa?

- ¿De qué huye?

- Yo he preguntado primero.

- Tiene usted la fuerza, y eso es muy importante cuando se trata de hacer preguntas. Bien. Se le acusa de haber conservado cinco millones en oro propiedad del Gobierno confederado y que ahora deberían pertenecer al Gobierno federal. Además, se le acusa del asesinato de Wendell Corey.

Freed observó que Loreto, aún bastante cerca de ellos, se volvía al oír el nombre de Wendell Corey y, deteniéndose, trataba de escuchar lo que decían e iban a decir.

- Yo no maté a Corey. Lo mató Bridges, uno de mis hombres, a quien yo tuve que matar.

- ¿Podría demostrarlo ante un Tribunal? -preguntó Freed, que observaba a Loreto y se daba cuenta de que por algún motivo aquellos dos nombres producían en ella intensa agitación. Tenían que ser forzosamente los nombres, puesto que lo demás no podía entenderlo.

- No pienso comparecer ante ningún Tribunal.

- Si usted pudiera probar que sólo había dado muerte a Bridges… ¿Ha dicho Bridges?

- Sí, Bridges. Era una especie de lugarteniente mío.

Loreto escuchaba con tal atención, que Freed tuvo un presentimiento sobre el cual empezó a edificar una hábil trama.

- Y usted lo mató porque él mató a Corey, ¿no?

- Sí.

- Pero, ¿cómo sabemos que no lo mató por cuenta de usted?

- A mí no me interesaba matar al capitán. Sólo me interesaba impedirle la huida y la actuación contra mí. Pero a ningún Tribunal le interesará el asunto, porque no pienso ponerme en manos de quienes me declararían culpable antes de oírme.

- ¿Qué clase de persona era ese Bridges?

- Creí que era fiel. Me equivoqué.

Freed vio que Loreto se alejaba como dormida o atontada.

- ¿Algún antiguo confederado?

- Sí. Luego estuvo en Méjico, sirviendo a Maximiliano.

- ¿Hablaba español?

- Sí. ¿Por qué?

- Lo supuse. Siendo joven tuvo que aprender español para cortejar a las mejicanas. ¿Estaba casado?

- No. Era un traidor y no me pesa haberlo matado.

- ¿Por qué no me cuenta lo ocurrido? Quizá yo pueda ayudarle. El cargo más grave es el de la muerte de Corey. Si se prueba que usted no lo mató, lo demás no nos importa.

- ¿Ni el oro?

- Tal vez ni el oro -mintió Freed.

Corrigan movió la cabeza.

- No le creo. El oro es lo que más les interesa. ¿Cómo adivinaron que yo tenía escuchas en la línea telegráfica?

- Fue muy sencillo. El aviso de la llegada del capitán Corey se dio cifrado y usted acudió a capturarlo. Luego acudió a casa de don César de Echagüe en cuanto supo que yo intentaba valerme de su mujer para capturarle a usted.

- ¿Quién le dijo que yo estuve en casa de don César?

- Nadie; pero sé que estuvo allí. Es una sospecha que se funda en el sentido común y en la lógica. Tuvo que estar allí, a pesar de la guardia que rodeaba la casa.

- No vi a nadie. ¿Dónde estaban los guardianes?

- Estaban tan bien ocultos, que usted no los vio ni ellos le vieron a usted. Es lo malo de ocultarse demasiado bien. No me encargué de ello. Por eso no le cogimos.

- Pero ahora se ha encargado de tenderme una trampa, ¿no?

- Sí; pero he tenido que fiarme de la estupidez de los demás. Todo ha salido mal.

- Es posible -murmuró Corrigan-. Nunca debe confiarse en los demás.

- Cuando uno no puede hacerlo todo, no le queda más remedio que tener fe en que los otros serán capaces de llevar a buen fin un trabajo sencillo. Nos hemos equivocado. ¿Cuándo piensa matarme?

Corrigan movió negativamente la cabeza.

- Vale usted demasiado, señor Freed. No le mataré. Prefiero que viva entre nosotros, resguardando nuestras cabezas con la suya.

- Ya sabe usted que, en el Ejército, no se tiene en cuenta la seguridad de los rehenes que posee el enemigo.

- Eso es en tiempo de guerra. Ahora estamos en plena paz.

- Se equivoca, Corrigan. Sea sensato y no insista en conservarme prisionero. Le puedo ayudar, si me demuestra que no asesinó a Corey.

- Prefiero ayudarme a mí mismo.

- Encerrado en esta madriguera no conseguirá nada. Le acorralarán en cuanto se lo propongan. Y mi ausencia, unida a las explicaciones que darán los conductores de la diligencia, justificarán activas medidas contra usted.

- ¿Trae poderes para tratar conmigo?

- Depende de lo que usted considere poderes.

- ¿Puede garantizarme un indulto?

- No; pero le puedo garantizar que no se le condenará a ninguna pena definitiva. Que no habrá pena de muerte.

- Veo que nada puede usted hacer. -Corrigan se levantó, despectivo-. Me defenderé y lo utilizaré a usted como rehén. Puede circular libremente por el campamento; pero no intente huir. Mi gente sabe lo que usted vale. No le dejarán que se escape.

- ¿Y la señorita Tufts?

- Es su cómplice, ¿no?

- No.

- ¿Qué quiere decir?

- Eso. Que no es mi cómplice. Yo creía que ella era su mujer, o sea, Carmen Paz. Alguien se ha entrometido en mis planes.

- ¿El «Coyote»?

- Eso creo.

- Si mi mujer hubiera viajado en la diligencia con usted, yo le hubiera matado allí mismo, Freed.

No le hubiese perdonado el mezclarla a ella en el juego. Creí que era una treta.

- No lo era del todo. Yo pensaba llevar conmigo a su mujer para que usted saliese a nuestro encuentro y cayera en manos de los soldados que debían estar apostados en el lugar en que se produjo el asalto. Cuando la mujer llegó con la niña, yo la confundí con la legítima Carmen Paz. No comprendo qué intención ha tenido el «Coyote» al sustituir a la legítima por una actriz.

- Debió de hacerlo por usted. Para que yo no le matara.

- O para que su mujer no le viese caer muerto.

- Puede irse, Freed. Luego hablaremos. Si quiere comer algo, pídalo.

Arthur Freed se separó de Corrigan y fue hacia donde estaba Lorena Tufts, observando curiosamente a los hombres de Corrigan y las escenas del campamento.

- ¿Para qué le quería el mascarón? -preguntó Lorena.

- Está intrigado por su intervención en el asunto, Lorena. ¿A qué se debe?

- Me ofrecieron un buen precio si representaba el papel de la señora Corrigan. Temo que no llegaré a cobrarlo.

- Nadie le hará nada. Usted está segura, siempre y cuando no despierte los celos de alguna de esas damas -,y señaló a las mujeres del campamento-. Evite hacer caso de los admiradores que surjan.

- Ninguno de ellos puede ofrecerme gran cosa. Tengo mayores aspiraciones.

- ¿Sabe cuánto vale el hombre de la cara encubierta?

- ¿Un millón?

- Exactamente. Para usted puede valer un millón.

- ¿Sólo para mí?

- Para otros, también. Para mí, no. Si yo lo detengo y lo entrego a las autoridades, recibiré las gracias de mis jefes y puede que un pequeño ascenso en mi carrera. Pero a usted le darían un millón de dólares.

Lorena le miró, intrigada.

- Explíquese mejor -pidió-. No entiendo nada; pero eso del millón me interesa.

- Ese hombre posee cinco millones que pertenecen al Gobierno. Este los ha dado ya por perdidos, y por ello está dispuesto a pagar de un veinte a un cincuenta por ciento de esa suma a quien le facilite los informes necesarios para recuperarlos. ¿Lo entiende ahora?

- No.

- Yo no podré huir de aquí ni lo intentaré tampoco; pero usted sí podrá hacerlo con ayuda de alguien.

- ¿De quién?

- Todavía no lo sé; pero lo encontraré. Acaso una mujer.

- ¿He de conquistar con mis encantos a una mujer?

- No. Ese trabajo me lo reservo-. Yo haré que la mujer le abra la puerta y que la mantenga abierta cuando usted regrese con los soldados. Ellos detendrán a Corrigan, y como habrán conseguido hacerlo gracias a usted, el premio lo recibirá usted.

- ¿Y por qué no usted y los otros?

- Porque nosotros pertenecemos al Gobierno y nuestra obligación está en recuperar ese tesoro sin reclamar ni un centavo.

- Vaya… Pero usted ha dicho que el Gobierno está dispuesto a pagar hasta un cincuenta por ciento del total del tesoro. Y el cincuenta por ciento serían dos millones y medio.

- Si usted coge los cinco millones y se presenta en las oficinas del Gobierno y hace entrega del tesoro, sin que sea necesario hacer nada más, usted recibirá dos millones y medio; pero si en la recuperación del tesoro intervienen soldados, se lucha y hay víctimas, entonces la cosa varía mucho. Usted sólo habrá suministrado unos informes, o sea, que sólo habrá hecho una pequeña parte del trabajo. El riesgo y el mayor esfuerzo habrá correspondido a los militares.

- ¡Ah! Ya entiendo. Pues… yo encantada de ganarme un millón. Usted decidirá lo que debo hacer.

- Ahora le voy a traer café. Bébalo como si le apeteciese mucho, porque he de traerle más. Necesito hablar con la mujer que lo prepara.

- ¿Es muy bonita?

- Pienso en ella como en una mujer útil, no en una mujer hermosa. Hasta ahora.

Freed fue adonde estaba Loreto y pidió en castellano:

- Una taza de café para la señorita que ha sido detenida conmigo.

Loreto le miró, sorprendida.

- Creí que no hablaba nuestro idioma.

- Hable bajo, por favor. Dígame quién de los dos le interesaba a usted más. ¿Bridges o Corey?

Loreto le miró con ojos desorbitados.

- Me iba a casar con Bridges -dijo. Y lentamente, agregó-: Si no le hubieran matado.

- ¿Sabe quién le mató? Mejor dicho, ¿sabe quién lo asesinó?

Loreto le siguió mirando con ojos abiertos e inexpresivos.

- ¿Sabe que lo asesinaron?

- Murió luchando contra Corey…

- Ya sabe usted que la cosa no ocurrió así. ¿No ha oído que su jefe y yo hablábamos de Corey y de Bridges?

Ella asintió con la cabeza.

- Pero no nos ha entendido, porque hablábamos en inglés. Sólo entendió los nombres de las personas a quienes mencionábamos.

- Sí.

- No sé lo qué ocurrió. Lo único que puedo decirle es que el hombre que actúa de jefe de ustedes se llama Dale Corrigan. Que está perseguido y reclamado por las autoridades militares. Que hay un premio por su cabeza y que Bridges tenía intención de cobrarlo. Por eso murió…

- El no era un traidor… -murmuró Loreto-. Era amigo del jefe.

- Claro. Pero murió a manos de su jefe y amigo. ¿Cuándo se iban ustedes a casar?

Loreto no contestó. Sirvió el café y ofreció la taza a Freed, que al tomarla insistió:

- ¿Cuándo se iban a casar?

- No sé -musitó la joven.

- ¿Es que él no quería casarse?

Loreto persistió en su silencio. Freed continuó:

- Los dos querían casarse y abandonar estos lugares; pero necesitaban dinero y Bridges quiso conseguirlo como fuera. Tal vez no escogió un camino muy decente; pero el amor no entiende de esas cosas. Es amor, y ya se dice que en la guerra y en el amor todo está permitido. Cualquier jugada es buena. El jugó algo sucio; pero lo hizo por usted.

- ¡Cállese! -pidió Loreto.

- Perdone si la hago sufrir con los recuerdos. Usted ha dicho qué clase de hombre era Bridges. Si cambió, lo hizo por usted. Y lo hizo, también, porque consideraba justa su acción. Hasta luego, señorita.

Regresó junto a la actriz, que, al beber el café, comentó:

- Está frío. No me extraña, después de tanto charlar. ¿De qué han hablado?

- He sembrado cizaña. Espero recoger una buena cosecha.

- ¿De cizaña? -preguntó Lorena.

- No. De trigo. Ya verá cómo la novia del muerto viene pronto a pedirme que le explique cómo se puede vengar.

- ¿Y si en lugar de eso habla con su jefe?

- Nada me puede ocurrir. Mejor dicho: todo lo malo que puede sucederme me sucederá lo mismo si ella habla que si permanece callada.

- ¿Cómo no nos tienen encerrados? Me extraña que nos dejen en libertad.

- No tienen dónde meternos y, por otra parte, no sería fácil escapar de aquí sin la ayuda de alguien.

- ¿Y sus soldados no acudirán a salvarnos?

- A su debido tiempo. Se necesitaría un ejército de veinte mil hombres para tomar esta posición. Ni con artillería se conseguiría nada. Espero que se atenderán mis órdenes…

- Se acerca la chica con más café -interrumpió Lorena.

- Me marcharé, para que no nos vean hablar demasiado. Dígale que usted se halla dispuesta a acudir donde se hallan las fuerzas militares y a guiarlas hasta aquí.

- Pero yo… Si no sé…

- No podemos perder tiempo. Usted irá a buscar a los soldados y los guiará hasta aquí por el camino que ella le indique. El plan no puede ser ni más complicado ni más sencillo.

La mejicana se había detenido frente a Lorena y mirando a Freed pidió:

- ¿Qué puedo hacer?

- Ella se lo indicará -respondió Freed-. Tiene que facilitarle la salida y el regreso sin que nadie la descubra.

Freed se levantó, desperezándose. Luego, cuidando de que su expresión no traicionara sus palabras, continuó, sonriendo:

- Debe ir en busca de socorros y tener la puerta abierta para el regreso. Antes de que se marche yo le daré un mensaje. Ahora vayanse juntas, como si usted la acompañara a algún sitio apartado de la vista de los hombres. Esto evitará sospechas.

- Lo hago por él… -murmuró Loreta.

- Ya lo sé -contestó Freed.

- No quiero ningún premio en dinero.

- ¿Ha hablado con alguien? ¿Le han confirmado mis palabras?

- Sí.

- Bien. Hasta luego.

Lorena Tufts se fue con la mejicana y regresó casi una hora después, sentándose junto a Freed, que estaba tendido de espaldas en el suelo, con una ramita de pino entre los dientes.

- Ya está todo arreglado -dijo Lorena-. Por lo visto, todos estaban deseando que los sobornasen.

- No debemos sobornar a nadie -dijo Freed-. No haga promesas. El dinero ha de ser para usted. Los otros podrán darse por dichosos con que olvidemos sus trapisondas. Perdón de sus pasadas culpas y nada más.

- Eso es lo que piden. Están convencidos de hallarse encerrados en una ratonera. Los que interceptaban los mensajes han sido detenidos por las tropas. Por lo visto, intentaron hacer resistencia y dos de ellos han muerto. El otro va a ser juzgado.

- ¿Cómo lo han sabido tan pronto?

- No sé… Deben de saberlo…

- No lo saben; pero es buena señal. Cuando en el castigo la imaginación va mucho más lejos que el castigador, entonces ya se puede asegurar que la fruta está madura. Continúe. ¿Qué dicen?

- En cuanto anochezca me harán salir de aquí por un camino. Debo regresar por él acompañada de los soldados. Ahora ellos esperan que usted diga lo que pueden hacer y lo que deben hacer.

- ¿Qué les ha ocurrido para que, de pronto, se hayan vuelto tan cobardes?

- Creen que serán exterminados. Además, muchos de ellos están casados y sus mujeres les desaniman. Ellas no quieren que ellos peleen por una causa perdida.

- De acuerdo -murmuró Freed-. Reúnase con ellos más tarde y dígales que nadie les perseguirá por lo que hayan hecho hasta ahora. Pero que es mejor que no estén aquí cuando lleguen las tropas. Podría producirse algún incidente involuntario.

- Ha sido muy fácil. Yo creí que estábamos condenados a no movernos de aquí hasta el día del Juicio Final.

- Yo sabía que la fruta estaba madura… -sonrió Freed; pero, al mismo tiempo, pensaba que un simple paso en falso bastaría para que el día del Juicio Final se adelantara para él y quizá para algunos más.