TRAICION EN MONTE BRUMAS
CAPITULO PRIMERO UN FORASTERO INSIGNIFICANTE
Arthur Freed entró en la Posada del Rey Don Carlos en el momento en que Lorena Tufts salía acompañada de Orlando MacGregor. Freed guiñó un ojo a la actriz, que le dirigió una mirada altiva mientras Orlando fingía no haber notado nada.
- ¿Quién es la hermosura que acaba de salir? -preguntó Freed a Yesares, que le observaba, divertido.
- Una actriz -contestó Yesares.
- Si su arte alcanza la mitad de su belleza, estaríamos frente a la mejor actriz del mundo. ¿Tienen ustedes habitaciones?
- Si usted dispone de dinero para pagarlas, sí.
Arthur Freed soltó una rápida carcajada.
- Tengo dinero.
Sobre el mostrador depositó un puñado de monedas de oro.
- Metal puro y brillante. Sólido. Distinto del papel que ahora se estila.
- Vale más el papel, puesto que, valiendo lo mismo, pesa menos que el oro -dijo Yesares-. ¿Cuál es su oficio, forastero?
- Viajante. Corredor de toda clase de artículos, especialmente licores. Usted debe de gastar muchos.
- Tengo mis proveedores -dijo Yesares-. Pero si quiere puede intentar convencerme.
- No -dijo Freed-. No lo intentaré. Sería una traición a la competencia. Prefiero que usted me compre una partida de licores por simple simpatía hacia mí. ¿Qué novedades hay en esta gran metrópoli de Los Angeles?
- Ninguna novedad que tenga menos de tres días. Mataron a un capitán del Ejército y todo anda revuelto desde entonces.
- ¿Quién le mató? -preguntó Freed.
- No se sabe.
- Persona o personas desconocidas. ¿No es ese el veredicto que se dicta en estos casos?
- Creo que sí. Procuro mantenerme alejado de los Tribunales. Por eso no puedo asegurarle si dicen lo que usted ha dicho o si emiten otro comentario. ¿Viene de muy lejos?
- ¿No pregunta usted demasiado, posadero?
- Hay nuevas ordenanzas muy severas desde que ocurrió lo del capitán. Dicen que Los Angeles se ha convertido en una población peligrosa.
- ¿No exageran? No me ha parecido peligrosa. Sobre todo, después de ver a la bella forastera.
- Vaya con cuidado. El capitán Lord la tiene sometida a continuos interrogatorios.
- ¿Sospecha que ella mató al capitán?
- Tiene base para afirmar en ella sus sospechas. Mientras tanto vamos viviendo algunas emociones. Se dice que un grupo de antiguos combatientes sudistas anda complicado en el asunto y que se han concentrado en Monte Brumas. No se sabe si se les perseguirá hasta allí o si se dejará que las aguas vuelvan a su cauce y todo recupere el ritmo normal.
- ¿Usted qué prefiere?
- La agitación provoca sed -dijo Yesares-. Yo vendo licores. Prefiero que mis clientes tengan sed.
- ¡Magnífico! -exclamó Freed-. Guarde el dinero que crea necesario para garantizar que no huiré sin abonar el hospedaje, indíqueme cuál es mi habitación y en seguida salgo a visitar clientes. Por cierto que ahora recuerdo que traigo un encargo particular para la señora… ¿cómo se llama?
Freed sacó una cartera llena de tarjetas, albaranes, recibos y un sinfín de papeles arrugados, de entre los cuales eligió, por fin, lo que buscaba.
- Sí, ahora lo recuerdo. No hubiera necesitado encontrarlo. Es para la señora Carmen Paz. ¿Dónde puedo encontrarla?
- ¿Le piensa vender licores?
- No. Traigo una carta para ella. Me la entregaron en Frisco.
- Si quiere, un empleado mío le acompañará hasta la casa. Si tratara de explicarle dónde está no me entendería.
- Muchísimas gracias. Aunque no me compre una gota de licor, diré a todo el mundo que es usted un hombre muy simpático.
Freed subió a su habitación y Yesares casi olvidó el incidente. El forastero resultaba demasiado legítimo para sospechar que pudiera ser otra cosa que un alegre corredor de esos que pellizcan las mejillas de las hijas de los taberneros, tienen siempre a flor de labios un piropo y nunca paran más de tres días en un mismo lugar.
Una vez en su cuarto, Freed borró su jovialidad y se cambió algunas prendas de ropa, mientras repasaba los últimos acontecimientos. Un agente secreto, personificado por el capitán Corey, había acudido a Los Angeles en busca del tesoro del Gobierno Confederado. En vez de hallar el tesoro, había encontrado la muerte sin tiempo para llevar a cabo la menor investigación. El había esperado encontrarlo vivo o, en el peor de los casos, encontrar sus documentos secretos; pero los informes que le habían ido llegando por el camino demostraban que todo había desaparecido. Tenía que empezar por el principio, aunque tenía algunos datos que el capitán Corey nunca había poseído.
Ante todo, quería ver a Carmen Paz. El criado que le acompañó por orden de Yesares le fue explicando algo de lo que pasaba.
- La señora Paz vivía en su casa; pero dice que de noche siempre entraban ladrones y al fin se fue a vivir con su tío. Yo creo que lo que ella oía eran fantasmas; pero las mujeres nunca piensan en lo natural y lógico. -El hombre lanzó un despectivo carraspeo-. ¡Ladrones! ¿Por qué? Ella misma ha reconocido que no le robaron nada, aunque lo registraron todo. Los ladrones no registran por el placer de desordenar las cosas. Eso lo hacen únicamente los fantasmas. ¿No cree usted, señor?
- Opino como usted, amigo. En un caso así hay que pensar en fantasmas. Sin duda debe de tratarse de una mujer algo desequilibrada.
- No, señor -replicó el criado-. Y eso es, precisamente, lo extraño. Es una mujer sensata. De las más sensatas que yo he conocido. Su única rareza es la de creer en ladrones. Todo el mundo sabe que no es rica. Ha tenido mucha suerte y hace bien a todo el que llama a su puerta; pero dinero… ¡Nada! Ni para pagarse una criada.
- ¿Y su tío? -preguntó Freed.
- Es de la cáscara amarga. Un basilisco. Mucho ruido; pero a la hora de pegar no acaba de hacer todo lo que promete. Desde luego, es un tipo insoportable. Ahora anda preocupado porque dicen que van a resucitar viejos y pasados pecadillos que cometió hace unos años. Allí está su casa. Siga usted por esta calle y no se perderá. Es aquella verja. El centinela de la puerta es uno de los hermanos Lugones. Muy peligroso. Evelio. No tolera bromas y desde que el Ejército anda escarbando por los montes está de peor humor que nunca. Adiós. Le dejo aquí porque Evelio es capaz de pegarme un tiro si se le antoja que le he mirado insultantemente.
Freed no dio ninguna propina al criado, que se alejó maldiciendo la tacañería de los viajantes comerciales. De haber recibido más de diez centavos, hubiera pensado que no era lógica tanta generosidad en un miembro de la profesión.
- ¿Qué se le ha perdido por aquí, forastero? -preguntó Evelio cuando Freed llegó ante él.
- Busco a la señora Carmen Paz, viuda de… No recuerdo de quién es viuda; pero me lo dijeron. Lo debo de tener escrito en algún sitio.
- ¿Para qué la necesita?
- Tengo que darle una carta.
- ¿De quién es la carta?
- No la he abierto.
- Pues quédese aquí y no se mueva hasta que yo vuelva. Si alguien quiere entrar, dígale que espere a que yo esté de nuevo aquí.
- ¿Y si insiste mucho? -preguntó Freed.
- Péguele con esto -replicó Evelio, entregando a Freed una especie de chorizo de tela relleno de arena-. Pero río ponga excesivo entusiasmo en el golpe, porque si uno se descuida, los golpes con esto son mortales de necesidad. ¿Dónde le dieron la carta?
- En San Francisco.
- ¿Y no sabe quién se la dio?
- Un hombre.
- ¡Sí que es usted poco curioso! -refunfuñó Evelio-. En seguida vuelvo.
Regresó al cabo de cinco minutos, arrastrando tras de sí el rifle con el cual montaba guardia.
- Entre -dijo-. Carmencita le espera. Y don Goyo también. Siga por este sendero y entre en la casa. Ya oirá las voces. Guíese por ellas.
Freed regaló un cigarro a Evelio Lugones y entró en la casa, oyendo, antes de cruzar el umbral de la puerta de entrada, la atronadora voz de don Goyo.
- ¡Me tienes que decir quién es el hombre que te escribe cartas de amor! No estoy dispuesto a tolerar que mancilles el buen nombre de un coronel confederado.
Carmen movía la cabeza como desesperando de hacer entrar en razón al obstinado viejo.
- ¡Pero si no tengo correspondencia con ningún hombre, tío! Se tratará de alguna carta sin importancia. Algún conocido que nos felicitará por algo que nosotros no recordamos…
Freed carraspeó desde la puerta de la sala.
- Buenos días -dijo-. Usted es la señorita Paz, ¿no?
Carmen se volvió hacia él.
- Claro que soy yo -dijo-. No hay otra mujer en la casa. ¿Dice que trae usted una carta? ¿De quién?
- No lo sé. Me la dieron para usted; pero no pude ver quién me la entregaba. Mejor dicho, no podría identificarlo aunque lo volviera a ver.
- ¿Era alto o bajo? -preguntó don Goyo.
- Regular.
- ¿Moreno o rubio?
- Castaño claro.
- ¡Pues sí que era poco llamativo! ¡Abre la carta de una vez!
Carmen tomó el sobre que le tendía Freed y en seguida adivinó su contenido. Otras veces, bajo aquella misma letra, le habían llegado cartas por correo.
- Muchas gracias -dijo nerviosamente-. Si en algo le puedo ser útil, disponga de mí.
- ¿No abres la carta? -preguntó don Goyo.
- Luego. Más tarde, tío.
Don Goyo lanzó un resoplido.
- Es la primera vez que veo a una mujer recibir una carta y no romperse los dedos abriéndola inmediatamente.
- Adiós, señora -dijo Freed-. Adiós, señor. He tenido un gran placer.
Salió tarareando una canción, alegre como unas pascuas y satisfecho de haber resuelto un pequeño problema.
En cuanto sus pasos dejaron de sonar en la gravilla del jardín, Carmen rasgó un ángulo del sobre y con una horquilla lo abrió cuidadosamente. El sobre estaba lleno de billetes de banco de cien dólares.
- ¿Qué significa esto? -gritó don Goyo-. ¿Desde cuándo recibes tú dinero así?
- Desde hace tiempo, tío -replicó Carmen-. Unas veces lo recibo mensualmente. Otras veces pasan dos meses y entonces recibo el triple que de costumbre.
- Bueno; pero alguien te lo debe de enviar, ¿no?
- Sí. Pero no sé quién. Algunas veces he encontrado un trocito de papel fino en el cual estaba impresa la palabra Dixie.
- ¿Dixie? ¿No era el himno guerrero del Sur?
- Sí. Ello me hizo creer que se trataba de una especie de auxilio a las viudas de guerra sudistas. Pero me extraña que envíen tanto dinero.
- ¿Cuánto hay ahí? -preguntó don Goyo.
- Mil quinientos dólares.
- Carmen… -Don Goyo adoptó su más seria actitud-. Carmen, quiero que me digas la verdad. ¿Te envía eso alguien que está enamorado de ti?
- ¿Yo qué sé? -replicó, impaciente, la mujer-. No sé nada. Unas veces llega por correo y en otras ocasiones me lo trae alguien que nunca sabe quién se lo dio. Al fin y al cabo, mi marido era un coronel del Sur…
- Los hubo a cientos -replicó don Goyo, sin darse cuenta de que ofendía y hería a su sobrina-. Empezaban por coroneles y terminaban en generales. Sólo había dos graduaciones.
- Pues en el Ejército californiano sólo había una, que era la de general -replicó Carmen-. ¡No sé qué clase de soldado fue usted, que no pasó de coronel!
Don Goyo lanzó un bufido como un gato que, de pronto, se da de bruces con un perro.
- ¿Qué estás diciendo? -gritó-. ¡Carmen!. ¡No me faltes al respeto!…
- Buenos días, don Goyo -saludó don César, desde la puerta-. No le pregunto si se encuentra bien, porque sus gritos se oyen en toda la ciudad, lo cual no sucede cuando se encuentra usted enfermo. ¿Por qué se pelean?
- Porque…
- ¡Por favor, tío, no divulguemos nuestros problemas! A don César no le interesan.
- Al contrario -replicó el hacendado-. Me encanta averiguar secretos ajenos. ¿Se trata de algún pecado grave?
- No es nada, don César -aseguró Carmen.
- ¿Es algo relacionado con el forastero con quien acabo de cruzarme?
- Sí -dijo don Goyo-. ¿Qué te parecería si a tu mujer le llegaran cartas llenas de dinero?
- Pues me parecería que yo era un hombre muy afortunado. Generalmente, las mujeres producen gastos, no ingresos. ¿Tienes a alguien que te envía dinero, Carmen?
Esta hizo un gesto de irritación dirigido a don Goyo.
- ¡Tío, no se porta usted bien! -dijo-. No debiera haber hablado de esto.
- ¿Por qué no? ¿Es que mi sobrina tiene algo que ocultar?
- Su tío -replicó don César, entre dos bostezos ruidosos; pero no tanto como para que su comentario no se oyera claramente.
- César, ahora eres tú quien pasa de la raya. ¿A qué has venido?
- A invitarles a todos a mi fiesta semanal de los viernes.
- Estamos hartos de saber cuándo recibes a los hambrientos y a los sedientos. Iremos. Ahora déjanos, porque hemos de arreglar este asunto entre Carmen y yo.
- Lo siento, tío -replicó la mujer-. Quiero salir a comprar algunas cosas. Don César me acompañará. ¿Le importa?
- Al contrario, mujer. Tendré mucho gusto. -Apagó un bostezo y mientras Carmen iba a arreglarse él se quedó con don Goyo, que paseaba de un lado para otro como un león enjaulado.
De cuando en cuando se detenía en seco y preguntaba a don César:
- ¿Te parece a ti bien eso de que le envíen dinero los desconocidos?
- Ella es mayor de edad y libre. Puede hacer lo que se le antoje.
- ¡En mi casa nadie hace lo que se le antoja! ¡Aquí se hace lo que yo ordeno! ¿Te enteras?
- No estoy sordo.
- ¡Y a quien no le guste mi carácter, que se marche! No retengo a nadie por fuerza.
- Si lo dice por mí, pierde el tiempo, don Goyo. Estoy acostumbrado a su carácter y ya me deja insensible. Es como el frío a los esquimales. Dicen que les hace sudar.
- Lo dice por mí y por Delia -dijo Carmen, regresando con la niña casi a rastras-. Pero no le molestaremos más. Nos vamos ahora mismo.
Delia comenzó a chillar. Ella no se quería ir de junto a tío Goyo.
- Si te la llevas, la reclamaré judicialmente -dijo el coronel Paz.
- No se la quitarían a su madre para dársela a un puercoespín como usted -respondió Carmen.
Quiso llevarse a la niña; pero la pequeña tenía tanto carácter como su tío y tras de limpiar con su traje blanco todo el suelo de la sala entre berridos y revolcones, hubo que dejarla porque estaba tiznada como una salvaje y con un traje que parecía recogido de un cubo de basura.
- ¡Luego hablaremos tú y yo! -prometió su madre-. Vamos, don César.
La niña se refugió en don Goyo, que la retuvo como si fuese un trofeo recién conquistado.
- No te preocupes, Delia -dijo el anciano-. Si tu madre vuelve con malas intenciones, le pegaremos un par de tiros.
Carmen, en el jardín, se desahogaba con don César.
- Yo no puedo soportar más esta situación.
- No le des demasiada importancia a tu tío. Es menos fiero de lo que él pretende hacernos creer. Le tengo bien estudiado y su mordisco está muy por debajo de su ladrido.
- Pero sabe decir cosas ofensivas.
- Contéstale de la misma manera. Le harás feliz. No vive tranquilo si no se pelea tres veces diarias. ¿Quién te envía el dinero?
- No lo sé. Desde hace años lo vengo recibiendo periódicamente.
- ¿Algún familiar?
- No. Los únicos ya los conoce usted, don César. Mi tío y mi primo. Los dos son incapaces de hacer un regalo y permitir que no se sepa que lo han hecho ellos. Generalmente llega por correo; pero esta vez lo ha traído un forastero.
- ¿Qué forastero?
- No sé. No le pregunté su nombre. En seguida empezamos a reñir tío Goyo y yo. Además, ya dijo usted que lo había visto salir de casa.
- ¡Ah! Pues si es aquél, debe de hospedarse en la Posada. Le invitaremos a que asista a la recepción. Tú no faltes. Lupita quiere hablar contigo acerca de algo. Lo sé porque me hizo un nudo en el pañuelo; pero no me acuerdo de qué se trataba, porque me dejé el pañuelo en casa. Al ir a utilizarlo y no dar con él, recordé lo del nudo. Lleva a Delia. Se divertirá. No anda muy sobrada de diversiones.
Carmen estrechó, hasta casi estrujárselas, las manos de don César.
- ¿Qué te ocurre? -preguntó el hacendado.
- ¡Oh, don César! Quisiera que usted fuese un hombre como… como… -No encontraba el símil y por fin soltó-: ¡Quisiera que fuese usted como el «Coyote»! Eso es. Como el «Coyote». ¡Le pediría tantas cosas!
- Pídeme algo. A lo mejor, sin ser el «Coyote» también yo lo puedo hacer. ¿Es cosa de dinero o de tiros?
- Creo que habría tiros.
Don César hizo un gesto de repugnancia.
- No, si hay tiros, desde luego, no me interesa. Pero si se puede arreglar con dinero…
- No es cosa de dinero, don César. Es… ¡Oh! No puedo resistir más. Desde hace algún tiempo sueño que mi marido está vivo.
- Yo he soñado cosas más inverosímiles.
- Precisamente porque me parece poco inverosímil es por lo que me preocupa y, aparte de impedirme dormir tranquila durante la noche, me impide descansar durante el día. Se me está creando una especie de obsesión insoportable. Todo este asunto de los sudistas que asesinaron a un antiguo oficial del Norte que se distinguió en una de las batallas más importantes de la guerra ha aumentado mi inquietud. Luego lo del dinero. ¿Y si mi marido estuviera vivo y me enviase parte del dinero que obtiene del tesoro?
- Si tu marido estuviese vivo, iría a verte. A ti y a la niña. Un hombre que se enamora de una mujer como tú y tiene una hija como Delia, no vive lejos de ambas.
- ¿Y si cuando se casó conmigo ya hubiera estado casado en otro lugar con otra mujer?
- Tú haces lo posible por martirizarte. A lo mejor el dinero que recibes te lo envío yo.
- ¿De veras? -preguntó, anhelante, Carmen, como si de la afirmativa respuesta de don César dependiera su paz espiritual.
- No -suspiró el hacendado-. No lo hago ni se me ha ocurrido nunca hacerlo. Perdóname.
- ¡Ojalá me hubiese engañado! ¡Usted no sabe lo que es vivir con la obsesión que me tiene como aferrada! Cualquier realidad, por mala que sea, es mejor que esta sarta de dudas.
- Atente a los hechos reales y no fantasees.
- Está bien, don César. Hoy he recibido mil quinientos dólares. Están dentro de este sobre. Véalo. Un sobre. En el sobre, mi nombre. Léalo. Carmen Paz, viuda… Ni siquiera dice de quién soy viuda, como si el que me envía el dinero sólo supiese que soy viuda; pero ignorase quién fue mi marido. Todo esto carece de sentido. Mil quinientos dólares es mucho dinero. ¿Por qué se lo han confiado a un desconocido?
- Para ti era desconocido; pero quizá no lo fuese para quien le entregó el sobre.
- Ha dicho que no lo conocía.
- Puede haber mentido. No te preocupes más, mujer. Deja que pase el tiempo y… lo que sea sonará cuando llegue la hora de sonar. ¿Dices que solías recibir el dinero por correo?
- Sí. Dentro de sobres certificados. El matasellos siempre era de San Francisco.
- Quizá esta vez no tenían sellos y tuvieron que fiarse de un desconocido. Hasta mañana, y no dejes de ir a la fiesta.
- Descuide. Iría aunque sólo fuese para distraerme un poco. No puedo soportar más el estado de nervios en que vivo.