CAPITULO V LAS ASTUCIAS DE ARTHUR FREED
El capitán Lew Lord no daba crédito a sus oídos mientras Freed le explicaba sus planes para capturar a Corrigan, si éste era realmente el hombre encastillado en Monte Brumas. El comandante del fuerte, harto de aquellas formas de luchar, había encargado a Lord la tarea de entenderse y ponerse de acuerdo con Freed. Lord, a medida que iba conociendo la situación del asunto, arrepentíase cada vez más de haber aceptado el encargo, aunque por disciplina poco podía hacer en contra de una orden terminante de sus superiores.
- Entonces…, ¿usted cree que el dueño de «El Miedo» era el coronel Corrigan?
- Claro que lo creo. Ustedes recibieron un mensaje telegráfico cifrado anunciando la llegada del capitán Corey, que servía a mis órdenes y que tenía muy investigado todo el asunto del tesoro de los confederados. A su debido tiempo respondieron ustedes confirmando la recepción del telegrama y anunciando que enviarían una escolta militar a recoger al capitán Corey. Llegó la escolta; pero no la que ustedes enviaron, sino otra, lo cual demuestra que su mensaje fue interceptado.
- Pero si sólo el comandante conocía la clave secreta nueva…
- La conocían los que interceptaron el mensaje. Eso de interceptar mensajes no es difícil. Por ello se utilizan claves secretas; pero una clave telegráfica es muy fácil de descifrar. Basta con que se produzcan situaciones artificiales, provocando accidentes graves, para que el fuerte los tenga que Comunicar a la Jefatura Militar utilizando la clave secreta. Los que han provocado los accidentes saben que se hablará de ellos. Si, por ejemplo, se han robado diez caballos, ellos saben que en el mensaje se mencionará la palabra caballos y el número diez. Con un poco de experiencia casi puede decirse que sabrán exactísimamente en qué parte del mensaje se empleará el número diez y la palabra «caballos». Con sólo que sepan qué palabra se usa en lugar de la de «caballos» y qué «número» representa el diez, ya tienen el hilo que les permitirá sacar el ovillo. Luego pueden provocar otros accidentes que también habrán de ser comunicados al Alto Mando, y así, en dos o tres veces, se enteran de lo fundamental de la clave nueva. No, capitán, no es ningún imposible descifrar una clave secreta. Y no olvide que, si se trata de quienes sospechamos, hay entre ellos antiguos telegrafistas del Ejército confederado.
- Entonces, ¿qué piensa hacer después del fracaso de sus planes en la fiesta?
- No creo que hayan fracasado tanto como usted imagina. Al contrario. Creo que he triunfado en toda la línea.
- No lo entiendo.
- Esa es la noticia más grata para mí. El que usted no lo entienda equivale a que tampoco lo entenderán ellos. Me refiero a los que trato de engañar.
- ¿Qué más?
Lord estaba furioso por aquella inclusión entre los tontos.
- Enviaremos un mensaje que sacará de su guarida a Corrigan.
- ¿Le hará caer en nuestras manos?
- Así lo espero. Aquí tiene el mensaje. Haga que lo traduzcan y lo transmitan en seguida.
Lord, aunque no había recibido permiso para ello, leyó la nota que le entregaba Arthur Freed.
- Es canallesco -dijo. Y releyó el mensaje:
«He convencido a señora Corrigan me acompañe mañana en diligencia a Frisco para presentarle al que me entregó carta con dinero para ella. Tengan preparados agentes para que la sometan a interrogatorio y así averigüemos quiénes se han relacionado con ella antes de ahora.-B. G.»
- Un ardid de guerra. Si el marido lee este telegrama saldrá a detener la diligencia y se encontrará con una sorpresa.
- ¿Se lleva usted a la señora Paz engañada a San Francisco?
- Eso es. ¿Le parece mal?
- Despreciable. ¿Por qué hemos de ensuciar nuestro uniforme con semejantes métodos?
- Yo no llevo uniforme, capitán. Represento al Servicio Secreto, trato de recuperar un tesoro que pertenece a la nación, y también, aunque usted lo haya olvidado, trato de vengar la muerte de un compañero de armas de usted que fue asesinado gracias a un ardid no más despreciable que el empleado por mí.
- Pero mezclar a una mujer…
- ¡Capitán! El que usted y yo estemos enamorados de esa mujer no importa para que ambos tengamos que anteponer a nuestros sentimientos las obligaciones contraídas al entrar al servicio de la patria. Si usted no se considera capaz de luchar por su patria, presente la dimisión y pase al calabozo hasta que se aclare este asunto.
- Creo que, ante todo, debemos luchar como caballeros.
- Luchamos con las armas que tenemos a nuestra disposición. ¿Cree que ese hombre, sea Corrigan o quien sea, acudiría a pelear a campo abierto contra un escuadrón de caballería? No. No acudiría porque sabe que sería derrotado. Usará otras armas. Las que a él le convengan. ¿Por qué hemos de utilizar nosotros las nuestras de siempre? Para saber cuánto hacen varias cantidades distintas empleamos la regla de sumar. Para repartir una cantidad entre determinadas personas a partes iguales empleamos la división. Y para sacar una parte de una cantidad empleamos la resta. Nunca nos limitamos a utilizar una sola operación para todos los problemas. Por lo tanto, según sea la ocasión, así serán los métodos de guerra que utilicemos.
- Está bien. Perdone mi apasionamiento. No estoy locamente enamorado de la señora Paz. Sin embargo, confieso que siento cierto interés por ella.
- Yo estoy enamorado y no soy hombre que se detenga ante un obstáculo más o menos -dijo Freed-. Cuando conviene, soy duro como el acero. En San Francisco la policía local me consiguió una carta, dirigida a la señora Paz, dentro de la cual iban mil quinientos dólares. Un hábil falsificador imitó la letra y en lugar de hacer la entrega por correo la hicimos a mano. Así yo pude presentarme como posible conocedor del secreto. Pensé que la señora Paz estaba enterada de todo; pero me encontré con que ignora quién le envía el dinero. Cualquier responsabilidad que se derive de este asunto la dejará a ella libre de sospechas y culpas.
- ¿De veras?
- Y, a ser posible, ella no se enterará nunca de que su marido está vivo, si es que lo está.
- ¿La dejará viuda de nuevo?
- Es posible.
- ¿Y sería capaz de casarse con la viuda del hombre a quien usted habría matado?
- Procuraría no ser yo quien le matase.
- Pero la responsabilidad moral…
- Eso se olvida cuando se tienen años de experiencia guerrera. Transmita el mensaje.
Lord vaciló antes de marcharse.
- Admiro su habilidad y su inteligencia -dijo.
- Gracias -sonrió Freed, y mentalmente agregó-: «Hay mucha más astucia de la que tú imaginas, infeliz».
Lorena Tufts movía nerviosamente las manos y miraba, sin apartar ni un momento la vista, al enmascarado y al revólver con el que jugueteaba, cual si fuese un objeto inofensivo.
- ¿No le parece buena mi oferta, señorita? -preguntó el «Coyote».
- S… sí. Claro. Es… es mucho dinero. Mas… el peligro…
- Ninguno. No olvide que yo la protejo.
- Sí; pero, ¿y si lo olvidan los otros?
- Yo me encargaré de que no lo olviden. Haga lo que le he dicho. Repita lo que he escrito en ese papel y esté segura de que nada le habrá de ocurrir.
- Como usted quiera. Si no fuese porque necesitamos el dinero…
- ¿No le pagó bien don César?
- No… No nos dio nada.
- ¿Es posible?
La burlona expresión del «Coyote» hizo vacilar a Lorena. Sin embargo, no era posible que el enmascarado supiese lo que don César había pagado.
- Claro. Lo hicimos gratuitamente, para darnos a conocer.
- Pero, ¿no le dio nada? ¿Lo que se dice nada?
- Creo que dio unos dólares a Lacey. Veinte o treinta.
El «Coyote» se acercó al tocador de Lorena y, abriendo una polvera de carey, preguntó:
- ¿Cree que encontraríamos algo entre los polvos de arroz si rebuscásemos un poco?
Al mismo tiempo que decía esto cogió una larga aguja de sombrero y pinchó en los polvos con tal acierto que sacó prendida por el aro una sortija con un magnífico rubí.
Lorena la miró llena de asombro.
- ¿Verdad que ayer no tenía este anillo? -preguntó el «Coyote».
- ¿Cómo ha sabido…?
- Tal vez me lo dijera don César.
- Pero, ¿y el escondite?
- Muy vulgar. Me lo contó algún ladrón de hoteles. Sin duda usted escondió el anillo para que sus compañeros no se lo comiesen, ¿verdad?
- No tengo joyas -sollozó Lorena-. Una artista sin joyas es como una lámpara sin petróleo: no puede lucir. ¿Cómo llegaré a ser alguien si la gente me ve sin joyas?
- Es natural -sonrió el «Coyote»-. Todos se preguntarán lo mismo. ¿Qué clase de mujer es ésa que no ha conseguido que ningún admirador le regale una joya? Le prometo no olvidarme de sus ideas y de sus ilusiones. Le pagaré muy bien el trabajo. Adiós…
- Por favor -le interrumpió Lorena-. Salga por la puerta. No quiero pasar la noche entera sin dormir, temiendo que de un momento a otro aparezca usted a través de una pared.
El «Coyote» inclinó la cabeza y, apagando de un soplo las dos velas que alumbraban la habitación de Lorena en la Posada del Rey Don Carlos, fue hacia la puerta y la abrió, cerrándola en seguida.
Fuera se oían voces y cuando Lorena volvió a encender la luz se encontró sola. En la puerta sonó una llamada y la voz de MacGregor, que preguntaba si se podía entrar.
- Un momento -rogó Lorena, ocultando de nuevo el anillo dentro de la caja de polvos. Luego se arregló el traje y dijo-: Adelante.
- ¿Qué tal, Lorena? -preguntó Orlando MacGregor.
- ¿Has visto a alguien?
- No sé a quién te refieres. He visto a mucha gente.
- ¿Hace mucho que estabas cerca de la habitación? ¿No oíste nada?
- Vi entreabrirse la puerta de este cuarto. ¿Ibas a salir?
- Sí…, iba a salir -tartamudeó Lorena, pensando que ya no podría descansar tranquila aquella noche, temiendo que de un instante a otro apareciera, filtrándose por las paredes, el fantasma del «Coyote».