CAPITULO V UNA SORPRESA PARA DON CESAR

Jim McKenna hacía esfuerzos por recordar. No era fácil. Estaba seguro de que antes de recibir el golpe dentro de la oficina del «sheriff» había visto al hombre que se lo iba a pegar; pero en seguida se abatió sobre él una densa niebla que seguía ocultando las facciones de su agresor, pues aún no había conseguido disiparla. Lo único que recordaba era su sensación de sorpresa antes de caer sin sentido. No sorpresa por el ataque, sino por la personalidad del atacante.

Como en anteriores ocasiones, McKenna desistió de seguir intentando recordar lo que huía a sus esfuerzos. Ya recordaría cuando llegase el momento oportuno. Ahora tenía otras ocupaciones. Había repartido su banda en torno a los domicilios de los jurados elegidos por Harley. Esperaba los informes de su gente. Pero no confiaba recibir ninguno antes de la madrugada, pues hasta que se hiciese de día tenían que permanecer al acecho de un enmascarado.

A medianoche McKenna encaminóse hacia el hotel. Aquella parte de la tarea la realizaría personalmente. Cuando entró en el penumbroso vestíbulo, el vigilante nocturno levantó la cabeza, interrumpiendo su duermevela, y abrió mucho los ojos.

- Sigue durmiendo. -indicó McKenna-. Y olvida que has despertado.

- Sí, señor -respondió el vigilante, agregando-: ¿No sería preferible que me marchase?

- No vengo a cometer ningún asesinato ni robo -replicó McKenna-. Duerme tranquilamente.

El vigilante obedeció, mientras el bandido subía al piso y deteniéndose ante la puerta de la habitación de don César de Echagüe llamaba a ella con los nudillos.

Mientras esperaba que le abrieran cubrióse el rostro, hasta el borde de los ojos, con un pañuelo de hierbas y desenfundó el revólver.

Don César abrió la puerta y la visión del encubierto rostro y del descubierto revólver le hicieron abrir también los ojos a la vez que lanzaba un débil;

- ¡Oh!

- No se asuste -indicó McKenna, empujando con el revólver al hacendado hacia el interior del cuarto y cerrando tras él la puerta.

- ¿Puedo sentarme? -preguntó don César-. Debo de tener algo en las rodillas.

- Siéntese -replicó McKenna, enfundando el arma-. Y no se preocupe por eso que nota en las rodillas. Es, simplemente, miedo. Se le pasará en cuanto yo me marche.

- Pues… -Don César emitió una fugaz sonrisa-. No tome a mal mis palabras, pero si puede marcharse lo antes posible, se lo agradeceré muchísimo. Dígame lo que tiene que decirme.

- ¿Cómo sabe que le tengo que decir algo? -preguntó, suspicaz, McKenna.

- Desde el momento en que no viene a matarme, es de suponer que viene a decirme algo, ¿no?

- Claro… -McKenna se desconcertó un poco-. Bueno, usted ha sido elegido para juzgar a ese mejicano que mató a tres tipos ayer.

- Sí, señor. Pero no para juzgarle, sino para decir si es culpable o no lo es.

- Es lo mismo. ¿Qué piensa usted decir?

- Lo que usted ordene.

- No toleraré bromas ni trampas, ¿eh?

- Me parece usted una persona demasiado seria para tolerar semejantes cosas. Además, emplea usted argumentos muy convincentes, señor.

- Ustedes, los mestizos, suelen tener un molesto sentido del humor. No sé si ha dicho burlonamente que hará lo que yo mande; pero le aseguro que estoy dispuesto a obligarle a que cumpla al pie de la letra mis instrucciones.

- Bien; pero, ¿podría aclararme un detalle? - preguntó don César, como si algo le preocupara especialmente.

- ¿Qué detalle? -preguntó, desafiador, McKenna.

- Al llamarme mestizo, ¿lo ha hecho usted involuntariamente, por creer que soy mestizo, o bien para ofenderme?

- Para ofenderle -contestó McKenna-. ¿Por qué?

Don César se encogió de hombros.

- Por nada. Simple curiosidad.

- Si le molesta y quiere pedirme cuentas… -ofreció McKenna, acercando la mano a la culata de su revólver.

- No, no -respondió, apresuradamente, don César-. Si no me ha molestado lo más mínimo.

- ¿En? ¿Es que no le ofende que le llamen mestizo?

- No, señor. -Don César sonreía plácidamente-. Me ofendería, quizá, el que usted creyera que soy mestizo; pero si dice que me llama eso con intención de ofenderme, confiesa que no me cree mestizo, que no desea otra cosa que molestarme. Quizá le resulte un poco confuso; pero, siéntese y se lo iré explicando.

Maquinalmente, McKenna se sentó en la silla que indicaba don César, quien siguió:

- Si yo le dijese que usted es un jarrón de Sajonia, usted se echaría a reír.

- ¿Por qué? -preguntó McKenna.

- Porque usted no es una porcelana de Sajonia.

- ¿Y eso qué es? -inquirió McKenna.

- ¡Caray! -exclamó el californiano, rascándose la nuca- Me pone usted en un aprieto. ¿Cómo le podría yo explicar lo que es una porcelana de Sajonia? Porque si le digo que es una porcelana parecida a la de Sevres, tampoco le aclaro nada, ¿verdad?

- No -contestó el bandido.

- ¿Sabe lo que es un periódico? -preguntó don César.

- ¡Claro que lo sé! ¿Por quién me ha tomado?

- Por nada y por nadie, señor -respondió el hacendado.

- ¿Y qué tiene que ver un periódico con esas porcelanas de que usted ha hablado?

- Nada…

- Entonces, ¿por qué las compara?

- Yo trato de compararle a usted con un periódico -murmuró don César.

- Ahora le entiendo menos que antes. Yo no me parezco en nada a un periódico.

- ¿Le ofendería que le llamase periódico?

- Creería que estaba usted loco.

Don César fingió quedarse pensativo. Rascóse los dientes. Movió la cabeza y, por fin, replicó:

- Ahora ha complicado usted las cosas.

- ¿Por qué? -preguntó McKenna-. Y aún no ha contestado a mi pregunta.

- Usted me ha llamado mestizo. Yo le he llamado periódico. Yo no le he ofendido, porque usted está seguro de no ser un mesti… Quiero decir que usted está seguro de no ser un periódico, y por tanto, se ríe de mí opinión.

- ¿Su opinión? ¿Qué tiene que ver su opinión con eso del periódico? -McKenna empezó a hablar amenazador-, ¿Es que opina que yo soy un papelucho?

- No, señor. Yo no opino semejante cosa; sólo digo que si le llamase periódico usted no se ofendería.

- ¿No me enfadaría? -McKenna comenzó a frotarse la pierna derecha con la palma de la mano, como si quisiera afilarla-. No lo sé -dijo.

- No se ofendería porque usted no es un periódico. Sólo nos ofenden cuando nos dicen lo que somos. Quiero decir que sólo nos ofendemos cuando alguien nos dice lo malo que de nosotros se sabe. Si yo, para ofenderle, quisiera llamarle periódico, usted se echaría a reír, porque usted no es un periódico, y además, sabría que mi intención era molestarle; pero, en realidad, yo estaba convencido de que usted no era un periódico. O sea, que usted sabe que yo no soy mestizo. Me ha llamado eso para molestarme. Usted lo ha confesado. ¿Por qué me voy a ofender si sé que usted no cree que yo sea un mestizo?

- ¿Y si creyese que lo es? -preguntó McKenna.

- Entonces tampoco me ofendería, porque, al fin y al cabo, usted expresaría una opinión adquirida de buena fe.

- Entonces…, ¿cómo hay que ofenderle para ofenderle?

- Dudo mucho que haya nadie capaz de ofenderme. Soy un hombre amante de la paz y de la tranquilidad. Procuro no exaltarme.

- No tiene sangre.

- Si no tuviese sangre estaría muerto.

- Es usted un cobarde.

- Soy prudente. A eso lo llaman algunos cobardía Otros lo llaman sensatez.

- No tiene usted fama de valiente, señor De Echagüe.

- Nunca la eché de menos. Considero que una fama así no sirve de nada. Es un estorbo.

- A mí no me lo parece.

- El perro manso recibe más comida que el lobo fiero. El uno entra en todas partes, es bien recibido, acariciado, e incluso, si le asalta la tentación, puede robar algún pedazo de carne. En cambio, el lobo encuentra puertas cerradas, recibe palos o tiros y no come siempre que quiere. Pero estamos hablando demasiado. Usted debe de tener sueño.-Don, César bostezó ruidosamente. Luego, sacudiendo la cabeza, continuó- Si me dice lo que he de decir, lo diré cuando usted quiera.

- ¡Ah, sí! Yo venía… Bueno, mañana usted irá al Juzgado y seguramente el juicio será corto, porque hay poco que decir en favor y en contra de ese loco de Salgado. El Jurado decidirá su suerte y saldrá a anunciar el veredicto.

- ¿Culpable? -preguntó don César, viendo que el otro no seguía.

- No. Inocente.

Don César bajó la vista hacia su mano izquierda. La estuvo observando calculadoramente durante unos segundos y, por último, preguntó sin mirar a su visitante:

- Esto es muy peligroso. Yo tenía la esperanza de que usted me ordenara que lo declarase culpable.

- ¿Usted? ¡Pero si usted es el único amigo que tiene Salgado!

- No. Usted también es amigo suyo. De lo contrario… no me pediría que fallase no culpable.

- Yo cumplo órdenes. Y usted hará lo que yo.

- Si cumplo sus órdenes no haré más que poner mi cuello en la misma cuerda con que lincharán a Salgado sus enemigos cuando se enteren del fallo.

- ¡Usted hará lo que yo le ordene! -gritó, amenazador, McKenna, a la vez que se incorporaba-. Ya sabía que usted iba a ser la parte difícil de la tarea. ¡Pero si no obedece por las buenas, lo hará por las malas!

- Me pone entre la espada y la pared -suspiró don César-. No sé qué hacer.

- ¡Oiga, mestizo, indio, o lo que sea! He venido a verle para darle una orden. Usted la cumple y se expone a lo que sea; pero tenga en cuenta que si no hace lo que le ordeno, su vida no valdrá ni la mitad de lo poco que está valiendo ahora la de Salgado. No valdrá nada; porque si comete una imprudencia, yo me encargaré de arrancarle la piel a balazos. ¿Entiende?

- Habla usted claro, pero no me gusta la perspectiva,

- Un momento -siguió McKenna, echando contra el rostro de don César su aliento cargado de tabaco y licor,-. No piense que puede escapar, porque si lo intenta se llevará una sorpresa de la que ya nunca más se recobrará. No tiene usted más remedio que cumplir mis órdenes. Al fin y al cabo, no es seguro que los ferroviarios le linchen; pero en cambio, sí es seguro que yo, con este «persuasor» -desenfundó de nuevo su revólver.- le…

McKenna no pudo terminar porque de nuevo su cabeza estalló bajo el impacto de un mazazo descargado con toda la energía acumulada en unos jóvenes brazos. Como un saco desplomóse a los pies de don César, quedando éste frente a su hijo, que sostenía un nudoso bastón coronado por una bola de cobre dorado.

- ¿He llegado a tiempo? -preguntó el joven a su padre.

- No has evitado un crimen; pero has resuelto una situación desagradable -sonrió don César-. Si tardas un minuto más me hubiera muerto asfixiado por el aliento de este tipo. Es muy lindo ese bastón,

- Se lo quité a un vecino que lo olvidó junte a la puerta de su cuarto. Debió de estorbarle para abrirla… y luego olvidó recogerlo.

- Es la segunda vez que le das en plena cabeza. Retírate y evita cruzarte con él. Si se enterase de quién la ha tomado con su cabeza, te devolvería con creces los golpes.

- ¿Hice mal entrando? -preguntó César.

Su padre movió negativamente la cabeza.

- Me alegro de que lo hayas hecho. Así se justificarán algunas cosas.

- ¿Cuáles?

- Vuelve a tu cuarto y procura oír lo que hablaremos cuando él despierte.

- No se oye nada. Sólo comprendí que tenías visita cuando, hace un momento, él levantó la voz.

- Pues ya te lo explicaré. Vete, hijo.

Don César empujó al joven hacia la puerta, y luego, regresando junto a McKenna, recogió el revólver que éste había soltado a efectos del bastonazo, extrajo los cartuchos, los tiró por la ventana, y luego, conservando el revólver, se sentó en espera de que su visitante recobrará el sentido.

McKenna invirtió unos cuatro minutos en volver en sí. Cuando, entre gruñidos y quejidos, terminó de incorporarse, su mirada buscó al autor de la agresión; luego, sobresaltado, se llevó las manos al rostro. Sus ojos expresaron claramente la sorpresa que le producía encontrar allí el pañuelo.

- ¿Quién me ha pegado? -preguntó con ronca voz.

- El «Coyote» -contestó don César.

McKenna le miró como si se hubiera olvidado de su presencia. Al ver que tenía entre las manos el revólver, levantó las suyas en señal de rendición.

- ¡No, no! -pidió don César, ofreciéndole el revólver-. No tengo malas intenciones contra usted.

McKenna tomó el revólver, y por el peso del arma comprendió que estaba descargada.

- ¿Dice que fue el «Coyote»? -preguntó mientras volvía a meter cartuchos en el cilindro.

- Sí. Venía a verme y usted le estorbaba. Le dejó sin sentido. Creo que fué muy considerado.

- Desde luego -admitió McKenna-. Yo no habría vacilado en matarle. Pero supongo que no le convenía eliminarme.

- Yo no sé nada de nada. El «Coyote» me dio una orden, y por fortuna, por una vez, ustedes y él van de acuerdo. Ahora ya me asusta menos la perspectiva de decir que Salgado es inocente.

- ¿Fue eso lo que le ordenó el «Coyote»? -preguntó McKenna, enfundando su arma.

- Eso fue.

- ¿Le dijo que yo había venido a ordenarle lo mismo?

- No, señor.

- ¿Por qué no se lo dijo?

- Porque no me lo preguntó. Se limitó a decir: «Ya supongo a qué deberá la visita de este tipo, y le dio un ligero puntapié para indicar a quién se refería. El veredicto, César, ha de ser no culpable. Yo evitaré las consecuencias.» Y no dijo nada más, excepto que recogió su revólver, lo descargó, tiró las balas por la ventana y se fue después de entregarme el Colt, sin duda para que se lo devolviese a usted.

- ¿Qué más dijo?

- Nada más.

- ¿Qué más dijo? -insistió McKenna.

- Le repito que no dijo nada más. Quizá dijo «Adiós» al marcharse. ¡Ah, sí! También dijo algo acerca de que venía de hacer otras visitas.

- ¿Cómo sabe que era el «Coyote»?

- Porque lo parecía.

- Usted es amigo suyo.

- No soy su enemigo; pero nadie es amigo del «Coyote.»

- ¿Nadie? ¡Hum! ¿Me quitó el pañuelo?

- No.

- ¿Por qué?

- Supongo que no le interesaría ver su cara, o tal vez ya la conocía.

- ¡Hum! Esto es muy raro. Me parece que usted no dice toda la verdad.

- Digo lo que sé. Si dijera más, mentiría.

- ¿Está seguro de que usted no dijo al «Coyote» que yo le había ordenado que dictase veredicto de inocencia?

- Estoy seguro.

- ¿Por qué no lo dijo?

- Porque, sin duda, el «Coyote» se hubiera asombrado o extrañado, le habría hecho volver en sí, le hubiera interrogado, y mientras tanto, los amigos de usted quizá hubieran venido. Al encontrar al «Coyote» lo más probable es que hubiesen huido; pero a lo peor le hubieran hecho frente y esto se hubiera transformado en un campo de batalla. No me gusta el silbido de las balas.

- Bien… Bien… Pues obedezca órdenes. Y no deje de ir al Juzgado.

Con pasos aún vacilantes, McKenna salió del cuarto, bajó al vestíbulo, quitándose el pañuelo, y preguntó al vigilante nocturno:

- ¿Has visto entrar y salir al «Coyote»?

El hombre desorbitó los ojos, y para contestar sólo pudo hacerlo moviendo negativamente la cabeza.

- ¿No ha entrado por aquí? -preguntó de nuevo McKenna.

- No, señor.

Más tarde, cuando su gente se reunió con él, todos dieron el mismo informe:

- Nadie fue a visitar a aquella gente.

- ¡Ciegos! -gruñó McKenna-. Tuvisteis al «Coyote» ante vuestras propias narices y le dejasteis escapar…

- Le aseguro, jefe, que no… -protestó uno.

- ¡Digo que estuvo allí y lo sé! -cortó McKenna-. ¡Cuadrilla de idiotas!