CAPITULO IV COLMILLOS NUEVOS PARA UN LOBO VIEJO

Lin Carey estaba bebiendo en el bar del hotel cuando Agatha Farish se detuvo en el vestíbulo, junto a la puerta, dejando que su figura se reflejara en el espejo de encima de las estanterías repletas de botellas de licores. Su imagen permaneció allí unos momentos antes de que Lin Carey la descubriese. Al verla, antes de que ella pudiese desviar su mirada, comprendió que la joven deseaba hablar con él, y, tirando sobre el mostrador un billete, fue hacia la hija del coronel, sin aguardar a que le devolvieran el cambio.

- ¿Cómo está usted, señorita Farish? -preguntó al llegar ante ella.

Agatha se turbó visiblemente.

- Deseaba verla de nuevo para repetir mi agradecimiento por su ayuda -siguió Carey, procurando librarla de su turbación.

- No tuvo importancia… -tartamudeó la joven-Creo que le avisé instintivamente, sin darme cuenta de lo que hacía.

Rozándole el brazo con las yemas de los dedos, Carey llevó a Agatha hasta uno de los redondos sofás de peluche, fuera del alcance de las miradas de los haraganes y curiosos del bar.

- Espero que no lamente haberme avisado- dijo.

- ¡Eso no! -exclamó Agatha-. Me gustó que ayudase usted a aquel hombre.

- Sólo le ayudé a medias. Por mi intervención lo detuvieron.

- Sin ella lo hubiesen matado.

- Y sin la de usted el muerto hubiese sido yo. ¡Cuánto agradecimiento encadenado! Pero… a lo mejor usted me buscaba para pedirme algo. Si fuera así, tenga la seguridad de que, tal como dije, mi mayor placer sería corresponder a su ayuda.

- Mi padre desea hablar con usted.

- ¿Su padre?

El rostro de Carey se nubló.

- ¿Le disgusta? -preguntó, ansiosamente, Agatha.

- No. Me extraña; pero supongo que debe existir algún motivo importante para ello.

Agatha miraba, ansiosa, el rostro de Carey. Buscaba en él una explicación a su súbito endurecimiento.

- Yo odio el ferrocarril -dijo Carey.

- ¿Y a los hombres que lo construyen? -preguntó Agatha.

- Creo en sus buenas intenciones y que no saben el daño que producen. Para ellos es progreso y dinero. Para los míos ha sido muerte y ruina. Usted conoce mi profesión, si es que se puede llamar así a lo que yo hago.

No fue una pregunta. Era una afirmación. Agatha asintió. -Sí,

- Pero no conoce mi historia. -No.

- ¿Le interesa?

- No sé…

- No es larga. Se puede condensar en pocas palabras. Mi familia vivía en Indiana, cerca de Cincinnati. Poseía unas tierras en el camino de Chicago. Cuando el ferrocarril «Chesapeake y Ohio» se extendió hacia allí nuestras tierras quedaron dentro de su camino. Nuestra casa iba a ser partida por la vía férrea. Unos hombres, delegados de la Compañía, visitaron a mi padre. Le dijeron que el Gobierno le obligaba a vender su granja al precio que él mismo fijase. Cada uno de aquellos hombres llevaba un saquito de cuero lleno de dólares de oro. ¿Cuánto quería mi padre? Pidió cinco mil dólares y se los dieron. Luego le invitaron a ira formalizar la escritura de venta. Salieron con él y ya no les volvimos a ver. A mi padre lo encontraron ahogado en una charca. Había estado bebiendo con los del ferrocarril. Se emborrachó. Al salir de la taberna los otros se quedaron y él se fue solo. ¿Cayó en la charca por accidente? ¿Fue empujado? Yo creo esto, porque el dinero de la venta no apareció. En cambio, a los pocos días se presentaron otros hombres que traían la escritura de venta a favor de la Compañía, firmada por mi padre. Nos echaron de la casa. Mi tío, el hermano de mi padre, quiso resistir. Lo apalearon hasta convertirlo en un inválido. Luego nos dieron una hora de tiempo para llevarnos los muebles, y antes de que terminásemos de sacarlos ya prendieron fuego a la casa, para no perder tiempo en derribarla. Antes de que nos marchásemos de Indiana ya estaban los raíles en nuestros campos y sobre las cenizas de nuestra casa. Nos dirigimos hacia el Oeste, instalándonos en Omaha. También llegó allí el ferrocarril. Esa vez fue el «Union Pacific.» Nuestras tierras estaban lejos de las vías, pero mi hermano, olvidando la muerte de nuestro padre, aceptó un empleo en el ferrocarril. Una noche tampoco volvió él. En una taberna pelearon dos hombres por cualquier cosa. Salieron a la calle a cambiar unos tiros. Dispararon doce sin causarse ningún daño; pero una de aquellas balas alcanzó a mi hermano y lo dejó muerto en plena calle mientras sus asesinos se reconciliaban y volvían a la taberna para celebrar que la víctima hubiera sido un cualquiera en vez de ser uno de ellos. Al terminar, incluso depositaron medio dólar cada uno en el sombrero que pasaba un predicador para reunir lo necesario para el entierro de mi hermano. Mi madre no lloró. Limpió el cadáver de mi hermano. Lo vistió con su mejor traje, hizo que el barbero le rizase el cabello y lo perfumara. Luego, ella y yo acompañamos el cadáver hasta el desolado cementerio, junto a la vía férrea. Mi hermano fue enterrado entre un jugador tramposo que murió de una cuchillada y una bailarina que murió vomitando sangre. A su alrededor reposaban unos cuantos ferroviarios que murieron en un accidente, al volcar un vagón de carga. Eran tumbas que apenas levantaban unas pulgadas del suelo, porque el viento, que soplaba incesantemente, se iba llevando la tierra, alisando los montículos, matando cualquier planta que no fuera la hierba que alimentaba a los búfalos. Cuando volvimos a casa, mi madre dio de cenar a mi tío y me hizo acostar en seguida. Al día siguiente, ya no estaba en casa. Habían desaparecido ella y el revólver que fue de mi hermano. Tardé una semana en encontrar sus restos. ¡Y ojalá no los hubiese encontrado nunca! Los lobos y los buitres se me anticiparon. Sólo por su ropa y por el revólver pude identificarla. El revólver conservaba cinco cartuchos intactos y una cápsula vacía. Enterré a mi madre lo más cerca posible de mi hermano. Luego engrasé el revólver, lo limpié del óxido, cambié los cartuchos y, antes de venir a California, maté a los dos hombres que fueron causa de la tragedia. Más tarde supe que, no pudiendo dar conmigo, los ferroviarios mataron a mi tío. Alguien tenía que pagar mis culpas. No pensaron en que ellos habían sido los culpables. Era más cómodo acusar y castigar a un inocente.

Agatha, que había escuchado con la vista en el suelo la historia de Carey, murmuró, sin mirarle:

- Si no quiere hablar con mi padre, yo le explicaré a él los motivos.

- No es necesario. Sé que su padre es honrado. Y me gustaría saber para qué me necesita.

* * *

El coronel lo explicó brevemente. Paseando frente a Carey, que le seguía con escrutadora mirada, expuso sus deseos:

- Yo quería que mi ferrocarril fuese recibido en todas partes como un salvador, como un mensajero del progreso, del bienestar y de la fortuna. Pero los otros tenían ideas más concretas. Quieren que el ferrocarril signifique la muerte, la destrucción, la ruina y el odio. Quieren que los supervivientes recuerden los años anteriores a la llegada del TACR como los años buenos y felices. Y que al hablar del ferrocarril lo hagan como si hablasen de una bestia cruel e implacable. Yo no he traído la vía férrea hasta aquí para crear un infierno.

- Pero usted sabía que las cosas iban a cambiar cuando el ferrocarril llegase a Valle Lorenzo.

- Pero no imaginé que el cambio fuera éste.

- ¿Y qué desea de mí?

- ¿Conoce la traición de que he sido víctima?

- Sí. Le han quitado las riendas. El caballo se desbocará mejor.

- Mi hijo es uno de los traidores. Está ciego. La ambición es una mala enfermedad.

- Muy contagiosa.

- Quiero salvar a mi hijo.

- ¿Cómo?

- Usted tiene una banda, o un grupo de hombres que le obedecen.

Lin Carey asintió con la cabeza, agregando:

- Llámele banda, sin rodeos. No me ofende. He vivido como he podido.

Mirando a Agatha, prosiguió;

- Nunca tuve ninguna ilusión que me impulsara a cambiar de vida.

- Yo le pagaré bien su trabajo -dijo el coronel.

- Olvídelo. Le ayudaré muy a gusto, por ahora. Luego…, ya veremos. Quizá seamos enemigos.

- No -contestó el coronel, volviendo la espalda a Carey, para ocultarle su emoción-. Creo que siempre seremos amigos. Quiero que rapte o secuestre a mi hijo. Mientras esté entre ellos, no puedo atacarlos, porque Quincy les sirve de espada y de escudo a la vez. Es la coraza que los defiende de mis ataques. El es la pistola con que pueden herirme a mansalva.

- ¿Qué piensa hacer contra ellos? -preguntó Carey.

Farish se volvió hacia él. Su rostro expresaba una infinita angustia.

- Destruiré mi propia obra, ya que ella se revuelve contra mí.

- ¡No, papá! -exclamó Agatha-. ¡No digas eso!

- Déjame, yo sé lo que debo hacer -respondió el coronel-. Ese maldito escocés dijo que sabía más que yo de ferrocarriles -se echó a reír-. ¡Más que yo! ¡Idiota! Todas las suciedades y todas las trampas que ellos puedan inventar las tengo yo olvidadas de puro sabidas. ¿Le oíste, Agatha? No. No les oíste. Mientras pensaban una cosa enseñaban otra. ¿Abrir un túnel a través de la sierra? ¿Coronarla en zigs-zags? ¿Y luego? Gasto inmenso. Enterrar millones y millones. Pero ninguno mencionó la otra solución. La que descubrí en seguida. Paso del Agua. El cañón por dónde el río cruza la sierra. Bastaría tender un camino sostenido sobre los puntos sólidos laterales. Este es el camino pero ellos piensan en otra cosa. Una voladura, desviar el río, secar Valle San Lorenzo. Y sobre el curso del río tender la vía férrea.

- ¡Sería un crimen! -exclamó Carey.

- Desde luego -respondió el coronel-. Antes de seis meses el lecho del río se habría tragado la vía férrea. Pero ellos son demasiado idiotas para comprenderlo. Les ciega la luz de su propia estupidez, Piensan que desviar el río es la solución sencilla. Y olvidan que para que semejante barbaridad tuviera eficacia deberían rellenar todo el cauce de troncos de árbol, de pilones de madera, para conseguir una base sólida sobre la cual echar la grava. Es más sencillo y económico construir un puente de varios kilómetros, con arcos de hierro que se sujetarían a los lados, en la roca viva. Y así no haría falta desviar el río; pero ellos piensan tonterías, y hasta que vean tres o cuatro locomotoras hundidas en las arenas movedizas, no se enterarán de que han cometido una estupidez.

- Pero usted quiere demasiado al ferrocarril para dejar que lo metan en esa trampa -dijo Carey.

Farish se encogió de hombros.

- No les diré lo que deben hacer -contestó.

- Pero no les dejará hacer lo que no deben. No piensa destruir. Sólo quiere evitar que construyan.

- No toleraré que me roben el honor de ser yo quien construya y termine el ferrocarril.

Carey se incorporó.

- Lo siento, coronel. No nos entenderíamos. Usted ama lo que yo odio. Secuestraré a su hijo en pago del favor que me hizo su hija. Dígame dónde quiere que lo lleve.

- No le he pedido otra cosa -dijo Farish.

- Pero yo sé que usted piensa en mí para realizar sus propósitos. Hacer ver que destruye; pero en realidad sólo quiere impedir que se destruya.

- Eso es cierto, papá -dijo Agatha-. Si quieres ayudas nobles debes portarte con nobleza y hablar claro.

El coronel golpeó con el puño cerrado la mesa junto a la cual se encontraba.

- ¡No tengo que dar explicaciones a nadie!

- Grita usted demasiado cuando se halla en la situación del que mendiga un auxilio, coronel. ¿Dónde quiere que lleve a su hijo?

- Papá, debes portarte sensatamente -pidió Agatha-. Quincy corre peligro. ¿Dónde quieres que se oculte?

- En cualquier sitio -musitó el coronel, rindiéndose-. ¿Tiene usted dónde esconderlo, Carey?

- En la montaña tengo un poblado mío. Allí estará seguro.

- Pues llévelo allí, y gracias por su nobleza, Lin Carey. No lo olvidaré nunca.

- Sólo devuelvo el favor recibido, coronel. Estamos en paz.

- Yo le quedo acreedor, Carey. Y si cambia de opinión… El ferrocarril no es malo. Los malos son los hombres que lo construyen; pero luego los hombres mueren y el ferrocarril queda. Dentro de unos años la gente nos bendecirá.

- Dentro de unos años nadie pensará que hubo un tiempo en que no existió el ferrocarril -dijo Carey-. Pero no aliente la esperanza de que se acuerden de usted. La gente olvida lo malo y lo bueno y a veces confunde una cosa con otra.

- Si usted se siente amigo de los campesinos del valle, piense que ayudándome les ayuda a ellos.

- Les ayudaré a mi manera, coronel, Y hasta es posible que le ayude a usted.

Agatha se acercó a Carey.

- Yo tengo confianza y fe en mi padre -dijo.

- Es natural y obligatorio -sonrió el proscrito.

- Mi confianza tiene una base sólida, señor Carey -replicó la joven-. Aunque fuese el peor de los hombres, yo le querría lo mismo; pero no tendría fe en él. Todos le han abandonado. Sólo yo permanezco a su lado. Pero yo no le puedo ayudar.

- Yo envidio la suerte de su padre, señorita -respondió Carey-. Una fidelidad como la de usted es el mejor de los premios. Daría cualquier cosa… ¡No! -rectificó- Cualquier cosa, no. Lo más valioso que yo poseyera lo daría a cambio de saber, de tener la seguridad de que en todo momento, en la fortuna y en el infortunio, conservaría a mi lado a una mujer como usted.

Agatha bajó la cabeza para ocultar los dos rosetones rojos que habían florecido en sus mejillas. Sólo levantó de nuevo la vista cuando su padre intervino:

- Está usted hablando de más, Carey.

- No, papá -dijo Agatha-. Ha querido halagarme y… lo ha conseguido. -Miró con ojos brillantes al hombre y, tendiéndole la mano, murmuró-: Gracias.

- Adiós -musitó Carey, que sentía dificultad en el respirar.-. Volveré a verla… si usted y su padre me lo permiten.

Salió de la habitación, dejando frente a frente al co ronel y a su hija.

- ¿Te has enamorado de él, Agatha? -preguntó Trace Farish.

- Creo que sí, papá -musitó la joven.

- ¿Crees? ¿No estás segura?

- No, papá, no estoy segura. De estarlo, le habría seguido.

- ¿Desertando de mi lado? -preguntó, con tono de reproche, el coronel.

- Sí, papá. Creo que es la ley de la vida.

- Dirás la ley de los sentidos.

- No -Agatha también tenía dificultades para respirar-. Hay algo físico que me empuja hacia ese hombre. No sé si es la ley de los sentidos, como tu dices, o la ley de la especie, como dice un escritor cuyo nombre no recuerdo. Pero ese impulso me parece insuficiente. Necesito saber si hay algo más.

- Sería una locura. Ese hombre no es de tu clase. Está muy por debajo de tu nivel.

- Si realmente yo bajara al ir hacia él, le enseñaría a subir a nuestra altura. Y si él no quisiera o no pudiese, yo me amoldaría a su vida, a su nivel, a su insignificancia.

- Es un proscrito. Vive horas y días prestados. Morirá en cualquier rincón del bosque o en una taberna…

- Ya lo sé. Y no me importa. Pero no debes preocuparte. Ya te he dicho que aún no estoy segura de la firmeza de mis sentimientos hacia él.

- Eres como tu madre -suspiró el coronel-. ¡Ojalá tu hermano se pareciese más a ella!

- El no tiene la culpa de ser como es. No debió haber salido de la civilización. Tú le impulsaste a intervenir en negocios y en problemas para los cuales no estaba capacitado. Por inercia ha buscado el camino más fácil. Pero yo confío en que se salvará a sí mismo el día en que se dé cuenta de la verdad.

- No tengo fe en él; pero estás en lo cierto al decir que hice mal en sacarlo de su mediocridad. ¿Puedo confiar en ti? ¿En tu ayuda?

- Sí. ¿Qué quieres hacer?

- Volaré con dinamita un trozo de montaña cerca de Agua Dulce.

Agatha tuvo que esforzarse para disimular su asombro.

- ¿Crees que es sensato? -preguntó.

- Sí. Tardarán un mes en dejar la vía libre. Hasta entonces no podrán hacer nada más.

- Si de veras crees que no es una locura, lo haremos.