CAPITULO II LA COPIA Y EL ORIGINAL
César tuvo que ocultarse en el oscuro interior de un almacén de tejidos para que Harley al entrar en el hotel, no le viese. Luego, en cuanto el «sheriff» hubo desaparecido, César comenzó a. reflexionar sobre su mala suerte. A pesar de que Harley se había retrasado, sin duda hablando con alguien, no pudo llegar a tiempo de prevenir a su padre. Resignado, entró en el hotel y sentándose en un sillón de rojo peluche, junto a una amarillenta palmera plantada en un tiesto, de acuerdo con las exigencias de la moda en cuestión de hoteles, César alcanzó unos cuantos amarillentos periódicos que hablaban de las últimas derrotas confederadas, de cinco años antes, y sumióse en la contemplación de los ingenuos dibujos que adornaban los periódicos. Los soldados del Norte, juveniles y barbilampiños, barrían con angelical expresión a los barbudos, musculosos y diabólicos sudistas. Hasta los caballos que cargaban contra los confederados tenían expresión bondadosa, en tanto que los encabritados corceles del Sur enseñaban los dientes como fichas de dominó, bufando como tigres, consumidos por el mismo odio impotente que sus amos.
Entretanto, en su habitación, don César leía la citación del «sheriff» para que se presentara al día siguiente en el local donde iba a juzgarse a Tobías Salgado.
- Supongo que no le gusta la idea, ¿verdad? -preguntó Harley.
- Ni pizca -respondió don César-. Siempre he evitado el actuar en esas tareas.
- Es un deber de todo ciudadano -observó Harley.
- Es una tontería -bostezó don César-. Es la confesión de que el estudiar Leyes no sirve de nada, puesto que a la hora de aplicarlas se requiere el auxilio de un Jurado formado por gentes que estudiaron o no estudiaron; pero que, desde luego, nada saben acerca de lo que dice o no dice el Código.
- El fiscal y el defensor explican sus puntos de vista acerca de la Ley y de cómo debe ser aplicada.
- Sí, ya sé. Un abogado emplea doce o quince años en estudiar y conseguir su título. Luego, se pretende que, en una hora, los trece miembros del Jurado aprendan lo que el defensor y el fiscal no supieron sino después de tan largos estudios.
- La Ley puede tener varias interpretaciones distintas y conviene que el acusado tenga los beneficios de un juicio imparcial. En este caso he reunido los jurados entre los que pueden favorecer al acusado y los que sin duda le harán víctima de sus antipatías. Quiero que el juicio sea honrado y que se haga justicia.
- Resultará difícil. Yo no me sentiré muy seguro si declaramos inocente a Salgado. Los ferroviarios parecen impacientes por colgarlo del extremo de una sólida cuerda.
- No tema. Yo mantendré la Ley, el orden y la seguridad de todos.
Don César le dirigió una irónica mirada.
- Me han dicho que sólo tiene un comisario. La guardia del ferrocarril es mucho más poderosa. Incluso usted pertenece, en realidad, al ferrocarril.
- Las conciencias no se compran, don César -replicó el «sheriff.»
- Creo que es más fácil comprar una mala conciencia que un buen caballo.
- La mía nunca se ha puesto en venta. Siempre he amado la Ley y no cambiaré de opinión ni de sistema.
- Si se opone a los deseos del ferrocarril será barrido. Un ferrocarril pesa mucho.
- La Ley pesa más, don César.
El californiano sonrió incrédulamente.
- ¿Dónde aprendió a ser «sheriff» y a respetar la Ley? -preguntó.
- En la escuela más dura que existe: en el Oeste. En los poblados mineros de California y de Arizona, en los pueblos ganaderos de Nuevo Méjico, en las ciudades de la Ruta de Tejas…
- O sea, que es la primera vez que pretende enfrentarse con una compañía formada por financieros. -Don César se echó a reír-. Será usted derrotado -dijo-. No es lo mismo salir a la calle a luchar contra un desesperado que tiene los sentidos embotados por el licor y que, por lo tanto, es enteramente humano, con todas las virtudes y todos los defectos del hombre, que luchar contra un consejo de administración, ninguno de cuyos miembros sabe manejar un revólver de seis tiros ni es capaz de galopar cuatro días cambiando caballos sin detenerse; ni toleraría un vasito del virulento «whisky» bebido en estas tierras. Esos hombres de negocios no necesitan salir a la calle a jugarse la vida. Prefieren jugarse el dinero sentados en torno a una mesa, fumando habanos y bebiendo «whisky» escocés con agua mineral. Toda su fuerza está en su cerebro. Acostumbrados a sumar y restar cifras, suman, restan y dividen vidas humanas. Son inhumanamente fríos y serenos. Son locomotoras que pueden aplastar cuanta oposición encuentran a su paso. Le aconsejo que siga sus órdenes o cambie de ambiente.
- ¿Se da cuenta de lo que sucedería si yo me marchase de aquí? -preguntó Harley-. Si ustedes, los californianos, los que poseen tierras en esta región, se quedaran sin mi ayuda, serían expoliados implacablemente.
- Yo agradezco su ayuda y su interés, señor Harley; pero yo he vendido ya al ferrocarril aquellas de mis tierras que le eran necesarias. Yo no lucho contra gigantes.
- Ya veo que no hace honor a la raza -sonrió, duramente, Harley-. Creí que todos los hispanoamericanos eran un poco Quijotes.
- Para ser un buen Quijote hay que estar bien loco. Los cuerdos no pueden serlo. Porque es menos peligroso atacar a un molino de viento creyendo que es un gigante, que atacar a un gigante pensando que sólo es un molino de viento. Si don Quijote hubiera cometido su error al revés, sus aventuras hubiesen durado mucho menos, porque el gigante no se habría conformado con sólo molerle las costillas. Yo sé dónde está el gigante.
- Por una vez un norteamericano, descendiente de ingleses, hará de Quijote.
- Puede que las futuras generaciones vengan a depositar flores en su tumba en memoria de su glorioso pero inútil sacrificio.
- No habré muerto en vano si con mi muerte se crea un ideal de honradez, nobleza y espíritu de sacrificio. ¿Sabe usted lo qué es eso?
- Sinónimos de ingenuidad, por no llamarlo de otra manera. La gente no agradece el sacrificio que se hace en su favor. Yo nunca he pensado con agradecimiento en los pollos que dieron su vida para que yo comiese con más apetito. El ser humano es desagradecido. Con el tiempo perdona el mal que se le ha hecho; pero nunca perdona a quienes le favorecen. Le fastidia tener que agradecer. A mí también me ocurre.
- A mí, no. Creo que todos tenemos una misión y debemos cumplirla.
- Yo creo que vinimos a vivir nuestra vida y que sólo un exceso de vanidad nos impulsa a meternos en las vidas ajenas. Dejemos que los demás se las compongan a su antojo, que vivan y mueran como les parezca mejor. Y en cuanto a usted, no pretenda detener huracanes con las palmas de sus manos. Túmbese, déjelos pasar y saldrá ganando.
Ted Harley se levantó. Sin hacer nada por disimular su desprecio, comentó:
- Temo no haber sabido elegir muy bien a los hombres sobre cuyas conciencias ha de pesar la decisión de, si Salgado debe vivir o morir.
- Si quiere escoger a otros… -ofreció don César, tendiendo el nombramiento que le había entregado Harley.
Este movió negativamente la cabeza.
- Añora ya está. Haga lo que mejor le parezca.
- ¿Quién hará de juez en el tribunal? -preguntó don César-. ¿Algún ferroviario?
- No. El juez Brand.
- No le conozco.
- Nadie le conoce -replicó Harley- Es un hombre honrado.
- ¡Extraño animal!-sonrió don César-. Adiós, «sheriff,» estoy seguro de que ha deseado usted honrarme.
- Desde luego -replicó Harley-. Adiós.
- Buena suerte. Y… cuídese mucho, «sheriff.» No cometa el error de ser demasiado legalista. Si ha elegido a otros californianos para compensar los efectos de la natural antipatía de los yanquis hacia Salgado, deshaga el error y elija un jurado hostil al reo.
- Eso sería condenarle a muerte.
- ¿Y no ha pensado que si el jurado reconoce inocente a Tobías, los miembros del jurado acompañarán a Salgado en el linchamiento?
- Mientras yo use esta estrella -se golpeó el pecho, sobre el cual lucía el distintivo de «sheriff»- nadie se extralimitará. No habrá linchamientos ni salvajadas.
Don César se rascó suavemente la nuca, replicando.
- No me parece una estrella muy sólida. Póngase algo de acero encima de la camisa.
Pero Harley ya salía de la habitación y no se molestó en replicar al californiano, cerrando violentamente la puerta tras él.
Don César mantuvo la mirada fija en la puerta hasta que ésta volvió a abrirse para dejar paso a su hijo.
- Hola, papá -saludó el joven-. Ya sé que te han nombrado miembro del jurado que ha de juzgar a Tobías.
- Celebro tu buena información. ¿Lo publican los periódicos?
- ¿En Farish City? -rió César- Sería curioso ver un periódico de menos de cinco años de edad. Los más modernos hablan de la batalla de Gettysburgh como de una noticia reciente.
- Pero tú me traes una noticia algo más moderna, ¿no?
César tendió a su padre la hoja del cuaderno en que había escrito los nombres de los miembros del jurado.
- ¿Qué te parece? -preguntó-. No será difícil convencerlos de cómo deben actuar y de cuál debe ser su veredicto.
Luego explicó los medios de que se había valido para hacerse con aquella lista, y todo lo sucedido.
Don César sonrió cariñosamente a su hijo.
- En una ocasión o dos he influido oportunamente en un jurado -dijo-; pero en este caso no hace falta.
La decepción e incluso la irritación se pintaron en el rostro del joven.
- ¿No te sirve? -preguntó,
Don César comprendió que había herido el orgullo de su hijo.
- Es que ha ocurrido algo inesperado, César -replicó-. Antes de saber quién era el juez, yo hubiera dado cualquier cosa por conocer a tiempo los nombres de los jurados; pero el juez Brand es la mejor garantía que existe para la salvación de Salgado.
- ¿Brand? -César desorbitó los ojos-. ¿Hablas en serio? ¡Pero si es famoso en todo el Oeste por sus implacables sentencias!
- Claro. Le llaman «El Juez Horca.» Sólo sabe dictar dos sentencias: Muerte o Libertad. Yo le admiro profundamente.
- Es un hombre odioso y cruel.
- A pesar de todo eso, es admirable. Unos cuantos jueces de su calibre convertirían estas tierras en un oasis apacible.
- Condenará a muerte a Tobías Salgado.
- He oído contar de él que en una ocasión el jurado emitió veredicto de inculpabilidad y el juez «Horca» fingió no entender lo que decía el portavoz del jurado y dictó sentencia de muerte.
- Es verdad. Aquel sinvergüenza merecía la horca. Fue una sentencia completamente justa. Hubiera sida inmoral que le dejasen libre.
- Entonces… ¿Opinas que la simple actuación del juez puede salvar a Salgado? Don César se acarició la mandíbula con las yemas de los dedos.
- ¿Crees que Tobías es inocente? -preguntó.
- ¿Inocente? Esta pregunta no se ajusta a la realidad del problema. Mató a tres hombres; pero creo que estaba justificado el que lo hiciera.
- No lo hizo en defensa propia, hijo mío. Le impulsó el deseo de venganza.
- Cualquiera, en su lugar, hubiese hecho lo mismo.
- Es más común la comisión de graves errores que el acertar en un problema. Si otro que no fueses tú me preguntara mi opinión acerca de lo que ha hecho Salgado, yo diría que cometió una estupidez.
- Si todo el mundo, cuando es atacado en sus derechos, reaccionara como lo hizo Salgado, los sinvergüenzas tendrían más cuidado antes de lanzarse a sus atropellos, papá.
- No quieras explicarme lo que aprendí hace años -sonrió don César, pasando una mano por el hombro de su hijo-. Tú sientes hervir dentro de ti la misma ansia de justicia que me empujó a mí a luchar por los demás, a corregir errores y subsanar injusticias.
- Por eso estás satisfecho de ser quien eres y de haber logrado lo que has conseguido.
Don César se encogió de hombros y entornó los ojos con una triste sonrisa.
- No creas que estoy representando un papel, César -replicó-. Me muestro ante ti tal como soy, te digo lo que siento y quizá no me creas, porque siempre que he dicho la verdad la gente ha creído que mentía.
- Es difícil saber cuándo dices la verdad. Y quienes creemos conocerte somos los más confundidos.
- Llevo muchos años luchando por corregir todo lo que está mal hecho. He castigado a muchos culpables y he evitado muchos males; pero la injusticia sigue existiendo en el mundo y en California. Mi obra es una mota de polvo en el arenal de las tristes realidades. Si lo que yo he hecho se pone en el platillo de una balanza y en el otro se coloca todo lo que falta por hacer, nadie vería mi obra. Me siento tan ridículo y fracasado como aquel hombre que trataba de apagar con un vaso de agua el incendio de un pozo de petróleo. No, hijo mío, no. No estoy satisfecho de lo que he logrado, porque yo aspiraba a mucho más. Sólo cambiando la condición humana lograríamos que los; hombres fueran honrados. Creo que he perdido el tiempo y lo mejor de mi vida en un empeño estéril y descabellado.
César quiso replicar algo que tuviese fuerza contra los argumentos de su padre. Sin embargo, los argumentos que se le ocurrieron le parecieron faltos de vigor y de sentido.
- No me gusta pensar que los hombres son irremediablemente imperfectos -dijo-. Prefiero creer que se les puede ayudar.
- Así debes pensar, César; porque a tu edad es necesario tener ideales. Luego, cuando crezcas, perderás muchos de esos ideales y crearás otros, que a su vez morirán. Y cuando tengas sesenta o setenta años alcanzarás una visión más exacta de la vida. Y comprenderás que no somos buenos ni malos. Somos, todos, absolutamente todos, humanos. Y nada más. En apariencia, podemos ser unos mejores que otros. Como las esculturas. Las hay perfectas, llenas de belleza, de armonía, de delicadeza. Asombran, especialmente si las comparamos con otras menos perfectas, incluso si las comparamos con lo que era el modelo que inspiró al escultor; pero todas, buenas y malas, perfectas e imperfectas, son esencialmente iguales. Son piedra, y nada más. Parecen de carne y hueso, y son de mármol. Para ser perfectas les falta ser de carne, tener alma y cerebro, moverse. Y si fuese así. Si se lograse el milagro, sólo se hubiera conseguido hacerlas humanas. O sea que su perfección sería el principia de una imperfección.
- Entonces, ¿por qué sigues luchando, si crees que de nada te sirve?
- Creo que lo hago por diversión. Porque la vida le resultaría muy aburrida a don César de Echagüe si sólo pudiese ser don César de Echagüe. El «Coyote» es mi posibilidad de huir de lo vulgar. Y para el «Coyote» don César es la posibilidad de huir de la genialidad y de todas las fatigas y molestias que ella ocasiona.
César miraba, como asustado, a su padre. Era la primera vez que oía en labios del «Coyote» aquellas opiniones que antes se había acostumbrado a oír en labios de don César, y que por ello nunca consideró que obedeciesen a una realidad.
- Me siento como si don Quijote me dijera que la caballería andante era una estupidez -murmuró.
Padre e hijo callaron un momento. Luego, el muchacho siguió:
- Creo que tienes razón. Y, sin embargo, prefiero creer que dices eso en un momento de depresión y abatimiento.
Don César miró cariñosamente a su hijo.
- Siéntate -dijo-. Hablaremos un poco, como dos buenos y viejos amigos. Hace muchos años, cuando volví de Cuba
Con la mirada perdida en un punto vago, don César encendió un cigarro. Luego sus ojos siguieron los círculos de humo, cual si en ellos encontrase reflejadas las imágenes de las escenas del pasado que iba reviviendo.
- Después de una grave herida estuve bastante tiempo sin actuar. La gente decía que el «Coyote» había muerto. Tu madre no quería que el «Coyote» resucitara; pero un día fue preciso que volviera a la palestra. Y hasta que supe que tú ibas a nacer, seguí siendo el que deseaba ser. Cuando murió tu madre perdí la ilusión de preocuparme de los problemas ajenos. Cuando yo sufrí, nadie acudió en mi consuelo. Sólo Lupe estuvo a mi lado. Los demás me enviaron su más sentido pésame y siguieron viviendo sin preocuparse de mi dolor. Furioso contra el egoísmo de los hombres, decidí matar al «Coyote.» Te dejé en manos de Lupe y viajé. Conocí el resto del mundo y corrí algunas aventuras que nadie conoce aún; pero esta tierra y tú tirabais de mí. Regresé y ya no pude dejar de seguir siendo el «Coyote.» Cuando las aventuras y los peligros no me salían al paso, los buscaba yo. Siempre esperando que el miedo impusiera respeto a la Ley y a los derechos de los débiles. Ha sido todo inútil. Como si hubiera querido abrir un surco fijo en el mar. Al cabo de los años estamos como ayer. Como si nunca hubiese existido el «Coyote.»
- ¿Quieres abandonar la lucha?
- Eso debiera hacer si tuviese un poco de sentido común; pero estoy rematadamente loco. Y… seguiré.
César sonrió orgullosamente.
- ¡Así me gusta!-Lanzó un suspiro-. ¡Temí que te hubieras dado por vencido! Además, me molestaría que se hablase de ti como de un hombre que, al fin, se dio por vencido. Los idealistas nunca nos rendimos, ¿verdad?
- No -rió don César-. Resistimos hasta el último momento, frente a los fusiles, al pie de la horca, con la cabeza bajo el hacha del verdugo, atados sobre una montaña de leña seca. A la hora de terminar con un idealista nunca ha faltado una buena masa de entusíastas espectadores. Fue más fácil reunir público para condenar a Jesús que para terminar con Nerón.
- Quieres apagar mi deseo de ser como tú, ¿no? -preguntó César-. ¿Por qué lo haces? ¿Es que no te halaga la idea de que yo siga cu propio camino?
- ¿No me halaga -sonrió don César a través de la nube de humo de su cigarro-. Conocí a un escritor, y, al preguntarle si deseaba que su hijo siguiese su carrera, me contestó que no. Que no conocía otra más mala. Un médico me dijo lo mismo. No deseaba que su hijo siguiera su mal ejemplo. Y a mí me ocurre lo mismo contigo. No deseo que sigas mis pasos. He hecho lo posible por evitarlo; pero tú te sientes obligado a ser como yo.
- Quiero ser digno de ti. ¿Salvarás a Salgado?
- Procuraré hacerlo; pero no como tú esperas. Covarrubias lo defenderá.
César frunció el ceño.
- Pero, ¿de veras no obligarás al jurado a que dicte sentencia…?
- No, hijo mío, no. Siempre que puedo actúo legalmente. -Don César se había levantado y estaba junto a la ventana-. ¿Cómo era el tipo a quien dejaste sin sentido? -preguntó, sin mirar a su hijo.
- No me fijé mucho -replicó César, cuando se repuso del asombro que le produjo el brusco cambio de tema de conversación-. Era recio, iba sin afeitar; pero no pensé en fijarme en más detalles…
- Por ahí ya alguien que, a juzgar por como anda y por como se acaricia la cabeza, debe ser el mismo contra quien descargaste el golpe.
César se acercó a la ventana y frente al hotel, vio pasar a un hombre, al que reconoció en seguida.
- ¡Sí, es él! -exclamó-. ¡Menos mal! Temí haberle roto la cabeza.
- De todos los males, ese hubiera sido el menor. ¿Sabes a quien dejaste sin sentido?
- No sé… ¿Es alguien importante?
- Peligroso, nada más. Jim McKenna, un bandido que hace tiempo vive oculto en las sierras, de donde sólo baja cuando se aburre y necesita animarse un poco.
- ¿No lo persiguen?
- No. Nadie se ha atrevido nunca a subir a su fortaleza. Tiene varios escondites en la sierra y desde ellos hace incursiones en poblados y carreteras. Asalta algún que otro Banco, y hasta dicen que ha raptado a más de una muchacha. Las mujeres son su debilidad. Morirá por culpa de alguna de ellas.
- ¿Todos los hombres fuertes tienen una debilidad?
- Todos. No se salva ni uno. Pero, ¿estás seguro deque no te vio?
- Estoy seguro de que sólo vio estrellas y luces. Le pegué con toda mi alma. A no ser por el sombrero, seguramente lo hubiese matado.
- Repito que es una lástima, que no lo consiguieras.
Don César pasó nuevamente el brazo por el hombro de su hijo.
- Una buena norma para todo el mundo que, como tú, desea seguir el mal camino, consiste en procurar que todos sus enemigos estén separados de él por un par de metros de tierra y una losa sepulcral. Los mejores enemigos son los que están muertos. ¡Ojalá no haya tenido tiempo de reconocerte!