CAPITULO IV EL NUEVO "SHERIFF"

Nuevamente estaba reunido el Consejo directivo del TACR. Shane Bowee, rebosando satisfacción y orgullo, se había levantado y paseaba su mirada a lo largo de la mesa de Juntas. A su derecha estaba el viejo Wilcox, empequeñecido, atontado, sonriendo por nada.

Más allá estaban Maxon, Klippel y Bassinger. A su izquierda tenía a Eric MacGraw. Entre éste y Bassinger se sentó en aquel momento un hombre alto, delgadísimo, de aspecto distinguido, manos afiladas y expresión impertinente.

- Buenas tardes, Latour-saludó Shane al recién llegado-, ¿Conoce ya la desagradable noticia?

- Sí-replicó el francés, en cuyas tarjetas y bajo una estilizada corona se leía: Maurice Latour de Vignolet-. La ciudad continúa sin sheriff. Ya empieza a picar en historia.

- La Compañía tiene que intervenir-dijo Shane-. Convocaremos una reunión de ciudadanos y elegiremos sheriff entre los valientes que se presten a ello.

- ¿Sólo para esto nos ha hecho venir?-preguntó Maxon, secándose el sudor que abrillantaba su calva.

- Es de gran importancia para nosotros-replicó Bowee-; pero no es lo único importante que tenía que decirles. ¿Conocen el estado económico de la Compañía?

- Sabemos que es excelente-replicó Klippel.

- Nuestras acciones se cotizan en alza en todos los mercados de valores-dijo Bowee-. Hay más demanda que oferta. A la TACR la llaman la Ruta del Oro.

- Pero en el Congreso se han levantado voces censurando nuestros sistemas de monopolio-observó Christie.

- Mientras no nos asociemos con otra Compañía ferroviaria para llegar a un acuerdo en tarifas o en horarios, nadie podrá acusarnos de violar las leyes antimonopólicas-replicó Bowee-. Y ya nos cuidaremos de no dar un paso en falso.

- ¿No se sabe nada de Farish?-preguntó Bassinger.

- Se le da por muerto, aunque no ha aparecido su cadáver. Por cierto que la señorita Farish ha anunciado su intención de asistir a esta reunión. Le dije que viniera a las cinco, a fin de que nosotros tuviéramos tiempo de discutir su oferta.

Las miradas de todos se fijaron en Bowee, quien sacando un papel lo desdobló, dejándolo sobre la mesa, ante él. Luego, sin mirarlo, dijo:

- La señorita Farish ofrece vendernos todas sus acciones, las de su padre y las de su hermano.

- ¿A nosotros?-preguntó Klippel-. ¿Por qué no las vende en la Bolsa?

- Al fundarse la Sociedad, el coronel Farish, que en paz descanse, y mi futuro padre político, el coronel Wilcox, acordaron que en caso de que cualquiera de los dos quisiese deshacerse de sus acciones, antes de ponerlas a la venta las ofrecería al otro o a los restantes miembros del Consejo. La señorita Farish dice que su padre y su hermano la autorizaron notarialmente para poder, en ausencia de ellos, vender las acciones que ellos poseen. Las de ella las puede vender sin ninguna autorización.

- Esta noticia es importantísima-dijo MacGraw.

- Al valor actual de las acciones, según la última cotización de San Francisco, esas acciones valen doce millones de dólares, por lo menos.

- ¡Qué barbaridad!-exclamaron a coro los otros.

- Su valor nominal sólo son dos millones-sonrió Bowee-. Y a ese precio tiene que venderlas.

- ¡No puede ser!-exclamó MacGraw.

- Así lo disponen los estatutos de la Compañía. Yo he pensado que mi futuro suegro adquiera la mitad de esas acciones y que no lleve más allá sus derechos, dejándoles a ustedes la otra mitad, a repartir en partes iguales. ¿Les interesa?

A todos les interesaba y la aceptación fue unánime, sólo Maxon preguntó con su ratonil vocecilla:

- ¿Entra usted también en el reparto, Bowee?

- No. Como dentro de unos días formaré parte de la familia, no quiero abusar de mis ventajas. Tengo suficiente con las que voy a conseguir.

- La parte del león-comentó el francés.

MacGraw refunfuñó, sin mirar a su vecino:

- No veo qué necesidad había de admitir entre nosotros a este francés. Puesto que no ha sido necesario para lo que se quería… ¿A qué darle voz y voto?

- Poseo diez acciones preferentes de la Compañía y me autorizan a sentarme en esta mesa como consejero, mi amigo-replicó Latour…

- ¿Consejero de qué?-preguntó MacGraw.

- De buena educación, caballero-contestó el francés.

Sin que MacGraw la advirtiera; pero no sin que la observaran los demás, Bowee dirigió una significativa sonrisa a Latour, al mismo tiempo que movía afirmativamente la cabeza.

- No se enfaden-pidió Bowee-. Usted, amigo Latour, ha ofendido a nuestro amigo el señor MacGraw.

- Esa ha sido mi intención ante su impertinente comentario-replicó Latour-. Creí que a los simples ingenieros les retendrían en los andenes en vez de admitirlos en la sala del Consejo.

- ¡Cuidado con lo que dice, franchute!-gritó MacGraw.

El francés se puso en pie de un salto y con ridículo falsete chilló:

- ¡Insolente!

Era tan cómico su aspecto que MacGraw olvidó lo que sabía acerca de aquel hombre y, sin meditar el alcance de sus actos descargó su puño contra la mandíbula del extranjero.

Este saltó hacia atrás evitando la mayor intensidad del puñetazo; mas a pesar de ello el puño de MacGraw le abrió una pequeña herida en el labio, haciéndole sangrar por la comisura de los labios.

- ¿Estás loco?-gritó Bowee, agarrando a MacGraw-. ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

- ¡Me crispaba los nervios! ¡No pude más!

- Necesita usted un calmante para esos nervios, señor-dijo Latour-. Confío en podérselo proporcionar envuelto en una buena capa de plomo.

MacGraw palideció.

- ¿Eh? No querrá… no dirá…

- Le has abofeteado y tiene derecho a exigirte una reparación-dijo Bowee.

- Me batiré con usted a pistola mañana al amanecer, junto al cementerio, señor-dijo Latour-. Si estuviéramos en Europa le enviaría mis padrinos para que ellos decidieran, con los de usted, las condiciones del duelo; pero como estamos aquí, será mejor que las acordemos usted y yo. ¿Qué prefiere? ¿Pistola de un tiro? Tengo buenas pistolas de duelo. Pero si le gusta más el revólver podemos concertar el duelo así. Lleve usted su revólver y yo el mío. Distancia treinta metros. A la voz de "tres" empezaremos a disparar hasta agotar la carga de cinco o seis tiros.

MacGraw se volvió hacia Bowee.

- ¡Convéncele!-pidió-. Dile que no quise ofenderle…

- No moleste a su amigo-dijo Latour-. Mi honor quedaría manchado si yo pasara por alto su incalificable grosería, caballero.

- Todo se arreglará-dijo Bowee, como si de veras lo desease-. Treinta metros son muy pocos, señor Latour. Elevaremos la distancia a sesenta, ¿no?

- Usted busca proteger a su amigo, señor Bowee. A sesenta metros no puedo clavarle su insulto en el corazón. Usted quiere que hagamos ruido y nada más.

- Yo sé lo que deseo, señor Latour-replicó Bowee, fingiendo dureza y decisión-. No quiero perder a dos buenos amigos. Me nombro padrino del señor MacGraw y… el duelo se celebrará a sesenta metros y cargando los revólveres con dos balas, nada más. Dos tiros cada uno es suficiente.

- ¡Pero yo no puedo hacer milagros con un revólver!-chilló el francés-. Para eso sería necesario un rifle.

- Usted ha dicho revólver. Tiene derecho a escoger las armas, puesto que ha sido el ofendido; pero mi amigo tiene derecho a elegir las distancias.

- ¡No tiene derecho a eso!-gritó el francés, que parecía a punto de estallar por todos los poros de su cuerpo-. ¡Está bien! Mañana a las cinco de la mañana esperaré en el cementerio. ¡Uno de los dos quedará allí!

Dando media vuelta, el indignado francés salió de la sala de Juntas, dando casi de bruces contra Agatha Farish, que entraba acompañada de don César.

- ¿Qué sucede?-preguntó el californiano.

- Buenas tardes, señor Echagüe-saludó Bowee, después de haber besado la mano de Agatha, que vestía de negro-. Nada importante. Una simple discusión que ha terminado en un duelo concertado para mañana al amanecer entre el señor Latour y el señor MacGraw.

- ¡Pobre, señor MacGraw!-suspiró don César, como si hiciera referencia a un difunto.

- ¿Qué quiere decir con eso de "¡Pobre señor MacGraw!"?-gritó el escocés.

- ¡Ha sido una simple exclamación brotada de mi pecho!- explicó don César-. Igualmente hubiera podido decir: "¡Pobre señor Latour!"

- Pero no lo dijo-observó Klippel.

- El señor Latour tiene fama de ser buen tirador, claro que a lo mejor el duelo es a espada… Por más que también maneja bien la espada.

- Es un duelo moral más que material-dijo Bowee-. Se colocarán a sesenta metros, y, a tal distancia no sé de nadie que haya dado jamás en el blanco.

- El señor MacGraw no lo hará; pero el señor Latour es un diablo en cuestiones de matar a gente sin salir de la legalidad. Creo que en nueva Orleáns tenía establecido un negocio de duelos.

- Lo que el señor Latour hiciese antes de venir aquí no tiene importancia-dijo Bowee, nerviosamente-. Ha cambiado de vida. ¿Acompaña usted a la señorita Farish, don César?

- Sí. Ella me lo pidió.

- Hace un rato vi a su esposa dirigiéndose al valle-dijo Bowee-. Creí que iba usted con ella.

- Estoy seguro de que ya no lo cree-contestó don César-. Pues, como decía, el señor Latour tenía en Nueva Orleáns el más curioso de los negocios. ¿Puedo sentarme?

Sin esperar el permiso se acomodó en la silla que había dejado vacante Latour y continuó:

- Es asombrosa la cantidad de gente que desea la eliminación violenta de algún semejante suyo. Si no fuese por la horca, la cárcel o, simplemente, la multa, creo que no se haría otra cosa que matar seres humanos. Pero la Ley siempre se entromete. Siempre exige reparaciones, hasta por matar al más inmundo de los seres humanos. Latour lo observó a tiempo y en Nueva Orleáns se dedicó a dejarse ofender por las personas que molestaban a otras personas. Al día siguiente mataba a la persona molesta y cobraba unos cientos de dólares por el riesgo a que se había expuesto. Al fin despertó sospechas y tuvo que poner tierra de por medio.

MacGraw temblaba violentamente.

- Empiezo a creer que alguien ha pagado a ese tipo para que me mate-dijo.

- Tú le has ofendido-recordó Bowee.

- Pero a ti te conviene que me mate-replicó MacGraw.

- No te consideres tan importante-dijo Bowee-. A mí nadie me ha molestado tanto como para impulsarme al homicidio. Si no quieres batirte no lo hagas.

- ¡No lo haré!-gritó MacGraw-. Y ahora mismo le voy a escribir una nota a ese franchute enviándole al diablo y diciéndole que no me batiré.

- Haz lo que quieras-contestó Shane.

Dirigiéndose a Agatha, continuó, con otro tono:

- Discúlpenos, señorita, por el desagradable incidente que las circunstancias le han hecho presenciar. Hemos recibido su oferta y estamos dispuestos a aceptarla. Desde este momento tiene usted dos millones de dólares.

Abriendo el bolso de terciopelo, Agatha sacó un rollo de documentos. -Aquí están los poderes notariales, los resguardos de las acciones y el recibo del depósito de las mismas en el Banco. Vean si todo está en orden.

- Creo que vende usted muy barato, señorita -dijo don César.

- No quiero lucrarme con la sangre de mi padre ni con el producto de tantas explotaciones. Mi padre, mi hermano y yo invertimos un millón setecientos mil dólares en el ferrocarril. Trescientos mil dólares en concepto de intereses me parece suficiente.

- Afortunadamente para nosotros, todo el mundo no tiene su agudeza comercial, don César -dijo Bowee. -No estropee una buena acción.

- Unas buenas acciones -corrigió don César

- Que a usted no le interesan -observó Christie-. Sé que no ha adquirido ni una sola del TACR.

- Están demasiado altas. Las hubiera comprado antes si no hubiesen estado demasiado bajas. Calculé mal. Lo lamento. Pero las acciones de ferrocarriles hay que comprarlas cuando están a buen precio. Pagarlas a cinco veces su valor me parece una locura.

- Le extenderé un par de cheques -dijo Bowee a Agatha.

Sacó dos talonarios y llenó un talón de uno, pasándolo a Wilcox para que lo firmase. El coronel había dejado de sonreír estúpidamente cuando entró Agatha. En silencio firmó el talón y desvió la vista de los ojos de la joven. Entre tanto, Bowee llenó otro talón del otro talonario y después de firmarlo lo pasó a Maxon para que agregase su firma a la suya.

- El recibo está entre los documentos que le he entregado -dijo Agatha.

- Perfectamente. Pocas veces se ha realizado una operación más rápida y más importante. ¿Piensa quedarse en Farish, señorita?

- No. Mañana por la mañana regreso al Este.

- ¿Sabe algo de su hermano? -preguntó Bassinger.

- Sí. Me espera en el Este.

- Pero… -Bowee se mordió la lengua- Creí que ignoraba su paradero -dijo.

- Ya lo he averiguado. Buenas tardes, señores.

Se detuvo mirando a los principales accionistas de la Compañía, luego, tristemente, musitó:

- Mi padre tenía otras ambiciones para su ferrocarril. Nunca lo hubiese querido ver convertido en esto.

Sin esperar respuesta salió de la sala de Juntas. Don César se levantó cansadamente.

- Me marcho -dijo-. Estoy muy satisfecho del vagón que me regalaron. Por cierto que hoy ha ocurrido una lamentable desgracia en el tren. Mataron a dos hombres. Hay que terminar con estas cosas. Ya he visto que se proponen nombrar a otro sheriff. ¡Pobre hombre!

- Será elegido por votación popular. Pienso convocar la reunión esta noche, en la sala de baile. Aunque usted no es habitante de Farish, puede acudir y votar a su predilecto.

- No, no -rió don César, moviendo negativamente la mano-. No deseo atormentar mi sueño con tristes pesadillas en las cuales figurase el fantasma de un sheriff muerto. Regresaré a mi hotel.

Salió de la casa y por las congestionadas calles encaminóse a su alojamiento. No se sentía feliz, porque no era dueño de sus propias decisiones. Por su gusto hubiera salido en pos de Guadalupe, dejando que los habitantes de Farish City resolvieran sus problemas a su gusto.

A poco de estar en el hotel, con su hijo, comenzó a oír en la calle el anuncio de la reunión convocada para elegir sheriff.

- ¡A las ocho de la noche, reunión en la tienda de Macy para elegir nuevo sheriff! ¡Todos allí! ¡A cumplir con los deberes de ciudadanía!

- Será una comedia -dijo César.

- Más bien creo que será un drama -replicó su padre.

* * *

La tienda de Macy era una especie de enorme entoldado que se usaba para bailar y también había servido para que algún predicador de las innumerables sectas que existían en el país, pronunciara sermones frente a escaso auditorio.

Aquella noche estaba lleno de gente y de humo de tabaco. Se hablaba a gritos y se cambiaban saludos entre hombres y mujeres que acudían de espectadoras de la elección, y que se lamentaban de que no se contara con ellas para aquel asunto.

Shane Bowee se instaló en el tablado que solía ocupar la orquesta frente a un alto pupitre sacado de la sección de contabilidad de las oficinas del ferrocarril. Junto con él subieron al estrado dos hombres en quienes "Dutch" Luke hubiera podido reconocer a sus interlocutores en el vagón bar, y a sus…

- Un momento de silencio, amigos -pidió Shane, iluminando su rostro con una cordial sonrisa-. A todos nos interesa terminar pronto para dejar al nuevo sheriff las manos libres.

- Y escapar lo antes posible de su lado -gritó un ferroviario-. ¡Antes de que empiecen los tiros!

- Esto se terminará pronto -dijo Bowee, cuando cesaron las risas-. Esta vez vamos a elegir a dos hombres en vez de uno. Matar a dos sheriffs es más difícil que matar a uno solo. Esta tarde se han presentado en las oficinas del ferrocarril, dos hombres que están dispuestos a correr el riesgo. Es su vida la que ellos se juegan. Nosotros debemos aprobarlo o negarles la confianza.

- ¿Qué garantías traen? -gritó uno.

El más alto de los que estaban junto a Bowee desenfundó sus revólveres y los mostró al público.

- Seis muescas en uno y cinco en otro -dijo, orgullosamente.

- Esto está bien; pero cualquiera puede ponerle muescas a un revólver -observó un ferroviario de lacio bigote.

El compañero del larguirucho llevó las manos a sus revólveres.

- ¡Calma, calma! -pidió Bowee. -No empecemos a tiros. Espero que si les eligen a ustedes no les faltaran oportunidades de demostrar su genio. El cargo de sheriff de Farish no tiene nada de envidiable. Hasta ahora, un sheriff murió con la insignia y el corazón atravesados por la misma bala. Los otros dos murieron nadie sabe cómo; pero no fue en la cama, sino en la calle y con el cuerpo rebosando plomo. El Gobierno quiso ayudarnos y nos envió a un buen sheriff. Ni siquiera le dieron tiempo de bajar del tren por su pie. Hay que terminar con tanta falta de respeto a la autoridad. Los ciudadanos tienen derecho a circular libremente por las calles sin exponerse a que les alcance una bala disparada contra el sheriff. Y como el movimiento se demuestra andando, aquí tenemos a dos valientes dispuestos a correr peligros por el módico sueldo de cien dólares mensuales cada uno. El que lleguen a cobrar la primera mensualidad ya será una prueba de que no son mancos. Por lo tanto, como la Ley obliga a que el sheriff sea elegido por voto popular, yo os pregunto, señoras y caballeros, si aceptáis a "Tucson" Osgood, que es el largo, y "Shorty" Norton, que es bajo, como sheriffs conjuntos de Farish City. Los que estén conformes que no hagan nada. Los disconformes que levanten un brazo.

Nadie se movió. Ningún brazo se opuso al nombramiento. Bowee saludó con la cabeza, sonriendo.

- Bien -dijo-. La votación no ha podido ser más unánime…

- ¡Un momento! ¡Yo no estoy conforme!

Las miradas se volvieron hacia la entrada de la tienda y como por ensalmo cesaron las voces y abrióse ancho camino entre el estrado y la puerta.

Bowee, con las palmas de las manos pegadas al pupitre, miraba desorbitadamente al que le había interrumpido. Tras él "Shorty" y "Tucson" parecían convertidos en dos estatuas.

- Sus sheriffs, señor Bowee, olvidaron añadir dos muescas a sus revólveres.

- ¿S… sí? -musitó Bowee.

- Sí -replicó el único disconforme con la elección, que permanecía junto a la entrada, a cuarenta metros del estrado.

- Es el "Coyote" -murmuró Bowee, como si creyese que sus elegidos no eran capaces de reconocer al enmascarado que estaba ante ellos.

"Shorty" calculó, de reojo, las posibilidades de fuga que tenía. "Tucson" engarfió las manos.

- Es una buena oportunidad para demostrar si sois capaces de disparar contra quien se halla prevenido, con la misma eficacia demostrada en "Santa Fe" y en "Dutch" Luke.

La tensión nerviosa era demasiado violenta para que pudiera mantenerse por mucho tiempo. Todos presentían el estallido y lo aguardaban ansiosamente. Sólo el "Coyote" permanecía tranquilo.

- Apártese, Bowee, a menos que desee tomar parte en la fiesta.

Fuera sonó un disparo y un grito de dolor. El "Coyote" permaneció indiferente, limitándose a comentar:

- Alguien quiso probar fortuna contra mi espalda. No tuvo suerte. ¿Se aparta, Bowee?

- ¡Sí! -gritó el corpulento Shane-. ¡Yo no quiero…!

- ¡No te muevas! -ordenó "Shorty"-. Nos metiste en este lío y saldrás de él con nosotros. Derecho o con los pies por delante…

A la vez que decía esto, "Shorty" brincó hacia Bowee, para colocarse tras él; pero la mano derecha del "Coyote" se movió más de prisa y la cabeza de "Shorty" tropezó con la bala que le alcanzó antes de que llegara a su anhelado refugio.

Bowee escuchó el choque del plomo contra el cráneo del pistolero, y se tuvo que apoyar en el pupitre para no caer, al doblársele las rodillas a causa de la impresión.

Cuando el cuerpo de "Shorty" aún estaba en el aire, "Tucson" trató de empuñar sus Colts; pero la muerte le llegó antes de conseguirlo, y con las manos cerradas en torno a las negras y amuescadas culatas, cayó hacia adelante, precipitándose sobre los espectadores más próximos, que se apartaron, chillando, especialmente las mujeres, aunque también varios hombres expresaron así su miedo.

- ¡Quietos! -ordenó el "Coyote". Y su voz sonó como otro pistoletazo.

Estaba en el mismo sitio desde donde hiciera los disparos, y de su revólver se elevaba una negruzca nubecilla de humo.

Su voz dominó la humana estampida que se había iniciado al caer "Tucson" desde el estrado, donde Bowee, mortalmente pálido, seguía con las manos apoyadas en el tablero del pupitre, mientras sus ojos, casi fuera de las órbitas, miraban, hipnotizados, al californiano.

- Sigue libre el cargo de sheriff -dijo el "Coyote"-. Por lo tanto, yo me presento a la elección. Los que estén conformes que no se muevan. Los disconformes que levanten una mano; pero que la levanten con un revólver en ella.

Transcurrieron unos instantes sin que nadie se moviera, y una sonrisa se fue extendiendo por los labios del enmascarado.

- Gracias por la unanimidad, señoras y caballeros -dijo-. No esperaba tanta condescendencia. Desde hoy seré el sheriff de Farish City. Aquí está mi distintivo.

Con la mano izquierda se colocó en el pecho, sobre el corazón, una estrella de plata con un agujero en el centro.

- Es la de Harley -explicó-. Si alguien quiere repetir la hazaña, esta vez tendrá menos dificultad, porque el camino hacia mi corazón ya está abierto. Y como ya no queda nada más por hacer, me retiraré. Que nadie se moleste en llamarme cuando me necesite. Yo sabré acudir a tiempo.

El "Coyote" dio un paso atrás, hacia la salida

- ¡Ah! -exclamó-. Olvidaba lo del sueldo. Ya pasaré a cobrarlo cualquier día por ahí. En vez de pagarme en dinero me pagarán en especie en los almacenes y comercios de la Compañía. ¿De acuerdo, señor Shane Bowee?

El interpelado movió afirmativamente la cabeza.

- Adiós, queridos electores -se burló el enmascarado-. Y si alguien desea encontrarse con lo que han hallado mis dos antecesores, no tiene más que seguirme, por lo tanto, creo que en beneficio del orden público y en evitación de desgracias personales, deben quedarse todos aquí mientras yo me marcho. Para entretenerse, sírvanse cantar Dixie. Bien alto, para que les oiga desde lejos y durante mucho rato. ¡Empiecen!

Con temblorosa y metálica voz, los reunidos en la tienda empezaron a cantar:

Quisiera hallarme en la tierra del algodón, del algodón.

Los viejos tiempos que nunca olvidaré, recordaré. ¡Yo nací! ¡Yo nací! ¡Yo nací en Dixie!

Y cuando ya el "Coyote" y su hijo estaban lejos de la tienda, aún llegaba de ésta el estribillo de la famosa canción sudista:

¡Quisiera estar en Dixie, Dixie! ¡Hurrah! Hurrah!

[3]

- ¿Mataste a alguien? -preguntó el "Coyote" a su hijo.

- Procuré no hacerlo y a juzgar por cómo escapó, no debí de hacerle mucho daño.

- Va a ser divertido hacer de sheriff -comentó el "Coyote"-. Tendremos trabajo y, si nos descuidamos, algo más que trabajo.

- ¡Tú y yo los dominaremos! -dijo César, orgulloso de luchar de nuevo junto a su padre