LA VIDA PASADA DE BARTLETT DORCHESTER

—¿Prefiere que se retiren las señoritas? —preguntó Max.

Bartlett le miró como si no le hubiese entendido. Luego, de súbito:

—¡Oh, no, no! Es preferible que se queden. Al fin y al cabo algún día lo han de saber...

—Usted no es Bartlett Dorchester —dijo Duke.

—No... no. Me llamo Simón Warrick. Fui el primero y último marido de Ofelia.

—¿Nombre falso? —preguntó Max.

—Sí.

Prima, Secunda, Tercia y Quarta contemplaban, llenas de horror, al hombre a quien tanto habían querido.

—¿No ha existido nunca un verdadero Bartlett Dorchester? —preguntó Max.

—Murió —dijo Duke.

—Sí. Eso es... —Simón Warrick vaciló—. Yo le maté.

—¿Cómo? —preguntó Duke.

—Una cuchillada. Nos parecíamos... Ocupé su puesto. Prima podría recordar algo; pero entonces sólo tenía tres años... Destruí el cadáver y fui a vivir con Ofelia. Para las cuatro hijas de él... procuré ser un buen padre; pero mi preferida es Última. La única mía.

—Mejor que empiece por el principio —indicó Duke—. Cuando su primer matrimonio.

—Ofelia era muy joven, muy rica y dicen que yo era bastante atractivo. Me aficioné al juego porque era afortunado en él. Y también lo era con las mujeres. Ellas me previnieron a tiempo. No se pueden tener dos suertes. O dejaría de ser afortunado en amor o en el juego. Falló el juego. Pero yo estaba tan acostumbrado a ganar que seguí jugando. Como hubiera dicho el verdadero Bartlett Dorchester: facilis descensus averni. El fácil camino del Averno. Me arrastraban manos femeninas y Ofelia sufrió mucho. Al fin, en contra de sus creencias, pidió el divorcio. Para ella fue muy doloroso. Los de su raza no son como nosotros. Le dan importancia a cosas que parecen no tenerla. Pero es sólo apariencia. Cuando uno aprende a mirarlas como ellos, ve que tienen mucha importancia.

Warrick hablaba con penoso esfuerzo, como si no pudiera sujetar las palabras y emplear las más adecuadas. De cuando en cuando se pasaba una mano por la frente.

—Yo había caído muy bajo. En pleno infierno. Me ocurrió lo que debe de sucederles a muchos que no se resignan a perder lo que no supieron defender. Sólo le dan valor cuando lo ven en manos de otro. Por eso maté en Buenos Aires a Pedro Gonzaga y en Venecia a Renzo Coli. En Roma maté a otro hombre. La policía me cercaba y me tenía acorralado. Me convenía morir. Aquel hombre, con quien sostuve una pelea limpia, se parecía algo a mí. Busqué una característica muy definida y encontré una peca en la planta de un pie. Vi a Ofelia y le pedí que me ayudase. Era tan buena que aceptó. Al identificar aquel cadáver, la policía del mundo dejó de ocuparse de Simón Warrick. Pude vivir tranquilo gracias a lo que me iba pasando Ofelia. Se volvió a casar y yo no hice nada por perjudicar a su marido. Nacieron las niñas. Dorchester tenía la manía de las matemáticas y las bautizó con esos nombres tan estrafalarios que tan distintos son de ellas. Ofelia y su marido vivían en California. Bartlett proyectaba diversos negocios... Él era un genio de las finanzas y de muchas cosas... Pero, los genios enloquecen fácilmente. Bartlett tuvo un ataque de locura y se pegó un tiro. La situación de Ofelia resultó muy embarazosa. Cuatro maridos muertos violentamente era demasiado. Bartlett había muerto sin dejar ninguna nota explicando que se mataba. Y aunque la hubiese dejado habría sido lo mismo. Gonzaga, Coli y Dorchester. Tres maridos muertos. Tres seguros de vida cuantiosísimos... Y además estaba yo de por medio. Se podía sospechar de una connivencia entre ella y yo para acabar con los maridos que estorbaban. Ofelia me pidió ayuda, y como yo la había recibido de ella, se la prometí. Dorchester no tenía familia en América. Sólo un hermano viejísimo en Inglaterra y una hermana también muy vieja. Los dos sin hijos. No se corría el riesgo de que una excesiva familia descubriera la verdad. Por dejadez, los negocios de Dorchester estaban en nombre de Ofelia. Ella era más rica y su presencia en la dirección de la empresa daba confianza a los accionistas. Fue muy fácil que yo ocupara su puesto, especialmente al trasladarnos a Nueva York. Aquí yo era un desconocido.

Warrick hundióse más en su asiento y miró a las cuatro muchachas.

—Me encariñé con esas criaturas —siguió—. Fue tan fácil hacer de padre de ellas...

—¡Cállese! —ordenó la mayor. ¡Asesino! ¡Asesino de nuestro propio padre!

—¡Sáquenlo de aquí! —pidió Secunda.

Las mellizas fueron las únicas que salieron en su defensa.

—Nosotras no tenemos derecho a juzgarle —dijo Tercia—. Ha sido muy bueno y no tenemos queja de él.

—Si le llevan a la cárcel yo le iré a ver siempre que me dejen hacerlo —aseguró Quarta.

Warrick se mordió el labio inferior para contener su emoción.

—Gracias, pequeñas —musitó. Y dirigiéndose a las mayores, dijo—: Y a vosotras también os doy las gracias. Vuestra repugnancia de ahora no puede borrar el recuerdo de tantos años durante los cuales fuimos amigos. La vida es cruel con todos y a todos nos reserva un poquitín de amargura. Yo quisiera meter en mí toda esa amargura que algún día a de caer sobre vosotras.

—No lo puedo remediar —dijo Susana al oído de Duke—. Será un asesino, pero es simpático.

—Esos hombres se valen de su simpatía —replicó Duke.

Susana le miró, intrigada.

—¿Por qué dices una cosa y sugieres otra? —preguntó—. Tu acento no corresponde a tus palabras.

—Deja que siga hablando. Todo cuanto dice es interesante. La confesión de un hombre así merece ser escuchada.

—La vida es fácil y tranquila —siguió Warrick—. Yo me iba retirando de los negocios difíciles y me quedaba con aquellos en los cuales sólo hacía falta un gerente bien vestido y que supiese sacar un puro tras otro en beneficio de sus amigos. Pero un mal día me metí en el negocio de los rifles de repetición Barbington. Allí he enterrado treinta millones. Y si la guerra no estalla pronto, no sé cómo podremos salir... —interrumpiéndose, Warrick sonrió—. Claro que ahora yo no debo preocuparme. Los demás lo arreglarán. Yo estoy fuera de circulación... para siempre.

—¿Qué ocurría con la fábrica? —preguntó Duke.

—Un fusil automático cuesta diez dólares de fabricación. Un millón de fusiles representan diez millones de dólares inmovilizados en espera de que empiece la lucha. La actitud de esta nación ante los triunfos de Alemania hace pensar que nunca se meterá en la guerra y, si fuese así, mis rifles valdrían tanto como las escobas. Sin embargo yo tenía fe. Pero Ofelia se negó a seguirme ayudando. Dijo que no pondría más de dos millones en mi fábrica. Y una vez gastados lo mejor que se podía hacer era cerrarla. Yo no me resigné. Entonces se me ocurrió un plan odioso. Si Ofelia moría... —la voz de Bartlett se quebró. Con un esfuerzo siguió—: Si Ofelia moría antes que sus hijas, toda su fortuna iba a engrosar la ya cuantiosa fortuna de ellas. Si luego iban muriendo las... las niñas. Las que quedaran serían más ricas, pues unas se heredaban a las otras. Por fin todo iría a parar a Última. Yo administraría el dinero y salvaría la fábrica; pero era necesario obrar con cautela. Utilicé un disfraz de carnaval y aparecí varias veces ante Ofelia. Asusté a la institutriz inglesa, lancé alaridos y representé el papel de cuatro fantasmas. Un día supe que Prima se había casado en secreto. Aquello destruía mis planes. En caso de muerte de Prima, su marido era el heredero, no yo. Proyecté matarlos a los dos y vertí, ácido en la dirección del coche de Prima. Al llegar a lo alto del acantilado se despeñarían los dos. Falló el golpe y me costó mucho dinero lograr que el mecánico guardase silencio y jurara perjurase que el coche sólo padecía una desviación del volante, detalle sin importancia.

—¿Cuánto le dio? —preguntó Duke.

—Mucho. No recuerdo... Varios miles. El hombre prometió callar. Ofelia, entretanto, sospechó algo de lo que yo tramaba. Temió por sus hijas y acudió al señor Straley para que la defendiera y las defendiese. Yo la espiaba. Como decía Bartlett. Bis, dat, qui primo dat. El que da primero da dos veces. Yo iba dispuesto a dar primero. En la tarde de ayer cargué en la fábrica unos cartuchos de caza con trinitrotolueno... ¡No, con picriquina! ¡Oh! Picrinita. Sí. Eso fue. Los metí en la canana de Prima a fin de que al disparar, aunque sólo fuera uno de ellos, la explosión destruyera su arma y la matase. Su marido la salvó. Fue inteligente y agudo. Descubrió la diferencia de cartuchos y evitó un crimen. Los entregó al Sr. Straley y luego yo pude recuperarlos. Utilicé uno de ellos para volarle el aparato de radio del auto, a fin de que no pudiera comunicar con Nueva York.

—¿Y lo de las letras de fuego? —preguntó Duke.

Warrick hizo un gesto vago.

—Es muy sencillo. Le explicaré más adelante. Creí que volando el aparato de radio también volaría el coche del señor Straley: pero resultó más fuerte de lo que yo esperaba y quedó en condiciones de funcionar con sólo que se acoplaran unos alambres a los acumuladores. Le oí hablar con Ince y comprendí que se dirigía a un sitio al cual no me interesaba que llegase.

“Salí en pos de él y de su esposa en otro coche y armado con uno de nuestros fusiles ametralladoras. Como ya era de noche lo cargué con trazadoras a fin de poder corregir la puntería sin dificultades. Cuando llegué estaban hablando con el mecánico y disparé contra ellos. El mecánico murió; pero ellos se salvaron. No lo lamento. Volví a casa en espera del curso de los acontecimientos... Bueno, ¿para qué prolongarlo más? Asesiné a Ofelia. Dejé en su cuerpo la marca de los cuatro fantasmas. Luego, ya puesto a matar, maté al juez Pollard, para evitar que pudiese contar a nadie que había casado a Prima y su marido. Robé el libro y destruí la página en que estaba registrado el matrimonió. También destruí el certificado que Prima había recibido. Hoy no queda prueba legal alguna del matrimonio entre vosotros —dijo Warrick, dirigiéndose a la mayor de las Dorchester—. En el caso de haber muerto tú, Prima, tu esposo nada hubiese heredado. Todo habría revertido a tus hermanas. El plan era bueno. El final resultaba apoteósico. Cuatro muertes simultáneas. Tenía una solución líquida de arsénico, muy activo, y la repartí entre doce copas —sonrió como burlándose de sí mismo—. Era la traca final. Nadie sabía cuántos podían morir.

—¿Por qué utilizó arsénico en vez de ácido prúsico u otro veneno fulminante? —preguntó Duke.

—Por dos motivos. El primero porque... Me interesaba que se descubriera el cadáver de Ofelia antes de que sus hijas muriesen. Además, un veneno fulminante habría puesto en guardia a las otras. Así, en cambio, tuvieron tiempo más que bastante de beber el jerez en tanto ocurrían las cosas que todos saben.

—¿Es esa la ametralladora con que mató al mecánico? —preguntó Duke.

—Sí... Claro... No tengo otra. ¿Puedo fumar un cigarrillo?

Duke le tendió uno de los suyos. Warrick lo rechazó.

—Si me lo permiten prefiero uno de los míos.

Sacó una pitillera de oro y de ella un cigarrillo emboquillado. Lo encendió cuidadosamente y aspiró todo el humo, golosamente, como si no quisiera desperdiciar ni una voluta. Un penetrante olor a almendras amargas se extendió por el vestíbulo. El forense, que regresaba de examinar el cadáver del juez de paz, anunció con fingida indiferencia y muy seguro:

—Ese caballero se está suicidando con cianuro.

Max Mehl miró a Duke. Éste le devolvió la mirada. Susana gimió:

—¡Dios mío! ¿Cuándo se terminarán los cadáveres?

Las cuatro hermanas apartaron horrorizadas la vista del cuerpo de Simón Warrick. El cigarrillo se escapó de entre los labios y cayó sobre el pecho del muerto. Duke lo retiró antes de que la brasa prendiera en la camisa.

—¡Pobre! —musitó Quarta.

Su hermana mayor replicó furiosa:

—Debía haberse sentado en la silla eléctrica.

—No hable así —pidió Susana—. Al fin y al cabo ha sido un hombre valiente.

—Le han dejado matarse —refunfuñó Ince.

Sheridan, Hubbard y Decker guardaron silencio, como si quisieran permanecer ajenos a aquella cuestión.

—Ahora sólo falta una prueba —dijo Duke, a través de un bostezo—. Ella nos dará la culpabilidad absoluta de Warrick.

—¿Qué mejor prueba que su declaración? —preguntó Sheridan.

—Es cierto —admitió Duke—. Realmente es una tontería hacer esa prueba.

—No es ninguna tontería —dijo Max Mehl—. A mí me gusta comprobar todas las cosas. No quiero dejar cabos sueltos.

—Como quiera, Max; pero no cuente conmigo para ese trabajo. Estoy cansado, aburrido y deseando acostarme.

—Eso lo deseamos todos —bostezó Ince.

—Pues ayúdeme —indicó Max Mehl—. Quiero tender a Warrick en el suelo y someterlo a la prueba... Bueno, ustedes no entienden de eso. La explicación no les serviría de nada. Es una prueba muy interesante.

El cadáver quedó tendido en el suelo. Warrick parecía un muñeco... un pelele de trapo con una extraña cara de porcelana opaca.

Max fue en busca de una lámpara de pie y enfocó la pantalla sobre el cadáver, de forma que la luz diese de lleno en él.

—Que traigan la máquina —ordenó.

Protegiéndose la mano con un pañuelo, quitó la bombilla de la lámpara y puso otra, cortando antes la corriente.

—Coloque usted las manos sobre el abdomen —indicó Max a Ince—. Y usted, Sheridan, tenga la bondad de colocarse si otro lado y hacer lo mismo.

—Es repugnante —dijo Ince.

—Acabemos de una vez —refunfuñó Sheridan.

—¡Oh, sí¡ —pidió Susana—. Acabemos de una vez con los cadáveres. Tengan en cuenta que esta es mi noche de bodas.

—No la olvidará nunca, Susi —rió Max.

—Esto es más interesante que un viaje al Niágara..

Llegó un fotógrafo con la cámara preparada y la enfocó al cadáver.

—Esténse quietos —ordenó—. Que nadie se mueva. Encienda la luz, Max.

Duke apagó todas las luces del vestíbulo, excepto una bastante apartada. El grupo reunido en torno al cadáver quedó envuelto en sombras.

Oyóse un chasquido y un suave haz luminoso de un azul pastel claro brotó de la lámpara. El rostro del muerto adquirió un horrible colorido verdoso con rayitas índigo. Los labios pasaron de rojos a lívidos con venillas rojillas. Y sobre el cadáver dos manos se inflamaron con fuertes tintes de llama.

Dos gritos de horror brotaron de los labios de Ince y Sheridan. Los dos se pusieron en pie y trataron de huir, alocados por lo que estaban viendo. Al apartarse del haz luminoso, sus manos se fueron apagando. Ince, trató de escapar hacia donde estaba Prima; pero dos brazaletes de acero se cerraron en torno de sus muñecas. Sheridan tuvo, en cierto modo, más suerte. Derribó a Max, cuando éste ya le tenía acogido y creyendo hallar la puerta de escape se metió en la biblioteca, tropezando con el cadáver del juez Pollard.

Los policías corrían ya en pos de él. No quedaba ninguna puerta para huir. Le sabían desarmado y deseaban cogerle vivo para sentarlo en la silla eléctrica.

Sheridan no vaciló. Arrancó la daga hundida aún en la espalda del juez Pollard y volviendo la hoja contra él se dejó caer hacia la mesa, atravesándose el corazón de parte a parte.

—Yo he perdido ya la cuenta —gimió Susana—; pero a mí me parecen demasiados muertos para mi primera noche de bodas.