CUATRO PUÑALES

Duke trató de abrir la puerta del cuarto de la señora Dorchester. No pudo. Estaba cerrado por dentro. Llamó imperiosamente. Nadie contestó.

—¿Qué sucede? —preguntó, desde abajo, el señor Dorchester.

Duke se lanzó contra la puerta y esto decidió a Bartlett a subir por la escalinata. El ruido atrajo a los invitados que estaban en el salón. Se oyeron unos gritos de mujer, provocados indudablemente por la noticia del asesinato del juez. Al fin se abrió la puerta de la habitación. Duke examinó el pestillo que la había cerrado. Era como un picaporte facilísimo de cerrar, pues bastaba sostenerlo con una pajita y cerrar la puerta y retirar luego la paja, dejando que el picaporte cayese en su sitio.

Susana avanzó, anticipándose a su marido; pero no tardó ni medio segundo en arrepentirse de ir sola y volviéndose cayó en brazos de Duke, gritando:

—¡Otra!

Ofelia Dorchester estaba tendida en su cama. Tenía cuatro dagas de gavilanes clavadas en el pecho. Una le atravesaba el corazón, otra el seno derecho, y dos más el estómago, por debajo de las costillas.

Bartlett Dorchester, que había entrado también, se detuvo y retrocedió, asustado de lo que veía.

—La marca de los cuatro... —murmuró. Luego:—¿No hay esperanzas?

Duke le miró inquisitivamente.

—Ninguna. Una sola puñalada bastaba. La del corazón. Las otras son de adorno.

El señor Dorchester pareció enflaquecer de golpe. Llevóse la mano al cuello, como si se ahogara.

—Ellos se han vengado... —jadeó.

Se le veía descompuesto, desmoralizado, deshecho. Casi a tientas llegó hasta la puerta. Entonces se volvió diciendo corno si pidiera permiso:

—Voy con mi hija.

Arrastrando los pies marchó hacia el cuarto de Última Dorchester. Duke le siguió con la mirada. Susana, junto a él, se esforzaba por recobrar la serenidad.

—¿Cuándo terminarán de aparecer cadáveres? —preguntó.

—La serie no está completa —replicó Duke—. Las hijas han heredado. Ahora ellas empiezan a correr peligro.

Salió del cuarto y desde lo alto de la escalinata ordenó a Prima, Secunda y a las mellizas:

—Que ninguna de ustedes coma ni beba nada. Ni fume. Ni salga del vestíbulo. Les prevengo que sus vidas están en peligro.

Ince y Sheridan, el novio de Secunda, fueron a reunirse con Duke.

—¿Ha muerto? —preguntó el primero.

—Si.

Fueron a entrar, pero Duke los contuvo.

—Ahora no es posible —dijo—. Debemos esperar a la policía. Y es mejor que ellas no lo vean. No ofrece un espectáculo grato.

Los dos hombres regresaron lentamente junto a sus novias. Duke los vio cómo les hablaban y comprendió que se daba la noticia del fallecimiento de la señora Dorchester. Las cuatro muchachas hicieron un movimiento instintivo para lanzarse hacia el cuarto de su madre. Sus novios las contuvieron. Cuando las cuatro empezaban a llorar a gritos y los invitados que hasta entonces permanecieron inmóviles intentaron huir de la casa, las sirenas de los autos de la policía sonaron, en enjambre, alrededor del viejo edificio, imponiendo a todos silencio.

Un momento más tarde Max Mehl entraba en el castillo.

—¿Qué significa aquella historia, que me contaste de un mecánico...? —empezó Max.

Duke le cogió del brazo y lo llevó hacia la biblioteca y le señaló el cadáver del juez Pollard.

—¡Caramba! —exclamó Max—. ¿Quien es ése? De él no me dijiste nada.

—Arriba hay otro, el de una señora con cuatro dagas como esa hundidas en el cuerpo.

—¿Es que te han regalado una colección de cadáveres los amigos del depósito? —preguntó Max—. Por suerte traemos al forense.

En este momento, casi simultáneos, se oyeron en el vestíbulo dos sordos golpes. Duke y Max volvieron la cabeza. Las mellizas estaban en el suelo, sin sentido.

—¿Dos muertos más? —preguntó Max, con fría indiferencia.

—¿Y desmayadas las dos a la vez? —preguntó Max incrédulo.

—No —contestó Duke—. Se deben de haber desmayado. Su madre ha muerto.

—Los mellizos son seres muy extraños: Suelen reaccionar de igual manera...

Sin lanzar ni un grito, Secunda giró sobre sí misma y desplomóse junto a sus hermanas.

—Esa no es melliza —observó Max.

Duke le apartó de un empujón y se arrodilló junto a Secunda. Le abrió los párpados y examinó la pupila.

—¡Pronto! ¡El forense! —gritó.

Llegó el forense y preguntó al ver a las tres muchachas:

—¿Muertas?

—Aún no —contestó Duke—. Envenenamiento con solución líquida de arsénico.

El forense hizo un gesto de disgusto.

—¡Qué burdo! Arsénico en estos tiempos.

Abrió el maletín y mientras preparaba la jeringuilla de inyecciones comentó dirigiéndose a Duke:

—No nos entretendremos en hervir la aguja ni la jeringuilla. En ningún caso se ha infectado una inyección aplicada en estas condiciones.

Cuando hubo terminado y las tres hermanas comenzaban a dar señales de reacción, el forense agregó:

—Un lavado de estómago y quedarán nuevas.

Duke miró a Prima.

—Es raro que a usted no le haya ocurrido...

En el mismo instante en que decía esto se produjo en la joven el colapso que, en sus hermanas, se había anticipado. Ince cayó de rodillas junto a ella y, comenzó a abrazarla, llamándola por su nombre, besándola en los labios, hasta que Duke y el forense ayudados por un par de policías consiguieron apartarle de Prima. Entonces Ince se desasió y tiróse contra la pared gritando y llorando hasta quedar, de pronto, inmóvil, con los ojos casi colgándole fuera de las órbitas.

—Sálvela, Duke, y pídame lo que quiera —dijo.

—No tiene que ofrecer nada. Se salvará.

Dicho esto, y mientras el forense atendía a las cuatro hermanas Dorchester, Duke fue hacia la mesa donde estaban las copas que se habían utilizado por parte de las jóvenes. Susana se acercó a él.

—No puedo más —le dijo—. Esto no es una luna de miel, es una degollación de los Santos Inocentes, ¿Quién falta por morir? Dame agua...

Duke le golpeó fuertemente la mano que Susana tendía hacia un jarro de agua.

—No toques —dijo—. ¿Te fijaste quién sirvió el jerez dulce?

—Sheridan, el novio de la segunda.

Duke tomó la botella de jerez dulce y vertiendo unas gotas en la palma de la mano lo probó.

—Nada —comentó—. Es raro. Sin embargo...

Max aproximóse a Duke.

—¿Qué cosas se pueden tocar sin peligro en este endemoniado castillo? —preguntó.

—La cabeza propia y nada más —replicó Duke—. Es curioso que un vino que ha provocado cuatro colapsos y que se sabe que contenía arsénico...

Duke interrumpióse. Su mirada acababa de clavarse en las estrechas y altas copa que se utilizaban para el jerez. Cogió una de ellas y observó que en el fondo se veía un líquido claro.

—¡Ya lo tenernos! —exclamó—. Una fuerte solución líquida de arsénico, Max. Se vierte en cada una de las doce copas de jerez. Se sabe que las muchachas sólo toman jerez. Los hombres prefieren licores fuertes. Y si alguien que no deba morir pide jerez, no cuesta nada tirar el contenido arsenical del mismo.

—Entonces el que sirvió el vino es culpable...

—No, Max. No se precipite. La cosa es más complicada que todo esto. Hay que sacar mucha tierra antes de encontrar el cadáver. Tal vez al asesino no le importaba que murieran diez o doce personas con tal de que entre ellas estuviesen las que debían morir para su conveniencia.

El forense continuaba atendiendo a las cuatro hermanas. Las tres menores estaban tratando de tragar los tubos de goma para el lavado de estómago. La mayor aún no había vuelto en sí del colapso.

—¡Y pensar que tengo dos cadáveres esperando! —gruñó el forense—: ¡Y tener que estar lavando estómagos, como un médico de pueblo! ¡Max! Esto no es lo mío. A mí déme muertos, no gente viva.

Ince acudió junto a Duke.

—Por lo que más quiera, sálvela —pidió apasionadamente.

—Ya ve que el médico hace todo lo posible —indicó el joven.

Ince enmarañóse los cabellos.

—Es que... —vaciló—. Prima y yo... estamos casados. Nos casamos hace una semana. El mismo juez de paz que ha venido con usted... El que vino...

—¿Cuánto le dio usted para que callara?

—Nada. ¿Por qué?

—¿No le dio dinero? —insistió Duke.

—No. Le pedí por favor que guardase el secreto, pues nuestras respectivas familias se oponían a la boda.

—Era un hombre muy notable —musitó Duke—. Su asesino se sentará en la silla eléctrica.

—Es lo menos que merece —dijo Ince.

Miró hacia Prima.

—Si ella muriese... No sé qué haría.

—No morirá. La llegada del forense con su instrumental ha sido providencial para esas muchachas. Yo no habría podido hacer nada por ellas.

Llegó Max Mehl junto a Duke.

—Todo en marcha —dijo—. Las ruedas de la Ley giran como si estuviesen recién engrasadas. He pensado no retener a los invitados.

—Desde luego. La agresión ha partido del interior del castillo. Los forasteros nada tienen que ver. Permítame, Max. Yo daré la orden.

Duke subió sobre una silla, anunciando con su poderosa voz:

—Pueden marchar a sus casas todos aquellos que lo deseen y se hallen en condiciones de hacerlo.

Se produjo una estampida hacia la puerta y Max miró, alarmado, a su amigo.

—Quizá les has hecho demasiado fácil la fuga —indicó.

—No. El asesino no se puede marchar en tanto que todo no esté aclarado.

—¿Por qué no se ha de poder marchar?

—Porque le es imprescindible probar su inocencia. Ya verás como no huye.

Había terminado la fuga de los invitados y en la casa reinaba un denso silencio. Proseguía el lavaje de estómagos y Susana colaboró con el forense en aquel trabajo. Al terminar fue hacia Duke. Miróse un momento en un espejo y suspiró:

—¡Horrible! Parezco esa novia destartalada que pintan como contraste de la novia ideal. Represento la que no debo ser. Una novia ha de ser risueña, alerta, coruscante; al menos, eso dicen los anuncios de los institutos de belleza. Una novia ha de ser como una lechuga recién salida de la nevera eléctrica. Y yo parezco una col hervida. ¿Verdad que no te casarías conmigo ahora?

—Tal vez me casara contigo por buena y por dulce; pero por bonita no, desde luego.

Susana propinó un violento puntapié contra la espinilla de Duke.

—¿Y quién tiene la culpa de que yo parezca una bayeta mojada? —preguntó casi furiosa—. Se supone que a una novia hay que llevarla a un lugar florido, no a presenciar ejecuciones en masa, a sufrir ametrallamientos, bombardeos y ataques con lanzallamas de bencina. Pero la culpa es mía por casarme con un hombre que se imagina que Nueva York se llenaría de criminales si no fuese por él. ¡Y así toda la vida! ¿Por qué no procuras cambiar?

—Porque ni tú ni yo lo deseamos, Susi.

—¿Ahora ya se ha acabado todo?

—No. Falta la entrada del criminal.

Duke hablaba en voz alta, para que todos le oyesen, y por eso todas las miradas se centraron en la puerta por la que apareció un abatido señor Dorchester, seguido por tres policías cargados con una ametralladora de mano, un corto rifle y un paquete.

—Le encontramos en el jardín jugando con este juguete —dijo el policía que traía la ametralladora.

Ince fue al encuentro de Dorchester y amenazándole con el puño contra los ojos gritó:

—Lo habría callado todo; menos eso que ha hecho de pretender matar a Prima... y a las otras. ¡Asesino!

El señor Dorchester se dejó caer en un sillón y miró con cansados ojos a todos.

—He perdido la última jugada —musitó—. Ya nada se puede resolver. Todo quedó estropeado. Ella se fue... Y a mi tanto me da irme como quedarme.

—¿Se reconoce culpable? —preguntó Max—. Tenga en cuenta que todo cuanto diga de ahora en adelante podrá ser utilizado centra usted el día del juicio.

—Ya lo sé —suspiró Bartlett—. Soy culpable... De todo.