EN EL CASTILLO DE BARBA AZUL
—¿Por qué le llaman castillo de Barba Azul? —preguntó Susana a su marido, cuando estuvieron en la habitación que se les había asignado.
—¿Te parece impropio el nombre? —preguntó a su vez Duke—. La doña Ana aquella era una barba azul de primera clase. Cuatro maridos asesinados no son grano de anís.
—Pues la doña Ofelia ésta también se trae lo suyo —rió Susana—. Tres maridos muertos violentamente... Debe ser enfermedad familiar. Hay familias que propagan la hemofilia. Otras dejan como herencia él cáncer o la tuberculosis. Los Barrio padecen de viudedad triplicada o cuadruplicada. No comprendo cómo hay hombres lo bastante bravos para quererse casar con esas chicas numeradas.
—Cada chica vale diez millones —contestó Duke—. El día de la boda los recibirán.
—¿Cómo es que estás tan enterado de la vida y milagros de esa gente?
—Procuro saberlo todo. Al menos todo cuanto tiene algún interés. La señora Dorchester les pagó a los editores del Quién es Quién en América una fortunita a condición de que no citasen sus anteriores matrimonios. Lo supe y me interesó averiguar qué pecadillos quería ocultar la buena señora. Max Mehl me ayudó, mostrándome una serie de documentos privados. Si no te importa, bajaremos en seguida al salón, quiero conocer más íntimamente a los habitantes de este castillo.
—Para saber más de lo que sabes tendrás que hacerles la autopsia —dijo Susana.
—En efecto. La señora Dorchester nos ha contado lo que ya sabíamos o, mejor dicho, lo que ya sabia yo; pero nos ha dicho unas cuantas mentiras y ha representado una comedia bastante buena.
—¿Cuándo?
—Cuando se mordió el puño. Cuando fingió no creer que nos observaban con unos prismáticos. Cuando pronunció aquellas palabras que de momento no decían nada; pero que más adelante dirán mucho.
—¡Caramba! —exclamó Susana—. ¡Qué sagaz! ¿Y qué comedia representó? ¿Con qué objeto?
—Lo ignoro aún, pero... el cuarto marido peligra. Me interesa mucho hablar con el señor Dorchester.
—¿Quién es el señor Dorchester? —preguntó Susana.
—Además del marido de Ofelia de Barrio es un técnico en piedras preciosas, un audaz jugador de Bolsa y un lince para ciertos negocios. Ganó mucho dinero durante la guerra y no hace mucho, a raíz de los disturbios europeos de los años treinta y siete y treinta y ocho, olió la guerra y con ayuda de un técnico que había ofrecido al Ejército un nuevo fusil automático que fue considerado demasiado costoso para ser tenido en cuenta su fabricación, fundó la fábrica de armas Dorchester y Babington. Dispone de mucho dinero y está produciendo en serie ese nuevo rifle. Dicen que ya tiene casi un millón en almacén y no quiere vender ni uno. Cuando los Estados Unidos se metan en la guerra, él tendrá dos o tres millones de esos rifles. El Departamento de Guerra se los comprará sin fijarse en el precio que él quiera pedir. Y si no los compra el Gobierno los comprará Inglaterra.
—¡Es formidable¡ —exclamó Susana.
Sonriendo, Duke negó con la cabeza.
—No. Es demasiado burdo; pero le saldrá bien.
—No te entiendo.
—Mejor. Una esposa que entiende demasiado a su marido resulta molesta. La mujer ha de parecer un poquitín tonta.
—¿Por qué? —preguntó, desafiadora, Susana.
—Porque así el marido puede lucir ante ella su superior inteligencia. Las mujeres demasiado listas son insoportables. Con ellas el hombre pierde la noción de su supremacía. Y al perder eso lo pierde todo. ¿Comprendes?
—Investigaré por mi cuenta —decidió Susana.
—Te expones a tropezar con un fantasma.
—Y el mismo fantasma se expone a tropezar con una bala —y Susana mostró a su marido una pistola Colt automática del 45,
—Devuélveme eso —pidió Duke, alargando la mano hacia el arma.
—No —y Susana retiró su mano—. Es mía. La cogí del coche. Tú llevas la tuya bajo el brazo. La llevaste incluso en la iglesia, al casarnos. ¿Temías que el sacerdote te pidiese la cartera?
Duke dejó de intentar coger el arma y Susana la metió en su gran monedero de piel de cocodrilo.
—Lo bueno de los monederos de tamaño natural es que se puede meter en ellos todo lo que hace falta. Hasta una ametralladora. Bajemos a contemplar a Primera, Segunda, Tercera, Quarta y Quinta.
—Última —rectificó Duke.
Iban a salir del cuarto cuando se abrió bruscamente la puerta y un joven entró en la estancia, cerrando tras él.
—¡Hola! —saludó Susana hundiendo lo mano en el monedero y cerrándola en torno de la culata de la pistola—. ¿Le persiguen los fantasmas?
El joven lanzó un suspiro bastante fuerte, volvió a respirar más acompasadamente y al fin preguntó:
—¿Es el señor Straley?
—Sí, él es —replicó Susana, señalando a su marido con la pistola que había sacado—. Yo no soy más que su mujer. ¿Y usted quién es?
—Es Robert Ince Overton Tercero —dijo Duke—. El prometido de Prima.
—¿Mas números? —preguntó Susana—. ¡Qué familia! Su árbol genealógico parecerá la tabla de multiplicar.
—Es el actual presidente de la fábrica de automóviles R. I. O. Su abuelo, Robert Ince Overton Primero la fundó. Su padre, Robert Ince Overton Segundo la hizo grande, y él oscila entre hacerla mayor o hundirla. ¿Qué tal va ese auto que subirá por las paredes, cruzará ríos, caminará sobre la vía del ferrocarril y trepará, incluso, a los árboles?
—No he venido a hablar de mi nuevo coche —respondió Ince—. En la fábrica todo marcha bien, y si usted quisiera ayudarnos un poco, marcharía mejor. Sólo el carburador nos falla. Su patente...
—Mi abogado es el más indicado para tratar de esos asuntos —dijo Duke—. Yo estoy en luna de miel y... a usted no le gustaría que el día de mañana vayan a hablarle de carburadores cuando por fin esté a solas con su esposa. ¿Verdad?
—No —suspiró Ince—. No he venido a hablarle de carburadores. Nuestro abogado está en tratos con el de usted y tiene que llegar a un acuerdo porque sin su carburador nuestro "Rio 301" no sirve de nada.
—¿Más números? —preguntó Susana.
—Es el número de un modelo de coche que la casa R. I. O. va a lanzar con destino al Ejército —explicó Duke—. Cuando ellos empezaron a diseñar el motor, tuve ocasión de examinar los planos y comprendí que el carburador que habían proyectado no serviría de nada. Llegué a casa y en un par de horas diseñé el único carburador posible para tan poderoso motor. Lo patenté en doce tipos distintos y ahora obtendré los beneficios.
—¡Qué listo eres! —exclamó, burlonamente Susana. Dirigiéndose a Ince, agregó—: Usted no sabe lo agradable que es para una mujer tener un marido tan supremamente sabio. A veces he de contenerme para no caer a sus pies y adorarlo como si fuese un becerro... de oro.
—Perdone, señora —pidió Ince—. No he venido a bromear. Estoy en un apuro. Y no de carburadores, sino de corazón.
—El carburador es algo así como el corazón de un coche, ¿no? —preguntó Susana—. Por lo menos eso me dijeron cuando me enseñaron a conducir. Claro que el coche en que aprendí era tan viejo que puede que ahora el carburador ya no signifique nada.
—¿Qué le sucede, Ince? —preguntó Duke, observando atentamente al joven.
Éste era alto, muy delgado, de aspecto enfermizo, con los ojos saltones, un poco alocados, mejillas hundidas, frente amplia, coronada por una revuelta masa de cabellos negros. Vestía pantalones de franela y chaqueta de lana tejida a mano. Llevaba una camisa de hilo grueso y anudada al cuello y con las puntas ocultas bajo era camisa una bufanda de seda multicolor a modo de corbata de las llamadas Ascot o de plastrón. Era un atuendo muy deportivo realzado por unos zapatos de piel de cerdo y suela de dos centímetros de grueso. Resultaba simpático especialmente por su aspecto de niño perdido en el bosque.
—Usted es detective...
—Por afición —dijo Susana.
—Ya lo sé —replicó Ince, sentándose en el sillón que le ofrecía Duke—. ¡Es horrible! La van a matar. Lo sé.
—¿A quién van a matar? —preguntó Susana—. ¿A la madre o a alguno de los números que tiene por hijas?
—Siga por donde había empezado, Ince —aconsejó Duke—. Hay quien a los veinte años de casado se arrepiente de lo que ha hecho. Yo me he arrepentido mucho antes.
—Es una ofensa proferida ante testigos —advirtió Susana, amenazando a su esposo con la pistola—. Cuidado con lo que dices. Puedo solicitar el divorcio por crueldad mental.
—Si quieres hacerlo guarda ese juguete —rió Duke—. Podría acusarte de haberme amenazado ante testigos y obligarte a pagarme un millón.
—Quizá he venido a estorbarles —musitó Ince, con más aspecto que nunca de niño perdido en una selva llena de ululantes lobos.
—En absoluto —dijo Susana—. Nos aburríamos de tan solos como estábamos. Al fin y al cabo ya hace seis largas horas que nos hemos casado.
Ince iba a levantarse; pero Duke le contuvo.
—No. No tome en serio lo que es sólo una broma. Cuénteme para qué busca usted un detective.
—¿Me ayudará?
—Si puedo, sí.
—¿A qué ha venido a esta casa?
—No lo sé. Una avería...
—Su auto no tiene ninguna avería que usted no pueda reparar en dos minutos y medio —declaró Robert Ince Overton.
—En mi tierra, cuando a un hombre le llaman tan claramente mentiroso, suele ocurrir algo feo —murmuró Susana con la mirada perdida en el techo—. Generalmente la comunidad ve reducido en uno el número de sus habitantes masculinos; pero eso ocurre en California.
—He querido decir que usted se encuentra aquí por algún motivo concreto —dijo Ince—. Perdone si le he ofendido.
—Está perdonado —dijo Susana—. ¿Por qué supone que estamos aquí para algo más que para esperar que alguien nos repare la avería del coche?
—Vinieron con la señora Dorchester. Yo les vi llegar. Sé que ella fue a buscarles para que eviten que a ellas les ocurra algo malo.
—Esas ellas deben de ser los cinco numeritos, ¿no? —preguntó Susana.
—Sí —contestó Ince—. Les amenaza un grave peligro. Y no de fuera, sino de dentro. Alguien de esta casa desea matarlas.
—¿A todas? —preguntó Duke.
—Sí.
—¿Con qué objeto? —preguntó Susana.
—Dinero.
—¿Dinero? —Susana fingió asombro—. ¿No sería mejor con una daga española?
Ince estuvo punto de dejar caer sus ojos al suelo, tan fuera de las órbitas los llegó a tener.
—¿Cómo sabe lo de las dagas? —preguntó temblorosamente.
—Somos los mejores detectives del mundo —sonrió Susana—. Nuestro lema es: "Cuando la Policía no pueda ayudarle, acuda a nosotros y quedará satisfecho".
—Pero eso de las dagas ha ocurrido hoy... Desaparecieron cuando la señora se había marchado.
Duke miró burlón a su mujer. Ésta se hallaba ahora tan desconcertada como Ince.
—¿Desaparecieron unas dagas? —preguntó Duke.
—Sí... Pero si ya saben...
—No importa. Usted cuéntenos lo que sepa —irónicamente, agregó—: No haga demasiado caso de lo que dice mi esposa. Desciende de una familia de brujas y hechiceros. Sus antepasados huyeron de España; pero sobre todo de las hogueras de la Inquisición.
—¡Mentira! —gritó Susana—. No levantes calumnias contra mis antepasados.
—Lo mejor será, señor Ince, que nos cuente su historia desde un principio y exponga sus deseos y sus temores. Entretanto yo taparé la boca a mi mujer.
Volviéndose hacia Susana, Duke agregó:
—Debes tener en cuenta que se trata de un asunto importante.
Ince enmarañóse un poco más el cabello y al fin empezó:
—Prima y yo nos queremos. Nos casaremos dentro de un mes y esta noche se ha de anunciar nuestra próxima boda. Desde que yo pedí la mano de Prima, algo parece haberse estropeado en esta casa. No sé lo que es; pero ella me dice que durante la noche se oyen alaridos terribles, golpes en las paredes y se ven desfilar fantasmas. Cuatro fantasmas. Supongo que la señora Dorchester les habrá hablado de los fantasmas.
Duke respondió con un afirmativo movimiento de cabeza.
—Las tres hermanas de mi novia también tienen novio y esta noche y las próximas tres noches se irán anunciando los compromisos oficiales.
—Eso significa cuarenta millones a punto de pasar de unas manos a otras —sugirió Duke.
—Sí. Alguien tiene interés en que esos millones se queden donde están.
—¿Quién es ese alguien?
—No me atrevo a sugerirlo.
—¿El señor Dorchester? A él seguramente le harán falta en su fábrica de fusiles ultrarrápidos.
—Ya le he dicho, señor Straley, que no me atrevo a acusar a nadie —dijo Ince.
—¿Acaso la señora Dorchester? —siguió Duke—. Cuesta trabajo creerlo, pero ¿quién sabe? Desembolsar cuarenta millones no es lo mismo que dar cuarenta centavos a un limpiabotas; pero de eso a que haya pensado en asesinar a sus propias hijas... ¿No le parece exagerada la sospecha?
—No sé —Ince escondió el rostro entre las manos—. No lo sé —repitió—; pero indudablemente sólo dos personas pueden ser sospechosas.
—El señor Dorchester no me parece un Herodes capaz de hacer degollar a sus propias hijas.
—Tal vez los señores Dorchester hayan pensado en expulsar de este odioso mundo a los futuros maridos de sus hijas —sugirió Susana con la expresión de máxima inocencia—. Yo no creo en el desinterés de los hombres —suspiró—. Mi larga y atormentada vida me ha enseñado que todos ellos son unos egoístas,
—Señora... —Ince se contuvo y con voz más suave de la empleada al principio, agregó—: Le aseguro que no es el temor por mi vida el que me ha hecho venir. No me inquieta mi suerte; pero aunque sea monstruoso, tengo motivos para sospechar que alguien de esta casa desea la muerte de Prima y de alguna más de sus hermanas.
—¿Qué motivos tiene para creer eso? —preguntó Duke.
—Definido, ninguno, pero... Anteayer Prima y yo salimos en su coche. Todas las tardes íbamos a contemplar la puesta de sol tras las montañas. A Prima le gusta que su coche marche a toda velocidad, sobre toda en la subida del acantilado, Su coche es un Mercedes Benz y desarrolla una velocidad terrible. Anteayer subimos hacia el acantilado, un punto en que la carretera bordea un precipicio altísimo sobre el Hudson. Para abrir la carretera hubo que ir colocando barrenos en la roca viva, y como si la carretera hubiese ido directa a la cumbre, la pendiente habría sido excesiva, fue preciso ir tallando la roca, y por lo tanto la carretera actual tiene a la izquierda el abismo del río y a la derecha una pared rocosa. La anchura total de la carretera es de nueve metros.
—La conozco —dijo Duke.
—Lo suponía; pero he querido describir el lugar para que comprendiese lo que pudo haber pasado de no mediar una suerte increíble. Esa carretera sólo es frecuentada por coches particulares. Sin embargo, anteayer, cuando nos hallábamos a punto de alcanzar la cumbre del acantilado, apareció ante nosotros un gran autobús de los que llevan pasajeros por la carretera del rio. Luego supimos que lo había alquilado un grupo de amigos que deseaba precisamente visitar aquel sitio. La aparición del autobús fue tan inesperada, que Prima apenas tuvo tiempo de torcer a la derecha, pues seguía, como de costumbre, el lado más próximo al precipicio. El brusco viraje terminó con la rotura de la dirección y el auto pegó primero contra el autobús y luego de rebote contra la pared de granito. Por fortuna Prima iba ya frenando y... nos salvamos de una muerte segura.
—Es una avería poco corriente en esos coches —dijo Duke—; pero perfectamente posible.
—No —dijo Ince—. Aun no he terminado. Unos metros más allá en el punto en que la carretera tuerce en torno del saliente morro de la cumbre del acantilado, había una furgoneta cargada de adoquines y losas de granito, con las cuatro ruedas pinchadas y sin conductor. La habían abandonado en un punto que permanece invisible hasta que el coche que llega de abajo empieza a tomar el viraje. ¿Comprende ahora?
—Es preferible que usted me dé los problemas resueltos, si ya lo están.
—Si Prima hubiese llegado a aquel punto con el coche a más de cien por hora, hubiese tenido que torcer bruscamente a la izquierda, entonces se hubiese roto la dirección y el auto habríase despeñado por el precipicio.
—¿Qué motivos tiene para creer que alguien había previsto que la dirección se rompería al llegar allí?
—El mismo que vertió ácido corrosivo en la dirección del coche de Prima. Mientras no se violentara el volante, la dirección resistiría; pero en cuanto se tomara una curva demasiado cerrada, se tenía que romper. Eso ocurriría, forzosamente, al tomar la curva de la cumbre; mas por si acaso, se dejó allá la furgoneta. A no ser por el autobús que nos obligó a desviarnos y que actuó de barrera entre el coche y el abismo, la dirección no se hubiese roto hasta llegar a lo alto de la carretera. Si la carrocería del autobús nos desvió hacia el lado derecho la furgoneta nos habría desviado hacia la izquierda. Hacia la muerte.
—¿Puedo ver el auto? —preguntó Duke—. Me gustaría examinar la dirección y comprobar el ácido...
Ince movió negativamente la cabeza.
—Imposible —dijo—. El coche fue llevado a un garaje en Martinsville. Yo regresé aquí con Prima en un auto que nos alquilaron. Mientras estábamos aquí, riéndose Prima del peligro corrido, me llamaron del garaje para explicarme lo ocurrido con la dirección. Contaron lo del ácido en el metal y preguntaron si se trataba de una broma o de un accidente involuntario. Encargué que no tocaran nada hasta que yo volviese. No dije nada a Prima y regresé al garaje. Examiné la dirección y vi que el mecánico que me había telefoneado tenía razón. Las huellas del ácido eran clarísimas. Encargué que lo dejara todo tal como estaba y que no reparase la avería hasta que yo se lo mandara. Le prometí volver al día siguiente. No sabía qué hacer. Todo era muy sospechoso; pero quizá se tratase de un accidente casual. Ahora sé que no.
—¿Por qué lo sabe?
—En primer lugar, porque al volver a pasar por la carretera vi que la furgoneta había desaparecido, y a juzgar por las huellas dejadas en el asfalto, la debieron empujar hacia el mismo sitio donde esperaban que cayéramos nosotros. Luego acabé de tener la seguridad cuando al pasar al mediodía siguiente por el garaje encontré el coche de Prima perfectamente reparado. Pregunté al mecánico por qué lo había hecho y me contestó que mi novia se lo había ordenado. Le reprendí, diciéndole que no debía haberlo hecho y le pedí las piezas de la rota dirección. Dijo que las había tirado al montón de hierro viejo. Al decirle que se debía haber dejado aquella prueba para la policía, pues a ella le competía analizar el hierro atacado por el ácido y comprobar que se trataba o no de un atentado personal, el mecánico me miró como si yo estuviera loco y preguntó qué quería decir con aquello del ácido y demás. En fin, para no prolongar esta explicación, el hombre jura y perjura que él no ha visto nunca una dirección atacada por ácido. Dice que la rotura de la dirección del coche de Prima era natural y que no tenía nada de extraordinario.
—Muy curioso —musitó Duke—. Usted supone que el mecánico recibió dinero o amenazas para que cerrase la boca y olvidara todo cuanto había visto y dicho.
—Creo que recibió las dos cosas a la vez —dijo Ince—. Pero yo vi la dirección corroída por el ácido. Vi la furgoneta. Estuve a punto de matarme al mismo tiempo que mi novia y sé, por tanto, la verdad. Alguien de esta casa oyó la conversación. Se puso en contacto con el mecánico y le hizo callar. Ahora el hombre no hablará, pues se expondría a perder su empleo y quizá a ir a la cárcel.
—¿Qué más?
—Esta tarde hemos ido a tirar al plato. Prima es muy aficionada a ese deporte. Tiene su escopeta y su canana. Yo le fui a buscar ambas cosas y al coger el cinturón canana advertí algo raro. De momento no supe lo que era; pero después me fijé en que cuatro de los veinte cartuchos metidos en la canana eran distintos de los otros. Los examiné con más detención. La diferencia estribaba en que carecían de marca. Para el tiro al plato Prima y yo utilizamos cartuchos Hunter de perdigón número siete. Aquellos cuatro cartuchos no lucían marca alguna en el casquillo. Sin saber por qué los retiré y metí cuatro cartuchos Hunter en su lugar. Cogí luego otro centenar de cartuchos y bajé la escopeta de Prima y la de su hermana Secunda, que yo utilizo siempre. Son dos armas idénticas. Pasamos una hora partiendo platos y al regresar del campo de tiro yo me retrasé un poco, dejando que Prima fuera a tomar un cóctel al el bar del polígono. Até la escopeta a un árbol, después de cargarla con dos de los cartuchos sospechosos y luego sujeté un cordel a uno de los gatillos. Me retiré a unos veinte metros, ocultándome detrás de unas rocas y tiré del cordón. Se produjo una explosión terrible y cuando volví junto al árbol la escopeta estaba reducida a partículas de hierro. Sólo quedaba la culata, aunque astillada en su mitad más próxima al cañón. En el árbol habíase abierto un gran boquete. Y estos son los otros dos cartuchos —agregó Ince, tendiendo a Duke dos cartuchos de caza.
Duke los tomó y examinó con gran atención.
—Parecen legítimos —dijo.
—Pero a un cartucho de caza no se le supone con fuerza bastante para desintegrar un cañón de buenísimo acero. Debieron de estallar los dos cartuchos a la vez y estoy seguro de que están cargados con dinamita. Si Prima llega a dispararlos, hubiera quedado destrozada.
—En efecto —admitió Duke.
Con un cortaplumas estaba arrancando el cartón del cartucho y al fin dejó al descubierto una cápsula metálica en lugar de la carga de perdigones, taco y pólvora que debía haber encontrado.
—¡Cuidado! —previno Ince—. Puede estallar.
Duke se encogió de hombros.
—No creo —dijo.
Siguió arrancando el cartón del cartucho y al fin quedó enteramente al descubierto la cápsula. Era de acero y el extremo que tocaba al fulminante tenía un agujerito que debía dar paso hacia el interior al fogonazo del pistón, provocándose así el estallido de la carga interna. Duke desatornilló aquella parte de la cápsula y vació sobre la palma de la mano su contenido.
—Picrinita —dijo—. Un explosivo muy desagradable. Peligroso de manejar. Si me permite, guardaré estos cartuchos.
Sin esperar la respuesta de Ince levantóse y metió en el cajón de una mesita de noche los dos cartuchos.
—Ve con cuidado —dijo Susana—. No sea que confundas eso con un cigarro y al ir a encenderlo volemos los dos.
Sonriendo Duke regresó junto a Ince.
—Prosiga —dijo.
—No quiero que continúen ocurriendo estas cosas —dijo—. Necesito que alguien nos defienda. Su esposa lo ha dicho. Cuando uno no puede confiar en la Policía acude a usted. Le daré lo que me pida. Diez mil dólares...
Ince se contuvo ante la sonrisa de Duke.
—Ya sé que es poco —dijo—. Perdone. Aunque le ofreciera un millón sería poquísimo para usted. Pero le ofreceré algo que estoy seguro le interesará. Algo que usted no puede adquirir, con todo su dinero. Algo único en el mundo.
—¿Qué? —preguntó, interesado, Duke.
—El retrato de la Marquesa de los Ciervos, original de Goya. Costó cien mil dólares. Hemos recibido ofertas hasta de un millón. Si usted salva la vida a Prima yo le entregaré ese cuadro.
—¡Caray! —exclamó Susana—. Acepta. Pero dile que firme un documento.
—Acepto; pero ha de firmar un documento —sonrió Duke.
Robert Ince Overton sacó su pluma estilográfica y comenzó a llenar una hoja en blanco con su angulosa escritura.