Capítulo XIII:
El nuevo jefe de Los Vigilantes
Cuando volvieron a encenderse las luces de la sala donde estaban reunidos Los Vigilantes, todos corrieron hacia el capitán Farrell.
—No está muerto —dijo uno de ellos—; pero tendremos que llevarlo en seguida al hospital.
Poco después quedaba hospitalizado y junto a su lecho instalóse, angustiada, su mujer. El jefe de Los Vigilantes no había recobrado el conocimiento y no había podido dar ninguna orden. Sus subordinados reuniéronse de nuevo, y después de apostar varios centinelas, Thomas Dooley, el lugarteniente de Farrell, tomó la palabra.
—La situación es grave y exige medidas enérgicas —comenzó—. Debemos hacer algo para evitar la repetición de estos hechos. En situación normal yo habría tomado el mando de las fuerzas de Los Vigilantes; pero… la situación actual exige un jefe más…, más enérgico…, quiero decir más de la categoría del capitán Farrell. El que se sienta con sus condiciones que lo diga.
Todos comprendieron la verdad que se ocultaba detrás de aquellas palabras. El que fuese nombrado jefe de Los Vigilantes corría el inminente riesgo de ser asesinado de la misma forma que había sido atacado el capitán. Por ello pasaron varios minutos sin que nadie se ofreciese a ocupar el puesto dejado vacante por Farrell. Entonces, cuando ya todos empezaban a mirarse inquietos, comprendiendo que por primera vez la organización de Los Vigilantes iba a fracasar en la tarea para la cual había sido constituida, una voz preguntó:
—¿Me quieren a mí por jefe?
Todos se volvieron hacia el que había hablado y un mismo nombre sonó en todas las gargantas:
—¡El Coyote!
Estaba en un rincón, vestido con su inconfundible traje, con una mano apoyada en la culata de un revólver y la otra jugueteando con el cordón de su sombrero. ¿Cómo había entrado sin ser detenido por los centinelas apostados por el camino? Más tarde, cuando se interrogase a dichos centinelas, todos dirían lo mismo: no habían visto pasar a nadie. Ni al Coyote ni a ninguna otra persona. Sólo cuando se hiciera el recuento de los que habían asistido a la reunión se comprendería que El Coyote había entrado mezclado entre los jefes de la organización, sin la máscara ni el sombrero, ya que el resto del traje no resultaba extraño en San Francisco.
—Por una vez me aliaré a Los Vigilantes —siguió El Coyote, avanzando hacia el lugarteniente de Farrell—. No me importa arriesgar mi vida; pero si hay alguien que se considere con más derecho que yo a tomar el mando contra los hampones de San Francisco, le cedo gustoso el puesto.
Nadie dijo nada; pero todos los labios musitaron que apreciaban la suerte de tener un nuevo jefe. Ninguno se opondría a su autoridad.
—Que se reúnan Los Vigilantes en el patio del cuartel —ordenó El Coyote.
Era su primera orden y fue obedecida en pocos momentos. Unos cien vigilantes que se encontraban en el cuartel en aquellos momentos se agruparon, armados, frente al Coyote. No vestían uniformes y, sin embargo, lo tan distinto de los trajes que vestían les daba, precisamente, uniformidad.
De las restantes dependencias del viejo cuartel iban llegando rezagados. Francis Caird dejó su vigilancia de las vacías celdas y subió al patio en cuanto supo quién era el nuevo jefe de Los Vigilantes. Por el camino cambió los cartuchos del cilindro de su revólver. Quería asegurarse que no fallaría el disparo.
El Coyote paseó una intensa mirada por encima de la masa de hombres reunidos ante él. Aquélla no era más que la avanzadilla. De cada barrio, de cada calle llegarían pronto cientos de vigilantes armados con armas viejas y toscas; pero también con la fuerza de una justicia implacable.
—Sólo la fuerza nos dará la victoria sobre las otras fuerzas organizadas contra nosotros —dijo—. La ley de Los Vigilantes es cruel; necesita serlo porque sólo se impone cuando todas las demás leyes han fracasado y sólo queda la ley de la violencia…
Mientras hablaba, El Coyote recorría todos los rincones del patio con su enmascarada mirada. De pronto, su mano derecha trazó un veloz semicírculo que terminó con un fogonazo, una detonación y un grito de agonía cortado por otro disparo y la caída del cuerpo de Francis Caird, que quedó de bruces en medio de un charco de agua de lluvia que en seguida empezó a teñirse de rojo. La mano de Caird empuñaba aún el humeante revólver que había intentado disparar contra El Coyote y que era el mudo testimonio de su culpa.
—Como íbamos diciendo, sólo nos queda la ley de la violencia —prosiguió El Coyote, enfundando su revólver—. Es la ley que más veces han aplicado Los Vigilantes. Hoy se ha de aplicar de nuevo contra Roscoe Turner y aquellos que se pongan de su parte. Los métodos ya los conocéis. Marchemos hacia el «Casino».
*****
Teresa Robles había cambiado de traje y, con nerviosa prisa, salió de su casa para buscar la ayuda de los únicos en quienes podía confiar para la salvación de su padre. Con paso rápido dirigióse hacia la parte de San Francisco donde se encontraba el cuartel de Los Vigilantes y ya llegaba a la vista de él cuando una recia mano se cerró en torno de su muñeca izquierda, en tanto que la voz de Parkis Prynn ordenaba:
—No tan de prisa, señorita Robles.
Teresa se volvió, tratando de soltarse; pero no lo consiguió.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó. Y en seguida, al reconocer al hombre que había secuestrado a su padre y a quien antes había visto en el juicio a que la llevara don César, lanzó un grito de espanto.
—¡Cállese! —ordenó Prynn—. No escandalice. No va a ganar nada. Su padre quiere verla.
—¡Mentira! —chilló Teresa—. ¡Socorro!
Parkis Prynn cerró con su manaza la boca de Teresa; pero ya era demasiado tarde. Los gritos habían sido oídos y la boca de un revólver contestó con un susurro al apoyarse contra la columna vertebral de Parkis Prynn, en tanto que una boca humana ordenaba:
—Quieto, Parkis.
Éste sintió que la sangre se le helaba, extendiendo por sus venas un hilillo de frío intenso. Soltó la muñeca de Teresa, a quien oyó exclamar:
—¡El Coyote!
Luego varios hombres le rodearon. Oyó un roce y un grito de mujer.
—¡No, eso no! —gritó Teresa.
—Es la ley de Los Vigilantes —dijo una voz.
Parkis Prynn conocía aquella voz. La había oído poco tiempo antes, en la sala del Tribunal donde le juzgaban; pero no era posible que don César de Echagüe…
Se volvió, curioso, hacia la procedencia de la voz. Don César no estaba allí. Sólo El Coyote y siete u ocho hombres, uno de los cuales estaba obligando a Teresa a que volviera la espalda a Parkis. ¿Por qué? ¿Sería aquél quien había hablado con la voz de don César de Echagüe?
De pronto Parkis comprendió el motivo del grito de Teresa Robles. Una serpiente de cáñamo se enroscó en el aire y pasó por encima del brazo de hierro de un farol. Luego quedó oscilando, mostrando en su extremo la boca de un lazo abierto en un bostezo de hambre del cuello de Parkis Prynn.
—¡No, no! —gritó.
Ya no era valiente, ya no desafiaba a todas las fuerzas de la justicia y de la ley. Ya no era más que un pobre ser humano temblando por su vida.
—Si sabes alguna oración, rézala —ordenó uno de los hombres, cogiendo el lazo, en tanto que otros agarraban por los brazos a Parkis Prynn—. Ha llegado la hora de que tú mueras.
—¡No, no! Escuchad. Os diré algo… Os diré quién tuvo la culpa de la muerte de Harvey, os diré que don Agustín Robles ha sido raptado…
—Ha llegado la hora de morir, Parkis —dijo Dooley—. No de hablar. Reza por tu alma. Es lo único que puedes salvar.
—¡Un momento! —pidió Parkis cuando la cuerda se cerró en torno de su cuello—. Un momento, Dooley. Un momento, señor Coyote. Yo les diré lo suficiente para que ahorquen a Turner. Él es el más culpable. Él…
—Turner correrá tu misma suerte —dijo don César de Echagüe.
La cuerda empezaba ya a apretar la garganta de Parkis Prynn cuando éste comprendió la verdad. Cuando éste supo lo que tantos habían intentado saber; pero ya era demasiado tarde. La cuerda le estaba subiendo hacia el farol, y su garganta ya no podía dejar paso a la verdad. Ya no podía gritar a todos que él, Parkis Prynn, había descubierto, por fin, quién era El Coyote.
Ocupado en este inconcebible descubrimiento, Parkis Prynn casi no se dio cuenta de que ya estaba muerto.
*****
La masa de vigilantes avanzaba lenta e implacablemente hacia el «Casino». Llegaba a él por todas las calles, rodeándolo con un muro humano, sobre el cual llameaban infinitas antorchas.
De pronto, frente a aquella riada, aparecieron dos hombres. Muchas voces gritaron:
—¡Es Moorsom! ¡Es el abogado de Turner!
Sonaron varios disparos y las balas silbaron sobre las cabezas y en torno de los dos hombres, hasta que Teresa reconoció a su padre y corrió a él, dejando que manos ansiosas de justicia se apoderaran de Nathaniel Moorsom y lo arrastraran debajo de un balcón, del cual pendió en seguida una cuerda.
Don Agustín no se dio cuenta de nada hasta que su hija musitó:
—¡Pobre muchacho! Tal vez no merece la muerte…
Entonces el viejo comprendió algo de lo que estaba ocurriendo, vio cómo la cuerda que pendía del balcón se había cerrado ya en torno del cuello de Moorsom y, con frenética rabia, se abrió paso hacia los justicieros vigilantes, proclamando la verdad, diciendo a quién debía la vida, logrando hacerse oír por encima de las detonaciones y colocando, al fin, a su hija en brazos del hombre a quien unas horas antes había echado de su casa.
*****
Dentro del «Casino» se agrupaban, temerosos, todos los que tenían la conciencia demasiado sucia para poder entregarse a la justicia de Los Vigilantes. Algunos que habían olvidado lo implacable de la ley de aquellos hombres y habían corrido hacia ellos con las manos en alto, colgaban ya sin vida, de las cuerdas preparadas para ellos.
—Fuiste un loco —dijo Daisy—. Desafiaste a la más poderosa organización de California.
—Aún me queda don Agustín —dijo Turner—. Su vida salvaguardará la mía.
Alguien acudió con la noticia:
—Moorsom lo ha puesto en libertad, jefe.
Turner comprendió que estaba perdido. Había abusado de su poder. Había creído que siempre tendría ante él la limitada fuerza de unas leyes hechas para ser burladas. No imaginó que, herido o muerto Farrell, Los Vigilantes pudieran lanzarse a una de sus implacables expediciones de castigo.
—Por lo menos hay tres mil hombres alrededor de la casa —dijo Daisy.
—Nos matarán —replicó, serenamente, Turner—; pero yo te aseguro que les costará tanto matarnos, que se acordarán durante muchos años de lo que les hizo Roscoe Turner.
—¿Crees que eso es lo mejor? —preguntó Daisy.
—Por lo menos es lo único que se puede hacer —replicó Turner.
Las balas entraban ya en el «Casino» a través de los cristales, destrozando los espejos que adornaban las paredes y haciendo caer una lluvia de cristalitos de Bohemia desde las grandes arañas que pendían del techo.
Desde el interior comenzó a replicarse al fuego de Los Vigilantes. Fueron traídos numerosos Winchester, potentes Sharps, revólveres y pistolas en abundancia, y pronto el «Casino» fue una fortaleza que oponía una barrera de plomo al avance de los sitiadores.
Éstos miraron, al fin, interrogadoramente al jefe enmascarado.
—Los cañones —ordenó El Coyote.
La orden corrió de boca en boca. En el cuartel se guardaba una vieja batería de cuatro cañones, reliquia de la Guerra Civil. Unos minutos más tarde, sus férreas ruedas hacían retemblar el pavimento, llevando sus amenazadores ecos hasta los que se encontraban dentro del «Casino».
—¡Cañones! —gritó uno de los crupieres, dejando caer su rifle.
Un escalofrío de espanto corrió por el interior de la casa. Todas las miradas se volvieron hacia Turner, y éste comprendió que todo estaba ya perdido.
Cogiendo un Winchester, ató a él una servilleta y acercándose a una ventana sacó al exterior la señal de rendición.
—Mis hombres se entregarán si prometéis no matarlos —gritó Turner, cuando la blanca bandera impuso silencio a las armas.
—Sal y entrégate, Turner —ordenó El Coyote—. Los demás sólo serán expulsados de San Francisco.
—A mí tendréis que venirme a buscar —replicó Turner.
—Como quieras —contestó El Coyote—. Si es así, que no salga nadie, porque dispararemos sobre todos aquellos que lo hagan. Sólo si te entregas tú, podrán vivir ellos.
Turner volvióse hacia sus hombres y preguntó con voz tensa:
—¿Qué pensáis hacer?
Nadie tuvo valor para replicar; pero el silencio era harto expresivo. Sólo el miedo les retenía allí; pero ese mismo miedo les impulsaría a lanzarse sobre él en cuanto vieran que sólo así podían salvarse.
—¿Y tú qué dices, Daisy?
La mujer se encogió de hombros.
—Haz lo que te parezca. Algún día hemos de morir. Tal vez sea éste el día que se ha dispuesto.
—Tal vez —asintió Turner—. Algún día hemos de morir. Hoy es un buen día.
Dejó el rifle asomando al exterior su bandera de paz y luego dirigióse hacia la puerta. Antes de abrirla sacó un cigarro y lo encendió con lentas chupadas. Abrió la puerta astillada por los balazos que la habían atravesado. Salió al exterior. El aire olía a pólvora y a brea quemada. Entre el «Casino» y Los Vigilantes había un espacio de terreno vacío. Al final de aquel terreno se levantaba una barricada en torno a la boca de uno de los cañones.
Turner oyó, tras él, los pasos de los que iban saliendo de la casa, con las manos en alto. Los vio pasar a su lado, sin que por ello acelerara o retrasara el caminar. Siguió fumando hasta que varias manos le atenazaron los brazos, llevándole ante el jefe de Los Vigilantes.
—¡Hola, Turner! —saludó el enmascarado.
Roscoe Turner entornó los ojillos a causa del humo que había entrado en ellos.
—¡Hola, Coyote!
—Te avisé a tiempo.
—Y yo no te hice caso.
—Por eso vas a morir.
—Ya lo sé.
Turner siguió fumando unos instantes, mientras la cuerda destinada para él era pasada por una viga que salía de una casa en construcción. No pidió por su vida. Sabía que era inútil, que en aquella caza él era el jabalí perseguido y que si se había organizado era, exclusivamente, con el fin de matarle.
—Un momento —pidió, cuando le acercaron el lazo que debía ahogarle—. En seguida estaré.
Dio tres lentas y espaciadas chupadas a su cigarro y por fin lo dejó caer al suelo. Entonces, volviéndose hacia El Coyote, dijo:
—Cuando ustedes quieran, señores.
Todas las miradas se centraron en el cuerpo de Turner. Éste quiso reunir sus fuerzas para morir como un valiente, sin ningún estremecimiento; pero cuando la agonía nubló su cerebro, sus miembros, ya liberados, iniciaron los últimos estertores.
Cuando todo hubo terminado, las miradas descendieron de lo alto y muchas buscaron al Coyote; pero éste había desaparecido. Su labor había terminado. La ley de Los Vigilantes estaba ya puesta en marcha y no necesitaba la dirección de ningún jefe excepcional. La masa de Vigilantes se lanzó al ataque de los demás garitos. Las llamas subieron muy altas aquella noche en su purificadora labor.
Entre la medianoche y el mediodía siguiente abandonaron la ciudad muchos miles de hombres y mujeres de mal vivir. Eran expulsados por la ley de Los Vigilantes. Y como muchos de ellos pensaron encontrar en Los Ángeles un seguro refugio, se dirigieron hacia allí.
Debido a que sólo viajaba de noche, el vehículo en que iban don César de Echagüe y su esposa fue alcanzado muy pronto por la marea de fugitivos.
—Creo que nos llega mala compañía —dijo don César.
Guadalupe le miró.
—¿Vas a tener que trabajar? —preguntó.
—Creo que sí. Pero ahora estoy tan cansado que me siento sin fuerzas para nada.
—Has tenido que cabalgar mucho para alcanzarme —musitó Lupe.
Y no dijo cuánta había sido su angustia durante las horas que su esposo había dejado de ser don César de Echagüe para convertirse, por unas horas, en el jefe de Los Vigilantes. La esposa del Coyote no debía mostrarse débil.