Capítulo II:
Un hombre solloza

El criado que respondió a la llamada de don César miró a éste como si tuviese ante él a un fantasma.

—El señor… Echagüe —tartamudeó.

—Yo mismo. Sí. ¿Quieres anunciar mi visita a don Lucas?

—Bien…, señor. Un momento, señor… Un momento.

Marchó el criado a anunciar a su amo la visita de don César y éste quedó en el amplio y fresco vestíbulo de la casa, contemplando los viejos muebles que los Garrido llevaron a California desde España. Cuando, al parecer, más enfrascado se hallaba en el examen de un magnífico bargueño, sonaron tras él unos rápidos pasos y al volver la cabeza César de Echagüe vio a un hombre de unos veinticinco o veintiséis años que bajaba apresuradamente la escalera. Marchaba con los puños cerrados y sus ojos, de perdida mirada, no advirtieron la presencia de don César, que desde detrás del bargueño oyó cómo José Garrido, el hijo mayor de don Lucas, exclamaba:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y luego su voz fue ahogada por un violento sollozo que aún duraba cuando el joven alcanzó la puerta y salió de la casa.

—Tal vez otro a quien quieren casar contra su voluntad —sonrió César.

Un momento después reapareció el criado anunciando que don Lucas aguardaba al señor Echagüe en su despacho.

—¿Le has dicho que era yo quien deseaba verle? —preguntó César.

—Sí, señor. Le dije que el señor Echagüe, don César de Echagüe, del rancho de San Antonio, deseaba verle —explicó el criado.

—¿Y él te dijo que me hicieras subir al despacho? ¿No te diría que me echases a puntapiés?

—No, no —sonrió el criado—. Con su permiso diré que a mí también me sorprendió que el señor quisiera recibirle; y que le obligué a que repitiera la orden. Dice que está dispuesto a escucharle.

Encogiéndose de hombros, César subió detrás del criado y fue guiado por éste hacia la habitación que don Lucas Garrido utilizaba como despacho.

Tras una mesa de trabajo de estilo renacimiento español estaba sentado un hombre que si representaba, por la blancura de su cabello, unos setenta años o más, en cambio la frescura de su rostro indicaba que su edad era menor. En realidad tenía sesenta años y las adversidades parecían haberle fortalecido más que debilitado, pues, aparte de lo blanco de sus cabellos, su cuerpo se conservaba fuerte y erguido.

De este erguimiento dio buena prueba al ponerse en pie cuando César de Echagüe entró en el despacho.

—Buenas tardes, don César —saludó, concisamente, el dueño de la casa.

—Buenas tardes, don Lucas —replicó César, mirando curiosamente a su interlocutor.

¿Qué le ocurría a Lucas Garrido? Cierto que su saludo no había sido muy afectuoso; pero tampoco fue seco ni agresivo, como cabía esperar de aquel viejo hidalgo que permanecía aferrado a unos usos, costumbres y reglas de vivir que pertenecían a siglos pretéritos y no a aquél, ni mucho menos, a la California norteamericana.

—¿A qué debo el honor de su visita, don César?

El dueño de la casa seguía hablando con fría cortesía; pero de muy distinta manera de como lo hizo unos años antes, cuando empuñó la pistola y disparó sobre César. ¿Qué conmoción había hecho vacilar las arraigadas ideas de aquel hombre?

César de Echagüe decidió jugárselo todo a una carta, con la seguridad de que iba a provocar una violenta reacción en don Lucas y, además, que se vería despedido de allí sin ningún miramiento. A pesar de todo, valía la pena probar fortuna.

—He visto a Lucía —declaró.

No dijo más; pero supo dar a sus palabras una gráfica entonación que explicaba claramente todo lo demás. Aquel «He visto a Lucía» quería decir que había hablado con ella, y que la joven le había contado absolutamente todo cuanto ocurría. Y al mismo tiempo, sólo decía que él había visto a la hija de don Lucas.

Éste demostró en seguida haber comprendido. En sus ojos brilló una llamarada de ira; pero sólo fue una llamarada que se apagó como se apaga la postrer llamarada de una hoguera que carece del necesario combustible para mantenerse intensa y abrasadora. Por un brevísimo instante, don Lucas volvió a ser aquel caballero de genio impetuoso que no vacilaba en lanzarse al peligro, por muy grande que éste fuese. Pero después de aquel destello de un sol que ya moría, don Lucas se dejó caer en el sillón del que se había levantado y, con gesto de cansancio, indicó a César que se sentara ante él.

Durante varios minutos, el anciano permaneció con la mirada perdida en algún punto de la mesa, con la boca ligeramente entreabierta, como dominado por los problemas que gravitaban sobre él.

—¿Qué te dijo Lucía, César? —preguntó, al fin, tuteando a César, como lo había hecho en los tiempos que precedieron a la conquista norteamericana.

Echagüe advirtió el cambio; pero no hizo nada que demostrase que lo había notado.

—Estaba llorando —replicó—. Me contó lo de su proyectado matrimonio con Archie Wade.

Disimuladamente, César no perdía de vista a don Lucas, y por ello no le pasó inadvertida la crispación que sufrió el rostro del anciano cuando fue pronunciado el nombre de Wade. Pareció que iba a decir algo, pero un esfuerzo supremo le permitió dominarse.

—Aún no está decidido —declaró con voz opaca.

—¿No?

—No. Faltan muchas cosas…, incluso la aceptación de Lucía.

—Ese matrimonio, don Lucas, va en contra de sus opiniones —observó, audazmente, César.

—La opinión es cosa muy distinta de la convicción. Se puede variar de opiniones. Ya estoy demostrando, al recibirte, que he cambiado de opinión. No se puede luchar eternamente contra las aguas que bajan hacia el mar.

—Desde luego. Existe un refrán que da a los sabios el derecho de mudar de opinión. Celebro, don Lucas, que al fin haya visto claro.

—Sí… Al fin, he visto claro. Podemos alegrarnos.

César sintió una profunda piedad por el martirio moral que estaba sufriendo el anciano. Todo cuanto decía era mentira. Sus opiniones no habían variado en un ápice. Seguía siendo enemigo de todo lo norteamericano, seguía despreciando a César y a los californianos que aceptaron de buen grado el dominio yanqui. Seguía emperrado en desafiar la arrolladora corriente.

¡Y no obstante se hallaba dispuesto a entregar su hija a un hombre a quien despreciaba!

—¿Por qué lo hace, don Lucas? —preguntó, súbitamente, César de Echagüe—. ¿Por qué?

—¿Qué es lo que hago? —preguntó, a su vez, don Lucas.

—¿Por qué entrega su hija a ese hombre?

—Porque ella le ama.

—¿Y cómo se casarán? —siguió preguntando César—. ¿Civilmente?

—Se casarán como Dios ordena…

—Usted, como todos nosotros, es católico. Los Wade no lo son. ¿Quién renegará de su fe? ¿Lucía?

—Ya abordaremos ese problema a su debido tiempo.

—Perfectamente. ¿En qué puedo serle útil, don Lucas? Me alegraría poder obsequiar a la novia con unos miles de pesos.

—No es ya necesario —replicó cansadamente el anciano—. El dinero ya no importa.

—Olvidaba que el novio es rico. Mejor dicho, el padre del novio es rico. Dicen que tan rico como para comprar todo cuanto desea. Oí una vez de una oferta de dos millones de pesos. ¿La superó Wade?

—¿Por qué te ensañas así con un pobre viejo, César?

Había tal rendición en la voz de don Lucas, que César no pudo resistir la emoción que le invadió. Siempre es emocionante la visión de un hombre que fue fuerte y que se ve rendido. Don Lucas había consumido ya su última partícula de orgullo. Ya no le quedaba ni eso.

—Don Lucas —dijo César—. ¿Resolverían su situación doscientos o trescientos mil pesos? Se los puedo prestar sin ningún apuro.

—Y yo no podría devolvértelos ni con apuro. No, gracias. Ya te dije que el dinero no importaba. Perdió su valor. Existen otros problemas, que no se pueden resolver con cientos de miles de pesos. De todas maneras, te doy las gracias.

—¿Y un amigo? ¿No serviría de nada? —preguntó César.

—¿Dónde encontrarán los Garrido amigos fieles? Hemos hecho lo posible para enemistarnos con todos. Lo hice yo. No puedo esperar que mi siembra de odios dé frutos de amistades.

—Hay tierras donde el odio no puede crecer aunque en ellas caiga su semilla. Mi corazón está hecho de esa tierra, don Lucas.

—Gracias, César. Tal vez me engañé al juzgarte. Hace tiempo que lo pienso, y creo que debí haberte dado explicaciones. Si las quieres… te las daré.

—No son necesarias; pero si quiere explicarme algo, cuénteme lo que le está ocurriendo. Dígame por qué vende a su hija…

Apenas hubo pronunciado estas palabras, César comprendió que había cometido un error. Don Lucas se puso en pie y le miró duramente, replicando con voz temblorosa:

—Yo no vendo a mi hija, y si ha venido a insultarme, le agradeceré que se marche lo antes posible… antes de que olvide que está en mi casa.

Habían desaparecido el tuteo y la cordialidad. Don Lucas volvía a ser el de siempre, y su temblorosa mano señalaba hacia la puerta.

César de Echagüe quiso hablar; pero el anciano insistió en señalar la puerta y, al fin, sin decir lo que deseaba, César se puso en pie, saludó al anciano con una inclinación de cabeza y abandonó el despacho.

Mientras bajaba por la escalera, murmuró, sonriendo:

—Creo que esto sólo puede arreglarlo El Coyote.

Y al recordar las palabras de Lucía, al referirse una hora antes al Coyote, César soltó una silenciosa carcajada.

El criado, que le estaba observando desde el vestíbulo, quedó sumamente desconcertado y siguió con la mirada a don César de Echagüe, que, abandonando la calle del Junco, tomó también el camino de la plaza, y más específicamente, el de la posada del Rey don Carlos.