CAPITULO VII
Jostyn notó el reflejo de los cohetes en el cristal de la ventana y asomóse a tiempo de ver cómo trazaban una graciosa curva en el aire.
Miguel Romero también se asomó.
- ¿A qué vienen esos fuegos artificiales? -preguntó-. ¿Es fiesta o celebramos el final de la guerra?
- No -dijo con ahogada voz el comisario-. Creo que es otra cosa.
- ¿Qué le ocurre? ¿Es que esos cohetes le recuerdan algo feo?
- Temo que se trate de… En fin, ya veremos.
Cerró la ventana y paseó muy nervioso por la antesala de la habitación de Marine.
- Un momento -pidió Romero-. Dígame una cosa. ¿Es que teme que alguien lo mate?
- Tal vez -respondió secamente el comisario.
- ¡Oiga, oiga! Eso no, ¿eh? Si alguien le tiene que matar, no tolero que nadie me quite mi puesto. Yo soy el primero.
- Oiga, Romero. Hablemos con sinceridad. ¿Usted desea matarme? ¿Cree que existe algún motivo para ello?
- Lo prometí. Ya es bastante.
- No lo es. Por una promesa no se mata a un hombre a quien no se odia. Ni usted ni yo nos odiamos. Pude haberle quitado su dinero y no lo hice. Pude haberle perjudicado y me esforcé en favorecerle. Aceleré su juicio para que se pudiera marchar donde más le gustase. Lo de su madre no pude evitarlo, a pesar de que lo intenté. No le doy todas estas explicaciones porque tenga miedo de usted ni porque desee congraciarme.
- ¿Lo hace para que aplauda?
- No bromee. Esos tres cohetes que acaban de tirarse son militares. Traducidos a idioma normal dicen, poco más o menos: «Lance al ataque las fuerzas organizadas, o dispuestas.»
- ¿Es que van a atacarnos?
- No. Usted se quiere marchar de Santa Lucía, ¿verdad?
- Sí. Lo he dicho demasiadas veces para que me lo tenga que preguntar usted una vez más. Quiero irme de aquí.
- Yo le facilito el viaje.
- ¿A dónde?
- ¿Le gusta Méjico?
- Pensaba ir allí. Pero no sé si me quedaré…
- Por Méjico se puede llegar a muchos sitios.
- ¿A dónde?
- Por ejemplo, a Tejas.
- ¿No hay una guerra por allí?
- No hay guerra, pero están en guerra.
- ¿Por quién luchan los tejanos? ¿Por los rebeldes o por los otros?
- Los tejanos siempre son rebeldes -sonrió Jostyn-. Hay tres naciones en guerra: la Unión, la Confederación y Tejas. La mayoría de los sudistas aún no saben a favor de quién pelean los tejanos.
- Eso me gustaría. Creo que me llevaría bien con ellos.
- ¿Sabe dónde está el pozo de los Topos?
- Claro que lo sé. He cazado topos allí.
- ¿Conoce aquel encinar a la izquierda del pozo?
- Palmo a palmo. ¿Por qué?
- Vaya allí. Encontrará una carreta y cuatro mulas. Enganche las mulas y salga hacia Méjico.
- ¿Con las mulas y el carro?
- Sí.
- ¿Qué lleva el carro?
- En apariencia, nada. Algunas pieles y un par de barriles de sebo vacuno.
- ¿Y en realidad?
- Un millón.
- ¿De qué?
- En oro. Un millón de dólares.
«Chico» lanzó un silbido de asombro.
- ¿Cómo ha conseguido usted un millón?
- Es para mis amigos. Donativos a la Confederación. Seguramente seré detenido y no podré defenderme. Morane conocía mi identidad. Usted me hizo un gran favor al matarlo; pero no ha sido suficiente.
- Un momento, Jostyn. ¿Usted es espía del Sur?
- Ayudo a los míos. Soy de la Carolina del Sur.
- No entiendo nada; pero… Bueno, un momento, Jostyn. Usted y yo tenemos una cuenta pendiente…
- Aguarde.
Jostyn entreabrió la puerta de la antesala y asomó la cabeza a la escalera. Travis estaba subiendo y le reconoció en seguida.
- Mala suerte -dijo.
- Cerró la puerta y volvióse hacia Romero.
- ¿Qué pasa? -preguntó éste.
- Sube el coronel Travis. Un tejano que me conoce.
- Si es tejano, será rebelde como usted.
- No lo es. También hay tejanos unionistas. Los tejanos jamás están de acuerdo en nada, como no sea en considerar a su tierra, la mejor del mundo. Pero no perdamos más tiempo. ¿Llevará el oro al otro lado de la frontera?
- Sí. Pero, ¿por qué no huye? Aún tiene tiempo.
- Si no me cogen ahora, cerrarán a cal y canto la divisoria y ni un ratón podrá cruzarla. En cambio, si me cogen y yo les convenzo de que el último cargamento ya ha cruzado la frontera…, quizá pueda salvarse el oro.
- No le entiendo.
- No hace falta que me entienda. Haga lo que le he pedido. Y ahora yo fingiré que trato de huir por la ventana en cuanto oiga la voz de Travis. Usted me sujetará y lucharemos. Pégueme fuerte, con odio, porque yo haré lo mismo. No debemos dejarles creer que ya no somos enemigos.
- Bueno. Le pegaré todo lo fuerte que usted quiera.
Jostyn le pegó antes, apenas se oyó la voz del capitán médico, y mientras «Chico» daba contra la pared, Jostyn abrió la ventana como para huir por ella.
Romero se lanzó encima de él y le pegó tres puñetazos en los costados sin ahorrar energías.
Jostyn pegó en la cara y Romero replicó disparando el puño contra la nariz del comisario, en el momento en que Travis y sus dos soldados abrían la puerta y entraban en la antesala.
Se lanzaron contra Jostyn y lo atenazaron con fuerza, impidiéndole seguir luchando.
Romero se acercó a él y le iba a pegar; pero se contuvo como haciendo un gran esfuerzo.
- Bien, amigo Jostyn, bien -dijo Travis-. No esperaba encontrarle tan pronto.
- No me ha encontrado tan pronto, coronel Travis -replicó Jostyn, burlón y triunfante en su propia derrota.
- Eso ya lo veremos, Jostyn. ¿Cómo no se cambió de apellido?
- Demasiada gente me conoce por mi verdadero nombre. Hubiera tenido que dar demasiadas explicaciones. De todos, sólo usted me podía identificar. He tenido mala suerte.
- Por lo menos agradézcame lo oportuno de mi llegada. Gracias a mí, este jovencito no le ha dado la paliza que se merece.
- No me gusta que los militares se mezclen en mis asuntos -dijo Romero.
- Yo no me mezclo en sus asuntos, jovencito. Voy a los míos. ¿Dónde está la mujer herida?
- En la habitación de al lado -señaló Romero-. Le han dado unos polvos y se ha quedado dormida.
- No está dormida -dijo Jostyn-. Está muerta. Yo también entiendo de medicina y… En seguida vi que no se podía salvar. Hubiera quedado tullida, hecha un monstruo durante toda su vida. Era más caritativo matarla sin hacerla sufrir.
- Eso es un crimen, Jostyn -dijo Travis,
- Que me juzgue un tribunal civil
- Lo siento. Unos mejicanos han querido cruzar la frontera y en este sector se ha proclamado la Ley Marcial. Será usted juzgado militarmente y ahorcado dentro de veinticuatro horas si no nos dice lo que deseamos saber.
Romero pasó a la habitación donde estaba Marine.
- ¿Cómo diablos le habrá dado el veneno que yo no lo he visto? -se preguntó.
Al acercarse a la cama notó que sus pies chapoteaban en un líquido. Bajó la vista. Era sangre.
Tomó las manos de la joven. Estaban heladas y muy blancas. Recordó que una vez había visto a un bandido que murió desangrado a causa de sus heridas. También estaba frío y pálido.
Iba a salir para dar la noticia de que Jostyn había mentido al decir que Marine murió envenenada, pero comprendió a tiempo que Jostyn, sabiendo muerta a la joven, trató de que su caso fuera juzgado por un tribunal civil. La sentencia hubiera sido más benévola y mucho más lenta. Mientras tanto, sus amigos hubieran podido ayudarle a huir.
Pero, ¿quiénes eran los amigos de Jostyn?
Salió del cuarto y Travis le preguntó:
- ¿Está muerta?
- Sí.
El militar entró en el aposento y en seguida notó lo mismo que Romero.
- Le ha fallado la treta -dijo en voz alta.
- Quería escapar al fuero militar, ¿no? -preguntó el joven.
- Es posible. Pero no le habría servido de nada. Cometió la tontería de aceptar el grado de capitán en el ejército rebelde. Yo tengo el periódico en que se da la noticia. Un capitán rebelde cogido en territorio de la Unión sin uniforme, es un espía. La sentencia es de muerte y el juicio no durará ni cinco minutos.
Travis volvió junto al comisario, diciendo, con insinuante risa:
- A menos que se decida a colaborar con nosotros.
- Lo siento por usted, coronel. Ha cazado al lobo; pero el cordero ya fue devorado hace días.
- ¿Quiere decir que… el oro ya llegó a su destino? -preguntó Travis.
- Está en camino; pero fuera de su alcance, coronel.
- Mala suerte. De todas formas no podrá enviar nuevos cargamentos de oro. Claro que si nos dice los nombres de quienes le ayudan a esta tarea, aún podríamos condenarle a cadena perpetua. La guerra durará dos o tres años y en cuanto se termine se concederá un indulto. No pasará usted más de cuatro años en la prisión. ¿Qué le parece?
- Demasiado tiempo, coronel.
- ¿Prefiere columpiarse por el cuello?
- ¿Por qué no? Al fin y al cabo en un minuto estaré listo. Prefiero eso.
- Es su cuello y puede usted disponer de él a su gusto. Pero creo que valdría la pena salvarlo. Por el camino puede reflexionar. Vamos.
Jostyn se volvió hacia Romero y dijo: -Adiós. Tendremos que retrasar indefinidamente nuestra pelea…
- Adiós -replicó el joven-. Creo que con el cambio salgo ganando. Iré a ver cómo le cuelgan.
Jostyn, desarmado y esposado, entre los soldados, salió de la habitación. Travis tuvo la impresión de que alguien había estado en la escalera un momento antes; pero no vio a nadie ni oyó ningún ruido de puerta al cerrarse.
- ¿Salimos en seguida? -preguntó Jostyn, una vez en la calle.
- No -contestó Travis-. Espero refuerzos. Si de nosotros ha de morir uno, prefiero que sea usted con una cuerda al cuello, que yo con un balazo en la espalda disparado desde unos matorrales.
- Usted lo tiene todo previsto, coronel -dijo Jostyn-. Le felicito.
- Muchas gracias. También he oído decir de usted que es muy hábil. Hasta la fecha no lo he notado. ¿Cree que me hará cambiar de opinión? -Todo iba bien hasta que ese muchacho se puso a hacer de las suyas. Ha sido una fatalidad.
- Tal vez aún podamos arreglar algo. ¿Por qué no se porta sensatamente y nos dice lo que nos interesa saber?
- ¿Usted lo haría? Estando en mi lugar, se entiende.
- Afortunadamente, cada uno de nosotros está en el lugar que le corresponde.
- Hoy, sí; pero mañana… ¿Quién sabe?
- Ya veremos. Por allí llega la escolta. Pero no comprendo su torpeza, Jostyn. No me la explico. Lo ha hecho tan mal como ha podido.
- Desde luego. Soy muy torpe.
Travis dejó de hablar. La torpeza de Jostyn no le gustaba. Era excesiva. Jostyn le había sido descrito como un cerebro prodigioso. Un hombre astuto y lleno de recursos. Sin embargo, se dejaba cazar como un conejo.
El coronel se frotó la mandíbula. Cometer un fallo podría resultar fatal para su causa. No debía cometerlo. Era necesario medir bien los pasos que iba a dar. Uno en falso y se hundiría todo el andamiaje de su arriesgada empresa.
Sacó un papel y lápiz y escribió una nota al comandante Delharty, que entregó al sargento que mandaba la expedición de refuerzo enviada desde el fuerte de San Carlos.
- Además, dígale al comandante que mantenga las guardias en la frontera. No estoy seguro de que la expedición del oro haya salido de aquí.
- Se queda usted, mi capitán? -preguntó el sargento.
- Sí. Quiero hacer unas investigaciones.
- Vaya con cuidado. En este pueblo hay más rebeldes que unionistas.
- Lo tendré en cuenta y regresaré lo antes posible al fuerte. Diga al comandante que lo disponga todo para el consejo de guerra
- Perfectamente.
Travis le vio marchar y ocultándose en la sombra esperó mucho rato. Al fin vio salir a «Chico» Romero y lo siguió a distancia, más por el rumor de sus pasos que por la mirada.
A medida que el joven se adentraba en el campo, Travis sonreía triunfalmente. ¡No se había engañado! El chico era un cómplice de Jostyn y ahora quería llevar el oro a Méjico.
Cuando Romero encontró entre las encinas el carro y las mulas, clareaba el día. Examinó el vehículo y vio que contenía unas cuantas cajas tan pesadas que las ruedas del coche estaban hundidas casi diez centímetros en la tierra.
Iba a reunir las mulas cuando la voz de Travis sonó a su espalda, advirtiendo:
- Dispararé si me das la menor oportunidad. Levanta las manos y déjate desarmar.
Romero levantó las manos y Travis, con una destreza que demostraba mucha práctica, le desarmó, tirando lejos los revólveres y el cuchillo.
- ¿Os creísteis, de veras, que me ibais a engañar? -preguntó.
No recibió respuesta; pero no lo necesitaba. Estaba satisfecho de sí mismo y de su habilidad para identificar a un cómplice de Jostyn en quien parecía su mayor enemigo.
- ¿Sabes lo que haremos contigo? -preguntó.
- ¿Qué? -preguntó el muchacho.
- Colgarás al lado de tu amigo. Y serás enterrado, como él, en el cementerio del Fuerte San Carlos.
Dorena Warren preguntó, señalando la sepultura de «Chico» Romero:
- Entonces, ¿lo ahorcaron?
Don César movió negativamente la cabeza.
- No. Aún dio mucho qué hacer. Aquello sólo fue el principio de la leyenda de «Chico» Romero.