CAPITULO V
Desde Santa Lucía fue al rancho Romero. Lo encontró vacío. Las gallinas se habían metido en el granero en busca de trigo, porque en seis días nadie se había ocupado de ellas. Un par de reses bebían junto a un abrevadero. Las huellas de la presencia de la madre de «Chico» eran muy vagas y se remontaban a varios días.
El joven subió a la habitación de doña Carmen y abrió el armario en que guardaba sus mantillas y el manto que usaba para ir a misa del alba. El manto no estaba allí.
Montando de nuevo en el caballo y llevando de las riendas al otro subió hacia la cima donde estaba la ruinosa ermita de la Virgen de la Loma. Era una capilla humilde y sin riqueza de ninguna clase. Jamás tuvo joyas, ni cálices de oro, ni candelabros de plata. Fue siempre una Virgen pobre en cuya ermita entraron en 1847 una partida de voluntarios mormones que iban a luchar contra los mejicanos. Guisaron su rancho con los bancos y reclinatorios. Y como faltó madera., quemaron el altar. La Virgen quedó caída en el suelo durante mucho tiempo. Hasta que un pastor pasó por la ermita y colocó la imagen sobre unas piedras. Los devotos acudieron en número creciente y fueron reparando las destrucciones que allí, como en San Luis Rey
«Chico» había subido muchas veces al cerro en que estaba enclavada la ermita. Conocía los atajos y los aprovechó con la convicción de que encontraría a su madre.
Cuando subía hacia la cumbre y pasaba junto a las cañas que crecían en una pequeña charca donde se abrevaban los animales de los pastos vecinos, Miguel vio cómo un buitre levantaba, perezoso, el vuelo. Un extraño y dulzón olor llegó junto al joven y cuando éste apartó las cañas comprendió porque no había regresado su madre. Estaba caída de bruces en la orilla de la charca, con la cabeza hundida en el agua fangosa y revuelta.
Al no sorprenderse por aquel fúnebre hallazgo, Miguel comprendió que desde que supo que su madre había desaparecido tuvo la convicción de que sólo encontraría su cadáver.
El joven envolvió el cadáver en una manta que había destinado para cama. El cuerpo estaba rígido y en algunos puntos habíase iniciado la descomposición. Cerró los ojos para no ver la cara de su madre. La muerte debía de haber sido por asfixia. Tal vez tropezó y al caer perdió el sentido.
- Por lo menos no debe de haber sufrido mucho -pensó Miguel.
Terminó de envolver el frágil cuerpo de la madre y atando con trozos de cuerda la manta en torno al cadáver, cargó éste sobre el asustado caballo de repuesto, al que obligó a subir, con la inquietante carga, hasta la cumbre del cerro. En la ermita había picos y palas. Cogiendo uno de cada, Miguel abrió una profunda sepultura, depositando dentro de ella a su madre, sin quitarle la manta. Echó la primera tierra amorosamente, con las manos, y luego con la pala. Coronó la sepultura con una cruz, en la cual escribió con lápiz el nombre de su madre.
Pasó toda la tarde junto a la tumba, sin rezar, evocando recuerdos de su infancia, conociendo a su madre ahora que la había perdido para siempre.
- ¿Cómo pude vivir tantos años sin conocerla? ¿Sin darme cuenta de lo mucho que valía?
El había obrado siempre como un extraño, creyendo que su indiferencia hacia su madre era compartida por ella respecto a él.
Sin embargo, no era indiferencia lo que sintió hacia su madre. Estaba acostumbrado a ella, consideraba natural y nunca pasó por su imaginación que pudiera faltarle.
Una hora antes de que anocheciese, Miguel emprendió el regreso a Santa Cecilia. Había prometido matar al comisario si a su madre le ocurría algo, y debía cumplir su promesa. Luego…
Mientras regresaba al pueblo estuvo haciendo planes acerca de lo que más le convenía hacer. En el Este se reñía una guerra civil en la cual a él nada se le había perdido. Los negros le repugnaban tanto que no podía por menos de aprobar que estuvieran sometidos a esclavitud. Se lo merecían. Lo que resultaba estúpido era que una nación se dividiera en dos bandos y luchase salvajemente por la libertad o no libertad de unos negros.
- Algo bueno tendrá la guerra cuando los hombres no prescinden de ella -se dijo.
Y decidió que después de matar al comisario marcharía hacia el Este para alistarse en la primera partida que encontrara. Lo mismo le daba que fuera de Federales como de Confederados. Para «Chico» Romero la diferencia entre unos y otros estaba únicamente en los uniformes. Unos eran azules y otros grises. Miguel no hubiera podido decir cuál de los bandos usaba uniformes grises y cuál azules.
El comisario recibió idéntica respuesta de cuantos regresaron al pueblo después de buscar a Carmen de Romero.
- No existe rastro de ella.
El comisario recordaba la mortífera puntería del hijo de aquella mujer y su amenaza de matarle si a la viuda Romero le había ocurrido algo malo.
Con objeto de que le avisaran a tiempo, contó en diversos lugares y ante bastantes personas, lo de la amenaza de Romero. Todos expresaban su opinión de que el muchacho no cometería semejante locura.
- Yo tampoco lo creo; pero… -y el comisario movía la cabeza expresando su poca confianza en su propia opinión.
Marine oyó al comisario y decidió no alejarse de él. Si aquel representante de la Ley era el imán que debía atraer a Romero, ella no tenía más que permanecer cerca del comisario y aguardar a que Miguel Romero se presentase.
Por su parte, el comisario, que había tenido que echar varias veces a Marine de su oficina, cuando tenía preso a Romero, observó al cabo de poco la vigilancia a que le tenía sometido la joven y en seguida sacó la conclusión de que Marine le vigilaba en beneficio de Romero.
- Quiere saber en todo momento donde estoy a fin de poderlo comunicar a Romero en cuanto llegue -se dijo-. Lo mejor será vigilarla y evitar que pueda ir a dar la noticia.
A partir de éste momento, ambos se vigilaron mutuamente, satisfechos de su propia astucia, aunque de los dos, el más equivocado era el comisario, que descubrió su error en lo de las sopechas de Marine cuando al desviarse de la calle Mayor para ir a su oficina, casi dio de bruces con «Chico» Romero, que regresaba allí para buscar al ausente comisario.
- «¡Chico!» -gritó el comisario.
En seguida trató de sacar su pistola.
Romero, desconcertado por el encuentro, con el cual no contaba tan pronto, saltó hacia atrás y su revólver se desalojó de la funda de cuero.
Pero Marine, inconscientemente, decidió su propio destino al precipitarse hacia Romero, exclamando:
- ¡Oh, «Chico» mío!
Para no matar a Marine, «Chico» tuvo que levantar en el último momento el revólver y dejar me la bala se perdiese en el aire, a un palmo de la cabeza de Marine. En seguida la apartó de un empujón, gritándole:
- ¡Sal de en medio, imbécil!
El empujón la precipitó sobre el comisario, y aunque éste, como Miguel, quiso desviar la trayectoria de su disparo. Marine cayó encima de él, pegando con los riñones contra el cañón del revólver cuando éste ascendía a la vez que el percutor comenzaba a caer. El punto de mira se enganchó en la ropa de Marine y el revólver quedó incrustado en la espina dorsal, que fue destrozada por la pesada bala, cuyo disparo no pudo evitar el comisario.
Marine lanzó un grito de dolor y, sin fuerza en las piernas, cayó al suelo, arrastrando entre sus ropas el revólver que la había herido.
El comisario y el joven quedaron frente a frente, separados por Marine, que gemía con largos quejidos tendida sobre el polvo de la calle.
- ¡Asesino! -gritó Romero.
No disparó porque se había dado cuenta de que su adversario estaba desarmado.
- Lo quise evitar, Romero -dijo el representante de la Ley-. No sé cómo ha sido. Yo estaba apretando el gatillo cuando ella cayó contra mí. Quise desviar el cañón, pero el punto de mira se ha enganchado…
Romero se arrodilló junto a Marine y recuperó el revólver del comisario. Para hacerlo tuvo que forcejear unos instantes, lo cual probaba que era cierta la afirmación del otro.
- La deuda queda pendiente, comisario Jostyn. La saldaremos cuando yo vuelva de la guerra.
- ¿Ha encontrado a su madre?
- Sí. Ya está enterrada.
Había acudido gente y un médico. Mientras éste examinaba a Marine, ésta retenía entre las suyas la mano izquierda de «Chico,» musitando repetidas veces su nombre.
- ¡Chico… Chico… Chico!
El médico dictaminó, infaliblemente, que la herida no le gustaba nada. Que no era del todo pesimista, pero…
- No debemos hacernos ilusiones. Si cura, no quedará bien. La herida interesa la espina dorsal y puede quedar paralítica para el resto de su vida. Claro que, al mismo tiempo, la bala ha producido tantos destrozos internos que lo más probable es que surja alguna complicación y ya no tengamos que preocuparnos de la parálisis; La muerte llegaría antes.
- ¿Tan grave es, doctor? -preguntó Romero.
El médico adoptó una actitud salomónica.
- Pues… sí. Ciertamente es grave. Juntó las yemas de los dedos de la mano izquierda con las de la mano derecha a la altura del pecho y acariciándose con los índices la nariz, siguió:
- Claro que mientras hay vida hay esperanza y yo soy optimista por naturaleza. Lo mejor es trasladar a la herida a una cama y dejarla reposar hasta mañana. A la luz del día y ante las reacciones de la paciente podremos determinar si la gravedad es tan grande como por desgracia parece.
«Chico» Romero era demasiado joven para atreverse a discutir con un médico semejante, pero Justyn no pudo aguantarse y declaró:
- ¡Es usted un cretino, doctor! Para decir esa sarta de majaderías no hace falta estudiar en tres universidades.
Dirigiéndose a los que presenciaban la escena, pidió:
- Que dos o tres voluntarios se trasladen al fuerte San Carlos y traigan al cirujano militar. Si él no puede hacer nada, menos hará este médico de pacotilla.
Marcharon los mensajeros y entre los demás condujeron a Marine al hotel en que vivía o en el que iba a morir.