CAPITULO V

Permaneció encerrado cinco días, hasta que un jurado compuesto por doce miembros escogidos entre los ciudadanos más respetables de Santa Lucía le reconoció inocente del delito de asesinato. El homicidio estaba justificado y sólo se condenaba al acusado a una multa de diez dólares por perturbar la tranquilidad pública con sus disparos. Como había pasado cinco días en la cárcel, la multa quedaba condonada.

El comisario devolvió a Miguel los objetos y armas que llevaba cuando fue detenido.

- Aquí tienes tus revólveres -dijo de regreso a la oficina contigua a la prisión-. Los descargué para evitar accidentes. Toma tu frasco de pólvora y las balas.

Miguel se ciñó los dos cinturones de que pendían sus pistolas y fue guardando los documentos y dinero que el comisario le entregaba.

- Queda esto -dijo luego empujando hacia Miguel un montón de billetes de Banco-. Diecisiete mil dólares que ganó tu primo y que Morane le quitó después de asesinarlo.

- Eso no es mío -dijo Miguel.

- Era para tu madre. Yo no puedo quedarme con ello.

- Está bien. Se lo daré a alguien que lo necesite.

- Queda algo más. El reloj de tu primo. Es una pieza magnífica. Si no quieres conservarlo, sé de varias personas que te lo pagarían…

- No siga. Quiero conservarlo. Esteban me dijo que si alguna vez le ocurría algo definitivo, yo debía heredar su reloj.

Cogió la magnífica pieza y le dio cuerda con una llavecita, escuchando luego el fino latido de aquel corazón de acero.

- Por lo menos, Esteban murió después de ver realizado todos sus sueños. Desde niño ambicionó especialmente tener un buen reloj, con una cadena de oro.

Se metió el reloj en un bolsillo del chaleco, pasando la cadena por uno de los ojales del mismo.

- ¿Qué piensas hacer ahora, muchacho?

- ¿Yo? No sé. Vivir. Disfrutar de la existencia.

- ¿No cuidarás de tu rancho?

- Mi madre sabe cuidar de él.

El comisario inclinó la cabeza.

- Yo tengo un primo que es ideal para estos casos -dijo.

- ¿Qué casos? -preguntó, Romero, guardando dinero en todos sus bolsillos.

- Estos como el de ahora. Es muy simpático… Me refiero a mi primo. Pero cuando le vemos entrar en casa, ya temblamos. Y no porque sea peligroso ni buscapleitos. Es que siempre trae malas noticias. Cuando uno lo ve, ya se predispone a oír alguna tragedia. Lo utilizamos para comunicar defunciones, incendios y ruinas.

«Chico» Romero entornó los ojos.

- Vomite lo malo que me tenga reservado, comisario. ¿Qué ha ocurrido? ¿Hemos perdido el rancho?

- No. Se trata de tu madre. Cuando te separaste de ella, ya estaba mala. Quiero decir que su cerebro…

- No dé más rodeos, ¡caray! ¿Qué le ha ocurrido a mi madre?

- Estaba loca. Quisiera decírtelo de otra forma menos dolorosa. Estaba trastornada por la muerte de tu primo. El fue a jugar para reunir dinero y rescatar la hipoteca del Banco.

- Ya lo sé. Pero todo salió mal.

- Es que tu madre recibió el día antes una carta del Banco en la cual le anunciaban, que alguien había pagado la hipoteca y los intereses y aun había enviado dinero suficiente para que sobrasen doce mil dólares. Pero tu madre… Ella creyó que la carta se refería a la hipoteca. Pensó que el Banco le daba un plazo de tiempo para desalojar el rancho y, sin leerla, sin abrirla siquiera, la quemó. La echó al fuego. Luego, creyendo que existía el peligro de perder el rancho, se lo dijo a tu primo. Por eso él jugó y perdió la vida. Lo hizo por salvaros de la ruina cuando en realidad todo estaba ya arreglado. Ya no había peligro.

- ¿Es verdad todo eso? Parece un poco exagerado.

- Es la realidad. Me lo han confirmado en el Banco.

- Me extraña. ¿Quién puede tener interés en ayudarnos?

- El «Coyote.»

- ¡Bah! No creo en él. Hace cuatro o cinco años se dijo que había muerto. Además, nosotros no hemos tenido jamás ninguna relación con el «Coyote.»

- Parece ser que tu padre fue amigo suyo. Además, el «Coyote» no necesita que se sea amigo de él. Tiene el vicio de ayudar a la gente.

- Deje de hablar del «Coyote» y siga con lo mío. ¿Qué le ha ocurrido a mi madre?

- Ha perdido la razón. Está loca y… hace dos días que ha desaparecido de su casa y nadie ha vuelto a verla.

- ¿Desde cuándo lo sabe?

- ¿Yo? Pues… Lo sé desde ayer; pero no te quise inquietar…

El puño de «Chico» Romero pegó contra la mandíbula del comisario, lanzándolo por encima de la mesa escritorio contra la pared, donde quedó atontado y sin aliento.

Antes de que pudiera recobrarlo, «Chico» le obligó a levantarse tirando de él por la pechera de la camisa.

- Tenía que esperar a que doce señores se reunieran para decidir mi suerte que, de antemano, ya estaba decidida, ¿no? Mientras tanto, yo encerrado en esa cuadra y mi madre sabe Dios dónde. ¿No pudieron dejarme en libertad bajo fianza? ¿Es que no les sobraba dinero con el que me guardaban?

El comisario consiguió hablar:

- Yo creí que tu madre aparecería en seguida. No se me ocurrió…

Romero le hizo callar de dos bofetadas secas, restallantes, duras como si hubiera pegado con una madera. Los ojos del comisario se llenaron de lágrimas, y un poco de sangre tiñó de carmín sus dientes.

- Le juro por mi vida y por la memoria de mi primo, que si a mi madre le ha ocurrido algo volveré en busca de usted y le mataré como a perro rabioso.

El comisario trató de decir algo; pero «Chico» lo tiró lejos de sí, de nuevo, contra la pared, que vibró comunicando su temblor a todo el edificio, mientras una niebla de polvo caía del techo.

Desde la puerta, antes de salir, Romero insistió:

- ¡Ay de usted, si a mi madre le ha ocurrido algo!

Cerró de un portazo y como no encontró su caballo fue a la cuadra de Domínguez y preguntó al grueso mejicano, de minúscula cabeza, si sabía algo de su caballo.

- Pues claro, hijito. Lo tengo yo bien cuidado, como se merece el caballo de tan valiente señor…

- ¡Déjate de monsergas y sácamelo! No estoy para bromas.

Domínguez sacó el caballo de Romero y trajo la silla y la manta del joven.

- Son diez pesos, «Chico»; pero si no los tienes hoy, ya me los darás en otra ocasión. Diez pesos por cinco días…

- Toma y no hables tanto -le cortó el muchacho, tirándole un billete de veinte dólares-. ¿Sabes algo de mi madre?

- Tu pobre madre tiene la cabeza enferma…

- Eso ya lo sé. Lo supe desde el primer momento. No pierdas el tiempo con informes que ya conozco. Dime si sabes dónde está.

- Supongo que está en el rancho Romero…

- Me han dicho que allí no está. ¿Sabes algo más?

- Tu madre era muy devota de la Virgen de la Loma. Iba muy a menudo a rezarle en su ermita. Puede que esté allí rezando por ti.

- Es posible. Toma este dinero y tráeme algunos víveres. Y te voy a comprar un caballo para llevar la carga.

- ¿Adonde vas?

No lo sé. Si encuentro viva a mi madre volveré con ella o nos iremos a Méjico.

- Por allí no andan las cosas muy bien. Es más tranquilo California.

- Ya lo decidiremos ella y yo. Tráeme la comida y el caballo.

Mientras esperaba, Romero ensilló su montura y cargó sus pistolas.

Nunca se había preocupado de su madre. Le parecía tan natural que ella estuviese a su lado e hiciera las cosas que, le molestaran o no, sabía hacer, que jamás se detuvo a reflexionar si otra madre hubiera sido mejor o peor. Ahora, después de la violenta convulsión sufrida a raíz de la muerte de Esteban, empezaba a ver las cosas y las personas de muy distinta manera que antes.

- ¡Qué extraño! ¿Qué ha ocurrido dentro de mí para que yo me sienta diferente de como era hace cinco días?

Marine, la muchacha que una semana antes le había parecido tan apetecible, y a cuyo lado pasó las horas en que se iba fraguando el trágico destino de Esteban Fuentes, venía hacia él. Vestía una falda y una blusa mejicana y llevaba el cabello suelto, adornado con una cinta verde que pasaba por detrás de las orejas y se anudaba en un estrecho lazo sobre la cabeza. No iba pintada. En realidad estaba más linda que cinco noches antes.

- ¡Oh, «Chico,» mío! ¡Cuánto te he echado de menos! No me dejaron entrar en la cárcel…

- ¡Lárgate! -ordenó Romero, volviendo la cabeza.

Marine enrojeció como si la hubiesen abofeteado.

- ¿Por qué me hablas así? -preguntó, dolida-. No tienes derecho a acusarme de nada. Te quiero. Haré lo que tú me mandes…

- ¡Vete! Ya te he mandado una cosa.

- ¡Eso no, «Chico» mío! Todo menos eso. Iré contigo. Seré tu criada. No te pido nada más que eso. Déjame ser tu criada.

- Si necesitas el sueldo, aquí lo tienes sin necesidad de que seas la criada de nadie -replicó, brutal, «Chico» Romero, tirando a los pies de Marine un puñado de arrugados billetes-. Ahí tienes lo único mío que vale algo.

La muchacha se precipitó sobre él, golpeándole con los puños. «Chico» la rechazó de un empujón, tirándola al suelo, junto a los billetes. Señalándolos, dijo:

- Recógelos y vete. No quiero verte más.

- ¿Crees que sólo me interesa el dinero? -sollozó la muchacha.

Para demostrarle lo contrario cogió los billetes y los destrozó en menudos fragmentos, mientras las lágrimas trazaban surcos en sus mejillas.

- Estás loca. Has hecho pedazos doscientos dólares. En tu vida volverás a verlos juntos.

Avanzando de rodillas por el polvo y sobre el seco estiércol, Marine llegó hasta Romero y, cogiéndole una mano, pidió:

- Díme qué te ha pasado para cambiar así conmigo. Desde que te conocí no he querido a otro. No querré a nadie más que a ti.

- ¿Y por eso te he de querer yo toda mi vida? -preguntó Romero-. Lo nuestro fue un negocio. Yo cumplí y tú también. Olvidemos el pasado. Me tengo que marchar y no sé cuándo volveré.

- Yo iré contigo. Soy joven. Sé guisar y lavar la ropa. Vivirás mejor conmigo…

- Sí; y tendremos una familia, una choza y un campo de maíz. Y yo me convertiré en uno de esos gandules que viven a costa de su mujer, ¿no? Gracias. No me seduce la idea. No te rebajes tanto, porque es inútil.

- No hay bajeza que yo no sea capaz de cometer por ti, «Chico.» Tú has sido distinto de todos los demás. Sólo tengo diecinueve años. No soy vieja…

- Me tiene sin cuidado que seas joven o vieja, Marine. ¡Déjame en paz!

Agarrándola de los brazos la obligó a levantarse.

- Escucha, mujer. Hace cinco días yo era el… hombre de quien tú estás encaprichada ahora. Pero en cinco días he cambiado. Ya no soy el que tú conociste. Soy otro. He matado a tres hombres. Tú no sabes lo que esto le cambia a uno. Hasta hace cinco días yo jugaba a llevar pistola, jugaba a matar lagartos o conejos con mis revólveres. Jugaba a tirar mejor que nadie; pero me daba miedo la idea de matar a un hombre. ¡Y he matado a tres…! ¿Crees que esto se puede hacer y seguir luego como antes, como si nada hubiera ocurrido?

- A mí no me importa. Te querría aunque hubieras asesinado a cien.

- No seas tonta. Es muy fácil decir que se puede matar a un hombre. Basta apretar el gatillo y todo lo demás lo hacen la pólvora y la bala. Pero en la realidad la cosa es distinta. Los seres humanos no mueren y desaparecen como si fuesen de humo. Quedan sus cuerpos llenos de sangre. Y antes de morir patalean, y se quejan, y le miran a uno como si uno fuera Caín. Mi propia madre se horrorizó de mí.

- Yo te quiero más. Viendo que sufres, deseo consolarte…

- ¡Marine! ¿Qué he de decirte para que me dejes en paz? ¡Vete! No llevaría a mi lado a una mujer como tú aunque fueses la única de la tierra.

- Insúltame -sonrió Marine, secándose con el reverso de la mano las lágrimas-. ¡Quisiera que me odiases! Pégame. Prefiero tu odio a tu indiferencia. Si no sintieras nada hacia mí, me desesperaría. Pero el odio se puede transformar en amor. Es una pasión humana…

- ¡Lárgate de una vez o te pego un tiro! -gritó Romero-. ¿Es que las mujeres no tenéis dignidad?

- Cuando queremos a un hombre no nos importa nada de cuanto nos digan! ¡Pégame! Cualquier señal que dejes en mí será un recuerdo tuyo que yo conservaré como una reliquia…

- ¡Estás loca! Haría bien pegándote un tiro. No sé por qué no me decido.

Marine se dejó caer de rodillas y sentóse en el suelo. No siguió hablando; pero ahora las lágrimas corrían fluidas, calientes y grandes desde sus ojos, cayendo en el polvo con blando chasquido.

- ¿Qué le ocurre a Marinita? -preguntó Domínguez cuando volvió con las provisiones y un caballo blanco y negro-. ¿La has pegado?

- No sé por qué no lo he hecho -replicó «Chico»-.Creo que una buena paliza la sentaría muy bien.

- A todas les sienta bien que las sacudan un poco -replicó el mejicano-. A todas las mujeres se les meten telarañas en la cabeza y cuando esto ocurre se vuelven muy tontas y se ponen pesadísimas. Entonces no hay nada como una paliza bien fuerte. Como a las alfombras. Al fin y al cabo, se hace por el bien de ellas.

Acercóse a Marine y aconsejó:

- Ve a tu casa, mujer. ¿No ves que este pollo es demasiado tierno para ti? Ya sabes lo que pasa con los pollos tiernos. De momento, mientras se asan, huelen muy bien; pero luego, al comerlos, se deshacen como agua. Y para encontrarles algún sabor hay que comer una docena. ¿Por qué no te fijas en mí? No estoy muy muchacho ya; pero tampoco me arrastran los calzones, mujer. No soy rico; pero tampoco soy pobre. Tengo unas tierras y este negocio. Tú me ayudarías…

- ¡Mire el viejo calzonazos! -gritó Marine-. ¿Por quién me ha tomado? A lo mejor estaría dispuesto a casarse conmigo para ahorrarse el sueldo de una criada, ¿no?

- Yo me caso contigo y tú serás la reina de mi hogar, Marinita.

- ¡La reina del corral! ¡Vaya porvenir! Usted ha marcado demasiadas veces las doce y el tequila se le trepó al tejado. ¿Crees que no sé que lleva veinte años pidiendo a todas mis compañeras que se casen con usted?

- Tome, Domínguez, aquí tiene el dinero -dijo «Chico»-. ¿Hay bastante o sobra algo?

Domínguez apartó a Marine y contó el dinero que le había entregado Romero.

- Sobra algo -dije.

- Pues bébaselo. Adiós.

Marine no estaba dispuesta a darse por vencida. De niña había montado muchas veces a caballo y sabía cómo saltar sobre la silla sin necesidad de estribos. De un brinco se colocó sobre el caballo blanco, destinado a la carga; pero «Chico,» presintiendo aquel asalto, la empujó sin contemplaciones y la hizo caer de espaldas al suelo, alejándose, luego al galope.

- Le seguiré -prometió la joven.

- No seas terca, paloma -dijo Domínguez-. No sigas a ese gavilán, porque te va a traer muy mala suerte. Lleva un trágico destino escrito en su libro. Yo puedo darte…

- No sea tonto, hombre -interrumpió Marine-. Prefiero una pena al lado de «Chico» que veinte alegrías junto a usted.

- Tu oficio no es como para rechazar a quien te dice: bonita.

- Eso a que usted se refiere pertenece al pasado. Ahora soy otra mujer. Voy a ser buena para que «Chico» me quiera. Dígame, Domínguez… -Sonrió coquetamente al dueño de la cuadra-. Ande, sea bueno y déme un consejo. ¿Qué puedo hacer para que «Chico» se fije en mí?

- Dejarle en paz, mujer. ¿No ves que ahora él tiene demasiadas preocupaciones? Las mujeres sois inoportunas. Y además, sólo pensáis en una cosa: en el amor. Para vosotras no hay nada más importante. Cuando os ponéis a querer a un hombre no le dejáis en paz ni un momento. Le saturáis de vuestro amor. Queréis que sepa que le amáis y también que os diga lo mismo. Que os quiera, que no pueda vivir sin vosotras Y así todo el día. Cuando no le queréis, entonces os pasáis la vida pidiendo trajes, sombreros, regalos… ¡Uf! Habéis venido al mundo para fastidiar al hombre. Le fastidiáis al amarle y le fastidiáis si no le queréis. Lo único que no hacéis nunca es dejar en paz al hombre.

- Mire, don Domínguez, en toda mi vida yo sólo he invertido media hora en decirle a un hombre que le quiero más que a mi vida… -replicó la muchacha, limpiándose el polvo de la roja falda-. En cambio, he oído a docenas de hombres que me aseguraban quererme toda la vida. Y usted ha sido uno de los que forman la docena.

- Lo dije para quitarte el mal sabor de boca de la humillación que te hizo pasar Romero. ¿Cómo voy yo, a mis años, a pensar en casarme contigo? No estoy tan loco. De veras que te lo dije para que tú quedaras con la cabeza alta. Así no podrá decir que te declaraste por que nadie te quería. -Es usted muy bueno, don Domínguez -musitó la joven-. Casi me convenció, y como le tengo aprecio casi estuve a punto de decirle el sí.

- ¡Mujer! Si es por eso, no lo dudes. Dame el sí…

- Aunque se lo diera yo seguiría pensando en «Chico.»

- ¡Qué pesada! ¿Qué de guapo encuentras en él?

- No es por guapo ni por feo. Es otra cosa. Yo una vez le pregunté a una mujer que sabía mucho de asuntos de amor, si me podía decir qué era el AMOR, con mayúsculas. Y. cómo lo notaría.

¿Cómo me daría cuenta de si estaba enamorada o no?

- ¿Y qué te dijo esa sabia?

- Me dijo que yo me daría cuenta en seguida, sin necesidad de que me explicara los síntomas. Y me puso el ejemplo de dos hermanos que estaban en la misma casa. Eran gemelos Pero uno estaba en la cocina y otro estaba con su madre preguntándole qué era el quemarse. La madre se lo explicó. Le dijo que era como un mordisco en el sitio quemado, o como si clavaran en él millones de alfileres. El niño no lo entendía La madre se desesperaba, y pensaba que su otro hijo era menos fastidioso en sus preguntas. En esto sonaron unos gritos y el hermano que estaba en la cocina llegó corriendo y llorando. Y cuando pudo hablar enseñó la mano, que estaba abrasada y dijo, en seguida: «Me he quemado.» Sin embargo, antes de quemarse sabía tanto de las quemaduras como su hermano. Pues el amor es lo mismo. Una no sabe nada, no siente nada y, de súbito, se encuentra con que está enamorada. No depende de los deseos propios. Es inútil querer enamorarse de alguien determinado. El amor aparece cuando él quiere, no cuando queremos que aparezca. Sin embargo, le estoy muy agradecida

- ¿No te ofende que te haya dicho…?

- No, no -rió Marine-. En eso también somos distintas de ustedes. Aunque no queramos a un hombre, si vemos que él nos ama, en seguida le profesamos afecto y hasta un poco de agradecimiento. Quisiéramos poder darle un poco de amor de otra mujer para que él fuera feliz.

- Pero entonces querría a la otra -dijo Domínguez.

- Pues eso no nos gusta. Adiós.

- ¿De veras vas a seguir a «Chico,» Marine?

- No le alcanzaría nunca. Le esperaré.

- Siéntate porque a lo mejor no vuelve en veinte años.

«Chico» Romero regresó mucho antes.