CAPITULO X
PROTECCIÓN PARA UN LARRUZ
Aquella noche se detuvieron en San Bernardino. Cenaron juntos en un restaurante próximo al hotel, y, en cuanto se instalaron ante la mesa, Carolina presintió que iba a ocurrir algo, que no sería bueno, precisamente.
Desde una de las mesas dos hombres la estaban mirando. Hablaban en voz baja entre sí y por sus ademanes todos comprendían que estaban hablando de ella.
—Llévenos la cena a esa otra mesa -ordenaron de pronto, levantándose y yendo a una mesa inmediata a la ocupada por Carolina y Juan.
Se acomodaron tan cerca que se oían perfectamente sus comentarios en voz falsamente baja.
—Un pelo tan rojo enciende mi corazón -dijo uno, mirando fijamente a Carolina.
—Las pelirrojas son mi debilidad -dijo el otro-. Sobre todo cuando son chatillas como ésa. ¡Vaya suerte que tiene el que va con ella!
Inclinándose hacia Juan, el primero preguntó:
—¿Es usted marido de esta preciosidad?
Volviéndose hacia el hombre, Larruz respondió:
—Si es para defenderla de los impertinentes como usted, puede considerarme su marido o su hermano.
—Marido es una cosa y hermano es otra -replicó el hombre-. ¡Quiero saber quién es usted!
—Un caballero, aunque supongo que eso no sabe usted lo que es.
—Me parece que te ha querido insultar, Butch -dijo el otro ocupante de la mesa contigua.
Algunos comensales rieron y Butch consideró que ya había llegado el momento de pasar a mayores.
—¡Me dan asco los caballeros! -gritó-. ¡Toma!
Iba a descargar una bofetada contra la cara de Larruz; pero Carolina se le anticipó, tirándole a la cara todo un cucharón de sopa caliente hasta casi la ebullición.
Dando un grito de dolor, y con la cara, el bigote y los cabellos llenos de pasta de sopa, Butch echó mano al revólver y lo desenfundó velozmente.
Sonó un disparo y el revólver de Butch fue arrancado de su mano por la bala disparada por Evelio Lugones, que acababa de entrar en el comedor.
—Me parece que el joven y la señorita no iban armados -dijo Evelio, avanzando hacia Butch.
—¿Qué va a hacer? -preguntó el compañero de éste.
—Decirle que lamento haber fallado el tiro -dijo Evelio-. Mi intención era meterle la bala en el vientre. Pero aún lo haré si vuelve a molestar a la señorita.
Inclinándose ante Carolina, Evelio comentó:
—Lo cierto es que tiene usted un cabello precioso.
—Gracias por el piropo y por la ayuda -dijo Carolina-. El señor se estaba portando muy groseramente.
—Ignoraba que su esposo o novio tenía quien le guardase las espaldas -dijo Butch.
—Nadie me guarda las espaldas -respondió Juan de Dios-. Ni lo necesito.
—Tal vez no lo necesite; pero lo tiene -dijo el compañero de Butch-. Sin embargo el mundo es ancho y algún día nos volveremos a encontrar sin que le acompañe ese perro dogo. De hombre a hombre veremos quién vale más.
—Estoy a su disposición para comprobar el valor de cada uno. Cuando y donde usted quiera.
—¡No seas loco! -gritó Carolina.
Butch no dejó escapar la oportunidad que le ofrecía la caballerosidad de Juan de Dios.
—Podemos hacerlo ahora mismo -dijo.
—¿Dónde? -preguntó Larruz.
—Aquí hay sitio -dijo Butch abarcando el comedor con un ademán. La estancia medía unos treinta metros de larga por unos seis de ancha.
Carolina se volvió hacia Evelio Lugones.
—¡Haga usted algo! -pidió. Juan de Dios no sabe ni una palabra de armas. No es como sus hermanos. Ellos fueron educados para matar y defenderse; pero él sólo sabe...
—Por favor, Carolina -interrumpió, secamente, Larruz-. Me estás poniendo en ridículo.
Evelio Lugones no sabía que hacer. Cuando cumplía órdenes del «Coyote», éste ya le prevenía acerca de las cosas que podían suceder; pero en un caso como aquél, en que ni siquiera estaba cumpliendo órdenes del «Coyote», sus dudas eran demasiado grandes para su mentalidad.
—Si está de Dios que lo maten... ¿qué puedo hacer yo? -refunfuñó.
Se apartaron las mesas y se dejó un camino despejado entre ellas. Juan Lugones prestó su revólver a Juan de Dios. Butch usaría el de su compañero.
Un viejo que dijo entender mucho de aquellas ceremonias, preparo el duelo.
—Os ponéis con las espaldas juntas -dijo-. Aquí, en el centro del comedor. Camináis doce pasos en dirección opuesta y os detenéis. Cuando yo grite: «¡Ahora!», os dais media vuelta y disparáis hasta agotar los cartuchos. El que se muera habrá perdido. Y si alguno trata de hacer trampas, anticiparse a la cuenta y a la orden... Pues a ése lo colgaremos del techo.
Carolina volvió la espalda a los duelistas y lloró convulsivamente.
—Cálmese señorita -aconsejó Evelio-. Lo más que puede pasarle es que lo maten. Y el morir es algo que nos ha de suceder a todos.
—Pero a su debido tiempo -sollozó Carolina.
Sonó una palmada y en el comedor se hizo un profundo silencio roto, únicamente, por el gemir del entarimado bajo los pies de los que iban caminando hacia los extremos de la estancia.
Evelio y Juan pensaban lo mismo: ¡Ojalá se presente el «Coyote» y arregle este asunto!
Los pasos ya habían cesado. Carolina contuvo el llanto. Imaginaba a aquel salvaje Butch relamiéndose de gozo ante la idea de matar al pobre Juan de Dios, y a éste, estremecido de horror por lo que te esperaba. Ambos rígidos, uno de espaldas al otro, separados por veinticuatro o veinticinco metros de distancia y empuñando un revólver de seis tiros.
Juan y Evelio, como los demás comensales, contemplaban la escena. Estaban dispuestos a intervenir a la menor falta cometida por Butch.
Este no necesitaba de trampas. Estaba seguro de poder matar a Juan de Dios y no iba a estropear la bien preparada encerrona en la que Larruz había caído como un incauto.
—¡Ahora! -gritó el director del encuentro.
Carolina se tapó los oídos.
Los dos hombres se volvieron uno contra otro y mientras Butch se disponía a apuntar bien, para no malgastar ni una bala, Juan de Dios disparó en seguida.
—¡Caray! -exclamó Evelio-. ¡Esto si que no lo esperaba!
Butch había soltado el revólver y se apretaba con la mano izquierda el hombro derecho, destrozado por la bala disparada por Larruz.
Había sido un tiro de suerte, indudablemente. Pero de muchísima suerte.
Nadie se movió de donde estaba. Larruz tenía derecho a seguir disparando. Todos esperaban oír de nuevo su revólver; pero el joven ni hizo uso del arma. Esperaba que Butch recogiese el revólver; pero el herido no lo intentó. Dando media vuelta se dirigió hacia la salida. Antes de llegar desplomóse de bruces y quedó como sin sentido.
El compañero de Butch fue hacia donde había quedado el revólver y preguntó a Larruz si podía recogerlo.
Sí. -respondió el joven.
El otro se inclinó a coger el arma y Evelio presintió lo que iba a ocurrir. Su mano desenfundó velocísima el revólver y cuando el otro, habiendo recogido el suyo se volvía para disparar contra Juan de Dios, Evelio apretó el gatillo de su Colt.
La explosión le pareció excesiva y atronadora; pero al mirar a Larruz comprendió el motivo de la intensidad de la detonación. El joven también había disparado su revólver.
En el suelo, con un balazo en la espalda, que Evelio reconocía como suyo, y otro en la cabeza, yacía el cadáver del compañero de Butch.
Juan y Evelio miraron, curiosamente a Larruz. Si aquello no era una casualidad excesiva...
—Tome y... muchas gracias -dijo Juan de Dios, devolviendo el revólver a Juan Lugones-. Es... un arma excelente.
—El arma no es mala -dijo Lugones-; pero su puntería me parece mejor de lo que todos creíamos.
—He practicado algo en el polígono de tiro -suspiró Juan de Dios-. No esperaba tener que practicar sobre seres humanos. Ha sido muy desagradable.
Carolina le contemplaba embelesada.
—Ha sido maravilloso -dijo-. Si llego a sospecharlo no me pierdo detalle.