CAPITULO II

NI LA LEY NI LA CRUZ POR ENCIMA DE LOS LARRUZ

Este era el lema que campeaba en el viejo escudo de los Larruz que adornaba el dintel de la puerta del rancho. Era como un grito de soberbia y no siempre les estuvo permitido usarlo. Varias veces, desde la conquista de Méjico, intentaron grabar en piedra aquellas orgullosas palabras. Siempre una orden virreinal les obligó a borrarlo, demostrando que la Ley y la Cruz estaban por encima de ellos; pero en cuanto se presentaba una oportunidad favorable, los Larruz volvían a escribir su grito de rebeldía. Y cuando Nueva España se sublevó, un Larruz hizo escribir en su bandera: «Ni Rey, ni Cruz. Solamente los Larruz». Itúrbide tomó el lema como una ofensa e hizo fusilar a aquel Larruz; pero otro de la misma casta formó parte del pelotón que fusiló al antiguo Emperador cuando las suertes se cambiaron.

En California, los Larruz ganaron tierras, fundaron San Rosario y siguieron demostrando que se consideraban por encima de la Ley y de la Religión.

Don Homero, a los sesenta años, era el jefe de toda la familia. Trataba de gobernar con mano dura y suave a la vez a todo su clan; pero además también quería gobernar la tierra que le quedaba y toda aquella que los yanquis le obligaron a dejar, por no tenerla legalmente a su nombre. A pesar de todo, un jinete que desde la salida a la puesta del sol cabalgara desde un extremo hacia el otro, no conseguía recorrer todas las tierras que los Larruz conservaban bajo su dominio. Mucha de aquella tierra no servía para nada; pero tampoco sirven para nada los monumentos y, sin embargo, se conservan, porque son el símbolo de la gloria pasada

El rancho era casi una fortaleza de piedra. En una de las estancias se había instalado la capilla ardiente. Sobre un túmulo y en un ataúd de caoba descansaba el cuerpo de Santiago Larruz. Sus salvadores llegaron con un minuto de retraso, y ahora la familia estaba reunida en torno del muerto, rezando por su alma.

Todos vestían de negro. Las mujeres: la madre y la abuela materna, lloraban. Los hombres: el hermano menor Eneas, y todos los primos y parientes que podían usar el apellido Larruz, estaban serios, con los labios apretados y los ojos llenos de ira.

Don Homero Larruz no expresaba dolor. Los de su casta no lloraban.

—¿No hacemos algo padre? -preguntó Eneas-. ¿No vamos a matar a los traidores?

—Ahora no es momento de eso -replicó don Homero-. Portémonos como cristianos. Cuando la tierra cubra al mejor de los nuestros habrá llegado la ocasión de demostrar que somos dignos de él.

Ataulfo Larruz, primo hermano de Eneas, acercóse a su tío y pidió en voz baja:

—Quiero enseñarte algo, tío.

Era muy alto, delgado y distinguido. Su padre, segundón de la familia, sólo había podido legarle su buen aspecto; pero su tío lo recogió a su lado y lo crió como correspondía a uno de su sangre, olvidando que la madre de Ataulfo fue una actriz cuya sangre jamás debería haberse mezclado con la de aquella familia. Muertos la madre y el padre, todo se olvidaba y Ataulfo volvió al hogar de sus mayores.

—No es momento -dijo don Homero.

—Sí lo es, tío. Por favor.

El viejo, impresionado por la tensión que vibraba en la voz de su sobrino le siguió fuera de la sala hasta el cuarto de Ataulfo.

Este le mostró, sobre la mesa, el Winchester que había usado para matar al comisario, y, junto a él, una cápsula y una bala de plomo.

—Es el cartucho que utilicé para el primer disparo -dijo-. Fíjese en los detalles. El pistón está picado; pero no estalló. Y dentro del cartucho no había ni un gramo de pólvora.

—¿Dices la verdad?

—Sí, tío. Cuando apreté el gatillo por primera vez, el comisario estaba aún al lado de Santiago. Cayó el percutor; pero no hubo disparo. Moví la palanca de la carabina, expulsé el cartucho defectuoso y metí otro en la recámara. Disparé en seguida; pero ya era tarde. Si este cartucho -señaló al que estaba sobre la mesa -no hubiera fallado, Santiago estaría vivo.

—¿Te das cuenta de lo que puede significar esto? -preguntó don Homero.

—Sí. Alguien puso este cartucho en el depósito de mi carabina. Yo había metido once y al sacarlos, hace poco, encontré diez. Sólo tenía que haber nueve, pues gasté dos. Este y otro. Desde que salí del rancho hasta que disparé, nadie puso sus manos en mi Winchester. Tuvo que ser antes de la salida.

—¿Sospechas de alguien?

Ataulfo movió negativamente la cabeza.

—No. No puedo sospechar de nadie.

—¿No puedes? ¿Qué quiere decir eso?

—No pretendo decir nada. Usted no lo hizo. Eneas, tampoco. Su esposo y su madre no lo hubieran podido hacer. ¿De quién se puede sospechar?

—No sé... De nadie, desde luego; pero no creo en las casualidades cuando son tantas. De todas formas, prefiero esto a creer que no supiste cumplir con tu obligación.

Don Homero volvió a la capilla ardiente y el resto de la noche transcurrió entre rezos y silencios. De todas las tierras de los Larruz llegaron parientes a dar el pésame al jefe de la familia. La casa se llenó de hombres armados. Mal día se avecinaba para San Rosario.

* * *

El comandante Crawford, de Fuertes Leños, encendió una vez más su largo y negro cigarro.

—¡No me gusta nada todo eso que me cuentas, Lyle! -dijo a su visitante.

—Pues es la verdad, Chaim. La verdad, qué nunca es agradable. Tú lo sabes mejor que nadie.

—¿Qué puedo hacer? ¿Atacar a cañonazos el Rancho Larruz?

—No conseguirías nada. Lo construyeron con vistas a resistir mejores cañonazos de los que tú puedes disparar.

—Desde el momento en que te has tomado la molestia de venir a verme, es que tienes una idea buena. ¡Suéltala! Pero te advierto que no pienso hacer nada que pueda valerme una censura del Ministerio. Tengo orden de no entrometerme en los asuntos locales. No debo apoyar a ningún partido. Debo dejar que se maten entre sí, si es en beneficio de todos nosotros.

—Pero ahora no se trata de que unas familias rivales resuelvan a tiros sus diferencias. Mañana por la mañana, don Homero enterrará a su hijo. Cuando la sepultura quede cubierta de tierra, montará a caballo y seguido por un centenar o más de parientes se dirigirá a San Rosario. Entrará por un extremo y saldrá por el otro. Cuando salga, no quedará nada de San Rosario. Sólo cenizas. Entonces tú recibirás orden de perseguirle y de detenerle. Como no se dejará detener, tendrás que matarle a él y a todos los de su casta. Un feo trabajo que no te ayudará a recobrar el grado de coronel. Te criticarán, diciendo que no evitaste el desastre y que luego no supiste reducir el suceso a sus mínimas consecuencias. Si muere algún soldado, o más, se hablará de ello en el Congreso. Tendrás que justificar tu actuación ante un Consejo de Guerra que, seguramente, reconocerá que no eres culpable de nada: pero los periódicos dirán que te han absuelto por tus muchas influencias.

—¿Crees que si tuviera influencias estaría pudriéndome en este cochino fuerte? -gritó el comandante.

—No se trata de lo que yo crea, sino de lo que dirán los periódicos. Prepárate para lo peor.

—Dime lo que se te ocurre para salvarme de tantos males -gruñó Crawford.

—Soy amigo tuyo -dijo Murdell.

—Ya lo sé -refunfuñó, malhumorado, Crawford-. También yo soy amigo tuyo.

—No lo eres, porque no dejas que me encargue de la cantina del fuerte.

—Te beberías todas las mercancías.

—Eso saldrían ganando tus soldados -rió Lyie Murdell-; pero no creas que bebo tanto. Sólo algún que otro trago cuando se me seca la garganta. El que tengas cerrada la cantina molesta a tus hombres.

—Le prometí a Carolina que no te dejaría ocupar ese puesto. ¿Quieres que ella me mate si ahora cambio de idea?

—Como quieras. -Lyle se puso en pie-. Traía una bella solución; pero supongo que un coronel del Ejército de los Estados Unidos tendrá soluciones mejores. Dispones de unas cuantas horas y yo me marcho a empaquetarlo todo. Al fin nos iremos más al Norte, en busca de un lugar más apacible y donde exista algo de Ley. San Rosario va a dejar de existir. Puede que nos instalemos en los Angeles. Pero... tú no podrás ir allí. Está fuera de tu jurisdicción.

Chaim Crawford encendió por décima vez el rebelde cigarro, aspiró una bocanada de apestoso humo, que sabía a mil colillas, y, furioso, tiró el cigarro contra la pared, se puso en pie y yendo a una alacena, la abrió y sacó una caja de cigarros. Escogió el peor de todos y lo tiró sobre la mesa, frente a Murdell; luego tomó uno para él y lo encendió. Lyle hizo lo mismo con el suyo. Dio unas chupadas, estudió la blanca ceniza que se había formado y comentó, burlonamente:

—Es de lo mejor que ha salido de esa caja, Ghaim. Sospecho que no ha sido culpa tuya. Deseabas envenenarme; pero escogiste mal el veneno.

—Escucha, Murdell: Si tu idea me gusta y la pongo en práctica, abriré la cantina.

—Lo esperaba -sonrió Murdell-. Eres un buen chico. Mi idea es muy sencilla, y ya sabes que en cuestiones de estrategia, lo sencillo es siempre lo mejor.

—Desembucha...