CAPITULO III
MANIOBRAS
Doscientos cincuenta soldados fueron despertados a las cinco de la madrugada en Fuerte Leños. Recibieron orden de coger sus armas portátiles y ciento cincuenta cartuchos cada uno. Además sacaron de los almacenes las cuatro ametralladoras Gatlin, y las engancharon a los caballos que debían tirar de ellas y de los pequeños armones conteniendo los grandes cargadores que usaban.
Precedidos por cien soldados de caballería, los ciento cincuenta de infantería salieron hacia San Rosario. El comandante Crawford explicó a sus oficiales que iban a probar, al fin, las famosas Gatlin, para adiestrar a los soldados en su difícil manejo.
Los oficiales y los soldados pusieron cara muy larga al conocer la noticia. La perspectiva de adentrarse en el desierto y ponerse a darle vueltas a las manivelas de la Gatlin bajo un sol de infierno y en medio de un polvo que se filtraba hasta los huesos, no era muy agradable cambio en la monótona vida del fuerte. ¡Cambiar para peor! Esto era lo de siempre.
Casi ninguno daba crédito a sus ojos cuando Crawford les hizo tomar el camino de San Rosario, y supieron que las maniobras se iban a desarrollar allí.
Era el lugar menos indicado para hacer pruebas con unas ametralladoras; pero en cambio en San Rosario había tabernas, salas de baile y mujeres bonitas. En un momento, el cariño de los soldados de «Fuerte Leños» hacia su jefe, aumentó en varios grados.
—Siempre me pareció que era un hombre muy considerado -dijo uno de los oficiales.
La tropa se puso en marcha con los primeros destellos del sol, y tomó el camino del pueblo.
El reloj de sol del rancho Larruz señalaba las once de la mañana cuando toda la familia volvió del cementerio particular, donde estaban enterrados todos los Larruz que habían muerto en California. No se habían pronunciado muchas palabras. Únicamente las imprescindibles en estos casos. El muerto reposaba ya bajo tierra y ahora los supervivientes debían vengarlo. Don Homero no pidió voluntarios ni solicitó ayudas. Cada cual sabía lo que le correspondía hacer. ¡Que todos cumplieran con su obligación! Y si alguno prefería volver a su casa, que lo hiciera y diese cuenta a su conciencia de su propia cobardía.
Las mujeres, reunidas ante la casa, lloraban. No por el muerto, como acaso quería creer don Homero. Lloraban por los que iban a morir para que una vez más se demostrara que los Larruz estaban por encima de las leyes humanas y divinas.
Algunos de los miembros masculinos del clan, estaban asustados y casi no podían disimularlo. Pero la mayor parte no sentía miedo. Aquello era algo que debía hacerse y... se haría.
En aquel momento un coche entró en las tierras de los Larruz. Iba guiado por un hombre. Junto a él se sentaba una mujer.
Todas las miradas se clavaron en el recién llegado. Luego cada uno de los que habían mirado trató de recordar qué miembro de la familia, había faltado, hasta entonces, a la cita, aparte de Juan de Dios Larruz, el hijo segundo que estaba en San Francisco. Ninguno consiguió echar de menos a nadie. Todos los Larruz habían acudido.
—Es César de Echagüe -dijo Eneas, que estaba junto a su padre-. Viene con Guadalupe.
—¿Quién le ha dado la noticia? -preguntó don Homero-. Me fastidia la presencia de ese botarate en estos momentos.
—Es pariente lejano -obsevó Ataulfo-. Una Larruz estuvo casada con un Echagüe...
—Eso fue hace doscientos cuarenta y tres años -gruñó don Homero, que llevaba muy bien las entradas y salidas en el árbol genealógico-. Nunca más nos hemos ensuciado con esa sangre.
—Pero hubo una Larruz que se casó con un Echagüe -dijo Eneas-. Pasó a formar parte de ellos; pero quedó un lazo de cortesía. Si no hubiera venido te habrías enfadado.
Era verdad y don Homero no supo encontrar una réplica adecuada.
—Me molesta perder tiempo en dar gracias por un pésame que es de puro cumplido.
Don César detuvo el carruaje frente a la casa, saltó al suelo, ayudó a Lupe a descender, y mientras ella iba a abrazar a la mujer de don Homero, su marido, como ordenaban los cánones, iba a explicar al padre del muerto cuánto lamentaba lo ocurrido.
—No me digas que lo sientes mucho, César, porque no lo creeré -dijo don Homero antes de que don César dijese nada.
—Por lo menos estoy seguro de que se alegra usted, don Homero, del endiablado paseo que nos hemos dado desde Los Angeles hasta aquí. Casi toda la noche de viaje es más de lo que mis pobres huesecitos pueden soportar sin pulverizarse. Lo único que me consuela es saber que el día en que yo me muera usted también tendrá que ir a Los Angeles a dar el pésame.
—Será un placer.
—El saberlo endulzará mis últimos momentos. Por lo menos habrá alguien, además de los gusanos, que se complacerá con mi fallecimiento. Es deprimente saber que la muerte de uno solo sirve para alegrar a una legión de bichos. En cambio al pensar que todo un Larruz se estremece de placer...
—No tengo tiempo para oír tus necedades e impertinencias, César -dijo don Homero-. No te mandé llamar, ni esperaba tu visita. Confío en que cuando vuelva ya no estarás aquí.
—Tal vez sí -sonrió don César.
Miró a su alrededor y acentúo su sonrisa.
—Toda la tribu de los Larruz en pie de guerra. ¡Es emocionante! Parece una estampa de los viejos tiempos en que ni Ley ni Cruz podían con los Larruz. Hace un rato, cuando me crucé con los soldados del Fuerte Leños, a la salida de San Rosario creí que iba a dar de narices con vosotros; pero sólo eran soldados con fusiles, sables y ametralladoras Gatlin. Doscientos cincuenta hombres bien armados que van a pasar unos días maniobrando por los alrededores; pero antes de fijarme en sus azules uniformes, creí que eran los magníficos Larruz.
El rostro de don Homero perdió, el color.
¿Qué has querido decirme? -preguntó, con temblor en la barbilla.
—No he querido decir nada. -Don César estaba asombrado-. ¿Es que no sabía usted que la mitad de la guarnición de «Fuerte Leños» iba a...?
—¿Qué pretenden? ¿Impedir que castigue a esos criminales?
—No sé lo que pretenden; pero... me parece que si usted y su tribu se presentan en son de guerra en el pueblo, las maniobras de los soldados se parecerán mucho a un pequeño ensayo de guerra de verdad.
Don Homero se volvió hacia su hijo menor y ordenó:
—Acércate al pueblo y comprueba si es cierto que los soldados del fuerte están allí.
—¡Qué tiempos! -suspiró don César-. Cuando un Larruz duda de la palabra de un Echagüe y necesita que uno de los suyos le confirme lo que el otro dijo, las cosas no pueden ir peor. Todo se tambalea y nuestro pequeño mundo hecho de honor, orgullo y confianza se hunde.
—Es verdad -murmuró don Homero-. Cuando dices algo, empleas palabras ligeras; pero no falsas. Supongo que me has querido advertir. Gracias. Pero... no permanezcas aquí, al sol. Entra en casa y... perdona nuestra falta de cortesía. -Volvióse hacia los demás y dijo-: Gracias a todos. Antes de marchaos, comed y bebed lo que os plazca.
Por aquel día al menos San Rosario se había salvado de las llamas.