Capítulo VII
Don Arturo Gálvez salía del Alhambra cuando Guzmán entraba en el establecimiento. Gálvez vestía de negro, adecuadamente para un entierro.
—Voy al rancho Vallejo —explicó a Guzmán—. Yo no creo que fuese usted y su amigo quienes dispararon sobre el pobre hombre. No tiene sentido. Procuraré convencer de ello a los hacendados. No son fáciles de persuadir, pero hay que intentarlo. No me gustaría hallarme en medio de una guerra ganadera.
Muller, el propietario del Alhambra, apareció en aquel momento. También vestía de negro. Se le notaba incómodo dentro de aquellas ropas de ceremonia. Saludó torpemente al español.
—Volveremos pronto —anunció—. Si necesita algo, le atenderán el cocinero y mi mujer. Vamos, señor Gálvez. Le llevaré en mi coche. ¿O prefiere ir a caballo?
Gálvez lanzó un resoplido.
—¿Con este traje quiere que vaya a caballo? —preguntó, indicando, con unos significativos ademanes, las inadecuadas prendas—. Iré menos mal en el coche.
Guzmán permaneció en la calle, junto al porche del Alhambra hasta que Gálvez y Muller se alejaron en el ligero vehículo del tabernero.
Con la molesta sensación de tener fija en su espalda la mirada de alguien, se volvió. A mitad de la calle se veía a Silveira buscando huella de los autores de los disparos. De pronto, la voz de Cristina llegó a él, desde una de las ventanas:
—Era yo quien le estaba observando.
—¿Ha descansado? —preguntó César. La joven hizo un vago ademán.
—A medias —dijo—. Ahora bajo. El día es muy hermoso.
Se retiró y al cabo de tres minutos aparecía en el porche. Se detuvo un instante junto a los escalones que conducían hasta la carretera. Miraba hacia el cielo, de un intenso azul, y a su alrededor, gozando de la pureza del aire matinal.
—Me gustan las mañanas —dijo.
Ayudada por Guzmán saltó al suelo. Cuando soltó la mano del hombre, pensó que en la mayoría de los casos, cuando estrechaba una mano o se apoyaba en otra, no tenía, como ahora, la sensación de haber estado en contacto con algo vivo. En la casi totalidad de los casos, una mano era, solamente, una cosa: como el puño de un bastón, el respaldo de una silla, el borde de una mesa, el asa de una maleta... Objeto sin vida y sin personalidad. En cambio... la de Guzmán era distinta. Todos los sentidos se habían concentrado en el punto donde sus dedos entraron en contacto. Como si al unirse hubiérase producido una descarga eléctrica. Lo mismo que al rozar las pilas de los aparatos de telegrafía. El choque había sido breve, pero intenso. A pesar de su inocencia, aquel apretón de manos la había turbado. ¿Por qué?
Una pregunta demasiado sencilla o demasiado difícil. Ella amaba a Pat. Guzmán a un recuerdo. Eran dos seres opuestos. Dos ilusiones distintas y encontradas.
—Éste es como uno de esos momentos en que no sucede nada —dijo Cristina—. Compás de espera. El odio puede descansar, y también el miedo. Un primo mío hizo la guerra, y me contó que un día los dos ejércitos consintieron en una tregua. Se dio, por unas horas, la orden de alto el fuego. Durante varias semanas, los soldados habían permanecido agazapados detrás de sus parapetos, demasiado bajos para estar de pie en ellos. Todos hicieron lo mismo: se levantaron y respiraron profundamente el aire que les había sido negado. Mi primo se inclinó hacia el exterior y arrancó una flor amarilla. En las trincheras no crecen flores: aquélla fue como una caricia. Cuando se terminó la tregua, la flor se marchitó. Para mi primó fue el instante más feliz de toda la campaña. Ahora está ocurriendo algo por el estilo.
La joven inclinóse y arrancó una amarilla flor de múltiples pétalos.
—Es un crimen cortarla —dijo—. ¡Es tan sencilla y tan bonita!
—No —respondió Guzmán—. Ella es feliz. No ha vivido inútilmente. Todas las flores tienen la ilusión de morir embelleciendo una mano de mujer hermosa. Usted y ella se han encontrado. La flor cumplió su misión.
—Dentro de unas horas estará marchita —murmuró Cristina.
—Una de las cosas tristes en este mundo es la flor muerta en la propia planta. Una rosa marchita y deshojada en el rosal da la impresión de una linda mujer que esperó en vano a su hombre soñado. Vida inútil. Belleza perdida. Misión sin cumplir. En cambio... cuando en medio de un camino encontramos una rosa desmayada, con los pétalos oscurecidos, el tallo roto, las hojas mustias y las espinas ablandadas, lejos de su rosal, lejos de su jardín, no sentimos tristeza por ella. Su hermosura tuvo una finalidad. Fue comprendida y... amada.
—Y tirada al polvo del camino —musitó la muchacha.
—Cuando había dado ya todo su esplendor, todo su perfume y toda su juventud. Esa flor no esperó inútilmente, como las que agonizan en el trono donde nacieron.
Cristina sintió súbito ardor en las mejillas. Este rubor la enfadó. ¿Por qué se sonrojaba? Era tonta. Las palabras de Guzmán no tenían doble sentido. No se referían a ella. ¿O tal vez sí? Luego se dio cuenta de que llevaba varios segundos o minutos callada. ¿Qué podía decir? ¡Debía hablar! Se aferró a la primera idea que cruzó por su mente y declaró:
—Es raro que un hombre tan... rudo... como usted sea capaz de decir cosas tan bellas.
—¿Cree que soy rudo, señorita Gálvez?
—Quise decir que... que su vida es dura.
¿Por qué se turbaría? Guzmán debía de estar notando su estado de ánimo y, sin duda alguna, se reiría de ella.
—Cuando la vida se nos vuelve dura, tenemos que buscar un descanso en la poesía. De todas formas, estoy seguro de no haber dicho nada extraordinario.
—Pues a mí me ha parecido muy hermoso. Yo siempre había creído que la flor escogida como la más espléndida y arrancada, por culpa de su belleza, de su rosal, era desgraciada. Ahora comprendo que hay algo peor que morir de amor: morir sin él. Ver cómo pasan los días o las horas, y ninguna mano se tiende, amorosa y cruel, hacia... ella. Hacia la flor. Puede que sea doloroso sentirse arrancada. Pero... es la ley de la vida. El verdadero amor tiene un pedestal de sufrimiento. La mujer también llega al verdadero amor a través del dolor. Amor de esposa y amor de madre —Cristina sonrió de nuevo—. Estoy diciendo cosas impropias de una señorita, ¿verdad?
—No me detengo a pensar quién dice las cosas. Oigo sus palabras y me parecen sinceras y perfectas. Si la miro, pienso que es natural que sean así, procediendo de quien proceden. Tiene usted razón: vivimos una tregua. Antes de reanudar la violencia, es muy grato saturarse de paz.
Cristina levantó la mirada hacia los ojos de su interlocutor.
—¿Por qué no abandona el camino de la venganza?
Notó un súbito endurecimiento de la expresión del español y se apresuró a agregar:
—No interprete mal mis palabras. No hablo en beneficio de otra persona. Lo digo por usted. Quien es capaz de apreciar la belleza y la poesía que Dios puso en una flor, no debe entenebrecer su existencia con una misión tan horrible.
—Es un castigo justo que trato de...
—¿Qué es lo que usted quiere vengar, Guzmán? ¿Lo que su mujer sufrió durante un minuto, o lo que usted ha sufrido durante cinco años?
—Es lo mismo —replicó Guzmán.
—No. Gloria... era buena. Usted lo dijo anoche. A ella ese tributo de sangre tiene que causarle horror.
—Hay cosas que no se pueden decir con palabras. Dejemos esto. Hablemos de otras cosas para las cuales existen conceptos sencillos, limpios y honrados.
—La sangre mancha, Guzmán, no limpia nada. Han muerto ya siete hombres. ¿Devolvió con ello la vida a su mujer? ¿La verá resucitar el día en que acabe con el último de sus asesinos?
César respiró con gran esfuerzo.
—Todo eso me lo he dicho infinidad de veces. Tengo mis dudas y las admito. Trato de encontrar la verdad. Me pregunto si trato de vengar la muerte del ser a quien más he amado, o, simplemente, si quiero arrancar el dolor que me desborda y traspasárselo a otros. No me es fácil vivir, señorita. Cuando ocurrió la tragedia estuve a punto de coger mi revólver y volverlo contra mí. Por casualidad me hallaba ante un espejo y me vi a punto de cometer la mayor de las cobardías y el más odioso de los pecados. Me daba miedo la vida y me asustaba el dolor. Estaba a punto de matarme, porque dudaba de poder reunirme jamás con ella. Me dominé. Para salvar el abismo de mi voluntad hundida, pensé en la venganza. Fue la cuerda que me sostuvo y me salvó. Decidí vivir para castigar a los culpables de aquel crimen.
El hombre se interrumpió unos momentos. Tenía la mirada fija en el suelo. En las evoluciones de una mariposa blanca.
—Me costó mucho seguir viviendo. Sobre todo, durante los primeros meses. La muerte me parecía lo único que, al ponerme al nivel de Gloria, me acercaría a ella. Tuve que poner mucha pasión en mi vida para conservarla. Esa pasión fue la venganza. El deseo de castigar a los culpables. Me aferré a ese... para conservar la existencia.
—¿No pensó en que podía amar de nuevo?
—Entonces no se me ocurrió. Hubiera sido como un sacrilegio.
—Vive usted con el temor a ser débil, a dejarse vencer por un sentimiento generoso.
—Es verdad —asintió Guzmán—. Tiene usted razón. Me falta valor para renunciar a la venganza. Así... es menos complicado. Le prometo que por pequeña que sea la justificación que encuentre o se me ofrezca, no mataré a su novio.
—No hablo por él ni en su beneficio, Guzmán. No hablo por mí. Después de lo ocurrido... sabiendo lo que sé, no me casaré con Pat —la joven se asombró de haber dicho estas palabras, pero, casi sin darse cuenta, siguió—: Si su vida no estuviese en peligro, ya se lo habría dicho, Esperaré al final. Cualquiera que sea el desenlace... Pat y yo hemos terminado para siempre. En mi corazón ya no hay amor para él. Sólo queda fidelidad. No me gusta huir del barco que se hunde, no es elegante. Si Gardiner muere a manos de usted, caerá sin saber que mi amor hacia él desapareció...
Una débil y lejana detonación interrumpió a la muchacha. Guzmán calculó que procedía de la oficina del comisario. Sin embargo, no quedaba nadie en ella, ni en la cárcel.
—Ha sido un disparo —dijo Cristina.
—Puede ser que alguien haya utilizado su revólver para probar su mala puntería —replicó César.
Trataba de convencerse de que la detonación carecía de importancia: ¿Por qué iba a tenerla? Un disparo, en aquellos lugares, no era, en el noventa y nueve por ciento de los casos, más que un ruido. No obstante, presentía algo mucho más grave.
—Vuelvo a la cárcel —dijo.
Cristina le acompañó. Antes de llegar vieron a Silveira salir de la casa de enfrente y agitar las manos. No estaba alegre.
—¿Qué sucede? —preguntó Guzmán.
—Chick Polard —replicó su amigo, moviendo la cabeza hacia el interior de la casa del comisario local.
—¿Se le ha disparado el revólver?
El portugués movió la cabeza.
—Se lo dispararon. Entra.
La muchacha iba a seguirle. Silveira la contuvo.
—No es un espectáculo adecuado para una señorita.
—He visto muchas cosas que no eran adecuadas para mí... y no me he muerto —respondió la joven.
Silveira se hizo a un lado.
—Como usted quiera —dijo—. Yo la previne.
En el saloncito de la casa, amueblado con los escasos elementos que se podían encontrar en Green, estaba el cuerpo de Polard. Una bala le había entrado por la parte de atrás de la cabeza. Cristina cerró los ojos y Silveira la sostuvo.
—Ya ha visto una cosa más —dijo el portugués.
—Y no me he muerto —musitó Cristina—; pero... me ha faltado muy poco. ¡Es horrible!
Guzmán tenía en las manos una hoja de papel. Su rostro estaba lívido y los dedos le temblaban.
—¿Lo has leído? —preguntó Silveira, para romper el tenso silencio.
El español bajó la vista hacia el mensaje. Haciendo un esfuerzo violentísimo, leyó:
«Guzmán: Le devuelvo el alfiler de oro que me envió. Se lo dejo en el cuerpo de un traidor, a quien el mundo no echará de menos. Pasó su mejor oportunidad. Ahora somos los más fuertes. Si no aprovecha los pocos minutos que le quedan para irse, se quedará en Green Springs... hasta el día del Juicio Final.»
—No lleva firma —observó Silveira.
Guzmán mostró el alfiler de oro en forma de herradura.
—No hace falta otra firma que ésta —dijo—. ¿Dónde lo encontraste?
—La nota estaba prendida en la chaqueta del pobre Chick. El que lo hizo usó el alfiler de oro.
César dobló el mensaje y lo guardó en un bolsillo de la levita, luego fue hacia la puerta. En la mano llevaba la joya.
—¿Adónde va? —preguntó, débilmente, Cristina.
—No creo que le cueste mucho trabajo adivinarlo, señorita. Es fácil.
—¡No ha sido Pat! —gritó la joven—. ¡Estoy segura de que no ha sido él!
—¿Quién si no? —preguntó Guzmán—. El mismo sello de siempre. Matar al más débil.
—No ha sido Pat —insistió la muchacha.
—¿Quién puede tener otro alfiler como éste? Yo se lo envié y él me lo devuelve.
—Eso es lo más raro —advirtió Silveira—. Este asesinato es una prueba de cobardía; pero el dejar la carta y el alfiler de oro... Por lo menos resulta extraño. Inverosímil. Impropio de un cobarde. Ese hombre quiere que vayas a buscarle. No trata de pasar inadvertido. Te dice: «He sido yo. Búscame y mátame.»
—De todas formas pensaba hacerlo —respondió Guzmán.
Silveira, que conocía sus reacciones, su voz y sus gestos, captó un principio de duda en su anterior seguridad. Guzmán no estaba ya convencido de que Bob Lerner hubiera asesinado a Chick Polard. Sin embargo, la solución de aquel extraño suceso tenía que estar en él. ¿A quién había entregado Gardiner el alfiler de oro? o ¿quién se lo había robado?
Inmóvil unos momentos junto a la puerta, el español sacó, uno tras otro, sus dos revólveres, y revisó los cartuchos que llenaban los cilindros. Los volvió a enfundar y, en silencio, salió.
Cristina le siguió. Desde enfrente de la cárcel, vio cómo César montaba a caballo y partía, al trote, hacia las tierras de pasto.
En voz muy baja, la joven pidió:
—Si es posible... que no muera ninguno de los dos. Pero si sólo ha de sobrevivir uno de ellos... ¡Dios mío, Tú ya sabes por quién ruego!